El asteroide está ejecutando a Barney. Entona canciones que hablan de amor en la última frontera, de la pasión de la materia por los ensambladores y de la amistad que le une a los miles de millones de necesitados de la costa del Pacífico.
—Te quiero —canta suavemente en los oídos de Amber mientras ella busca el punto exacto—. Déjame que te abrace fuerte…
Una fracción de segundo luz más allá, Amber cierra un grupo de cursores sobre la señal, los apunta para que sigan su corrimiento Doppler y lee los elementos orbitales uno a uno.
—Bloqueado y cargado —masculla. La animación de un dinosaurio púrpura se pone a dar vueltas y hacer cabriolas en medio de su campo de visión, lanzando hacia arriba un agitador con punta de diamante—. ¡La hora de los abrazotes! —añade sarcásticamente—. ¡Tengo un asteroide!
A su espalda, en alguna parte del anillo de acoplamiento de la interfase, los propulsores de gas frío se activan con un estallido, haciendo girar la pesada nave granja para que se oriente hacia la roca Barney. Ella aplaca su entusiasmo de forma consciente: sus implantes secuestran ávidamente el excedente de moléculas neurotransmisoras que flota en sus sinapsis antes de que la respuesta deje su impronta. No conviene entusiasmarse demasiado en plena caída libre. Pero las ganas de ponerse a bailar haciendo el pino, saltar y cantar siguen estando ahí. La roca es suya y la roca la quiere, y ella va a hacer que cobre vida.
El espacio de trabajo de la habitación de Amber es una masa de cosas que uno no esperaría encontrarse en una nave espacial. Pósteres de la última boy band libanesa bailando y contoneándose en un numerito glam. Tentaculares correas de amarre ondean en las esquinas de su saco de dormir y de algún modo acumulan parte de la ropa sucia que flota en el aire, como una gigantesca hidra inanimada. (Los robots de la limpieza apenas se aventuran a entrar en el cuarto de la adolescente). Una de las paredes repite sin parar una simulación del ciclo de construcción previsto para el Hábitat Uno, una enorme esfera difusa con un centro resplandeciente que Amber está ayudando a construir. Tres o cuatro muñequitas kawaii de color pastel se persiguen a lo largo de su circunferencia dando zancadas de millones de kilómetros. Y la gata de su padre está echa un ovillo entre el conducto del aire acondicionado y la taquilla del traje, roncando en un tono agudo.
Amber descorre de un tirón la descolorida cortina de terciopelo que aísla su habitación del resto de la colmena.
—¡Lo tengo! —grita—. ¡Es todo mío! ¡Soy la mejor!
Hasta la fecha, ésta es la decimosexta roca marcada por el orfanato, pero es la primera que marca ella sola, y eso la convierte en especial. Se pone a dar saltos al otro lado del área comunal, sorprendiendo a uno de los sapos de caña de Oscar (que debería estar encerrado en la granja, no está claro como ha llegado aquí) y los repetidores de audio copian la señal entrante, los ecos de mil videos infantiles fosilizados medio sepultados en ruido.
—Qué espabilada eres, Amber —dice Pierre con voz quejumbrosa cuando lo aborda en la cantina.
—¡Ya te digo! —dice ella y echa la cabeza hacia atrás disimulando apenas una sonrisita de satisfacción ante su propia genialidad. Sabe que no está bien, pero mamá está muy lejos y a papá y a la madrastra no les importa ese tipo de cosas—. Soy genial —anuncia—. ¿Qué pasa con nuestra apuesta?
—Jo —dice Pierre metiéndose las manos en los bolsillos—. Ahora mismo no llevo encima dos millones en calderilla. ¿Te pago en el próximo ciclo?
—¿Eh? —Ella está indignada—. ¡Hicimos una apuesta!
—Esto… El doctor Bayes dijo que tampoco lo ibas a conseguir esta vez, así que lo más sensato era meter el dinero en el mercado de opciones. Si lo saco ahora, será un buen palo. ¿No puedes darme hasta el final del ciclo?
—No deberías fiarte de un simulador, Pi —dice, y su avatar irradia un desprecio preadolescente. Pierre se acoquina ante su mirada. Es sólo un pecoso de doce años que aún no ha aprendido que los tratos se tienen que cumplir—. Que pase por esta vez —anuncia ella—, pero tendrás que pagar por ello. Quiero intereses.
—¿Qué tipo básico tienes…? —dice él con un suspiro.
—No, ¡tú serás los intereses! ¡Serás mi esclavo durante un ciclo! —dice con una sonrisa malévola.
El temor se ve reflejado de súbito en la cara de Pierre.
—Siempre que no me hagas limpiar la caja de la gata otra vez. No lo estarás pensando, ¿verdad?
Bienvenido a la cuarta década. La masa pensante del sistema solar ahora supera el millón de instrucciones por segundo; sigue siendo muy inepta, pero no lo es del todo. La población humana ha llegado a los nueve mil millones, prácticamente el máximo que se puede permitir, pero su tasa de crecimiento tiende a la baja, y ahora en algunas partes de lo que solía ser el primer mundo la media de edad es de unos cuarenta y cinco años. La cogitación humana aporta alrededor de 1028 MIPS de la capacidad intelectual del sistema solar. Los verdaderos cerebros están en el halo de mil billones de procesadores que envuelve a las máquinas de carne en una calima de computación; por separado tienen una décima parte de la capacidad de un cerebro humano, en conjunto son diez mil veces más potentes, y su número se dobla cada veinte millones de segundos. Ya alcanzan los 1033 MIPS y siguen aumentando, aunque todavía queda mucho para que el sistema solar despierte del todo.
Las tecnologías vienen y van, pero nadie predijo, ni siquiera hace cinco años, que a estas alturas habría primates enlatados en órbita alrededor de Júpiter: una sinergia de industrias emergentes y extraños modelos de negocio ha logrado reactivar la era espacial, gracias en parte al descubrimiento de señales extraterrestres (que de momento no se han descifrado). Insospechados e intrépidos emprendores están desarrollando nuevos nichos ecológicos en el perímetro del espacio informacional humano, a minutos y horas luz del núcleo, como una expansión que ha estado en suspenso desde que empezara la década de 1970.
Amber, como la mayoría de la tripulación postindustrial a bordo de la nave orfanato Ernst Sanger, está en plena pubertad. Mientras que en muchos casos las aptitudes naturales se han mejorado mediante recombinación genética en la línea germinal, gracias a los ideales de juventud de su madre ella tiene que depender exclusivamente de mejoras computacionales poco sutiles. No tiene el córtex parietal posterior hackeado para disponer de una memoria a corto plazo adicional, o un giro temporal superior anterior ligeramente modificado para aumentar la comprensión verbal, pero ha crecido con implantes neuronales que le son tan propios como los pulmones o los dedos. La mitad de su wetware se ejecuta fuera de su cráneo en una matriz de nodos de procesamiento conectada a su cerebro mediante canales de comunicación de entrelazamiento cuántico: su propio metacórtex personal. Estos chicos son jóvenes mutantes en plena ebullición: no del todo incomprensibles para sus padres, pero sí profundamente extraños; la brecha generacional es tan grande como la de la década de 1960 y tan profunda como el sistema solar. Sus padres, nacidos en los años de la basura del siglo XX, crecieron con transbordadores caros pero inútiles, una estación espacial que sólo daba vueltas y más vueltas y ordenadores que hacían bip cuando pulsabas sus botones. Pensar que la órbita de Júpiter era un sitio al que podías ir era tan inconcebible como internet para alguien nacido en el baby boom.
La mayoría de los pasajeros a bordo de la lata han huido de unos padres que piensan que los adolescentes tienen que estar en la escuela, unos padres incapaces de aceptar una generación tan aumentada que sus integrantes son esencialmente más inteligentes que los adultos que los rodean. A los seis años Amber hablaba con fluidez nueve idiomas, de los cuales sólo dos eran humanos y seis serializables; a los siete años su madre la llevó al psiquiatra de la escuela por hablar en lenguas sintéticas. Para Amber ésa fue la gota que colmó el vaso: usando un teléfono ilegal llamó anónimamente a su padre. La madre había hecho que se dictara una orden de alejamiento contra el padre, pero no se le había ocurrido solicitar una para la pareja de éste…
Vastas espirales de nubes se arremolinan por debajo del aguijón del motor de la nave. Vetas de tonos anaranjados, cobrizos y grises se desplazan lentamente por el horizonte dilatado de Júpiter. La Sanger se está acercando al periastro, adentrándose en el letal campo magnético del gigante gaseoso; a lo largo del tubo pueden apreciarse destellos de estática que se arquean cerca del violeta intenso de la nube de gases que emerge de los espejos magnéticos del motor VASIMR de la nave. El flujo de masa del cohete de plasma está al límite, su impulso específico es casi tan bajo como el de un cohete de fisión, pero produce un empuje máximo mientras el armazón chirría y cruje durante la maniobra de asistencia gravitatoria. En una hora el motor se apagará y el orfanato ascenderá y se desplazará hacia Ganímedes, para luego descender de vuelta hacia la órbita de Amaltea, la cuarta luna de Júpiter (y el origen de gran parte del material presente en los anillos jovianos). No son los primeros primates enlatados en llegar al subsistema de Júpiter, pero son una de las primeras expediciones totalmente privadas. Aquí el ancho de banda es una mierda, como si absorbieras una babosa muerta por una pajita; hay millones de kilómetros de vacío entre ellos y los escasos centenares de microsondas de cerebro ratonil y los cuatro dinosaurios abandonados a su suerte por la NASA o la ESA. Están tan lejos del centro del sistema que una buena parte de la matriz de comunicaciones se le confia a la caché. Para cuando llegan aquí, las noticias ya tienen unos cuantos kilosegundos.
Amber, junto con casi la mitad de los pasajeros que están despiertos, observa fascinada desde el espacio común. El área común es un largo cilindro axial, una estructura inflable con doble casco que está instalada en el centro de la nave y almacena gran parte del suministro de agua líquida en los tubos de sus paredes. El extremo más alejado hace las veces de pantalla de video y en este momento les muestra una vista tridimensional en tiempo real del planeta desplazándose por debajo de ellos: la realidad es que ya no puede haber más masa entre ellos y las partículas atrapadas en la envoltura magnética joviana.
—Podría nadar en eso —dice suspirando Lilly—. Imagina lo que sería zambullirse en ese mar… —Su avatar aparece en la ventana, surcando los kilómetros de vacío subido a una tabla de surf plateada.
—Menuda quemadura tienes ahí —dice alguien en tono de burla: Kas.
De repente el avatar de Lilly, que hasta el momento llevaba puesto un reluciente traje de baño metálico, adquiere una textura de carne asada y a modo de advertencia les saluda moviendo unos dedos como salchichas.
—¡Lo mismo te digo a ti y a la ventana por la que te colaste!
El vacío virtual al otro lado de la ventana se llena de cuerpos, en su mayoría humanos, que se contorsionan y metamorfosean y retuercen en una parodia de batalla mientras la mitad de los críos se enzarza en un combate a muerte virtual. Es un gesto para enfrentarse al intenso temor de que fuera de las finas paredes del orfanato el entorno es en realidad tan hostil como indicaría el avatar tostado de Lilly.
Amber vuelve a su pizarra. Está rellenando un lío de formularios, necesarios para que la expedición pueda ponerse a trabajar. Datos y cifras bastante fiables se acumulan a su alrededor, intimidantes. Júpiter pesa 1,9 x 1027 kilogramos. Hay sesenta y tres lunas jovianas y a su alrededor se acumulan unos doscientos mil cuerpos menores, trozos de roca y partículas de restos. Los restos son más grandes que los fragmentos del anillo, porque Júpiter (como Saturno) tiene anillos, aunque no tan prominentes. Hasta aquí han llegado un total de seis plataformas orbitales nacionales de gran tamaño… a las que hay que añadir doscientas diecisiete microsondas, de las que sólo seis no son plataformas privadas de entretenimiento. Los primeros en montar una expedición humana fueron los Estudios ESA, hace seis años, seguidos por un par de mineros intrépidos y un vehículo de microcomercio que esparció medio millón de picosondas por todo el subsistema de Júpiter. Ahora ha llegado la Sanger, junto con otras tres latas de simios (una procedente de Marte y las otras dos de la OBT) y da la impresión de que la colonización está a punto de dispararse; el problema es que nadie se pone de acuerdo sobre lo que hay que hacer con la masa del viejo Jove (hay por lo menos cuatro planes maestros completamente incompatibles).
Alguien le da con el brazo.
—Eh, Amber, ¿qué haces?
Ella abre los ojos.
—Haciendo los deberes. —Es Su Ang—. Mira, vamos a Amaltea, ¿verdad? Pero nuestra sede social está en Reno, así que tenemos que hacer todo este papeleo. Mónica me pidió ayuda. Es una locura.
Ang se inclina sobre los papeles y lee, boca abajo.
—¿Agencia de Protección Medioambiental?
