Algunos años más tarde, dos hombres y una gata se están tomando la penúltima en un bar que no existe.
El ambiente del bar está cargado con una gran nube de humo relativista: es un planetario que representa a la perfección la vista al otro lado de las paredes imaginarias. Mientras que cerca de la entrada los colores se desvían hacia el violeta, sobre las mesas se hacen más vivos y forman una bruma arco iris, luego se atenúan en una fosforescencia roja y neblinosa frente a la plataforma elevada que está al fondo. En los últimos meses el efecto Doppler se ha ido haciendo patente poco a poco, a medida que la nave iba adquiriendo velocidad. En ausencia de movimiento estelar visible —o de un enlace directo con el módulo de control de la nave— para un pasajero borracho es la manera más fácil de hacerse una idea de lo endiabladamente rápido que se mueve la Circo Ambulante. Hace algún tiempo, el momento de la nave superó la mitad de su masa en reposo, lo que significa que un único kilogramo acumula la potencia de una bomba de hidrógeno de varios megatones.
Una gata rojiza y marrón —que ha decidido ser hembra sólo para liar a los que piensan que todos los gatos rojizos son macho— está despatarrada indolentemente en el suelo de madera del bar, justo debajo del puente que forma el efecto de arco estelar. Como cabía esperar, está cogiendo el único rayo de sol que hay en toda la nave. En las sombras del fondo del bar, dos hombres están desplomados sobre una mesa, perdidos en la taciturnidad de sus respectivos pensamientos: uno tiene en la mano una botella de cerveza checa, el otro una copa de cóctel medio vacía.
—No estaría mal si me diera alguna pista —dice uno de ellos, inclinando su botella para ver si hay sedimentos en el culo—. No; eso no está bien. Es lo mínimo que puede hacer por mí. No sé a qué atenerme con ella.
El otro inclina la silla hacia atrás, y entorna los ojos para mirar la descolorida pintura marrón del techo.
—Haz caso de alguien que sabe lo que hay —dice—. Si lo supieras, no tendrías nada con lo que fantasear. De todas maneras, puede que lo que ella quiere y lo que tú quieres no sea lo mismo.
El primer hombre se pasa la mano por el pelo. Por un momento los fuertes y negros rizos se vuelven canos al tocarlos.
—Pierre, si lo que sacas tirándote a Amber es un talento especial para hacer comentarios condescendientes…
Pierre se lo queda mirando con toda la mala hostia de la que es capaz un joven de diecinueve años aumentado.
—Alégrate de que aquí no pueda oírnos —le dice entre dientes. Aprieta la copa con la mano de forma reflexiva, pero el modelo físico que gobierna en el bar se niega a dejarle que la rompa—. Has bebido un huevo, Boris.
Una risita cantarina y glacial llega desde donde está la gata.
—Tú cállate —dice Boris mirando al animal. Vuelve a empinar la botella, y deja que los posos se deslicen por su garganta—. Puede que tengas razón. Lo siento. No quería faltarle al respeto a la reina. —Se encoge de hombros, y deja la botella en la mesa. Vuelve a encogerse de hombros, exageradamente—. Es sólo que me deprimo.
—Eso se te da bien —observa Pierre.
Boris suspira de nuevo.
—Obviamente. Si nos cambiáramos los papeles…
—Ya sé, ya sé, tú me estarías contando que lo divertido es ir detrás de ella y que no es lo mismo cuando ella te echa después de una pelea, y yo no me iba a creer ni una palabra, estando triste y solo y todo eso. —Pierre resopla—. La vida no es justa, Boris; acostúmbrate.
—Será mejor que me vaya… —Boris se levanta.
—No te acerques a Ang —dice Pierre, todavía enfadado con él—. Por lo menos hasta que no estés sobrio.
—Vale, guay, quédate tranquilo; estoy ejecutando un hilo guardián a propósito. —Boris parpadea con irritación—. Me obliga a mantener las formas. Normalmente no me permite emborracharme tanto. No en público, donde puede afectar a mi reputación.
Se disuelve lentamente en el aire, dejando a Pierre solo en el bar con la gata.
—¿Cuánto tiempo tenemos que seguir aguantando esta mierda? —pregunta en voz alta. La cosa está que arde y las peleas proliferan todo el rato en el universo de bolsillo de la nave.
La gata no se inmuta.
—En nuestro marco de referencia actual, soltamos el reflector principal y empezamos a desacelerar dentro de dos millones de segundos —dice—. En casa, cinco o seis megasegundos.
—Es una diferencia enorme. ¿Cuál es el delta cultural hasta ahora? —Pierre pregunta por pasar el rato. Chasquea los dedos—. Camarero, otro cóctel. El mismo, haga el favor.
—Oh, seguramente unas diez o veinte veces nuestra referencia de salida —dice la gata—. Si siguieras las noticias de casa habrías notado una aceleración importante en la utilización de routers de entrelazamiento permutado. Están viviendo una segunda revolución de la red, sólo que ésta llegará a su fin en un mes porque están usando fibra oscura que ya está en el suelo.
—¿Entrelazamiento… permutado? —Pierre niega con la cabeza, divertido. El camarero, un cuerpo sin rostro con una corbata negra y un mandil largo y almidonado, avanza por el bar y le ofrece una copa—. Casi suena como si tuviera sentido. ¿Qué más?
La gata se tumba sobre el costado, se estira y saca las uñas.
—Acaríciame y lo mismo hasta te lo cuento —le sugiere.
—Que te jodan, a ti y al perro en el que entraste montada —le contesta Pierre. Levanta su copa, quita la guinda pinchada en un palito, la tira hacia la escalera de caracol que lleva a los servicios y se chasca la mitad de la bebida de un trago: un granizado rosa con un toque de azúcares de hexosa caramelizados y etanol. Deja la copa en la mesa dando un golpazo y está a punto de derramarla, lo que demuestra que está al borde de la cogorza—. ¡Mercenaria!
—Drogata humano encoñado —contesta la gata sin rencor, y rueda sobre sí misma para ponerse de pie. Arquea la espalda y bosteza mostrándole al mundo sus colmillos de marfil—. A vosotros simios, si me importaseis, os tendría que echar tierra encima con mis patitas. —Por un momento parece algo confusa—. Quiero decir, que os enterraría. —Se vuelve a estirar y recorre el bar vacío con la mirada—. Por cierto, ¿cuándo le vas a pedir disculpas a Amber?
—¡No voy a pedirle ninguna puta disculpa! —grita Pierre. En el silencio y la confusión que siguen, levanta su copa e intenta terminársela, pero todo el hielo se ha quedado en el fondo y le da un ataque de tos que hace que esparza medio cóctel por toda la mesa como un aspersor—. Ni de coña —dice medio atragantado.
—Demasiado orgulloso, ¿eh? —La gata se va hacia la otra punta del bar con la cola bien alta y la punta doblada formando un signo de interrogación felino—. Lo mismito que Boris y sus problemas adolescentes con las mujeres. Los primates sois tan predecibles. ¿A quién se le ocurrió enviar una nave tripulada por adolescentes posthumanos…?
—Lárgate —dice Pierre—. Tengo que pillarme un buen pedo.
—A la salud de los Macx, supongo —dice la gata alejándose. Pero la única respuesta que el abatido joven tiene para ella es hacer aparecer otra copa de las vastas profundidades.
Mientras tanto, en otra partición de la realidad reticulada de la Circo Ambulante, una instancia distinta de la misma gata —Aineko de nombre, sarcástica de temperamento— está hablando con la hija de su antiguo dueño, la reina del Imperio Anillo. El avatar de Amber parece tener unos dieciséis años, con el pelo rubio alborotado y unos pómulos realzados. Es una mentira, claro está, porque en experiencia de vida subjetiva tiene alrededor de veinticinco, pero la edad aparente significa poco en un espacio simulado habitado por mentes digitales, o en el espacio real, donde la mayoría de los posthumanos envejecen a distinto ritmo.
Amber lleva puesto un vestido negro hecho jirones encima de unas mallas irisadas color púrpura y está repantigada perezosamente en los brazos de su informal trono: una ostentosa protuberancia sin sentido manufacturada a partir de un único cristal de carbono incrustado de semiconductores. (A diferencia del objeto real que está en casa en la órbita de Júpiter, éste es sólo un mueble en un entorno virtual). La escena es esencialmente la mañana siguiente a la noche anterior, una especie de club nocturno gótico en decadencia: todo humo viciado y terciopelo arrugado, bancos de iglesia de madera, cirios consumidos y lúgubres cuadros vanguardistas polacos. Cualquier insinuación que la reina pudiera estar haciendo sobre su majestuosidad queda arruinada por la manera en que tiene puesta una pierna encima del brazo izquierdo del trono y está jugueteando con un artefacto puntiagudo de seis ejes. Pero éstas son sus dependencias personales y está ociosa. La identidad ceremonial de la reina se reserva estrictamente para las ocasiones formales y corporativas.
—Las ideas verdes incoloras duermen furiosamente —sugiere.
—No —contesta la gata—. Era más bien algo como: «Saludos, terrícolas, compiladme en vuestro líder».
—Bueno, por ahí no paso —admite Amber. Da unos golpecitos con el talón en el trono y juguetea con su sello—. Ni de coña voy a descargar un wetware alienígena defectuoso en mi tierna materia gris. Y además la semiótica es muy rara. ¿Qué dice el doctor Khurasani?
Aineko está sentada en medio de la alfombra carmesí, a los pies de la tarima, y se enrosca despreocupadamente para olerse la entrepierna.
—Sadeq está inmerso en la interpretación de las escrituras. Se negó a decir nada.
—Ah, sí… —Amber mira fijamente a la gata—. Entonces, ¿hace cuánto que tienes el fragmento de código fuente…?
—En este preciso momento, hace exactamente doscientos dieciséis mil millones, cuatrocientos veintinueve mil coma cincuenta y dos segundos —responde Aineko y hace bip con petulancia—. Digamos algo menos de siete años.
—Vale. —Amber cierra los ojos y los aprieta. En su mente revolotean inquietantes posibilidades—. Y empezó a hablar contigo…
—… Unos tres millones de segundos después de que lo cogiera y lo ejecutara en un entorno básico alojado en un emulador de red neuronal inspirado en los componentes encontrados en el ganglio estomatogástrico de una langosta marina. ¿Está claro?
—Ojalá se lo hubieras contado a papá —dice Amber con un suspiro—. O a Annette. ¡Las cosas podrían haber cambiado mucho!
—¿Cómo? —La gata deja de lamerse el culo, levanta la vista hacia la reina y le clava una mirada extrañamente impenetrable—. Los especialistas tardaron una década en entender que el primer mensaje era un mapa del vecindario de púlsares con indicaciones para llegar al router más cercano de la red interestelar. De poco valdría saber cómo conectarse al router cuando estaba a tres años luz, ¿no? Además, fue divertido ver cómo los idiotas intentaban «descifrar el código alienígena» sin preguntarse en ningún momento si podría ser una respuesta en un idioma que conocemos a un mensaje que mandamos hace años. Valientes gilipollas. Y además, Manfred me tocaba los cojones más de la cuenta. Seguía tratándome como una maldita mascota.
—Pero… —Amber se muerde el labio. «Pero eso es lo que eras, cuando te compró», ha estado a punto de decir. La ingeniería de la consciencia es algo relativamente nuevo: no existía cuando Manfred y Pamela trastearon la primera vez con la red cognitiva de Aineko, y según el sector más recalcitrante de la comunidad de la IA, sigue sin existir. Hasta hace un par de años, ni siquiera ella misma creía a Aineko cuando decía que era autoconsciente, le resultaba más cómodo pensar en la gata como en un zimbo: un zombi sin consciencia de sí mismo, pero programado para decir que es consciente en un intento de engañar a los seres realmente conscientes que lo rodean—. Ahora yo sé que eres consciente, pero Manfred no lo sabía entonces. ¿O sí?
Aineko se la queda mirando y entrecierra lentamente los ojos; afecto felino o un gesto más taimado. A veces a Amber le cuesta creer que, hace veinticinco años, Aineko empezara siendo un juguete gobernado por una rudimentaria red neural salido de una fábrica de artículos de ocio del Extremo Oriente. Actualizable, sí, pero básicamente un emulador animal mecánico.
—Lo siento. Déjame empezar de nuevo. Tú solita, sin ayuda de nadie, descifraste lo que era el segundo paquete alienígena. A pesar de los esfuerzos combinados de todo el equipo de análisis de la CETI, que dedicó Gaia sabe cuántos años humanos de capacidad de procesamiento a descifrar su semántica. Espero que no te moleste que te lo diga, pero me cuesta trabajo creerlo.
La gata bosteza.
—Se lo podía haber contado a Pierre en vez de a ti. —Aineko mira a Amber, ve su colérica expresión y rápidamente cambia de tema—. La solución era obvia intuitivamente, sólo que no para un humano. Sois tan verbales. —Levanta una pata trasera y se rasca un rato detrás de la oreja izquierda, luego se para y el pie sigue moviéndose distraídamente—. Además, el equipo de la CETI buscaba debajo de las farolas mientras que yo olisqueaba en la hierba. Seguían intentando encontrar números primos, y cuando eso no funcionó se pusieron a intentar generar una máquina de Turing que pudiera ejecutarlo sin pararse inmediatamente. —Aineko baja la patita con delicadeza—. A ninguno se le ocurrió tratarlo como un mapa de un sistema de conexiones basado en los únicos componentes terrestres que se han proyectado al espacio profundo. Pero a mí sí. Aunque tengo que reconocer que tu madre también metió mano en mi wetware.
—Tratarlo como un mapa… —Amber se interrumpe—. ¿Se supone que tenías que penetrar en la red de empresas de papá?
—Eso es —dice la gata—. Se supone que tenía que bifurcarme repetidamente y violar todos los orificios de su red de confianza. Pero no lo hice. —Aineko bosteza—. Pam también me tocaba las pelotas. No me gusta la gente que intenta utilizarme.
—No me importa. Te arriesgaste estúpidamente metiendo esa cosa en la nave —la acusa Amber.
—¿Y? —La gata la mira con insolencia—. Lo dejé en mi cajón de arena. Y lo hice funcionar, después de setecientos cuarenta y un intentos. También habría funcionado para los amigos cazarrecompensas de Pamela, si lo hubiera intentado. Pero está aquí, ahora, cuando tú lo necesitas. ¿Te gustaría tragarte el paquete?
Amber se endereza, y se incorpora en su trono.
—¡Te lo acabo de decir, estás loca si crees que voy a conectar un extraño segmento de programación neural alienígena a mi diálogo principal, ni siquiera a mi exocórtex! —Entorna los ojos—. ¿Puede usar tu modelo gramatical?
—Por supuesto. —Si la gata fuera humana, ahora mismo se estaría encogiendo de hombros con aire despreocupado—. Es seguro, Amber, de verdad de la buena. Descubrí lo que es.
—Quiero hablar con eso —dice de manera impulsiva, y antes de que la gata pueda responder añade—: ¿Así que qué es?
—Es una pila de protocolo. Básicamente permite que nuevos nodos se conecten a una red ofreciendo servicios de conversión de protocolos de alto nivel. Necesita aprender a pensar como un humano para que pueda ser nuestro traductor cuando lleguemos al router, que es por lo que le añadieron una red neural de langosta: querían que su arquitectura fuera compatible con la nuestra. Pero no esconde ninguna bomba de relojería, te lo aseguro. He tenido tiempo de sobra para comprobarlo. Bueno, ¿estás segura de que no quieres dejarlo entrar en tu cabeza?
Saludos desde la quinta década del siglo de los prodigios.
El sistema solar que está aproximadamente a unos veintiocho billones de kilómetros —algo menos de tres años luz— de la nave Circo Ambulante es un hervidero de cambios. En los últimos diez años ha habido más avances tecnológicos que en toda la historia anterior de la raza humana… y más accidentes imprevistos.
Muchos problemas inextricables han resultado ser abordables. El genoma y el proteoma planetario se han estudiado tan exhaustivamente que ahora las biociencias se centran en el reto del fenoma: determinar el espacio de fases definido por la intersección de genes y estructuras bioquímicas, y comprender cómo se generan los rasgos fenotípicos extendidos y cómo contribuyen a la salud evolutiva. La biosfera se ha convertido en algo surrealista: se han visto pequeños dragones anidando en las tierras altas escocesas y en el Medio Oeste de los Estados Unidos han pillado a mapaches programando hornos microondas.
La capacidad de computación del sistema solar ahora llega al millar de MIPS por gramo y no parece probable que vaya a aumentar a corto plazo. Salvo por una fracción de un uno por ciento, toda la materia no inteligente sigue atrapada bajo la corteza planetaria accesible, y la proporción de inteligencia/masa ha alcanzado un límite que sólo se superará cuando la gente, las corporaciones u otros posthumanos consigan desmantelar los planetas mayores. Ya se ha dado un primer paso en la órbita de Júpiter y en el cinturón de asteroides. Greenpeace ha enviado okupas para que se instalen en Eros y Juno, pero ahora lo normal es que los asteroides estén rodeados por un arrecife de nanomaquinaria especializada y detritos, víctimas de un saqueo cósmico nunca visto desde los días del Lejano Oeste. Los mejores cerebros florecen en caída libre, mentes que se rodean de un éter consciente de extensiones que superan en inteligencia a sus cortezas de carne por muchos órdenes de magnitud. Mentes como Amber, la reina del Imperio Anillo, el primer centro de poder autoextendido en la órbita de Júpiter.
