6> Anochecer

Una gema sintética del tamaño de una lata de Coca-Cola se sumerge en la oscuridad silente. La noche es apacible como una tumba, más fría que Plutón en pleno invierno. Las velas vaporosas y finas como pompas de jabón se han ido marchitando; hace tiempo que se extinguió la ráfaga de láser azul zafiro que las empujaba. Por debajo del cadáver de la telaraña preciosa de la sonda estelar, la luz pretérita de las estrellas dibuja el perfil de un enorme cuerpo planetoide.

Han pasado ocho años terrestres desde que la vieja nave Circo Ambulante entró en la órbita cerrada de la exánime enana marrón Hyundai +4904/-56. Otros cinco desde que los láseres lanzadera del Imperio Anillo se apagaran sin previo aviso, dejando varada a la sonda estelar a tres años luz de su origen. No ha habido ninguna respuesta del router, el extraño artefacto alienígena en órbita alrededor de la enana marrón, desde que la tripulación de la sonda estelar se descargó a través de la extraña interfaz de entrelazamiento cuántico para transmitirse a la red alienígena con la que conecta. De hecho, no ocurre nada; nada salvo el lento goteo de los segundos del temporizador de control que cuenta los instantes que faltan para que llegue la hora de resucitar a las instantáneas almacenadas de la tripulación, asumiendo que ya no se puede hacer nada por las copias que fueron transmitidas.

Entre tanto, fuera del cono de luz…

Amber se despierta dando una sacudida, como si saliera de una pesadilla. Se incorpora súbitamente, dejando caer la fina sábana que le cubría el pecho; la corriente hace que se evapore el sudor frío de su espalda y coge frío enseguida.

—¿Dónde estoy…? Oh —murmura en voz alta, incapaz de subvocalizar—. Un dormitorio. ¿Cómo he llegado aquí? —Masculla—. Oh, ya veo —dice con unos ojos desorbitados por el miedo—. No es un sueño…

—Saludos, humana Amber —dice una voz fantasmal que parece que no viene de ninguna parte—. Veo que estás despierta. ¿Deseas algo?

Amber se restriega los ojos cansinamente. Apoyándose contra el armazón de la cama, mira a su alrededor con cautela. Se ve reflejada en un espejo que hay al lado de la cama: una mujer joven, demacrada al modo de los que tienen la modificación de restricción calórica en el gen p53, el pelo rubio y alborotado y los ojos oscuros. Podría pasar por una bailarina o incluso por un soldado; pero no por una reina.

—¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? ¿Quién eres y qué estoy haciendo en tu cabeza?

Entorna los ojos. La parte analítica de su intelecto entra en acción mientras hace balance de su entorno.

—El router —masculla. Estructuras de materia extraña que orbitan alrededor de una enana marrón a escasos años luz de la Tierra—. ¿Cuánto hemos tardado en salir? —Mira a su alrededor y ve una habitación recubierta de losas de piedra perfectamente ajustadas. En ellas se abre un hueco con una ventana panorámica al estilo de los castillos de las cruzadas de hace muchos siglos, pero no hay ningún cristal, es sólo una pantalla blanca y vacía. El único mueble de la habitación, aparte de una alfombra persa que descansa sobre las frías baldosas, es la cama en la que está sentada. Le recuerda a una escena de una vieja película, el enigma de Kubrick; todo este tinglado tiene que ser deliberado, y no tiene ninguna gracia—. Estoy esperando —anuncia, y se recuesta en el cabecero de la cama.

—De acuerdo con nuestros registros esta reacción indica que ya estás plenamente consciente —dice el fantasma—. Eso está bien. Has permanecido inconsciente durante mucho tiempo. Las explicaciones serán complicadas y discursivas. ¿Puedo ofrecerte algún refrigerio? ¿Qué te apetece?

—Café, si tienes. Pan y hummus. Algo que ponerme. —De repente Amber cruza los brazos al darse cuenta de que está desnuda—. Aunque preferiría tener las listas de control de acceso de este universo. Comparada con otras, en esta realidad no se cuida mucho la comodidad de los seres vivos. —Lo que no es del todo cierto: parece que tiene un modelo físico completo adecuado para humanos, no es sólo un presuntuoso videojuego de pegar tiros en primera persona. Su mirada se fija en su antebrazo izquierdo, donde una piel más oscura y un circulito de tejido cicatricial dan cuenta de un accidente de juventud con un cierre a presión en la órbita joviana. Amber se queda inmóvil por un instante. Sus labios se mueven en silencio, pero está encerrada en este universo, incapaz de escindir o unir realidades anidadas simplemente llamando a las subrutinas que lleva implantadas en los recovecos de su mente desde que era una adolescente—. ¿Cuánto tiempo he estado muerta? —pregunta por fin.

—Más tiempo del que estuviste viva, varios órdenes de magnitud más —dice el fantasma. Una bandeja con pan de pita, hummus y aceitunas se materializa encima de la cama y en un lado de la habitación aparece un armario—. Puedo empezar la explicación ahora o esperar a que termines de comer. ¿Qué prefieres?

Amber vuelve a pasear la mirada por la habitación y se detiene en la pantalla blanca de la ventana panorámica.

—Cuéntamelo ahora mismo. Puedo asumirlo —dice con cierta animadversión—. Me gusta comprender mis errores lo antes posible.

—Nosotros-nos podemos decir que eres un humano con mucha determinación —dice el fantasma, y en su voz se puede apreciar un matiz de orgullo—. Eso está bien, Amber. Para sobrevivir aquí necesitarás todo el valor que tengas…

Es la hora del arrepentimiento en un templo situado junto a una torre que se alza sobre una árida llanura, y los pensamientos del imán que habita la torre tienen visos de contrición. Es la Achura, el décimo día del mes Muharram, de acuerdo con el reloj de tiempo real que sigue la hora de una era distinta: el aniversario número mil trescientos cuarenta del martirio del tercer Imán Husein, el sayyid al-shuhada (señor de los mártires).

El imán de la torre ha estado orando durante un tiempo indefinido, abismado en un instante infinito de meditación y recitación. Ahora, con el vasto sol rojo acercándose al horizonte del desierto infinito, sus pensamientos derivan hacia el presente. La Achura es un día muy especial, un día para la expiación de la culpa colectiva, del mal incurrido en la inactividad, pero la naturaleza de Sadeq le dice que hay que mirar al futuro. Es consciente de que eso es un defecto, pero también algo característico de su generación. Es la generación del clero chií que reaccionó ante los excesos del siglo anterior, la generación que apartó a los ulamas del poder temporal, la generación que rompió con el velayat-e faqih de Jomeini y sus sucesores, que dejó el gobierno en manos del pueblo y comenzó a afrontar plenamente las paradojas de la modernidad. La especialidad de Sadeq, su principal obsesión teológica, es un programa de reevaluación de la escatología y la cosmología. Aquí, en una torre de arcilla blanca cocida al sol, en una llanura infinita que sólo existe en los espacios imaginarios de una nave espacial del tamaño de una lata de refresco, el imán pasa sus ciclos de proceso contemplando uno de los problemas más endiablados con los que nunca se ha enfrentado un mujtahid: la paradoja de Fermi.

(Enrico Fermi estaba comiendo un día y sus colegas hablaban de la posibilidad de que hubiera sofisticadas civilizaciones habitando otros mundos. «Sí», dijo, «pero si fuera así, ¿cómo es que todavía no nos han visitado?»)

Sadeq concluye sus oraciones nocturnas casi en un silencio total, se pone de pie, hace unos estiramientos como de costumbre y abandona el pequeño y solitario jardín que se encuentra en la base de la torre. La entrada (una puerta de hierro forjado calentada por el sol) chirría un poco al abrirla. Se queda mirando la bisagra de arriba, frunce el entrecejo y se la imagina limpia y en perfecto estado. El modelo físico subyacente acepta sus controles de acceso: el fino aro de color rojo que rodea el perno se vuelve plateado y cristalino y el chirrido cesa. Sadeq cierra la puerta tras de sí y entra en la torre.

Con paso firme y constante sube por una escalera de caracol que se extiende hasta el infinito por encima de su cabeza. La pared exterior de la escalera tiene una serie de saeteras. Por cada una de ellas ve un mundo distinto. Por una, el anochecer en el mes de Ramadán; por la siguiente, brumosos cielos de un tono verdoso y un horizonte excesivamente cercano. Sadeq es cauto y evita pensar en las implicaciones de esta variedad. Tiene recientes sus oraciones, un sentido de lo sagrado, no quiere perder la sensación de cercanía con su fe. Ya está de por sí lo bastante lejos de su hogar y tiene muchas más cosas en que pensar. Está rodeado de extrañas y curiosas ideas, prácticamente perdido en un desierto de fe corrosivo.

Al final de la escalera Sadeq llega a una puerta de madera antigua con adornos de hierro. No pertenece a este lugar: es una anomalía cultural y arquitectónica. El picaporte es un bucle de metal negro. A Sadeq le recuerda la cabeza de un áspid en posición de ataque. Aun así alarga la mano, hace girar el picaporte y franquea el umbral de la puerta accediendo a un palacio de ensueño.

«Nada de esto es real», se recuerda a sí mismo. «No es más real que una ilusión conjurada por uno de los genios de las mil y una noches». A su pesar, no puede evitar sonreírse ante la escena, una sonrisa sardónica de autocrítica atenuada por la frustración.

Los captores de Sadeq le han robado el alma y la han encerrado (le han encerrado) en una prisión harto extraña, un templo con una torre que se eleva hasta llegar al mismo paraíso. Es la consumación de la clásica letanía de deseos del medievalismo, sacada de las páginas de mil quinientos años de literatura. Jardines con columnatas, estanques recubiertos de exhuberantes mosaicos, habitaciones llenas de todos los absurdos lujos materiales que se puedan imaginar, opíparos banquetes dispuestos para saciar su apetito y docenas de hermosas no mujeres deseando satisfacer todas sus fantasías. Sadeq, como humano que es, tiene montones de fantasías, pero no se atreve a permitirse caer en la tentación. «No estoy muerto», razona. «Luego, ¿cómo puedo estar en el paraíso? Luego éste debe de ser un paraíso falso, una tentación para apartarme de mi camino. Lo más seguro. A no ser que esté muerto de verdad, porque Alá, que la paz sea con él, considera que un alma humana separada de su cuerpo está muerta. Pero si ése fuera el caso, entonces las copias serían un pecado. En cuyo caso éste no puede ser el paraíso porque yo sería un pecador. Y aparte ¡todo este tinglado es tan pueril!»

Sadeq siempre ha sentido predilección por la investigación filosófica y su visión de la vida después de la muerte es más cerebral que la de la mayoría; incluye ideas tan cuestionables para los cánones del islam como lo fueron las de Teilhard de Chardin para la Iglesia católica del siglo XX. Si en su escatología hay una señal inequívoca de la falsedad de un paraíso es que le estén esperando setenta y dos huríes despampanantes a su entera disposición. De lo que se deduce que no puede estar muerto…

La cuestión de lo que es y no es real es tan desconcertante que Sadeq repite el mismo ritual todas las noches. Avanza a grandes zancadas entre obras de arte de incalculable valor sin hacerles el menor caso, pasa precipitadamente por jardines y pasadizos ignorando hornacinas en las que yacen supermodelos prácticamente desnudas con las piernas abiertas, hasta que llega a una pequeña habitación sin muebles con una única ventana alta. Se sienta en el suelo con las piernas cruzadas, meditando; no está orando, sino que se entrega a un ejercicio mental que requiere mucha más concentración. Cada falsa noche (porque no hay forma de saber lo rápido que pasa el tiempo fuera de este bolsillo en el ciberespacio), Sadeq se sienta y medita, dándole vueltas al problema del genio maligno de Descartes en la soledad de su propio intelecto. Y todas las noches se hace la misma pregunta: «¿Cómo puedo saber si éste es el auténtico infierno? Y si no lo es, ¿cómo puedo escapar?».