—Sí. Análisis Prospectivo del Impacto Medioambiental Estimado 204.6b, página dos. Quieren que prepare una «lista con los cuerpos de agua estancada en un radio de cinco kilómetros de la zona de extracción designada. Si excava por debajo de la capa freática, enumere cualquier manantial, embalse o corriente que se halle dentro de la profundidad de excavación expresada en metros multiplicada por quinientos metros, hasta una distancia máxima de diez kilómetros en la dirección del flujo subterráneo. Para cada cuerpo de agua, enumere todas las especies de pájaros, peces, mamíferos, reptiles, invertebrados o plantas en peligro o protegidas en un radio de diez kilómetros…»
—… de una mina en Amaltea. Que órbita a ciento ochenta mil kilómetros por encima de Júpiter, no tiene atmósfera y en cuya superficie puedes absorber una dosis de radiación de cuerpo entero de diez grays en media hora. —Ang niega con la cabeza y luego lo estropea soltando una risita. Amber levanta la vista de los papeles.
En la pared que tiene enfrente, alguien (Nicky o Boris, lo más seguro) ha pegado una caricatura de su propio avatar en la pelea virtual. El dibujo animado de un perro gigante la está abrazando por detrás, tiene las orejas caídas y una enorme y poco creíble erección, y le hace insinuaciones anatómicamente improbables al oído mientras se acaricia provocativamente.
—¡Vaya mierda!
Sacada de su distracción por el shock (y cabreada), Amber suelta la pila de papeles y lanza un nuevo avatar a la pantalla, el mismo que uno de sus agentes ideó la noche anterior. Se llama Spike y no es muy simpático. Spike le arranca la cabeza al perro y echa una meada en su tráquea, que es anatómicamente correcta para un ser humano. Mientras, ella pasea la mirada tratando de adivinar quién de entre los estúpidos niñatos y los geeks descarriados que se están partiendo de risa puede haber enviado un mensaje tan desagradable.
—¡Niños! ¡Relajaos! —Ella mira hacia atrás: uno de los Franklins (en este caso la chica de piel oscura de veintitantos) les está mirando con cara de pocos amigos—. ¿No os podemos dejar solos ni medio kilosegundo sin que os peleéis?
—No estamos peleando —dice Amber haciendo un mohín—; es un intercambio contundente de opiniones.
—Ah. —La Franklin se reclina hacia atrás en el aire, los brazos cruzados, la cara el vivo retrato de la petulancia—. Ése ya me lo sabía. En fin… —Ella-ellos hace/n un gesto y la pantalla se queda en blanco—. Tengo noticias para vosotros, niños latosos. ¡Han aprobado una de las solicitudes! La fábrica se pone en marcha en cuanto apaguemos el motor y nuestros abogados terminen con el papeleo. Ha llegado la hora de ganar lo que costamos…
Amber está rememorando la historia antigua, hace cinco años en su línea temporal. En su repetición, se encuentra en una especie de casa de dos pisos en un rancho en el Oeste. Es un destino temporal mientras su madre audita una empresa obsoleta que sigue produciendo desfasados chips de silicio VLSI para proyectos del Pentágono que han dejado de ser punteros. Su madre se inclina sobre ella, amenazadoramente adulta con su traje negro y sus pendientes-carabina.
—Vas a ir a la escuela y punto.
Su madre es una madona rubia, una dama de hielo, uno de los cazarrecompensas más productivos del IRS. Con sólo pestañear puede hacer que los directores ejecutivos de las compañías (todos hombres mayorcitos) se caguen en los pantalones. Amber es una granujilla rubia de ocho años con una confusa mezcla de identidades, la inexperiencia hace que la frontera entre el yo y la red no esté clara, y todavía no es capaz de enfrentarse realmente a su madre. Tras un par de segundos verbaliza una protesta bastante poco convincente.
—¡No quiero! —Uno de sus daemonios de actitud le susurra que ése no es el enfoque adecuado, así que prueba otra vez—. Me van a pegar, mamá. Soy demasiado distinta. Además, sé que quieres que socialice más para subir nota, pero se supone que la banda lateral es para eso, ¿no? Puedo socializar de maravilla desde casa.
Mamá hace algo imprevisto: se pone de rodillas, colocándose a la altura de los ojos de Amber. Están en la alfombra del salón, que es todo pana marrón setentera retro y papel pintado con un estampado de cachemira naranja fosforito, y por una vez están solas. Los robots domésticos se ocultan mientras los humanos discuten.
—Escúchame, mi vida. —Mamá habla con voz entrecortada, con un tono emotivo tan intenso y sofocante como la colonia que se echa cuando va a la oficina para tapar el olor del miedo de sus clientes—. Sé que eso es lo que te está escribiendo tu padre, pero no es verdad. Necesitas estar con otros niños de tu edad, compartir el mismo espacio. Eres natural, no una especie de monstruo modificado, aunque tengas tu sistema craneal. Los niños naturales como tú necesitan compañía o de lo contrario acaban convirtiéndose en unos raros. Socializar no es sólo intercambiar mensajitos con gente como tú, Amber, también tienes que saber cómo tratar con gente que es diferente. Quiero que crezcas feliz, y no lo serás si no aprendes a relacionarte con niños de tu edad. No vas a ser una especie de ciberbicho raro otaku, Amber. Pero para ponerte bien, tienes que ir a la escuela, tienes que desarrollar un sistema inmunológico mental. Bueno, lo que no nos mata nos hace más fuertes, ¿verdad?
Es un burdo chantaje moral, transparente como el cristal y exageradamente manipulador, pero el corpus logica de Amber lo marca con un duendecillo muy emotivo que mediante mímica advierte de la posibilidad de disciplina física en caso de que muerda el anzuelo. Mamá está alterada, tiene las fosas nasales ligeramente ensanchadas, la ventilación pulmonar subiendo, una ligera vasodilatación visible en sus mejillas. Con ocho años Amber (junto con su sistema craneal y el metacórtex de agentes distribuidos que éste hace posible) es lo bastante madura para recrear, anticipar y evitar el castigo corporal. Pero su estatura y la falta de madurez física conspiran para dejarla en desventaja a la hora de negociar con adultos que crecieron en una época más simple. Suspira y luego hace un mohín para que mamá vea que aunque obediente sigue siendo reacia.
—Va-le. Si tú lo dices.
Mamá se levanta con la mirada perdida; probablemente le está diciendo al Chevy que vaya calentando el motor y abriendo la puerta del garaje.
—Lo digo yo, calabacita. Ahora ve a ponerte los zapatos. Te recogeré de vuelta del trabajo, y tengo un regalo para ti. Esta noche vamos a ir a ver juntas una nueva iglesia. —Mamá sonríe, pero los ojos de Amber no lo captan. Ya ha decidido que lo mejor que puede hacer es dejarse llevar para que su madre tenga el simulacro de infancia de clase media norteamericana que cree que Amber necesita desesperadamente, hasta que llegue el momento de zambullirse en el futuro. A ella le gustan las iglesias tanto como a su hija, pero discutir no servirá de nada—. Ahora te vas a portar bien, ¿de acuerdo?
El imán dirige la oración en una mezquita giroestabilizada.
Su mezquita no es muy grande y tiene una congregación de una persona. Reza en soledad cada diecisiete mil doscientos ochenta segundos. También retransmite la llamada a la oración en la red, pero en el espacio transjovíano no hay más creyentes que puedan responder a su convocatoria. Entre oraciones, su atención se centra por un lado en las exigencias de la vida en el espacio y por otro en el estudio. Sadeq es un estudiante tanto del hadiz como de los sistemas basados en conocimiento, y colabora en un proyecto con otros estudiosos que están elaborando un corpus concordado y revisado de todos los isnads conocidos. El corpus servirá de base para explorar la jurisprudencia islámica desde una nueva perspectiva; una que van a necesitar como el comer si se acaban produciendo los ansiados avances en la comunicación con extraterrestres. Su objetivo es responder a las insidiosas preguntas que acucian al islam en la era de la consciencia acelerada, y Sadeq, como su representante en la órbita de Júpiter, es el principal responsable de encontrar las respuestas.
Sadeq es un hombre de complexión menuda, con el pelo negro cortado al cepillo y una expresión de cansancio perpetuo en la cara. A diferencia de la tripulación del orfanato, tiene una nave para él solo. La nave empezó siendo una imitación iraní de una cápsula Shenzhou-B, con un módulo de estación espacial chino tipo 921 pegado a la cola, pero el cachivache estilo años sesenta —una libélula de aluminio resplandeciente copulando con una lata de Coca-Cola— lleva un compartimento M2P2 de extraño contorno atado con correas al morro. El compartimento M2P2 es una vela de plasma construida en órbita por una de las fábricas orbitales de Daewoo. Impelida por la brisa solar, llevó a Sadeq y su estación espacial hasta Júpiter en sólo cuatro meses. Puede que su presencia aquí sea un triunfo para la umma, pero él se siente terriblemente solo. Cuando orienta los espejos de su observatorio compacto hacia la Sanger le llama la atención su tamaño y su apariencia resuelta. El mayor tamaño de la Sanger da fe de la eficiencia de los instrumentos financieros de Occidente, fondos de inversión semiautónomos con protocolos contables coyunturales que hacen posible el desarrollo de la exploración espacial comercial. Puede que el Profeta, la paz sea con él, condenara la usura, pero ver cómo estos motores de creación de capital demuestran su poder por encima de la Gran Mancha Roja le habría dado que pensar.
Después de terminar sus oraciones, Sadeq pasa un par de valiosos minutos extra en su estera. Le cuesta trabajo meditar en este entorno. De rodillas y en silencio, uno no puede dejar de percibir el zumbido del sistema de ventilación, el olor a calcetines sucios y a sudor, el gustillo metálico del ozono de los generadores de oxígeno Elektron. Es difícil acercarse a Dios en esta nave de tercera mano, una nave que una China ambiciosa heredó de una Rusia arrogante y finalmente acabó en manos de los fideicomisarios religiosos de Qom, quienes tienen mejores planes para ella de lo que imaginan los estados infieles. Han conseguido que esta pequeña estación espacial de juguete llegue muy lejos, pero ¿quién puede decir si es la voluntad de Dios que los humanos vivan aquí, orbitando alrededor de este imponente y extraño planeta gigante?
Sadeq sacude la cabeza, enrolla su estera y, dando un suave suspiro, la guarda junto a la solitaria ventanilla. Le invade una desgarradora sensación de nostalgia, por su infancia en el cálido y polvoriento Yazd y por sus muchos años de estudiante en Qom. Se tranquiliza echando un vistazo a su alrededor, paseando la mirada por una estación que ya le resulta tan familiar como el apartamento de hormigón en un cuarto piso donde lo criaron sus padres, un obrero de una fábrica de coches y su mujer. Por dentro la estación es tan grande como un autobús escolar y hasta el último rincón está atestado de áreas de almacenamiento, consolas de instrumentos y capas de tubos a la vista. Un par de gotas de anticongelante se sacuden como medusas varadas cerca de un intercambiador de calor que le ha estado dando la lata. Sadeq se pone a buscar la piseta que guarda para estos casos, luego coge su estuche de herramientas y le da instrucciones a uno de sus agentes para que le encuentre la parte del registro de mantenimiento que le interesa. Es hora de arreglar la junta que gotea de una vez por todas.
Después de aproximadamente una hora de fontanería seria, comerá estofado de cordero liofilizado con una pasta de lentejas y arroz cocido, y lo acompañará de una pera de té fuerte, luego se sentará a revisar la próxima secuencia de maniobras de asistencia gravitacional. Quizá, si Dios quiere, no haya más avisos del sistema y esta noche pueda dedicarle una o dos horas a su investigación antes de sus últimas oraciones. Quizá pasado mañana incluso tenga tiempo para relajarse un par de horas y ver una de las viejas películas que tan fascinantes le resultan por lo mucho que le enseñan de las culturas extranjeras: Apolo Trece, tal vez. Ser la tripulación a bordo de una misión espacial de larga duración no es fácil. Es incluso más duro para Sadeq, solo aquí arriba sin nadie con quien poder hablar, ya que el retardo en las comunicaciones con la Tierra es de más de media hora en ambas direcciones, y hasta donde sabe, él es el único creyente en un radio de quinientos millones de kilómetros.
Amber marca un número de París y espera a que alguien responda. Conoce a la extraña mujer que aparece en la pantallita del teléfono. Mamá la llama «la buscona estrafalaria de tu padre» con una sonrisa forzada muy peculiar. (La vez que Amber preguntó qué era una buscona estrafalaria mamá le dio una bofetada, no muy fuerte, sólo un aviso).
—¿Ésta papi? —pregunta.
La extraña mujer parece algo desconcertada. (Tiene el pelo rubio, como el de mamá, pero es obvio que se lo ha decolorado y lo lleva muy corto, su piel es morena).
—Oui. Ah, sí. —Sonríe tímidamente—. Perdona pero ¿estás llamando con un teléfono desechable? ¿Quieres hablar con él?
