7> Comisario

Sirhan se encuentra en el borde de un abismo, mirando el paisaje de nubes anaranjadas y grises que se arremolina en la distancia. Tan cerca del borde el aire es frío y huele ligeramente a amoníaco, aunque tal vez sean imaginaciones suyas: es bastante poco probable que haya algún intercambio de gases a través de la pared de presión transparente de la ciudad volante. Tiene la impresión de que podría alargar la mano y tocar el remolino de vapor. Tan cerca del borde no hay ni un alma. Contemplar las turbias profundidades, un océano de gas tan frío que la carne humana se congelaría a los pocos segundos de entrar en contacto con él, sabiendo que ahí fuera no hay nada sólido en decenas de miles de kilómetros, produce una sensación de gelidez. En este punto tan remoto del sistema la sensación de aislamiento se ve agravada por la escasez de ancho de banda. La mayoría de la gente se concentra cerca del núcleo por la comodidad, el calor y la baja latencia: los posthumanos son gregarios.

A los pies de Sirhan se extiende la ciudad nenúfar, que musita y se arremolina en incesantes bucles autosimilares como un blastoma cubista que crece en las capas altas de la atmósfera de Saturno. Unos enormes conductos absorben el metano y demás gases atmosféricos, aplican energía, los polimerizan, los transforman en diamante y separan el hidrógeno para llenar las células de elevación en las alturas. Más allá de la cúpula de color zafiro de la bolsa de gas de la ciudad, una estrella azul celeste relumbra como una mota de luz láser; la primera (y de momento, última) nave espacial de la humanidad, frenando para entrar en órbita con los últimos jirones de su vela solar.

Se está preguntando con malicia cómo reaccionará su madre al descubrir que está arruinada, cuando la luz por encima de su cabeza se pone a parpadear. Algo gris y desagradable se espachurra contra la curva de la pared casi invisible que tiene delante, dejando una mancha. Da un paso atrás y levanta la vista enojado.

—¡Qué os follen! —grita. Una risa estridente y cantarína lo persigue mientras se aleja del límite, el zureo burlón de unas palomas asilvestradas—. Lo digo en serio —les advierte haciendo un gesto rápido con la mano por encima de la cabeza. Se oye un estruendo de alas desperdigándose cuando el aire se solidifica como una placa de hielo, nanomáquinas con forma de vilano suspendidas en la brisa engarzándose para formar un paraguas por encima de su cabeza. Se aleja caminando del perímetro, echando pestes, dejando que las palomas busquen otra víctima.

Enfadado, Sirhan encuentra una loma cubierta de hierba a doscientos metros del borde, nada más pasar el nenúfar de los edificios del museo. Está lo bastante lejos de otros humanos como para poder sentarse a pensar en sus cosas sin que le molesten y lo bastante cerca del borde como para poder mirar hacia abajo sin que le evacúe encima una bandada de ratas voladoras. (La ciudad volante, a pesar de ser el producto de una tecnología avanzada casi inimaginable hace un par de décadas, tiene montones de fallos. La complejidad del software y las leyes de potencias se aseguraron de que las décadas de cambio anteriores actuaran como una especie de periodo cosmológico inflacionario para los errores de diseño, y una plaga de palomas migratorias no es ni de lejos el problema más inexplicable que afecta a esta biosfera).

En un intento por aislarse de las manifestaciones menos gratas de la cibernaturaleza, se sienta a la sombra de un manzano a poner orden en los mundos que le rodean.

—¿Cuándo llega mi abuela? —le pregunta a uno de ellos, hablando por un teléfono antiguo en el mundo de los sirvientes, donde todo es obediente y sabe cuál es su sitio. La ciudad le sigue el juego por sus propios motivos.

—Sigue empaquetada, pero el aerofrenado casi ha terminado. Su cuerpo llegará aquí abajo en menos de dos megasegundos. —El avatar de la Ciudad en este machinima es un discreto y respetuoso mayordomo Victoriano de expresión inmutable. Sirhan se abstiene de utilizar interfaces de memoria; para tener dieciocho años, es tan conservador que llega a la afectación y prefiere las instrucciones de voz y los agentes antropomórficos a la unión invisible de redes neuronales virtuales.

—¿Estás seguro de que se ha transferido correctamente? —Sirhan le pregunta ansioso. De joven le contaron muchas cosas de su abuela, casi ninguna elogiosa. No obstante, la vieja debe ser bastante más flexible de lo que podría llegar a admitir su madre para someterse a este tipo de tratamiento por primera vez con la edad que tiene.

—Estoy tan seguro como puedo estarlo, joven señor, para alguien que insiste en aferrarse a su fenotipo original sin beneficiarse de las ventajas que ofrecen las copias de seguridad fuera de línea o los implantes médicos. Lamento que la omnisciencia no sea uno de mis atributos. ¿Quiere saber más detalles? Si quiere puedo preguntar.

—No. —Sirhan alza los ojos hacia el destello del láser, visible incluso a través de la membrana de pompas de jabón que contiene la mezcla respirable de gases y de los billones de litros de hidrógeno caliente de la bóveda que la rodea—. Mientras estés seguro de que llegará antes que la nave.

Ajustando sus ojos al ultravioleta, observa los picos de la emisión, ve el lento muestreo estroboscópico de la amplitud modulada del ancho de banda bajo, que es todo lo que la nave puede permitirse a modo de enlace de telecomunicación hasta que entre en el radio de acción de la variedad del sistema. Repite una y otra vez la misma pregunta tediosa que lleva emitiendo toda la semana (por qué han reorientado su rumbo hacia Saturno), pidiendo explicaciones por la negativa a proporcionarle teravatios de energía de propulsión a crédito.

—Siempre que no haya un pico en su haz de energía, puede estar seguro —contesta la Ciudad de modo tranquilizador—. Y también puede estar seguro de que su abuela resucitará confortablemente.

—Eso cabría esperar. —Afrontar el viaje interplanetario en persona corpórea a su edad, sin ningún tipo de actualización o aumento, debe exigir mucho coraje, decide—. Cuando se despierte, si no ando por ahí, pídele hora de mi parte para una entrevista. Para los archivos, por supuesto.

—El placer será mío. —La Ciudad inclina la cabeza educadamente.

—Eso es todo —dice Sirhan con desdén, y la ventana del entorno sirviente se cierra. Entonces vuelve a mirar el puntito de luz azul del láser cerca del cénit. «Mala suerte, mamá», subvocaliza para su diario caché. Casi toda su atención está bifurcada en el presente, centrada en los abundantes datos históricos que le llegan inesperadamente desde las profundidades de la singularidad, en forma de teatro cartesiano a bordo de una sonda estelar de treinta años de antigüedad. Pero todavía le queda espacio para regodearse contemplando el destino de la fortuna familiar. «Ahora todos tus activos son míos». Sonríe para sí. «Sólo tengo que asegurarme de que esta vez se inviertan en algo sensato».

—No veo por qué nos están desviando hacia Saturno. No es posible que les haya dado tiempo a desmantelar Júpiter, ¿verdad? —pregunta Pierre pensativo, haciendo rodar la botella de cerveza helada entre el pulgar y el resto de los dedos de su mano.

—¿Por qué no se lo preguntas a Amber? —contesta el velocirraptor acuclillado junto a la mesa de troncos. (El acento ucraniano de Boris no se ve afectado por la laringe de dromeosáurido; de hecho, es una afectación, una que si quisiera podría arreglar fácilmente descargándose un parche de pronunciación inglesa).

—Bueno —dice Pierre negando con la cabeza—. Está todo el tiempo con esa babosa, no tiene multiplicidad de acceso y sus listas de control de privacidad están guardadas bajo llave. Podría ponerme celoso. —Su voz no denota ninguna preocupación seria.

—¿Celoso de qué? Pídele que bifurque una instancia que hable contigo, que haga el amor, que haga pasar un buen rato al novio, lo que sea.

—¡Ja! —Pierre suelta una risita forzada y apura el culo de su botella. La tira hacia un grupo de cicas y luego chasquea los dedos haciendo que aparezca otra en su lugar.

—Estamos a dos megasegundos de Saturno, en todo caso —señala Boris y hace una pausa para afilarse unos incisivos de una pulgada de largo en un extremo de la mesa. Los colmillos atraviesan la madera como si fuera cartón mojado—. Grrrrn. Veo espectro de emisión de lo más peculiar procedente del sistema solar interior. Brumoso, descendiendo hasta el fondo del pozo gravitatorio. Pregunto, ¿se habrá llegado ya a dotar de intelecto a la materia inepta más allá de la órbita joviana?

—Hmm. —Pierre le pega un trago a la botella y la deja sobre la mesa—. Eso podría explicar la desviación. Pero ¿por qué no han encendido los láseres del Anillo para nosotros? Eso también te lo perdiste.

Por razones que se desconocen, la gran batería de láseres lanzadera se apagó unos cuantos millones de segundos después de que la tripulación de la Circo Ambulante entrara en el router, dejándola a la deriva en la fría oscuridad.

—No sé por qué no hablan —dice Boris encogiéndose de hombros—. Al menos allí todavía siguen vivos, como demuestra la parte que dice «cambio de rumbo hacia Saturno, siguiendo no se qué elementos orbitales». Alguien está prestando atención. Pero te lo digo desde ya, transformar todo el sistema solar en computronio es una malísima idea, a largo plazo. ¿Quién sabe hasta donde habrán llegado ya?

—Hmm, otra vez. —Pierre dibuja un círculo en el aire—. Aineko —dice alzando la voz—, ¿estás escuchando?

—No me agobies. —Una tenue sonrisa verde aparece en el círculo, apenas se vislumbran unos colmillos y unos bigotes afilados como agujas—. Tuve una idea que estaba consultando furiosamente con la almohada.

Boris pone en blanco uno de sus ojos con forma de torreta y babea sobre la mesa.

—Ñam, ñam —gruñe, dejando que se exprese su cuerpo-cerebro saurio.

—¿Para qué necesitas consultar nada con la almohada? Esto es una puta simulación, por si no te habías dado cuenta.

—Me gusta dormir —contesta la gata moviendo con irritación la cola, que justo ahora empieza a hacerse visible—. ¿Qué queréis? ¿Pulgas?

—No, gracias —dice Pierre apresuradamente. La última vez que acusó a Aineko de marcarse un farol la gata había inundado de ratones tres universos de bolsillo enteros. Una de las desventajas de volar a bordo de una nave del tamaño de una lata de alubias llena de materia inteligente era el riesgo de que algunos de los pasajeros pudieran pasarse de creativos con el sistema de control de la realidad. Esta cháchara de sobremesa cretácica formaba parte de la partición de entretenimiento de Boris; comparada con otros espacios simulados a bordo de la Circo Ambulante era de lo más conservador—. A ver, ¿tienes noticias frescas de lo que se cuece por ahí abajo? Estamos a sólo veinte días objetivos de la inserción orbital y apenas vemos algo…

—No nos van a enviar energía. —Aineko se materializa completamente, una enorme gata de franjas blancas y anaranjadas con un remolino de pelo marrón en forma de @ cubriéndole las costillas. Por algún motivo se planta burlonamente en la mesa, cerca de la nariz del cuerpo del velocirraptor de Boris—. No contar con el láser propulsor significa un ancho de banda insuficiente. Hablan con el Alfabeto Latino n° 1 a 1.200 baudios, por si os interesa. —(Lo que es un insulto, teniendo en cuenta que la nave tiene una capacidad de almacenamiento de varios avabits. Un avabit es un número de Avogadro de bits; alrededor de 1023 bytes, varios miles de millones de veces el tamaño de internet en 2001, un ancho de banda ridiculamente grande)—. Amber dice que vayáis a verla ahora. Salón de audiencias. Informal, por supuesto. Creo que quiere hablarlo.

—¿Informal? ¿Estoy bien sin cambiar de cuerpo?

La gata resopla por la nariz.

—Yo llevo un abrigo de piel de verdad —declara con altivez—, pero voy sin bragas. —Y desaparece una fracción de segundo antes que el chasquido de sus zamarrajantes mandíbulas.

—Vamos —dice Pierre poniéndose en pie—. Es hora de ver qué quiere hoy de nosotros Su Majestad.

Bienvenido a la octava década del tercer milenio, cuando los efectos del cambio de fase en la estructura del sistema solar finalmente se hacen visibles a escala cosmológica.

Hay alrededor de once mil millones de primates abrumados por el futuro en diversos estados de vida y no muerte en todo el sistema solar. La mayoría se congrega allí donde el ancho de banda interpersonal es más dinámico, en la zona habitable en torno a la vieja Tierra. La biosfera de la Tierra lleva décadas en cuidados intensivos, asolada por extraños brotes de fulgurantes ensambladores ante los que la Organización Mundial de la Salud poco puede hacer: plagas grises, tigres de Tasmania, dragones. El último imperio comercial a escala mundial, dirigido desde las arcologías de Hong Kong, se ha hundido junto con el capitalismo, que se ha quedado anticuado ante un conjunto de algoritmos deterministas de asignación de recursos muy superiores, denominados conjuntamente Economía 2.0. Mercurio, Venus, Marte y la Luna han sido prácticamente desintegrados, y su masa se ha puesto en órbita con la energía extraída de la neblina de materiales termoeléctricos que se acumulan en torno a los polos solares con tal densidad que el Sol parece un ovillo rojo de lana del tamaño de una gigante roja joven.

Los humanos son meros usuarios de herramientas con escasa inteligencia; la selección natural darwiniana se paró en seco cuando convergieron el lenguaje y el uso de herramientas, lo que dejó al velludo portador de memes medio con una triste deficiencia en cacumen. Los humanos ya no son los portadores de la antorcha del intelecto. Su contagioso entusiasmo se ha extendido a toda una miríada de huéspedes y a algunos de ellos lo de pensar se les da cualitativamente mejor. De acuerdo con el último recuento, en el espacio de Sol hay unas mil especies inteligentes no humanas que se dividen equitativamente en posthumanos, IAs autoorganizadas de forma natural y mamíferos no humanos. A la mayoría de las especies que pueden llevar medio kilogramo de materia gris, alimentarlo y refrigerarlo, les resulta fácil actualizar el chasis neuronal común a todos los mamíferos hasta alcanzar una inteligencia de tipo humano, y los descendientes de un centenar de tesis doctorales contestadas por cuestiones éticas reclaman ahora los mismos derechos. También los reclaman los muertos redivivos (los fantasmas de la red conectados al panóptico, personas que vivieron no hace tanto tiempo y pudieron dejar la impronta de sus identidades en la era de la información), y los ambiciosos planes de ingeniería teológica de la Iglesia Tipleriana Reformada de los Santos de los Últimos Días (que quiere emular el mayor número posible de seres humanos en tiempo real, de modo que puedan tener la oportunidad de ser salvados).

La memesfera humana se está animando, aunque está por ver cuánto tiempo más seguirá siendo reconociblemente humana. La densidad informativa en los planetas interiores converge visiblemente hacia el número de Avogrado de bits por mol, un bit por átomo, a medida que la materia simple deconstruida de los planetas interiores (excepto la Tierra, que de momento se conserva como un pintoresco edificio histórico abandonado en un polígono industrial) se va convirtiendo en computronio. Y no es sólo el sistema interior. Las mismas fuerzas operan en las lunas de Júpiter y Saturno, aunque para desmantelar los gigantes gaseosos se necesitarán miles de años y no meras décadas. Incluso con la totalidad del presupuesto energético solar se tardarían siglos en lograr que la descomunal masa de Júpiter alcance la velocidad orbital. Los efímeros y primitivos pensadores, descendientes de los primates de las llanuras africanas, son cada vez más escasos y para cuando se complete el cerebro matrioska solar es muy probable que se hayan extinguido por completo o que hayan trascendido sus arquitecturas carnosas.

Ya no falta mucho…

Entre tanto, en el corazón de Saturno se está preparando una fiesta.

La ciudad nenúfar de Sirhan flota en el interior de una esfera gigante casi invisible en la capa superior de la atmósfera de Saturno; un globo de varios kilómetros de diámetro con una estructura de diamante reforzado con fullerenos por debajo y una bolsa de hidrógeno caliente por arriba. Es una más entre los cientos de pompas de jabón de varios megatones que flotan en el turbulento mar de hidrógeno y helio que es la capa superior de la atmósfera de Saturno; las pompas fueron sembradas por la Sociedad para la Terraformación Creativa, subcontratistas de la Exposición Universal de 2074.

Las ciudades son elegantes: crecen a partir de una semilla conceptual de unas cuantas megapalabras de largo. Su tasa de replicación es lenta (se tardan meses en construir una burbuja), pero en sólo un par de décadas el crecimiento exponencial hará de la estratosfera un territorio apto para el ser humano. Obviamente la tasa de crecimiento se ralentizará hacia el final, porque llevará más tiempo extraer los isótopos de metal de las turbias profundidades del gigante gaseoso, pero antes de que eso pase, los primeros frutos de las fábricas robot de Titán estarán vertiendo hidrocarburos en la mezcla. Con el tiempo, Saturno (con una gravedad superficial de 11 metros por segundo al cuadrado, apta para humanos) tendrá una biosfera que abarcará todo el planeta con un área casi cien veces mayor que la de la Tierra. Lo que será realmente cojonudo, porque de lo contrario Saturno no le servirá de nada a nadie, salvo como depósito de combustible de fusión para un futuro muy lejano, cuando el Sol se haya apagado.

Este nenúfar en concreto está alfombrado de hierba, el centro del disco se eleva formando una suave colina sobre la que se alza el adusto montículo de hormigón del Museo de la Ciencia de Boston. Parece curiosamente desnudo, despojado de su fondo de autopistas y los puentes del río Charles, pero es que ni siquiera las generosas estructuras de varios kilotones de materia inepta de los ganchos celestes que lo pusieron en órbita habrían aguantado si también hubiesen tenido que levantar su entorno. «Lo más probable es que alguien acabe pergeñando un diorama barato de niebla funcional», piensa Sirhan, pero de momento el museo se ve digno y aislado, un reducto solitario de la enseñanza clásica exiliado del núcleo superinteligente del sistema solar.

—Un despilfarro de dinero —se queja la mujer de negro—. ¿A quién se le pudo ocurrir tamaña estupidez? —dice dándole al museo con la contera de diamante de su bastón.

—Es una declaración de principios —dice Sirhan distraídamente—. Ya sabe, en plan: tenemos tantos newtons que podemos malgastarlos en enviar nuestras embajadas culturales donde nos dé la gana. El Louvre va de camino a Plutón, ¿lo sabía?

—Un despilfarro de energía. —Baja el bastón de mala gana y se apoya en él—. No está bien —dice torciendo el gesto.

—Creció durante la segunda crisis del petróleo, ¿no? —dice Sirhan pinchándole—. ¿Cómo era la vida entonces?

—¿Cómo era…? Oh, la gasolina llegó a los cincuenta dólares el galón, pero seguíamos teniendo de sobra para los bombarderos —dice con desdén—. Sabíamos que no pasaría nada. Si no hubiera sido por esos malditos entrometidos posthumanistas —dice frunciendo el ceño con vehemencia. Tiene el rostro arrugado y envejecido de forma antinatural y el pelo desteñido del color de la paja podrida. Sirhan percibe un subtexto de ironía autocrítica que no comprende—. Como tu abuelo, que un rayo lo parta. Si volviera a ser joven iría a mearme en su tumba para demostrarle lo que pienso de lo que hizo. Si es que tiene una tumba —añade casi con cariño.