En el fondo del pozo gravitacional terrestre se ha producido una catástrofe económica importante. Los inmortágenos baratos, los asistentes de personalidad descontrolados y una nueva teoría formal de la incertidumbre han destruido los cimientos del sector de los seguros y las entidades de crédito. Especular con una prolongación de los peores aspectos de la condición humana (la enfermedad, la senectud y la muerte) parece una buena forma de perder dinero, y una espiral deflacionaria que ha durado casi cincuenta horas se ha tragado gran parte del mercado financiero global. Ahora la genialidad, el atractivo y la longevidad se consideran derechos humanos básicos en el mundo desarrollado: incluso los rincones más pobres están sintiendo los amplios efectos de la mercantilización de la inteligencia.
No todo es de color de rosa en la era de la madurez nanotecnológica. La amplificación generalizada de la inteligencia no lleva consigo el comportamiento racional generalizado. Nuevas religiones y cultos místicos brotan por todo el planeta; la mayor parte de la red es inservible, arrasada por sucesivas yihads semióticas. India y Pakistán se han enfrentado en su esperada guerra nuclear: la intervención externa de nanosatélites de los Estados Unidos y la Confederación Europea evitó que la mayoría de los misiles balísticos de alcance medio dieran en el blanco, pero la posterior avalancha de incursiones en la red y ataques con basiliscos está causando estragos. Afortunadamente, resulta que es más fácil sobrevivir a una infoguerra que a una guerra nuclear, especialmente después de descubrir que un simple filtro anti-aliasing basta para que nueve de cada diez fractales de Langford (de los que hacen que se cuelgue el wetware neuronal) no provoquen nada más que un ligero dolor de cabeza.
Los nuevos descubrimientos de la década incluyen el origen de la fuerza repulsiva débil responsable de los cambios en el índice de expansión del universo después del Big Bang, y a un nivel menos abstracto, la implementación experimental de un Oráculo de Turing utilizando circuitos de entrelazamiento cuántico: un artefacto que puede determinar si una expresión funcional dada puede ser evaluada en un tiempo finito. Es un periodo de auge en el campo de la Cosmología Extrema, donde algunos de los investigadores más rebuscados discuten sobre la posibilidad de que el universo entero fuera creado como un dispositivo informático, con un programa codificado en la letra pequeña de la constante de Planck. Y algunos teóricos vuelven a hablar de la posibilidad de utilizar agujeros de gusano artificiales para conseguir conexiones instantáneas entre rincones distantes del espacio tiempo.
La mayoría de la gente se ha olvidado de la famosa transmisión extraterrestre recibida quince años antes. Muy poca gente sabe de la existencia de una segunda transmisión más compleja recibida algo después. Muchos de ellos son ahora pasajeros o espectadores de la Circo Ambulante: un velero solar que se aleja a toda velocidad del sistema de Sol empujado por un haz láser generado por las instalaciones de Amber en la órbita baja de Júpiter. (Cables espaciales superconductores anclados en Amaltea barren la magnetosfera de Júpiter generando gigavatios de electricidad para los hambrientos láseres: energía que procede a su vez del momento orbital de la pequeña luna).
Fabricada por Airbus-Cisco hace años, la Circo Ambulante es un lugar atrasado, aislado de la corriente general de la cultura humana, la complejidad de sus sistemas limitada por la masa. Su destino está a casi tres años luz de la Tierra, e incluso con una aceleración importante y velocidades de crucero relativistas, la sonda estelar de un kilogramo, y su vela solar de cien, tardarán casi siete años en llegar a él. Mandar una sonda de dimensiones humanas se sale incluso del vasto presupuesto energético de los nuevos estados orbitales del sistema de Júpiter. Los viajes a velocidades próximas a las de la luz son espantosamente caros. En vez de una nave grande autopropulsada con una tripulación de primates enlatados, como habían imaginado las generaciones anteriores, la nave es una placa de nanocomputadoras del tamaño de una lata de Coca-Cola que ejecutan una simulación neuronal de los estados cerebrales copiados de unas cuantas decenas de humanos a una velocidad simplemente normal. Para cuando sus ocupantes se proyecten a sí mismos de vuelta a casa y sean descargados en cuerpos recién clonados, una extrapolación lineal muestra que la civilización humana habrá sufrido tantos cambios como en los cincuenta milenios precedentes: la suma total del tiempo del Homo sapiens sapiens en la Tierra.
Pero eso a Amber no le importa, porque lo que espera encontrar en órbita alrededor de la enana marrón Hyundai +4904/-56 merecerá la espera.
Pierre está trabajando en otro entorno virtual, el que en este momento ejecuta el sistema de control maestro de la Circo Ambulante. Cuando llega el mensaje está supervisando los bots de mantenimiento de la vela. Van a llegar dos visitantes en el haz desde la órbita de Júpiter. Aparte de él sólo hay otra persona en el entorno, Su Ang, quien apareció un rato después de que él llegara y está ocupada con sus propias tareas. La MV del control maestro —como el resto de los entornos a los que pueden acceder los humanos en este nivel de la pila de virtualización de la nave— es una reconstrucción inspirada en una famosa película; ésta en concreto se parece al puente de un transatlántico que se hundió hace mucho tiempo, sólo que con discretas interfaces de usuario informativas flotando delante de las vistas del océano que pueden verse al otro lado de las ventanas. Por todas partes hay bronce pulido que brilla suavemente.
—¿Qué ha sido eso? —dice en voz alta en respuesta al suave repique de una campanilla.
—Tenemos visita —repite Ang, interrumpiendo su rítmica masticación. (Está probando un subidón de betel, pero ha hecho desaparecer el pigmento que mancha los dientes y probablemente se desintoxicará en unas pocas horas)—. Ya se están descargando; sólo el acuse de recibo se está comiendo casi todo nuestro ancho de banda de bajada.
—¿Alguna idea de quiénes son? —pregunta Pierre; pone las botas encima del respaldo de la silla vacía del timonel y con aire taciturno se pone a mirar fijamente la infinita extensión verde y gris del océano que tiene delante.
Ang mastica un poco más, mirándole con una expresión que él no puede interpretar.
—Siguen bloqueados —dice ella. Una pausa—. Pero llegó un avance de los Franklins desde casa. Uno de ellos es una especie de abogado y el otro es un productor de cine.
—¿Un productor de cine?
—La Fundación Franklin dice que es para ayudar a costear nuestros gastos en pleitos. Myanmar está ganando. A la instancia fuera de línea de Amber ya le han pedido que comparezca ante los tribunales y están intentando llevarla a una especie de jurisdicción irregular y arbitraria: el Imperio Reconstruccionista Cristiano de Oregón, creo.
—¡Ay! —Pierre hace una mueca. Las noticias de la Tierra, moduladas en un láser de comunicaciones de baja potencia, son cada vez peores. En el lado positivo, Amber es increíblemente rica: los fondos de comercio del mercado de futuros amortizados de acuerdo con la valoración del fideicomiso de su padre significan que la gente se pondrá a hacer el pino con tal de trabajar para ella. Y también es propietaria de innumerables bienes inmuebles, cien gigatones de roca en la órbita baja de Júpiter con suficiente energía cinética para abastecer al norte de Europa durante un siglo. Pero su aventura interestelar quema dinero (tanto del tipo trueque indirecto tradicional como de las variedades modernas más creativas); es como si hicieras montones de trocitos verdes de papel y los metieras en una cinta transportadora que acabara en el extremo financiero de un motor de cohete en marcha. Sólo mantener a raya a la gente que protesta sobre la cuestión medioambiental de sacar de su órbita una pequeña luna joviana ya es agotador. Además, un montón de gobiernos nacionales se han despertado y están tratando de legislarse una parte del pastel. De momento nadie ha intentado hacerse con el poder por la fuerza (el Imperio Anillo dispone de doscientos gigavatios de láseres, y Amber se toma muy en serio su soberanía, incluso ha solicitado un asiento en las Naciones Unidas y el ingreso en la CE), pero las demandas por daños se van acumulando hasta formar un ataque de denegación de servicio en toda regla, o tal vez sanciones económicas. Y la jubilación de Gianni tampoco ha ayudado mucho—. ¿Tienes algo que decir al respecto?
—Pfff. —Ang parece irritada por alguna razón—. Espera tu turno, saldrán del buffer en un par de días. Puede que un poco más en el caso del abogado: lleva un buen depósito de datos empaquetado en su persona. Probablemente otra demanda colectiva semiconsciente.
—Yo diría que sí. Nunca aprenden, ¿verdad?
—¿Qué, sobre nuestro sistema judírico?
—Aja. —Pierre asiente—. Una de las mejores ideas de Amber, volver a aplicar las leyes escocesas del siglo XI, actualizándolas con nuevas modalidades de delitos por presentación de demandas sin causa justificada, juicios de Dios y compurgación. —Tuerce el gesto y destaca un par de fantasmas para que vayan a echarle un ojo a los recién llegados, luego vuelve a reparar las velas. El medio interestelar es abrasivo, lleno de polvo (a esta velocidad cada uno de sus granos tiene la energía de un proyectil) y la vela solar está desintegrándose constantemente. Una parte importante de la masa del sistema de propulsión consiste en unas funcionales laminillas plateadas que van parcheando y sustituyendo la membrana, fina como el papel de burbuja, a medida que se va evaporando. El truco está en saber cómo canalizar mejor los recursos de reparación hacia donde hacen más falta al tiempo que se minimiza la tensión en las líneas de suspensión y se evita la resonancia y el desequilibrio del empuje. Mientras coloca los bots parcheadores le da vueltas en la cabeza a los crueles correos de su hermano mayor (quien le sigue culpando del accidente de su padre) y a los interdictos religiosos de Sadeq («chorradas supersticiosas», piensa él) y a la volubilidad de las mujeres poderosas y a los abismos sin fondo de su propia alma de diecinueve años.
Mientras él sigue perdido en sus pensamientos, al parecer Ang termina lo que estaba haciendo y se marcha; ni siquiera se molesta en salir por la puerta de caoba lustrada de la parte de atrás del puente, simplemente se desmaterializa y se vuelve a materializar en otra parte. Preguntándose si estará enfadada, levanta la vista justo cuando el primero de sus fantasmas se conecta al mapa de su memoria y recuerda lo que ha pasado cuando se ha encontrado con el recién llegado.
—¡Oh, mierda! —dice con ojos desorbitados.
Quien acaba de descargarse en el universo virtual de la Circo Ambulante no ha sido el productor de cine sino el abogado. Alguien va a tener que decírselo a Amber. Y aunque lo último que quiere hacer es hablar con ella, parece que va a tener que llamarla, porque no se trata de una visita de rutina. El abogado viene pidiendo gresca.
Coge un cerebro y ponlo en una botella. Mejor: coge el mapa del cerebro y ponlo en el mapa de una botella —o de un cuerpo— y envíale señales que imiten sus entradas neurológicas. Mira sus salidas y desvíalas a un cuerpo modelo en un universo modelo con un modelo de leyes físicas, cerrando el bucle. René Descartes lo entendería. En pocas palabras ése es el estado de los pasajeros de la Circo Ambulante. Antes fueron humanos de carne y hueso, su software neuronal (y un mapa del wetware intracraneal en el que se ejecuta) ha sido transferido a un entorno en una máquina virtual que se ejecuta en un ordenador tochísimo, en el que el universo que ellos experimentan es sólo un sueño dentro de un sueño.
Los cerebros en botellas —muy poderosos, con un control total, dictatorial, sobre la realidad a la que están expuestos— a veces dejan de hacer las actividades que un cerebro en un cuerpo no podría dejar de hacer. La menstruación no es obligatoria. Los vómitos, la angina de pecho, el agotamiento y los calambres son opcionales. Lo mismo que la muerte de la carne, la descomposición del cuerpo. Pero algunas actividades no cesan, porque la gente (incluso la gente que se ha convertido en una descripción de software, se desplaza por un enlace láser de ancho de banda alto y ha sido trasplantada a una pila de virtualización) no quiere que paren. Respirar es completamente innecesario, pero la supresión del reflejo respiratorio es angustiosa si no se manipula el mapa hipotalámico, y la mayoría de las copias homomórficas no quieren hacerlo. Luego está el comer, no para evitar morir de hambre, sino por placer: festines de dodo salteado con silfio están disponibles en cualquier momento, y de hecho, ¿por qué no habrían de estarlo? Parece que la adicción humana al estímulo sensorial no desaparece. Y eso sin tener en cuenta el sexo y las innovaciones técnicas que son posibles cuando el universo —y los cuerpos que lo habitan— son mutables.
La audiencia pública con los recién llegados se celebra en otra película: el palacio parisino de Carlos IX, el salón del trono sacado directamente de La reina Margot de Patrice Chéreau. Amber insiste en la autenticidad de época con un grado de realismo extremo. No se puede estar más en 1572, físico en grado sumo. Pierre gruñe molesto; no está acostumbrado a su barba. El roce de la bragueta de armar y las miradas de soslayo le dicen que no es el único miembro de la corte real que está incómodo. Con todo, Amber está resplandeciente con un vestido que llevó Isabelle Adjani como Margarita de Valois, y la luz del sol que se filtra luminosa por las vidrieras muy por encima de las cabezas de los zimbos actores dota a la ocasión de cierta majestuosidad primitiva. El lugar es un hormiguero de cuerpos con vestiduras clericales, jubones y vestidos escotados. Algunas de estas prendas están ocupadas por gente de verdad. Pierre olisquea: alguien (tal vez Gavin, con su manía histórica) ha estado trabajando para que los olores sean auténticos. Espera por sus muertos que nadie vomite. Al menos parece que nadie ha venido como Catalina de Médicis…
Un grupo de actores que hacen de soldados hugonotes se aproximan al trono en el que está sentada Amber. Avanzan con paso lento, escoltando a un tipo con bastante pinta de estar desconcertado, con una mata de pelo largo y lacio y un brocado que se diría hecho de tela de oro.
—¡Su señoría, el abogado en funciones Alan Glashwiecz! —anuncia un lacayo leyendo un pergamino—, ¡aquí presente a instancias del excelentísimo gremio y corporación de Smoot, Sedgwick Asociados, para discutir asuntos de importancia legal con Su Alteza Real!
Fanfarria de trompetas. Pierre mira a Su Alteza Real, quien inclina la cabeza con gracia, pero está algo pálida. Es un día de verano húmedo y sus ropas de múltiples capas parece que dan mucho calor.
—Bienvenido a los dominios más recónditos del Imperio Anillo —anuncia ella con una voz clara y resonante—. Le doy la bienvenida y le invito a que exponga ante mí su pretensión, en audiencia pública de este tribunal.
Pierre dirige su atención a Glashwiecz, que parece preocupado. No hay duda de que ha absorbido lo esencial del protocolo de corte del Anillo (que en casa ya tiene una población de dieciocho mil habitantes, un pequeño principado en crecimiento), pero la verdad es que lleva un rato acostumbrarse a una auténtica monarquía tradicional arraigada en el triple nexo de Amber: poder, información y tiempo.
—Me complacería hacerlo —dice con cierta rigidez—, pero delante de toda esta…
Pierre se pierde lo que sigue porque alguien acaba de tocarle la nalga izquierda. Da un respingo y se da media vuelta para ver a Su Ang mirando de frente al trono, una dama de honor de la reina. Lleva puesto un vestido color crema asalmonado con mangas ceñidas y un corpiño que deja al descubierto todo lo que se encuentra por encima de sus pezones. En el pelo lleva engarzada una fortuna en perlas. Al darse cuenta de que la está mirando le guiña un ojo.
Pierre congela la escena, sustrayéndolos de la realidad, y ella se lo queda mirando.
—¿Estamos solos? —pregunta ella.
—Eso creo. ¿Quieres hablar de algo? —pregunta él, y las mejillas se le ponen coloradas. El ruido a su alrededor es el murmullo aleatorio del gentío de extras generado por las máquinas; la gente está inmóvil porque su hilo de realidad compartido se procesa aparte del resto del universo.
—¡Claro! —Le sonríe y se encoge de hombros. El efecto en su pecho es sorprendente (con esos corpiños de época hasta un esqueleto podía tener escote), y le vuelve a guiñar un ojo—. Oh, Pierre. —Sonríe—. ¡Te embelesas con nada! —Chasquea los dedos y su ropa se transforma en un burka afgano, luego se queda desnuda, luego en un traje pantalón y de vuelta a las galas de corte. Su sonrisa burlona es la única constante—. Ahora que he conseguido captar tu atención, deja de mirarme a mí y empieza a mirarle a él.
Aun más avergonzado, Pierre sigue su brazo extendido hasta el momentáneamente congelado emisario moro.
—¿Sadeq?
—Sadeq lo conoce, Pierre. Hay algo raro en este tío.
—Mierda. ¿Crees que no lo sé? —Pierre la mira enojado, se le acaba de pasar toda la vergüenza—. Lo he visto antes. Llevo años siguiendo su participación en todo este asunto. El tipo es la cabeza visible de la reina madre. Fue su abogado en el divorcio cuando ella fue a por el papá de Amber.
—Lo siento. —Ang mira para otro lado—. Últimamente no has sido el de siempre, Pierre. Sé que algo no va bien entre la reina y tú. Estaba preocupada. Se te escapan los pequeños detalles.
—¿Quién crees que avisó a Amber? —pregunta él.
—Ah. Vale, entonces estás en el ajo —dice ella—. No estoy segura. De todas formas, has estado distraído. ¿Puedo hacer algo para ayudar?
—Escucha. —Pierre le coloca las manos en los hombros. Ella no se mueve, pero alza la vista y le mira a los ojos (Su Ang sólo mide uno sesenta) y él siente una punzada de algo inverosímil: la adolescente y masculina incertidumbre sobre la amistad de las mujeres. «¿Qué querrá esta?»—. Lo sé y lo siento, intentaré estar más atento, pero últimamente he pasado mucho tiempo ensimismado en mis pensamientos. Tenemos que volver a la audiencia antes de que alguien se dé cuenta.