—¡Quiero verlo! —dice de golpe. Amber agarra al teléfono como si fuera un salvavidas. Es un artículo desechable que venía de regalo en un paquete de cereales y el cartón empieza a ablandarse en su mano—. Mamá no me dejará, tita Nette…
—Ssh. —Annette, que lleva viviendo con el padre de Amber más del doble de tiempo que su madre, sonríe—. ¿Estás segura de que el teléfono…? ¿Tu madre no sabe que lo tienes?
Amber mira a su alrededor. No hay más niños en los servicios porque no es la hora del recreo y le dijo a la señorita que tenía que ir «corriendo».
—Estoy segura, en un factor de confianza P20 mayor de 0,9.
Su cabeza bayesiana le dice que no puede aseverar nada sobre la cuestión porque mamá nunca la ha pillado con un teléfono secreto, pero qué demonios. «Si papá no lo sabe no puede meterlo en ningún lío, ¿verdad?»
—Muy bien. —Annette mira a un lado—. Manny, tengo una llamada sorpresa para ti.
Papi aparece en la pantalla. Puede verle toda la cara y parece más joven que la última vez: debe de haber dejado de ponerse sus viejas gafotas.
—Hola… ¡Amber! ¿Dónde estás? ¿Sabe tu madre que me estás llamando? —Parece un poco preocupado.
—No —dice ella con seguridad—, el teléfono venía en una caja de Golden Grahams.
—¡Uf! Escucha, cielo, no se te puede olvidar que nunca, jamás puedes llamarme desde donde tu madre pueda descubrirte. De lo contrario hará que sus abogados vengan a por mí con aplastapulgares y tenazas ardientes, porque dirá que yo hice que me llamaras. Y ni siquiera el tío Gianni podrá ayudarme. ¿Lo entiendes?
—Sí, papi —dice suspirando—. Aunque sé que no es verdad, lo sé. ¿No quieres saber por qué he llamado?
—Esto… —Por un momento parece sorprendido. Luego asiente con la cabeza con aire preocupado. A Amber le gusta papi porque cuando habla con él casi siempre se toma en serio lo que le dice. Es un coñazo tener que pedirle prestado el móvil a los compañeros de clase o saltarse el implacable cortafuegos de mamá, pero papi no da por hecho que ella no sabe nada porque es sólo una niña—. Cuéntame. ¿Quieres contarme algo? ¿Cómo te va?
Va a tener que ser breve. El teléfono desechable es de prepago, la tarifa internacional con la que llama es una mierda y el aviso de que se va a cortar va a sonar en cualquier momento.
—Quiero irme, papi. Lo digo en serio. Cada semana que pasa mamá está más chiflada. Ahora le ha dado por llevarme a montones de iglesias y ayer casi le da un síncope porque estaba hablando con mi terminal. Quiere que vaya al psiquiatra de la escuela, no sé para qué. No puedo hacer lo que ella quiere. ¡No soy su niñita! Cada vez que me meto en la red intenta ponerme un controlador de contenidos que hace que me duela la cabeza, ¡ya ni siquiera puedo pensar claro! —Para su propia sorpresa, Amber nota cómo se le saltan las lágrimas—. ¡Sácame de aquí!
La imagen de su padre tiembla y la cámara se mueve hasta que aparece la tía Annette con cara de preocupación.
—Sabes que tu padre no puede hacer nada. Los abogados lo tienen maniatado por el divorcio.
—¿Puedes ayudarme tú? —le pregunta Amber conteniendo apenas las lágrimas.
—Veré lo que puedo hacer —le promete la buscona estrafalaria de su padre justo antes de que se corte la llamada.
Un paquete de instrumentos se despega de la sonda localizadora de la Sanger y se precipita hacia la roca con forma de patata, cincuenta kilómetros más abajo. Júpiter puede verse en segundo plano, giboso y descomunal, el papel pintado impresionista de un cosmólogo chiflado. Pierre se muerde el labio inferior, concentrado en dirigirla.
Amber, que lleva puesto un saco de dormir negro, flota por encima de su cabeza como un murciélago gigante, disfrutando de su libertad durante un turno. Desde arriba puede ver el pelo cortado a tazón de Pierre, sus delgados brazos que agarran los lados de la mesa pantalla, y se pregunta qué es lo siguiente que le va a pedir que haga. Tener un esclavo durante un día es una experiencia interesante. A bordo de la Sanger la vida es tan agobiante que nadie tiene mucho tiempo libre (al menos no hasta que se hayan ensamblado los grandes hábitats y la antena parabólica de ancho de banda alto esté apuntando a la Tierra). Todo se desarrolla según un complicadísimo plan generado por el equipo de la ruta crítica de los inversores, y no hay mucho margen para holgazanear: la expedición depende descaradamente de la explotación infantil (los consumibles del soporte vital duran más que con los adultos) y los críos trabajan doce horas al día ensamblando los cimientos de un futuro lleno de posibilidades. (Cuando sean mayores y tengan pleno derecho sobre sus opciones, todos serán ricos, pero no por eso se ha dejado de oír en la Tierra el clamor de indignación de la propaganda aborregante de las noticias). Es la primera vez que Amber tiene a alguien para que le haga las tareas y está tratando de sacarle partido a cada minuto.
—Eh, esclavo —le dice por fastidiar—. ¿Qué tal lo llevas?
—Va bien —dice Pierre con desdén. Amber se da cuenta de que está evitando levantar los ojos para no verla. Tiene doce años. ¿No se supone que a esa edad debería estar obsesionado con las chicas? Ella se da cuenta de que está muy concentrado, tranquilo, y envía una sonda furtiva a su frontera exterior; él no da muestras de haberse enterado, pero la sonda rebota, incapaz de penetrar su blindaje mental—. Velocidad de crucero alcanzada —dice taciturno, mientras dos toneladas de metal, cerámica y excentricidades de diamante se precipitan hacia la superficie de Barney a trescientos kilómetros por hora—. No molestes, hay un retardo de tres segundos y no quiero que se convierta en un bucle de control de retroalimentacíón.
—Te molesto si quiero, esclavo —le dice sacándole la lengua.
—¿Y si se me cae por tu culpa? —le pregunta. Levanta la vista para mirarla todo serio—. Que yo sepa yo no debería estar haciendo esto.
—Tú te cubres tu culo y yo me cubro el mío —le dice ella y se pone como un tomate—. Sabes lo que te digo.
—Lo sé, ¿lo sé? —Pierre sonríe abiertamente y vuelve a su consola—. Aaah, eso no tiene gracia. Y deberías ajustar esa interfaz cutre a la que le has cedido el control de tus centros del habla, está soltando demasiados dobles sentidos, alguien podría pensar que eres un adulto.
—Tú ocúpate de tus asuntos y yo me ocuparé de los míos —le dice ella enérgicamente—. Y puedes empezar por decirme qué está pasando.
—Nada. —Se echa hacia atrás y se cruza de brazos, haciéndole una mueca a la pantalla—. Ahora va a tirarse quinientos segundos a la deriva, luego tiene que corregir el rumbo y después queda el impulso de desaceleración antes de tomar tierra. Y luego va a tardar una hora en desplegarse y empezar a desenrollar el cable. ¿Qué más quieres, te sirvo una sopita también?
—Ajá. —Amber extiende sus alas de murciélago y se tumba en el aire clavando la mirada en la pantalla, sintiéndose afortunada y ociosa mientras Pierre va completando su jornada de trabajo—. Despiértame cuando pase algo que merezca la pena ver.
Quizá debería haberle obligado a darle de comer uvas peladas o un masaje de pies, algo más tradicionalmente hedonista; pero ahora mismo, el mero hecho de saber que él es su mano de obra alienada le está subiendo el ego. Mirando esos brazos firmes y la curva de su cuello, piensa que tal vez haya algo de cierto en ese rollo de los susurros y las risitas y el «le gustas de verdad» que tanto cautiva a las chicas mayores…
La ventana suena como un gong y Pierre carraspea.
—Tienes correo —dice secamente—. ¿Quieres que te lo lea?
—¿Qué…? —Un mensaje llena la pantalla, escritura serpentina que va de derecha a izquierda como la de su instrumento corporativo (que ahora descansa seguro en una caja fuerte de Zurich). Tarda un rato en cargar un agente gramatical que entienda árabe y un poco más en asimilar el contenido del mensaje. Cuando lo hace se pone a dar gritos, maldiciendo sin parar.
—Serás puta, mamá, ¿por qué has tenido que hacer algo así?
El instrumento corporativo llegó en una enorme caja de FedEx a nombre de Amber. Fue el día de su cumpleaños mientras mamá estaba en el trabajo y ella lo recuerda como si hubiera sido hace sólo una hora.
Recuerda que levantó el brazo y rozó con el pulgar la tablilla del mensajero, y la desagradable sensación de los microsecuenciadores al tomar una muestra de su ADN. Arrastra el paquete dentro. Cuando tira de la anilla de la caja, ésta se abre sola de forma automática y regurgita una compacta impresora 3D, media resma de papel impresa con tinta anticuada no inteligente y una gatita tricolor con una enorme @ en el flanco. La gata sale de la caja de un saltito, se estira, sacude la cabeza y la fulmina con la mirada.
—¿Eres Amber? —maúlla. Hace los mismos ruidos que un gato de verdad, pero el significado está claro. Puede hablarle directamente a su interfaz de competencia lingüística.
—Sí —dice ella con timidez—. ¿Te envía la tía Nette?
—No, me envía el puto ratoncito Pérez. —Se echa hacia delante y le da un topetazo en la rodilla, restregándole las glándulas odoríferas que tiene entre las orejas por toda la falda—. Escucha, ¿tienes atún en la cocina?
—Mamá no compra pescado —dice Amber—. Dice que ahora no es más que basura criada en granjas extranjeras. Hoy es mi cumpleaños, ¿no te lo he dicho?
—Feliz puto cumpleaños, entonces. —La gata bosteza con un alto grado de realismo—. Aquí está el regalo de papá. El hijo de puta me puso en hibernación y me metió en el paquete para que te enseñe cómo funciona. Hazme caso y deshazte de esa mierda. Nada bueno puede salir de ella.
Amber interrumpe los gruñidos de la gata dando palmas de regocijo.
—¿Y qué es? —pregunta—. ¿Un invento nuevo? ¿Una especie de extraño juguete sexual de Ámsterdam? ¿Una pistola, para que pueda dispararle al pastor Wallace?
—Nada de eso. —La gata vuelve a bostezar una vez más y se hace un ovillo en el suelo junto a la impresora 3D—. Es una especie de modelo de negocio arriesgado para librarte de tu madre. Aunque mejor ándate con cuidado; según él su legalidad es bastante discutible desde el punto de vista jurisdiccional. Tu madre podría arruinarlo si descubre cómo funciona.
—¡Hala! Jo, cómo mola.
La verdad es que Amber está encantada porque es su cumpleaños, pero mamá está en el trabajo y ella sigue sola en casa con la única compañía de la televisión en modo Mayoría Moral. Las cosas han ido de mal en peor desde que mamá decidió que una parte esencial de su educación tenía que incluir una dosis media modal de religión a la antigua, hasta el punto de que sin duda lo mejor que la tía Annette podía mandarle era una artimaña diseñada por papi para librarse de ella. Si no funciona, esta noche mamá la llevará a la iglesia y está segura de que acabará volviendo a montar una escena. La tolerancia de Amber hacia la imbecilidad obstinada se está acabando por momentos, y aunque es muy posible que el verdadero motivo por el que mamá la está obligando a seguir con esta mierda sea fortalecer su inmunidad memética (con mamá nunca se sabe), la cosa ha estado tensa desde que la expulsaron de la catequesis de los domingos por montar una vehemente defensa de la teoría de la evolución.
La gata olisquea en la dirección de la impresora.
—¿Por qué no la enciendes?
Amber levanta la tapa, retira las bolitas de corcho del embalaje y la enchufa. Se oye un zumbido y de la parte de atrás sale un chorro de aire caliente; los cabezales que crean las imágenes se están enfriando hasta alcanzar la temperatura óptima. A continuación se registra como propietaria.
—¿Qué hago ahora? —pregunta.
—Coge la página que dice README y sigue las instrucciones —recita la gata con voz cantarína y aburrida. Le guiña un ojo e imitando exageradamente el acento francés dice—: Le README, il sont contenido las instrucciones pour ejecutar le instrumento corporativo dans la boite. En caso de duda, consulte al Aineko que se incluye en el paquete. —La gata arruga la nariz muy rápido, como si estuviera a punto de coger un insecto invisible con la boca—. Aviso: no le hagas mucho caso a lo que pueda decirte la gata de tu padre, es un animal perverso y no es de fiar. Tu madre ayudó a generar su base memética cuando estuvieron casados. Fin del mensaje. —Sigue mascullando un rato más—. Engreída furcia parisina de los cojones, voy a mearme en el cajón de sus bragas, voy a llenarle el bidé de pelos…
—No seas asquerosa.