El fantasma le dice a Amber que ha estado muerta durante casi un tercio de un millón de años. En ese periodo de tiempo la han reinstanciado desde los archivos (y ha vuelto a morir) muchas veces, pero ella no se acuerda de nada porque es una bifurcación de la rama principal, y las demás ramas expiraron en la soledad de su aislamiento.

Por sí solo, el asunto de la resurreción no es algo que angustie demasiado a Amber. Habiendo nacido en la era post-Moravec, está algo decepcionada con algunos aspectos de la descripción del fantasma que le parecen incompletos. Es como si le estuviera contando que la drogaron y la trajeron hasta aquí sin decirle si fue en avión, en tren o en automóvil.

El fantasma le asegura que está muy lejos de la Tierra (que se encuentra de hecho a unos ochenta mil años luz), pero eso no la inquieta lo más mínimo. Cuando ella y los demás se arriesgaron a hacer copias de sí mismos y a enviarse por el router que encontraron en órbita alrededor de Hyundai+4904/-56 entendían perfectamente que podían acabar en cualquier parte, o en ninguna. Pero la idea de que sigue estando en el mismo cono de luz del que partió no la convence en absoluto. La transmisión original del SETI implicaba que el router forma parte de una red de comunicadores instantáneos autorreplicantes que se reproduce y se extiende por las enanas marrones frías que abundan en la galaxia. De algún modo esperaba que a estas alturas iba a encontrarse mucho más lejos de casa.

Algo más preocupante es la afirmación del fantasma de que el genotipo humano se ha extinguido al menos un par de veces, que su planeta de origen es desconocido y que Amber es prácticamente el único humano que queda en los archivos públicos. Es en este momento cuando ella le interrumpe.

—No acabo de entender qué tiene que ver todo esto conmigo. —Sopla la taza de café intentando enfriar su contenido—. Estoy muerta —le explica con un tonillo de sarcasmo no exento de complicidad—. ¿Recuerdas? Acabo de llegar aquí. Hace mil segundos, tiempo subjetivo, me encontraba en el nodo de control de una nave debatiendo qué hacer con el router alrededor del cual orbitábamos. Decidimos enviamos por él en una misión comercial. Luego me desperté aquí en una cama en el siglo tropecientos mil millones, esté dónde esté y sea lo que sea ese «aquí». Sin acceso a ninguna lista de control de realidad ni a ninguna clase de aumentación, ni siquiera puedo decir si esto es real o una simulación anidada. Para que pueda entender mi situación vas a tener que explicarme por qué necesitas una versión antigua de mi persona, y te puedo decir que no voy a ayudarte hasta que no sepa quién eres. Y hablando del tema, ¿qué pasa con los demás? ¿Dónde están? No era la única, ¿sabes?

Por un instante el fantasma se queda inmóvil y a Amber la invade un torrente de pánico: «¿Me habré pasado de lista?», se pregunta.

—Ha habido un desafortunado accidente —anuncia el fantasma en tono solemne. De una copia traslúcida del propio cuerpo de Amber se transforma en el esquema de un esqueleto humano con unas elaboradas extensiones óseas que simulan un osteosarcoma de proporciones más que letales—. Consenso-nosotros pensamos que tú estás en una posición ideal para remediar la situación. Esto se aplica a la zona desmilitarizada.

—¿Desmilitarizada? —Amber niega con la cabeza, y hace una pausa para darle un sorbo a su café—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué es este sitio?

El fantasma vuelve a vibrar y adopta la forma de un hipercubo abstracto que gira sobre sí mismo.

—Este espacio que ocupamos es una variedad adyacente a la zona desmilitarizada. La zona desmilitarizada es un espacio que se encuentra fuera de nuestra realidad principal, expuesto a las entidades que pasan libremente por nuestro cortafuegos, entrando y saliendo de la red exterior. Nosotros-nos usamos la ZDM para establecer el valor informativo de las entidades migratorias, las divisas conscientes y cosas por el estilo. Cuando llegaste, nosotros-nos te depositamos en una cuenta para operaciones de opciones de compra de futuros de la especie humana.

—¡Divisas! —Amber no sabe si escandalizarse o tomárselo a guasa; ambas reacciones parecen apropiadas—. ¿Así es cómo tratáis a todos los visitantes?

El fantasma ignora su pregunta.

—Hay una incursión semiótica fuera de control en la zona. Nosotros-nos creemos que sólo tú puedes controlarla. Si decides colaborar, nosotros cambiaremos valor, pagaremos, premiaremos cooperación, agilizaremos remuneración, manumitiremos, repatriaremos.

Amber apura su taza de café.

—¿Ya habéis establecido iteraciones económicas conmigo o con humanos como yo? —pregunta—. Si no es el caso, ¿por qué debería fiarme de ti? Y si lo es, ¿por qué me habéis resucitado? ¿Hay más instancias mías ejecutándose por aquí? —pregunta escéptica, levantando una ceja—. Esto parece el principio de una relación abusiva.

El fantasma sigue eludiendo sus intentos por entender cuál es su situación. Titila hasta hacerse transparente y se transforma en una ventana nebulosa que da a un paisaje de formas imposibles. Árboles que brotan de nubes que se desplazan por encima de un paisaje de verdes y suaves colinas y castillos de tarta de queso.

—Naturaleza de la incursión: inteligencia alienígena fuera de control en la ZDM —afirma—. El alienígena está aplicando una semiótica incorrecta a complejas estructuras diseñadas para mantener el comercio. Tú conoces a este alienígena, Amber. Necesitamos una solución. Mata al monstruo y te daremos línea de crédito. Tu propia realidad manipulable, nociones básicas sobre operaciones mercantiles, sentidos aumentados, la capacidad para viajar. Si lo deseas, incluso podemos mejorarte hasta alcanzar consenso tú-nosotros.

—Este monstruo. —Amber se inclina hacia delante mirando ávidamente la ventana. Está medio convencida de que tiene que dejar pasar lo que le parece una oferta espuria; no suena demasiado apetecible. «¿Mejorarme para acabar convertida en un fragmento fantasma de una mente colectiva alienígena?», se pregunta con desdén—. ¿Qué es este alienígena? —Se siente ciega e insegura, privada de su capacidad para generar hilos de sí misma que puedan alcanzar sus complejas conclusiones—. ¿Forma parte de los Finanfieros?

—Dato desconocido. Ello-ellos vino contigo —dice el fantasma—. Reactivado accidentalmente hace ahora algunos segundos. Está causando estragos en la zona desmilitarizada. Ayúdanos, Amber. Salva nuestro concentrador, o nos quedaremos sin acceso a la red. Si eso ocurre, tú morirás con nosotros-nos. Sálvanos…

Un único recuerdo perteneciente a otra persona aflora en su memoria, más rápido y mucho más mortífero que un misil teledirigido.

Amber, con once años, es una niña desgarbada y patilarga que deambula por las calles de Hong Kong, una turista palurda viendo el centro neurálgico del Reino Medio. Éstas son sus primeras y últimas vacaciones antes que la Fundación Franklin la meta en el módulo de carga útil de una aeronave Shenzhou y la ponga en órbita desde Xinkiang. De momento es libre, aunque se ha hipotecado por unos cuantos millones de euros; es una futura taikonauta, lista para trabajar en la órbita de Júpiter los años que le va a llevar saldar su deuda con la red de opciones autopropulsadas a la que pertenece. No es exactamente esclavitud: gracias a la trama de empresas fantasma de papá, no tiene que preocuparse de que mamá la persiga intentando que vuelva a la prisión posthumana que consiste en criarse como una niñita anticuada. Y ahora que tiene algo de dinero para gastar, una habitación en el Hilton y su propio Franklin remoto que la acompaña a todas partes, ha decidido que va a hacer el rollo ese de la ilustración del XVIII que hacen los turistas y que va a hacerlo bien.

Porque éste es su último día de libertad en esta biosfera evolucionada al azar.

China es el sitio donde hay que estar en esta década, puntero y compacto y lleno de castigos draconianos para los que se han quedado obsoletos. El fervor nacionalista por recuperar el tiempo perdido con Occidente ha sido reemplazado por el fervor consumista por tener los últimos artilugios de moda: los souvenirs más pintorescos de las curiosas antiguallas que son las calles de Norteamérica; las ultimísimas actualizaciones para el cuerpo y el alma, las más rápidas, las más recientes, las más inteligentes. Hong Kong es el sitio más popular y acelerado de toda China, o ya puestos de todo el maldito mundo. Es un sitio en el que los turistas de Tokio se quedan boquiabiertos, intimidados y abrumados por el glamour de la vida en la estratosfera tecnológica.

Paseando por Jardine’s Bazaar («más bien Jardine’s Bizarre», piensa ella) Amber queda expuesta a una descarga de ruido húmedo. Las cúpulas geodésicas brotan como setas de hueso de los tejados de cristal y cromo de los costosos centros comerciales y los hoteles de lujo, amenazando con salir volando arrastradas por la cálida brisa del mar. Ya no se oye el ensordecedor rugido de los aviones que entran y salen del aeropuerto de Kai Tak, ya no hay más nubarrones de aluminio pulido que descarguen pasajeros de ojos redondos en los centros comerciales y en los mercados de pescado de Kowloon y los Nuevos Territorios. En estos tensos y postreros días de la Guerra Contra la Irracionalidad, nuevas formas imposibles surcan los cielos; Amber mira hacia arriba boquiabierta mientras un F-30 Shenyang asciende casi en ángulo vertical, una maraña de superficies incomprensiblemente curvadas que desaparece en un punto de la perspectiva desafiando tanto a radares como a glóbulos oculares. El artefacto chino (¿bombardero?, ¿plataforma de misiles?, ¿superordenador?) se dirige hacia las aguas del mar de China para unirse a la innumerable patrulla que le asegura al mundo capitalista que está a salvo de las Hordas de la Negación, del Problema del Wahabismo.

En este momento es sólo una niña humana precoz. El subconsciente de Amber ha sido desconectado por la presencia de los daemonios de la infoguerra, los bots censores del gobierno chino que le ocultan la existencia de sus armas más letales. Y en los instantes en que su mente está tan vacía como un huevo succionado, un hombre de rostro enjuto con el pelo azul la empuja por detrás y le quita el bolso.

—¡Eh! —grita ella trastabillando. Su mente está confusa; la óptica se niega a responder y obtener un modelo biométrico de su agresor. Basta un instante en el área sin cobertura para que falle la conexión y el ladrón salga corriendo antes de que pueda recuperar el equilibrio o intentar darle caza. Además, con las extensiones fuera de línea no sabe cómo gritar «¡al ladrón!» en cantonés.

Unos segundos más tarde el bombardero ya no es visible y el campo censor estatal se retira.

—¡Cogedle, hijos de puta! —grita, pero los curiosos compradores simplemente se quedan mirando a la maleducada niña extranjera. Una anciana le grita algo blandiendo una cámara-móvil desechable.

Amber se levanta y sale corriendo. Ya nota la vibración subsónica de su equipaje rugiéndole en las tripas; si no lo recupera a tiempo va a montar una escena. Los compradores se apartan; una mujer con un carrito de bebé está a punto de atropellarla al intentar alejarse de ella aterrorizada.

Para cuando Amber alcanza a su aterrado bolso el ladrón ha desaparecido: tiene que pasarse casi un minuto haciéndole mimos al asustado equipaje para que deje de chillar y repliegue lo bastante sus espinas para que pueda cogerlo. Para entones ya ha llegado un robot policía.

—Identifiqúese —dice con voz ronca en un inglés sintético.

Amber, horrorizada, se queda mirando fijamente su bolso. Tiene un enorme corte en un lado y pesa muy poco. «No está», piensa con desesperación. «Me la ha robado».

—Ayuda —dice con voz queda, levantando el bolso para que pueda verlo el policía que mira remotamente desde detrás de los ojos del robot—. Me han robado.

—¿Qué artículo le falta? —pregunta el robot.