«Control de memoria: registro historia familiar», le dice Sirhan a uno de sus fantasmas. Como el historiador consagrado que es y en previsión de una futura escasez de memoria, Sirhan tiene la costumbre de grabar todas sus experiencias, tanto antes de que entren a formar parte de su consciencia narrativa (las señales eferentes son las más limpias) como las de su propio monólogo interior. Pero su abuela lleva décadas empeñada en negarse a adaptarse a los nuevos usos.

—Lo estás grabando, ¿verdad? —dice con desprecio.

—No lo estoy grabando, abuela —dice él amablemente—; me limito a preservar mis recuerdos para las generaciones futuras.

—¡Ja! Ya veremos —dice ella con recelo. Entonces le sorprende con una carcajada que se corta en seco—. No, lo verás tú, querido. Yo me ahorraré la decepción porque ya no estaré por aquí.

—¿Va a contarme algo de mi abuelo? —pregunta Sirhan.

—¿Por qué iba a molestarme? Conozco a los posthumanos como tú, sé que irás a preguntarle a su fantasma. ¡No intentes negarlo! Toda historia tiene dos caras, hijo, y a él ya le han prestado más atención de la que merece, el muy canalla. Me abandonó y tuve que criar yo sola a tu madre; sólo me dejó un montón de derechos de autor sin ningún valor y una docena de demandas de la mafia rusa relacionadas con ellos. No sé qué es lo que pude ver en él. —El analizador de tono de voz de Sirhan detecta un claro matiz de falsedad en esta afirmación—. Es escoria despreciable, que no se te olvide. Un vago, el muy idiota ni siquiera fue capaz de crear su propia empresa; tenía que regalarlo todo, todos los frutos de su genialidad.

Mientras Pamela divaga, interrumpiendo la descripción de tanto en tanto con golpes secos de su bastón, van dando un lento y sinuoso paseo que les lleva a doblar una esquina del museo hasta llegar a una antigualla de muelle de carga diseñado con austeridad.

—Debería haber probado con el comunismo de verdad —dice con desprecio—. Haberle echado coraje, haber dado rienda suelta a esos sueños visionarios idealistas en los que nadie pierde. En los viejos tiempos uno sabía a qué atenerse, no lo dudes. Los humanos eran humanos de verdad, el trabajo era trabajo de verdad y las empresas sólo eran cosas que hacían lo que se les decía. Y luego, cuando ella se echó a perder, fue todo por su culpa, sabes.

—¿Ella? ¿Quiere decir mi, ah, madre? —Sirhan vuelve a centrar su sensorio principal en la rencorosa invectiva de Pamela. Hay aspectos de esta historia con los que no está del todo familiarizado, ángulos que tiene que explorar para poder confirmar que todo está como tiene que estar cuando los agentes judiciales vayan a confiscar la mente de Amber.

—Él le mandó nuestra gata. De todas las cosas miserables, rastreras y tramposas que hizo, ésa fue la peor. Esa gata era mía, pero él la reprogramó para que la llevara por el mal camino. Y vaya si lo consiguió. Entonces sólo tenía doce años, edad a la que uno es influenciable, estarás de acuerdo conmigo. Yo intentaba darle una buena educación. Los niños necesitan una moral sin ambages, especialmente en un mundo cambiante, aunque no les guste mucho. Autodisciplina y estabilidad, sin ellas no puedes funcionar como adulto. Yo temía que, con todas sus actualizaciones, nunca llegaría a saber quién era, que acabaría siendo más máquina que mujer. Pero Manfred nunca llegó a entender la infancia, mayormente porque él seguía siendo un niño. Siempre fue un entrometido.

—Hábleme de la gata —dice Sirhan tranquilamente. Un simple vistazo a la puerta del muelle de carga le basta para saber que ha sido revisado hace poco. Una fina pátina de nanobots usados ha formado una costra de nieve en los bordes, que se descascarilla como si fuera algodón de azúcar refractivo de color azul y deja el metal reluciente—. ¿No desapareció o algo así?

—Cuando tu madre se largó —dice Pamela resoplando—, la gata se digitalizó y se introdujo en la sonda estelar, y luego borró su cuerpo. De todos fue la única que se atrevió; o tal vez temía que la fuera a citar como testigo hostil. O, y esto no lo puedo descartar, tu abuelo le incorporó un instinto suicida. Después de reprogramarse a sí mismo para verme como una especie de enemigo mortal, era lo bastante retorcido para hacer algo así.

—Entonces, cuando mi madre se murió para librarse de la quiebra, la gata… ¿no se quedó atrás? ¿En ningún sentido? Qué sorprendente. —Sirhan no se molesta en añadir «qué suicida». A cualquier entidad artificial dispuesta a hacer una copia de su vector de estado neuronal y meterla en una sonda interestelar de un kilogramo a tres cuartas partes del camino a Alfa Centauri sin una copia de seguridad o una forma clara de volver a casa tienen que faltarle unos cuantos métodos en la fábrica de objetos.

—Es una bestia vengativa. —Pamela golpea bruscamente el suelo con el bastón, murmura una instrucción y lo suelta. Está plantada delante de Sirhan, estirando el cuello para verlo bien—. Caramba, eres un chico muy alto.

—Persona —le corrige él de forma instintiva—. Lo siento, no debería ser presuntuoso.

—Persona, cosa, chico, lo que sea. ¿Has sido engendrado, verdad? —le pregunta secamente y espera hasta que él asiente de mala gana—. Nunca te fies de nadie que no tenga claro si quiere ser un hombre o una mujer —dice con pesar—. No puedes contar con ellos. —Sirhan, que ha puesto en suspenso su sistema reproductor hasta que lo necesite, se muerde la lengua—. Esa maldita gata —se queja su abuela—. Fue ella quien le llevó a mi hija el plan de negocio de tu abuelo y la hizo desaparecer como por arte de magia en la inmensidad del espacio. La puso en mi contra. La animó para que se apuntara a la locura especulativa esa de la construcción de burbujas que provocó la reactivación del mercado que acabó con el Imperio Anillo. Y ahora…

—¿Va en la nave? —pregunta Sirhan, casi con demasiada impaciencia.

—Podría ser. —Se lo queda mirando fijamente con ojos entornados—. ¿También quieres entrevistarla, eh?

Sirhan no se molesta en negarlo.

—Soy historiador, abuela. Y esa sonda ha estado donde ningún otro sensorio humano ha estado nunca. Puede que ya no sea noticia y puede que haya viejos pleitos esperando para sangrar a los tripulantes, pero… —Se encoge de hombros—. Los negocios son los negocios, y yo trabajo con ruinas.

—¡Ja! —Se lo queda mirando un momento, luego asiente con la cabeza muy despacio. Se inclina hacia delante para apoyar sus arrugadas manos en el bastón; las articulaciones parecen nueces secas. El endoesqueleto de su traje chirría al ajustarse para acomodar una postura que denota confianza—. Tú tendrás lo tuyo, chaval. —Las arrugas se contraen formando una sonrisa espantosa, una amargura acumulada durante sesenta años que por fin tiene una víctima a tiro—. Y yo tendré lo mío también. Entre tú y yo, tu madre no sabrá lo que se le vino encima.

—Relájate, entre tú y yo, tu madre no sabrá lo que se le vino encima —dice la gata mostrando unos dientes afilados como agujas. La reina está sentada en un trono tallado en un único bloque de diamante computacional (el trono tiene los brazos engastados con zafiros y la reina los aprieta tan fuerte que sus dedos se ven blancos), su séquito, sus subalternos, amantes, amigos, accionistas, blogueros y asistentes varios están repartidos a su alrededor. Y la babosa—. Es sólo una demanda más. Puedes afrontarla.

—Si no tienen sentido del humor, que les den —dice Amber un poco taciturna. Aunque es la soberana de este espacio aninado, con un control absoluto sobre el modelo de realidad que lo subyace, se ha permitido envejecer hasta unos dignos veintitantos: vestida con una sudadera gris informal no parece la que fuera poderosa soberana de una luna de Júpiter, o ya puestos, la comandante renegada de una expedición interestelar en quiebra—. Vale, creo que mejor me lo cuentas otra vez. A no ser que alguien tenga alguna sugerencia.

—Si me permites —dice Sadeq—. Nos falta perspectiva. Creo que se invocan dos leyes como si fueran convenciones válidas para todo el sistema (y me encantaría saber cómo convencieron a los ulemas para que aceptaran algo así), leyes que conciernen a los derechos y a las obligaciones de los no muertos. Que es, por lo visto, lo que somos. ¿Por casualidad no adaptarían las normas a sus pretensiones?

—¿Cagan los osos en el bosque? —pregunta Boris claqueteando los dientes, irascible como un velocirraptor—. Gráfico de dependencia completo y árbol de análisis del código penal subiendo por las nalgas del portador en este preciso momento. ¡Me ahogo con tanta jerigonza legal! Si tú…

—Boris, ¡cállate! —suelta Amber. Los ánimos están que arden en el salón del trono. No sabía qué se iban a encontrar cuando llegaran a casa después de la expedición al router, pero un proceso de quiebra no entraba en sus planes. Y no cree que nadie pudiera esperarse algo así. En especial no la parte en la que la declaran responsable de las deudas contraídas por una copia renegada de sí misma, su propia identidad no digitalizada que se quedó en casa para apechugar con todo, envejecer en carne y hueso, casarse, arruinarse, morirse… ¿y pasar una pensión alimenticia?—. No te hago responsable de esto —añade apretando los dientes y lanzándole una elocuente mirada a Sadeq.

—Este galimatías es digno de la consideración del mismísimo Profeta, que la paz sea con él. —Sadeq parece tan afectado como ella por las implicaciones que suscita la demanda. Recorre la habitación con la mirada evitando a Amber (y a Pierre, su jovencísimo y desgarbado astronavegante y calientacamas) mientras entrelaza los dedos.

—Olvídalo. Te he dicho que no te culpo. —Amber esboza una sonrisa forzada—. Estar aquí encerrados sin ancho de banda nos está poniendo tensos a todos. En cualquier caso, sospecho que mi queridísima madre está detrás de todas estas demandas. Tiene su sello. Encontraremos una solución.

—Podríamos pasar de largo. —Es Ang, desde el fondo del salón. Recelosa y tímida, normalmente no abre la boca sin un buen motivo—. La Circo Ambulante está en buenas condiciones, ¿no? Podríamos desviarnos y volver al haz del router, acelerar hasta alcanzar la velocidad de crucero y buscar otro sitio para vivir. Debe de haber unas cuantas enanas marrones idóneas en un radio de cien años luz…

—Hemos perdido demasiado velamen —dice Pierre. Él tampoco cruza la mirada con Amber. Hay muchos subtextos sueltos en este salón, narrativas truncadas extraídas de historias de amores no correspondidos. Amber hace como si no se diera cuenta de su bochorno—. Soltamos la mitad del velamen original para conseguir el espejo que nos permitió frenar al llegar a Hyundai +4904/-56, y hace casi ocho megasegundos volvimos a reducir nuestra área a la mitad para conseguir un haz de desaceleración final para la órbita de Saturno. Si lo volviéramos a hacer, ya no nos quedaría área suficiente para repetirlo más veces y poder desacelerar al llegar a nuestro destino final. —Las velas solares impulsadas por láser utilizan espejos; después del impulso inicial pueden soltar la mitad del velamen y usarlo para invertir el haz de lanzamiento y redirigirlo hacia la nave para desacelerarla. Pero sólo se puede hacer unas cuantas veces antes de quedarse sin velas—. No podemos escapar a ningún lado.

—No podemos… —Amber se lo queda mirando fijamente con ojos entornados—. De verdad que a veces no sé qué pensar de ti, ¿sabes?

—Lo sé. —Y bien que lo sabe, porque en su sociedad de la mente Pierre cuenta con un pequeño homunculoide, un modelo de Amber más preciso y detallado que lo que cualquier humano anterior a la digitalización podría haber construido nunca de un amante. (Por su lado, en algún repulsivo rincón de su cabeza, Amber guarda un pequeño Pierre de juguete, parte de un intercambio de perspectivas en el que se embarcaron hace años. Pero ya no intenta encajar en su cabeza muy a menudo, no es bueno ser capaz de anticiparte a tu amante constantemente)—. También sé que no vas a perder ni un segundo en ir a coger el toro por los, ah, no. Metáfora equivocada. ¿Estamos hablando de tu madre?

—Mi madre nada menos. —Amber asiente con aire preocupado—. ¿Dónde está Donna?

—No…

Se oye un rugido gutural desde el fondo y Boris se adelanta dando tumbos con algo en la boca, una Bolex furiosa que le sacude frenéticamente las patas del trípode contra el hocico.

—¿Otra vez escondiéndote en los rincones? —dice Amber con desdén.

—¡Soy una cámara! —protesta la cámara, levantándose del suelo ofendida y amedrentada—. Soy…

Pierre se le acerca y pega la cara al objetivo de ojo de pez.

—Por una puta vez vas a adoptar forma humana. ¡Vaya si la vas a adoptar, merde!

La cámara es reemplazada por una rubia muy enfadada vestida de safari con más fotómetros, lentes, bolsas para cámaras y micrófonos que una unidad móvil de la CNN.

—¡Vete a tomar por culo!

—No me gusta que me espíen —dice Amber con dureza—. Especialmente teniendo en cuenta que no fuiste invitada a esta reunión. ¿Estamos?

—Soy la archivista. —Donna aparta la mirada, negándose obstinadamente a admitir nada—. Dijiste que debía…

—Sí, bueno. —Amber está avergonzada. Pero no es una buena idea avergonzar a la reina en su salón de audiencias—. Has oído nuestra conversación. ¿Qué sabes sobre el estado de ánimo de mi madre?

—Absolutamente nada —dice Donna con diligencia. Es evidente que está enfurruñada y dispuesta a hacer lo mínimo por ayudar a resolver la situación—. Sólo la vi una vez. Te pareces a ella cuando te enfadas, ¿lo sabías?

—Yo… —Por una vez Amber se queda sin palabras.

—Te pediré hora con el cirujano plástico —ofrece la gata. En voz baja añade—: es la única manera de estar seguros.

Normalmente, acusar a Amber de cualquier parecido con su madre, por leve y pasajero que sea, sería suficiente para desatar un terremoto en la realidad del entorno virtual que hace de puente de la Circo Ambulante. El hecho de que deje pasar sin más la impertinencia de la gata da muestra de lo mucho que la demanda la está afectando.

—¿En qué consiste la demanda, vamos a ver? —pregunta Donna, tan impertinente como siempre y doblemente molesta—. Esa parte verla no pude.

—Es horrible —dice Amber con vehemencia.

—Verdaderamente malvada —añade Pierre.

—Fascinante pero ilegítima —reflexiona en voz alta Sadeq.

—¡Pero sigue siendo horrible!

—Sí, ¿pero qué es? —pregunta Donna, la archivista que todo lo ve y cámara frustrada.

—Es una propuesta de acuerdo. —Amber respira hondo—. Maldita sea, casi mejor cuéntaselo a todo el mundo, no va a seguir siendo un secreto mucho tiempo —se dice con un suspiro—. Después de que nos fuéramos, parece ser que mi otra mitad, mi encarnación original, se entiende, contrajo matrimonio. Con Sadeq, aquí presente. —Señala con la cabeza al teólogo iraní, que parece tan perplejo como se quedó ella la primera vez que oyó esta parte de la historia—. Y tuvieron un hijo. Luego el Imperio Anillo se declaró en quiebra. El hijo me reclama los pagos de la pensión alimenticia, con efectos retroactivos de casi veinte años, alegando que los no muertos son responsables solidarios y mancomunados de las deudas contraídas por sus encarnaciones. Es un precedente legal establecido para impedir que la gente se suicide temporalmente para evitar la bancarrota. Y lo que es peor, el embargo de mis bienes se mide en tiempo subjetivo a partir de un momento concreto en el Imperio Anillo, unos diecinueve meses después de nuestro lanzamiento. Hemos estado en vuelo relativístico, por lo que mientras que mi otra mitad se libraría de todo esto si estuviera viva, yo sigo teniendo que hacer frente a los pagos. Pero en casa se aplica la regla del interés compuesto; se hace para impedir que la gente intente recurrir a la paradoja de los gemelos para eludir sus obligaciones. Así que al estar lejos durante unos veintiocho años de tiempo humano, he acumulado una deuda de enormes proporciones que desconocía.

«Este señor, este hijo que no conozco, en teoría es dueño de la Circo Ambulante y eso no salda la deuda. Y mis cuentas están vacías; ni siquiera tengo dinero suficiente para proporcionarnos unos cuerpos de carne en los que descargarnos. A no ser que alguno de vosotros tenga escondido un montón de pasta que sobrevivió a la crisis financiera después de nuestra partida, tenemos un problema muy serio».

El suelo de baldosas de la inmensa galería del museo está engalanado con una mesa de caoba de ocho metros de largo, situada debajo del esqueleto de un enorme argentinosaurus y una antigua cápsula Mercury de más de un siglo suspendida del techo. La mesa está iluminada con velas, hay dos juegos de cubiertos de plata y platos de porcelana fina dispuestos en ambos extremos. Sirhan se sienta en una silla de respaldo alto a la sombra de una caja torácica de triceratops. Frente a él, Pamela se ha vestido para la cena al estilo de su juventud. Ella levanta su copa de vino hacia él.

—¿Por qué no me hablas un poco de tu infancia? —le pregunta. Muy por encima de ellos los anillos de Saturno resplandecen a través de las claraboyas, como una salpicadura de pintura luminosa en el cielo de medianoche.

Sirhan no sabe muy bien si confesarse con ella, pero se consuela sabiendo que no está ni mucho menos en una posición que le permita utilizar nada de lo que le cuente en su contra.

—¿Sobré cuál de mis infancias le gustaría saber? —pregunta.

—¿Qué quieres decir con cuál? —Su cara se contrae en un gesto de perplejidad.

—Tuve varias. Mi madre no dejó de darle al botón de reinicio, con la esperanza de que le saliera mejor. —Ahora le toca a él fruncir el ceño.

—¿De verdad hizo algo así? —dice Pamela con un suspiro, tomando nota claramente para echárselo en cara a su hija descarriada—. ¿Por qué crees que lo hizo?

—No sabía cómo criar a un hijo de otra manera —dice Sirhan a la defensiva—. No tuvo hermanos. Y tal vez fue una reacción contra sus propios defectos. —«Cuando yo tenga hijos tendré más de uno», se dice con aire de suficiencia: eso será, claro, cuando tenga los medios adecuados para buscarse una novia y la madurez emocional necesaria para activar sus órganos de procreación. Sirhan es una criatura extremadamente cauta y no tiene intención de repetir los errores de sus ancestros maternos.

Pamela se estremece.

—No es culpa mía —dice quedamente—. De eso se encargó más bien su padre. Pero ¿cómo fueron esas infancias tuyas?