Amber lee rápidamente el README. Según papi los instrumentos corporativos son una especie de magia muy poderosa, y éste en concreto es exótico se mire por donde se mire: una sociedad limitada fundada en Yemen que no es otra cosa que un cruce enrevesado entre la sharia y el legislatosaurio global. Entenderlo no resulta fácil, incluso teniendo una red personal llena de agentes semiinteligentes que tienen acceso ilimitado a bibliotecas enteras de derecho mercantil internacional. Ése es el quid de la cuestión: que sea prácticamente incomprensible. A Amber los documentos la dejan bastante perpleja. Lo que le preocupa no es el hecho de que la mitad de ellos estén escritos en árabe (para eso cuenta con el motor gramatical) o incluso que estén llenos de expresiones S y párrafos semidigeribles de LISP, sino que la compañía parece afirmar que existe con el único propósito de tener esclavos en propiedad.
—¿Qué pasa? —le pregunta a la gata—. ¿De qué va todo esto?
La gata estornuda y parece indignada.
—Esto no fue idea mía, figura. Tu padre es un tío muy raro y tu madre lo odia a muerte porque sigue enamorada de él. Ella tiene ciertos problemillas, ¿sabes? O tal vez los esté sublimando, si va en serio con ese rollo de la iglesia al que te está sometiendo. Él piensa que es una maniática controladora y no va desencaminado. Bueno, el caso es que después de que tu padre huyera en busca de otra dómina, ella interpuso una orden de alejamiento contra él. Pero se olvidó de incluir a su pareja, y fue ella quien compró y envió este embrollo, ¿vale? Annie es una auténtica perra, pero él le tiene sorbido el seso, o algo. A lo que voy, él creó estas empresas y esta impresora (que no tiene ningún filtro proxy integrado, como la de tu madre) específicamente para permitirte alejarte de ella de forma legal. Si es que es eso lo que quieres hacer.
Amber pasa rápidamente las partes menos pesadas del documento (en su mayor parte aburridos diagramas legales en UML) enterándose del plan en líneas generales. Yemen es uno de los pocos países que se rigen por la ley sharia del sunismo tradicional y al mismo tiempo permiten fundar un chanchullo de sociedad de responsabilidad limitada. Tener esclavos en propiedad es legal —la ficción es que el propietario tiene una opción sobre la futura producción del trabajador ligado por contrato, con intereses que suben más rápido de lo que la desgraciada víctima puede pagar— y las empresas son entidades legales. Si Amber se vende a la compañía se convertirá en una esclava y la compañía será legalmente responsable de sus acciones y de su manutención. El resto del instrumento legal (casi el noventa por ciento de éste, de hecho) es un conjunto de mecanismos corporativos automodificables codificados en una serie de jurisdicciones que permiten la constitución de empresas de tipo Turing completo, y que actúan como una sociedad tapadera que en realidad es la titular del contrato de esclavitud. Al otro extremo de esta estafa corporativa hay un fondo fiduciario del que Amber es la principal accionista y beneficiaria. Cuando llegue a la mayoría de edad, adquirirá el control total de todas las compañías de la red y podrá disolver el contrato de esclavitud, y hasta entonces, el fondo fiduciario (que básicamente es suyo) supervisa a la empresa que la tiene en propiedad (y la mantiene a salvo de OPAS hostiles). Oh, y la red de sociedades está además apoyada por la decisión adoptada en junta general extraordinaria que le ha dado instrucciones de trasladar inmediatamente los activos del fondo de inversión a París. Se adjunta un billete de avión de ida.
—¿Crees que debería aceptarlo? —le pregunta con aire vacilante.
Es difícil saber lo inteligente que es la gata en realidad (puede que si se escarba lo bastante, detrás de todas esas redes semánticas no haya más que un enorme vacío), pero la verdad es que su historia es bastante convincente.
La gata se sienta y enrosca la cola alrededor de sus patitas.
—Yo no digo nada, ¿sabes lo que te quiero decir? Si lo aceptas, puedes irte a vivir con tu papá. Pero eso no va a impedir que tu madre os persiga a los dos; a tu padre con una fusta y a ti con un montón de abogados y unas esposas. Si yo fuera tú, llamaría a los Franklins y me apuntaría a ese rollo suyo de la minería interplanetaria. En el espacio nadie puede notificarte una decisión judicial. Además, tienen planes a largo plazo para meterse en el mercado de la CETI, descifrando paquetes de redes alienígenas. Si quieres saber mi opinión, París dejaría de gustarte enseguida. A tu padre y a la zorra gabacha les va el intercambio de parejas, ¿sabías? En sus vidas no hay tiempo para una niña. Ni tampoco para una gata como yo, ahora que lo pienso. Trabajan todo el día para el senador y se tiran toda noche de parranda drogándose, yendo a fiestas fetichistas, a raves, a la opera, todas esas mierdas que hacen los adultos. Tu papá se pone más vestidos que tu mamá y tu tía Nettie lo pasea con una cadena por el apartamento cuando no están haciéndolo en el balcón a grito pelado. Te cortarían el vuelo, niña. No deberías aguantar a unos padres que viven más intensamente que tú.
—Ja. —Amber arruga la nariz, indignada por las transparentes maquinaciones de la gata, pero asumiendo en parte su mensaje. «Será mejor que me lo piense bien», decide. Entonces se pone a hacer tantas cosas a la vez que prácticamente se come todo el ancho de banda de la casa. Una parte de ella examina la intrincada estructura piramidal de naipes de las compañías; por otro lado se pone a pensar en lo que puede salir mal, mientras que otra parte (probablemente un fragmento de su desastroso, húmedo y glandular yo biológico) piensa, no sin cierta inquietud, en lo genial que sería volver a ver a papi. Se supone que los padres no tienen relaciones sexuales. ¿No hay una ley o algo?—. Cuéntame algo sobre los Franklins. ¿Son un matrimonio?
La impresora 3D se pone en marcha. Emite un ligero silbido al disipar el calor de la cámara de vacío concentrado en el espacio de trabajo superrefrigerado. En sus entrañas crea haces de átomos coherentes a partir de un cúmulo de condensados de Bose-Einstein que están al borde del cero absoluto. Al superponer patrones de interferencia sobre ellos, genera un holograma atómico, construyendo una réplica perfecta de algún artefacto original a nivel atómico: no hay pesadas nanopiezas movibles que se puedan romper, recalentar o mutar. Algo va a salir de la impresora en media hora, algo que habrá sido clonado de un original hasta los estados cuánticos individuales de los núcleos atómicos que lo componen. Por lo que parece la gata pasa de todo y se acerca a los conductos por los que sale el aire caliente.
—Bob Franklin murió dos o tres años antes de que tú nacieras. Tu papá hizo negocios con él. Y también tu mamá. En cualquier caso, hizo que conservaran partes de su noumen y los fideicomisarios responsables de su patrimonio intentan recrear su conciencia reinstanciándolo en sus implantes. Son una especie de borganismo, sólo que con dinero y buen gusto. A lo que iba, por aquel entonces Bob se metió en el negocio espacial gracias a un truco de prestidigitación financiera pergeñado para él por un amigo de tu padre, y ahora mismo están construyendo un hábitat espacial que van a llevar hasta Júpiter, donde pueden desmantelar un par de lunas menores y empezar a construir refinerías de helio-3. Es ese rollo de la CETI del que te hablé antes, pero a largo plazo tienen pensado un montón de planes distintos. Mira, los amigos de tu papá han descifrado la transmisión, la que todo el mundo conoce. Es una serie de instrucciones para encontrar el router más cercano que se conecta a la internet galáctica. Y quieren ir hasta allí y hablar con unos extraterrestres.
Amber no se está enterando de la mitad (ya tendrá tiempo de aprender lo que son refinerías de helio-3), pero la idea de escaparse al espacio le hace cierta gracia. La aventura, eso es lo que la atrae. Amber le echa una mirada al salón y por un momento lo ve como una cápsula, una pequeña celda de madera enclaustrada en una visión de una clase media norteamericana que nunca fue; esa medianía en la que su madre quiere que crezca, como una caja de Skinner deforme diseñada para enseñarle a ser normal.
—¿Júpiter es divertido? —pregunta—. Sé que es grande y no muy denso, pero ¿es, esto… un sitio donde pasan cosas? ¿Hay extraterrestres allí?
—Es el primer sitio al que debes ir si quieres conocer a los alienígenas —dice la gata mientras la impresora hace un ruido y escupe un pasaporte falso (convincentemente avejentado), un intrincado sello de metal con algo grabado en árabe y una multivacuna modificada diseñada específicamente para el joven sistema inmune de Amber—. Pégate eso en la muñeca, firma las tres copias de arriba, mételas en el sobre y pongámonos en marcha. Tenemos que coger un vuelo, esclava.
La primera demanda que llega a la órbita de Júpiter pilla cenando a Sadeq.
Acompañado por un sempiterno zumbido, considera las alegaciones en el apretado vacío de su estación. El vocabulario es raro, tiene toda la pinta de ser una burda traducción automática: el firmante es norteamericano, una mujer, y —curiosamente— se declara cristiana. Esto ya es bastante sorprendente, pero la naturaleza de su demanda es, en sentido literal, ridícula. Antes de estudiarla detenidamente, se obliga a terminarse el pan, mete los desperdicios en una bolsa y limpia el plato. ¿Es una broma de mal gusto? Es evidente que no. Como único quadi más allá de la órbita de Marte, él es el más indicado para atenderla, y se trata de un caso que pide justicia a gritos.
A una mujer que lleva una vida temerosa de Dios —no es que sea correcta, pero muestra algunos signos de humildad y evolución hacia un entendimiento más profundo— le han arrebatado a su hija gracias a las maquinaciones de un marido irresponsable que la abandonó hace años. El que la mujer estuviera criando sola a la niña a Sadeq le parece algo muy occidental y también inquietante, pero comprensible después de leer lo que le cuenta sobre la conducta del irresponsable marido, que es bastante laxa; el destino de cualquier niño educado por este hombre en ningún caso podría ser bueno. Este hombre aparta a la niña de la madre, pero no lo hace legítimamente. No se lleva a la niña a su propia casa ni hace ningún intento por criarla, ni conforme a sus propias costumbres ni siguiendo los preceptos de la sharia. Por el contrario la esclaviza con maldad en el fango de la tradición legal de Occidente y luego la manda a la negrura del espacio exterior para ser usada como mano de obra por las fuerzas de un sospechoso y autoproclamado «progreso». Las mismas fuerzas que Sadeq tiene que combatir como representante de la umma en órbita alrededor de Júpiter.
Abstraído, Sadeq se rasca su recortada barba. Una horrible historia, pero ¿qué puede hacer él al respecto?
—Ordenador —dice—, en respuesta a esta mujer: Mis simpatías están con usted y comparto su dolor, pero no veo de qué modo puedo ayudarla. Su corazón le pide ayuda a Dios (alabado sea su nombre), pero es evidente que este asunto atañe a las autoridades temporales de dar al-Harb. —Hace una pausa. «¿O no?», se pregunta. Las ruedas de lo jurídico comienzan a girar en su mente—. Si puede encontrar la manera de facilitarme una vía por la que pueda hacer valer la primacía de la sharia sobre su hija, me pondré a trabajar con diligencia en construir un caso para su emancipación, para mayor gloria de Dios (alabado sea su nombre). Fin, firma, enviar.
Sadeq suelta las correas de velcro que lo sujetan a la mesa, flota hacia arriba y moviendo las piernas se desplaza plácidamente hacia la proa del reducido hábitat. Los controles del telescopio se encuentran entre el limpiador de ropa ultrasónico y los estropajos de hidróxido de litio. Ya están liberados porque se encontraba efectuando un amplio reconocimiento del anillo interno, en busca de la signatura del agua helada. Le lleva un rato conectar el sistema de navegación y de seguimiento al controlador del telescopio y dirigirlo en busca de la enorme nave forastera cargada de necios. De repente Sadeq se queda pensativo, y con irritación cae en la cuenta de que es probable que se le haya pasado por alto algo en el correo de la mujer: había unos cuantos archivos adjuntos muy grandes. Con la cabeza en la extraña demanda le echa un vistazo al boletín de noticias que sus doctos colegas le envían a diario. Entre tanto espera con paciencia a que el telescopio encuentre el puntito de luz en el que está esclavizada la hija de la pobre mujer.
Se da cuenta de que éste puede ser el modo de romper el hielo, el modo de entablar un diálogo con ellos. Deja que las preguntas difíciles se respondan solas, con elegancia. No habrá necesidad de confrontación si les puede convencer de que sus planes están equivocados: no habrá necesidad de defender a las almas piadosas de la nueva Torre de Babel que esta gente se propone construir. Si esta mujer, Pamela, va en serio, Sadeq no tiene por qué acabar sus días aquí en el frío interplanetario, lejos de sus ancianos padres, de su hermano y de sus colegas y amigos. Y estará profundamente agradecido, porque en su fuero interno sabe que tiene más de estudioso que de guerrero.