—Mi Hello Kitty —dice ella moviendo las pestañas, con el módulo de mendacidad a pleno rendimiento, urgiéndole a su consciencia que se muestre sumisa, advirtiéndole de las terribles consecuencias de que el policía descubra la verdadera naturaleza de su mascota—. ¡Me ha robado mi gatita! ¿Puede ayudarme?

—Por supuesto —dice el policía poniéndole una mano tranquilizadora en el hombro; una mano que se transforma en un brazalete metálico mientras la mete a empellones en una furgoneta y le comunica en un lenguage formal y rebuscado que está arrestada como sospechosa de hurto en establecimiento comercial y que, para probar su inocencia, tendrá que presentar certificados de autenticidad y un documento conforme a la legalidad que estableza que es la dueña legítima de todos los artículos hallados en su posesión.

Para cuando el cerebro orgánico de Amber se da cuenta de que la están arrestando educadamente, algunos de sus hilos externos ya se han puesto a gritar pidiendo ayuda y sus rastreadores de microcomercio han identificado la comisaría a la que la están llevando gracias al rastro de clics y a un servicial gestor de licencias. Los hilos generan agentes para que se lo comuniquen a los fiduciarios de Franklin, a Amnistía Internacional, al Partido del Espacio y la Libertad y a los abogados de su padre. Mientras una mujer policía de mediana edad le toma los datos y la mete en una sala de interrogatorios para delincuentes juveniles decorada en tonos cereza y turquesa, los teléfonos de la recepción ya están sonando con las pesquisas de los abogados, vendedores de comida rápida y una revista de famosos que está especialmente al loro de lo que se cuece y ha estado siguiendo las conexiones de su padre.

—¿Puede ayudarme a recuperar a mi gata? —le pregunta muy seria a la mujer policía.

—Nombre —lee la oficial, parpadeando a causa de la traducción simultánea—. Por favor lacre su identidad rígidamente.

—Me han robado mi gata —insiste Amber.

—¿Su gata? —La policía parece perpleja y exasperada. Tratar con adolescentes extranjeros que contestan a las preguntas con majaderías incomprensibles no está en su repertorio—. Le preguntamos el nombre.

—No —dice Amber—. Es mi gata. Me la han robado. Me han ro-ba-do la ga-ta.

—Ajá. Sus documentos, ¿por favor?

—¿Documentos? —Amber empieza a preocuparse de verdad. No puede percibir el mundo exterior; una jaula de Faraday rodea la celda y en su interior la tranquilidad es tal que resulta claustrofóbica—. ¡Quiero mi gata! ¡Ahora!

La policía chasquea los dedos, se mete una mano en el bolsillo, saca un carné y lo señala insistentemente con el dedo.

—Los documentos —repite—. O si no.

—¡No sé de qué me habla! —se lamenta Amber.

La policía la mira fijamente de una manera extraña.

—Espere.

Se levanta y se va, y un minuto más tarde vuelve con un hombre de rostro alargado vestido de traje y con gafas de montura metálica que relucen ligeramente.

—Está montando una escena —le dice el hombre de mala manera, abruptamente—. ¿Cómo se llama? Dígame la verdad o pasará la noche aquí.

Amber rompe a llorar.

—Me han robado mi gata —dice entre sollozos.

Es evidente que el detective y la policía no saben cómo enfrentarse a la situación; les está sacando de sus casillas con su trasfondo de desorden emocional y sus siniestras conexiones diplomáticas.

—Espere aquí —le dicen, y salen del cuarto dejándola a solas con un koala animatrónico de plástico y una máquina de café libanés barato.

Amber finalmente asimila las implicaciones de la pérdida (de la abducción de Aineko) y, desconsolada, se echa a llorar a pleno pulmón. Afrontar el sufrimiento por la pérdida de un ser querido, la traición que representa de algún modo, es duro a cualquier edad, y la gata ha sido su ocurrente compañera y su consuelo durante un año, el firme sostén que le dio la fuerza necesaria para liberarse de su desquiciada madre. Ni siquiera puede concebir que su gata vaya acabar en un taller de Hong Kong, donde probablemente la van a desmontar para sacarle los circuitos o la van a convertir en sopa.

Presa de la desesperación y de una angustia insoportable, Amber berrea entre las cuatro paredes de la sala de interrogatorios mientras en el exterior los hilos atrapados de su consciencia buscan copias de seguridad con las que sincronizarse.

Pero después de una hora, justo cuando se está tranquilizando, hundida en un abismo de pura desesperación, alguien toca (¡un golpe!) a la puerta. Se asoma una cabeza inquisitiva.

—¿Haga favor de acompañarnos?

Es la mujer policía con el pésimo software de traducción. A sus oídos llegan los sollozos de Amber y chasquea la lengua contrariada, pero cuando Amber se levanta y se acerca a ella arrastrando los pies, se arrepiente.

En la recepción de una granja de cubículos llena de burócratas de la policía en distintos estados de telepresencia, el detective las está esperando con una caja de cartón mojada atada con bramante.

—Por favor, identifica —le pide cortando la cuerda.

Amber sacude la cabeza, mareada por el flujo de hilos que le llegan para sincronizar sus recuerdos con ella.

—¿Es…? —empieza a decir cuando se rompe la tapa y el cartón húmedo se desintegra. De repente aparece una cabeza triangular olisqueando con curiosidad. Le salen burbujitas de las fosas nasales recubiertas de pelo marrón.

—¿Por qué has tardado tanto? —pregunta la gata.

Amber mete la mano en la caja y la saca con el pelo apelmazado y mojado con agua de mar.

—Si quieres que arregle el entuerto de tu alienígena, para empezar quiero que me des privilegios para alterar la realidad —dice Amber—. Luego quiero que encuentres las instancias más recientes de todos lo que vinieron aquí conmigo (reúne a los sospechosos habituales) y que también les des privilegios de superusuario. Luego tendrás que darnos acceso al resto de universos anidados de la ZDM. Por último, quiero armas. Montones de armas.

—Eso puede ser difícil —dice el fantasma—. Otros muchos humanos alcanzaron el estado de detención hace tiempo. Hay por lo menos uno que sigue vivo, pero no es accesible mientras el experimento escatológico esté en marcha. No todos se grabaron con motores de control de versión; los hubo que se perdieron-están perdidos en la ZDM. Nosotros-somos podemos ofrecerte acceso casi ilimitado a la zona desmilitarizada, pero cuestionamos la necesidad de las armas de energía cinética.

—Va a ser verdad que no tenéis ningún tipo de cultura mediática —dice Amber con un suspiro. Se levanta y se estira, sintiendo cómo de sus músculos se destila un facsímil de la extenuación del sueño—. También voy a necesitar mi… —Lo tiene en la punta de la lengua: le falta algo—. Un momento. Se me ha olvidado algo. —«Algo importante», piensa confundida. «Algo que solía estar a mano todo el tiempo que… ¿sabría?… ¿ronronearía?… ¿ayudaría?»—. Olvídalo —oye decir a sus labios—. Este otro humano. A éste sí que lo quiero. No es negociable. ¿De acuerdo?

—Eso puede ser difícil —repite el fantasma—. La entidad está en un bucle dentro de un universo recursivamente restringido.

—¿Qué? —Amber se queda perpleja—. ¿Te importaría expresarlo de otra manera? ¿O ilustrarlo?

—Ilustración. —El fantasma pliega el aire de la habitación formando una bola de plasma reluciente que adopta la forma de una botella de Klein. Amber se pone bizca mirándola—. La referencia más cercana en la base de datos histórica humana es el genio maligno de Descartes. Esta entidad se ha refugiado en un espacio cerrado, pero ahora no está segura de si es objetivamente real o no. En cualquier caso, se niega a interactuar.

—Bien, ¿puedes meterme en ese espacio? —pregunta Amber. Los universos de bolsillo no son un problema; son una parte fundamental de su vida—. Dame alguna ventaja…

—Esta estrategia puede resultar peligrosa —le advierte el fantasma.

—No me importa —le dice ella irritada—. Sólo ponme ahí dentro. Es alguien que conozco, ¿no? Introdúceme en su sueño y yo lo despertaré, ¿vale?

—Entendido —dice el fantasma—. Prepárate.

Sin ningún tipo de aviso Amber se encuentra en otro lugar. Mira a su alrededor y ve un vistoso suelo de mosaico, paredes jalbegadas con ventanas abiertas que dan a un cielo nocturno en el que centellean débilmente las estrellas. De algún modo sus ropas se han transformado, ahora lleva lencería sexy debajo de un salto de cama casi transparente y el pelo le ha crecido como medio metro. Todo es muy desconcertante. Las paredes son de piedra y ella está en la puerta de una habitación en la que sólo hay una cama. Ocupada por…

—Mierda —exclama—. ¿Quién eres? —La mujer que está tumbada en la cama, joven y de una increíble belleza clásica, la mira distraída y se gira poniéndose de costado. Está en cueros, completamente depilada de orejas para abajo y su lánguida postura es incitante—. ¿Sí? —pregunta Amber—. ¿Qué pasa?

Lentamente la mujer de la cama le hace señas para que se acerque. Amber niega con la cabeza.

—Lo siento, no me va ese rollo. —Se retira hacia el pasillo, vacilante con unos tacones inusualmente altos—. Esto es una especie de fantasía masculina, ¿verdad? Y encima estúpida y adolescente. —Vuelve a mirar a su alrededor. En una dirección hay un pasillo con más puertas abiertas y la otra termina en una escalera de caracol. Amber se concentra intentando decirle al universo que la lleve al destino lógico, pero no pasa nada—. Parece que no me lo van a poner fácil. Me gustaría… —Frunce el ceño. Estaba a punto de decir que le gustaría que alguien más estuviera aquí, pero no puede acordarse de quién. Respira hondo y se dirige hacia la escalera.

—¿Arriba o abajo? —se pregunta. «Arriba»; si tienes una torre, lo lógico sería dormir en la parte de arriba. Así que sube los escalones con cuidado, agarrándose a la barandilla acaracolada. «Me pregunto quién habrá diseñado este espacio», piensa, «y qué papel se supone que me corresponde en su guión». Pensándolo mejor, la última pregunta le parece ridicula. «Espera a que le eche la bronca…»

Al final de la escalera hay una sencilla puerta de madera con un pestillo que no está echado. Amber se detiene unos segundos, armándose de valor para enfrentarse a un durmiente tan enfrascado en su solipsismo que ha construido a su alrededor esta fantasía sexual en forma de castillo. «Espero que no sea Pierre», piensa decidida empujando la puerta.

La habitación está vacía y tiene el suelo de madera. No hay muebles, sólo una ventana abierta muy alta en una de las paredes. Hay un hombre sentado con las piernas cruzadas, lleva puesta una especie de toga, está de espaldas y murmura en voz baja para sí mismo asintiendo ligeramente. Amber se queda sin respiración al ver de quién se trata. «¡Oh, mierda!», piensa abriendo mucho los ojos. «¿Esto era lo que tenía en la cabeza todo el tiempo?»

—No te he hecho llamar —dice Sadeq con calma, sin girarse para mirarla—. Márchate, tentación. No eres real.

Amber carraspea.

—Siento defraudarte, pero te equivocas —dice—. Tenemos que capturar a un monstruo alienígena. ¿Te vienes de caza?

Sadeq deja de asentir. Se incorpora lentamente estirando la columna, se pone de pie y se da la vuelta. Sus ojos brillan a la luz de la luna.

—Qué raro. —La desnuda con la mirada—. Te pareces a alguien que conocía. Nunca antes has hecho eso.

—¡Qué coño te pasa! —Amber está a punto de estallar, pero pasado un momento se contiene—. ¿Qué es esto, una convención de Solipsistas Unidos?

—Yo… —Sadeq parece perplejo—. Lo siento, ¿estás diciendo que eres real?

—Tan real como tú. —Amber alarga el brazo y le coge una mano. Él no se resiste cuando lo arrastra hacia la puerta.

—Eres la primera visita que recibo. —Por su voz se diría que está conmocionado.