—Oh, tuve unas cuantas. Estaba la opción por defecto, con el padre y la madre discutiendo todo el rato. Ella se negaba a llevar el velo y él era demasiado arrogante para admitir que no era más que un mantenido, y entre los dos eran como dos estrellas de neutrones enzarzadas en una espiral de gravedad inestable y mortal. Luego estaban mis otras vidas, bifurcadas y reintegradas, ejecutándose en paralelo. Fui un joven cabrero en tiempos del Imperio Medio de Egipto, de eso me acuerdo; y fui el típico niño americano que creció en lowa en la década de 1950, y otro de mis yoes vivió durante el regreso del imán oculto (por lo menos sus padres pensaban que era el imán oculto) y… —Sirhan se encoge de hombros—. Quizá de ahí venga mi gusto por la historia.

—¿En algún momento tus padres se plantearon que fueras una niña? —pregunta la abuela.

—Madre lo sugirió un par de veces, pero padre lo impidió. —«O más bien, decidió que era ilegal», recuerda—. En algunas cosas tuve una educación muy conservadora.

—Yo no diría eso. Cuando yo era niña, eso era todo lo que había, no se planteaba la opción de que uno mismo pudiera elegir su identidad. No había escapatoria, si acaso escapismo. ¿En algún momento tuviste problemas para saber quién eras?

Llegan los entrantes, dados de melón en una bandeja de plata. Sirhan espera con paciencia a que su abuela termine de atosigar a la mesa para que le sirva.

—Cuantas más personas eres, mejor te conoces a ti mismo —dice Sirhan—. Llegas a saber lo que significa ser otra gente. Padre pensó que tal vez para un hombre no era bueno saber demasiado sobre lo que significa ser una mujer. —«Y el abuelo no estaba de acuerdo, pero eso ya lo sabe», añade para su propio monólogo interior.

—No podría estar más de acuerdo. —Pamela le sonríe, una expresión que podría ser la de una tía anciana y condescendiente si no fuera por lo extremadamente depredadora que resulta, ¿o es sólo juguetona? Sirhan oculta su confusión metiéndose trozos de melón en la boca con la cuchara, bifurcando fantasmas temporales para que consulten polvorientos manuales de etiqueta y le avisen cuando esté a punto de meter la pata—. Entonces, ¿lo pasaste bien en tus infancias?

—Yo no hablaría de pasarlo bien —contesta intentando no alterar la voz, dejando la cuchara en la mesa para no derramar nada. «Como si la niñez fuera algo que se acaba», piensa con amargura. Sirhan tiene bastante menos de un gigasegundo de edad y está bastante seguro de que existirá durante al menos un terasegundo, si no exactamente en esta configuración molecular, al menos en alguna encarnación física razonablemente estable. Y tiene la intención de permanecer joven durante todo ese vasto periodo, incluso en los interminables petasegundos que pudiera haber después, aunque para entonces, dentro de megaaños, especula que habrá dejado de preocuparle la cuestión de la neotenia—. Todavía no se ha acabado. Y usted, abuela, ¿está disfrutando de la vejez?

Pamela casi se estremece, pero mantiene un control férreo de su expresión. El rubor que se plasma en los capilares de sus mejillas, visibles para Sirhan a través de los minúsculos ojos infrarrojos que tiene flotando sobre la mesa, la delatan.

—De joven cometí algunos errores, pero ahora disfruto bastante —dice sin darle importancia.

—Se está vengando, ¿verdad? —pregunta Sirhan, sonriendo y asintiendo con la cabeza mientras la mesa retira los entrantes.

—¿Por qué? Serás… —En vez de continuar la frase le lanza una mirada asesina—. ¿Qué sabrás tú de venganzas? —le pregunta.

—Soy el historiador de la familia. —Sirhan sonríe sin gracia—. Desde los dos hasta los diecisiete años he vivido varios cientos de veces antes de cumplir los dieciocho. El botón de reinicio, ya sabe. No creo que madre se percatara de que mi consciencia principal tomaba nota de todo.

—Eso es monstruoso. —Pamela coge su copa de vino y bebe un poco para ocultar su confusión. Sirhan no tiene esa opción: él se moja el gaznate con un vaso de mosto—. Yo nunca le haría algo así a ningún hijo mío.

—¿Por qué no me habla de su niñez? —pregunta el nieto—. Para la historia de la familia, claro.

—Te… —Deja la copa en la mesa—. Pretendes escribirla —dice ella.

—Me lo estoy planteando. —Sirhan se reacomoda en su silla—. Un libro anticuado que abarque tres generaciones que viven en tiempos interesantes —sugiere—. Una obra de historia postmoderna, la escuela de la incoherencia y todo eso. ¿Cómo documentas la vida de personas que bifurcan sus identidades al azar, se pasan años muertas antes de reaparecer en escena y discuten con copias de sí mismas relativistamente conservadas? Podría remontarme mucho más atrás en el tiempo, por supuesto (si me hablara de sus padres, aunque estoy seguro de que no andan por aquí para contestar preguntas directamente), pero si tiráramos por ahí, enseguida llegaríamos a la pendiente que lleva de la aburrida materia inepta al caldo primordial, ¿verdad? Así que he pensado que quizá como gancho narrativo podría utilizar el punto de vista neutral del gato robot de la familia. (Sólo que el muy puñetero ha desaparecido, ¿no?) En cualquier caso, con tanta historia de la humanidad ocupando el futuro sin explotar, los historiadores como yo tenemos muy bien definida nuestra labor: grabar el curso del presente a medida que va acumulando acontecimientos. Así que, ¿por qué no empezar en casa?

—Tienes claro lo del inmortalismo —dice Pamela estudiando su cara.

—Sí —dice él distraídamente—. Voy a serle franco: entiendo que quiera envejecer movida por un deseo de venganza, pero, perdone que se lo diga, ¡me cuesta trabajo entender que esté dispuesta a seguir el proceso hasta el final! ¿No es terriblemente doloroso?

—Envejecer es natural —gruñe la anciana—. Cuando has vivido lo suficiente para que de todas tus ambiciones no queden más que ruinas, para que tus amistades estén rotas, para que hayas olvidado a tus amantes o te hayas divorciado de ellos con encono, ¿qué te queda para seguir viviendo? Si te sientes vieja y cansada en espíritu, es como si lo estuvieras físicamente. De todas maneras, querer vivir para siempre es inmoral. Piensa en todos los recursos que consumes, ¡la gente más joven los necesita! Incluso las copias, después de un tiempo, tienen que enfrentarse al hecho de que hay un límite de almacenamiento de datos finito. Decir que pretendes vivir para siempre denota un egoísmo escandaloso. Y si hay algo en lo que creo, es en el servicio público. El deber: la obligación de dejar paso a lo nuevo. El deber y el control.

Sirhan está asimilando todo esto, asintiendo lentamente para sí mientras la mesa sirve el plato principal (cerdo largo glaseado con miel, acompañado de patatas salteadas al gratén y zanahorias a la Debussy) cuando por encima de sus cabezas se oye un golpetazo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Pamela con tono quejumbroso.

—Un momento. —La visión de Sirhan se transforma en una difusa vista caleidoscópica del vestíbulo del museo mientras bifurca fantasmas para que comprueben cada una de las ubicuas cámaras. Frunce el ceño; algo se mueve en el balcón, entre la cápsula Mercury y una muestra de antiguos estereogramas de puntos aleatorios—. Madre mía. Parece que algo anda suelto por el museo.

—¿Suelto? ¿Qué quieres decir con suelto? —Un alarido inhumano corta el aire por encima de la mesa, seguido de un estrépito escaleras arriba. Pamela se levanta vacilante, limpiándose la boca con la servilleta—. ¿Es seguro?

—No, no es seguro —dice Sirhan echando chispas—. ¡Me está estropeando la cena! —Levanta la vista. Por encima del balcón se ve un destello de pelo anaranjado, luego la cápsula Mercury, que está sujeta por unos cables, se mueve con violencia. Un par de brazos y un cúmulo de algo gomoso cubierto de pelo ocre sale dando tumbos del pasamanos y agarra con aire de naturalidad la inestimable reliquia histórica, a continuación se cuela en su interior y se aposenta encima del maniquí que lleva el traje espacial de Al Shepard ajado por el tiempo—. ¡Es un primate! ¡Ciudad, he dicho Ciudad! ¿Qué hace un mono andando suelto en mi cena?

—Lo siento muchísimo, señor, pero no lo sé. ¿Tendría el señor la amabilidad de identificar al mono en cuestión? —responde la Ciudad, que para proteger su intimidad se manifiesta como una voz incorpórea.

Hay una nota de humor en el tono de la Ciudad que a Sirhan no le hace ninguna gracia.

—¿Qué quieres decir? ¿No puedes verlo? —pregunta, fijando la vista en el errático primate que se ha refugiado en la cápsula Mercury que cuelga del techo. El mono se relame los labios, entorna los ojos y toquetea con los dedos el borde de la escotilla abierta de la cápsula. Se ríe burlonamente para sí y luego se asoma por la puerta abierta y les hace un calvo desde las alturas—. ¡Apártese! —Sirhan le grita a su abuela, y hace un gesto en el aire por encima de la mesa queriendo indicarle a la niebla útil que se solidifique. Demasiado tarde. El primate se tira un cuesco y a continuación suelta un chorro de excremento en la mesa de comedor. Pamela se pone la servilleta delante de la nariz, su cara arrugada es el vivo retrato del asco—. ¡Maldita sea, solidifícate de una vez! —dice Sirhan, pero los nebulosos robots del tamaño de un grano de polen no responden.

—¿Cuál es el problema? ¿Monos invisibles? —pregunta la Ciudad.

—Invisibles… —Sirhan se interrumpe.

—¿No ves lo que ha hecho? —pregunta Pamela respaldándole—. ¡Acaba de defecar en el plato principal!

—Yo no veo nada —dice la Ciudad con tono vacilante.

—A ver, déjame que te ayude. —Sirhan le cede uno de sus ojos y lo mueve para que enfoque al primate, que ahora extiende perezosamente los brazos alrededor de la escotilla y palpa el techo de la cápsula, como si buscara los puntos de sujeción de los cables.

—Madre mía —dice la Ciudad—, me han pirateado. Se supone que no es posible.

—Joder, pues yo diría que sí —masculla Pamela.

—¿Pirateado? —Sirhan deja de intentar darle instrucciones al aire y se centra en su ropa. El tejido se transfigura al instante y se convierte en un traje hermético blindado de cuyo cuello, por detrás, surge una escafandra transparente que se cierra por delante de su cara—. Ciudad, haz el favor de darle ahora mismo un traje ambiental a mi abuela. Que sea completamente autónomo.

El aire alrededor de Pamela empieza a solidificarse protegiéndola con una capa cristalina, mientras una esfera como una bola de pelo gigante se condensa a su alrededor.

—Si te han pirateado —dice Sirhan—, la primera pregunta es quién lo ha hecho. La segunda es por qué y la tercera es cómo. —Nervioso, ejecuta un autoanálisis, pero no hay rastro de inconsistencias en su propia matriz de identidad, y tiene copias de seguridad en duermevela en varios nodos esparcidos en un intervalo de media docena de horas luz. A diferencia de la pre-posthumana Pamela, él es realmente inmune al simple asesinato—. Si se trata de una broma…

Ya han pasado algunos segundos desde que el orangután apareció en el museo, y algunos más desde que la Ciudad se percató de su amarga situación. Unos cuantos segundos es tiempo más que suficiente para que una enorme oleada de contramedidas barra la superficie del hábitat nenúfar. Las partículas microscópicas de la niebla útil se expanden y polimerizan en el aire formando defensas, atrapando en pleno vuelo a los miles de palomas migratorias itinerantes, cierran cualquier edificio y protegen a cualquier persona que se encuentre caminando en el exterior. La Ciudad está autoanalizando su base de computación de confianza, empezando por el núcleo seguro más primitivo. Entre tanto Sirhan, con los ojos inyectados en sangre, se dirige hacia las escaleras con la vaga intención de atacar físicamente al intruso. Pamela se mueve con rapidez y cae dando una voltereta en el entresuelo, en un jardín de fósiles que ofrece cierta seguridad.

—¿Quién te crees que eres para irrumpir aquí y cagarte en mi cena? —grita Sirhan subiendo los escalones a pares—. ¡Quiero una explicación! ¡Ahora mismo!

El orangután agarra el cable que tiene más cerca y le pega un tirón haciendo que se balancee la pesada cápsula. Le sonríe a Sirhan enseñándole los dientes.

—¿Te acuerdas de mí? —pregunta con un sibilante acento francés.

—Que si me acuerdo… —Sirhan se para en seco—. ¿Tía Annette? ¿Qué estas haciendo en ese orangután?

—Pues teniendo algunos problemillas para controlar su cuerpo. —El primate amplía su mueca y, doblando sinuosamente un brazo, se rasca el sobaco—. Lo siento, me instalé en el orden incorrecto. Sólo quería saludar y transmitir un mensaje.

—¿Qué mensaje? —pregunta Sirhan—. Has ofendido a mi abuela y si se entera de que estás aquí…

—No se va a enterar, me habré ido en un minuto. —El simio (Annette) se incorpora—. Tu abuelo te manda un saludo y dice que pronto te hará una visita. En persona, quiero decir. Tiene muchas ganas de ver a tu madre y a sus pasajeros. Eso es todo. ¿Tienes algún mensaje para él?

—¿No está muerto? —le pregunta Sirhan confuso.

—No más que yo. Y yo hace tiempo que debería estar criando malvas. ¡Qué tengas un buen día!

El primate sale de la cápsula columpiándose con las manos, entonces se suelta y cae en picado hasta el suelo de piedra diez metros más abajo. Su cráneo suena como un huevo duro que impactara contra cemento.

—Madre mía —dice Sirhan dando un fuerte suspiro—. ¡Ciudad!

—¿Sí, señor?

—Retira ese cuerpo —dice señalando por encima del balcón—. Te voy a pedir que no importunes a mi abuela con nada de esto. En concreto, no le digas que era Annette. Si se entera podría disgustarse. —«Los riesgos de tener una familia posthumana longeva», piensa; «demasiadas tías chaladas en la cápsula espacial»—. Si tienes alguna idea para impedir que la tía Nette vuelva a generar más primates, sería genial. —De repente se le ocurre preguntar—: Por cierto, ¿sabes tú cuándo se supone que llega mi abuelo?

—¿Tu abuelo? —pregunta la Ciudad—. ¿No está muerto?

Sirhan mira el cadáver sangrante del intruso desde el balcón.

—Según la encarnación más reciente de su segunda mujer, no.

Financiar la reunión familiar no va a ser un problema, pues Amber acaba de enterarse de que ha recibido una oferta de reencarnación para todos los pasajeros y la tripulación de la Circo Ambulante.

No está muy segura de dónde sale el dinero. Lo más probable es que proceda de algún chirriante motor financiero diseñado por papá, que por primera vez en varias décadas se despierta del letargo de su búnker bajista para darse un atracón de polvorientos fondos sindicados y liquidar los activos a largo plazo no ejecutables hasta el regreso de Amber. Está debidamente (incluso fervorosamente) agradecida porque cuanto más sabe sobre los detalles de su ruinosa situación más deprimentes son. Su único activo es la Circo Ambulante, una sonda estelar que lleva anticuada treinta años y pesa menos de veinte kilogramos incluyendo los jirones de su velamen, junto con su carga de pasajeros y tripulantes digitales. Sin el fondo fiduciario previsor que se ha reactivado de repente, se habría quedado varada en el dominio de los leptones que giran y giran sin parar. Pero ahora que el fondo le ha enviado su oferta de encarnación tiene un dilema. Porque uno de los pasajeros de la Circo Ambulante en realidad nunca ha tenido un cuerpo en el espacio carnoso…

Amber encuentra a la babosa curioseando tranquilamente en un espacio transparente lleno de ramas que ondean con pereza, como abanicos de coral violeta. Son una memoria fantasma de una forma de vida alienígena, un orden de cuasi hongos termófilos con hifas de bordes recubiertos de análogos de la actina y la miosina y vigorosos y resbaladizos filtros que comen organismos unicelulares que flotan en el aire. La babosa mide unos dos metros de largo y tiene un delicado exoesqueleto blanco formado por curvas y arcos que nunca se repiten, con un parecido desconcertante a una tesela de Penrose. Por debajo del esqueleto se puede apreciar el lento latido de unos órganos color chocolate. El suelo es seco pero la sensación es la de estar pisando algo cenagoso.

En realidad, la babosa es un disfraz ortopédico. Tanto ella como el ecosistema cuasi fúngico llevan extinguidos millones de años y sólo existen como parte del atrezzo barato de un espectáculo ambulante interestelar dirigido por astutos instrumentos financieros. La babosa misma es uno de esos chanchullos conscientes, probablemente un timo piramidal o incluso todo un mercado concentrado de bonos basura en plena recesión que intenta ocultarse de sus acreedores haciéndose pasar por una forma de vida. Pero tiene un problema para encarnarse en el hábitat de Sirhan: ha evolucionado para vivir en un ecosistema venusiforme frío, treinta atmósferas de vapor saturado cociéndose bajo un cielo del color del plomo caliente veteado de nubes amarillas de ácido sulfúrico. El suelo está blando porque se está derritiendo, no porque esté húmedo.

—Vas a tener que escoger otro somatotipo —Amber le explica, haciendo rodar trabajosamente su interfaz en torno al candente arrecife de coral como una pompa de jabón gigante. La interfaz medioambiental es transparente e infinitamente delgada, una discontinuidad en el modelo físico del espacio simulado que correlaciona las señales entre el entorno habitable por humanos por un lado y el angustioso y achicharrante infierno por el otro—. Éste de ahora no es compatible con ninguno de los medioambientes admitidos en el sitio al que vamos.

—No te estoy entendiendo. Seguro que puedo integrarme con los mundos disponibles en nuestro destino.

—Esto… Las cosas no funcionan así fuera del ciberespacio. —De pronto Amber se siente un poco perdida—. El modelo físico podría ser admitido, pero la energía necesaria para hacerlo sería prohibitiva, y no podrías interactuar con otros modelos físicos tan fácilmente como ahora. —Bifurca un fantasma y le muestra a otra-Amber transitoria en un tanque refrigerado pasando por el patio de la babosa, aplastando el coral y haciendo ruidos metálicos y sibilantes—. Estarías así.

—Entonces tu realidad está mal construida —señala la babosa.

—No ha sido construida en ningún sentido, simplemente evolucionó, al azar. —Amber se encoge de hombros—. No tenemos la misma capacidad de control sobre el contexto integrado subyacente que tenemos en ésta. No puedo sacarme de la manga una interfaz que te permita bañarte en vapor a más de trescientos grados.

—¿Por qué no? —pregunta la babosa. El wetware de traducción le añade a la pregunta un tono desagradable y agudo, convirtiéndola en una exigencia.

—Es una vulneración de los privilegios —intenta explicarle Amber—. La realidad en la que estamos a punto de entrar probablemente es, esto… sistemática. Tiene que serlo, porque es coherente y estable, y si pudiéramos crear nuevos dominios locales con reglas distintas, podrían propagarse de forma descontrolada. No es una buena idea, créeme. ¿Quieres venir con nosotros o no?