—Lo siento, pero el borg está intentando asimilar una demanda —dice la recepcionista—. ¿Quiere esperar?
—Vaya estupidez. —Amber parpadea haciendo desaparecer de su ojo a Betty Binaria, el duendecillo contestador, y echa un vistazo a la cabina—. ¡Qué antiguos! —refunfuña—. ¿Quién se creen que son?
—El doctor Robert H. Franklin —dice la gata sin que nadie le pregunte—. Si quieres saber mi opinión, no ganas nada con decírselo. Bob estaba tan encariñado con su droga que hay toda una mente grupal hippy que ha crecido utilizando su vector de estado como cachimba…
—¡Cierra la puta boca! —le grita Amber. De lo que se arrepiente al instante (porque dar gritos en una nave espacial hinchable es una metedura de pata garrafal)—. Lo siento. —Genera un hilo autonómico con control nervioso parasimpatético completo, le ordena que la tranquilice y entonces genera un par de hilos más para convertirse en alfaquí, un experto en la ley sharia. Se da cuenta de que está consumiendo demasiado ancho de banda, que no es que sobre en el orfanato, y luego tendrá que pagarlo con tareas domésticas, pero no le queda más remedio—. Mamá se ha pasado de la raya. Esto es la guerra.
Sale de su cabina dando un portazo y se pone a dar vueltas al eje central del hábitat como un misil perdido en busca de un objetivo con el que desahogarse. Un berrinche le sentaría de maravilla.
Pero su cuerpo le está diciendo que se relaje, que cuente hasta diez, y una cantinela de sabiduría religiosa no deja de machacarle la cabeza, y se siente frustrada y enfadada e impotente, pero la verdad es que ya no está furiosa. Pasó lo mismo hace tres años cuando mamá se dio cuenta de que se estaba llevando demasiado bien con Jenny Morgan y la cambió de distrito escolar —dijo que era por un traslado en el trabajo, pero Amber no es tonta, mamá lo pidió—, sólo para que siguiera siendo su niñita indefensa y siguiera dependiendo de ella. Mamá es una controladora compulsiva y de ideas fijas en lo que concierne a la educación de los hijos, y desde que perdió a papá se ha cebado con Amber, haciendo de su educación el trabajo de una vida; lo que no es fácil, porque Amber no se adapta bien al papel de víctima y es muy espabilada y tiene interconexiones para aburrir. Pero ahora mamá ha encontrado la forma de joderle la vida, incluso en la órbita de Júpiter, y si no fuera por el software de su cráneo que mantiene las cosas bajo control, Amber estaría completamente desquiciada.
En vez de gritarle a la gata o intentar mandarle un mensaje a los Franklins, Amber va a buscar al borg a su guarida en el espacio carnoso.
Hay diecisiete borg a bordo de la Sanger. Son adultos, miembros del Colectivo Franklin, okupas en las ruinas de la visión postuma de Bob Franklin. Prestan partes de su cerebro para ejecutar lo que la ciencia pudo resucitar de la mente muerta del hombre que se hizo multimillonario con el boom de internet, lo que lo convierte en el primer bodhisattva de la era de la consciencia replicada, aparte de la colonia de langostas, claro está. La madre de la guarida es una mujer llamada Mónica, una esbelta reina de colmena de ojos marrones con implantes de córnea rasterizados y un pico sarcástico y mordaz capaz de minar egos como el viento del desierto. Es mejor que cualquiera de los otros ejecutando a Bob, exceptuando al tipo repulsivo llamado Jack, y cuando es ella misma no es manca (no como Jack, que nunca es él mismo en público). Lo que probablemente explica por qué la eligieron como líder supremo de la expedición.
Amber encuentra a Mónica en el jardín de la cocina número cuatro practicando una intervención en un filtro que se había atascado con huevas de sapo. Está prácticamente metida debajo de un enorme tubo, y lleva un juego de herramientas sujeto con velcro que se mueve con la brisa como una extraña alga aérea de color azul.
—¿Mónica? ¿Tienes un minuto?
—Claro, tengo minutos a montones. Hazme el favor. Pásame la llave antidinamométrica y un tornillo hexagonal del seis.
—Esto… —Amber agarra la bandera azul y se pone a toquetear su contenido. Algo que tiene pilas, motores, un contrapeso de volante y giroscopios láser se ensambla solo; Amber se lo pasa por debajo del tubo—. Toma. Escucha, tu teléfono comunica.
—Lo sé. Has venido a verme por lo de tu conversión, ¿verdad?
—¡Sí!
Se oye un ruido metálico por debajo del sumidero de presión.
—Coge esto. —Una bolsa de plástico repleta de cierres sueltos sale flotando—. Tengo que pasar la aspiradora un poco. Ponte una máscara si es que no la tienes ya.
Un minuto después Amber vuelve a estar pegada a las piernas de Mónica, la cara cubierta con una mascarilla.
—No quiero que esto siga adelante —dice—. No me importa lo que diga mamá, ¡no soy musulmana! Este juez no puede tocarme. No puede —añade, la vehemencia en pugna con la duda.
—¿Tal vez que no quiera hacerlo? —Otra bolsa—. Toma, coge.
Amber coge la bolsa una fracción de segundo demasiado tarde. Descubre por sí misma que está llena de agua y huevas de sapo. Fibrosas cuerdas mucosas llenas de renacuajos con forma de coma que culebrean, explotan por todo el compartimento y rebotan en una lluvia de confeti anfibio.
—¡Puaj!
Mónica sale retorciéndose de detrás del tubo.
—Oh, no. —Le mete una patada a lo que por consenso llaman suelo, agarra un trozo de papel absorbente de la centrifugadora y lo tira de mala manera por el obenque del ventilador que está encima del sumidero. Las dos se ponen a recoger las huevas de sapo con bolsas de basura y papel. Para cuando han terminado de limpiar el correoso desorden, la centrifugadora se ha puesto a hacer ruiditos y a zumbar, transformando la celulosa de los tanques de algas en toallitas nuevas.
—Eso no ha estado bien —dice Mónica categóricamente mientras la papelera se traga la última bolsa—. ¿No sabrás por casualidad cómo ha llegado el sapo hasta aquí?
—No, pero me topé con uno que andaba suelto por el área comunal, un turno antes del final del ciclo. Se lo llevé de vuelta a Oscar.
—Pues tendré que hablar con él. —Mónica se queda mirando el tubo con indiferencia—. Voy a tener que volver a reparar el filtro en un momento. ¿Quieres que sea Bob?
—Ah. —Amber se lo piensa—. No sé. Tú misma.
—De acuerdo, Bob entrando en línea. —El rostro de Mónica se relaja un poco, entonces su expresión se endurece—. A mi modo de ver puedes elegir. Se puede decir que tu madre te ha preparado una encerrona, ¿cierto?
—Sí. —Amber frunce el ceño.
—Veamos. Haz como si fuera tonto y cuéntamelo todo, ¿vale?
Amber se desplaza por el tubo de energía hidroeléctrica y pone la cabeza al lado de Mónica/Bob, que flota con los pies cerca del suelo.
—Me escapé de casa. Le pertenecía a mamá, es decir, ella tenía la custodia y papá no tenía nada. Así que papá, a través de un representante, me ayudó a venderme como esclava a una empresa. La empresa era propiedad de un fondo de inversiones, y yo soy la principal beneficiaría cuando llegue a la mayoría de edad. Como bien mueble, la sociedad me dice lo que tengo que hacer (legalmente), pero la sociedad tapadera está constituida para acatar mis órdenes. Así que tengo autonomía. ¿Vale?
—Suena al tipo de gesta que haría tu padre —dice Mónica/Bob con tono neutral. Usurpado por un deje maduro y sarcástico de Silicon Valley, el típico acento inglés de Mónica suena extrañamente monocorde.
—El problema es que la mayoría de los países no reconocen la esclavitud, simplemente la disfrazan de algo bonito y lo llaman in loco parentis o algo. De los que sí la reconocen, prácticamente ninguno tiene nada que se parezca a la figura de la sociedad de responsabilidad limitada, mucho menos una que pueda ser dirigida por una sociedad extranjera. Papá eligió Yemen basándose en que tienen esta estúpida rama de la ley sharia (y una trayectoria lamentable en materia de derechos humanos), pero casi se ajustan al protocolo de estándares legales vigentes, que puede vincularse con la legislación de la CE recurriendo a una argucia legal turca.
—Y…
—Bueno, supongo que técnicamente era una jenízara. Mamá estaba pasando por su fase cristiana, así que eso me convertía en una cristiana infiel, esclava de una empresa islámica. Ahora la imbécil, la muy guarra, ha ido y se ha convertido al chiísmo. Normalmente la ascendencia islámica es por vía paterna, pero ella escogió su secta con mucho cuidado y eligió una que mantiene una posición progresista con respecto a los derechos de las mujeres. Son una especie de construccionistas liberales fundamentalistas islámicos, «qué haría el Profeta si estuviera vivo hoy y tuviera que preocuparse por las fábricas de chicles autorreplicantes» y ese tipo de cosas. En general suelen adoptar una postura progresista sobre cosas como la igualdad legal de los sexos porque, para su época y lugar, el Profeta era un tipo muy adelantado a su tiempo y entienden que deberían seguir su ejemplo. En fin, eso significa que mamá puede afirmar que yo soy musulmana, y según la ley yemení paso a ser considerada un bien mueble musulmán perteneciente a una sociedad. Y su legislación tiene bastantes reservas sobre la esclavización de musulmanes. No es que yo tenga derechos como tales, pero mi bienestar pastoral pasa a ser responsabilidad del imán local y… —Se encoge de hombros en un gesto de impotencia.
—¿Ya ha intentado hacerte respetar nuevas normas? —pregunta Mónica/Bob—. ¿Ha impedido de algún modo tu libertad de acción, o intentado comerte la cabeza? ¿Te ha insistido para que tomes reguladores de la libido o para que sigas un código de vestimenta estricto?
—Todavía no. —La expresión de Amber es adusta—. Pero no es bobo. No me extrañaría que estuviera usando a mamá (y a mí) para poder acceder a toda la expedición. Impugnar la jurisdicción, solicitar arbitraje, ese tipo de cosas. Podría ser peor, podría obligarme a que acatara completamente su forma de ver la sharia. Permiten los implantes, pero requieren filtros conceptuales obligatorios. Si ejecuto esa mierda, acabaré creyéndomela.
—Vale. —Mónica da una lenta voltereta hacia atrás en el aire—. Ahora dime por qué no puedes rechazarlo sin más.
—Porque. —Respira hondo—. Puedo hacerlo de dos maneras. Puedo rechazar el islam, lo que me convierte en una apóstata y automáticamente pone fin a mi contrato con la sociedad tapadera, y según la ley de los Estados Unidos o de la CE le pertenezco a mamá. O puedo decir que el instrumento no tiene validez legal porque cuando lo firmé estaba en los Estados Unidos y allí la esclavitud es ilegal, en cuyo caso le pertenezco a mamá. O puedo tomar el velo, vivir modestamente como una mujer musulmana, hacer lo que quiera el imán, y no le pertenezco a mamá, pero ella tiene derecho a designar mi acompañante. Oh, Bob, lo tiene todo tan bien planeado.
—Ajá. —Mónica vuelve al suelo con un giro y mira a Amber, de repente muy Bob—. Ya me has contado tus problemas; empieza a pensar como tu papá. Todos los días tu papá tenía una docena de ideas creativas antes del desayuno; así es como se hizo un nombre. Tu madre te tiene contra la pared. Piensa en una forma de escapar: ¿qué puedes hacer?
—Bueno. —Amber se gira y abraza el conducto hidropónico como si fuera una balsa salvavidas—. Es una paradoja legal. Estoy atrapada porque me ha acorralado en una determinada jurisdicción. Podría hablar con el juez, supongo, pero lo habrá elegido con cuidado. —Entorna los ojos—. La jurisdicción. Eh, Bob. —Se suelta del conducto y se pone a flotar, el pelo le ondea por detrás como un halo de cometa—. ¿Qué debo hacer para conseguirme otra jurisdicción?
Mónica sonríe.
—Creo recordar que la manera tradicional era apropiarse de algunas tierras y proclamarse rey; pero se puede hacer de otras maneras. Tengo unos amigos que creo que deberías conocer. No son muy habladores y hay un retardo de dos horas luz, pero creo que podrás comprobar que ya han contestado a esa pregunta. Pero ¿por qué no hablas primero con el imán y ves cómo es? Lo mismo te sorprende. Al fin y al cabo, él ya estaba aquí antes de que tu mamá decidiera usarlo para salirse con la suya.