—¿Quieres hablar antes del problema? —pregunta ella, invitándole a que confíe en ella.
—Yo… —Pierre niega con la cabeza. «Podría contárselo todo», se da cuenta asustado mientras le apremia su metaconciencia. Tiene un par de agentes sentimentales, pero Ang es una persona de verdad y una amiga. No le va a juzgar y su modelo de comportamiento social humano es muchísimo mejor que el de cualquier sistema experto. Pero están a punto de quedarse sin tiempo y por otro lado Pierre se siente sucio—. Ahora no —dice—. Volvamos.
—Vale. —Ella asiente, entonces se aparta, se coloca detrás de él con un frufrú de faldas y él vuelve a descongelar el tiempo mientras recuperan su sitio dentro del universo más grande, justo a tiempo de ver cómo el respetado visitante le notifica a la reina una demanda colectiva y la reina le responde sometiendo la decisión a juicio de Dios.
Hyundai +4904/-56 es una enana marrón, un trozo de hidrógeno sucio condensado a partir de un semillero estelar, con ocho veces la masa de Júpiter pero no tan masivo como para provocar un reacción de fusión estable en su núcleo. La implacable fuerza de la gravedad ha superado la mutua repulsión de los electrones atrapados en su núcleo, encogiéndolo hasta formar una coraza fangosa alrededor de una esfera de materia degenerada. Es apenas más grande que el gigante gaseoso que la nave humana utiliza como fuente de energía, pero es mucho más densa. Hace gigaaños, estuvo a punto de chocar fortuitamente con otra estrella, lo que hizo que se desviara a toda velocidad y se quedara a su suerte en medio de la galaxia, condenada a vagar en la oscuridad eterna con un puñado de lunas congeladas como único testigo.
Para cuando la Circo Ambulante se acerca a ella en su lenta desaceleración —habiéndose librado de la vela principal, que se aleja a la deriva en el espacio interestelar al tiempo que refleja la luz hacia la superficie de la vela secundaria para reducir la velocidad de la sonda estelar— Hyundai +4904/-56 se encuentra a algo menos de un pársec de distancia de la Tierra, más cerca incluso que Próxima Centauri. Completamente oscura con longitudes de onda visibles, la enana marrón podría haber acabado en los confines del sistema solar sin que los telescopios convencionales la hubieran captado de forma directa. Sólo un estudio con infrarrojos en los primeros años del presente siglo le puso nombre.
Un montón de pasajeros y miembros de la tripulación se han reunido en el puente (que ahora se ejecuta a una décima parte del tiempo real) para presenciar la llegada. Amber está repantigada en la silla del capitán, observando con aire taciturno a los avatares que se han juntado. Pierre sigue evitándola en todo momento, salvo en las audiencias formales, y el maldito tiburón y la hidra que lo acompaña no han sido invitados, pero aparte de eso, casi toda la banda está presente. La pila de virtualización de la Circo Ambulante ejecuta sesenta y tres copias, software extraído de cuerpos de carne que en su mayoría siguen dando tumbos por casa. Es una multitud, pero una puede sentirse sola en una multitud, aunque sea su fiesta. Y especialmente cuando estás preocupada por una deuda, aunque seas una multimillonaria, beneficiaría del fondo de inversión de calificación de reputaciones más grande de la especie humana. La ropa de Amber (mallas y sudadera negras) es tan oscura como su ánimo.
—Algo le preocupa. —Una mano se apoya en el respaldo de la silla que tiene al lado.
Ella vuelve la cara para mirar brevemente y asiente reconociéndolo.
—Sí. Toma asiento. ¿Te perdiste la audiencia?
El hombre delgado, de tez morena, con una barba pulcramente recortada y una frente surcada de arrugas se sienta a su lado.
—No formaba parte de mi cultura —explica él con cuidado—, aunque la situación no me es ajena. —Una sonrisa pasajera amenaza con agrietar su pétreo rostro—. El reparto me pareció un pelín inquietante.
—No soy ninguna Margarita de Valois, pero el papel disponible… Dejémoslo en que va como anillo al dedo. —Amber se reclina en su silla—. Aunque lo cierto es que Margarita tuvo una vida interesante —reflexiona.
—¿No quiere decir depravada y libertina? —le replica su vecino.
—Sadeq —dice ella cerrando los ojos—. Por favor, ahora no es el momento de ponerse a discutir sobre lo que está bien y lo que está mal. Tenemos que realizar una inserción orbital, localizar un artefacto y entablar un diálogo, y me siento muy cansada. Exhausta.
—Ah… Le pido disculpas. —Inclina la cabeza solícitamente—. ¿Es culpa de su joven amigo? ¿Le ha hecho un desaire?
—No exactamente. —Amber hace una pausa. Sadeq, a quien ella básicamente invitó a que les acompañara como teólogo de la nave por si se topaban con algún dios, se ha tomado su bienestar pastoral como una especie de pasatiempo. A ella a veces le resulta un poco agobiante, otras halagador y siempre surrealista. Valiéndose de los recursos de búsqueda cuántica disponibles para un ciudadano del Imperio Anillo, tiene más publicaciones que ninguno de sus colegas y es la primera vez que alguien tan joven es nombrado hojetolislam: su original será probablemente un ayatolá para cuando lleguen a casa. Es circunspecto al tratar las diferencias culturales, razona con una lógica impecable, evita con sumo tacto enfrentarse a ella, y continuamente trata de guiar su desarrollo moral—. Es un malentendido personal —dice—. Preferiría no hablar de ello hasta que lo hayamos resuelto.
—Muy bien. —No parece satisfecho, pero es normal. Sadeq todavía tiene en sus botas el suelo polvoriento de una infancia en la ciudad industrial de Yazd. De vez en cuando ella se pregunta si sus desacuerdos no son un reflejo en miniatura de la diferencia entre el principio del siglo XX y el principio del XXI—. Pero volviendo al aquí y al ahora. ¿Sabe dónde está el router?
—Lo sabré, en cuestión de minutos o de horas. —Amber levanta la voz y al mismo tiempo genera un número de búsquedas-fantasma—. ¡Boris! ¿Tienes idea de adonde vamos?
Boris gira sobre sí mismo pesadamente para mirarla; hoy lleva puesto un velocirraptor, una especie que tiene dificultades para darse la vuelta en espacios reducidos.
—¡Necesito espacio! —gruñe con irritación. Tose, un ruido amenazador que surge del fondo de su carunculada garganta—. Buscando en la memoria de la vela en este momento.
La parte posterior de la vela láser, fina como el papel de burbuja, está saturada de diminutas nanocomputadoras separadas por micrómetros. Equipadas con receptores de luz y configuradas como autómatas celulares, forman un gigantesco detector de diferencia de fase, una retina de más de cien metros de diámetro. Boris les envía patrones que describen cualquier cosa que difiera del inmutable paisaje estelar. Pronto las memorias se condensarán y volverán como visiones de la oscuridad en movimiento: el frío y exangüe séquito de un sol abortado.
—¿Pero dónde va a ser? —pregunta Sadeq—. ¿Sabe lo que está buscando?
—Sí. No deberíamos tener problemas para encontrarlo —dice Amber—. Se parece a esto. —Apunta con un dedo índice a la fila de ventanas de cristal que reviste el puente de mando. Una luz rojo rubí parpadea en su sello y algo indescriptiblemente extraño aparece titilando en lugar del paisaje marino. Racimos de cuentas perladas que forman cadenas helicoidales, discos y volutas de colores que se entrelazan y anudan entre sí, flotan en el espacio por encima de un planeta misterioso—. Parece una escultura de William Latham hecha con materia extraña, ¿verdad?
—Muy abstracto —dice Sadeq con aprobación.
—Está vivo —añade ella—. Y cuando esté lo bastante cerca para vernos, intentará comernos.
—¿Qué? —Sadeq se incorpora nervioso.
—¿Quieres decir que nadie te lo ha dicho? —le pregunta Amber—. Pensé que habíamos informado a todo el mundo. —Le lanza una granada dorada y brillante y él la coge al vuelo. La manzana del conocimiento se disuelve en su mano y él se sienta envuelto en una bruma de fantasmas que absorben información por él—. Maldita sea —añade ella mordiéndose la lengua.
Sadeq se queda petrificado. Glifos de ruinosa mampostería cubierta de hiedra dan textura a su piel y a su oscuro traje, avisando de que está ocupado en otro universo privado.
—¡Hrrrr! ¡Jefa! He encontrado algo —dice Boris babeando en el suelo del puente.
Amber levanta la vista. «Por favor, que sea el router», piensa.
—Ponlo en la pantalla principal.
—¿Tienes la certeza de que esto es seguro? —pregunta Su Ang nerviosa.
—Nada es seguro —suelta Boris, repiqueteando con sus enormes garras en la cubierta—. Aquí, Mirad.
La vista al otro lado de las ventanas cambia a una perspectiva de un horizonte polvoriento y azulado: remolinos de hidrógeno friccionándose con un cirro alto de cristales blancos de metano, agitados por la rotación residual de Hyundai +4904/-56 hasta superar el punto de congelación del oxígeno. El nivel de intensificación de la imagen es alto. Un simple globo ocular humano no vería más que negrura. Elevándose por encima del limbo del planeta gigante se ve un pequeño disco de color blanco: Calídice, la luna más grande de la enana marrón (o su segundo planeta más cercano), una roca estéril algo más grande que Mercurio. La pantalla amplía la imagen de la luna, recorriendo un paisaje castigado por los cráteres y espolvoreado con la espuma de volcanes de hielo. Finalmente, justo por encima del horizonte lejano, algo de color turquesa titila y gira contra un fondo de frígida oscuridad.
—Es eso —susurra Amber, y un cosquilleo le recorre las tripas: todas las nefastas posibilidades se han desvanecido como fantasmas de la noche—. ¡Es eso! —Eufórica, se levanta, quiere compartir el momento con todos los que aprecia—. ¡Despierta, Sadeq! ¡Qué alguien traiga a esa maldita gata! ¿Dónde está Pierre? ¡Tiene que ver esto!
La noche y el jolgorio imperan en los alrededores del castillo. Las multitudes se emborrachan y alborotan en la víspera de la matanza de San Bartolomé. Los fuegos artificiales estallan en las alturas y las ventanas abiertas dejan pasar una cálida brisa con olor a carne asada, humo de leña y alcantarillas sin tapar. Mientras tanto, en la oscuridad, un amante sube sigilosamente los peldaños de piedra de una escalera de caracol muy cerrada; su objetivo, una cita acordada de antemano. Ha estado bebiendo y su mejor camisa de lino tiene manchas de sudor y comida. Hace una pausa en la tercera ventana para respirar el aire del exterior y pasarse las manos por su larga, descuidada y mugrienta melena. «¿Por qué hago esto?», se pregunta. Estos jueguecitos no son propios de él…
Sigue subiendo por la espiral. Al final, una puerta de roble abierta da a un vestíbulo iluminado por un farol que cuelga de un gancho. Se aventura a entrar en una antecámara revestida con paneles de roble ennegrecido por los años. Al franquear el umbral se activa otro cruzamiento tal y como estaba previsto. Algo que no es su propia volición conduce sus pies y siente una inusitada palpitación en el pecho, expectación, y más abajo un calor y una holgura que le hacen gritar:
—¿Dónde estás?
—Por aquí. —Él la ve esperándole en la entrada. Está parcialmente desvestida, lleva unas enaguas a capas y un corsé de pecho bajo que hace que las puntas de sus senos se hinchen como cúpulas relucientes. Las ajustadas mangas están medio deshilachadas y tiene el pelo alborotado. Él se ve inundado por el brillo de sus ojos, la opresión que mantiene recta su columna, el sabor de su boca. Ella es un imán para su realidad, extremadamente seductora, tan tensa que podría estallar—. ¿Te está funcionando? —le pregunta ella.
—Sí. —Al acercarse a ella nota una opresión, se queda sin aliento, se siente atrapado entre la imposibilidad y el deseo. Ya han experimentado con los roles sexuales, jugando con los extremados dimorfismos de este periodo, pero ésta es la primera vez que lo hacen de esta forma. Ella abre la boca: él la besa, siente el calor de su lengua clavada entre sus labios, la fuerza de sus brazos rodeando su cintura.
Ella se pega a él, notando su erección.
—Así que esto es estar en tu piel —dice ella sorprendida. La puerta de su cámara está entornada, pero no es capaz de dominarse, no puede esperar más: el torrente de nuevas sensaciones (desviadas desde el modelo fisiológico de ella hasta el sensorio proprioceptivo de él) se ha adueñado de la situación. Ella aprieta las caderas contra él, encajándose entre sus brazos, gimiendo suavemente desde lo más hondo de su garganta al sentir la plenitud de sus pelotas, la rigidez de su pene. Él está a punto de desmayarse con las intensas sensaciones del cuerpo de ella; es como si se estuviera disolviendo, sintiendo cómo la palpitante dureza contra su entrepierna se convierte en agua que fluye. De algún modo él consigue poner los brazos en torno a la cintura de ella (tan prieto, tan ansioso) y entra dando traspiés en el dormitorio. Ella está gimiendo cuando él la suelta en un colchón recargado de cosas—. ¡Házmelo! —le exige— ¡Házmelo ahora!
De alguna manera él acaba encima de ella con las mallas en los tobillos, las faldas de ella hechas un lio en torno a su cintura; ella le besa, apretando las caderas contra él y murmurando imperiosas naderías. Entonces él, con el corazón en la boca, experimenta una sensación como si el universo entero se introdujera en sus partes, tan estimulante que lo deja sin aliento. Está tan caliente y tan dura como una roca, y él está desesperado por tenerla dentro, pero al mismo tiempo es una intrusión, aterradora e imprevista. Se pega más a ella y al pasarle la lengua por los pezones siente como una descarga eléctrica, y cuando las intimidades de ella alojan su miembro se siente expuesto y asustado y extasiado. Y cuando empieza a disolverse en el universo grita en la intimidad de su propia cabeza: «No sabía que esto era lo que se sentía»…
Más tarde, ella se vuelve hacia él con una sonrisa perezosa y le pregunta:
—¿Qué te ha parecido? —Obviamente asume que, si ella había disfrutado, él también lo habría hecho.
Pero él sólo puede pensar en la sensación del universo embistiéndole y en lo placentero que era. Sólo puede oír cómo su padre le grita («¿Qué eres tú, una especie de maricón?»)… y se siente sucio.
Saludos desde el último megasegundo antes de la discontinuidad.
El sistema solar discurre frenéticamente a 1033 MIPS. Los pensamientos bullen y se arremolinan en el equivalente a mil millones de millones de mentes humanas no aumentadas. Los anillos de Saturno brillan con el calor residual. Los pocos mormones que quedan están correlacionando el espacio de fases de su genoma con los registros de su ascendencia en un intento por resucitar a sus antepasados. En la órbita ecuatorial de la Tierra se han desplegado varios ganchos celestes que se asemejan a las gráciles hojas como helechos de los rosolíes, transportando mercancías y pasajeros entre la órbita y el planeta. La superficie de Mercurio es un hervidero de pequeños robots parecidos a cangrejos que exudan una baba negra de convertidores fotovoltaicos y los hilillos plateados de las catapultas electromagnéticas. A medida que se va encogiendo lentamente bajo la arremetida de un poderoso sol y unos robots mineros implacables, una nube resplandeciente de nánomos industriales forma una neblina en torno al planeta más interno.
Las encarnaciones originales de Amber y su corte flotan en la órbita alta de Júpiter, administrando la inmensa red comercial de materia no inteligente que está reduciendo rápidamente la masa disponible del sistema interior joviano. El comercio de masa reactiva es fecundo, estructuras de bifase de diamante/vacio se envían a los rincones más recónditos del sistema solar para ser ensambladas y activadas. Mucho más abajo, casi en el límite del turbulento paisaje de nubes de Júpiter, un brillante y gigantesco ocho —un bucle de cable superconductor de quinientos kilómetros de largo— traza estelas incandescentes que recorren la magnetosfera del gigante gaseoso. Convierte el momento en corriente eléctrica y la desvía hacia una rejilla de láseres reticulada como el ojo de una mosca, que la proyectan hacia Hyundai +4904/-56. Mientras la Amber original y su equipo encarnado puedan seguir manteniéndola en funcionamiento, la Circo Ambulante podrá continuar su misión exploradora, pero ellos forman parte de la civilización posthumana que evoluciona en las turbulentas profundidades del sistema de Sol, parte del tren desbocado que se ve arrastrado por el descontrolado motor de la historia.
Nuevas y extrañas biologías basadas en complejas materias adaptativas se están formando en los estériles océanos de Titán. En las frígidas profundidades de Plutón, gases de bosones superenfriados se condensan en imposibles estructuras de ensueño, que se empaquetan para su envío hacia un núcleo cada vez más pensante.