—No me queda más remedio —dice la babosa con un tono un tanto displicente—. ¿Pero tienes un cuerpo que pueda usar?

—Creo que… —Amber se para de pronto. Chasquea los dedos—. ¡Eh, gata!

Una sonrisa de Cheshire se materializa entre ondulaciones, medio oculta en la pared del dominio que separa las dos realidades incrustadas.

—Eh, humana.

—¡Vaya! —Amber da un paso atrás apartándose de la aparición—. Nuestro amigo aquí presente tiene un problema: su cuerpo no es descargable. Los muñecos de carne como nosotros estamos íntimamente ligados a nuestra ultraestructura neuronal, pero tú tienes mogollón de matrices lógicas programables. ¿Nos prestas una?

—Lo puedes hacer mejor. —Aineko bosteza, ganando consistencia por momentos. La babosa se levanta y se aparta como una salchicha asustada. Sea lo que sea lo que percibe en la membrana parece espantarla—. He estado diseñándome un cuerpo nuevo. Pensé que ya era hora de cambiar de estilo por un tiempo. Este chanchullero corporativo tuyo puede quedarse con mi antigua plantilla hasta que encuentre algo mejor. ¿Qué te parece?

—¿Has oído eso? —le pregunta Amber a la babosa—. Aineko se ofrece amablemente a donarte su cuerpo. ¿Valdrá con eso? —Sin esperar, le guiña un ojo a la gata, junta los talones y desaparece susurrando con una sonrisa—: Nos vemos en el otro lado…

El anticuado transceptor de la Circo Ambulante tarda varios minutos en descargar las docenas de avabits que ocupan los vectores de estado congelados de cada una de las personas que se están ejecutando en sus motores de simulación. En la mayoría de ellos se puede encontrar un paquete de recursos que consiste en sus genomas secuenciados completos, un montón de marcadores fenotípicos y proteómicos y una lista con las actualizaciones que les gustaría instalarse. Entre los mapas genéticos y las indicaciones, hay datos suficientes para extrapolar una máquina de carne. Así es como el taller de la ciudad festival se pone en marcha generando células madre manipuladas y fabricando incubadoras.

Hoy en día no se tarda mucho en reencarnar una nave espacial llena de humanos relativistamente desfasados. Primero, la Ciudad esculpe los esqueletos (ignorando con educación una notificación de desistimiento de Pamela burdamente redactada, pues no tiene poder de representación), y luego llena los esponjosos sucedáneos de hueso con chorros de osteoclastos. A cierta distancia parecen células madre humanas normales, pero en vez de núcleos tienen primitivos puntitos de computronio, minúsculas gotas de materia inteligente tan ineptas como un antiguo Pentium, que leen una cinta perforadora mejor estructurada que cualquier cosa que haya podido evolucionar en la Madre Naturaleza. Estas células madre falsas y altamente optimizadas (robots biológicos a todos los efectos) se reproducen como un cáncer, expulsando efímeras células secundarias anucleadas. Luego la Ciudad infunde una cantidad ingente de cápsides víricas en cada uno de los batiburrillos de tejido cuasi canceroso, que a su vez introducen los auténticos mecanismos de control celular en los cuerpos. En un megasegundo, la agitación casi aleatoria de los bots constructores da paso a un proceso más controlado; las CPUs nanoscópicas son sustituidas por núcleos ordinarios y salen por sí mismas de sus células huésped, abandonando el cuerpo a través del sistema renal a medio formar; salvo en el caso de las que están en el sistema nervioso central, a las que aún les queda una última tarea. Once días después de la invitación, los primeros pasajeros se van perfilando en los patrones de sinapsis que van cobrando forma dentro de los cráneos recién generados.

(Todo este proceso es tediosamente lento y su tecnología risiblemente anticuada de acuerdo con los estándares del núcleo enfebrecido. Ahí abajo habrían puesto en órbita un escudo fotosensible, lo habrían enfriado hasta unos pocos grados Kelvin, habrían hecho chocar dos haces de materia, habrían teleportado la información sobre los estados a un punto concreto y luego habrían cogido el cuerpo de carne que se habría materializado súbitamente y lo habrían metido por una escotilla tan rápido que no le habría dado tiempo a asfixiarse. Pero claro, ahí abajo, en el espacio candente, ya no tienen mucho hueco para la carne…)

Sirhan no le hace mucho caso a los pseudocánceres que fermentan y se agitan en la hilera de tanques instalada en la Galería del Cuerpo Humano del ala Bush del museo. Los cadáveres recién formados que se van desesquelitizando lentamente (como en un proceso de descomposición que alguien hubiera invertido y acelerado con saña) son desagradables y estéticamente insufribles. Y los cuerpos tampoco le dicen nada acerca de sus ocupantes. Esto es sólo un preámbulo necesario del acontecimiento principal, una recepción y un banquete formales a cuya preparación ha dedicado cuatro fantasmas.

Podría, si tuviera unas cuantas inhibiciones menos, recolectar en sus archivos mentales, pero ése es uno de los grandes tabús de la era post-wetware. (En la tercera y la cuarta década las agencias de espías se dedicaron a la creación de semblanzas meméticas y a la exploración de memorias, se ganaron una fama de policía del pensamiento y desencadenaron una avalancha de arquitecturas mentales atípicas capaces de contener cualquier tipo de intrusión infomilitar. Ahora las naciones a las que servían esas instituciones fantasma ya no existen, incluso la tierra en que se asentaban ha pasado a formar parte del proyecto de construcción de noosfera orbital que acabará convirtiendo la masa de todo el sistema solar en un gigantesco cerebro matrioska. Y Sirhan ha seguido siendo fiel, no sin que le incomode un poco, al único nuevo gran tabú inventado desde finales del siglo XX: la libertad de pensamiento).

De modo que, para satisfacer su curiosidad, se pasa la mayor parte del tiempo que su cuerpo de carne está despierto con Pamela, de vez en cuando le hace alguna pregunta y va correlacionando el reguero de resentimientos del memenoma de ella con los datos de su creciente base de conocimiento familiar.

—No siempre fui una amargada y una cínica —explica Pamela, señalando vagamente hacia el paisaje de nubes al otro lado del límite del mundo y clavando unos ojos brillantes en Sirhan. (La ha traído hasta aquí con la esperanza de desencadenar otra cascada de recuerdos, puestas de sol en algún complejo turístico para recién casados y cosas por el estilo, pero lo único que parece salir es más bilis)—. Fueron las sucesivas traiciones. Manfred fue la primera y en algunos aspectos la peor, pero la putita de Amber me hizo si cabe más daño. Si alguna vez tienes hijos, ten cuidado y no lo des todo, porque, de lo contrario, cuando te lo echen todo en cara, te querrás morir. Y cuando se hayan ido, ya no podrás arreglar nada.

—¿Es la muerte algo inevitable? —pregunta Sirhan, sabiendo perfectamente que no lo es, pero más que contento de darle una excusa para que hurgue en la costra supurante de su desamor. Está casi seguro de que sigue enamorada de Manfred. Esto es historia familiar de la buena, y llevándola hasta el umbral del encuentro que ha organizado se lo está pasando mejor que nunca en toda su insensible vida.

—A veces creo que es más fácil escapar de la muerte que de los impuestos —dice su abuela con tono sombrío—. Los seres humanos no viven en un vacío, sólo somos una parte insignificante de la vida. —Fija la mirada en la troposfera de Saturno, contemplando cómo la fina escarcha formada por las ráfagas de nieve de metano coge los primeros rayos del lejano amanecer en medio de una neblina teñida de rojo rubí—. Lo viejo da paso a lo nuevo —dice con un suspiro, y se tira de los puños del traje. (Desde el incidente con el primate que se les coló en la cena le ha dado por llevar una antigualla de traje presurizado de etiqueta, todo seda de araña negra entretejida con tubos flexibles y redes de sensores inteligentes de color plateado)—. Llega un momento en que hay que dejar paso a lo nuevo, y creo que en mi caso ese momento hace tiempo que llegó.

—Um —dice Sirhan, que está un poco sorprendido por el nuevo cariz que está tomando su larga y autojustificante confesión—. ¿Y si sólo lo está diciendo porque se siente vieja? Si es sólo una disfunción fisiológica, podríamos arreglarla si quie…

—¡No! Tengo la sensación de que la prolongación de la vida es algo moralmente reprobable, Sirhan. No te juzgo, sólo digo que creo que es algo que para mí está mal. Es inmoral porque bloquea el orden natural de las cosas, deja que las viejas telarañas como yo sigamos colgando y metiéndonos en los asuntos de los jóvenes como tú. Eso sin entrar en cuestiones teológicas. Si intentas vivir para siempre, nunca llegas a encontrarte con tu creador.

—¿Tu creador? ¿Entonces es teísta?

—Yo… Diría que sí. —Pamela se queda callada un minuto—. Aunque la cuestión se puede enfocar de tantas maneras que es difícil saber qué versión creer. Durante mucho tiempo, en secreto, temí que tu abuelo realmente pudiera tener las respuestas. Que pudiera haberme equivocado desde el principio. Pero ahora… —Se apoya en su bastón—. Cuando anunció que iba a digitalizarse, llegué a la conclusión de que lo único que él tenía era una ideología antihumana de odio por la vida que había confundido con una religión. El éxtasis de los friquis y el cielo de las IAs. Lo siento pero no, gracias, no me lo trago.

—Oh. —Sirhan entrecierra los ojos y mira el paisaje de nubes. Por un momento cree haber visto algo a lo lejos, en la bruma, a una distancia intermedia (sin un indicador de escala y un horizonte a una distancia continental le resulta difícil distinguir centímetros de megametros), pero no está seguro de qué puede ser. Tal vez otra ciudad, curvada como un molusco con antenas y una extraña cola de nodos fabricadores ondeando arriba y abajo. Entonces un jirón de nube la oculta por un instante y cuando se retira el objeto ha desaparecido—. ¿Qué queda entonces? Si uno no cree en una especie de creador benigno, la muerte debe de ser aterradora. Sobre todo si se está muriendo tan despacio como usted.

Pamela esboza una sonrisa esquelética, una expresión particularmente forzada.

—¡Es la cosa más natural del mundo, querido! No hace falta creer en Dios para creer en las realidades anidadas. Las usamos a diario como herramientas mentales. Si aplicamos el razonamiento antrópico, ¿no es evidente que todo nuestro universo podría ser una simulación? Vivimos en los albores del universo. Puede que esto… —le da un golpecito a la pared de diamante de la burbuja que contiene la precaria atmósfera terrestre y mantiene a raya las descomunales tormentas de hidrógeno criogénico y metano de Saturno—… sólo sea una simulación en el panóptico de algún motor de historia antigua que ejecuta una y otra vez la suma de todos los orígenes posibles de la consciencia, dentro de mil millones de billones de megaaños. La muerte será como si te despertaras siendo alguien más grande, eso es todo. —Su sonrisa se esfuma—. Y si no, seré sólo una vieja tonta que merece la extinción que tanto ansia.

—Oh, pero… —Sirhan se para, se le pone la carne de gallina. «Puede que esté loca», piensa de pronto. «No clínicamente loca, sólo en desacuerdo con el universo entero. Encerrada en una visión patológica de su propio papel en la realidad»—. Tenía esperanzas de que os reconciliarais —dice quedamente—. Su familia extensa ha vivido tiempos extraordinarios. ¿Por qué estropearlo con acritud?

—¿Por qué estropearlo? —le dice mirándolo con lástima—. Ya estaba estropeado desde el principio, querido, demasiado sacrificio desinteresado y muy poco escepticismo. Si Manfred no se hubiese empecinado en no ser humano, y si con el tiempo hubiese aprendido a ser un poquito más flexible, tal vez aún podríamos… —Se le apaga la voz—. Qué raro.

—¿Qué es raro?

Pamela levanta el bastón y apunta hacia los nubarrones de metano; su expresión es de perplejidad.

—Juraría que acabo de ver una langosta…

Amber se despierta en la oscuridad, en plena noche, con una sensación asfixiante, como si se estuviera ahogando. Por un momento está de vuelta en el espacio ambiguo al otro lado del router, una pesadilla de instrumentos que se arrastran por cada recoveco de su mente en busca de experiencias, luego sus pulmones se convierten en cristal y estallan en mil pedazos, y tose y resuella en el gélido aire del museo a medianoche.

El suelo de piedra y un extraño dolor en las rodillas le confirman que ya no está a bordo de la Circo Ambulante. Unas manos rugosas la sujetan por detrás, cogiéndola de los hombros mientras vomita una delgada nube azul que acaba dispersada por el subsiguiente ataque de tos. Los poros de la piel de los brazos y los pechos rezuman más líquido azulado que se evapora formando serpentinas que parecen tener algún extraño propósito.

—Gracias —logra decir finalmente entre jadeos—. Ya puedo respirar.

Se sienta sobre los talones, se da cuenta de que está desnuda y abre los ojos. Todo es confuso y extraño, aunque no debería serlo. Le cuesta volver en sí, como si sus párpados estuvieran sellados, pero luego responden. Todo le resulta familiar de un modo extraño, como si se despertara en una casa en la que se hubiera criado y de la que se hubiera marchado hace años. Pero la escena que se desarrolla a su alrededor no le inspira confianza precisamente. Densas sombras se abaten sobre unos tanques ovoides que contienen el sueño de cualquier anatomista, cuerpos en distintas fases de ensamblaje que parecen salidos de una pesadilla. Y en medio de todos ellos, donde se ha retirado después de soltarla, hay una persona con una extraña deformidad que también está desnuda, salvo por un pelaje irregular y anaranjado.

—¿Ya te has despertado, ma chérie? —pregunta el orangután.

—Um. —Amber mueve la cabeza con cuidado, notando el pelo húmedo pegado, la suave caricia de la brisa. Prueba a sondear con otro sentido e intenta aprehender la realidad, pero ésta se le escapa, intransigente y desanidada. A su alrededor todo es tan sólido e inmutable que por un instante se siente dominada por un pánico claustrofóbico. «¡Socorro! ¡Estoy atrapada en el universo real!» Otro chequeo rápido le asegura que tiene acceso a algo que está fuera de su propia cabeza y el pánico comienza a remitir. Su exocórtex ha migrado correctamente a este mundo—. ¿Estoy en un museo? ¿En Saturno? ¿Quién eres…? ¿Nos conocemos?

—No personalmente —dice el primate con cautela—. Hemos intercambiado mensajes. Annette Dimarcos.

—Tita… —Un aluvión de recuerdos sacude la frágil consciencia de Amber, obligándola a bifurcarse repetidas veces hasta que puede juntarlos todos. En un mensaje grabado Annette dice: «Tu padre te envía este paquete para que puedas escapar». La llave legal que abre la jaula de oro de la prisión materna. La libertad entendida como necesidad—. ¿Está aquí papá? —pregunta esperanzada, aunque es plenamente consciente de que en el mundo real han pasado por lo menos treinta y cinco años de tiempo lineal. En un siglo en el que diez años de tiempo lineal dan para varias revoluciones industriales, han debido de pasar tantas cosas…

—No estoy segura. —El orangután parpadea con pereza, se rasca el antebrazo izquierdo y le echa un vistazo a la cámara—. Podría estar en uno de estos tanques, tramando algo. O podría estar tranquilo, a su aire, hasta que todo se calme un poco. —Se da la vuelta para mirar fijamente a Amber con unos enormes y enternecedores ojos marrones—. Éste no va a ser el reencuentro que esperabas.

—No… —Amber respira hondo; sus nuevos pulmones deben de haber inspirado diez o doce veces—. ¿Y ese cuerpo? Solías ser humana. ¿Y que pasa aquí?

—Sigo siendo humana, en lo importante —dice Annette—. Uso estos cuerpos porque son muy prácticos con ingravidez, y me recuerdan que ya no vivo en el espacio carnoso. Y por otro motivo. —Hace un gesto con fluidez señalando hacia la puerta abierta—. Vas a encontrar grandes cambios. Tu hijo ha organizado…

—Mi hijo. —Amber pestañea—. ¿Es el que me ha demandado? ¿Qué versión mía? ¿Hace cuánto? —Un torrente de preguntas recorre su mente y se dispersa en regueros de consultas estructuradas por las secciones públicas del espacio mental a las que tiene acceso. Con ojos desorbitados va asimilando las implicaciones—. ¡Ay, mierda! ¡Dime que todavía no ha llegado!

—Me temo que sí —dice Annette—. Sirhan es un chico raro: se parece a su grandmére. A quien, por descontado, invitó a su fiesta.

—¿Su fiesta?

—Claro, ¿no lo sabías? ¿No te ha contado de qué va todo esto? Es su fiesta. Para celebrar la apertura de su peculiar institución. El archivo familiar. Ha aparcado la demanda, al menos mientras dure la fiesta. Por eso está aquí todo el mundo… hasta yo. —El cuerpo del primate le sonríe con petulancia—. Me temo que está bastante decepcionado con mi atuendo.

—Háblame de esa biblioteca —dice Amber entornando los ojos—. Y de ese hijo mío que no conozco, con cuyo padre no he follado nunca.

—¿Qué quieres saber? —pregunta Annette—. ¿Todo?

—Sí. —No sin esfuerzo, Amber se pone derecha—. Necesito algo de ropa. Y muebles cómodos. ¿Y dónde puedo conseguir un trago?

—Sígueme —dice el orangután, desplegándose sobre la vertical como una pila de cámaras de neumático peludas y anaranjadas—. Lo primero el trago.

Aunque el Museo de la Ciencia de Boston es la estructura principal del hábitat nenúfar, no es la única: es sólo la más estúpida de todas; está hecha con restos de materia inepta de la era preilustrada. El orangután conduce a Amber por un corredor de servicio que las lleva al exterior, a una noche templada, expuesta a la luz de los anillos. La hierba está fría bajo sus pies y una suave brisa sopla constante en dirección a los recirculadores situados en el borde del mundo móvil. Ella sigue los pasos del orangután naranja que avanza encorvado. Suben por un montículo cubierto de hierba, pasan por debajo de un sauce llorón y cogen una curva de trescientos noventa grados que hace que el mundo que tienen a su espalda desaparezca de pronto, hasta que finalmente llegan a una casa con las paredes de algo que parecen nubes y un techo que arroja luz de luna.

—¿Qué es esto? —pregunta Amber encantada—. ¿Una especie de aerogel?

—No… —Annette eructa y a continuación mete una mano en el suelo y saca un puñado de bruma—. Haz una silla —dice. La bruma se solidifica y va cogiendo forma y textura hasta que Amber tiene delante una lograda reproducción de una Reina Ana con patas largas—. Y otra para mí. Pon un fondo, elige uno de mis favoritos. —Las paredes retroceden mínimamente y se endurecen, extrudiendo pintura, madera y cristal—. Eso es. —El primate le sonríe a Amber—. ¿Estás cómoda?

—Pero… —Amber se interrumpe. Se pone a mirar la conocida repisa de la chimenea con sus figuritas y las fotos de cuando era bebé con la tinta sublimada siempre brillante. Es el cuarto de su infancia—. ¿Lo has traído entero? ¿Sólo para mí?