La Sanger flota a treinta kilómetros de altura, trazando un círculo alrededor de la sección central de una Amaltea con forma de tubérculo. Las sondas revolotean por las laderas del Mons Lyctos, a diez kilómetros de la superficie media, levantando nubes rojizas de polvo de sulfato al extender placas transparentes por el estéril paisaje lunar. Tan cerca de Júpiter (a sólo ciento ochenta mil kilómetros por encima del desquiciado remolino de nubes), el gigante gaseoso llena la mitad del cielo con una esfera en perpetua transformación, ya que Amaltea traza una órbita en torno a su astro principal en algo menos de doce horas. Los escudos antirradiación de la Sanger funcionan a máxima potencia, envolviendo la nave en una corona de plasma ondulante. Las señales de radio son inútiles y los mineros humanos controlan sus sondas mediante una intrincada red de circuitos láser. Otras sondas más grandes desenrollan bobinas de cable eléctrico pesado al norte y al sur de la zona de aterrizaje. Una vez que los circuitos estén conectados, formarán una bobina que atravesará el campo magnético de Júpiter, lo que generará una corriente eléctrica (y socavará de forma imperceptible el momento orbital de la luna).
Amber suspira y por sexta vez en una hora mira la webcam en el lateral de su cabina. Ha quitado los pósteres y le ha dicho a sus juguetes que se recojan. Dentro de dos mil segundos, la minúscula nave espacial iraní emergerá por encima del limbo de Moshtari y entonces habrá llegado la hora de hablar con el maestro. No es que le apetezca mucho. Si se trata de un viejo y entrecano tarugo de la vertiente fundamentalista más radical, tendrá problemas. La falta de respeto hacia la ancianidad ha formado parte de la experiencia adolescente occidental durante generaciones, y un hilo intercultural que ha destacado para que se documente sobre el islam le recuerda que no todas las culturas comparten esta actitud. Pero si resulta que es joven, inteligente y tolerante, las cosas podrían ser aún peor. Cuando tenía ocho años, Amber hizo una prueba para La fierecilla domada. Resulta que no tiene ganas de interpretar el papel principal en su propia producción sobre el mestizaje cultural.
—¿Pierre? —vuelve a suspirar.
—¿Sí? —Su voz viene de la base del armario de emergencia del cuarto de Amber. Está echo un ovillo ahí abajo; sus extremidades se mueven lánguidamente mientras conduce una sonda minera por la superficie del Objeto Barney, que es como se hace llamar la roca. La sonda se asemeja a una típula de largas patas que lentamente va saltando de puntillas en la microgravedad. La roca sólo tiene medio kilómetro en su eje más largo y está cubierta de una extraña capa hidrocarbónica y de compuestos de azufre que los vientos jovianos han desprendido de la superficie de Io, lo que le da un aspecto parduzco—. Ya voy.
—Más te vale. —Ella le echa un vistazo a la pantalla—. Un segundo veinte para próxima deflagración. —Técnicamente hablando el bote de carga que se ve en la pantalla es robado. Bob dijo que no suponía ningún problema siempre y cuando lo devuelva, aunque no podrá hacerlo hasta que no llegue a Barney y encuentren agua helada suficiente para repostar—. ¿Ya has encontrado algo?
—Lo de siempre. Tengo una veta de hielo cerca del polo semimayor; está sucio, pero debe de haber por lo menos mil toneladas. Y la superficie está reseca por el alquitrán. Amber, ¿sabes qué? La mierda de color naranja está hasta arriba de fullerenos.
Amber sonríe delante de su reflejo en la pantalla. Son buenas noticias. Una vez que la carga que está transportando toque tierra, Pierre puede ayudarle a tender cables superconductores por todo el eje longitudinal de Barney. Sólo tiene un kilómetro y medio, y eso sólo les dará una corriente de unas cuantas decenas de kilovatios, pero el fabricador de condensación que también va en la carga podrá utilizarla para transformar la corteza de Barney en mercancías procesadas a un ritmo aproximado de dos gramos por segundo. Utilizando diseños distribuididos gratuitamente por la Fundación en Defensa del Hardware Libre, dentro de doscientos mil segundos dispondrán de un sistema de sesenta y cuatro impresoras 3D que se pondrá a escupir materia estructurada a un ritmo limitado únicamente por la energía disponible. Empezando con una tienda abovedada descomunal y algo de nitrógeno/oxígeno para que pueda respirar, y luego añadiendo una buena caché web y un enlace directo de ancho de banda alto para comunicarse con la Tierra, Amber podría tener su propia colonia particular funcionando dentro de un millón de segundos.
La pantalla parpadea.
—¡Ay, mierda! ¿Pierre? Esfúmate. —La llamada entrante reclama su atención—. ¿Sí? ¿Quién es?
En la pantalla aparece la imagen de una cápsula espacial muy del siglo XX en la que no cabe un alfiler. En su interior hay un tipo de veintitantos años, con una tez muy morena, el pelo y la barba muy cortos, vestido con un forro espacial de color aceituna apagado. Está flotando entre un controlador de acoplamiento manual TORU y una fotografía de la Kaba en La Meca con un marco dorado.
—Buenas noches —dice con tono solemne—. ¿Tengo el honor de dirigirme a Amber Macx?
—Esto… Sí. Ésa soy yo. —Lo mira fijamente; no se parece en nada a su idea de un ayatolá (aunque no tenga muy claro qué es): un viejo fundamentalista vengativo que viste de negro—. ¿Quién eres tú?
—Soy el doctor Sadeq Khurasani. Espero no interrumpirle. ¿Le viene bien que hablemos ahora?
Parece tan preocupado que Amber asiente automáticamente con la cabeza.
—Sí, claro. ¿Te metió mi madre en esto? —Siguen hablando en inglés y ella se da cuenta de que su dicción es buena, aunque algo afectada. No está usando un motor gramatical, se nota que aprendió el idioma de forma natural, lo que le provoca un escalofrío de miedo—. Ten cuidado cuando hables con ella. No es que mienta, exactamente, pero consigue que la gente haga lo que ella quiere.
—Sí, hablé con… Ah. —Una pausa. Siguen estando a casi un segundo luz, tiempo suficiente para colisiones dolorosas y accidentales silencios—. Ya veo. ¿Está segura de que ésa es la forma correcta de hablar de su madre?
Amber respira hondo.
—Los adultos se pueden divorciar. Si yo me pudiera divorciar de ella, lo haría. Es la… —Le cuesta trabajo encontrar la palabra adecuada—. Mira, es la clase de persona que no sabe perder. Si ve que va a perder, hará lo posible para que el peso de la ley caiga sobre ti. Como ha hecho conmigo. ¿No lo ves?
El doctor Khurasani parece tener muchas dudas.
—No estoy seguro de entenderlo —dice—. ¿Tal vez, mmm, debería contarle por qué estoy hablando con usted?
—Claro. Adelante.
A Amber le sorprende su actitud: parece que se la toma en serio de verdad. Que la trata como a un adulto. La sensación es tan novedosa, viniendo de alguien de más de veinte años, que casi se le olvida que sólo está hablando con ella porque su mamá le ha tendido una trampa.
—Bueno, soy ingeniero. Además estudio la fiqh, la jurisprudencia. De hecho estoy cualificado para decidir sobre una causa. Soy un juez muy joven, pero aun así es una gran responsabilidad. En fin, su madre, que la paz sea con ella, solicitó formalmente mi intervención. ¿Está al corriente?
—Sí —Amber se pone tensa—. Es mentira. Distorsiona la realidad.
—Hmm. —Sadeq medita tocándose la barba—. Bien, sí, tengo que averiguarlo. Su madre se ha sometido a la voluntad de Dios. Esto la convierte a usted en la hija de una musulmana, y ella afirma…
—¡Está intentando utilizarte contra mí! —le interrumpe Amber—. Me vendí como esclava para alejarme de ella, ¿lo entiendes? Me esclavicé a mí misma a una sociedad que seguirá siendo un fondo fiduciario hasta que yo adquiera su propiedad. Ella está intentando cambiar las reglas para hacerme volver. ¿Sabes qué? ¡No creo que le importe una mierda tu religión, sólo me quiere a mí!
—El amor de una madre…
—A la mierda el amor —gruñe Amber—, lo que ella quiere es control.
La expresión de Sadeq se endurece.
—Es usted muy mal hablada, niña. Sólo intento aclarar los hechos en esta situación. Debería preguntarse si tanta falta de respecto favorece sus intereses. —Se para un momento y continúa con menos brusquedad—. ¿Realmente su infancia con ella es tan mala? ¿De veras cree que lo hizo todo sólo por el control? ¿No cree que pueda quererla? —Hace una pausa—. Tiene que entender que necesito aclarar estas cosas para poder saber cómo obrar correctamente.
—Mi madre. —Amber se para en seco y genera una vaporosa nube de recuperaciones de memoria. Se abren en abanico por su espacio mental como la cola de un cometa. Invocando un complejo de analizadores de red y filtros de clase, transforma los recuerdos en imágenes reificadas y las dispara contra el minúsculo cerebro de la webcam para que él pueda verlas. Algunos recuerdos son tan dolorosos que Amber tiene que cerrar los ojos. Mamá vestida y maquillada para las escaramuzas de la oficina, inclinándose sobre Amber, prometiéndole que le va a inutilizar las extensiones léxicas a la fuerza si no las desactiva para estudiar gramática. Mamá diciéndole a Amber que se vuelven a mudar, de improviso, alejándola de la escuela y de los amigos que poco a poco le habían empezado a caer bien. Lo de la iglesia de cada mes. Mamá pillándola al teléfono con papá, rompiendo el teléfono por la mitad y pegándole con él. Mamá en la mesa de la cocina, obligándola a comer—. A mi madre le gusta controlarlo todo.
—Ah. —La expresión de Sadeq se vuelve transparente—. ¿Y así es como se siente con respecto a su madre? ¿Durante cuánto tiempo ha tenido ese nivel de…? No, perdóneme por preguntarle. Está claro que usted comprende los implantes. ¿Lo saben sus abuelos? ¿Ha hablado con ellos?
—¿Mis abuelos? —Amber se aguanta la risa—. Los padres de mamá están muertos. Los de papá siguen vivos, pero no se hablan con él; mamá les cae bien. Piensan que soy repulsiva. Sé algunas cosillas, sus tramos fiscales y sus perfiles de cliente. Podía extraer datos con la cabeza a los cuatro años. No estoy hecha como las niñas de su época y no lo entienden. ¿Sabes que a los ancianos no les gustamos nada? Algunas iglesias ganan dinero dedicándose exclusivamente a hacer exorcismos para viejales que piensan que sus hijos están poseídos.
—Bueno. —Sadeq vuelve a toquetearse la barba, abstraído—. Tengo que admitir que estoy sorprendido. Pero sabe que su madre ha aceptado el islam, ¿no? Lo que significa que usted también es musulmana. Si no es mayor de edad, su madre es quien decide legalmente por usted. Y ella dice que esto la convierte en problema mío. Hmm.
—No soy musulmana. —Amber mira fijamente la pantalla—. Tampoco soy una niña. —Siente que sus hilos están confluyendo, que le susurran desde detrás de los ojos. De pronto nota la cabeza compacta y rebosante de ideas, pesada como una piedra y el doble de vieja que el tiempo—. No soy propiedad de nadie. ¿Qué dice tu ley sobre la gente que ha nacido con implantes? ¿Qué dice sobre la gente que quiere vivir eternamente? No creo en ningún dios, señor juez. No creo en los límites. Físicamente, mamá no puede obligarme a hacer nada y está claro que no puede hablar por mí. Todo lo que puede hacer es poner en duda mi personalidad jurídica, y si decido quedarme lejos de su alcance, ¿qué importa eso?
—Bien, si eso es lo que tiene que decir, debo reflexionar sobre el tema. —La mira a los ojos; su expresión es sería, como la de un médico considerando un diagnóstico—. Volveré a llamarla a su debido momento. Entre tanto, si necesita hablar con alguien, recuerde que siempre estoy disponible. Si hay algo que pueda hacer para aliviar su dolor, será un placer ayudarle. Que la paz sea usted y con los suyos.
—Igualmente —masculla ella misteriosamente mientras se corta la conexión—. Y ahora ¿qué? —pregunta al ver un duendecillo que hace bip y gira por la pared, solicitando su atención.
—Creo que es el módulo de aterrizaje —dice Pierre amablemente—. ¿Ya está abajo?
—¡Eh, pensé que te había dicho que te perdieras! —le dice con tono beligerante.
—¿Qué? ¿Y perderme toda la diversión? —Le sonríe con picardía—. ¡Amber tiene un novio nuevo! Espera a que se lo cuente a todo el mundo…
Los ciclos de sueño van pasando; la impresora 3D prestada sobre la superficie del Objeto Barney vomita mapas de bits de átomos con rigor cuántico en su plataforma de renderización, construyendo la circuitería de control y los esqueletos de nuevas impresoras. (Aquí no hay nanoensambladores pesados, ni robots del tamaño de un virus que se afanan en separar las moléculas en montoncitos; únicamente la insólita magia cuantizada de la holografia atómica, condensados de Bose-Einstein que se colapsan y se convierten en extraños bordados de maquinaría superfría). La electricidad recorre los bucles de cables que atraviesan la magnetosfera de Júpiter, convirtiendo lentamente el momento de la roca en energía. Pequeños robots se arrastran por la tierra anaranjada, sacando materias primas para alimentar el horno fraccionador. El jardín de maquinaria de Amber florece despacio, desplegándose de acuerdo con un esquema diseñado por preadolescentes en una escuela industrial de Polonia, sin apenas necesidad de mediación humana.