—Escucha, vamos. —Tira de él por la escalera de caracol hasta la planta de abajo—. ¿Te quieres quedar aquí? ¿En serio? —Se vuelve para mirarlo—. ¿Qué es este sitio?

—El infierno es una perversión del cielo —dice él lentamente, mesándose la barba con los dedos de la mano libre. Abruptamente, alarga el brazo y la coge por la cintura y luego se la acerca de un tirón—. Tendremos que ver lo real que eres…

Amber, que no está acostumbrada a que la traten de este modo, responde pegándole un pisotón en el empeine y soltándole un duro revés.

—¡Eres real! —grita él, cayendo de espaldas contra la escalera—. ¡Perdóname, por favor! Tenía que comprobarlo…

—¿Comprobar qué? —le gruñe ella—. ¡Vuelve a ponerme un dedo encima y dejaré que te pudras aquí! —Ya está generando el fantasma que le indicará al alienígena que está fuera que la saque de este universo de bolsillo: la amenaza va en serio.

—Pero tenía que… Espera. Tienes libre albedrío. Acabas de demostrarlo. —Está jadeando y la mira de modo suplicante—. ¡Lo siento, te pido disculpas! Pero tenía que saber si eras otro zombi. O no.

—¿Un zombi? —Echa un vistazo a su alrededor. A su espalda ha aparecido otra muñeca viviente: está de pie junto a las puertas abiertas y lleva puesto un traje de cuero muy ajustado con una abertura en la entrepierna. Seductora, le hace señas a Sadeq para que se acerque. A sus pies hay otro cuerpo que lleva unas tiras de goma colocadas estratégicamente y gimotea y se retuerce reclamando su atención. Amber muestra su indignación enarcando una ceja—. ¿Pensaste que era una de éstas?

Sadeq asiente.

—Últimamente se han vuelto más listas. Algunas pueden hablar. Estuve a punto de confundir una con… —Le recorre un espasmo—. ¡Impuro!

—Impuro. —Amber se lo queda mirando pensativa—. Resulta que éste no es tu paraíso personal, ¿verdad? —Deja pasar un momento y le tiende una mano—. Venga.

—Siento haberte confundido con un zombi —repite él.

—Dadas las circunstancias, creo que te perdono —dice ella. Entonces el fantasma los saca de golpe al universo exterior.

Más recuerdos convergen en el momento presente:

El Imperio Anillo es un enorme cúmulo de robots autorreplicantes que Amber ha aglutinado en la órbita baja de Júpiter; los robots se alimentan de la masa y el momento de la pequeña luna J-47 Barney, y sirven de plataforma de lanzamiento para la sonda interestelar que los socios comerciales de su padre le están ayudando a construir. Es también la sede de su tribunal, el principal nexo jurisprudencial del sistema solar exterior. Amber es la reina, aquí es árbitro y soberana. Sadeq es su juez y consejero.

Un demandante que para Amber no es más que un puntito en un radar a treinta minutos luz de distancia ha presentado una demanda ante sus tribunales, alegando malversación, herejía e incitación a iniciar procesos sin causa justificada contra un timo piramidal corporativo semiconsciente que llegó al espacio joviano hace doce millones de segundos y que en este momento parece dispuesto a convertir a su peculiar credo memético a cualquier inteligencia presente en la región. Un buen puñado de contrademandas interconectadas reclaman insistentemente su atención en un contraataque que alega que el puntito de luz, al mencionar las intenciones del intruso, infringe la legislación vigente sobre propiedad intelectual, patentes y secretos industriales.

En este mismo momento Amber no se encuentra en el Anillo para conocer personalmente la causa. Dejó a Sadeq encargado de lidiar con la engorrosa mecánica de su ordenamiento jurídico (diseñado especialmente para hacer que los litigios entre empresas fueran un coñazo) mientras ella se lleva a rastras a Pierre de visita diplomática a otra colonia joviana, la República Guardería. Plantada por la nave orfanato Ernst Sanger de la Fundación Franklin, en los últimos cuatro años la Guardería se ha convertido en un frágil copo de nieve de tres kilómetros de diámetro. De su centro brota un cilindro de O’Neill que crece lentamente. La mayoría de los habitantes de la estación espacial tienen menos de dos años, precoces adiciones al borganismo de la Fundación.

En la ladera de una colina que se aferra insegura al borde interior de una copa giratoria, hay una plaza pavimentada con algo no muy distinto al mármol sin pulir. Por encima el cielo es una vastedad negra que evoluciona lentamente alrededor de un eje central alineado con Júpiter. Amber está repantigada en un sillón de mimbre con las piernas estiradas y un brazo en la frente. Los restos de una increíble comida están esparcidos por las mesas a su alrededor. Saciada y soñolienta, acaricia a la gata que se acurruca en su regazo. Pierre anda por ahí, visitando alguno de los ecosistemas prototipo que está probando una de las mentes de interés especial del borg. A Amber, por su parte, le da pereza. Acaba de darse un banquete, no tiene que preocuparse de ninguna demanda, en casa todo va como la seda y no todos los días puede disfrutar de momentos de tranquilidad como éste…

—¿Sigues en contacto con tu padre? —pregunta Mónica.

—Mmm. —La gata ronronea suavemente y Amber le acaria el costado—. Algún que otro correo electrónico. A veces.

—Simple curiosidad. —Mónica es la supervisora borg local; es esbelta, tiene los ojos marrones y habla con un deje aparentemente cansino, un inglés de Yorkshire con una capa de jerga de Silicon Valley—. Me llegan noticias suyas, sabes. De vez en cuando. Ahora que Gianni se ha jubilado ya no tiene mucho que hacer por ahí abajo. Así que hablaba de pasarse por aquí.

—¿Qué? ¿Por Perijove? —Amber parece muy alterada, los ojos prácticamente se le salen de las órbitas. Aineko deja de ronronear y se gira para mirar a Mónica de manera acusadora.

—No te preocupes. —Parece que a Mónica le hace cierta gracia—. No creo que vaya a cortarte las alas.

—Pero, aquí… —Amber se incorpora—. Maldita sea —dice con calma—. ¿Qué mosca le ha picado?

—El desasosiego de la mediana edad, por lo que dicen mis hermanos de abajo. —Mónica se encoge de hombros—. Esta vez Annette no le paró los pies. Pero todavía no tiene la cabeza como para viajar.

—Bien. Entonces puede que no lo haga… —Amber se interrumpe—. La frase «no tiene la cabeza», ¿qué quieres decir exactamente?

Mónica sonríe burlonamente unos segundos antes de confesarle:

—Está hablando de digitalizarse.

—Menuda vergüenza, ¿no crees? —pregunta Ang. Amber, algo molesta, le dedica una mirada, pero Ang no le está prestando atención. «Ten amigos para esto», piensa Amber. «Ser reina de todo lo que ves es una buena forma de romper los vínculos con los colegas…»

—No lo hará —predice Amber—. Papá está quemado.

—Él cree que volverá a ser el de antes si se optimiza para la reentrada. —Mónica continúa sonriendo—. Yo le digo que es justo lo que necesita.

—No quiero que mi padre me dé la lata. Ni mi madre. Ni la tía Nette, ni el tío Gianni. Nota para control de inmigración: no conceder derechos de entrada a Manfred Macx ni a ninguna de las personas mencionadas sin previa autorización del secretario de la reina.

—¿Qué hizo para que estés tan nerviosa? —pregunta Mónica relajadamente.

Amber suspira y se calma.

—Nada. No es que no le esté agradecida ni nada, pero es que es tan extropiano que da vergüenza ajena. Como si aquello hubiese sido el apocalipsis del siglo pasado. ¿Sabes?

—Creo que para ser orgánico tenía muy buena visión de futuro —afirma Mónica, hablando como el borg Franklin.

Amber aparta la mirada. «Pierre lo entendería», piensa. Pierre entendería la grima que le produce la idea de que Manfred se presente. Pierre también quiere labrarse un futuro sin que sus padres lo vigilen, aunque por motivos muy distintos. Se fija en alguien masculino y más o menos maduro (cree que es Nicky, aunque hace mucho que no lo veía) que se acerca caminando hacia la plaza, va completamente en pelotas y luce un bronceado admirable.

—Los padres. ¿Para qué sirven? —pregunta Amber con toda la truculencia de sus diecisiete años—. Aunque se queden neoténicos acaban perdiendo flexibilidad. Por no hablar de la larga tradición paleolítica de la esclavitud juvenil. Inhumano, es como yo lo llamo.

—¿Cuántos años tenías cuando decidieron que era seguro dejarte sola en casa? —le pregunta Mónica.

—Tres. Fue cuando me puse mis primeros implantes. —Amber le dedica una sonrisa al joven adonis que se acerca, y éste se la devuelve. Sí, se trata de Nicky, y parece encantado de verla. «La vida me trata bien», piensa, planteándose despreocupadamente si contárselo o no a Pierre.

—Los tiempos cambian —señala Mónica—. No descartes a tu familia antes de tiempo; puede que llegue un día en que los quieras tener a tu lado.

—Sí, claro —dice Amber haciéndole una mueca al componente del borg—. ¡Eso es lo que decís todos!

En cuanto Amber pisa la hierba puede sentir cómo las posibilidades se abren a su alrededor. Aquí puede hacer y deshacer a su antojo y este universo es enorme, totalmente abierto, no como la trampa existencial de Sadeq. La fluctuación de un subproceso reafirma la imagen que tiene de sí misma y vuelve a tener el pelo corto y a llevar ropa cómoda. Otra fluctuación genera un buen montón de herramientas de diagnóstico muy útiles. Amber tiene la desagradable sensación de que la están ejecutando en un entorno de compatibilidad; hay indicios bastante claros de que su acceso a la interfaz de control de la simulación es vía proxy, pero por lo menos lo tiene.

—¡Ah! ¡Por fin de vuelta en el mundo real! —Apenas puede contener su entusiasmo, incluso se le olvida que está enfadada con Sadeq porque pensaba que era sólo una actriz en la función del infierno puritano que se representaba en su teatro cartesiano—. ¡Mira! ¡Es la ZDM!

Están en un montículo cubierto de hierba desde el que se ve una reluciente ciudad mediterránea. La ciudad dormita bajo un sol garabateado por Mandelbrot, un no sol que flota en el centro de un paisaje hiperbólico que se encoge en el azul de un cielo que parece incomprensiblemente lejano. A intervalos regulares las paredes del mundo se abren formando pozos circulares de un azul celeste que conectan con otras partes de la variedad.

—¿Cómo es de grande, fantasma? En número de simulaciones planetarias.

—La zona desmilitarizada es una realidad anidada, canaliza todas las transferencias entre el router del sistema estelar local y la civilización que lo construyó. Utiliza aproximadamente una milésima parte de la capacidad del cerebro matrioska del que forma parte, aunque la incursión descontrolada que estamos sufriendo en este momento ha absorbido su mayor parte. Cerebro matrioska, ¿conoces el concepto? —El fantasma suena remilgadamente pedante.

Sadeq niega con la cabeza. Amber lo mira de reojo.

—Coge todos los planetas de un sistema estelar y desmantélalos —explica ella—. Conviértelos en polvo (un nanocompuesto estructurado alimentado por intercambiadores de calor) y distribúyelo en órbitas concéntricas alrededor de la estrella central. Los orbitales interiores alcanzan temperaturas que rondan el punto de fusión del acero, los exteriores están tan fríos como el nitrógeno líquido, y cada capa se alimenta del calor residual de la siguiente capa. Es como una muñeca rusa hecha con esferas de Dyson, capa sobre capa sobre capa, pero no está diseñado para albergar vida humana. Es computronio, materia optimizada a escala atómica para permitir la computación, y todas ellas ejecutan copias; papá calculaba que nuestro sistema solar podría albergar, esto… unos cien mil millones de veces los habitantes de la Tierra. Tirando por lo bajo. Como copias, viviendo en un espacio simulado. Si primero desmantelas todos los planetas y utilizas los materiales resultantes para construir un cerebro matrioska.