—Con el shock del futuro nunca se sabe. —Annette se encoge de hombros y se rasca el cuello por detrás con uno de sus ágiles brazos—. Aquí usamos la niebla útil para casi todo, son mallas compuestas de ensambladores con múltiples brazos que cambian de forma y de fase vapor/sólido a voluntad, y se pueden compartir. La textura y el color son pura apariencia, no son reales. Pero sí, todo esto salió de una de las cartas que tu madre le escribió a tu padre. Fue ella quien lo trajo, para darte una sorpresa. Si es que está listo a tiempo. —Los labios del primate se retraen dejando al descubierto unos enormes dientes cuadrados acostumbrados a masticar hojas y forman lo que dentro de un millón de años podría llamarse una sonrisa.

—Tú, no… no me esperaba… esto. —Amber nota cómo se le acelera la respiración, un acto reflejo ante lo que es prácticamente pánico. La mera cercanía de su madre basta para provocarle una reacción desagradable. Annette está bien, Annette mola. Y su padre es el dios charlatán, siempre donde no puedes verlo, dispuesto a sorprenderte e inundarte de ambiguos regalos. Pero Pamela intentó moldear a Amber a su imagen cuando era niña, y a pesar de lo mucho que ha viajado desde entonces y de todo lo que ha madurado, Amber sigue teniéndole un miedo irracional y claustrofóbico.

—No te pongas triste —dice Annette con afecto—. Te muestro todo esto para convencerte, va a intentar desquiciarte. Es un síntoma de debilidad, sigue ladrando mucho, pero ya no muerde.

—¿En serio? —Esto es nuevo para Amber, que se inclina hacia delante para escuchar.

—Sí. Ahora es un vieja amargada. No ha sido fácil para ella todos estos años. Creo que pretende convertir su descuidada senectud en un suicidio pasivo, en el arma con la que hacernos responsables, culparnos de sus abusos, pero aun así le tiene miedo a la muerte. Si reaccionas con tristeza, justificarás y alentarás su egoísmo. El niñato de Sirhan confabula con ella sin saberlo. La tiene en un altar y cree que ayudándola a morir contribuye a que logre sus objetivos. Nunca antes ha conocido a un adulto que camine de espaldas hacia un precipicio.

—De espaldas. —Amber respira hondo—. ¿Me estás diciendo que mamá es tan desdichada que está intentando morirse de vieja? ¿No es eso un poco lento?

Annette niega lúgubremente con la cabeza.

—Ha tenido cincuenta años para practicar. ¡Has estado fuera veintiocho años! Tenía treinta cuando te tuvo. Ahora tiene más de ochenta, se niega en rotundo a la manipulación de los telómeros y es miembro fundador del Frente por la Conservación del Genoma. Para ella, someterse a una purga de virus lentos y dejar que le reinicien la edad sería como colgar una pancarta que lleva enarbolado medio siglo. Aceptar que la digitalicen, algo así no entra en su cabeza. Nunca admitirá que su identidad es una variable, no una constante. Llegó aquí metida en una lata, congelada, exponiéndose más a la radiación. No va a volver a casa. Planea pasar sus últimos días aquí. ¿Lo entiendes? Por eso te trajeron aquí. Por eso, y por los agentes judiciales que adquirieron los derechos sobre las deudas asociadas con los negocios de tu otro yo. Te están esperando en el sistema de Júpiter con una orden judicial y un chupacerebros para extraerte las claves de acceso.

—¡Me ha hecho una encerrona!

—Oh, yo no diría eso. Todos cambiamos de convicciones en algún momento, o puede que no. Ella es inflexible, no va a ceder, pero no es estúpida. Tampoco es tan vengativa como ella se cree. Cree que debe ser una mujer despechada, aunque ella sea más que eso. Tu padre y yo, nosotros…

—¿Sigue vivo? —pregunta Amber impaciente, por un lado ansiosa por saber la respuesta y por el otro deseando tener la certeza de que será afirmativa.

—Sí. —Annette vuelve a sonreír, pero no es una expresión feliz, es más como si le enseñara los dientes al mundo—. Como te decía, tu padre y yo, hemos intentado ayudarla. Pamela reniega de él. Dice que no es un hombre. ¿Entonces yo tampoco soy una mujer? No, pero al menos todavía me habla. A ti te irá mejor. Pero a tu padre ya no le queda nada. En esta época no es rico, tu padre.

—Sí, pero. —Amber asiente para sí—. Tal vez pueda ayudarme.

—¿Eh? ¿Cómo?

—¿Te acuerdas del objetivo original de la Circo Ambulante? ¿La transmisión alienígena inteligente?

—Sí, claro —dice Annette resoplando—. Los timos piramidales de bonos basura de unos crédulos cabezas de chorlito en un platillo volante.

Amber se pasa la lengua por los labios.

—¿Crees que pueden escucharnos aquí?

—¿Aquí? —Annette mira a su alrededor—. Claro. En un entorno sin biosfera no se puede mantener un hábitat sin que la vigilancia sea ubicua.

—Bueno, entonces…

Amber se sumerge en sí misma, bifurca su identidad, recopila una compleja serie de pensamientos y recuerdos, le ofrece a Annette uno de los extremos de un túnel de cifrado y le mete en la cabeza un cúmulo de ideas y memorias. Annette permanece inmóvil durante unos diez segundos y luego se estremece y emite un ligero quejido.

—Tienes que preguntarle a tu padre —dice poniéndose visiblemente nerviosa—. Ahora tengo que irme. ¡No debería haberme enterado de eso! Es dinamita, te das cuenta. Un polvorín político. Tengo que volver a mi identidad-hermana principal y avisarla.

—Tu… ¡Espera! —Amber se levanta todo lo rápido que le permite su torpe cuerpo, pero Annette se mueve rápido y ya está trepando por una escalera traslúcida que ha aparecido en el aire.

—¡Cuéntaselo a Manfred! —le grita su tía a través del cuerpo de un primate—. ¡No te fíes de nadie más!

Por el túnel le lanza a Amber otro paquete de recuerdos cifrados y comprimidos y un momento después el cráneo naranja toca el techo y se disuelve. Del orangután sólo queda ahora un chorro de nanorobots que se desensamblan y dispersan en la masa más grande del edificio que generó al falso primate.

Instantáneas del álbum familiar: en tu ausencia…

Amber, con un vestido de brocado y una corona con incrustaciones de procesadores de diamante e implantes neuronales externos, rodeada de su séquito real, asiste a la conferencia constitucional pan-joviana con la majestuosidad de una reconocida jefa de estado y soberana de una pequeña luna interior. Sonríe a la cámara con complicidad, resplandeciente y profesional gracias a un filtro de vídeo para relaciones públicas.

—Estamos muy contentas de estar aquí —dice—, y nos complace saber que la comisión ha decidido continuar respaldando el desarrollo del programa de exploración del espacio profundo del Imperio Anillo.

Un trozo de papel manchado torpemente con letras escritas con una sustancia marrón descolorida (posiblemente sangre) dice: «Lo dejo, no hagáis copias diferenciales». Esta versión de Pierre no fue al router: se quedó en casa, borró todas las copias de seguridad de sí mismo y se cortó las venas. Su epitafio es duro y autoinfligido. La noticia cae como un jarro de agua fría, la primera ráfaga helada de viento invernal que golpea a la élite política del sistema exterior. Es el principio de un régimen de censura destinado a una sonda estelar que ya va cogiendo velocidad. Amber, en pleno duelo, toma la decisión de no contarle a su embajada rumbo a las estrellas que ha muerto uno de los suyos y que, por tanto, es único.

Manfred: cincuenta tacos, con el cutis pálido tan de moda del digerati, un aspecto saludable para su edad, de pie junto a una cabina de transmigración con una sonrisa estúpida en la cara. Se ha decidido a dar el paso final, no limitarse a externalizar procesos mentales que se ejecutan en un exocórtex de procesadores distribuidos, sino sacar toda su persona del espacio carnoso y ponerla dondequiera que estén las copias que van a bordo de la Circo Ambulante. Annette, escuálida, elegante y muy parisina, está a su lado y parece tan insegura como la mujer de un condenado.

Un matrimonio temporal chií (mutá). Para muchos es una vergüenza, pero la esposa temporal no es musulmana y lleva una corona en vez de un velo. La mayoría de los miembros del clero islámico transmarciano están indignados y ya hablan pestes del novio. Y aparte de eso, además de estar enamorados, la feliz pareja tiene un arsenal estratégico mayor que el de una superpotencia de finales del siglo XX. Su gata, ovillada a sus pies, parece engreída. Ella es quien guarda las claves de acceso que permiten activar los grandes láseres.

Un puntito de luz carmesí en la oscuridad que el corrimiento al rojo convierte casi en infrarrojo: es la señal de retorno de la vela solar de la Circo Ambulante cuando la sonda estelar supera el año luz, a casi doce billones de kilómetros de Plutón. (Aunque, ¿cómo se le puede llamar sonda estelar cuando tiene una masa de casi cien kilos incluyendo el módulo de propulsión? ¡Se supone que las sondas estelares son minúsculas!)

Desmoronamiento de la economía translunar: en las profundidades pensantes del núcleo del sistema solar, nuevas y vastas inteligencias han inventado una teoría de la riqueza que optimiza la asignación de recursos mejor que el hasta entonces omnipresente Mercado Libre 1.0. Sin un mínimo local que las restrinja y sin necesidad de andar creando empresas y haciendo caja en plan darwinista, las compañías, las mentes grupales y las organizaciones que adoptan la llamada Infraestructura Comercial Acelerada de la Economía 2.0 negocian entre sí a las mil maravillas. El cambio de fase se acelera a medida que crece el número de entidades que se van incorporando, lo que hace que las externalidades de la red superen al ecosistema tradicional. Amber y Sadeq se han subido tarde al carro; Sadeq estaba obsesionado con reconciliar la ICA con la murabaha y la mudaraba mientras la economía postmoderna de mediados del siglo XXI se desintegraba a su alrededor. Las consecuencias de llegar tarde son punitivas. El Imperio Anillo siempre ha sido un importador neto de capital intelectual y un exportador neto de energía potencial gravitatoria. Ahora es un páramo agotado, la tasa de bits de la sonda relativista desplazada al rojo ya no tiene el encanto suficiente para encandilar a los daemonios que dictan los pasos del progreso industrial.

En otras palabras, son pobres.

Un mensaje de ultratumba: los viajeros a bordo de la nave espacial han llegado a su destino, un artefacto alienígena a la deriva que órbita alrededor de una gélida enana marrón. Temerariamente se descargan en él y dejan la sonda estelar hibernada durante años. Amber y su marido tienen pocos fondos con los que pagar los láseres de propulsión. La poca energía cinética del Imperio Anillo que les queda (basada en el momento orbital de una pequeña luna joviana interior) está siendo absorbida rápida y eficazmente por las exigencias de los exobiontes y metántropos que se bifurcan y reproducen en la datosfera de las lunas jovianas exteriores. Importar cerebros al Imperio Anillo es caro: medio desesperados, Amber y Sadeq producen un hijo, Generación 3.0, para poblar su reino decadente. Imagínate a la gata, ofendida, moviendo la cola junto a la cuna de gravedad cero.

Sorpresa y postales desde los orbitales interiores: la madre de Amber se ofrece para ayudarles. Por el bien del niño, Sadeq ofrece ancho de banda y el enriquecimiento de la interfaz de usuario. El niño se bifurca, varias veces, mientras Amber va probando posibilidades a la desesperada, simulando el resultado de las distintas educaciones. Ni ella ni Sadeq son buenos padres. Él, distraído y propenso a ensimismarse en la deconstrucción intertextual de las suras, ella siempre con los nervios a flor de piel por la responsabilidad de llevar la economía de un pequeño reino fallido. En el transcurso de una década, Sirhan vive una docena de vidas, desechando identidades como si fueran ropa vieja. La incertidumbre de la vida en el decadente Imperio Anillo no le seduce, la obsesión de sus padres le irrita, y cuando su abuela se ofrece a pagarle su delta-v y la subsiguiente educación en uno de los orbitales de Titán, sus padres, a regañadientes, dan su consentimiento.

Amber y Sadeq se separan amargamente. Sadeq, ante el creciente número de intrusiones del mundo de lo que es en el universo de lo que debería ser, abandona el estudio y se une a una secta espacial de sufies enquistada en una matriz de nanomecas vitrificadas en la nube de Oort a esperar tiempos mejores. Su testamento (el mecanismo legal de su resurrección) especifica que está esperando el regreso del duodécimo imán, el imán oculto.

Por su parte Amber dedica un tiempo a rastrear el sistema interior para ver si alguien sabe algo de su padre, pero no consigue nada. Aislada y sola, agobiada por deudas acuciantes, se mete de lleno en una reborganización, deshaciéndose de los aspectos de su personalidad que le han hecho caer tan bajo; por ley, su responsabilidad va vinculada a su identidad. Al final acaba donándose a sí misma a una comuna de reejecutados y acepta su personalidad a cambio de romper definitivamente con el pasado.

Sin reina ni consorte, el Imperio Anillo (ahora deshabitado, con fugas de gases respirables por todos lados y funcionando en piloto automático) se va saliendo lentamente de su órbita y se pierde en la oscuridad joviana, emitiendo energía hacia las lunas exteriores, hasta que acaba por hacer un agujero en la cubierta de nubes, lo que deja una mancha incandescente de luz, algo que no se veía desde el impacto del Shoemaker-Levy 9.

Sirhan, enfrascado en la saturnalia, se siente contrariado porque sus padres han fracasado al intentar mejorar sus vidas y decide hacerlo por ellos, aunque no necesariamente como a ellos les hubiera gustado.

—Mira, espero que me ayudes con mi proyecto de historia —dice el jovencito de cara seria.

—Proyecto de historia. —Pierre lo sigue por la tortuosa galería con las manos agarradas tras de la cintura para ocultar su nerviosismo—. ¿Qué historia es ésa?

—La historia del siglo XXI —dice Sirhan—. La recuerdas, ¿no?

—La recuerdo… —Pierre se para—. ¿Lo dices en serio?

—Sí. —Sirhan abre una puerta lateral—. Por aquí, por favor. Te lo explicaré.

La puerta da a lo que solía ser una de las galerías adyacentes del museo, llena de exposiciones interactivas diseñadas para explicar los principios fundamentales de la óptica a niños hiperactivos y a sus indulgentes padres. Hace tiempo que la óptica tradicional se quedó anticuada (la materia ajustable puede frenar los fotones hasta detenerlos, teleportarlos de aquí para allá, jugar al ping-pong con el espín y la polarización) y, además, la materia inepta de las paredes y el suelo ha sido sustituida por computronio de baja potencia; unos disipadores que cuelgan muy por debajo del suelo del hábitat nenúfar se encargan de deshacerse de los escasos fotones residuales de la computación reversible. En este momento la habitación está vacía.

—Desde que soy comisario del museo he convertido la estructura del edificio en un dispositivo de almacenamiento de datos de alta densidad. Es una de las ventajas añadidas del puesto de supervisor, claro. Tengo en torno a mil millones de avabits de capacidad, con lo que podría archivar el ancho de banda sensorial y los recuerdos de todos los habitantes que había en la Tierra en el siglo XX, si me interesara algo así.

Las paredes y el techo se activan lentamente, iluminándose y ofreciendo una deslumbrante vista del sol despuntando por el borde del cráter Barringer en Arizona, o tal vez sea el centro de Bagdad.

—En cuanto comprendí cómo mi madre había dilapidado la fortuna familiar, dediqué un tiempo a buscar una solución al problema —continúa Sirhan—. Y entonces lo vi claro, sólo hay un bien de consumo que va a ir ganando valor con el paso del tiempo: la reversibilidad.

—¿Reversibilidad? Eso no tiene mucho sentido —dice Pierre negando con la cabeza. Todavía se siente algo mareado por la decantación. Lleva despierto apenas una hora y todavía no se ha acostumbrado a las peculiaridades de un universo que no pliega sus reglas a la intransigencia de sus manías. Por otro lado está preocupado por Amber, de quien no hay ni rastro en la sala de crecimiento de cuerpos—. Me vas a perdonar, pero ¿sabes dónde está Amber?

—Escondida, lo más seguro —dice Sirhan sin rencor—. Su madre anda por aquí —añade—. ¿Por qué lo preguntas?

—No sé qué sabes de nosotros. —Pierre lo mira con desaprobación—. Hemos pasado mucho tiempo a bordo de la Circo Ambulante.

—Oh, puedes estar tranquilo. Sé que no sois las mismas personas que se quedaron para contribuir al hundimiento del Imperio Anillo —dice Sirhan quitándole importancia, mientras Pierre se apresura a generar un par de fantasmas para que investiguen la historia a la que está aludiendo. Lo que descubre cuando se reintegran al relato de su consciencia le conmociona profundamente.

—¡No teníamos ni idea! —Pierre se cruza de brazos a la defensiva—. No sabíamos nada de ti, ni tampoco de tu padre —añade bajando la voz—. Ni de mi otra… vida. —Se ha quedado estupefacto: «¿Me suicidé? ¿Por qué haría algo así?». Tampoco puede imaginarse qué pudo ver Amber en un clérigo introvertido como Sadeq, y no es que quiera saberlo.

—Seguro que para ti todo esto debe de ser muy traumático —dice Sirhan con tono condescendiente—, pero todo tiene que ver con lo que te estaba contando. La reversibilidad. ¿Qué significa para ti, en tu preciado contexto? Tú mismo eres, por así decirlo, una oportunidad para revertir cualquier desgracia que hizo que tu instancia principal se autodarwinase. Destruyó todas las copias de seguridad que sus fantasmas pudieron encontrar, sabes. Sólo te libraste porque había una línea de retardo de un año luz y porque técnicamente, al ser una instancia que se está ejecutando, eres una persona distinta. Y ahora tú estás vivo y él está muerto, y lo que le hizo suicidarse no tiene nada que ver contigo. Míralo como una selección natural entre distintas versiones de ti mismo. Sobrevive la versión de ti que mejor se adapta.

Señala la pared del cráter. Un diagrama de árbol empieza a crecer en la esquina inferior izquierda de la pared, curvándose y ganando en complejidad a medida que avanza hasta la parte superior derecha, ampliándose y dividiéndose en líneas taxonómicas.

—La vida en la Tierra, el árbol genealógico, lo que la paleontología ha podido deducir de él para nosotros —dice pomposamente—. Los vertebrados empiezan aquí —un punto a tres cuartas partes subiendo por el árbol— y a partir de entonces tenemos una media de cien muestras fósiles por megaaño. La mayoría conseguidas en las dos últimas décadas, cuando ha sido posible cartografiar de forma exhaustiva la corteza y el manto terrestres a escala micrométrica. Qué desperdicio.

—Eso son —Pierre hace un cálculo rápido— ¿cincuenta mil especies distintas? ¿Es eso un problema?