Sigue habiendo humanos que viven en las cálidas profundidades, pero cada vez cuesta más reconocerlos. El destino de la humanidad antes del siglo XXI era desagradable, brutal y corto. La desnutrición crónica, la falta de educación y las enfermedades endémicas dieron como resultado unas mentes discapacitadas y unos cuerpos imperfectos. Ahora la mayoría de la gente es multitarea: sus cerebros de carne ocupan el centro de una calima de personalidad, que en su mayor parte está virtualizada en capas apiladas de realidad estructurada, lejos de sus cuerpos físicos. Las guerras y las revoluciones, o sus discretos análogos actuales, azotan el globo a medida que las constantes se convierten en variables; para mucha gente resulta todavía más difícil aceptar el fin de la estupidez que el fin de la mortalidad. Algunos se han vitrificado a sí mismos en espera de un incierto futuro posthumano. Otros han modificado la esencia de su identidad para adaptarse mejor a las nuevas exigencias de la realidad. Entre éstos hay seres que nadie de un siglo anterior reconocería como humanos: híbridos de humano/empresa, clados zombi deshumanizados por sus propias optimizaciones, ángeles y demonios de software, instrumentos financieros de consciencia maliciosa. Hoy en día, incluso la ficción popular es autodeconstructiva.
La Circo Ambulante, aparte de algunos resúmenes de noticias más que escuetos, permanece ajena a todo esto. La sonda estelar es un fósil descartado por un progreso que no levanta el pie del acelerador. Pero es a bordo de la Circo Ambulante donde tienen lugar algunos de los acontecimientos más importantes que quedan en el cono de luz futuro de la humanidad.
—Dile hola a la medusa, Boris.
Boris, quien para variar va vestido de humano, fulmina con la mirada a Pierre y agarra la jarra con las dos manos. El contenido de la jarra mueve sus tentáculos perezosamente: uno de ellos casi se sale de la solución, mostrando una guinda empalada.
—Me las pagarás —le amenaza Boris. El aire cargado de humo en torno a su cabeza es un remolino compuesto de las visiones de venganza de sus daemonios.
Su Ang mira atentamente a Pierre, quien a su vez observa cómo Boris se lleva la jarra a los labios y comienza a beber. La cría de medusa, pequeña y de un azul pálido, con coronas cuboides y cuatro conjuntos de tentáculos colgando de cada esquina, entra fácil. Por un momento Boris hace un gesto de dolor, cuando los nematoquistes se desgarran en su boca, pero casi al momento el cubozoo se desliza, y entre tanto su modelo biofisico disminuye los daños producidos por el gancho en su orofaringe.
—¡Au! —dice, y vuelve a sorber del brebaje de avispas marinas—. No lo intentes en casa, chico cárnico.
—A ver. —Pierre alarga una mano—. ¿Puedo?
—Invéntate tu propio veneno —dice Boris con sorna, pero suelta la jarra y se la pasa a Pierre, quien la levanta y bebe. El cóctel de cubozoo le trae a la memoria bebidas de gelatina de frutas en un cálido verano en Hong Kong. El escozor en el paladar es fuerte pero desaparece rápidamente, produciéndole una íntima quemazón cuando el alcohol toca los ligeros verdugones que son todo cuanto este universo permitirá que le inflija la letal medusa.
—No está mal —dice Pierre, limpiándose un trozo suelto de tentáculo de la barbilla. Empuja la jarra por la mesa hacia Su Ang—. ¿Y el hombre de mimbre ese? —dice apuntando hacia atrás con el pulgar a la mesa que está arrinconada en la esquina frente a la barra recubierta de cobre.
—¿A quién le importa? —pregunta Boris—. Es parte del decorado, ¿no?
El bar es una cafetería en tonos marrones de trescientos años de antigüedad con un menú de cervezas de dieciséis páginas y paredes recubiertas de madera con manchas del color de la birra pasada. El aire apesta a tabaco, a levadura de cerveza y a espray de melatonina: y nada de ello existe. Amber lo sacó de los recuerdos colectivos del borg Franklin, concretamente de los largos y dispersos correos electrónicos de su padre en los que daba cuenta de sus orígenes corpóreos. El original está en Ámsterdam, si es que sigue existiendo esa ciudad.
—A mí sí me importa —dice Pierre.
—Ahórratelo —dice en voz baja Ang—. Yo creo que es un abogado con una pantalla de privacidad.
Pierre echa un vistazo por encima del hombro y lo fulmina con la mirada.
—¿En serio?
—En serio. —Ang le pone una mano en la muñeca para contenerlo—. Ignóralo. Es lo mejor que puedes hacer hasta el juicio, lo sabes.
El hombre de mimbre está sentado nervioso en su esquina. Parece una silueta hecha de juncos secos, como un canasto, vestida con una pañoleta roja. Una copa de doppelbock ocupa el barullo de puntas rematadas que tiene por mano. De vez en cuando levanta la copa como para echar un trago y la cerveza desaparece en el singular interior.
—A la mierda el juicio —dice Pierre bruscamente. «Y a la mierda Amber también, por nombrarme su defensor público…»
—¿Desde cuándo vienen los juicios con un hombre invisible? —pregunta Donna la periodista, entrando alegremente en el bar y dejando a su paso la estela de un historial fragmentario que da a entender que acaba de salir del cuarto de atrás.
—Desde… —Pierre parpadea—. Coño. —Al entrar Donna también lo hizo Aineko; o puede que la gata ya estuviera ahí, acurrucada en la mesa como una hogaza de pan delante del hombre de mimbre—. Estás dañando la continuidad —se queja Pierre—. Este universo está roto.
—Arréglalo tú —le dice Boris—. A nadie más le molesta. —Chasquea los dedos—. ¡Camarero!
—Disculpe —dice Donna negando con la cabeza—. No pretendía estropear nada.
Ang, como siempre, es más complaciente.
—¿Cómo estás? —le pregunta con educación—. ¿Te gustaría probar este exquisito cóctel venenoso?
—Estoy bien —dice Donna. Se trata de una mujer alemana, corpulenta (rubia y con una musculatura robusta según el avatar que muestra al público), rodeada por una neblina de puntos de vista. Los ángulos de cámara de su sociedad de la mente se afanan por integrar y ensamblar sus distintos puntos de vista para componer un diario continuo del viaje. Es corresponsal para el consorcio mediático de la CIA y se descargó en la nave en el mismo flujo de paquetes que la demanda—. Danke, Ang.
—¿Estás grabando ahora? —pregunta Boris.
—¿Y cuándo no? —dice Donna con desdén. Y esbozando una sonrisa pasajera añade—: Sólo soy un escáner, ¿no? Cinco horas más hasta que lleguemos. Después puede que pare. —Pierre le echa un vistazo a las manos de Su Ang por encima de la mesa; sus nudillos están blancos y en tensión—. Tengo que intentar, en la medida de lo posible, no perderme nada —continúa Donna, sin darse cuenta de que Ang se está poniendo nerviosa—. ¡En este momento hay ocho copias mías por ahí! Todas grabando.
—¿Eso es todo? —pregunta Ang levantando una ceja.
—¡Sí, eso es todo, y tengo que ponerme a trabajar! ¿No me digáis que no disfrutáis con lo que sea que hacéis aquí?
—Visto así. —Pierre vuelve a echar un vistazo a la esquina, evitando encontrarse con la mirada de la aspirante a reportera de primera. Tiene la sensación de que si por aquí hubiera algún monte que animar, estaría susurrándole un dulce cantar—. ¿No te habló Amber de nuestro código de privacidad?
—¿Hay un código de privacidad? —pregunta Donna, que por alguna razón le echa encima al menos tres fantasmas subjetivos. Es obvio que ha tocado un tema que ella no tiene del todo resuelto.
—Un código de privacidad —confirma Pierre—. No se graba en privado, no se graba en público si la gente no da permiso y no se permiten ni los confinamientos ni las fabricaciones.
Donna parece ofendida.
—¡Yo nunca haría algo así! Encerrar a una copia de alguien en un espacio virtual para grabar sus respuestas sería una agresión según la legislación del Anillo, ¿no es cierto?
—Y un jamón —dice Boris, blandiendo hacia ella una nueva jarra de medusa asesina helada.
—Siempre que todos estemos de acuerdo —interrumpe Ang, conciliadora—. Todo se va a resolver muy pronto, ¿no?
—Todo menos la demanda —masculla Pierre lanzándole otra mirada a la esquina.
—No veo el problema —dice Donna—, ¡eso es sólo entre Amber y los enemigos que dejó en casa!
—Oh, sí que es un problema —dice Boris en tono desenfadado—. ¿Cuánto valen tus opciones?
—Mis… —Donna niega con la cabeza—. No tengo derechos adquiridos.
—Plausible. —Boris no sonríe—. De todos modos, cuando volvamos a casa, tu índice de credibilidad subirá como la espuma. Asumiendo que la gente siga usando los mercados de confianza distribuida para evaluar la estabilidad de sus socios comerciales.
«No tiene derechos». Pierre le da vueltas en la cabeza, algo sorprendido. Había asumido que todo el mundo a bordo de la nave (salvo quizá el abogado, Glashwiecz) era un miembro de pleno derecho de la compañía expedicionaria.
—No tengo derechos —insiste Donna—. Me incluyeron de forma independiente. —Por un momento casi se aprecia una medio sonrisa en su cara, una expresión reservada y encantadora que no tiene nada que ver con su exterior campechano—. Como la gata.
—La… —Pierre se da la vuelta rápidamente. Sí, Aineko parece estar sentada en silencio en la mesa con el hombre de mimbre; pero ¿quién sabe lo que pasa por esa cabeza peluda en este momento? «Tengo que contárselo a Amber», piensa con inquietud. «Debería contárselo a Amber»—… pero tu reputación no se verá afectada por estar en esta nave, ¿o sí? —pregunta en voz alta.
—Estaré bien —explica Donna. Llega el camarero—. Me pone un botella de schneidenveisse —añade. Y entonces, a renglón seguido—: ¿Crees en la singularidad?
—¿Quieres decir si soy singularitario? —pregunta Pierre, cincelando una sonrisa en su cara.
—¡Oh, no, no, no! —Donna levanta la mano para que pare, sonríe abiertamente y le hace un gesto con la cabeza a Su Ang—. ¡No en ese sentido! Atiende: lo que quería saber es si tú en el concepto de una singularidad crees, y si es así, ¿dónde está?
—¿Esto se supone que es para una entrevista pública? —pregunta Su Ang.
—Bueno, no puedo hasta una simulación arrastraros y exponeros a un paseo por una realidad imitativa, ¿o sí? —Donna se inclina hacia atrás mientras el camarero le pone delante una jarra de cerámica.
—Ah. Vale. —Ang le lanza una mirada de advertencia a Pierre y le envía una nota muy privada para que aparezca en su visión: «No juegues con ella, esto es serio». Boris observa a Ang con una expresión de añoranza desesperada. Pierre intenta ignorarlo todo tomándose en serio la pregunta de la periodista.
—La singularidad es un poco como esa antigua tontería del éxtasis de los cristianos norteamericanos, ¿no? —dice—. Cuando todos vamos volando al cielo dejando atrás nuestros cuerpos. —Resopla, alarga una mano al aire y gratuitamente viola la causalidad haciendo aparecer una jarra de sangría helada en su mano—. El éxtasis de los friquis. Brindaré por eso.
—Pero ¿cuándo sucedió? —pregunta Donna—, Mi público tendrá de saber tu opinión por necesidad.
—Hace cuatro años, cuando instanciamos esta nave —dice Pierre de inmediato.
—En la primera mitad de la segunda década de este siglo —dice Ang—. Cuando el padre de Amber liberó a las copias de langosta.
—Todavía no ha pasado —aporta Boris—. La singularidad implica un número infinito de cambios que se alcanza de forma momentánea. Después de ella el futuro no puede ser predicho por seres que la anteceden, ¿estamos? Así que no ha pasado.
—Au contraire. Tuvo lugar el 6 de junio de 1969, a las once de la mañana, hora de la costa este —le rebate Pierre—. Fue el momento en que los primeros paquetes de protocolo de control de redes se enviaron del puerto de datos de un IMP a otro: la primera conexión de internet de la historia. Eso es la singularidad. Desde entonces hemos vivido en un universo imposible de predecir a partir de los acontecimientos anteriores a ese momento.
—No digas chorradas —le replica Boris—. La singularidad es un montón de bazofia religiosa. El éxtasis de los místicos cristianos reciclado para los friquis ateos.
—No te creas. —Su Ang le echa una mirada, dolida—. Aquí estamos, sesenta y pico mentes humanas. ¡Hemos sido extraídos (mientras seguíamos despiertos) directamente de nuestras propias cabezas mediante una asombrosa combinación de nanotecnología y mapeo por resonancia de espines de electrones, y ahora estamos siendo ejecutados como software en un sistema operativo diseñado para virtualizar varios modelos físicos y proporcionar una simulación de la realidad que impida que nos volvamos locos por falta de impulsos sensoriales! Y todo este paquete es más o menos del tamaño de la yema de un dedo, metido en una nave del tamaño del viejo Walkman de tu abuela, en órbita alrededor de una enana marrón que está a más de tres años luz de casa, de camino a conectarse a un router de red creado por inteligencias alienígenas increíblemente antiguas, ¿y tienes el morro de decirme que la idea de que se ha producido un cambio fundamental en la condición humana es una chorrada?
—Pfff. —Boris parece perplejo—. No lo expresaría así. La singularidad es una tontería, no la digitalización o…
—Ya, claro. —Ang le dedica una sonrisa triunfante a Boris, quien al poco se achanta.
Donna les sonríe con entusiasmo.
—¡Fascinante! —dice maravillada—. Decidme, ¿qué son estas langostas tan importantes?
—Son amigas de Amber —explica Ang—. Hace años, el padre de Amber hizo un trato con ellas. Ellas fueron las primeras copias, ¿sabes? Tejido neural de langosta marina hibridizado, una API heurística y un batiburrillo contingente de sistemas expertos regresivos. Se escaparon del laboratorio y se metieron en la red y Manfred les consiguió un trato para liberarlas a cambio de que ayudaran a llevar la fábrica orbital de Franklin. Esto fue hace mucho tiempo, al principio, cuando todavía no tenían controlado lo del autoensamblaje. A lo que voy, las langostas insistieron (era parte de su contrato) en que Bob Franklin pagara para que la red de seguimiento del espacio profundo las trasmitiera al espacio interestelar. Querían emigrar, y viendo lo que le ha pasado al sistema solar desde entonces, ¿quién puede culparlas?
Pierre le pega un buen trago a su sangría.
—La gata —dice.
—La gata… —Donna gira la cabeza, pero Aineko se ha vuelto a esfumar eliminando retroactivamente su presencia del historial de eventos de este espacio público—. ¿Qué pasa con la gata?
—La gata de la familia —explica Ang. Alarga la mano para coger la jarra de zumo de medusa de Boris, pero al hacerlo frunce el ceño—. Por aquel entonces Aineko no era consciente, pero más tarde… cuando SETI@home finalmente recibió ese mensaje, oh, aunque habían pasado muchos años, Aineko se acordaba de las langostas. Y lo descifró fácilmente mientras que los equipos de la CETI seguían pensando en términos de arquitecturas de Von Neumann y programación orientada a conceptos. El mensaje era una red semántica diseñada para cuadrar a la perfección con la transmisión de las langostas de hace tantos años y proporcionar una interfaz de alto nivel con una red de comunicaciones que vamos a visitar. —Aprieta las yemas de los dedos de Boris—. SETI@home registró estas coordenadas como el origen de la transmisión, aunque oficialmente el mensaje provenía de muchísimo más lejos. No querían arriesgarse a que cundiera el pánico si la gente se enteraba de que había alienígenas en el umbral de nuestra puerta cósmica. En cualquier caso, una vez que Amber se estableció, decidió hacerles una visita. Por eso existe esta expedición. Aineko creó una langosta virtual e interrogó al paquete ET, de ahí el canal de comunicación que estamos a punto de abrir.
—Ah, ahora está todo un poquito más claro —dice Donna—. Pero la demanda… —Le echa un vistazo al hombre de mimbre hueco de la esquina.
—Bueno, ahí sí tenemos un problema —dice Ang diplomáticamente.
—No —dice Pierre—. Yo tengo un problema. Y toda la culpa es de Amber.
—¿Hmm? —Donna lo mira fijamente—. ¿Por qué culpar a la reina?
—Porque fue ella quien decidió que en sus dominios el periodo de remisión de informes de las empresas sería el mes lunar y especificó que los conflictos corporativos se resolvieran mediante juicio de Dios —gruñe—. Y compurgación, pero eso no es aplicable a este caso porque no hay ningún servidor de reputación reconocido en un radio de tres años luz. ¡Juicio de Dios, para causas civiles, en estos tiempos! Y ella me nombró su paladín. —«De la manera más tradicional que se pueda imaginar», recuerda con un agradable escalofrío de nostalgia. Había sido suyo en cuerpo y alma antes de ese desastroso experimento. No está seguro de si sigue siendo así, pero…—. Tengo que responder esa demanda en su nombre ante la acusación.
Mira por encima del hombro. El hombre de mimbre sigue sentado plácidamente, echando cerveza por su invisible garganta como un peón cansado.
—Un juicio de Dios —le explica Su Ang al perplejo enjambre-fantasma de Donna, que está bregando con el nuevo concepto sumido en una bruma de confusión—. No un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, sino una prueba de habilidad. En su momento parecía una buena idea para mantener a los litigantes basura lejos del Imperio Anillo, pero los abogados de la reina madre son muy persistentes. Seguramente porque con el paso de los años casi se ha convertido en un ajuste de cuentas. No creo que a Pamela le importe mucho a estas alturas, pero este picapleitos ha hecho de ello una cruzada personal. Creo que no le gustó lo que pasó cuando la mafia rusa de la música le echó el guante. Pero la cosa no acaba ahí, porque si gana, se quedará con todo. Y cuando digo todo quiero decir todo.