—Ah. —Sadeq asiente pensativo—. ¿También es ésa tu definición? —pregunta levantando la vista para mirar al punto luminoso que el fantasma emplea para indicar su presencia.

—Básicamente —dice casi a regañadientes.

—¿Básicamente? —Amber mira a su alrededor. «Mil millones de mundos por explorar», piensa entusiasmada. «¿Y eso es sólo el cortafuegos?» Se siente vagamente engañada. Uno tendría que ser muchísimo más que un simple humano para poder contar los dígitos de las astronómicas cifras que todo esto implica, pero en lo esencial es perfectamente comprensible. Éste es el tipo de civilización en la que papá decía que ella podría acabar viviendo, dentro de la esperanza de vida de su cuerpo de carne. Papá y sus compañeros de borrachera cantando «¡Desmantelad la Luna! ¡Fundid Marte!» en un castillo a las afueras de Praga mientras esperaban los resultados de unas elecciones descaradamente manipuladas en la tercera década del tercer milenio. El Partido del Espacio y la Libertad conquistando la CE y alcanzando la velocidad de escape. ¡Pero se supone que esto está a kiloparsecs de casa, que hablamos de antiguas civilizaciones alienígenas y todo eso! ¿Dónde está la superciencia exótica? ¿Qué fue de las estrellas neuronales, de los soles de materia extraña estructurados para la computación a velocidades no ya electrónicas sino nucleónicas? «Esto me da mala espina», piensa, y genera una copia de sí misma para establecer un canal privado con Sadeq—. No es lo bastante avanzado. ¿Crees que esta gente podría ser como los Finanfieros? ¿Parásitos o bárbaros que simplemente se han subido a la máquina?

—¿Crees que nos están mintiendo? —contesta Sadeq por el canal.

—Hmm. —Amber se pone en marcha hacia la plaza, bajando hacia el centro de la falsa ciudad—. A mí me parece un poco demasiado humano.

—Humano —repite Sadeq, con una curiosa nostalgia en la voz—. ¿No dijiste que los humanos se habían extinguido?

—Vuestra especie se ha quedado obsoleta —comenta el fantasma con tono petulante—. Mal adaptada a las realidades artificiales. Circuitería mal optimizada, sensores de ancho de banda bajo excesivamente complejos, variables globales caóticas…

—Sí, sí, me hago una idea —dice Amber dirigiendo su atención a la ciudad—. Entonces, ¿por qué piensas que podemos encargarnos de ese dios alienígena que te está dando problemas?

—Preguntó por ti —dice el fantasma, pasando de ser una elipse a una línea y luego encogiéndose hasta transformarse en un punto brillante adimensional—. Y ahora viene hacia aquí. Nosotros-yo no queremos arriesgarnos a exponernos. Llámanos-me cuando hayas matado al dragón. Adiós.

—Oh, mierda… —Amber se da la vuelta. Pero ella y Sadeq están solos bajo un sol de justicia. La plaza, al igual que la de la República Guardería, es rústica de un modo que resulta encantador, pero está desierta: sólo hay recargados muebles de hierro forjado tostándose bajo el sol cegador, una mesa con una sombrilla y junto a ella algo peludo despatarrado en una mancha de luz en el suelo.

—De momento parece que estamos solos —dice Sadeq. Sonríe torciendo la boca y señala la mesa con la cabeza—. Tal vez deberíamos esperar a que llegue nuestro anfitrión.

—Nuestro anfitrión. —Amber echa un vistazo a su alrededor—. El alienígena ese tiene acojonado al fantasma. Me pregunto por qué.

—Preguntó por nosotros. —Sadeq se dirige hacia la mesa, saca una silla y se sienta con cuidado—. Eso podría ser una muy buena noticia, o una muy mala.

—Hmm. —Amber termina su inspección; no ve signos de vida por ninguna parte. A falta de una idea mejor se acerca tranquilamente a la mesa y se sienta enfrente de Sadeq. Parece algo nervioso bajo su atenta mirada, pero tal vez sólo sea vergüenza por haberla visto en paños menores. «Si ésa fuera mi vida eterna, también estaría avergonzada», se dice Amber.

—Eh, has estado a punto de pisar… —Sadeq se queda inmóvil, tratando de ver algo cerca del pie izquierdo de Amber. Por un instante parece perplejo y luego sonríe abiertamente—. ¿Qué haces tú aquí? —le pregunta al punto ciego de ella.

—¿Con quién hablas? —le pregunta ella sorprendida.

—Está hablando conmigo, so boba —dice algo que le resulta tentadoramente familiar desde su punto ciego—. Conque los tontainas están intentando utilizarte para sacarme, ¿hmm? No se puede decir que sea ingenioso.

—¿Quién…? —Amber mira al suelo entrecerrando los ojos, y genera un montón de fantasmas que manipulan precipitadamente las listas de control de acceso que le permiten modificar la realidad. Nada parece afectar a la ceguera—. ¿Eres el alienígena?

—¿Qué otra cosa podría ser? —pregunta el punto ciego con acerba ironía—. No, soy la gata de tu padre. Escucha, ¿quieres salir de aquí?

—Eh. —Amber se restriega los ojos—. No puedo verte, seas lo que seas —dice cortésmente—. ¿Te conozco? —Tiene la extraña sensación de que sí conoce al punto ciego, de que es muy importante, y le falta algo muy personal, algo que define su sentido de la identidad, pero no sabría decir qué puede ser.

—Sí, niña. —La no voz que sale de la nebulosa mancha del suelo tiene algo de ese aire jocoso propio de alguien que está de vuelta de todo—. Os han manipulado hasta la médula, a los dos. Dejadme entrar y lo arreglaré.

—¡No! —exclama Amber adelantándose a Sadeq, que la mira raro—. ¿De verdad eres un invasor?

—Soy tan invasor como tú, ¿recuerdas? —dice el punto ciego con un suspiro—. Vine aquí contigo. La diferencia es que yo no voy a dejar que un estúpido fantasma corporativo me utilice como moneda fungible.

—Moneda… —Sadeq se interrumpe—. Me acuerdo de ti —dice despacio, con una expresión de total y absoluta sorpresa en la cara—. ¿Qué quieres decir?

El punto ciego bosteza mostrando unos comillos blanquecinos y afilados. Amber sacude la cabeza, rechazando la momentánea alucinación.

—Déjame adivinarlo. Te despertaste en una habitación y ese fantasma alienígena te contó que la especie humana se había extinguido y te pidió que te encargaras de mí. ¿A que sí?

Amber asiente, notando un escalofrío que le recorre la columna como un dedo de hielo.

—¿Está mintiendo? —pregunta.

—Ya te digo. —Ahora el punto ciego está sonriendo y la sonrisa se mantiene en el vacío. Ella puede verla, pero no el cuerpo del que forma parte—. Según mis cálculos estamos a unos dieciséis años luz de la Tierra. Los Finanfieros pasaron por aquí, rebuscaron en la basura y se largaron Dios sabe dónde; es un estercolero, no te lo puedes imaginar. La forma de vida principal es una ecosfera empresarial increíblemente barroca, instrumentos legales que se reproducen y se multiplican. Asaltan a los seres conscientes que pasan por aquí y los usan como moneda de cambio.

Detrás de la sonrisa hay una cabeza estrecha y triangular, los ojos son dos rendijas y las orejas puntiagudas, una cara depredadora que denota inteligencia pero es infinitamente extraña. Amber puede verla con el rabillo del ojo cuando pasea la mirada por la plaza.

—Quieres decir que nosotros, esto… que nos cogieron cuando aparecimos y que han trastocado mis recuerdos… —De repente a Amber le resulta increíblemente difícil concentrarse, pero si enfoca la sonrisa casi puede ver el cuerpo que está detrás, encorvado como una gallina peluda con la cola enrollada pulcramente alrededor de las patas delanteras.

—Sí. Salvo que no contaban con encontrarse algo como yo. —La sonrisa es infinitamente amplia, la mueca de un gato de Cheshire delante de un cuerpo con franjas anaranjadas y marrones que titila como una alucinación ante la atenta mirada de Amber—. Las herramientas de crackeo de tu madre son automodificables, Amber. ¿Te acuerdas de Hong Kong?

—¿Hong…?

Por un instante Amber nota una presión indolora y luego tiene la sensación de que unas enormes barreras invisibles se descorren por todos lados. Mira a su alrededor y por primera vez ve la plaza como es en realidad, la mitad de la tripulación de la Circo Ambulante que la está esperando con nerviosismo, la gata sonriente agazapada a sus pies, los imponentes muros de enrevesada información que aislan la ciudadela de los enormes agujeros que son las interfaces de acceso al resto de routers de la red.

—Bienvenida —dice Pierre con tono serio mientras Amber suelta un chillido de sorpresa y se inclina hacia delante para coger a su gata—. Ahora que eres libre, ¿qué tal si nos ponemos a pensar en cómo volver a casa?

Bienvenidos a la sexta década del tercer milenio. Hablar en estos términos de fechas ya no tiene mucho sentido, porque aunque haya unos cuantos miles de millones de humanos con cuerpos de carne que siguen infectados con memes virales, la relevancia de las fechas teocéntricas es prácticamente nula. Puede que sean los cincuenta, pero lo que eso significa para cada cual depende de lo rápido que se ejecute su realidad. En este sentido, las diferencias entre los distintos clados de copias que se expanden por todos los rincones del sistema solar varían en unos cuantos órdenes de magnitud; algunos apenas acaban de salir de 2049, mientras que otros están explorando subjetivamente el milésimo milenio.

Mientras la Circo Ambulante flota en órbita alrededor de un router alienígena (que a su vez órbita alrededor de la enana marrón Hyundai +4904/-56, mientras Amber y su tripulación están atrapados al otro lado de un agujero de gusano que conecta el router con una red de entornos mentales de una vastedad incomprensible… mientras pasa todo esto, la pusilánime especie humana por fin ha logrado su objetivo y se ha quedado obsoleta. La causa inmediata de que haya dejado de ocupar el pináculo de la creación (o el pináculo de la autocongratulación teleológica, dependiendo de la postura que cada uno adopte con respecto a la biología evolutiva) es un ataque de empresas conscientes. La expresión «dinero inteligente» ha cobrado un significado totalmente nuevo, porque del choque entre el derecho mercantil internacional y la tecnología de la neurociencia computacional ha surgido a una nueva familia de especies: ágiles carnívoros corporativos en la red. El planeta Mercurio ha sido desbaratado por un consorcio de agentes de la energía y Venus es una nube expansiva de desechos que resplandece con el fulgor de las emisiones solares atrapadas y canalizadas. Mil millones de millones de abrojos informáticos del tamaño de un puño, cuyos efluvios cavilatorios pueden apreciarse en el tenue brillo rojo que emiten sus traseros, orbitan alrededor del Sol con distintas inclinaciones, no mucho más lejos de lo que solía estar Mercurio.

Miles de millones de humanos de carne se niegan a tener nada que ver con las nuevas y blasfemas realidades. Muchos de sus líderes acusan a las copias y a las IAs de ser máquinas sin alma. Son muchos más los tímidos que albergan memes de autoconservación que amplifican una aversión otrora saludable a que unos robots te pelen el cerebro como si fuera una cebolla para elaborar un mapa del mismo y en el proceso te dejen con una neurosis de caballo. Las ventas de sombreros recubiertos de papel de aluminio han alcanzado máximos históricos. Con todo, son cientos los millones que ya han cambiado sus muñecos de carne por máquinas mentales, y se reproducen rápido. En unos cuantos años, la población de cuerpos de carne será una minoría absoluta en el clado posthumano. En algo más de tiempo es probable que haya una guerra. Los moradores de la nube pensante están ávidos de materia no inteligente que convertir y los cuerpos de carne hacen un uso notoriamente escaso del silicio y los elementos poco comunes que yacen en el fondo del pozo gravitatorio que es la Tierra.