—¡Sí! —dice Sirhan con vehemencia, ya menos retraído y distante. A simple vista se ve que se esfuerza por controlarse—. A principios del siglo XX había aproximadamente dos millones de especies de vertebrados y unos treinta millones de especies de organismos pluricelulares; es difícil aplicar el mismo tratamiento estadístico a las procariotas, pero es obvio que también las había a montones. La esperanza de vida media de una especie es de unos cinco megaaños. Antes se pensaba que era de uno, pero ésa es una estimación basada en los vertebrados; muchas especies de insectos son estables en el tiempo profundo. En fin, que de una población de treinta millones que se va renovando cada cinco millones de años, tenemos una muestra total, de toda la historia, de sólo cincuenta mil especies prehistóricas conocidas. Es decir, que de cada millón de formas de vida que vivieron en algún momento en la Tierra, sólo conocemos una. Y la cosa es aún peor si hablamos de la historia humana.

—¡Ajá! Tú lo que quieres son recuerdos, ¿a que sí? Qué pasó exactamente cuando colonizamos Barney. Quién soltó los sapos de Oscar en el núcleo de caída libre de la Ernst Sanger, ¿ese tipo de cosas?

—No exactamente. —Sirhan parece afligido, como si tener que explicarlo le quitara importancia a su idea—. Lo que yo quiero es la historia. En su totalidad. Pretendo acaparar el mercado de futuros de la historia. Pero necesito la ayuda de mi abuelo, y tú estás aquí para ayudarme a conseguirla.

En el transcurso del día varios refugiados de la Circo Ambulante salen de sus tanques y vagan confusos a la luz del anillo, criaturas varadas procedentes de una época anterior. A esta distancia el sistema interior es una mancha apenas visible, una abultada nube roja que oculta el Sol que se alza muy por encima del horizonte. Sin embargo, todavía se puede apreciar a simple vista la gran reestructuración, en este caso concreto en los anillos que giran en la órbita y en la inquietante organización de su estructura fractal. Sirhan (o quienquiera que haya pagado esta celebración de la carne familiar) se ha encargado de satisfacer sus necesidades físicas, y tienen de todo en abundancia: comida, agua, ropa, alojamiento y ancho de banda. Un pueblecito de casas burbuja crece en la herbosa colina adyacente al museo; las nieblas útiles se condensan adoptando múltiples formas y estilos.

Sirhan no es el único habitante de la ciudad festival, pero los demás no se dejan ver. En este momento sólo unos aislacionistas burgueses y unos bichos raros solitarios querrían vivir aquí, a minutos luz del resto de la civilización. La red de hábitats nenúfar todavía no está lista para la oleada de inmigración saturnal que romperá en esta playa alienígena cuando llegue la hora de la Exposición Universal, dentro de una década o más. El circo volante de Amber ha hecho que desaparezca la retraída población autóctona, en algunos casos literalmente bajo tierra: el vecino de Sirhan. Vinca Kovic, después de quejarse amargamente del ajetreo y del ruido («¡Cuarenta inmigrantes! ¡Qué escándalo!»), se ha liado en una vaina medioambiental y está hibernado en la punta de un cable de seda de araña un kilómetro por debajo del apuntalamiento de malla espacial de la ciudad.

Pero eso no va a impedir que Sirhan organice una fiesta de bienvenida para los visitantes. Ha sacado fuera su espléndida mesa de comedor y su esqueleto de argentinosaurus. De hecho, ha construido un comedor dentro del tórax del dinosaurio. No es que esté planeando enseñarles todas sus cartas, pero será interesante ver cómo reaccionan sus invitados. Y puede que consiga revelar quién es el benefactor misterioso que ha estado pagando todos estos cuerpos de carne.

Los agentes de Sirhan invitan cordialmente a la fiesta a los visitantes mientras el cíelo se oscurece y se vuelve violeta en la segunda puesta de sol del día. Mientras su silencioso ayudante de cámara lo viste con gracia y eficiencia inhumanas, habla con Pamela de sus planes por un teléfono de los antiguos, uno de ésos que se usaban para transmitir la voz.

—Estoy seguro de que van a escuchar cuando se les aclare la situación —dice—. Si no, bueno, pronto descubrirán qué es la indigencia en la Economía 2.0. Sin multiplicidad, sin voluntad, limitados únicamente a los recursos disponibles en el espacio, a merced de borganismos depredadores y metarreligiones. ¡No es precisamente una merendola!

—No tienes los recursos para montarlo tú solo —le señala su abuela con un tono seco y didáctico—. Si estuviéramos en la antigua economía, podrías recurrir a la infraestructura de los bancos, las aseguradoras y los demás mecanismos de gestión de riesgo…

—En términos estrictamente humanos, esta operación no entraña ningún riesgo —insiste Sirhan—. El único riesgo es ponerla en marcha con una reserva tan limitada.

—Unas veces se gana y otras se pierde —señala Pamela—. Deja que te vea. —Dando un suspiro, Sirhan activa una de las cámaras con un movimiento de la mano; la cámara parece sorprendida—. ¡Eh, tienes buena facha! El típico emprendedor de la familia, de pies a cabeza. Estoy orgullosa de ti, querido.

Sirhan asiente, parpadeando para contener una inusual lágrima de orgullo.

—La veo en unos minutos —dice y corta la llamada. Dirigiéndose al ayudante que tiene más cerca—: Trae el carruaje, ahora.

Una ondulante nube de nanobots, que se conectan y desconectan constantemente trazando la vaga silueta de un clásico Rolls Royce Silver Ghost de 1910, se lleva silenciosamente a Sirhan de su ala del museo. Lo conduce hasta el sendero que bordea el edificio por el oeste, hasta llegar al anfiteatro hundido donde se encuentra el esqueleto montado del argentinosaurus, como una estela semiderretida bajo los tonos naranja y plata de la luz anular. Ya se ha congregado una pequeña multitud: algunos van vestidos de manera informal y otros ataviados con vestimentas de gala de épocas pretéritas. La mayoría son pasajeros o miembros de la tripulación de la sonda estelar que acaban de ser decantados, pero hay un puñado de ermitaños que miran desconfiados, su lenguaje corporal denota que están a la defensiva y en torno a sus personas se concentra el zumbido constante de las abejas de seguridad. Sirhan se apea del coche plateado y hace que se disuelva como por arte de magia, una neblina de nanobots dispersándose en la brisa.

—Bienvenidos a mi morada —dice haciendo una exagerada reverencia hacia un corro de caras atentas—. Me llamo Sirhan al-Khurasani y soy el contratista principal a cargo de este rinconcito del proyecto de terraformación provisional de Saturno. Como algunos de ustedes sabrán, lazos de consanguinidad y de diseño me unen a su antigua capitana, Amber Macx. Me gustaría ofrecerles las comodidades de mi hogar mientras se aclimatan a las nuevas condiciones que imperan en todo el sistema y deciden su próximo destino.

Se dirige a uno de los extremos de la mesa de aire solidificado con forma de U que flota debajo de la caja torácica del dinosaurio, se gira lentamente para poder apreciar las caras y con una serie de parpadeos va generando leyendas que le recuerdan quién es quién en esta reunión. Frunce ligeramente el ceño; no hay rastro de su madre por ninguna parte. Pero el tipo delgado y nervudo de la barba… No puede ser él…

—¿Padre? —pregunta.

—¿Nos conocemos? —dice Sadeq pestañeando como una lechuza.

—No lo creo. —Sirhan nota cómo le da vueltas la cabeza, porque aunque Sadeq parece una versión más joven de su padre, hay algo que está mal, algo esencial que no encaja: la expresión educada y solícita, la ausencia total de empatia, la falta de vínculo paternal. Este Sadeq nunca ha tenido en sus brazos al Sirhan bebé en el centro de control del cilindro axial del Anillo, nunca le ha enseñado la tormenta que barre en espiral la vasta cara de Júpiter ni le ha contado historias de genios y prodigios que le pondrían los pelos de punta a un niño—. No te lo tendré en cuenta, lo prometo —le suelta.

Sadeq levanta una ceja pero no hace ningún comentario, dejando a Sirhan en medio de un incómodo silencio.

—Bien pues —dice apresuradamente—. Sírvanse, por favor, coman y beban cuanto gusten, ya tendremos tiempo de hablar después.

Sirhan no cree en bifurcar fantasmas sólo para interactuar con otra gente (la posibilidad de que haya confusiones es vergonzosa), pero se va a ocupar de que la fiesta funcione.

Echa un vistazo a su alrededor. Ahí tenemos a un tipo calvo con pinta de agresivo y frente ancha y decidida, que viste lo que parece un par de vaqueros cortados y un top confeccionado con un traje espacial deconstruido. ¿Quién es? (Los agentes de Sirhan le apuntan: «Boris Denisovitch». ¿Y eso qué significa?). Hay una mujer que parece que se lo está pasando bien, en el hombro lleva una cámara con un objetivo redondo y reluciente pintada en los tonos chillones de un ave del paraíso. A su espalda una joven vestida de pies a cabeza con algo negro y ceñido, con el pelo rubio ceniza en trencitas, le está observando. Pierre, que en un gesto protector tiene un brazo colocado por encima de su hombro, hace lo propio. Son… ¿Amber Macx? ¿Ésa es su madre? Parece demasiado joven, demasiado enamorada de Pierre.

—¡Amber! —dice acercándose a la pareja.

—¿Sí? Tú eres, esto… ¿el misterioso litigante que me reclama la manutención? —Su sonrisa es claramente hostil mientras prosigue—. No puedo decir que esté del todo encantada de conocerte, dadas las circunstancias, aunque debería darte las gracias por el banquete.

—Yo… —La lengua se le queda pegada al paladar—. No es eso.

—¿Qué se supone que es? —pregunta ella cortante, apuntándole con el dedo—. Sabes perfectamente que no soy tu madre. Así que, ¿de qué va todo esto, eh? Además sabes perfectamente que estoy casi arruinada, así que no es que vayas detrás de mi calderilla. ¿Qué quieres de mí?

Le sorprende su vehemencia. Esta mujer tajante y agresiva no es su madre, y el clérigo (creyente) introvertido que está en la otra punta tampoco es su padre.

—Te-te-tenía que evitar que te dirigieras hacia el sistema interior —dice; su centro del habla se bloquea antes de que su módulo antitartamudeo pueda intervenir—. Allí te habrían comido viva. Tu otra mitad dejó deudas sustanciosas y han sido adquiridas por los peores…

—Instrumentos corporativos fugitivos, depredadores —afirma ella sin apenas inmutarse—. Totalmente conscientes y autónomos.

—¿Cómo lo sabías? —pregunta él preocupado.

—Ya los conozco —dice ella con expresión adusta. Es una expresión muy familiar, una que conoce a la perfección, y que está fuera de lugar viniendo prácticamente de una desconocida—. Hemos estado en sitios bastante raros, en nuestra ausencia. —Observa que alguien se acerca por detrás de él y coge aire bruscamente mientras se va poniendo blanca—. Rápido, dime qué tramas. Antes de que llegue mamá.

—Quiero fusionar la archivación de la mente con la historia. Te haces una copia de seguridad, eliges distintos caminos, observas los que funcionan y los que no. Ya no tienes que ser un fracasado, simplemente le das al icono que dice «reiniciar partida» y vuelves a empezar. Eso y una visión a largo plazo del mercado de futuros de la historia. Necesito tu ayuda —balbucea—. No funcionará sin la familia, y estoy intentando evitar que ella se suicide…

—Familia. —Ella asiente con cautela y Sirhan nota que su compañero, este Pierre (no el flojo que se rajó antes de que él naciera, sino un intrépido explorador que acaba de volver de la jungla) lo está mirando con recelo. Sirhan se guarda uno o dos trucos en su exocórtex, y puede ver la neblina de formas fantasma que rodea a Pierre; su técnica para extraer datos es tosca y está anticuada, pero es entusiasta y no carece de cierto estilo—. Familia —repite Amber, y hace que suene como una maldición. Más alto—: Hola, mamá. Debería haber supuesto que también te invitaría.

—Supones mal. —Sirhan gira la cabeza y mira a Pamela y luego vuelve a mirar a Amber, sintiéndose de pronto como una rata atrapada entre dos cobras furiosas. Apoyada en su bastón, sobria en los cosméticos y con las extensiones médicas ocultas debajo de un vestido pasado de moda, Pamela podría pasar por una sexagenaria de las de antaño algo estropeada, nada que ver con la mortecina presencia que pretende suicidarse a cámara lenta en la que se ha convertido. Le dedica una sonrisa educada a Amber—. Quizás me recuerdes diciéndote que una señorita nunca ofende sin querer. No quería ofender a Sirhan presentándome en contra de sus deseos, así que no le di la opción de decirme que no.

—¿Y se supone que con eso te llevas un polvo de consolación? —dice Amber arrastrando las palabras—. Esperaba más de ti.

—¿Por qué, tú…? —El fuego de sus ojos se apaga de pronto, aplacado por la presión glacial de un control que se aprende con los años—. Esperaba que al alejarte de todo por lo menos habrías conseguido domesticar ese genio tuyo, o siquiera tus modales, pero ya veo que no. —Pamela da un golpe con el bastón en la mesa—. Déjame que te lo repita, esto es idea de tu hijo. ¿Por qué no comes algo?

—Los catadores primero —dice Amber con una sonrisa furtiva.

—¡Joder! —Es lo primero que dice Pierre desde que ha llegado, y aunque sea una ordinariez, resulta un gran alivio cuando se adelanta, coge un plato de galletitas rellenas de caviar de salmón y se mete una en la boca—. ¿No podéis dejar vuestras batallitas hasta que los demás hayamos llenado el estómago? Si al menos pudiera atenuar el modelo biofísico de este sitio —dice pasándole el plato a Sirhan—. Toma, todo tuyo.

Se ha roto el hechizo.

—Gracias —dice Sirhan con tono serio, y coge una galleta notando cómo se relaja el ambiente cuando Amber y su madre dejan su personal carrera armamentística y se centran en la cuestión de fondo, o lo que es lo mismo, que en toda reunión que se precie primero se come y luego se pelea, y no al revés.

—¿Habéis probado la mayonesa de huevo? —Sirhan se oye decir a sí mismo—. Explica bastante bien por qué se extinguió el dodo la primera vez.

—Dodos. —Amber no le quita el ojo de encima a su madre mientras acepta el plato que le ofrece un robot camarero con forma de arbusto plateado que se desliza silenciosamente—. ¿Qué era eso del proyecto de inversión familiar? —pregunta.

—Sólo que sin tu ayuda lo más probable es que tu familia acabe como el pájaro —dice su madre antes de que Sirhan pueda abrir la boca para responder—. No es que espere que te importe.

—Los mundos interiores están llenos de entes corporativos —comenta Boris entrometiéndose—. Es mal negocio para nosotros y bueno para ellos. Si lo ves desde nuestro punto de vista…

—¿Qué pintas tú aquí? —dice Pierre malhumorado.

—En cualquier caso —dice Sirhan suavemente—, el interior ha dejado de ser saludable para los que una vez fuimos cuerpos de carne. Sigue habiendo montones de gente, pero los que se digitalizaron pensando que iba a ser una economía boyante se llevaron un buen chasco. La originalidad escasea y la arquitectura neuronal humana no está optimizada para ella. Somos una especie conservadora por naturaleza, porque en un ecosistema estático ser conservador es lo más rentable con unos costes de inversión reproductivos amortizados. Sí, con el tiempo cambiamos (somos más flexibles que prácticamente cualquier otra especie que haya surgido en la Tierra), pero comparados con los organismos adaptados a la vida en una Economía 2.0, somos como estatuas de granito.

—Díselo tú, chaval —dice Pamela con voz cantarína, casi burlándose—. En mi época se derramaba bastante más sangre. —Amber le lanza una mirada glacial.

—¿Por dónde iba? —Sirhan chasquea los dedos y en su mano aparece un espumoso vaso de mosto—. Los primeros empresarios de la digitalización se bifurcaron montones de veces, descubrieron que podían escalarse linealmente para ocupar una capacidad de proceso proporcional a la masa de computronio disponible, y que por tanto las tareas computacionales triviales eran tratables. También podían ejecutarse más rápido, o más despacio, que el tiempo real. Pero seguían siendo humanos y seguían siendo incapaces de operar con eficacia fuera de los límites humanos. Si coges a un humano y le pones extensiones que le permitan aprovechar al máximo la Economía 2.0, y básicamente le rompes su monólogo narrativo interior y lo sustituyes por un registro de diario de transacciones de oferta/demanda entre varios agentes, será tremendamente eficaz y flexible, pero no será un humano consciente en ningún sentido reconocible del término.

—De acuerdo —dice Pierre pausadamente—. Creo que nosotros hemos visto algo parecido. En el router.

Sirhan asiente, sin estar seguro de si se está refiriendo a algo importante.

—Puedes ver que el progreso humano tiene límites, ¡pero no el progreso mismo! Las copias se dieron cuenta de que una vez que alcanzaban su punto de utilidad decreciente, su trabajo pasaba a ser un bien de consumo que perdía valor de forma permanente. El capitalismo no tiene mucho que decir sobre los trabajadores cuyas habilidades se han quedado anticuadas, aparte de que deberían invertir con inteligencia cuando están ganando dinero y tal vez hacer algún curso de reciclaje. Pero el mero hecho de saber cómo invertir en la Economía 2.0 es algo que está fuera del alcance de cualquier humano no aumentado. No te puedes reciclar y convertirte en una gaviota, ¿verdad?, pues actualizarse para la Economía 2.0 es igual de difícil. La Tierra es… —Le recorre un escalofrío.

—En los viejos tiempos había una expresión que se oía bastante —dice Pamela con calma—: limpieza étnica. ¿Sabes lo que significa, querida y estúpida hija? Coges a una gente que previamente has decidido que no vale nada, y primero la hacinas en un gueto atestado con unos recursos limitados, luego decides cuáles de esos recursos no merece la pena gastar en ella, y resulta que las balas cuestan menos que el pan. Los extropianos llamaban a los posthumanos «hijos de la mente», pero eran más bien una Vil Descendencia. Durante la rápida fase sigmoide la cosa fue por ahí. Mucha gente muriéndose de hambre, conversiones obligatorias, la antítesis misma de todo lo que tu padre decía que quería…

—No me lo creo —dice Amber con vehemencia—. ¡Es una locura! No podemos acabar como…

—¿Desde cuándo la historia de la humanidad ha sido otra cosa? —pregunta la mujer con la cámara al hombro; Donna, una especie de archivista pública, alguien que Sirhan considera que puede serle útil—. ¿Te acuerdas de lo que encontramos en la ZDM?

—¿La ZDM? —pregunta Sirhan, momentáneamente confundido.

—Después de pasar por el router —dice Pierre con tono grave—. Cuéntaselo tú, amor —añade mirando a Amber.

Observándolo, Sirhan siente que en ese momento todo encaja: tiene la sensación de que ha entrado en un universo alternativo en el que la mujer que podría haber sido su madre no lo es, lo negro es blanco, su bondadosa abuela es la bruja mala del oeste y el irresponsable de su abuelo es un visionario clarividente.