A diez millones de kilómetros, Hyundai +4904/-56 flota al otro lado de la vela con forma de paracaídas de la Circo Ambulante como un gajo de oscuridad arrancado del borde del universo. El calor de la contracción gravitatoria de su núcleo la mantiene caliente, irradiando a seiscientos grados absolutos, pero la mísera emisión no hace nada para romper el eterno hielo que atenaza a Calídice, Iambe, Celeo y Metanira, los planetas mortinatos atrapados en la órbita de la enana marrón.
Los planetas no son la única estructura que órbita alrededor de la inmensa esfera de hidrógeno. Un poco más cerca, casi rozando la capa exterior de nubes a sólo veinte mil kilómetros, el ojo reticulado de Boris, equipado con un detector de diferencia de fase, ha captado algo metálico y caliente. Sea lo que sea, órbita saliéndose del plano de la eclíptica trazado por las lunas heladas, y en la dirección contraria. Un poco más lejos, una mota reflejada de luz láser esmeralda destaca como una gema chillona contra el paisaje estelar: su destino, el router.
—Es eso —dice Boris. Su cuerpo resplandece y adopta forma humana, convenciendo al universo de bolsillo del puente para que acepte que su presencia ha sido siempre la de un primate. Amber mira de reojo. Sadeq sigue envuelto en hiedra, y su piel tiene la textura de la piedra caliza erosionada—. La aproximación máxima es sesenta y tres segundos luz, dentro de ocho cientos mil. Puedo conseguir que el contacto sea más cerca si hacemos una maniobra, pero llevará tiempo alcanzar una órbita estable.
Amber asiente pensativa mientras dispone copias de sí misma para que se pongan a trabajar en los aspectos prácticos. La gran vela solar es difícil de manejar, pero puede aprovecharse de dos fuentes de energía: el haz láser original de Júpiter y su reflejo que rebota en la ahora distante vela solar primaria. La tentación es valerse del láser para conseguir una aceleración constante, simplemente dejarse llevar e instalarse en el umbral cósmico del router. Pero el riesgo de que el haz se vea interrumpido es demasiado peligroso. Durante todo el viaje ha pasado seis veces, desde unos segundos hasta varios minutos seguidos. No está segura de lo que provoca los apagones del haz (Pierre tiene una teoría sobre objetos de la nube de Oort que tapan el láser, pero ella cree que lo más probable es que sean cortes de energía en el propio Anillo), pero las consecuencias de perder energía durante la maniobra, estando prácticamente metidos en el pozo gravitatorio de la estrella, son mucho más serias que una pérdida transitoria de empuje durante el vuelo interestelar.
—Vayamos a lo seguro —dice ella—. Haremos una inserción orbital directa y luego mantendremos un rumbo fijo. Ya tenemos bastantes pozos gravitatorios para jugar al flíper. No quiero que acabemos en una trayectoria en caída libre que implique que tengamos que litofrenar si perdemos energía y no podemos recuperar la vela.
—Muy prudente —admite Boris—. Marta, ponte a ello. —Puede percibirse un zumbido no insectil que indica que la timonel heteromórfica se ha puesto manos a la obra—. Creo que deberíamos ser capaces de echar un primer vistazo de cerca dentro de unos dos millones de segundos, pero si quieres lo puedo pulsar ahora mismo…
—No hace falta ningún análisis de protocolo —dice Amber de manera informal—. ¿Dónde…? Ah, ahí estás. —Se agacha y coge a Aineko, que se retuerce como una serpiente y le lame el brazo con una lengua que parece una lija—. ¿Qué opinas tú?
—¿Te pongo también unas patatas fritas? —pregunta la gata, centrándose en el artefacto que ocupa el centro de la pantalla principal que está delante del puente.
—No, sólo quiero que me des conversación —dice Amber.
—Bueno, vale. —La gata se atenúa y da una sacudida, absorbiendo tan rápido la capacidad de procesamiento que trastorna el modelo físico local—. Estoy abriendo el puerto.
Pasan uno o dos minutos subjetivos.
—¿Dónde está Pierre? —se pregunta Amber en voz baja. Algunos de los datos de mantenimiento que puede leer desde su privilegiado punto de vista son preocupantes. La Circo Ambulante se está ejecutando a casi el ochenta por ciento de su capacidad. Lo que Aineko está haciendo para establecer la interfaz con el router está consumiendo muchísima capacidad de procesamiento y ancho de banda—. ¿Y dónde está el puto abogado? —añade casi como si lo hubiese olvidado.
La Circo Ambulante es pequeña, pero su vela solar es muy controlable. Aineko se apodera de un conjunto de células de su superficie, convirtiendo los reflectores directos en espejos de fase conjugada: un pequeño láser en el casco de la nave comienza a parpadear mil veces por segundo y el haz rebota en el segmento modificado del espejo, enfocándose en un punto coherente justo delante del distante punto azul del router. Aineko aumenta la frecuencia de modulación, añade una serie de canales valiéndose de distintas longitudes de onda y empieza a introducir una compleja batería de señales preestablecidas que proporcionan un formato de codificación para datos de alto nivel.
—Dejadme a mí al abogado. —Ella se sobresalta, mirando de soslayo a Sadeq que a su vez la observa. Él sonríe sin mostrar los dientes—. Los abogados no combinan bien con la diplomacia —explica él.
—Ja. —Delante de ellos el router se está expandiendo. Hilos de esferas nacaradas se enroscan formando extraños bucles alrededor de un núcleo oculto, expandiéndose y volteándose con pulsaciones sistólicas que generan ondas de recomplicación por toda la estructura. Una única mota roja de luz láser salpica uno de los brazos de cuentas; de repente resplandece con intensidad, reflejando los datos de vuelta a la nave—. ¡Ah!
—Contacto —susurra la gata. Las yemas de los dedos de Amber se ponen blancas de tanto apretar los brazos de la silla.
—¿Qué dice esa cosa? —pregunta quedamente.
—¿Qué dicen ellos? —la corrige Aineko—. Es una delegación comercial y se están descargando en este mismo momento. Si quieres puedo usar la red negociadora que nos mandaron para que puedan conectarse a nuestros sistemas.
—¡Espera! —Amber, de repente nerviosa, medio se levanta—. ¡No les des acceso total! ¿Cómo se te ocurre? Mételos en el salón del trono y les ofreceremos una audiencia formal en un par de horas. —Hace una pausa—. La capa de red que enviaron. ¿Puedes hacer que tengamos acceso a ella, que podamos usarla para obtener una capa de traducción que nos permita acceder a su sistema de correlación gramatical?
La gata se pone a buscar dando coletazos de irritación.
—Sería mejor que cargaras la red entera…
—No quiero que nadie ejecute código alienígena en esta nave antes de que lo hayamos examinado a fondo —dice ella con urgencia—. De hecho, quiero mantenerlos retenidos en los terrenos del Louvre, lo mejor que podamos, y quiero que vengan a nosotros a través de nuestro propio cuello de botella lingüístico. ¿Lo pillas?
—Alto y claro —gruñe Aineko.
—Una delegación comercial —piensa Amber en voz alta—. ¿Qué pensaría papá de algo así?
En un momento está en el bar, dándole a la sinhueso con Su Ang, el fantasma de Donna la periodista y una copia de Boris, y al siguiente se ve bruscamente empujado a un espacio muy diferente.
El corazón de Pierre parece dar tumbos dentro su caja torácica, pero se obliga a tranquilizarse mientras pasea la mirada por la oscura cabina revestida con paneles de roble. Esto está mal, tan mal que significa que o bien ha habido un fallo importante en los sistemas o bien a su entidad le han aplicado alarmantes niveles de privilegio. La única persona a bordo que tiene derecho a esos privilegios es…
—¿Pierre?
Ella está detrás de él. Él se da media vuelta airado.
—¿Por qué me has arrastrado hasta aquí? No sabes que es de mala educación…
—Pierre.
Él se calla y mira a Amber. No puede estar enfadado con ella mucho tiempo, no viéndole la cara. No es tan estúpida como para ponerle ojitos, pero su belleza lo desarma de todos modos. No obstante, en su presencia, siente que algo en su interior se marchita, que algo falla.
—¿Qué pasa? —le dice de manera cortante.
—No sé por qué me has estado evitando. —Hace ademán de dar un paso hacia delante, entonces se para y se muerde el labio. «¡No me hagas esto!», piensa él—. ¿Sabes que me duele?
—Sí. —Admitirlo hasta ese punto también le duele. Puede oír cómo su padre le grita por encima del hombro, la vez que se lo encontró con Laurent, su hermano mayor. Tiene que elegir entre pére o Amber, pero no es una decisión que quiera tomar. «Qué vergüenza»—. Yo no… Tengo algunos problemas.
—¿Fue la otra noche?
Él asiente. Ahora ella sí da un paso hacia delante.
—Podemos hablarlo, si quieres. Lo que tú quieras —dice ella, y se inclina hacia él y él nota cómo su resistencia se derrumba. La abraza y ella lo envuelve entre sus brazos y apoya la barbilla en su hombro, y esto no parece que esté mal. ¿Cómo puede ser malo algo tan bueno?
—Me puso violento —le susurra en el pelo—. Tengo que poner mis pensamientos en orden.
—Oh, Pierre. —Le acaricia por debajo de la nuca—. Deberías habérmelo dicho. No tenemos que hacerlo así si tú no quieres.
¿Cómo decirle lo duro que resulta admitir que cualquier cosa que hagan estará mal? ¿Siempre?
—No me has traído hasta aquí para contarme eso —le dice cambiando de tema implícitamente.
Amber lo suelta, y se aparta casi con recelo.
—¿Qué te pasa? —pregunta.
—¿Algo va mal? —dice él medio preguntando, medio afirmando—. ¿Ya hemos establecido contacto?
—Sí —dice ella haciendo una mueca—. Hay una delegación comercial alienígena en el Louvre. Ése es el problema.
—Una delegación comercial alienígena. —Paladea las palabras en la boca, saboreándolas. Le parecen paradójicas, frías y torpes tras las palabras de la pasión que ha estado evitando pronunciar. Es culpa suya por cambiar de tema.
—Una delegación comercial —dice Amber—. Debería haberlo sabido. Quiero decir, nosotros mismos íbamos a pasar por el router, ¿no?
—Pensábamos que íbamos a hacerlo —dice él con un suspiro. Un rápido testeo de los controles del universo determina que tiene ciertas capacidades. Invoca un sillón, y se repantiga en él—. Una red de agujeros de gusano punto a punto que enlaza routers, centros de comunicación autorreplicantes, en órbita alrededor de la mayoría de las enanas marrones de la galaxia. Eso es lo que decía el folleto, ¿no? Eso es lo que esperábamos. Ancho de banda limitado; no es que le sirva de mucho a una superinteligencia madura que ha convertido la masa disponible de su sistema solar de origen en computronio, pero al menos le permite mantener conversaciones con sus vecinos. Conversaciones que se entablan por medio de una red de intercambio de paquetes en tiempo real que no está limitada por la velocidad de la luz, pero que se articula gracias a un marco de referencia común y a la latencia entre los saltos de la red.
—Eso lo resume bastante bien —admite ella desde el trono de rubíes tallados al lado de él—. Salvo que hay una delegación comercial esperándonos. De hecho ya están subiendo a bordo. Y no me lo trago: hay algo en todo este tinglado que apesta.
Pierre frunce el entrecejo.
—Tienes razón, no tiene sentido —dice finalmente—. No tiene ni pies ni cabeza.
Amber asiente.
—Llevo un fantasma de papá. Está muy enfadado con este tema.
—Escucha a tu viejo. —Los labios de Pierre se mueven sin gracia—. Íbamos a saltar al otro lado del espejo, pero parece que alguien se nos ha adelantado. La pregunta es por qué.
—No me gusta. —Amber saca el brazo y él le coge la mano—. Y luego está la demanda. Tenemos que celebrar el juicio más pronto que tarde.
Él le suelta los dedos.
—La verdad es que sería mucho más feliz si no me hubieras nombrado tu paladín.
—Ssh. —El decorado cambia; el trono ha desaparecido y ella está sentada en el brazo de su sillón, prácticamente encima de él—. Escucha. Tengo una buena razón.
—¿Razón?
—Puedes elegir el arma. De hecho puedes elegir el terreno. No es sólo «mandoble va mandoble viene hasta que mueran». —Sonríe con picardía—. La única razón de ser de un sistema jurídico que establece los juicios de Dios como método de resolución de procesos mercantiles, a diferencia de un sistema basado en resoluciones judiciales, es dilucidar quién presta un mejor servicio a la sociedad y por tanto quién es merecedor de un trato preferencial. Es una locura aplicar el mismo modelo legal que usamos para las disputas entre personas para resolver conflictos mercantiles, especialmente ahora que la mayoría de las empresas son abstracciones de software de modelos de negocio; los intereses de la sociedad están mejor servidos por un sistema que fomenta la actividad comercial eficiente que por uno que fomenta los litigios. Reduce las mandangas corporativas al tiempo que fomenta la supervivencia del más fuerte, que es la razón por la que iba a plantear el juicio como un concurso para conseguir la máxima ventaja competitiva en una situación de xenocomercio. Asumiendo que sean realmente comerciantes, me figuro que nosotros tenemos mucho más que ofrecer que un puñetero abogado salido de las profundidades del cono de luz de la Tierra.
—Esto… —dice Pierre sin parar de pestañear—. Pensé que querías que me descargara en paralelo algún programa de cinemática de la esgrima y que ensartara al tipo en plan brocheta.
—Sabiendo lo bien que te conozco, ¿por qué se te ocurrió pensar eso? —Se desliza por el brazo del sillón hasta caer en su regazo. Se gira para tenerlo de frente, prácticamente rozándole—. ¡Mierda, Pierre, sé muy bien que no eres ningún psicópata machote!
—Pero los abogados de tu madre…
Ella se encoge de hombros quitándole hierro al asunto.
—Son abogados. Están acostumbrados a tratar con precedentes. Lo mejor para hacerles la picha un lío es cambiar el modo en que funciona el universo. —Se inclina apoyándose en su pecho—. Los harás picadillo. El ratio de rentabilidad por las nubes, sangre en el parqué. —Él junta las manos por detrás de su cintura—. ¡Mi héroe!
Las Tullerías están llenas de langostas confusas.
Aineko ha deformado este entorno virtual implantando una puerta simbólica en los cuidadísimos jardines exteriores. La puerta, que tiene unos dos metros de diámetro, es un bucle ouroboros de bronce con una capa de verdín que está colocado como un arco incongruente en el sendero de gravilla que conduce a los jardines. Negras langostas gigantes, del tamaño de un pony pequeño, salen del azulado campo del búfer del bucle arrastrándose y moviendo compulsivamente las antenas. En el mundo real no podrían existir, pero aquí, con carácter excepcional, se ha corregido el modelo físico para permitirles respirar y moverse.
Amber entra olisqueando con sorna en el gran salón de recepciones del ala Sully.
—No se le puede pedir nada a esa gata —masculla.
—Fue idea tuya, ¿no? —pregunta Su Ang, intentando esquivar a las damas de honor zombis que forman el cortejo de Amber. Hay soldados apostados a ambos lados del camino, formando filas de acero que dejan el paso libre a la reina.
—Dejar que la gata se saliera con la suya, sí —Amber está molesta—. ¡Pero no era mi intención dejarle destrozar la continuidad! ¡No lo toleraré!
—Nunca le vi sentido a todo este medievalismo, hasta ahora —observa Ang—. No es que se pueda evitar la singularidad escondiéndose en el pasado.
Pierre, que sigue a la reina a distancia, niega con la cabeza, sabedor de que es mejor no discutirle a Amber su idea de lo que es un decorado.
—Luce bien —dice Amber, que está de pie delante de su trono y espera a que las damas de honor ocupen sus posiciones delante de ella. Se sienta con cuidado, con la espalda recta como una soberana, las voluminosas faldas acampanándose. Su vestido es una intrincada escultura que utiliza el cuerpo humano en su interior como soporte—. Impresiona a los palurdos y se ve convincente en los medios de los suscriptores. Aporta un sentido de la tradición prefabricado. Sugiere los abismos políticos de miedo y asco intrínsecos a las actividades de mi corte y le dice a la gente que no me toque las pelotas. A nosotros nos recuerda de dónde venimos… y no revela nada sobre nuestro destino.
—Pero a un montón de langostas alienígenas eso le importa un bledo —señala Su Ang—. Carecen de los puntos de referencia para entenderlo. —Se mueve hasta colocarse detrás del trono. Amber le lanza una mirada a Pierre y le hace un gesto con la mano para que se acerque.
Pierre mira a su alrededor buscando gente de verdad, no los eigenrostros ausentes de los zombis que le dan al decorado una textura biológica añadida. Ahí, con un vestido rojo, ¿no es esa Donna la periodista? Y allí también, con el pelo más corto y con ropa de hombre; está en todas partes. Ése es Boris, sentado detrás del obispo.
—Díselo tú —le implora Ang.
—No puedo —admite él—. Estamos intentando establecer una comunicación, ¿no es así? Pero no queremos revelar mucho sobre lo que somos, cómo pensamos. Un numerito histórico nos distancia lo bastante para evitar que aprendan demasiado sobre nosotros. El espacio de fases de las culturas tecnológicas que podrían haber surgido de esta época es tan amplio que no se puede analizar con facilidad. Así que les dejamos con los traductores langosta y no les revelamos nada. Intenta no salirte de tu papel de duquesa de Albi del siglo XV, es una cuestión de seguridad nacional.
—¡Ja! —Ang frunce el ceño mientras un lacayo se adelanta raudo para colocar una silla plegable detrás de ella. Ella se gira hacia la extensión de alfombra roja y dorada que llega hasta la entrada, justo cuando resuenan las trompetas y las puertas se abren para recibir a la delegación de langostas.