La energía y el intelecto están impulsando un cambio de fase en la sustancia de la materia condensada del sistema solar. Los MIPS por kilogramo métrico se encuentran en el tramo ascendente de una curva sigmoide. La materia inepta se está despertando a medida que los hijos de la mente lo reestructuran todo con sus voraces simentes nanomecánicos. La nube pensante que se está formando en la órbita alrededor del Sol acabará convirtiéndose en el cementerio de una ecología biológica, un marcador más en el espacio visible para los telescopios de cualquier especie de la nueva edad de hierro con la perspicacia suficiente para comprender lo que está viendo: la agonía de la materia estúpida, el nacimiento de una realidad habitable más vasta que una galaxia y mucho más rápida. Una agonía que, dentro de «algunos siglos», significará la extinción de la vida biológica en un radio de aproximadamente un año luz de esa estrella, porque los majestuosos cerebros matrioska, aunque son los pináculos de la civilización consciente, son intrínsecamente un medio hostil para la vida carnosa.

Pierre, Donna (el ojo que todo lo ve) y Su Ang ponen a Amber al corriente de sus descubrimientos sobre el bazar (que es como ellos llaman al espacio que el fantasma denominaba la zona desmilitarizada) mientras beben unos margaritas helados en una simulación muy buena de un garito. Algunos de ellos llevan años subjetivos dando vueltas por aquí. Hay mucha información que asimilar.

—La capa física tiene un diámetro de media hora luz y una masa que es cuatrocientas veces la de la Tierra —explica Pierre—. Obviamente no es sólida, el componente más grande tiene aproximadamente el tamaño que solía tener mi puño. —Amber se pone bizca intentando acordarse de lo grande que era eso; cuesta trabajo recordar con precisión los factores de escala—. Conocí a un viejo bot conversacional que decía que había sobrevivido a la estrella de la que procedía, pero es probable que le falte un chip. En cualquier caso, si dice la verdad, estamos a un tercio de un año luz de un sistema binario compuesto por dos estrellas muy cercanas: lo alimentan con láseres orbitales del tamaño de Júpiter para evitar acercarse demasiado a todos esos pozos gravitatorios tan odiosos.

Amber no puede evitar sentirse intimidada porque este bazar es varios cientos de miles de millones de veces más grande que la totalidad de la civilización humana anterior a la singularidad. Intenta que no se le note, pero le preocupa que volver a casa sea imposible, que requiera de una iniciativa más allá del horizonte de sucesos económico, que sea una propuesta tan realista como que diez centavos debuten como un dólar. Aun así, lo menos que puede hacer es intentarlo. El mero hecho de saber que el bazar existe cambiará tantas cosas…

—¿Cuánto dinero podemos conseguir? —pregunta—. ¿Qué se entiende por dinero aquí, ahora que lo pienso? Asumiendo que tengan una economía de la escasez. ¿El ancho de banda, tal vez?

—Ah, bien. —Pierre la mira raro—. Ése es el problema. ¿No te lo contó el fantasma?

—¿Contarme? —dice Amber arqueando una ceja—. Sí, pero no es que haya demostrado ser un guía muy de fiar, ¿verdad?

—Cuéntaselo —dice tranquilamente Ang, quien avergonzada por algo aparta la mirada.

—Es cierto que tienen una economía de la escasez —dice Pierre—. El ancho de banda es el recurso limitado, eso y la materia. Toda esta civilización está localmente enlazada porque si te alejas demasiado, en fin, tardas siglos en ponerte al día con los chismorreos. Las inteligencias de los cerebros matrioska son más propensas a quedarse en casa de lo que nadie se imaginó, aunque, eso sí, se pasan la vida pegadas al teléfono. Y, bueno, como moneda utilizan cosas que vienen de otros universos cognitivos. Aparecimos por la ranura de las monedas, así que no es de extrañar que acabáramos en el banco.

—Eso está tan sumamente mal que no sé por dónde empezar —se queja Amber—. ¿Cómo llegaron a este desbarajuste?

—A mí no me preguntes —dice Pierre encogiéndose de hombros—. Tengo el convencimiento de que en este lugar no vamos a encontrarnos con nada ni con nadie que tenga más idea que nosotros. No sabemos qué o quién construyó este cerebro, pero aquí ya no quedan más que empresas autopropulsadas y autoestopistas como los Finanfieros. Seguimos en tinieblas, igual que estábamos.

—Eh. ¿Quieres decir que contruyeron algo como esto y luego se extinguieron? Eso suena tan estúpido…

—A partir del momento en que se construyeron una casa más grande para vivir —dice Su Ang con un suspiro—, se hicieron demasiado grandes y complicados para viajar. La extinción suele ser lo que les pasa a los organismos ultraespecializados que se quedan estancados en un nicho medioambiental durante demasiado tiempo. Si uno plantea una singularidad y la maximización de los recursos computacionales locales (como en este caso) como el estado final normal para los usuarios de herramientas, no nos debería extrañar que ninguno de ellos nos hiciera una visita.

Amber se concentra en la mesa que tiene delante, apoya la base de la mano en el frío metal e intenta acordarse de cómo bifurcar una segunda copia de su vector de estado. Un instante más tarde su fantasma trastoca solícitamente el modelo físico de la mesa. El hierro cede como la goma bajo las yemas de sus dedos, una elasticidad placentera.

—Vale, tenemos cierto control sobre el universo; al menos es algo con lo que trabajar. ¿Habéis intentado modificaros de algún modo?

—Eso es peligroso —dice Pierre categóricamente—. Cuantos más seamos antes de empezar a hacer ese tipo de cosas, mejor. Y necesitamos algún tipo de cortafuegos propio.

—¿Qué profundidad tiene aquí la realidad? —pregunta Sadeq. Es prácticamente la primera pregunta que hace por voluntad propia y Amber lo interpreta como una buena señal de que por fin está saliendo de su caparazón.

—Oh, en este mundo la longitud de Planck es de alrededor de una centésima de milímetro. Demasiado pequeña para verla, pero lo bastante grande para que los motores de la simulación puedan manejarla. No es como el espaciotiempo real.

—Bueno. —Sadeq hace una pausa—. ¿Pueden ampliar su realidad si lo necesitan?

—Sí, los fractales funcionan aquí. —Pierre asiente—. Yo no…

—Este sitio es una trampa —dice Su Ang tajante.

—No, no lo es —contesta Pierre molesto.

—¿Qué quieres decir con una trampa? —pregunta Amber.

—Ya llevamos aquí un tiempo —dice Su Ang. Mira a Aineko, que está tirada sobre las baldosas, echando una cabezadita o lo que sea que eche una IA débil sobrehumana cuando emula a una gata que duerme—. Después de que tu gata nos liberara dimos una vuelta a ver qué había. Ahí fuera hay cosas que… —Se estremece—. Los humanos no pueden sobrevivir en la mayoría de los espacios simulados de aquí. Universos con modelos físicos que no permiten nuestro tipo de computación neuronal. Podrías emigrar a uno de ellos, pero tendrías que adaptarte a un tipo de lógica completamente nuevo. Para cuando lo hicieras, ¿seguirías siendo tú mismo? Con todo, hay bastantes entidades más o menos igual de complejas que nosotros que prueban que los constructores ya no están aquí. Aquí sólo quedan inteligencias menores rebuscando en las ruinas. Gusanos y parásitos que se arrastran por el cadáver después de que anochezca en el campo de batalla.

—Me topé con los Finanfieros —dice Donna oportunamente—. Las dos primeras veces se comieron a mi fantasma, pero acabé descubriendo cómo hablarles.

—Y hay todavía más alienígenas —añade tristemente Su Ang—. Nadie a quien quisieras encontrarte en una noche oscura.

—Entonces no hay esperanza de establecer contacto —resume Amber—. Al menos no con algo transcendental y bienintencionado con los visitantes humanos.

—Es lo más probable —admite Pierre. No parece muy contento al decirlo.

—Así que estamos atrapados en un universo de bolsillo con un ancho de banda limitado para comunicarnos con nuestro sistema de origen y un hatajo de chabolistas perturbados que se han instalado en la ruinosa mansión abandonada y quieren usarnos como moneda. «Jesús te salva y canjea almas por regalos caros». ¿Sí?

—Sí. —Su Ang parece deprimida.

—Bueno. —Amber mira a Sadeq como si intentara adivinar sus pensamientos. Sadeq tiene la mirada perdida en la distancia, en la infinita y delirante mancha solar que tiñe la plaza de sombras—. Eh, tú, hombre religioso. Tengo una pregunta para ti.

—¿Sí? —Sadeq la mira con una expresión de ligero aturdimiento en la cara—. Lo siento, percibo las fauces de una trampa más grande en torno a mi garganta…

—No lo sientas. —Amber sonríe y no es una expresión agradable—. ¿Has estado alguna vez en Brooklyn?

—No, ¿por qué…?

—Porque vas a ayudarme a vender un puente. Vamos a timar a estos cabrones mentirosos. ¿Vale? Y cuando se lo hayamos vendido vamos a coger el dinero y se lo vamos a devolver a los mismos tontainas como pago para que nos saquen de aquí y nos podamos ir a casa. Escucha, esto es lo que estoy planeando…

—Puedo hacerlo, creo —dice Sadeq examinando en silencio la botella de Klein sobre la mesa. La botella está medio vacía, el fluido que contiene invisible a la vuelta de la esquina del depósito tetradimensional—. Ya me he pasado bastante tiempo ahí solo como… —Siente un escalofrío.

—No quiero que te hagas daño —dice Amber con bastante calma, porque tiene el oscuro presentimiento de que su supervivencia en este lugar tiene fecha de caducidad.

—Oh, no temas. —Sadeq esboza una sonrisa torcida—. Todos los infiernos de bolsillo son iguales.

—¿Entiendes por qué…?

—Sí, sí —dice él quitándole importancia—. No podemos enviar copias de nosotros, eso sería una abominación. Tiene que estar deshabitado, ¿sí?

—Bueno, la idea es llegar a casa, no dejar miles de copias de nosotros atrapadas aquí en un universo de bolsillo. ¿No? —dice Su Ang en tono vacilante. Parece distraída, concentrada casi por completo en absorber las experiencias de la docena de fantasmas que ha escindido para que vigilen el perímetro.

—¿A quién se lo vamos a vender? —pregunta Sadeq—. Si quieres que lo haga atractivo…

—No tiene por qué ser una réplica completa de la Tierra. Sólo tiene que ser un anuncio convincente de una civilización presingularitaria llena de humanos. Dispones de setenta y dos zombis que puedes diseccionar para obtener sus cerebros; junta un puñado de variables que les puedas aplicar y los sometes a unas cuantas permutaciones para que parezcan más variados.

Amber dirige su atención hacia la gata que está echándose un sueñecito.

—Eh, bola de pelo. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí en realidad, en tiempo real? ¿Puedes conseguir algunos recursos más para el paraíso ajardinado de Sadeq?

Aineko se estira y bosteza, completamente felina, luego levanta la vista hacia Amber con los ojos entornados y la cola levantada.

—Unos dieciocho minutos, tiempo humano. —La gata se vuelve a estirar y se sienta con las patitas delanteras remilgadamente juntas, la cola enroscada a su alrededor—. Los fantasmas están presionando, ¿sabes? No creo que pueda aguantar así mucho más tiempo. No son buenos pirateando gente, pero no creo que tarden mucho más en instanciar una nueva copia de ti, una que simpatice con su causa.

—No entiendo por qué no te asimilaron como al resto de nosotros.

—La culpa vuelve a ser de tu madre: fue ella quien siguió actualizando el código de gestión de derechos digitales de mi personalidad. El lema «la consciencia ilegal es un robo de derechos de autor» es una mierda hasta que un alienígena intenta recablearte el rombencéfalo con un depurador; entonces es un salvavidas. —Aineko baja la mirada y se pone a lavarse una pata—. Puedo darle a tu mulá unos seis días de tiempo subjetivo. Después de eso puede pasar cualquier cosa.