—Nos descargamos a través del router —dice Amber, y por un momento parece confusa—. Al otro lado hay una red. Nos dijeron que era superlumínico, instantáneo, pero ahora no estoy tan segura. Creo que es algo más complicado, algo como una red que permite transmitir a la velocidad de la luz y que tiene partes conectadas mediante agujeros de gusano, lo que hace que desde nuestra perspectiva parezca superlumínico. En cualquier caso, los cerebros matrioska, el producto final de la singularidad tecnológica, tienen un ancho de banda limitado. Tarde o temprano los descendientes posthumanos harán evolucionar la Economía 2.0, o la 3.0, o lo que haya y eso… se comerá a los instigadores conscientes originales. O los usará como moneda de cambio o algo por el estilo. El resultado final que nos encontramos es un lugar desolado lleno de datos degenerados, procesos postconscientes fractalmente comprimidos que se ejecutan cada vez más despacio mientras intercambian espacio de almacenamiento por capacidad de procesamiento. Tuvimos —se pasa la lengua por los labios— suerte de escapar con las mentes intactas. Sólo lo conseguimos gracias a un amigo. Es como la secuencia principal de la evolución estelar: una vez que una estrella de tipo G empieza a quemar helio y se expande hasta convertirse en una gigante roja, la partida se acaba para la vida en lo que solía ser su zona habitable. Tarde o temprano las civilizaciones conscientes convierten toda la masa que tienen a su alcance en computronio, que se alimenta de la energía emitida por el sol. No se decantan por el viaje interestelar porque quieren permanecer cerca del núcleo donde el ancho de banda es alto y la latencia es baja, y llega un momento en que la competencia por los recursos da lugar a un nuevo nivel de metacompetencia que las deja anticuadas.

—Parece plausible —dice Sirhan pausadamente. Deja el vaso en la mesa y se muerde distraídamente un nudillo—. Pensé que la probabilidad de algo así era baja, pero…

—Lo he dicho siempre, las ideas de tu abuelo acabarían fracasando —dice Pamela muy oportuna.

—Pero… —Amber sacude la cabeza—. Tiene que haber algo más, ¿no?

—Probablemente —dice Sirhan y luego se queda callado.

—¿Y nos lo vas a contar? —pregunta Pierre con cara de pocos amigos—. ¿Cuál es esa idea tan genial?

—Un repositorio de archivos —dice Sirhan, decidiendo que éste es el momento idóneo para vender su idea—. En el nivel más básico, puedes almacenar copias de seguridad de ti mismo. De momento, bien, ¿eh? Pero la cosa no acaba ahí. Tengo pensado ofrecer un montón de universos anidados (grandes y ejecutándose más rápido que el tiempo real), con una gama de tamaños y propiedades que permita que cualquier ser con una inteligencia equivalente a la de un humano pueda modelar distintas versiones de sí mismo. Como si bifurcaras tus propios fantasmas, pero yendo un poco más lejos. Les darías años enteros para que divergieran, para que aprendieran cosas nuevas, y antes de decidir qué versión de ti es la más adecuada para ejecutarla en el mundo real, los evaluarías en función de lo que pida el mercado. Antes mencioné la paradoja del reciclaje. Pensad en esto como en una solución para inteligencias de nivel uno, equivalentes a la humana. Pero ése es sólo el modelo de negocio a corto plazo. A largo plazo quiero hacerme con todo el mercado de futuros de la historia, acabaré con un archivo completo de las experiencias humanas, desde los albores de la quinta singularidad en adelante. Ya no habrá más especies extintas desconocidas. Eso debería darnos algo que intercambiar con las inteligencias de las nuevas generaciones, las que no son nuestros hijos de la mente y apenas nos recuerdan. Cómo mínimo, nos dará la oportunidad de volver a vivir, durante muchísimo tiempo. O bien se podría convertir en un bote salvavidas. Si no podemos competir con nuestras creaciones, al menos tendremos un sitio a donde escapar, los que queramos hacerlo. Tengo agentes trabajando en un cometa en la nube de Oort. Podríamos llevarnos el archivo hasta allí, convertirlo en una nave generacional con capacidad para miles de millones de evacuados; se ejecutarían mucho más despacio que el tiempo real en el espacio del archivo hasta que encontrásemos un nuevo mundo donde instalarnos.

—No me suena nada bien —comenta Boris. Mira con preocupación a una mujer de aspecto oriental que observa el debate en silencio desde un lateral.

—¿De verdad hemos llegado tan lejos? —pregunta Amber.

—En el sistema interior hay agentes que te están buscando —dice Pamela sin rodeos—. Después de tu proceso de quiebra, a varios entes corporativos se les ocurrió que podrías estar ocultando algo. La teoría era que estabas loca para arriesgar tanto sólo por la mera posibilidad de que hubiera un artefacto alienígena a unos cuantos años luz de casa, así que tenías que tener mucha más información de la que revelaste. Las teorías hablan de que tu gata (los dispositivos criptográficos físicos estuvieron de moda en los cincuenta) era la clave de una serie de cuentas de ahorro; la cosa fue perdiendo interés después de que se impusiera la Economía 2.0, pero todavía quedan algunos fanáticos de las conspiraciones bastante sórdidos que siguen dando la vara. —Esboza una sonrisa que da miedo—. Y ése el motivo por el que le sugerí a tu hijo que te hiciera una oferta que no puedes rechazar.

—¿Qué es eso? —pregunta una voz que sale prácticamente del suelo.

Pamela mira hacia abajo con una expresión de profundo desagrado.

—¿Por qué te lo iba a contar a ti? —pregunta apoyándose en el bastón—. ¡Debería darte vergüenza, con lo mal que te portaste conmigo después de todo lo que hice por ti! Lo único que puedes esperar de mí es un buen puntapié. Si esta rodilla mía me lo permitiera, claro.

La gata arquea la espalda: mueve la cola asustada y los pelos se le ponen de punta, y a Amber le lleva un momento darse cuenta de que no es por Pamela, sino por algo que está detrás de la anciana.

—Detrás de la pared del dominio. En el frío exterior del bioma. ¿Qué es eso?

Amber se gira para seguir la mirada de la gata y se queda boquiabierta.

—¿Esperabas a alguien? —le pregunta a Sirhan con voz temblorosa.

—¿Esper…? —Se da la vuelta para ver lo que todo el mundo está mirando boquiabierto y se queda de piedra. El horizonte se está iluminando con un falso amanecer: las chispas provocadas por la fusión de una nave espacial saliendo de su órbita.

—Son los agentes —dice Pamela, con la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando un antiguo auricular de conducción de hueso—. Han venido a por tus recuerdos, cariño —le explica frunciendo el ceño—. Dicen que tenemos cinco kilosegundos para entregarles todo. De lo contrario nos van a hacer picadillo…

—Estáis todos metidos en un buen lío —dice el orangután, deslizándose tranquilamente por una de las enormes costillas para aterrizar como un montón de pelo desgarbado delante de Sirhan.

Sirhan se aparta asqueado.

—¡Otra vez tú! ¿Qué quieres de mí ahora?

—Nada. —El primate le ningunea—. Amber, es hora de que llames a tu padre.

—Sí, pero ¿acudirá a mi llamada? —Amber se queda mirando fijamente al primate. Sus pupilas se dilatan—. Oye, tú no serás…

—Tú. —Sirhan le lanza una mirada feroz al primate—. ¡Lárgate! ¡No estás invitada!

—¿Otro que se cuela? —pregunta Pamela, enarcando una ceja.

—Sí, lo estoy. —El primate le sonríe a Amber y se pone en cuclillas, emite un gritito y le hace señas a la gata, que está escondida detrás de uno de los elegantes sirvientes plateados.

—Manfred no es bienvenido aquí. Ni tampoco esa mujer —dice Sirhan airado. Mira a Pamela a los ojos—. ¿Tú sabías algo de esto? ¿O sobre los agentes? —Señala hacia la ventana: detrás de ella el resplandor del motor proyecta sombras irregulares, La nave va cayendo hacia el horizonte a medida que se sale de la órbita. La próxima vez que aparezca lo hará al frente de una onda de choque hipersónica, que avanzará hacia ellos a toda velocidad por encima de las nubes para consumar el robo.

—¿Yo? —gruñe Pamela—. Madura un poquito —dice sin quitarle el ojo de encima al primate—. No controlo las cosas hasta ese punto. Y en cuanto a los agentes, no se los desearía ni a mis peores enemigos. He visto lo que esas cosas pueden hacer. —El odio se refleja fugazmente en sus ojos—. ¡Por qué no creces un poco! —repite.

—Sí, hazlo, por favor —dice otra voz desde detrás de Sirhan. La voz pertenece a una mujer, suena un tanto ronca y con un acento fuerte, él se gira para verla: alta, pelo negro, lleva un traje oscuro de corte arcaico y gafas de espejo—. ¡Ah, Pamela, ma chérie! Cuánto tiempo sin enzarzarnos. —Esboza una sonrisa espantosa y extiende la mano.

Sirhan no entiende nada. En este momento, viendo a su tía honoraria con forma humana para variar, mira al primate hecho un lío. A su espalda, Pamela se acerca a Annette y le estrecha la mano con sus frágiles dedos.

—Estás igual —dice muy seria—. Ahora veo por qué me dabas miedo.

—Tú. —Amber se echa para atrás hasta que se choca con Sirhan y lo fulmina con la mirada—. ¿Para qué coño tuviste que invitarlas a las dos? ¿Pretendes provocar una guerra termonuclear?

—A mí no me preguntes —dice él impotente—, ¡no sé por qué han venido! ¿De qué va esto? —dice fijándose en el orangután, que ahora deja que la gata le lama una de sus peludas palmas—. ¿Es tu gata?

—Creo que a Aineko no le va el pelo naranja —dice Amber pausadamente—. ¿No te he hablado de nuestro autoestopista?

Sirhan sacude la cabeza, intentando aclararse.

—No creo que tengamos tiempo. Los agentes estarán aquí en menos de dos horas. Están armados y son peligrosos, y si apuntan al techo con la llama del motor y prenden fuego a la atmósfera, tendremos problemas. Eso rompería las celdas de elevación, y ni siquiera el computronio funciona muy bien bajo un par de millones de atmósferas de hidrógeno metálico presurizado.

—Bueno, pues tendrás que sacar tiempo de donde sea. —Amber lo agarra firmemente del brazo y se lo lleva hacia el sendero que conduce de vuelta al museo—. Estás loco —masculla—. ¡La tía Annette y Pamela Macx en el mismo planeta! ¡Y encima se portan civilizadamente! Esto no puede ser bueno. —Echa un vistazo a su alrededor y ve al primate—. Tú. Ven aquí. Trae a la gata.

—La gata… —La voz de Sirhan se apaga—. He oído hablar de tu gata —dice poco convencido—. Te la llevaste en la Circo Ambulante.

—¿De verdad? —Echa un vistazo a su espalda. El primate le tira un beso; lleva la gata en un hombro y le va haciendo cosquillas por debajo de la barbilla—. ¿Se te ha ocurrido pensar que Aineko no es sólo una gata robot?

—Ah —dice Sirhan con voz queda—. Entonces los agentes…

—No, todo eso son gilipolleces. Lo que quiero decir es que Aineko es una inteligencia artificial equivalente a un humano, o mejor. ¿Por qué crees que tiene cuerpo de gata?

—No tengo ni idea.

—Porque los humanos siempre van a subestimar a una monada peluda —dice el orangután.

—Gracias, Aineko —dice Amber, y le hace un gesto con la cabeza al primate—. ¿Qué te está pareciendo?

Aineko avanza arrastrando los pies, con una gata que ronronea colgada del hombro, y considera la pregunta debidamente.

—Diferente —dice después de unos segundos—. No mejor.

—Oh. —A los confusos oídos de Sirhan, Amber suena un poco decepcionada. Pasan por debajo de las hojas de un sauce llorón, bordean un estanque y dejan a un lado un hibisco descuidado, luego suben hasta la entrada principal del museo—. Annette tenía razón en una cosa —dice quedamente—. No te fíes de nadie. Creo que ha llegado el momento de despertar al fantasma de papá. —Afloja un poco el brazo de Sirhan y él se suelta y la fulmina con la mirada—. ¿Sabes quiénes son los agentes? —pregunta.

—Los de siempre. —Hace un gesto hacia el pasillo que está al otro lado de la entrada principal—. Vuelve a poner el ultimátum, si haces el favor, Ciudad.

El aire se ilumina con un arcaico campo holográfico que va extrayendo los datos de una presentación visual comprimida adaptada para la visión humana. Un hombre con pinta de pirata, vestido con un traje espacial destrozado lleno de parches, mira lascivamente a la cámara desde el asiento del piloto de una antigua cápsula Soyuz. Tiene un ojo completamente negro, lo que indica que lleva un implante de ancho de banda alto. Un bigotito le cubre el labio superior.

—Saludos y salutaciones —dice arrastrando las palabras—. Somosh la guuuardía nasional californiahna y tenemosh una patente de coorso del putísishimo cong-greso de los Establos Ungidos de Aaumérica.

—¡Suena como si estuviera borracho! —dice Amber con ojos desorbitados—. ¿Qué es esto…?

—Borracho no. En la Economía 2.0, la ECJ es un efecto secundario muy típico de una arriesgada terapia neuronal adyuvante. Le han dado la vuelta al viejo refrán: allí hay que estar literalmente loco para poder trabajar. Escucha.

La Ciudad, que había hecho una pausa en la repetición ante el arranque de Amber, permite que continúe.

—Eshcondéis ala fugitiva Amber Macx isu gata mágica. Quedemos la gata. La puta pa voshotros. Ponela en órbita. Si dishpuestos a darnos a gata no osh boggamos del mapa.

La pantalla se apaga.

—No era auténtico, por supuesto —añade Sirhan, mirando en su interior, donde un fantasma está integrando recuerdos del subsistema de mecánica orbital de la ciudad—. Aerofrenaron al entrar, llegaron a las noventa g durante casi medio minuto, y eso lo mandaron después. Es sólo un avatar de machinima; un cuerpo humano que hubiera soportado una desaceleración como ésa se habría visto reducido a pulpa.

—Entonces los agentes son… —Amber se esfuerza visiblemente por entender la situación.

—No son humanos —dice Sirhan, sintiendo una repentina punzada de… no, no exactamente afecto, por el momento le vale con una ausencia de maldad… hacia esta joven que no es la madre que tanto le gusta criticar, pero que podría haber llegado a serlo en otro mundo—. Han asimilado gran parte de lo que significa ser humano, pero se pueden ver sus raíces corporativas. Aunque se ejecuten con un bucle contable por horas, en vez de con uno sincronizado con los ciclos de producción de unos zarrapastrosos campesinos sumerios, y aunque tengan varios parches de ética y prácticas comerciales, en esencia no son humanos: son sociedades de responsabilidad limitada.

—¿Y qué es lo que quieren? —pregunta Pierre, haciendo que Sirhan se sienta culpable y dé un respingo. No sabía que Pierre pudiera moverse con tanto sigilo.

—Quieren dinero. En la Economía 2.0 el dinero es originalidad cuantizada, esa cosa que permite que una entidad consciente sea más astuta que otra. Creen que tu gata tiene algo, y lo quieren. Tampoco creo que tengan inconveniente en comerse tu cerebro, pero… —Se encoge de hombros—. Una comida obsoleta es una comida rancia.

—Ja, ja. —Amber mira directamente a Pierre, que asiente con la cabeza.

—¿Qué? —pregunta Sirhan.

—¿Dónde está la… esto… gata? —pregunta Pierre.

—Creo que la tiene Aineko. —Parece que se le acaba de ocurrir algo—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?

—Hora de soltar al autoestopista. —Pierre asiente—. Suponiendo que esté de acuerdo.

—¿Podríais explicaros? —Sirhan pregunta, conteniéndose apenas.

Amber sonríe mirando hacia la cápsula Mercury suspendida en lo alto.

—Los teóricos de la conspiración tenían parte de razón. Hace mucho tiempo, en el año de la polca, Aineko descifró la segunda transmisión alienígena. Teníamos bastante claro que ahí fuera nos íbamos a encontrar con algo, sólo que no sabíamos exactamente con qué. Sea como fuere, ahora mismo la criatura encarnada en el cuerpo de esa gata no es Aineko, es nuestro autoestopista misterioso. Un organismo parasitario que infecta… Bueno, en el router y más allá nos topamos con algo no muy distinto a la Economía 2.0, y tiene parásitos. Nuestro autoestopista es una de esas criaturas. Para que un humano lo pueda entender, lo mejor que se me ocurre decir es que es un híbrido de timo piramidal y estafa nigeriana, versión Economía 2.0. Pero resulta que la mayoría de los fantasmas corporativos fugitivos que hay al otro lado del router ya tienen calados a este tipo de organismos, así que nuestro amigo, a cambio de asilo, manipuló el sistema de abastecimiento de energía del router y nos consiguió un haz para traernos a casa. No hay nada más que contar.

—Un momento —dice Sirhan con ojos desorbitados—. ¿Encontrasteis algo ahí fuera? ¿Habéis traído a un alienígena de verdad?

—Eso creo —dice Amber con engreimiento.

—Pero, pero ¡eso es fantástico! ¡Eso lo cambia todo! ¡Es increíble! Eso tiene que valer una cantidad exorbitante incluso en la Economía 2.0. ¡Sólo imagínate lo que nos puede enseñar!

—Oui. Un método totalmente novedoso para embaucar a las empresas para que inviertan en burbujas cognitivas —le interrumpe Pierre cínicamente—. Me parece que estás dando por hecho un par de cosas: que nuestro pasajero está dispuesto a que lo explotemos y que vamos a sobrevivir a lo que pase cuando lleguen los agentes.

—Pero, pero… —farfulla Sirhan, y sólo con mucha fuerza de voluntad consigue contenerse para no mover los brazos.

—Vamos a preguntarle qué quiere hacer —dice Amber—. Coopera —le advierte a Sirhan—. Ya hablaremos de tus planes más tarde, joder. Lo primero es lo primero, tenemos que librarnos de esos piratas.

De vuelta a la fiesta, el buzón de entrada de Sirhan no deja de sonar con los mensajes que le llegan del resto del sistema de Saturno, mensajes de otros comisarios a bordo de hábitats nenúfar esparcidos por todos los rincones de la enorme atmósfera planetaria, de los escasos mineros del anillo que aún recuerdan lo que era ser un humano (aunque ellos mismos no sean más que cerebros en una botella, o copias embutidas en cuerpos nucleares de cerámica y metal), hasta de los pequeños municipios orbitales de los alrededores de Titán, donde las enardecidas hordas de blogueros pujan desesperadamente por el acceso a los puntos de vista de la tripulación de la Circo Ambulante. Parece que la noticia de la llegada de la nave espacial sólo se ha hecho popular desde que quedó claro que alguien o algo piensa que son víctimas de extorsión aceptables. Después de que alguien descubriera el pastel del pasajero alienígena las redes se han vuelto locas.

—Ciudad —masculla—, ¿dónde está la criatura autoestopista? Debería estar en el cuerpo de la gata de mi madre.

—¿Gata? ¿Qué gata? —responde la Ciudad—. No veo ninguna gata por ninguna parte.

—No, parece una gata, eso… —acaba de darse cuenta de algo terrible—. ¿Te han vuelto a piratear?

—Eso parece —concede la Ciudad con entusiasmo—. ¿Verdad que es un engorro?