En órbita alrededor de Amaltea, complejos instrumentos financieros se reproducen y se conjugan. Desarrollados con la única intención de facilitar el comercio con las inteligencias alienígenas que se cree que fueron detectadas hace ocho años por el SETI, funcionan igual de bien como guardianes fiscales para las colonias espaciales. Las cuentas bancarias que la Sanger tiene en California y Cuba parecen aceptables. Desde su entrada en el espacio jupiterino, el orfanato ha reclamado para sí casi un centenar de gigatones de rocas sueltas y una luna lo bastante pequeña como para entrar por los pelos en la definición de cuerpo planetario soberano de la Unión Astronómica Internacional. El borg está trabajando duro al frente de sus entusiastas equipos de niños accionistas; sus planes pasan por construir las metaestructuras industriales necesarias para permitir la extracción de helio-3 de Júpiter. Están tan concentrados que se pasan la mayor parte del tiempo siendo ellos mismos, sin molestarse en ejecutar a Bob, la identidad compartida que les da su mesiánica motivación.
A media hora luz de distancia, una Tierra trasnochada se levanta y se acuesta siguiendo su vieja dinámica orbital. Una escuela religiosa de El Cairo se está planteando cuestiones nanotecnológicas: si se utilizan ensambladores para preparar una copia de una tira de bacon a escala molecular, pero sin que nunca llegue a formar parte de un cerdo, ¿cómo habría que tratarla? (Si se copia la mente de uno de los fieles en la memoria de una máquina computadora simulando y trazando un mapa de todas sus sinapsis, ¿es el ordenador un musulmán? Si no lo es, ¿por qué no? Si lo es, ¿cuáles son sus derechos y obligaciones?) Disturbios en Borneo subrayan la urgencia de esta investigación teotecnológica.
Otros disturbios en Barcelona, Madrid, Birmingham y Marsella también subrayan un problema creciente: el caos social provocado por el abaratamiento de los tratamientos antiedad. Los exterminadores de zombis, la violenta reacción de una juventud desatendida contra la otrora encanecida gerontocracia de Europa, insisten en que las personas que son anteriores a la superred y no toleran los implantes en realidad no son conscientes. Su ferocidad sólo es comparable al enfado de los dinámicos octogenarios del baby boom; sus cuerpos han sido parcialmente restaurados y parece que hubieran vuelto a la flor de su juventud de los sesenta, pero sus mentes siguen varadas en un siglo más lento y menos contingente. Los falsos jóvenes se sienten traicionados: se han visto obligados a volver a formar parte de la población activa, pero son incapaces de asimilar la acelerada cultura de implantes del nuevo milenio; su dilatada experiencia se ha quedado obsoleta ante un tiempo deflacionario.
El milagro económico de Bangladesh es típico de los tiempos que corren. Con índices de crecimiento que superan el veinte por ciento, una bioindustrialización barata y fuera de control se ha extendido por todo el país como un reguero de pólvora. Agricultores que cultivaban arroz ahora cultivan plástico y ordeñan vacas que dan seda, mientras que sus hijos estudian maricultura y diseñan espigones. Casi el ochenta por ciento de la población tiene móvil y la alfabetización llega al noventa. El que fuera un país pobre por fin se ha liberado de su histórica trampa infraestructural y empieza a desarrollarse. Otra generación y serán más ricos que Japón.
Las nuevas y radicales teorías económicas se centran en el ancho de banda, el tiempo de transmisión a la velocidad de la luz y las implicaciones de la CETI, la comunicación con inteligencias extraterrestres. Los cosmólogos y los quants colaboran en la creación de extraños instrumentos financieros plegados relativistamente. El espacio (que te deja almacenar información) y la estructura (que te permite procesarla) adquieren valor mientras que la masa no inteligente —como el oro— lo pierde. Los decadentes ejes de los mercados bursátiles tradicionales están de capa caída, la antigua cortina de humo formada por las industrias de microprocesadores y las industrias bio/nanotecnológicas se desmorona ante el asalto de los ensambladores de materia y las ideas automodificables. Los herederos parecen dispuestos a convertirse en una nueva oleada de bárbaros comunicadores capaces de hipotecar su futuro durante un milenio a cambio de la posibilidad de recibir un obsequio de una inteligencia alienígena de visita. Microsoft, que una vez fue la US Steel de la era del silicio, se hunde silenciosamente en un proceso de liquidación.
Un brote de plaga verde (un tosco ensamblador biomecánico que se come todo lo que encuentra a su paso) está siendo controlado en las zonas despobladas de Australia mediante bombardeos por saturación con explosivos aire-combustible. Posteriormente la USAF reactiva dos alas de B-52s restaurados y las pone a disposición del comité permanente de Naciones Unidas sobre armas autorreplicantes. (La CNN descubre que uno de los nuevos pilotos, que se realistó con el cuerpo de un veinteañero y una cuenta de pensiones vacía, en tiempos había volado con ellos sobre Laos y Camboya). La noticia ensombrece el anuncio por parte de la Organización Mundial de la Salud del fin de la pandemia del VIH después de más de cincuenta años de fanatismo, pánico y megamuerte.
—Respira normalmente. ¿Te acuerdas del ejercicio con el regulador? Si notas que te sube el ritmo cardiaco o que la boca se te queda seca, respira profundamente cinco veces.
—Cierra la puta boca, Neko, estoy intentando concentrarme. —Amber manipula torpemente el anillo-D de titanio intentando pasarle la correa. Los guantes se lo impiden. Con los trajes espaciales de órbita alta (básicamente una media de cuerpo entero diseñada para mantener la piel bajo presión y ayudarte a respirar) es fácil, pero en el interior del cinturón de radiación de Júpiter tiene que llevar un viejo traje Orlan-DM que tiene por lo menos trece capas. Los guantes son rígidos y cuesta trabajar con ellos. Afuera el tiempo es chernobilesco, una aguanieve de partículas alfa y protones puros que sopla con fuerza en el vacío, y realmente necesita la protección extra—. Lo tengo. —Aprieta bien la correa, le coloca el anillo-D y se pone con la siguiente. Sin mirar hacia abajo ni una sola vez, porque la pared a la que se va amarrando no tiene suelo, sólo un tope dos metros por debajo, y a partir de ahí hay cien kilómetros de vacío espacial hasta la tierra firme más próxima.
La tierra le canta tontamente:
—Te quiero, me quieres, es la ley de la gravedad…
Apoya firmemente los pies en la plataforma que sobresale del lateral de la cápsula como una cornisa para suicidas: las agarraderas de velcro metalizado aguantan y tira de las correas para hacer girar su cuerpo hasta que, de reojo, alcanza a ver más allá de la cápsula. La cápsula tiene una masa de cinco toneladas, un poco más grande que la de una vieja Soyuz. Está cargada hasta los topes de materiales sensibles al entorno que le van a hacer falta y una inmensa antena de alta ganancia.
—Espero que sepas lo que haces —alguien dice por el intercomunicador.
—Claro que… —Se para. Sola en esta dama de hierro, un excedente de la NPO Energiya, con sistemas de comunicación de ancho de banda bajo y unos originales desagües, se siente claustrofóbica y desamparada. Hay partes de su cabeza que no funcionan. Cuando tenía cuatro años, mamá la llevó a un famoso sistema de cuevas en algún lugar del Oeste. Cuando el guía apagó las luces a medio kilómetro bajo tierra, ella gritó sorprendida porque pudo notar cómo la oscuridad llegaba a tocarla. Ahora no es la oscuridad lo que la asusta, es la ausencia de pensamiento. Tiene por delante cien kilómetros en los que no hay ninguna mente, e incluso en la superficie la única compañía es la del estúpido canturreo de los robots. Todo lo que hace que el universo sea agradable para un primate parece estar encerrado en la enorme nave espacial que flota imponente en alguna parte por detrás de su cabeza, y tiene que controlar las ganas de soltar las correas y subir de vuelta por el cordón umbilical que une la cápsula con la Sanger—. Estaré bien —se obliga a decir. Y aunque no está segura de que sea verdad, intenta convencerse de que lo va a estar—. Sólo son los típicos nervios que afloran al abandonar el nido. He leído sobre el tema, ¿vale?
Oye un extraño y agudo silbido. Por un momento se le hiela el sudor de la nuca, entonces el ruido se para. Escucha con atención un momento y cuando vuelve reconoce el sonido. La gata que hace un momento no podía tener la boca cerrada, ovillada en la calidez de su maleta de lata presurizada, se ha puesto a roncar.
—Vamos —dice ella—, es hora de ponerse en marcha. —Una macro del habla en las entrañas del firmware de acoplamiento de la Sanger reconoce su autoridad y suelta el tanque con suavidad. Unos cúmulos de gas frío estallan haciendo vibrar con estrépito toda la cápsula y Amber está en camino.
—Amber. ¿Cómo lo llevas? —Una voz familiar en sus oídos. Ella parpadea. Mil quinientos segundos; ha pasado casi media hora.
—Robes-Pierre, ¿has rebanado algún pescuezo aristócrata últimamente?
—¡Ja! —Una pausa—. Puedo verte la cabeza desde aquí.
—¿Qué pinta tiene? —pregunta ella. Tiene un nudo en la garganta, no sabe muy bien por qué. Pierre debe de estar vigilando su descenso, conectado a una de las cámaras de proximidad más pequeñas colocadas por todo el casco exterior de la gran nave nodriza.
—Básicamente la de siempre —dice lacónicamente. Otra pausa, esta vez más larga—. Esto es increíble, ¿sabes? Su Ang dice hola, por cierto.
—Su Ang, hola —contesta ella, aguantándose las ganas de inclinarse hacia atrás y mirar hacia arriba (arriba con respecto a sus pies, no a su vector) para ver si la nave sigue siendo visible.
—Hola —dice tímidamente Ang—. Eres muy valiente.
—Todavía no te gano al ajedrez. —Amber frunce el ceño. Su Ang y sus algas ultramodificadas. Oscar y las fábricas farmacéuticas de sus sapos. Gente que conoce desde hace tres años, de la que mayormente ha pasado y que nunca pensó que iba a echar de menos—. Oye, ¿vais a venir a verme?
—¿Quieres que vayamos? —Ang suena incrédula—. ¿Cuándo estará listo?
—Ah, pronto. —Las impresoras de la superficie producen cuatro kilogramos de materia estructurada por minuto y ya le han construido un montón de cosas: un hábitat con forma de cúpula, las tripas de una granja de algas/camarones, una excavadora para poder enterrarla, una cámara estanca. Incluso un cagadero. Está todo por ahí tirado esperando a que llegue para organizarlo y se instale en su nuevo hogar—. Para cuando el borg vuelva de Amaltea.
—¡Eh! ¿Quieres decir que se mudan? ¿Qué te hace pensarlo?
—Ve a hablar con ellos —dice Amber. Lo cierto es que ella es en parte responsable de que la Sanger esté a punto de ampliar y desplazar su órbita hacia la otra luna: quiere estar sola sin ningún tipo de comunicación durante un par de millones de segundos. El Colectivo Franklin le está haciendo un favor muy grande.
—Siempre un paso por delante —la interrumpe Pierre con un tono que a los inseguros oídos de Amber suena a admiración.
—Tú también —dice ella, un pelín demasiado rápido—. Ven a verme cuando tenga estabilizado el ciclo de soporte vital.
—Lo haré —contesta él.
Junto a la cabeza de Amber, un resplandor tiñe de rojo el flanco de la cápsula y ella mira hacia arriba justo a tiempo de ver cómo se enciende la cegadora línea azul del láser del motor de la Sanger.
Pasan dieciocho millones de segundos, casi una décima parte de un año jupiterino.
Sumido en sus pensamientos, el imán se mesa la barba mientras contempla la pantalla de control de tráfico. En estos días, cada turno parece traer consigo una nueva nave tripulada al sistema de Júpiter: decididamente, el espacio se está llenando de gente. Cuando llegó, aquí había menos de doscientas personas. Ahora la población es la de una ciudad pequeña, y mucha de la gente vive justo en medio del mapa de aproximación que ocupa el centro de su pantalla. Respira hondo, intentando ignorar el omnipresente olor a calcetines viejos, y estudia el mapa.
—Ordenador, ¿qué pasa con mi turno? —pregunta.
—Su turno: permiso para comenzar aproximación final en seis-nueve-cinco segundos. El límite de velocidad es diez metros por segundo dentro de los diez kilómetros, bajando a dos metros por segundo en el último kilómetro. Cargando mapa de vectores de propulsión prohibidos.
Partes del mapa de aproximación se ponen en rojo, desconectadas del sistema para evitar que su chorro de gases dañe a otras naves en la zona.