Las langostas son tan grandes como lobos, negras, espinosas y funestas. Sus caparazones monocromáticos contrastan con el brillante colorido de la vestimenta de la multitud humana. Sus antenas son grandes y afiladas como espadas. Pero, a pesar de eso, avanzan vacilantes, haciendo girar sus protuberantes ojos de lado a lado a medida que van captando la escena. Sus colas se arrastran pesadamente en la alfombra, pero no tienen problemas para mantenerse en pie.
La primera de las langostas se detiene cerca del trono y se coloca de modo que pueda enfocar con un ojo a Amber.
—Soy inconsistente —se queja—. Aquí no hay monóxido de hidrógeno líquido, y tú-especie ser falseado por contacto inicial. Inconsistencia, ¿explicar?
—Bienvenida a la interfaz física y humana de viaje espacial Circo Ambulante —responde Amber con tranquilidad—. Me complace ver que su traductor funciona correctamente. Está en lo cierto, aquí no hay agua. Normalmente las langostas no la necesitan cuando nos visitan. Y nosotros los humanos no vivimos en el agua. ¿Quiénes sois cuando no lleváis cuerpos de langosta prestados, si se puede saber?
Confusión. La segunda langosta se encabrita y hace ruido con sus largas y acorazadas antenas. Los soldados de ambos lados aprietan las empuñaduras de sus lanzas, pero la langosta vuelve al suelo al momento.
—Somos los Finanfieros —anuncia con claridad la primera langosta—. Esto es una capa de traducción adaptada al cuerpo. Basada en un mapa recibido desde su espacio, ¿hace unidades cuarenta mil billones de kilómetros luz?
—Quiere decir veinte años —susurra Pierre por un canal privado que Amber ha preparado para el resto de los humanos de verdad presentes en la realidad del salón de audiencias—. Han mezclado el espacio y el tiempo en sus mediciones. ¿Nos dice eso algo?
—Relativamente poco —comenta alguien… ¿Chandra? El chiste provoca una amable risotada y la tensión reinante se disipa un poco.
—Somos los Finanfieros —repite la langosta—. Venimos a intercambiar intereses. ¿Qué tenéis que queramos?
Amber frunce ligerísimamente el ceño. Pierre puede ver cómo discurre a toda prisa.
—Consideramos que preguntar es descortés —dice apaciblemente.
Repiqueteo de pinzas contra el suelo de piedra subyacente. Parloteo de mandíbulas chasqueantes.
—¿Aceptas nuestra traducción? —pregunta el líder.
—¿Se refiere a la transmisión que nos enviaron, esto… hace treinta mil billones de kilómetros luz? —pregunta Amber.
La langosta se mueve arriba y abajo sobre sus patas.
—Verdad. Enviamos.
—No podemos integrar esa red —contesta Amber con tono insulso, y Pierre tiene que esforzarse para no romper a reír. (No es que las langostas ya sepan interpretar el lenguaje corporal humano, pero indudablemente grabarán todo lo que pase aquí para su análisis posterior)—. Vienen de una especie radicalmente distinta. Nuestro objetivo al venir aquí es conectar nuestra especie a la red. Deseamos intercambiar información valiosa con otras muchas especies.
Preocupación, gran inquietud, agitación.
—¡No podéis hacer eso! No sois significante de entidad intraducible.
Amber levanta una mano.
—Ha dicho significante de entidad intraducible. Eso no lo he entendido. ¿Puede parafrasear?
—Nosotros, como vosotros, no somos significante de entidad intraducible. La red es para significante de entidad intraducible. Nosotros somos para concepto intraducible número 1 lo que un organismo unicelular es para nosotros. Vosotros y nosotros no podemos concepto intraducible número 2. Tratar de entablar relaciones comerciales con significante de entidad intraducible es invitación a la muerte o transición a concepto intraducible número 1.
Amber chasquea los dedos: el tiempo se congela. Mira a Su Ang, a Pierre, al resto de los miembros de su equipo principal.
—Opiniones, ¿alguien?
Aineko, hasta el momento invisible, se incorpora en la alfombra a los pies de la tarima.
—No estoy segura. La razón por la que esas macros están etiquetadas es que algo falla en su semántica.
—Que algo falla… ¿Cómo? —pregunta Su Ang.
La gata sonríe abriendo mucho la boca y comienza a desaparecer.
—¡Espera! —dice Amber con brusquedad.
Aineko sigue desapareciendo, pero deja atrás una presencia reluciente: no una sonrisa, sino un mapa de coeficiente de ponderación de red neuronal, tridimensional e incomprensiblemente complicado.
—Cuando se traspone el concepto intraducible número 1 a la red gramatical de las langostas, tiene elementos de «dios» recargados con atributos de misticismo e incomprensibilidad de tipo zen. Pero estoy bastante segura de que lo que realmente significa es «consciencia digital optimizada que se ejecuta mucho más rápido que el tiempo real». Una entidad mínimamente superhumana del tipo uno, como, esto… la gente de casa. La implicación es que este Finanfiero quiere que los veamos como dioses. —La gata vuelve a aparecer—. ¿Alguien se lo traga?
—Estafadores de poca monta —masculla Amber—. Dándose importancia (o usando una metagramática difícil que les hace parecer más importantes de lo que son) para estafar a los palurdos recién llegados a la gran ciudad.
—Lo más seguro. —Aineko se gira y se pone a lavarse un costado.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Su Ang.
—¿Hacer? —Amber levanta una ceja perfilada y en su cara se dibuja fugazmente una sonrisa que cercena una década de su edad aparente—. ¡Vamos a hacerles un lío! —Chasquea los dedos de nuevo y el tiempo se descongela. No hay ningún cambio en la continuidad excepto por Aineko, que sigue presente a los pies del trono. La gata levanta los ojos y le dedica una mirada asesina a la reina—. Entendemos su preocupación —dice Amber suavemente—, pero ya les hemos dado los modelos fisiológicos y la arquitectura neural de los cuerpos que llevan puestos. Queremos comunicarnos. ¿Por qué no se muestran tal como son o nos hablan en su verdadero idioma?
—¡Éste es idioma comercial! —protesta Langosta Número Uno—. Finanfieros soy/somos coalición metabólicamente variable de número de mundos. No uniformidad de interfaz. Es más fácil ajustarse a un plan y hablar una lengua optimizada para vuestra comprensión.
—Hmm. —Amber se inclina hacia delante—. A ver si le entiendo. Son una coalición de individuos de un número de especies distintas. ¿Prefieren utilizar el modelo de interfaz de usuario común que les enviamos, y quieren intercambiar el módulo de lenguaje que están utilizando? Y quieren comerciar con nosotros.
—Intercambiar intereses —enfatiza el Finanfiero, rebotando arriba y abajo sobre sus patas—. ¡Poder ofrecer mucho! Sentido de identidad de un millar de civilizaciones. Túneles seguros a cientos de archivos en la red, adecuados para seres que no son significante de entidad intraducible. Capaces de controlar los riesgos de la comunicación. Tener técnica de manipulación de materia a nivel molecular. Solución a sistemas iterados algorítmicos basados en entrelazamiento cuántico.
—Nanotecnología anticuada y abalorios brillantes para encandilar a los primitivos —dice Pierre entre dientes por el canal multisesión de Amber—. ¿Tan atrasados se piensan que estamos?
—Este modelo físico es muy detallado —comenta Boris—. Puede que incluso piensen que esto es real, que somos primitivos y vamos a remolque de los logros de las langostas.
Amber fuerza una sonrisa.
—¡Eso es muy interesante! —les gorjea a los representantes de los Finanfieros—. He designado dos representantes que negociarán con ustedes; se trata de una prueba interna dentro de mi propia corte. Os presento a Pierre Naqet, mi propio representante comercial. Además, si gustáis también podéis tratar con Alan Glashwiecz, un factor independiente que no está presente en este momento. Otros pueden presentarse a su debido momento si es aceptable.
—Nos complace —dice Langosta Número Uno—. Estamos cansadas y desorientadas por el largo viaje por los portales hasta este lugar. ¿Solicitamos reanudar las negociaciones más tarde?
—Faltaría más.
Amber asiente. Un sargento de armas, un zimbo mecánico pero impresionante controlado por la tela de araña de hilos de personalidad de Amber, toca una nota aguda en su trompeta. La primera audiencia ha concluido.
Fuera del cono de luz de la Circo Ambulante, al otro lado de la inmensidad de espacio que separa el pequeño reino en movimiento de Amber de las profundidades de tiempo imperial que atenazan las redes cuánticamente entrelazadas del sistema solar, se está fraguando una nueva y singular realidad.
Bienvenidos al momento de máximo cambio.
En el sistema solar hay unos diez mil millones de humanos vivos, cada mente rodeada de un exocórtex de agentes distribuidos, hilos de personalidad que brotan directamente de sus cabezas para ejecutarse en las nubes de niebla útil (recursos computacionales infinitamente flexibles, finos como el aerogel) en la que viven. Las brumosas profundidades son un hervidero de destellos de banda ancha alta; la mayor parte de la biosfera terrestre se ha empaquetado y se ha preservado para su estudio futuro. Por cada ser humano vivo hay un millar de millones de agentes de software que llevan información hasta los rincones más recónditos del espacio de direcciones de la consciencia.
El Sol, durante tanto tiempo una enana G2 común ligeramente variable, ha desaparecido envuelto en una nube gris de la que sólo se libra un estrecho cinturón alrededor del plano de la eclíptica. La luz solar sigue cayendo inalterable sobre los planetas interiores: sobre todos menos sobre Mercurio, que ya no está presente, pues ha sido totalmente desmantelado y convertido en nanocomputadoras solares de alta temperatura. Una luz mucho más intensa cae sobre Venus, que ahora apenas tiene rotación y está rodeado por helechos relucientes de cristales de carbono que generan momento angular mediante enormes bucles superconductores enrollados alrededor de su ecuador. Este planeta también está previsto que sea desmantelado. Tanto Júpiter como Neptuno y Urano exhiben anillos tan impresionantes como los de Saturno. Pero la tarea de canibalizar los gigantes gaseosos llevará mucho más tiempo que la de los pequeños cuerpos rocosos del sistema interior.
Los diez mil millones de habitantes de este sistema solar radicalmente cambiado recuerdan que fueron humanos; casi la mitad de ellos nació antes del cambio de milenio. Algunos de ellos lo siguen siendo; no se han visto afectados por el impulso de la metaevolución que ha reemplazado el ciego cambio darwiniano por un progreso teleológico positivista. Atemorizados, se refugian en comunidades amuralladas y fortines de montaña, farfullando plegarias y maldiciendo a los impíos que han trastocado el orden natural de las cosas. Pero ocho de cada diez humanos vivos están incluidos en el cambio de fase. Es la revolución más extendida de toda la condición humana desde la aparición del habla.
Un millón de brotes de plaga gris (incursiones de nanoensambladores fuera de control) amenazan con elevar la temperatura de la biosfera de manera espectacular. Todos ellos son contenidos por el sistema inmune a escala planetaria creado a partir de lo que una vez fue la Organización Mundial de la Salud. Catástrofes más inverosímiles amenazan las fábricas de bosones de la nube de Oort. Fábricas de antimateria flotan sobre los polos solares. El sistema de Sol presenta todos los síntomas de una irrupción de inteligencia desbocada, imperfecciones exuberantes que para una civilización tecnológica son tan normales como los problemas de piel para un adolescente humano.
El mapa económico del planeta ha cambiado tanto que resulta irreconocible. Tanto el capitalismo como el comunismo, los hijos ideológicos enfrentados de una actitud protoindustrial, se han quedado tan obsoletos como el derecho divino de los reyes. Las empresas son seres vivos y los muertos pueden revivir. El globalismo y el tribalismo han llegado a su término, convirtiéndose respectivamente en interoperabilidad homogénea y el radio de Schwarzschild de la estrechez de miras. Seres que recuerdan que fueron humanos planean la deconstrucción de Júpiter, la creación de un gran espacio de simulación que expandirá el hábitat disponible en el sistema solar. Convirtiendo la totalidad de la masa no estelar del sistema solar en procesadores, pueden alojar tantas mentes equivalentes a la de un humano como una civilización que tuviera un planeta con capacidad para diez mil millones de personas en órbita alrededor de cada estrella de la galaxia.
Una versión más madura de Amber vive en el vertiginoso caos de las inmediaciones de Júpiter; también hay una instancia de Pierre, aunque se ha mudado a unas cuantas horas luz, cerca de Neptuno. Nadie sabría decir si de vez en cuando se acuerda de su gemela relativística. En cierto sentido, no importa, porque para cuando la Circo Ambulante vuelva a la órbita de Júpiter, para los velocipensadores de casa habrá pasado tanto tiempo subjetivo como el que se esfumará en el universo real entre este momento y el final del periodo de formación de estrellas, dentro de muchos miles de millones de años.
—Como teólogo tuyo te digo que no son dioses.
Amber asiente con paciencia. Observa a Sadeq detenidamente.
Sadeq carraspea de mal humor.
—Díselo, Boris.
Boris inclina su silla hacia atrás y la gira hacia la reina.
—Tiene razón, Amber. Son comerciantes, y ni siquiera de los listos. Es difícil entender su semiótica mientras se escondan detrás del modelo de langosta que colgamos en su dirección hace veinte años, pero seguro que no son crustáceos y seguro que tampoco son humanos. O transhumanos. Yo digo que son un hatajo de paletos tontainas que se apropian de los juguetes que van dejando por ahí tipos mucho más inteligentes. Igual que las facciones reaccionarias de casa. Imagínate que una mañana se despiertan y se encuentran con que todo el mundo se ha largado al gran entorno virtual de los cielos, les han dejado el planeta para ellos solos. ¿Qué crees que harían con el mundo entero, con los chismes que se fueran encontrando? Algunos destrozarán todo lo que se encuentren, pero otros no serán tan tontos. Pero no tienen ambición. Son carroñeros, deconstructores. Su única visión comercial es el juego de la suma negativa. Buscan alienígenas para timarles, para robarles ideas, no para expandirse o trascender.
Amber se levanta y camina hacia las ventanas de la parte delantera del puente. Con unos vaqueros negros y un jersey gordo, apenas se parece a la reina feudal que interpreta para los turistas.
—Nos arriesgamos mucho subiéndolos a bordo. No me alegro de haberlo hecho.
—¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler? —Sadeq sonríe torciendo la boca—. Tenemos una respuesta. Pero puede que ni siquiera se den cuenta de que están siendo examinados. Éstos no son los dioses que temías encontrarte.
—No —dice Amber con un suspiro—. Pero no son muy distintos a nosotros. Quiero decir, nosotros tampoco nos adaptamos bien a este entorno, ¿no? Cargamos con estas imágenes de nuestros cuerpos, dependemos de realidades falsas que podemos trasponer a nuestros sentidos humanos. Somos emulaciones, no auténticas IAs. ¿Dónde está Su Ang?
—Puedo encontrarla —dice Boris frunciendo el ceño.
—Le pedí que analizara las horas de llegada de los alienígenas —añade Amber—. Están cerca, demasiado cerca. Y no tardaron ni un segundo en aparecer cuando rozamos el router la primera vez. Creo que las teorías de Aineko fallan. Lo más probable es que los verdaderos dueños de esta red a la que nos hemos conectado utilicen protocolos de nivel mucho más alto para comunicarse; paquetes conscientes para construir portales de comunicación efectivos. Lo más seguro es que estos Finanfieros aguarden al acecho hasta que llegan novatos a los que explotar. Pedófilos que se esconden a las puertas del colegio. No quiero darles ninguna oportunidad antes de establecer contacto con lo que vinimos a buscar.
—Puede que no te quede más remedio —dice Sadeq—. Si no son muy perspicaces, como sospechas, puede que se asusten si editas su entorno. Puede que arremetan contra nosotros. Dudo que entiendan siquiera cómo crearon la metagramática contaminada que nos devolvieron. Para ellos será sólo una herramienta que hace que los alienígenas ingenuos sean más crédulos, que sea más fácil negociar con ellos. ¿Quién sabe de dónde la sacaron?
—Un arma gramatical. —Boris se gira sobre sí mismo lentamente—. Inserta propaganda en tu software de traducción si quieres establecer una relación comercial favorable. Qué ingenioso. ¿Estos tíos nunca han oído hablar de la neolengua?
—Probablemente no —dice Amber despacio, haciendo una pausa para generar hilos espectadores que examinen y asimilen el libro y las tres versiones cinematográficas de 1984, seguidas de la serie de secuelas noveladas que se desarrolla en el mismo universo. Siente un escalofrío al reintegrar las memorias—. ¡Aj! No es una visión muy agradable. Me recuerda a… —chasquea los dedos intentando acordarse de que a papá le gustaba mucho—… Dilbert.
—Fascismo cordial —dice Sadeq—. No importa lo más mínimo quién esté al mando. Podría contarte historias de mis padres, de cómo crecieron con una revolución. No dudar nunca de uno mismo es veneno para el alma, y estos alienígenas quieren imponernos sus certezas.
—Creo que deberíamos ver cómo le va a Pierre —dice Amber en voz alta—. No quiero que me lo envenenen, hasta ahí podríamos llegar. —Sonrisa burlona—. De eso ya me encargo yo.
Donna la periodista está en todas partes a la vez. Es un talento muy práctico: cuando puedes entrevistar a ambas partes al mismo tiempo la cobertura informativa es mucho más imparcial.
En este momento una de ellas está en el bar con Alan Glashwiecz, quien ciertamente no se ha percatado de que puede modularse los niveles de dehidrogenasa de etanol a voluntad y por consiguiente está a punto de pillarse una buena melopea. Donna contribuye a ello. Le parece fascinante ver a este joven resentido que ha tirado por la borda su juventud a cambio de un proceso de automejora desmedido.