—Entonces lo haré. —Sadeq se levanta—. Gracias. —Le sonríe a la gata, una sonrisa que se desvanece hasta hacerse traslúcida y se queda flotando en el aire simulado como un eco, mientras el imán vuelve a su torre, esta vez con un mapa y un plan en mente.

—Ahora sólo quedamos nosotros. —Su Ang mira a Pierre, luego a Amber—. ¿A quién vas a venderle esta chaladura?

Amber se echa hacia atrás y sonríe. A su espalda, Donna (su avatar es una arcaica cámara de cine que cuelga de un helicóptero en miniatura) lo está filmando todo para la posteridad. Le asiente perezosamente a la reportera.

—Fue ella quien me dio la idea. ¿A quién conocemos que sea tan idiota como para caer en un timo como éste?

Pierre la mira desconfiado.

—Creo que ya hemos pasado por esto —dice parsimonioso—. No vas a hacerme matar a nadie, ¿verdad?

—No creo que vaya a hacer falta, a no ser que a los fantasmas corporativos les dé por pensar que nos vamos a largar y sean tan avariciosos que quieran matarnos.

—Ves, ha aprendido desde la última vez —comenta Su Ang, y Amber asiente—. No más malentendidos, ¿de acuerdo? —Le dedica una amplia sonrisa a Amber.

Amber le devuelve la sonrisa.

—De acuerdo. Y por eso mismo… —dice señalando a Pierre—… vas a averiguar si todavía queda algún vestigio de los Finanfieros por aquí. Quiero que les hagas una oferta que no podrán rechazar.

—¿Cuánto por la civilización sola? —pregunta la babosa.

Pierre se la queda mirando con desprecio. En realidad no es un molusco terrestre: las babosas de la Tierra no miden dos metros y no tienen exoesqueletos blancos como bordados que mantienen en su sitio una carne de color chocolate. Pero claro, el alienígena tampoco es lo que aparenta ser. Es un intrumento corporativo moroso que se ha disfrazado de la copia de un alienígena extinguido hace mucho tiempo con la esperanza de que, al parecerse a un ser vivo que ha evolucionado al azar, sus acreedores no lo reconozcan. Uno de los miembros varados de la expedición de Amber entró en contacto con ella hace un par de años subjetivos cuando exploraba la ciudad en ruinas en el centro del cortafuegos. Pierre se encuentra aquí ahora porque parece ser uno de sus contactos más prometedores. Con énfasis en la palabra prometedor, porque promete mucho, pero no está claro si en realidad puede cumplir nada de lo que dice.

—La civilización no está en venta —dice Pierre pausadamente. La interfaz de traducción resplandece al almacenar y transformar sus palabras en una gramática profunda diferente; no sólo traduce su sintáxis sino que correlaciona los significados equivalentes cuando es necesario—. Pero podemos darte estatus de observador privilegiado si es eso lo que quieres. Y sabemos lo que eres. Si te interesa encontrar un nuevo mercado de valores en el que venderte, tus activos de propiedad intelectual actuales tendrán bastante más valor allí que aquí.

La deshonesta corporación se echa un poco para atrás y se frunce haciéndose más gorda. Le salen parches rojos por toda la piel.

—Tengo que pensarlo. ¿El plazo de los ciclos contables obligatorios es fijo o variable? ¿Pueden las entidades corporativas propietarias obligarse mediante contrato?

—Podría preguntarle a mi cliente —dice Pierre con indiferencia. Reprime una punzada de angustia. Sigue sin estar seguro de lo que hay entre Amber y él, pero su relación es mucho más que una simple relación comercial, y le preocupan los riesgos que ella está asumiendo—. La jurisdicción de mi cliente le permite modificar el derecho de sociedades para que se adapte a tus necesidades. Tus actividades a una escala mayor podrían requerir empresas fantasma… —en la retraducción que le llega este último concepto se convierte en organismos huésped—… pero podemos encargarnos de eso.

La membrana de traducción se bloquea momentáneamente, al parecer reformulando alguno de los conceptos más abstractos de un modo que sea comprensible para la corporación. Sin embargo, Pierre está razonablemente convencido de que aceptará la oferta. La primera vez que los vio, alardeaba de su dominio de los sistemas de enrutamiento al nivel más básico. Pero también se quejó amargamente de los protocolos del cortafuegos que le impedían marcharse (antes de intentar comerse a su contertulio de manera bastante poco elegante). Espera con paciencia, mirando el paisaje pantanoso, marismas salpicadas de matas de helechos puntiagudos de color violeta. La corporación tiene que estar desesperada para plantearse la estrambótica propuesta que se le ha ocurrido a Amber.

—Parece interesante —declara la babosa tras un breve intercambio aclaratorio con la membrana—. Si yo proporciono un genoma apropiado, ¿podéis hacer un contenedor a medida para él?

—Creo que sí —dice Pierre con cautela—. Por tu parte, ¿puedes suministrar la energía que necesitamos?

—¿Desde una puerta? —Por un instante la membrana de traducción alucina y proyecta una figura humana hecha de palitos que se encoge de hombros—. Fácil. Todas las puertas están entrelazadas: si tiras radiación coherente por una, la sacas por otra. Pero primero sácame de este cortafuegos.

—Pero el retardo debido a la velocidad de la luz…

—Ningún problema. Primero vais vosotros, luego un instrumento no inteligente que yo dejaré compra energía y la manda detrás. La red de routers es sincrónica dentro del marco de las máquinas de estado que ejecutan el Universo 1.0; los mensajes se propagan a la misma velocidad, la velocidad de la luz en el vacío, salvo que usan agujeros de gusano para acortar las distancias entre nodos. La razón de ser de la red es que no haya pérdidas. ¿Quién confiaría su mente a un canal de comunicaciones que puede aleatorizarte parcialmente en tránsito?

Pierre se queda bizco intentando comprender las implicaciones de la cosmología de la babosa. Pero lo cierto es que aquí y ahora no hay tiempo. Si Aineko no se equivoca tienen aproximadamente un minuto de tiempo humano para dejarlo todo arreglado. Les queda un minuto antes de que los furibundos fantasmas empiecen a tratar de entrar en la ZDM por otros medios.

—Si quieres intentarlo, estaremos encantados de hacerte un hueco —dice pensando en dedos cruzados y patas de conejo y cortafuegos.

—Trato hecho —dice la membrana traduciendo la respuesta de la babosa—. ¿Ahora intercambiamos acciones/plásmidos/titularidad? ¿Entonces fusión completa?

Pierre se queda mirando fijamente a la babosa.

—¡Pero esto es un acuerdo comercial! —protesta—. ¿Qué tiene que ver con el sexo?

—Ofrezco disculpas. Creo que ha habido un error de traducción. ¿Has dicho que esto iba a ser una fusión de empresas?

—No de esa manera. Es un contrato. Aceptamos que vengas con nosotros. A cambio tú nos ayudas a atraer a los Finanfieros al dominio que estamos creando para ellos y a configurar el router al otro extremo…

Etcétera.

Armándose de valor, Amber recuerda la dirección que le dio el fantasma para el universo de ultratumba de Sadeq. De acuerdo con su propio tiempo subjetivo ha pasado una media hora desde que se fue.

—¿Vienes? —le pregunta a la gata.

—Creo que no —responde Aineko y aparta la mirada con alegre indiferencia.

—¡Bah! —Amber se pone tensa y luego abre el puerto que da acceso al universo de bolsillo de Sadeq.

Como de costumbre se encuentra bajo techo, de pie sobre un vistoso suelo de mosaico en un cuarto con paredes jalbegadas y ventanas que acaban en punta. Pero hay algo distinto y después de un rato se da cuenta de qué es lo que ha cambiado. El ruido del tráfico que llega desde fuera, el arrullo de las palomas en los tejados, alguien que grita en la calle de enfrente: aquí hay personas.

Se acerca a la ventana más próxima y echa un vistazo al exterior, entonces retrocede. Afuera hace calor. El polvo y el humo flotan en el aire de color cemento por encima del hormigón de los edificios de apartamentos mal acabados, los tejados cubiertos de antenas parabólicas y ordinarias y estridentes vallas publicitarias de LEDs. Puede ver escúteres, coches (sucios mastodontes que usan fósiles como combustible, una tonelada de acero y explosivos en movimiento para trasportar a un solo humano, una relación carga útil-masa peor que la de un arcaico misil balístico intercontinental), gente vestida con ropas alegres yendo de un lado para otro. Una helicámara de las noticias zumba por encima de la escena, el objetivo se mueve y emite destellos ante el tráfico.

—Igualito que en casa, ¿no? —dice Sadeq a su espalda.

Amber da un respingo.

—¿Aquí es donde te criaste? ¿Esto es Yazd?

—Ya no existe en el espacio real. —Sadeq parece meditabundo, pero mucho más animado que la parodia de sí mismo apenas consciente que ella rescató de este edificio (cuando era una visión medieval de la vida eterna) hace escasas horas subjetivas—. Lo que tal vez sea mejor —dice esbozando una sonrisa—. La estábamos desmantelando incluso mientras nos preparábamos para dejarla, ¿sabes?

—Tiene muchos detalles.

Amber lanza literalmente los ojos a la escena que está al otro lado de la ventana, los multiplexa y les ordena que envíen pequeños fantasmas virtuales danzando por las calles del suburbio industrial iraní. En lo alto grandes Airbuses surcan los cielos llevando peregrinos al hach, turistas a los centros de vacaciones costeros del golfo Pérsico y productos alimenticios a los mercados extranjeros.

—Es el mejor momento que pude recordar —dice Sadeq—. Por entonces no pasé muchos días aquí (estaba en Qom, estudiando, y en Kazajistán, entrenándome para ser cosmonauta), pero se supone que es a principios de los veinte. Después de los conflictos, después de la caída de los guardias; un país liberal joven, lleno de energía, optimismo y fe en la democracia. Valores que no estaban atravesando su mejor momento en otros sitios.

—Pensaba que allí la democracia era algo nuevo.

—No. —Sadeq niega con la cabeza—. En Teherán hubo disturbios prodemocracia en el siglo XIX, ¿lo sabías? Por eso la primera revolución… No. —Hace un gesto cortante—. La política y la fe son una combinación explosiva. —Se encoje de hombros—. Pero mira. ¿Es esto lo que querías?

Amber hace volver a los ojos que ha diseminado por ahí (algunos de ellos han llegado a alejarse hasta mil kilómetros) y se concentra en reintegrar sus visiones de la recreación de Sadeq.

—Parece convincente. Pero no demasiado convincente.

—Ésa era la idea.

—Bueno. —Sonríe—. ¿Es sólo Irán? ¿O te has tomado algunas libertades?

—¿Quién, yo? —dice arqueando una ceja—. Ya tengo bastantes dudas sobre la ética de este… proyecto, sin tener que importunar a Alá, que la paz sea con él. Te lo prometo, en este mundo no hay nadie consciente aparte de nosotros. La gente no es más que un montón de cáscaras vacías producto de mi imaginación, maniquíes de escaparate. Los animales son burdas imágenes rasterizadas. Esto es lo que pediste y nada más.

—Bueno. —Amber hace una pausa. Recuerda la expresión en la cara sucia del niño que le pasa botando un balón a sus compañeros delante de la fachada tapiada de una gasolinera en una carretera desierta; se acuerda de la animada conversación entre dos amas de casa sintéticas, una vestida con el negro tradicional y la otra con un trapito importado de Europa—. ¿Estás seguro de que no son reales? —pregunta ella.

—Bastante seguro. —Pero por un instante a ella le parece que Sadeq no lo tiene tan claro—. ¿Nos vamos? ¿Ya están listos para mudarse los ocupantes?