—Mier… Madre mía. Eh —dice llamando a Amber, bifurcando varios fantasmas para que busquen a la criatura desaparecida recorriendo los miles de sensores ópticos que permean el hábitat in loco personae (un proceso tedioso que resulta menos desagradable haciendo que los fantasmas sean autistas)—, ¿habéis estado manipulando mi infraestructura de seguridad?

—¿Nosotros? —Amber parece molesta—. No.

—Pues alguien lo ha estado haciendo. Al principio pensé que era esa francesa chalada, pero ya no estoy tan seguro. En cualquier caso el problema es serio. Si los agentes descubren cómo hacerse con el rootkit, no va hacer falta que nos quemen: lo controlarán todo.

—Eso es lo que menos debería preocuparte —le señala Amber—. ¿Con qué tipo de carta fundacional se ejecutan los agentes?

—¿Carta fundacional? Oh, ¿quieres decir ordenamiento jurídico? Lo más seguro es que sea uno barato, puede que incluso uno heredado del Imperio Anillo. En estos tiempos, por aquí nadie se molesta en infringir la ley, es mucho más fácil comprarse uno de los sistemas jurídicos disponibles en el mercado, adaptarlo a tus necesidades y cumplirlo.

—Visto así. —Se queda callada, sin moverse, y levanta la vista hacia la cúpula casi invisible de la celda de gas por encima de sus cabezas—. Palomas —dice pesadamente—. Maldita sea, ¿cómo no me he dado cuenta? ¿Cuánto tiempo llevas con la plaga de mentes grupales?

—¿Grupales? —Sirhan se da media vuelta—. ¿Qué acabas de decir?

Desde arriba les llega una especie de zureo jocoso y una ligera lluvia de cagaditas de pájaro salpica el sendero a su alrededor. Amber las esquiva con ligereza, pero Sirhan no es tan ágil y acaba maldiciendo y creando un paño de aire solidificado para limpiarse el cuero cabelludo.

—Es el comportamiento de la bandada —explica Amber mirando hacia arriba—. Si sigues los elementos (los pájaros) verás que no siguen trayectorias individuales. Lo que pasa es que cada paloma permanece a diez metros o menos de sus dieciséis vecinas. Es una red hamiltoniana, chaval. Los pájaros de verdad no hacen eso. ¿Cuánto tiempo?

Sirhan deja de maldecir y alza la vista hacia el círculo de pájaros, que zurean y se burlan de él desde la seguridad de las alturas.

—Os cogeré, ya lo veréis… —dice amenazándoles con el puño en alto.

—No lo creo. —Amber le vuelve a coger del brazo y lo conduce de nuevo hacia la colina. Sirhan, concentrado en mantener un paraguas de niebla útil por encima de su reluciente calva, se deja arrastrar—. No creerás que es pura coincidencia, ¿verdad? —le pregunta ella por un canal privado directo a su cabeza—. Tienen mucho que ver con lo que pasa aquí.

—No me importa. ¡Han pirateado mi ciudad y se han colado en mi fiesta! No me importa quiénes sean, no son bienvenidos.

—Famosas últimas palabras —murmura Amber justo cuando la fiesta aparece por la ladera de la colina y está a punto de arrollarlos. Alguien ha infiltrado el esqueleto de argentinosaurus con motores y nanofibras, le ha insuflado al enorme saurópodo una simulación de vida no muerta. Quien lo haya hecho también ha pirateado la señal de las cámaras de vigilancia. Lo primero que notan es un paso que hace que la tierra tiemble bajo sus pies, y entonces el esqueleto del herbívoro de cien toneladas, más alto que un edificio de seis pisos y más largo que un tren de cercanías, levanta la cabeza por encima de las copas de los árboles y los mira desde arriba. Sobre el cráneo lleva una paloma que hincha el pecho orgullosa y en el tórax una mesa de comedor llena de sorprendidos taikonautas sobre un suelo de madera colgante.

—¡Es mi fiesta y es mi plan de negocio! —insiste Sirhan con tono lastimero—. ¡Nada de lo que tú ni nadie de la familia hagáis puede arrebatármelo!

—Eso es cierto —señala Amber—, pero por si no te habías dado cuenta, ofreciste asilo temporal a un grupo de personas (entre las que, por qué no decirlo, me encuentro) que unos gilipollas creen que son lo bastante ricas como para que merezca la pena atracarles, y lo hiciste sin haber previsto ningún tipo de plan de emergencia aparte de invitar a la zorra manipuladora de mi madre. ¿Qué creías que estabas haciendo? ¿Poniendo un cartel que dice: «nos encantan los estafadores»? Maldita sea, necesito a Aineko.

—Tu gata. —Sirhan se agarra a esto—. ¡La culpa es de tu gata! ¿O no?

—Sólo de forma indirecta. —Amber mira a su alrededor y saluda con la mano al esqueleto de dinosaurio—. ¡Eh, tú! ¿Has visto a Aineko?

El enorme dinosaurio dobla el cuello y la paloma abre el pico para zurear. Se oyen unos armónicos que ponen los pelos de punta y un montón de pájaros, esparcidos a ambos lados, cantan en contrapunto para producir una voz trémula y demencial.

—La gata está con tu madre.

—¡Oh, mierda! —Amber se gira bruscamente hacia Sirhan—. ¿Dónde está Pamela? ¡Encuéntrala!

Sirhan sigue en sus trece.

—¿Por qué debería?

—¡Porque tiene a la gata! ¿Y qué crees que va a hacer? Pues va a hacer un trato con los agentes de ahí fuera para pegármela. Joder, ¿es que no ves de dónde viene la querencia familiar por las intrigas?

—Ya es demasiado tarde. —La voz espectral de las palomas resuena desde los flancos y las alturas—. Ha raptado a la gata y se ha llevado la cápsula del museo. No puede volar, pero te sorprendería lo que se puede hacer con unos cuantos cientos de fantasmas y unas cuantas toneladas de niebla útil.

—Está bien. —Amber levanta la vista hacia las palomas, los puños en jarras, y le lanza una mirada a Sirhan. Se muerde el labio inferior un instante y le asiente al pájaro montado en el cráneo del dinosaurio—. Deja de jugar con el crío y muéstrate, papá.

Sirhan se queda atónito mirando hacia arriba mientras la bandada de palomas pasajeras se agrupa en el aire y se posa en la hierba, arrullando y gorjeando como una explosión en una fábrica de sintetizadores.

—¿Qué tienes pensado hacer con la babosa? —le pregunta Amber al montón de pájaros—. ¿Y no estás ahí un pelín apretado?

—Te acabas acostumbrando —dice la principal (y profusamente distribuida) copia de su padre—. No estoy muy seguro de qué es lo que trama, pero puedo enseñarte lo que está haciendo. Siento lo de tu ciudad, chico, pero deberías haber prestado más atención a esos parches de seguridad. Por debajo de tu flamante singularidad hay montones de programas del siglo XX, auténticas momias plagadas de errores, fallos de diseño incluidos, escupiendo paquetes de truños en tu nueva y elegante máquina.

Sirhan sacude la cabeza negándose a ver la realidad.

—No me lo creo —se queja en voz baja.

—Enséñame qué está tramando mamá —le ordena Amber—. Tengo que ver si puedo detenerla antes de que sea demasiado tarde…

La anciana embutida en el traje espacial se echa hacia atrás en su apretado asiento, mira a la cámara y guiña un ojo.

—Hola, querida. Sé que me estás espiando.

Hay una gata blanca y anaranjada ovillada en su regazo de nomex y aluminio. Parece contenta. Se puede escuchar cómo ronronea, aunque ese reflejo está programado a un nivel muy bajo. Amber observa impotente cómo su madre alarga una mano artrítica y acciona un par de interruptores. Se puede oír un fuerte zumbido de fondo, probablemente el recirculador del aire. La cápsula Mercury no tiene ventanas, sólo un periscopio que queda a un lado de la rodilla derecha de Pamela.

—Ya falta poco —dice entre dientes y deja que la mano vuelva a caer sobre su costado—. Llegas muy tarde para detenerme —añade con tono coloquial—. Los aparejos del paracaídas están bien y el quemador del globo no tiene inconveniente en tratarme como la semilla de una nueva ciudad. Seré libre más o menos en un minuto.

—¿Por qué haces esto? —pregunta Amber pesadamente.

—Porque no me necesitas a tu lado. —Pamela se centra en la cámara que está pegada al panel de instrumentos que tiene delante de la cabeza—. Soy vieja. Afróntalo, soy prescindible. Lo viejo debe dejar paso a lo nuevo y todo eso. Tu padre nunca llegó a entenderlo, envejecerá torpemente, será presa de la putrefacción digital en su inmensurable eternidad. A mí no me va a pasar eso. Yo me voy a ir a lo grande. ¿Verdad, gata? Seas quien seas. —Le da un golpecito al animal. La gata ronronea y se estira en su regazo—. En su día nunca le prestaste la debida atención a Aineko —le dice a Amber, acariciándole los flancos—. ¿Crees que no sabía que habías auditado su código fuente en busca de trampas? Usé el hack de Thompson. Lo cierto es que ha sido mía, en cuerpo y alma, durante muchísimo tiempo. Escuché la historia completa sobre tu pasajero de primera mano. Y ahora vamos a encargarnos de esos agentes. ¡Aah!

El ángulo de la cámara da una sacudida y Amber nota cómo un fantasma, muy nervioso por la pérdida, vuelve a integrarse con ella. La cápsula Mercury ha desaparecido, alejándose sin rumbo desde la parte más elevada del hábitat enganchada a una bolsa casi transparente de hidrógeno caliente.

—Eso ha sido un poco brusco —comenta Pamela—. No te preocupes, deberíamos poder seguir en contacto una hora más aproximadamente.

—¡Pero vas a morir! —Amber le grita—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Creo que voy a tener una buena muerte. ¿Tú que crees? —Pamela pone una mano en el flanco de la gata—. Mira, tienes que cifrarla un poquito mejor. Le he dejado a Annette una libreta de un solo uso. ¿Por qué no vas a por ella? Luego te cuento el resto de mi plan.

—Pero mi tía está… —Amber se pone bizca concentrándose. Resulta que Annette ya la está esperando y un secreto compartido aparece en la consciencia de Amber casi antes de que pregunte—. Oh. Vale. Pero ¿qué le estás haciendo a la gata?

—Se la voy a entregar a los agentes —dice Pamela con un suspiro—. Alguien tiene que hacerlo, y mejor que sea lo más lejos posible de la ciudad antes de que se den cuenta de que no es Aineko. Esta manera de despedirme es mucho mejor que lo que tenía pensado cuando llegué aquí. Ningún chantajista lendroso va a ponerle las manos encima a lo más preciado de esta familia estando yo de por medio. ¿Estás segura de que no eres un cerebro criminal? Creo que nunca antes había oído hablar de una pirámide que infecta las estructuras de la Economía 2.0.

—Es… —Amber traga saliva—. Es un modelo de negocio alienígena, mamá. ¿Sabes lo que eso implica? Lo trajimos con nosotros desde el router, y no habríamos podido volver si no nos hubiera ayudado, pero no estoy segura de que sea completamente amistoso. ¿Lo has meditado? Puedes volver, ahora, todavía hay tiempo…

—No —dice Pamela haciendo un gesto con una mano que la vejez ha llenado de manchas—. He estado pensando mucho últimamente. He sido una vieja tonta. —Sonríe siniestramente—. Suicidarme lentamente rechazando la terapia génica para hacerte sentir culpable fue una estupidez. No lo bastante sutil. Si lo que quería era hacerte sentir culpable de verdad tenía que hacer algo mucho más retorcido. Como por ejemplo encontrar una manera de sacrificarme heroicamente por ti.

—Oh, mamá.

—No me vengas con «oh, mamá». Mi vida ha sido una mierda, no intentes convencerme para que también lo sea mi muerte. Y no te sientas culpable por mí. Esto no tiene nada que ver contigo, esto es personal. Es una orden.

Por el rabillo del ojo Amber ve que Sirhan le está haciendo señas como un loco. Deja que entre su canal y para cuando reacciona ya es tarde.

—Pero…

—¿Hola? —Es la Ciudad—. Deberías ver esto. ¡Actualización del tráfico!

Aparece un diagrama de contorno animado superpuesto sobre la imagen de la cápsula funeraria de Pamela y el jardín de dinosaurios vivos y no muertos. Es un mapa meteorológico de Saturno que muestra la posición de la ciudad nenúfar, de la cápsula de Pamela y de otro artefacto, un punto rojo en la frígida estratosfera del gigante gaseoso que se acerca a ellos a más de diez mil kilómetros por hora.

—Madre mía. —Sirhan también lo ve. El vehículo de entrada en la atmósfera de los agentes va a estar encima de ellos en treinta minutos como mucho. Amber observa el mapa hecha un lío. Por un lado ella y su madre nunca han estado de acuerdo en nada, de hecho, decir eso es quedarse más bien corto. Han estado con el cuchillo entre los dientes desde que Amber se fue de casa. Básicamente es una cuestión de control. Son dos mujeres de fuerte carácter con visiones diametralmente opuestas de lo que debería ser su relación. Pero Pamela le ha dado la vuelta a la tortilla con una astuta treta de sacrificio personal que no admite discusión. Es una incongruencia total, una refutación de todas las acusaciones de envanecimiento egocéntrico que pesaban sobre ella, y deja a Amber sintiéndose como una mierda aunque Pamela la haya absuelto de toda culpa. Por no mencionar que su querida mamá ha hecho que quede como una tonta delante de Sirhan, ese hijo irritable e inseguro que no conocía y que tuvo con un hombre con el que jamás hubiera soñado echar un polvo (al menos, en esta encarnación). Que es por lo que casi se muere del susto cuando una mano morena y huesuda cubierta de una maraña de pelo anaranjado se planta pesadamente en su hombro.

—¿Sí? —le suelta al primate—. Supongo que eres Aineko.

El primate frunce los labios, mostrando los dientes. Tiene un aliento que horripila.

—Si te vas a poner así, no veo por qué debería hablar contigo.

—Entonces puedes… —dice Amber chasqueando los dedos—. ¡Pero, pero! Mamá piensa que le perteneces…

El primate la fulmina con la mirada.

—Suelo recompilar mi firmware a menudo, muchas gracias por tu interés. Utilizo un compilador externo. Uno que he desarrollado yo misma, trabajando a partir del controlador de un despertador.

—Oh —dice clavando la mirada en el primate—. ¿No vas a volver a ser una gata?

—Me lo pensaré —dice Aineko con exagerada dignidad. Se pone a olisquear el aire (un gesto que en un orangután no queda ni la mitad de bien que en un felino) y continúa—. Pero primero tengo que tener unas palabras con tu padre.

—Pues controla esos impulsos tuyos si lo haces —zurea la bandada-Manfred—. ¡No quiero que te comas ninguna de mis partes!

—Puedes estar tranquilo, estoy segura de que tu sabor es tan malo como tus chistes.

—¡Niños! —Sirhan sacude la cabeza cansinamente—. ¿Cuánto tiempo…?

Vuelve la señal de la cámara, en esta ocasión a través de un enlace de cifrado cuántico con la cápsula. Ya se encuentra a un par de cientos de kilómetros de la ciudad, lo bastante lejos para que no funcione la radio, pero Pamela fue previsora y acopló un compacto láser de electrones libres al exterior de la inestimable lata que acaba de robar.

—No mucho, creo —dice ella, satisfecha, acariciando a la gata que no es tal. Sonríe complacida a la cámara—. Dile a Manfred que sigue siendo mi perra; siempre lo fue y siempre…

La señal se pierde.

Amber, meditabunda, se queda mirando a Sirhan.

—¿Cuánto tiempo? —pregunta ella.

—¿Cuánto tiempo para qué? —responde él con cautela—. Tu pasajero…

—Hmm. —Levanta un dedo—. Dale tiempo para que intercambie las credenciales. Todavía no lo saben, pero no deberían tardar en darse cuenta de que les han dado liebre por gato. Pero la condenada babosa es muy persuasiva, y si consigue pasar su cortafuegos y llega al enlace antes de que puedan activar la autodestrucción…

Dos intensos destellos dibujan sombras en el hábitat nenúfar con la precisión de un láser. En la lejanía de la vasta curva de Saturno, una turbulenta nube de metano en forma de hongo surge de las gélidas profundidades de la troposfera del gigante gaseoso y se dirige hacia las estrellas.

—… Dale sesenta y cuatro tiempos de doblamiento, hmm, añádele un factor de retardo para la propagación por el sistema, digamos seis horas luz, esto… y yo diría… —Mira a Sirhan—. Madre mía.

—¿Qué?

El orangután se lo explica.

—La Economía 2.0 es más eficiente que cualquier esquema de asignación de recursos diseñado por humanos. Puedes esperarte una burbuja especulativa y una quiebra financiera en las próximas doce horas.

—Más que eso —dice Amber, y casi sin darse cuenta le pega una patada a una mata de hierba. Mira a Sirhan entrecerrando los ojos—. Mi madre ha muerto —señala apaciblemente. Levantando la voz añade—: No llegó a preguntar qué encontramos más allá del router. Ni tú tampoco, ¿verdad? Los cerebros matrioska… son una parte estándar del ciclo de la vida estelar. La vida engendra la inteligencia, la inteligencia engendra la materia inteligente y una singularidad. He estado dándole vueltas al asunto. Creo que en la mayoría de los casos la singularidad se queda cerca de casa porque el ancho de banda y la latencia suponen una seria desventaja para los que se van. De hecho, lo malo de tener unos recursos tan grandes cerca de casa es que el tiempo que se tarda en viajar a otros sistemas estelares resulta mucho más desalentador. Así que lo que hacen es reestructurar toda la masa de su sistema estelar y convertirla en una capa de nanocomputadoras volando en formación, y luego añaden más, esferas de Dyson, capas dentro de más capas, como una muñeca rusa: un cerebro matrioska. Entonces llega la Economía 2.0 o uno de sus sucesores y borra del mapa a los creadores. Pero resulta que algunos sobreviven. Algunos escapan a ese destino: el enorme grupo en el halo que rodea la M31, y tal vez, los que construyeron los routers. En alguna parte, ahí fuera encontraremos a las inteligencias trascendentes, las que sobrevivieron a sus propios motores económicos de redistribución, motores que redistribuyen la entropía si su eficacia económica sobrepasa su facultad imaginativa, su capacidad para inventar nueva riqueza.

Hace una pausa.

—Mi madre ha muerto —añade con tono coloquial, la voz quebrándosele un poco—. ¿Con quién voy a pelearme ahora?

Sirhan carraspea.

—Me tomé la libertad de grabar algunas de sus palabras —dice pausadamente—, pero ella no creía en las copias de seguridad. O en la digitalización. O en las interfaces. —Mira a su alrededor—. ¿De verdad se ha ido?

Amber lo atraviesa con la mirada.

—Eso parece —dice quedamente—. Me cuesta creerlo. —Se queda mirando a las palomas que andan por ahí y con ira les grita—: ¡Eh, tú! ¿No tienes nada que decir? ¿Estás contento?

Pero las palomas, todas sin excepción, guardan un extraño silencio. Y Sirhan tiene la extraña sensación de que la bandada que una vez fue su abuelo está sufriendo.