—Soy socio de pleno derecho —dice con amargura— de Glashwiecz y Sí Mismos. Soy uno de los Sí Mismos. Todos somos socios, pero el que manda es Glashwiecz Primero. El viejo cabrón, si hubiera sabido que acabaría convirtiéndome en eso, habría preferido escaparme a una comuna hippy antiglobalista. —Apura su copa, demostrando su integridad orofaringea, y chasquea los dedos pidiendo otra—. Me levanté una mañana y me encontré con que mi yo más viejo me había resucitado. Dijo que valoraba mi energía juvenil y mi actitud optimista, y entonces me ofreció una participación minoritaria con opciones de compra que me habría costado conseguir cinco años. El hijo de puta.
—A mí me lo vas a decir —Donna le sonsaca comprensiva—. Aquí estamos, varados entre tipos idiopáticos, y entre ellos no hay ni un solo múltiple…
—Ahí le has dao. —En las manos de Glashwiecz aparece otra botella de Bud—. En un momento estoy en un apartamento de París siendo humillado por un gilipollas comunista travestido llamado Macx y la pérfida guarra de su mánager francesa, y al siguiente estoy plantado en la moqueta delante del escritorio de mi alter ego que me está ofreciendo trabajo como asociado. Han pasado diecisiete años, todas esas bizarradas absurdas en las que andaba metido el Macx ese son moneda corriente y hay siete copias mías en la oficina exterior tomando apuntes porque mi yo socio mayoritario no se fia de nadie más para que trabaje con él. Es humillante, eso es lo que es.
—Que es por lo que estas aquí. —Donna espera mientras él le pega un buen trago a la botella.
—Sí. Mejor que trabajar para mí mismo, te lo digo; no se parece a ser autónomo. ¿Tú sabes cómo se distancia uno a veces de su trabajo? Es horrible cuando te ves a ti mismo desde fuera con otro medio gigasegundo de experiencia y el nuevo tú no sólo se ha distanciado de la base de clientes, es que se ha distanciado de tu auténtico tú. Así que volví a la facultad y me empollé la legislación sobre inteligencia artificial y ética, la jurisprudencia de la digitalización de la consciencia y el agravio recursivo. Luego me ofrecí voluntario para venir aquí. Ella sigue siendo cliente nuestra, y pensé… —Glashwiecz se encoge de hombros.
—¿Se opuso alguno de tus yos alternativos a tus planes? —pregunta Donna, generando fantasmas para que lo enfoquen desde todos los ángulos. Por un instante se pregunta si esto es prudente. Glashwiecz es peligroso. El poder que ejerce sobre la madre de Amber, la capacidad para obligarla a ampliar su poder de representación, apunta a oscuros secretos. ¿Podría ser que sus continuas demandas fueran algo más que una disputa familiar?
El rostro de Glashwiecz es un estudio de la perspectiva.
—Oh, uno lo hizo —dice con desdén. Uno de los puntos de vista de Donna capta la contracción despectiva de su mejilla—. Lo dejé en el congelador de mi apartamento. Pensé que pasaría un tiempo hasta que alguien se diera cuenta. No es asesinato (sigo aquí, ¿verdad?), y no tengo intención de acusarme a mí mismo. Creo. Si lo hiciera, sería una demanda un tanto redundante.
—Los alienígenas —le sugiere Donna— y el juicio de Dios. ¿Qué te parece todo eso?
—La reina putita ha salido a su padre, ¿verdad? —dice con sorna Glashwiecz—. Él también es un cabrón. El filtro de selección competitiva que ha impuesto es diabólico; si lo mantiene durante mucho tiempo acabará paralizando su sociedad, pero a corto plazo es muy ventajoso. Ella quiere que negocie con mi vida y no puedo presentar mi reclamación formal contra ella si no le gano al mimado de su especulador, ese necio de Marsella. ¿Sí? Lo que él no sabe es que tengo un as en la manga. Te lo voy a contar. —Borracho, levanta su botella—. Mira, conozco a esa gata. Una que tiene un signo de @ marrón en un lado, ¿vale? Antes era del viejo de la reinecita, Manfred, el cabrón. Verás. Su mamá, Pamela, la ex de Manfred, es mi cliente en este caso. Y ella me dio las claves de acceso de la gata. Control de acceso. ¡Hip! Puedo meterme en su sesera y coger esa maldita capa de traducción que le robó a la gente de SETI@home. Y entonces puedo hablar con ellos directamente. —El abogado abrumado por el futuro tiene una cogorza y está lanzado—. Les voy a agarrar de las pelotas y se las voy a desmantelar. El desmantelamiento es la industria del futuro, ¿sabes?
—¿Desmantelamiento? —pregunta la reportera, observándolo con indignada fascinación desde detrás de su máscara de objetividad.
—Ya te digo. Estamos viviendo una singularidad, eso implica desequilibrio. Y donde hay desequilibrio hay alguien que se va a hacer rico desmantelando las sobras. Escucha, una vez conocí a este econo-economista, eso es lo que era. Trabajaba para los eurofederales, un fetichista del caucho. Me habló de una fábrica cerca de Barcelona. Tenía funcionando una línea de desmontaje. Por un lado iban pasando servidores de los caros en sus cajas. Los sacaban de las cajas. Luego los obreros les quitaban las carcasas, les sacaban los discos duros, la memoria, los procesadores, todos los cables fuera. Otros lo metían todo en bolsas y lo etiquetaban. Tira la caja y lo que queda, porque no valía una mierda. La cosa es que el fabricante cobraba tanto por los componentes, que les merecía la pena comprar las máquinas enteras y desmantelarlas. En piececitas. Y vender las piececitas. ¡Joder, sí hasta les dieron un premio por la idea! Y todo porque sabían que el desmontaje era el futuro.
—¿Qué pasó con la fábrica? —pregunta Donna, incapaz de quitarle los ojos de encima.
Glashwiecz señala el arco estelar que se extiende por el techo con una botella vacía.
—Ah, ¿a quién coño le importa? Cerraron hace como, ¡hip!, diez años. La Ley de Moore tocó techo, se cargó el mercado. Pero el desmontaje (el canibalismo de la línea de producción) es lo que viene. Coge los viejos activos y revitalízalos. Una fortuna muy valorada. —Sonríe burlonamente, la avaricia reflejada en unos ojos extraviados—. Eso’s lo que voy a hacerle a esas langostas. Voy a aprender su idioma y nunca sabrán lo que se les vino encima.
La diminuta nave espacial se desplaza a la deriva en la órbita alta, por encima de la turbia sopa marrón de la atmósfera. En el fondo del pozo gravitatorio de Hyundai+4904/-56, es una mota de polvo atrapada entre dos fuentes de luz: el inquisitivo y brillante zafiro de los láseres de propulsión de Amber en la órbita joviana y la demencia esmeralda del propio router, un toroide elaborado con materia extraña.
En este momento el puente de la Circo Ambulante está siendo utilizado de forma constante, un lugar de encuentro para las mentes con acceso a las áreas restringidas. Pierre pasa cada vez más tiempo aquí: le parece el sitio ideal para centrarse en su campaña comercial y sus macros de arbitraje. Al mismo tiempo que Donna está analizando la estrategia del abogado múltiple, Pierre está presente en forma neomórfica, un esbozo caprichoso de humanidad, con seis brazos y dos cabezas, estudiando con velocidad inhumana los mapas de tensor de la densidad del flujo de información en torno al macizo de singularidades descarnadas del router.
Algo centellea en el vacío de la parte de atrás del puente y es como si Su Ang siempre hubiera estado ahí. Observa a Pierre en silencio contemplativo durante un minuto.
—¿Tienes un momento?
Pierre se superpone a sí mismo: un fantasma impreciso sigue concentrado en el panel frontal, pero otra instancia se gira, se cruza de brazos y espera a que ella hable.
—Sé que estás ocupado… —empieza a decir, se interrumpe—. ¿Tan importante es? —pregunta.
—Lo es. —Pierre se desdibuja mientras resincroniza sus instancias—. El router… De él salen cuatro agujeros de gusano, ¿lo sabías? Cada uno de ellos emite unos 1011 Kelvins y cada longitud de onda lleva conexiones de datos, multiplexadas, con una pila de protocolos que tiene al menos once niveles pero puede que más. Presentan signos de autosimilaridad en los encabezados de tramas. ¿Sabes cuánta información es eso? Es unas 1012 veces la de nuestro enlace de banda ancha alta de casa. Pero comparado con lo que hay al otro lado de los agujeros… —Sacude la cabeza.
—¿Es grande?
—¡Es inconcebiblemente grande! Comparados con las mentes a las que se conectan, estos agujeros de gusano son conexiones insignificantes. —Se desdibuja delante de ella, no puede quedarse quieto ni apartar la vista del panel frontal. ¿Entusiasmo o inquietud? Su Ang no sabría decirlo. Con Pierre, a veces es imposible distinguir una cosa de la otra. Se emociona con facilidad—. Creo que tenemos un esbozo de respuesta a la paradoja de Fermi. Los trascendentes no van por ahí viajando porque no pueden conseguir el ancho de banda suficiente (intentar migrar por uno de estos agujeros de gusano sería como descargar tu mente en una mosca de la fruta, si son lo que creo que son) y la opción de viajar a velocidades inferiores a la de la luz también queda descartada porque no podrían llevar consigo bastante computronio. A no ser que…
Vuelve a difuminarse. Pero antes de que se difumine del todo Su Ang se acerca y lo toca con las manos.
—Pierre. Cálmate. Desconéctate. Vacíate.
—¡No puedo! —Ella puede ver que está realmente nervioso—. Tengo que dar con la mejor estrategia comercial para librar a Amber de esa demanda y luego decirle que nos saque de aquí; ¡estar tan cerca del router es muy peligroso! Los Finanfieros son lo de menos.
—Para.
Pausa sus múltiples presencias y converge en una única identidad centrada en el aquí y el ahora.
—¿Sí?
—Eso está mejor. —Se pone a caminar a su alrededor, despacio—. Tienes que aprender a controlar mejor el estrés.
—¡Estrés! —dice Pierre resoplando. Se encoge de hombros, un gesto impresionante cuando uno tiene tres clavículas—. Eso es algo que puedo apagar cuando lo estime oportuno. Un efecto secundario de esta existencia; somos cerdos en el ciberespacio revoleándonos en nuestras carnales simulaciones pero incapaces de experimentar el nuevo entorno tal y como es. ¿Qué querías de mí, Ang? Si te soy sincero, estoy muy ocupado, tengo que montar una red comercial.
—Ahora mismo tenemos un problema con los Finanfieros, aunque tú creas que lo peor está ahí fuera —dice Ang—. Boris cree que son parásitos, jugadores de suma negativa que acechan a novatos como nosotros. Al parecer Glashwiecz está hablando de hacer un trato con ellos. Amber sugiere que los ignores completamente, que los excluyas y hables con quien sea que pueda estar escuchando.
—Quien sea que pueda estar escuchando, vale —dice Pierre recalcando las palabras—. ¿Alguna otra genialidad de parte de la reina?
Ang respira hondo. Se da cuenta de lo exasperante que es. Y lo peor de todo es que él no se da cuenta. Exasperante pero mono.
—Estás montando una red comercial, ¿no? —le pregunta.
—Sí. Una red estándar de empresas independientes, instanciada como un autómata celular en el entorno de servicio de asesoría jurídica activa del Imperio Anillo. —Se relaja ligeramente—. Todas ellas tienen acceso a una parte compartimentalizada de la propiedad intelectual y pueden consultar el analizador sintáctico corregido que nos dio la gata. Están definidas de modo que puedan comunicarse con una arquitectura en pizarra, un bazar, y estoy preparando un enlace con el router, un enlace de telecomunicaciones multidifusión que transmitirá la existencia del bazar a quien esté escuchando. Comercio… —Su entrecejo se arruga—. En esta red hay al menos dos estándares monetarios distintos que se usan para comprar precedencia de calidad de servicio y ancho de banda. Pierden valor con la distancia, como si el concepto de dinero se hubiese inventado para promover el desarrollo de puntos de red de largo alcance. Si puedo entrar el primero, cuando Glashwiecz intente sacar tajada ofreciéndoles una IP con descuento…
—No va a hacer eso, Pierre —dice ella con toda la delicadeza que puede—. Escucha lo que te digo: Glashwiecz se va a centrar en los Finanfieros. Les va a ofrecer un trato. Amber quiere que los ignores por completo. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo. —Se oye el talán sordo de una de las campanas de comunicación—. Oye, esto es interesante.
—¿Qué es interesante? —Ella se estira mientras alarga el cuello como una serpiente para ver la ventana a la realidad subyacente que acaba de aparecer delante de él.
—Una clave de acceso a… —hace una pausa y entonces saca de la pantalla un concepto perfectamente reificado y se lo enseña bañado en luz plateada—… ¡unos doscientos años luz de distancia! Alguien quiere hablar. —Sonríe. Entonces la estación de trabajo del panel frontal vuelve a sonar—. Eh, otra vez. Me pregunto qué dirá.
Le lleva un momento pasar el segundo mensaje por el traductor. Curiosamente, al principio no se traduce. Pierre tiene que corregir una extraña interferencia destructiva en la red de las falsas langostas para poder desentrañarlo.
—Muy curioso —dice.
—Eso parece. —Ang deja que su cuello vuelva a su sitio—. Será mejor que se lo cuente a Amber.
—Hazlo —dice Pierre con aire de preocupación. Él la mira a los ojos, pero lo que ella espera ver en su cara sencillamente no está ahí. Lleva sus emociones a flor de piel—. No me extraña que su traductor no quisiera pasarles ese mensaje.
—La gramática está dañada a propósito —murmura Ang, y sale pitando hacia el salón de audiencias de Amber—, y nos están amenazando. —Parece que en algún momento los Finanfieros se hicieron con una muy mala reputación; Amber tiene que saberlo.
Glashwiecz se inclina hacia Langosta Número Uno; se le están revolviendo las tripas. Ha pasado sólo un kilosegundo de tiempo real desde su entrevista en el bar, pero en el tiempo subjetivo trascurrido desde entonces se ha quitado la resaca, ha perfilado el expediente del caso y ha decidido pasar a la acción. En las Tullerías.
—Os han mentido —dice con toda tranquilidad, confiando en las listas de control de acceso de privacidad que consiguió intimidando a la madre de Amber, unas listas de acceso que le permiten controlar el régimen que la gata introdujo en este universo virtual.
—¿Mentido? ¿Sometido a corrupción gramatical en el pasado? ¿Maldad lingüística?
—Eso es. —Glashwiecz está disfrutando, aunque tiene que acercarse al crustáceo virtual de dos metros de largo más de lo que le gustaría. Mostrarles cómo les han tangado siempre funciona, especialmente si uno tiene las llaves de la puerta de la jaula en la que están encerrados—. No os están contando la verdad sobre este sistema.
—Nos dieron garantías —dice claramente Langosta Número Uno. Sus apéndices bucales se mueven sin cesar, el ruido procede de alguna parte interna de la cabeza—. Usted no comparte este fenotipo. ¿Por qué?
—Esa información no es gratis —dice Glashwiecz—. Estoy dispuesto a proporcionárosla a crédito.
Regatean un poco. Acuerdan un tipo de cambio en preguntas, así como un índice de confianza para puntuar las respuestas.
—Cuéntenoslo todo —insiste el negociador de los Finanfieros.
—Existen múltiples especies conscientes en el mundo del que venimos —dice el abogado—. La forma que habéis adoptado corresponde sólo a una de ellas, una que quería alejarse de la forma que yo adopto, la especie consciente original creadora de herramientas. Ahora algunas de las especies son artificiales, pero todas ofrecemos información a cambio de provecho personal.
—Bueno saberlo —le asegura la langosta—. Nos gusta comprar especies.
—¿Comprar especies? —Glashwiecz ladea la cabeza.
—Tenemos el anhelo insoportable de ser lo que no somos —dice la langosta—. ¡La novedad, la sorpresa! La carne se agusana y la madera se pudre. Buscamos la novedad inherente al ser alienígena. Denos su somatotipo, denos todos sus pensamientos y le soñaremos por completo.
—Creo que se podría arreglar algo —concede Glashwiecz—. ¿Así que queréis ser… no, queréis tomar en arrendamiento los derechos que os permitan ser humanos durante una temporada? ¿Y eso por qué?
—Concepto intraducible número 3 significa concepto intraducible número 4. Nos lo dijo Dios.
—Vale, creo que de momento tendré que fiarme de vuestras palabras. ¿Cuál es vuestra forma de verdad? —pregunta.
—Espere y se la enseño —dice la langosta y se pone a vibrar.
—¿Qué está haciendo…?
—Espere. —La langosta se sacude, retorciéndose ligeramente, como un hombre de negocios corpulento que se ajusta los calzoncillos después de una pesada comida de negocios. Apenas visibles a través de la gruesa coraza quitinosa, se mueven inquietantes formas—. Queremos su ayuda —le explica la langosta, la voz curiosamente apagada—. Queremos establecer vínculos comerciales directos. Emisarios físicos, ¿sí?
—Sí, eso está muy bien —añade Glashwiecz con excitación: es exactamente lo que esperaba, la tan ansiada ventaja competitiva que probará su valía en el juicio de Dios mercantil designado por Amber—. ¿Vais a tratar con nosotros directamente sin usar esa interfaz falsa?
—De acuerdo.