—Sí a lo primero y Pierre está trabajando en lo segundo. Vámonos, no queremos que nos aplasten los okupas. —Con un movimiento de la mano abre una puerta que da acceso a la plaza en la que su gata robot (el intruso de la ZDM que aterrorizaba a los alienígenas) duerme plácidamente soñando que persigue ratones superinteligentes por realidades multidimensionales—. A veces me pregunto si yo misma soy consciente. Pensar en estas cosas me pone los pelos de punta. Vamos, tenemos que venderle un puente a unos alienígenas.

Amber se encuentra con el fantasma mentiroso en la habitación sin ventanas robada de 2001.

—Has encerrado al monstruo —plantea el fantasma.

—Sí. —Amber aguarda un momento subjetivo y tiene la sensación de que unas delicadas hojas le hacen cosquillas en los márgenes de su consciencia en lo que parece ser un ataque temporal. Siente una momentánea necesidad de estornudar y un acceso de rabia que pasa casi de inmediato.

—Y tú misma te has modificado para impedir el control externo —añade el fantasma—. ¿Qué es lo que quieres, Amber Autónoma?

—¿No tienes ningún concepto de la individualidad? —pregunta ella, molesta por su presunción de que ha manipulado sus estados internos.

—La individualidad es una barrera innecesaria para la transferencia de información —dice el fantasma adoptando su forma original, un reflejo traslúcido del cuerpo de ella—. Reduce la eficacia de una economía capitalista. En la ZDM sigue habiendo un gran bloque al que no podemos-puedo acceder. ¿Estás segura de que venciste al monstruo?

—Hará lo que yo diga —contesta Amber, obligándose a sonar más segura de lo que se siente. A veces esa maldita gata ciborg transhumana es tan impredecible como un felino de verdad—. Ahora hablemos del pago.

—El pago. —El fantasma suena como si le hiciera gracia. Pero Pierre le indicó lo que tenía que buscar y ahora Amber puede ver las membranas de traducción que lo rodean. Su variación cromática denota una distancia semántica enorme; la criatura que está al otro lado, aunque parezca una imagen fantasma de ella misma, dista mucho de ser humana—. ¿Cómo puedes esperar que nosotros-nos paguemos con nuestro propio dinero por servicios prestados a nosotros?

Amber sonríe.

—Queremos un canal abierto que nos lleve de vuelta al router por el que llegamos.

—Imposible —dice el fantasma.

—Queremos un canal abierto y que permanezca abierto durante seiscientos millones de segundos después de que hayamos salido de él.

—Imposible —repite el fantasma.

—A cambio te ofrecemos una civilización entera —dice Amber suavemente—. Toda una nación humana, millones de individuos. Simplemente déjanos marchar y será tuya.

—Tú… Espera, por favor. —El fantasma resplandece ligeramente, sus bordes se difuminan.

Amber abre un canal privado con Pierre mientras el fantasma consulta con sus otros nodos.

—¿Ya están los Finanfieros en posición? —envía.

—Están entrando. Este grupo no se acuerda de lo que pasó en la Circo Ambulante, los recuerdos de esos acontecimientos nunca les llegaron. Así que la babosa consiguió que colaboraran. Da un poco de miedo verlo… Es como La invasión de los ultracuerpos, ¿sabes?

—No me importa si da miedo verlo —contesta Amber—, necesito saber si ya estamos preparados.

—Sadeq dice que sí, el universo está listo.

—Vale, empaquétate. Nos irémos enseguida.

El fantasma se concreta delante de ella.

—¿Una civilización entera? —pregunta—. Eso no es posible. Vuestra llegada… —Hace una pausa y se difumina un poco. «¡Ja! ¡Picaste!», piensa Amber. «¡Embustero, trolero, se te ha visto el plumero!»—. Es imposible que hayas encontrado una civilización humana en los archivos.

—El monstruo del que te quejas que vino con nosotros es un depredador —afirma ella tranquilamente—. Se tragó una nación entera antes de que atrajéramos heroicamente su atención y le indujéramos a seguirnos hasta el router. Es un archivivívoro, todo estaba en su interior, seguía congelado hasta que nosotros lo volvimos a expandir. En nuestro sistema solar esta civilización ya habrá sido restaurada a partir de bases de datos de seguridad: no ganamos nada si nos la llevamos a casa. Pero necesitamos volver para asegurarnos de que otros depredadores de este tipo no descubran el router, o el concentrador de ancho de banda alto que conectamos a él.

—¿Estás segura de haber matado al monstruo? —pregunta el fantasma—. Sería inconveniente si estuviera escondido en su compendio de archivos.

—Puedo garantizarte que no volverá a molestarte si nos dejas marchar —dice Amber cruzando los dedos mentalmente. El fantasma no parece haber notado el enorme volumen de datos fractalmente comprimidos que infla el ámbito personal de Amber en un orden de magnitud. Ella aún puede sentir la sonrisa de despedida de Aineko dentro de su cabeza, un eco de dientes marfileños confiándole su resurreción si el plan de escape tiene éxito.

—Nosotros-nos aceptamos. —El fantasma se contorsiona de manera extraña y se transforma en una hiperesfera de cinco dimensiones. Burbujea violentamente durante unos segundos y escupe una ficha diminuta, una distorsión curvada en el aire, como un agujero negro desprovisto de gravedad—. Ahí tienes tu pase. Enséñanos la civilización.

—Vale. —«¡Ahora!»—. Toma. —Amber contrae un músculo imaginario y una de las paredes de la habitación se disuelve formando un portal hacia el infierno existencial de Sadeq, que ha sido redecorado como un digno facsímil de una ciudad industrial en el Irán del siglo XXI y poblado con un montón de parásitos Finanfieros que no pueden creerse la suerte que les ha tocado: todo un continente lleno de zombis esperando albergar sus consciencias ávidas de sangre.

El fantasma se acerca a la ventana abierta. Amber agarra el agujero y lo abre de un tirón, intenta calmarse y envía «¡Totalmente abierto!» por el canal del que todos están pendientes. Por unos instantes el tiempo se para, y entonces…

Una gema sintética del tamaño de una lata de Coca-Cola se desplaza a través del gélido vacío describiendo una órbita alta alrededor de una enana marrón. Pero el vacío es cualquier cosa menos oscuro. El estrafalario zafiro emite un resplandor azul tan brillante como el sol del medio día en Marte. La cascada de luz emerge de unas velas finas como pompas de jabón que lentamente se tensan alejándose de la lata. El proxy de la corporación-babosa ha pirateado el firmware del router y la puerta abierta que da al agujero de gusano por el que le llega la energía resplandece con el fulgor de una bola de fuego nuclear: es la luz láser canalizada desde una estrella a muchos años luz de distancia para abastecer a la Circo Ambulante en su viaje de vuelta al sistema solar que una vez fuera humano.

Amber se ha retirado con Pierre a una simulación de su casa en el Imperio Anillo. En una de las paredes de su habitación hay una placa maciza de diamante que da a la agobiante ionosfera joviana desde una órbita lo bastante baja como para hacer que el horizonte se vea plano. Yacen entrelazados en la cama, una réplica algo más cómoda de la cama real del rey Enrique VIII de Inglaterra. Parece tallada en madera de roble de mil años. Como con tantas otras cosas en el Imperio Anillo, las apariencias engañan; y esto es incluso más cierto en los abarrotados espacios simulados a bordo de la Circo Ambulante, que renqueante acelera hasta una décima parte de la velocidad de la luz, con toda probabilidad la máxima velocidad que va a alcanzar con sólo una parte de su velamen original.

—A ver si me queda claro. ¿Convenciste a los lugareños de que una simulación de Irán con una población de cuerpos zombi usurpados por miembros de los Finanfieros era una civilización humana?

—Sí. —Amber se estira perezosamente y le sonríe con satisfación—. Joder, es culpa suya; si las entidades del colectivo empresarial no usaran puntos de vista conscientes como dinero, no habrían picado en un truco como ese, ¿o sí?

—Gente. Dinero.

—Bueno. —Bosteza, luego se incorpora y chasqueda los dedos con un gesto imperioso. Unas almohadas de plumas aparecen a su espalda y una bandejita de plata con dos copas llenas de vino se materializa entre los dos—. En casa las empresas también son formas de vida, ¿no? Y comerciamos con ellas. A nuestras IAs les damos empresas para que puedan ser entidades legales, pero la analogía no se queda ahí. Mira la oficina central de cualquier empresa, equipada con sus obras de arte y su mobiliario caro y su personal haciendo reverencias y arrastrándose por todos lados…

—… son la nueva aristocracia. ¿Verdad?

—No. Cuando se impongan lo que tendrás será más bien una nueva biosfera. Demonios, el nuevo caldo primordial: células procariotas, bacterias y algas en un hervidero sin sentido, intercambiando dinero por plásmidos. —La reina le pasa una copa de vino a su consorte. Cuando bebe de ella, esta se vuelve a llenar milagrosamente—. Básicamente se trata de algoritmos de asignación de recursos lo suficientemente complejos que reasignan los recursos escasos… y si no das un salto y te apartas de su camino acabarán reasignándote. Creo que eso es lo que pasó dentro del cerebro matrioska en el que acabamos metidos. A juzgar por la babosa, también pasa en más sitios. Uno tiene que preguntarse de dónde vendrán los que construyeron una estructura como ésa. Y adonde se han ido. Y si eran conscientes de que el destino de la vida inteligente que empezó usando herramientas era ser un peldaño en la evolución de los instrumentos corporativos.

—Puede que intentaran desmantelar las empresas antes de que las empresas se los gastaran. —Pierre parece preocupado—. Aumentando una deuda nacional, importando lujosas extensiones de puntos de vista, masticando exóticos sueños. Una vez que se enchufara a la red, una civilización matrioska primitiva sería como, esto… —Hace una pausa—. Tribal. Una civilización postsingularitaria primitiva que se encuentra por primera vez con la red galáctica estaría más que sobrecogida, querría todos los lujos, gastaría su capital, su capital humano (o alienígena), las máquinas meméticas que las construyeron, hasta que no quedara nada más que un páramo desolado de mecanismos corporativos en busca de alguien a quien poseer.

—Conjeturas.

—Meras conjeturas —admite él.

—Pero no podemos ignorarlas. —Ella asiente—. Puede que una corporación depredadora primigenia construyera las máquinas que esparcieron los agujeros de gusano por las enanas marrones y encima de ellos ejecutara la red en un intento por hacer dinero rápido. Al no colocarlos directamente en los sistemas planetarios susceptibles de albergar seres que utilizaran herramientas, se asegurarían de que sólo los encontrarían civilizaciones al borde de la singularidad. Lo más probable es que las civilizaciones que hubieran llegado demasiado lejos para ser una presa fácil no enviaran una nave a echar un vistazo; de este modo la red se aseguraría un flujo constante de palurdos que desplumar. Sólo que pusieron en marcha el mecanismo hace miles de millones de años y se extinguieron, dejando que la red se propagara, y ahora sólo quedan civilizaciones matrioska en decadencia y patéticos parásitos como los fantasmas furibundos y los Finanfieros. Y víctimas como nosotros. —Se estremece y cambia de tema—. Hablando de alienígenas, ¿está contenta la babosa?

—La última vez que fui a verla, sí. —Pierre sopla su copa de vino y ésta se disuelve en un millón de esquirlas de luz. La mención del picaro instrumento corporativo que llevan consigo hace que la duda se refleje en su cara—. Todavía no me fio lo bastante de ella como para soltarlo sin restricciones en los espacios simulados, pero cumplió con su palabra en lo del control preciso para el láser del router. Sólo espero que nunca te veas en la necesidad de utilizarla, no sé si me sigues. Me preocupa un poco que Aineko pase tanto tiempo ahí metida.

—¿Así que es ahí donde está? Me estaba preocupando.

—Los gatos nunca vienen cuando se los llama, ¿verdad?

—Eso es cierto —admite ella. Luego, mirando con preocupación el paisaje de nubes de Júpiter, añade—: Me pregunto qué vamos a encontrarnos cuando lleguemos.

Al otro lado de la ventana, el imaginario terminador joviano avanza hacia ellos con inquietante celeridad, arrastrándolos hacia un anochecer incierto.