Sadeq suspira.
—Entraremos usando Kurs. Asumo que su sistema de guía Kurs está activo.
—Soporte de objetivo de acoplamiento Kurs disponible en el nivel de capa tres.
—Alabado sea Alá.
Se mueve por los menús del subsistema guía, configurando la emulación de software del obsoleto (pero sumamente fiable) sistema de acoplamiento de la Soyuz. Por fin puede dejar que la nave se ocupe de sí misma un rato. Echa un vistazo a su alrededor. Durante dos años ha vivido en esta lata y pronto saldrá de ella. Casi no se lo cree.
La radio, que normalmente permanece en silencio, resucita de improviso con un chisporroteo.
—Bravo Uno Uno, aquí Control de Tráfico Imperial. Se requiere contacto verbal, cambio.
Sorprendido, Sadeq da un respingo. La voz suena inhumana, con la cadencia de un sintetizador de voz, como tantos otros súbditos de Su Majestad.
—Bravo Uno Uno a Control de Tráfico, a la escucha, cambio.
—Bravo Uno Uno, le hemos asignado un intervalo para aterrizar en el túnel cuatro, cámara estanca delta. Kurs activo, asegúrese de que su guía está en siete-cuatro-cero y bajo nuestro control.
Se inclina sobre la pantalla y comprueba rápidamente la configuración del sistema de acoplamiento.
—Control, todo en orden.
—Bravo Uno Uno, permanezca a la espera.
La siguiente hora pasa despacio mientras el sistema de control de tráfico conduce su módulo Tipo 921 hasta su cita con las rocas. La única ventanilla de cristal óptico esta manchada con vetas de polvo naranja: un kilómetro antes del aterrizaje Sadeq se pone a cerrar las cubiertas protectoras, asegurando cualquier cosa que pueda caerse al tomar tierra. Finalmente, desenrolla su estera en el suelo delante de la consola y flota sobre ella durante diez minutos rezando con los ojos cerrados. No es el aterrizaje lo que le preocupa, sino lo que viene después.
El dominio de Su Majestad se extiende ante el desvencijado módulo como un copo de nieve manchado de óxido de medio kilómetro de diámetro. Su centro está sepultado bajo una bola de escombros dispersos y grisáceos, y sus lánguidos brazos ondean en el giboso horizonte naranja de Júpiter. A intervalos regulares, unos finos pelos que se ramifican fractalmente a escala molecular se desprenden de los brazos del colector principal. Un racimo de vainas habitables como uvas sin semillas se aferra a las raíces de la inmensa estructura. Ya puede ver los enormes bucles del generador de acero que ascienden desde los polos del copo de nieve, envueltos en plasma centelleante; los anillos jovianos forman un arco iris de oscuridad que se eleva por detrás de ellos.
Finalmente, la destartalada estación espacial se encuentra en la aproximación final. Sadeq observa atentamente la salida de la simulación Kurs, conectándola directamente a su campo visual. La cámara externa ofrece una vista del montón de rocas y de las uvas. A medida que la vista se va expandiendo hacia el techo convexo de la nave, se humedece los labios, listo para pasar a control manual y afrontar el último giro. Pero el ritmo del descenso está bajando, y para cuando está lo bastante cerca como para apreciar los arañazos en el reluciente cono de acoplamiento metálico delante de la nave, se mide en centímetros por segundo. Hay una suave sacudida, luego un temblor y después un estrépito que se propaga al irse activando los cierres del anillo de acoplamiento: ha tomado tierra.
Sadeq respira hondo otra vez y trata de ponerse de pie. Aquí hay gravedad, pero no mucha. Andar le resulta imposible. Esta a punto de dirigirse hacia el panel de soporte vital, cuando se para en seco al oír un ruido que viene del otro lado del nodo de acoplamiento. Se gira justo a tiempo de ver cómo la escotilla se abre hacia él, una ráfaga de vapor se condensa y entonces…
Su Majestad Imperial está sentada en el salón del trono, y con aire taciturno juega con el nuevo sello que le ha diseñado su secretario privado. Es un trozo de carbono estructurado con una masa de casi cincuenta gramos, engastado en un sencillo aro de iridio extraído de un asteroide. Reluce con los reflejos moteados azules y violetas de sus láseres internos, porque, además de una joya fastuosa, también es un router óptico, parte de la infraestructura de control industrial que está construyendo en los límites del sistema solar. Su Majestad lleva un pantalón militar negro y una sudadera, confeccionados con la mejor seda de araña y el mejor hilo de cristal, pero va descalza. Juvenil es la mejor palabra para describir su gusto en el vestir, y en cualquier caso, hay modas que simplemente son poco prácticas con microgravedad. Pero, tratándose de un monarca, lleva puesta una corona. Y hay una gata, o una entidad artificial que sueña que es una gata, durmiendo detrás del trono.
La dama de honor (que una vez fue ingeniero hidropónico) acompaña a Sadeq hasta la entrada y se aparta flotando.
—Si necesita algo, por favor, dígamelo —dice tímidamente, luego inclina la cabeza y se retira. Sadeq se acerca al trono, se orienta en el suelo (una simple placa de compuesto negro, salvo por el trono que brota en su centro como una exótica flor), y espera a que noten su presencia.
—Doctor Khurasani, supongo. —Ella le sonríe, ni la sonrisa inocente de una niña ni la sonrisita de complicidad de un adulto: simplemente un saludo cariñoso—. Bienvenido a mi reino. Por favor, no te prives de utilizar cualquiera de los servicios de soporte que necesites, y te deseo una muy agradable estancia.
Sadeq no cambia su expresión. La reina es joven, su rostro aún retiene la gordura de la infancia, resaltada por la cara redonda típica de la microgravedad, pero sería un error fatal considerarla inmadura.
—Le agradezco a Su Majestad la paciencia —murmura formulaico. Detrás de ella las paredes brillan como diamantes, una radiante visión caleidoscópica. Ya es el paraíso informacional más grande que existe en el espacio humano, en la Tierra y fuera de ella. Su corona, que parece más bien un yelmo compacto que le cubre la parte superior y posterior de la cabeza, también reluce y emite arco iris difractados, pero la mayoría de sus emisiones son en ultravioleta cercano, invisibles salvo por el débil resplandor del nimbo que crea en torno a su cabeza. Como un halo.
—Siéntate —le ofrece haciendo un gesto: del techo surge y se despliega un módulo de caída libre como los de una aerostación, que se queda orientado hacia ella, abierto y a la espera—. Debes de estar cansado. Ocuparse de una nave en solitario es agotador. —Frunce el ceño con arrepentimiento, como acordándose de algo—. Dos años es prácticamente inaudito.
—Su Majestad es demasiado amable. —Sadeq se envuelve con los brazos del módulo y se queda mirándola—. Sus esfuerzos han dado fruto, espero.
Ella se encoge de hombros.
—Vendo el artículo más importante y más escaso en cualquier sitio… —Una sonrisa momentánea—. Esto no es el Lejano Oeste, ¿verdad?
—La justicia no se puede vender —dice Sadeq fríamente. Luego, un segundo después—. Acepte mis disculpas, no pretendo insultarla. Simplemente creo que, aunque diga que su objetivo es establecer el imperio de la ley, lo que vende es y debe ser otra cosa. La justicia sin Dios, vendida al mejor postor, no es justicia.
La reina asiente.
—Menos en lo de la mención de Dios, estoy de acuerdo, no puedo venderla. Pero sí puedo vender la participación en un sistema justo. Y esta nueva frontera es en realidad mucho más pequeña de lo que nadie se había imaginado, ¿verdad? Puede que nuestros cuerpos tarden meses en viajar entre mundos, pero nuestras disputas y nuestras peleas se resuelven en segundos o minutos. Mientras todo el mundo esté de acuerdo en someterse a mi arbitraje, la aplicación de la ley puede esperar hasta que estén lo bastante cerca como para tocarlos. Y todo el mundo está de acuerdo en que mi marco legal es más fácil de cumplir que los de la Tierra, y se adapta mejor al espacio transjoviano. —Su voz adquiere un tono metálico, desafiante. Su halo relumbra, haciendo que las paredes del salón del trono refuljan en respuesta.
«Cinco millones de entradas o más», se maravilla Sadeq. La corona es un prodigio de la ingeniería, aunque la mayor parte de su masa está enterrada en las paredes y en el suelo de esta enorme construcción.
—Está la ley revelada por el Profeta, que la paz sea con él, y está la ley que podemos establecer analizando sus intenciones. Hay otros tipos de ley que rigen a los humanos, y varias interpretaciones de la ley de Dios incluso entre los que estudian Su obra. ¿Cómo puede usted, en ausencia de la palabra del Profeta, ofrecer una brújula moral?
—Hmm.
Amber se pone a tamborilear con los dedos sobre el brazo de su trono y a Sadeq se hiela la sangre. Ha oído las historias de los usurpadores y de los bandidos de sala de juntas, de los expertos en chantajes financieros, con sus raíces en las jurisdicciones terrestres, que han arruinado el arbitraje de aquí. Ha oído que ella puede experimentar un año en un minuto, que puede arrancarte los recuerdos a través de los implantes corticales y hacerte revivir tus peores errores en un espacio de simulación con una potencia de pesadilla. Ella es la reina, el primer individuo en tener en sus manos tanta masa y energía que podría tomar la delantera en la tecnología vinculante, y el primero en crear su propia jurisdicción y dictaminar la legalidad de ciertos experimentos para poder hacer uso de la intersección masa/energía. Tiene fuerza mayor. De momento hasta los infoguerreros del Pentágono respetan la autonomía del Imperio Anillo. De hecho, es probable que el cuerpo que se sienta en el trono delante de él contenga sólo una fracción de su identidad. No es en ningún caso la primera copia o el primer parcial, pero sí es la primera ráfaga de la tormenta de poder que se desatará cuando los arrogantes alcancen su objetivo y desmantelen los planetas y conviertan la estulta y deshabitada masa en capacidad intelectual por todos los rincones observables del universo. Y él acaba de cuestionar la rectitud de su visión, en su presencia.
Los labios de la reina tiemblan. Entonces se fruncen y forman una amplia y carnívora sonrisa. A su espalda, la gata se incorpora, se estira y se pone a mirar fijamente a Sadeq entrecerrando los ojos.
—Sabes, es la primera vez en semanas que alguien me dice que soy una mentirosa de mierda. No has vuelto a hablar con mi madre, ¿verdad?
Ahora le toca a Sadeq encogerse de hombros, incómodo.
—He tomado una decisión —dice quedamente.
—Ah.
Amber le da vueltas al enorme anillo de diamantes en su dedo. Entonces le mira a los ojos, un pelín nerviosa. Aunque, ¿qué podría hacer él para obligarla a cumplir cualquier sentencia…?
—Resumiendo: los motivos de su madre no son honrados —dice Sadeq con brevedad.
—¿Significa eso lo que creo que significa? —pregunta ella.
Sadeq vuelve a respirar hondo.
—Sí, creo que sí.
Ella vuelve a sonreír.
—¿Y ya está? ¿Se acabó todo? —pregunta.
—Sólo si es usted capaz demostrarme que puede tener una conciencia en ausencia de revelación divina —dice él levantando una oscura ceja.
La reacción de Amber le pilla por sorpresa.
—Oh, claro. Ésa es la siguiente fase del programa. Obtener revelaciones divinas.
—¡Qué! ¿De los alienígenas?
La gata, con las uñas sacadas, desciende con delicadeza hasta su regazo y espera a que la cojan y la acaricien. En ningún momento aparta los ojos de él.
—¿De quién si no? —pregunta Amber—. Doctor, no hice que la Fundación Franklin me prestara los medios para construir este castillo a cambio de unos cuantos trámites legales y unas, ah, interesantes exenciones de Bruselas. Llevamos años sabiendo que ahí fuera hay toda una red alienígena intercambiando paquetes, y sólo nos llega el excedente de algunos de sus routers. Resulta que hay un nodo no muy lejos de aquí, en el espacio real. Helio-3, jurisdicciones distintas, industrialización a lo bestia en Ío… Toda esa actividad tiene un propósito.
Sadeq se moja los labios, que de repente se le han quedado secos.
—¿Van a enviar una respuesta?
—No, mucho mejor que eso: vamos a hacerles una visita. Vamos a reducir el ciclo de retardo a tiempo real. Vinimos aquí para construir una nave y reclutar una tripulación, aunque tengamos que canibalizar el sistema de Júpiter entero para pagar la operación.
La gata bosteza y se queda mirándole fijamente como si estuviera muy lejos.
—Esta niña estúpida quiere llevar su consciencia al encuentro de algo tan inteligente que bien podría ser un dios —dice—. Y tiene que convencer al público de la Tierra de que ella tiene uno, siendo atea conversa y todo eso. Lo que significa que te ha tocado, chaval. Hay una vacante para el puesto de teólogo en la primera nave estelar que saldrá del sistema de Júpiter. ¿Supongo que no puedo convencerte para rechazar la oferta?