La langosta se va apagando hasta que se queda prácticamente callada; pueden oírse ruiditos como de masticación que salen de su caparazón. Entonces Glashwiecz oye unos pasos a su espalda en el sendero de gravilla.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunta volviendo la cabeza. Es Pierre, que vuelve a adoptar su forma humana. Lleva una espada colgada del cinturón y en las manos una enorme pistola de rueda—. ¡Eh!
—Apártate del alienígena, abogado —le advierte Pierre levantando la pistola.
Glashwiecz vuelve a mirar hacia Langosta Número Uno. Ha retraído su parte frontal en el carapacho protector y ahora se está contorsionando, meciéndose de un lado a otro de forma inquietante. Algo en el interior del caparazón se está volviendo negro, adquiriendo grosor y textura.
—Como letrado, gozo de inmunidad —insiste Glashwiecz—. En nombre de mi cliente alienígena, tengo que protestar enérgicamente…
Sin previo aviso la langosta se abalanza y se levanta sobre las patas traseras. Extiende sus enormes pinzas, quelípedos recubiertos de pelillos espinosos, y agarra a Glashwiecz de los brazos.
—¡Eh!
Glashwiecz intenta apartarse, pero la langosta ya se cierne sobre él, los maxilípedos y el maxilar en pos de su cabeza. Se oye un crujido escalofriante al desmembrársele una de las articulaciones del codo: las mandíbulas de un quelípedo se han cerrado haciéndole trizas el húmero. Toma aire para gritar, entonces los cuatro pequeños maxilares le agarran la cabeza y la arrastran hacia las mandíbulas batientes.
Pierre se echa rápidamente a un lado, intentando encontrar un ángulo para disparar a la langosta sin atravesar el cuerpo del abogado. La langosta no coopera. Se gira sobre sí misma, agarrando firmemente el cuerpo convulso de Glashwiecz. Hay un fuerte hedor a mierda y la sangre sale a chorros de los apéndices bucales del crustáceo. Algo le pasa a este modelo biofísico: el nivel de realismo está muy por encima de lo normal.
—Merde —susurra Pierre. Intenta torpemente apretar el enorme gatillo y se oye un ruido apenas perceptible, pero no hay ninguna explosión.
Se pueden oír más ruidos húmedos de masticación mientras la langosta se zampa la cara del abogado y se la traga convulsivamente, sorbiendo la cabeza y los hombros hasta el interior de su molinillo gástrico.
Pierre mira el pesado revólver.
—¡Mierda! —grita. Vuelve la vista hacia la langosta, da media vuelta y sale corriendo hacia la pared más próxima. Hay más langostas sueltas por el jardín—. ¡Amber, emergencia! —envía por el canal privado—. ¡Enemigos en el Louvre!
La langosta que se ha cargado a Glashwiecz se agacha sobre el cuerpo y se estremece. Pierre hace girar el resorte de su pistola, demasiado nervioso para comprobar que esté cargada. Vuelve a mirar hacia el intruso alienígena.
—Se han saltado el modelo biofísico —envía. «Podría morir aquí», piensa, momentáneamente aterrado. «Esta instancia mía podría morir para siempre».
El caparazón de langosta sentado en un charco de sangre y en los restos de un cuerpo humano se parte en dos. Una forma humanoide empieza a desenroscarse desde su interior, la piel pálida, húmeda y brillante: unos ojos azules ausentes se mueven rápidamente de lado a lado mientras se estira y se pone recta, tambaleándose insegura sobre dos piernas inestables. Abre la boca y emite un extraño silbido glugluteante.
Pierre la reconoce.
—¿Qué haces tú aquí? —le grita.
La mujer desnuda se gira hacia él. Salvo por los quelípedos que tiene en lugar de manos, es el vivo retrato de la madre de Amber.
—¡Capital! —masculla. Y da un paso tembloroso hacia él claqueteando con las pinzas.
Pierre vuelve a cargar la pistola. Hay un estrépito de pólvora y humo, una sacudida que casi le disloca el codo, y el pecho desnudo de la mujer estalla salpicando sangre por todas partes. Ella le gruñe sin sentido y se tambalea, entonces los jirones de carne sanguinolenta se unen y se suturan con una rapidez inverosímil. Y vuelve a avanzar.
—Le dije a Amber que Matrix sería más defendible —se queja Pierre, soltando el arma y sacando la espada mientras el alienígena se gira hacia él y levanta unos brazos que acaban en pinzas—. ¡Necesitamos armas, maldita sea! ¡Montones de armas!
—Quieeero capital —masculla el intruso alienígena.
—Tú no puedes ser Pamela Macx —dice Pierre con la espalda pegada a la pared, manteniendo la punta de la espada delante de la cosa-mujer-langosta—. Está en un convento en Armenia o algo así. Lo has sacado de los recuerdos de Glashwiecz. Él trabajó para ella, ¿no?
Las pinzas chasquean delante de su cara.
—¡Sociedad de inversión! —chilla el engendro—. ¡Asiento en la junta directiva! ¡Desayunar cerebros! —Da un bandazo intentando esquivar la espada.
—Joder, no me lo puedo creer —gruñe Pierre. La criatura Finanfiera salta justo en el momento más inoportuno y se ensarta en la punta de la hoja con las pinzas traqueteando ávidamente. Pierre se escabulle como puede y casi se deja la piel en los rugosos ladrillos de la pared. Y lo que funciona para uno funciona para todos, porque el modelo manipulado que se ejecuta en esta realidad hace que el atacante emita un gemido y se desplome.
Entonces Pierre saca la espada, mira nervioso por encima del hombro y le asesta con ella en el cuello. El impacto le sacude el brazo, pero él sigue asestando hasta que hay salpicaduras de sangre por todas partes, en su camisa, en la espada, y sobre el muñón de un cuello masacrado sólo queda una masa vagamente redonda, la mandíbula moviéndose en silencio como la de un no muerto.
Se queda mirándolo un momento y entonces su estómago se rebela y trata de vaciarse sobre el amasijo.
—¿Dónde demonios se ha metido todo el mundo? —emite por el canal privado—. ¡Enemigos en el Louvre!
Se incorpora intentando recuperar el resuello. Se siente vivo, aterrorizado y consternado y exultante al mismo tiempo. El canto de los pájaros se ve ahogado por el crujido omnipresente de los caparazones de los emisarios de los Finanfieros, que empiezan a adoptar una serie de formas nuevas y supuestamente más letales.
—Parece que no tienen muy claro cómo apoderarse de un espacio simulado —añade—. Puede que en lo que a ellos respecta ya seamos el concepto intraducible número 1.
—No te preocupes, he cortado la conexión de entrada —envía Su Ang—. Esto es sólo una avanzadilla, los paquetes de la invasión están siendo filtrados y descartados.
Hombres y mujeres con los ojos en blanco, ataviados con polvorientos uniformes de color negro, salen a trompicones de los caparazones de las langostas y corretean por los jardines del palacio real como confusos invasores hugonotes.
Boris se materializa repentinamente detrás de Pierre.
—¿Por dónde? —pregunta desenvainando una catana anacrónica pero letal.
—Por aquí. Hagámoslo juntos. —Pierre sube su regulador emocional hasta unos niveles peligrosos, suprimiendo los reflejos de aversión naturales y convirtiéndose temporalmente en un asesino sociopático. Se aproxima a un bebé de cosa-langosta con unos enormes ojos negros y una capa de pelo blanco que lloriquea desde un arriate de rosas, y Boris aparta la mirada mientras lo mata. Entonces uno de los más grandes comete el error de arremeter contra Boris y éste lo cercena con la catana por acto reflejo.
Algunos Finanfieros hacen por defenderse cuando Pierre y Boris intentan matarlos, pero su anatomía se lo pone difícil, una curiosa mezcla de crustáceo y humano, pinza y mandíbula contra espada y puñal. Cuando sangran el suelo se tiñe con el tono cobrizo del jugo de langosta.
—Bifurquémonos —sugiere Boris—. Acabemos con esto. —Pierre asiente, apático (todo a su alrededor está envuelto en una capa de pasotismo, todo menos un destello de odio artificial) y se bifurcan, multiplicando sus vectores de estado para sacarle el máximo partido a las prestaciones de virtualización de este universo. No hacen falta refuerzos; los Finanfieros se centraron en atacar el modelo biofísico del universo, haciendo que imitara de la forma más fidedigna posible una realidad física, y no se pararon a aprender las tácticas más complicadas que permite la guerra en un espacio virtual.
Al cabo, Pierre se encuentra en el salón de audiencias: tiene la cara, las manos y la ropa cubiertas de repulsivos coágulos sangrientos y está apoyado en el respaldo del trono de Amber. Ahora sólo hay un Pierre. Un Boris (¿el único?) está de pie junto a la entrada. Apenas puede recordar lo que ha ocurrido, un filtro de paso alto de traumas impide que el horror de las instancias paralelas de la matanza llegue a su memoria a largo plazo.
—Parece despejado —dice en voz alta—. ¿Qué hacemos ahora?
—Esperar a que aparezca Catalina de Médicis —dice la gata, su sonrisa materializándose delante de él como una numinosa amenaza—. Amber siempre encuentra la forma de echarle la culpa a su madre. ¿O aún no lo sabías?
Pierre mira hacia fuera, al amasijo sanguinolento en el sendero donde la primera mujer-langosta atacó a Glashwiecz.
—Creo que ya lo he hecho por ella. —Recuerda la acción en tercera persona, toda subjetividad ha sido eliminada—. El parecido familiar era asombroso —murmura el hilo que todavía la recuerda en la memoria operativa—. Espero que sólo fuera superficial. —Y olvida para siempre el acto de presunto asesinato—. Dile a la reina que podemos hablar cuando quiera.
Bienvenido a la pendiente descendente al otro extremo de la curva del progreso acelerado.
En el sistema solar, la Tierra órbita a través de un túnel de polvo en el espacio. La luz solar todavía llega al planeta de origen, pero la mayor parte de la energía de la estrella ha sido atrapada por las crecientes capas concéntricas de computronio, construidas con los restos de los planetas más interiores.
Alrededor de dos mil millones de humanos, en su mayoría no modificados, sobreviven a duras penas en las ruinas de la fase de transición, sin comprender por qué la vasta supercultura que tanto les molestaba ha enmudecido. La información que se filtra por sus cortafuegos fundamentalistas es escasa, pero lo que llega pinta el inquietante panorama de una sociedad en la que los cuerpos han dejado de existir. Nieblas útiles esparcidas por el aire forman torres de aerogel más grandes que ciclones, eliminando los últimos vestigios físicos de la civilización humana de la mayor parte de las costas de Europa y Norteamérica. Los enclaves se hacinan detrás de sus muros, deslumbrados por los monstruos y los portentos que deambulan por el desierto de la civilización postindustrial, confundiendo aceleración con desplome.
Los brumosos estratos de computronio que rodean el Sol (nubes concéntricas de nanocomputadoras del tamaño de granos de arroz que se alimentan de luz solar y orbitan como las capas compactadas de una matrioska) todavía son inmaduros, apenas comprenden una milésima parte de la masa física planetaria del sistema, pero ya albergan una densidad computacional clásica de 1042 MIPS; suficiente para mantener mil millones de civilizaciones tan complejas como la que existió justo antes del gran desmantelamiento. La conversión todavía no ha llegado a los gigantes gaseosos y algunos enclaves del sistema exterior permanecen independientes (el Imperio Anillo de Amber sigue existiendo como una entidad separada, y lo seguirá haciendo durante algunos años más), pero los planetas del sistema solar interior, a excepción de la Tierra, han sido colonizados hasta extremos inimaginables para cualquier rancia propuesta de la NASA en los albores de la era espacial.
Desde fuera de la civilización acelerada en realidad no es posible saber lo que está pasando dentro. El problema es el ancho de banda: aunque es posible enviar y extraer datos, la incalculable cantidad de operaciones que tienen lugar en los espacios virtuales de la Aceleración resulta abrumadora para cualquier observador externo. En el seno del enjambre, mentes un billón de veces más complejas que la humanidad piensan con ideas tan alejadas de la imaginación humana como un microprocesador de un gusano nemátodo. Un millón de civilizaciones humanas aleatorias florecen en mundos virtuales olvidados en los rincones de esta mente-mundo. La muerte ha sido abolida, la vida triunfa. Florecen miles de ideologías, y la naturaleza humana se adapta cuando es necesario para que así sea. Se forman ecologías de pensamiento en una explosión cámbrica de ideas: el sistema solar finalmente esta adquiriendo consciencia y la mente ya no está restringida a los meros kilotones de adiposa carne gris alojada en los frágiles cráneos humanos.
En alguna parte de la Aceleración, verdes ideas incoloras vagando en un furioso sueño recuerdan una diminuta nave espacial lanzada hace años, y le prestan atención. Se percatan de que pronto la nave estará en posición de actuar como su representante en una conversación que se viene manteniendo desde hace eones. Se ponen en marcha las negociaciones para acceder al activo extrasolar de Amber; el Imperio Anillo prospera, al menos por un tiempo.
Pero primero habrá que actualizar el software operativo del lado humano del enlace de red.
El salón de audiencias de la Circo Ambulante está abarrotado. Todo el mundo a bordo de la nave está presente (todos menos el abogado que sigue congelado y los bárbaros intrusos alienígenas). Acaban de ver las grabaciones de lo que pasó en las Tullerías, de la última y fatal conversación de Glashwiecz con los Finanfieros y la consiguiente batalla por la supervivencia. Y ahora ha llegado la hora de tomar decisiones.
—No digo que tengáis que seguirme —dice Amber dirigiéndose a su corte—, sólo que vinimos hasta aquí precisamente para esto. Sabemos que hay suficiente ancho de banda para transmitir personas y las máquinas virtuales necesarias para su supervivencia; tenemos expectativas relativamente fundadas sobre la buena voluntad del otro lado, o al menos una disposición agálmica para aconsejarnos desinteresadamente sobre la desconfianza que inspiran los Finanfieros. Propongo hacer una copia de mí misma y transmitirla para ver qué hay al otro lado del agujero de gusano. Es más, voy a suspenderme en este lado y cederé el control a cualquier instancia mía que regrese, a no ser que el paréntesis sea largo. Cómo de largo, todavía no lo he decidido. ¿Estáis dispuestos a acompañarme?
Pierre está detrás del trono, las manos a la espalda. Por encima del hombro de la reina mira a la gata que descansa en su regazo, y está seguro de ver cómo le devuelve la mirada entrecerrando los ojos. «Es gracioso», piensa, «estamos hablando de meternos en una madriguera y confiarle nuestras personalidades a quienquiera que viva en el otro extremo. Después de ver a los Finanfieros. ¿Qué sentido tiene?»
—Me vas a perdonar, pero no soy tonto —dice Boris—. Estamos hablando de la paradoja de Fermi, ¿no? Existe una red instantánea, que se puede recorrer, con un ancho de banda que permite la transmisión del equivalente a mentes humanas. ¿Dónde están, históricamente, los visitantes? Debe haber una razón fundamental para su ausencia. Creo que esperaré aquí a ver qué vuelve. Entonces me lo pensaré y veré si me sumo.
—Casi estoy por transmitirme sin una copia de seguridad —dice alguien más—, pero no pasa nada; sólo tenemos ancho de banda para el casi. —El chiste consigue arrancar unas risas desganadas, reforzando la escasa determinación por seguir adelante.
—Estoy con Boris —dice Su Ang. Le lanza una mirada a Pierre, sus ojos conectan. De pronto a él le quedan claras unas cuantas cosas. Niega ligeramente con la cabeza. «Nunca tuviste opciones; le pertenezco a Amber», piensa, pero borra el pensamiento antes de poder mandárselo a ella. Tal vez en otra instanciación sus problemas con el droit de seigneur de la reina ocupen un lugar mucho más importante y hayan hecho mella en su determinación; puede que en otro mundo ya haya pasado—. Creo que esto es muy precipitado —añade Su Ang—. No sabemos lo bastante sobre civilizaciones que han pasado por una singularidad.
—No es una singularidad —dice Amber mordaz—. Es sólo un acelerón momentáneo. Como la inflación cosmológica.
—Nivela las inhomonogeneidades en la estructura inicial de la consciencia —ronronea la gata—. ¿Yo no tengo voto?
—Claro que sí —suspira Amber. Mira a su alrededor—. ¿Pierre?
—Estoy contigo —dice con el corazón en un puño.
Ella esboza una sonrisa radiante.
—Bueno. Los que han dicho que no, ¿serían tan amables de abandonar el universo?
De pronto el salón de audiencias se queda medio vacío.
—Voy a ajustar un temporizador de control para que nos reinicie a partir de este momento si el router no envía a nadie de vuelta dentro de mil millones de segundos —anuncia con aire solemne, abarcando con la mirada las caras serias de los avatares que quedan—. ¡Sadeq! —dice sorprendida—. Pensaba que esto no iba contigo…
—¿Cómo podría ser fiel a mi fe —dice él muy serio— si no estuviera dispuesto a llevar la palabra de Mahoma, que la paz sea con él, a aquéllos que puede que nunca hayan oído su nombre?
Amber asiente.
—Ya veo.
—Hazlo —dice Pierre impaciente—. No puedes demorarlo eternamente.
Aineko levanta la cabeza.
—¡Aguafiestas!
—Vale —dice Amber asintiendo—. Hagám…
Aprieta un interruptor imaginario y el tiempo se detiene.
En el otro extremo de un agujero de gusano, a doscientos años luz de distancia en el espacio real, fotones coherentes se ponen a danzar una historia sobre identidades humanas ante los sentidos de quienes observan. Y todo está en paz en la órbita de Hyundai+4904/-56, por un rato…