3> Turista

Jack el Saltarín corre a ciegas, pedorreando humo azul por los talones. Con la mano derecha estirada para mantener el equilibrio, sujeta las memorias que le ha robado a uno de sus objetivos. La víctima está sentada a su espalda en el empedrado de la acera. Tal vez se esté preguntando qué ha pasado, tal vez busque con la mirada al joven que se da a la fuga. Pero las multitudes de turistas le tapan la vista por completo, y en cualquier caso no cree que pueda pillar al asaltante. Es lo que los polis llaman amnesia de atropello y fuga, pero para Jack el Saltarín es sólo un botín más con el que comprar combustible para sus motorizadas botas militares, que se agenció en un saldo del ejército ruso.

La víctima está sentada en los adoquines con las manos en las doloridas sienes. «¿Qué ha pasado?», se pregunta. El universo es un borrón de colores brillantes, formas que se mueven a toda velocidad aumentadas por ruidos ensordecedores. Las cámaras montadas en sus orejas se reinician una y otra vez: son presa del pánico cada ochocientos milisegundos, cada vez que se dan cuenta de que están solas en su red de área personal sin el soporte reconfortante de un concentrador que les diga hacia dónde dirigir el flujo de datos sensoriales entrante. Dos de sus teléfonos móviles se enfrentan como tontos por ver quién es dueño del ancho de banda de su red, y su memoria… ha desaparecido.

Una rubia alta que lleva en la mano una motosierra envuelta en papel de burbuja de color rosa se inclina sobre él con curiosidad.

—¿Se encuentra bien? —pregunta.

—Yo… —Niega con la cabeza, que le duele—. ¿Quién soy?

Su monitor médico está alarmado porque le ha bajado la tensión arterial: su pulso se acelera, le sube el título de cortisol y otro montón de indicadores biométricos sugieren que va a entrar en estado de shock.

—Creo que necesita una ambulancia —dice la mujer—. Teléfono, llama a una ambulancia —le murmura a la solapa de su vestido. Lo señala vagamente con el dedo como si estuviera reificando un geoenlace y se aleja con su motosierra debajo del brazo. El típico comportamiento de un emigrante del sur en la Atenas del norte, demasiado avergonzado para implicarse. Con los ojos cerrados, el hombre vuelve a sacudir la cabeza mientras un tropel de chicas en patines automáticos pasa a su lado en una serie de complicados bucles. Una sirena empieza a sonar sobre el puente que queda al norte.

«¿Quién soy?», se pregunta.

—Soy Manfred —dice con una sensación de pasmosa incredulidad. Levanta la vista hacia la estatua ecuestre de bronce que se yergue sobre las multitudes en esta transitada esquina. En la placa que identifica al jinete alguien ha pegado un holograma de Hello Cthulhu: lánguidos y lanudos tentáculos de color rosa le saludan en lo que es un ataque de kawaii—. Soy Manfred… Manfred. ¿Qué le ha pasado a mi memoria? —Unos turistas malayos de la tercera edad le señalan desde el segundo piso de un autobús. Una horrible y apremiante sensación se apodera de él. «Iba a alguna parte», recuerda. «¿Qué estaba haciendo?» Era extremadamente importante, piensa, pero no puede recordar qué era exactamente. Iba a ver a alguien para… Lo tiene en la punta de la lengua…

Bienvenido a la víspera de la tercera década: un tiempo de caos caracterizado por una grave crisis en las industrias espaciales.

Ahora, en vez de nacer, la mayor parte de la capacidad de pensamiento del planeta se fabrica; hay diez microprocesadores por cada ser humano y la cifra se dobla cada catorce meses. El crecimiento de la población en el mundo desarrollado se ha estancado, la tasa de natalidad ha caído por debajo del índice de reemplazo. En los países conectados, los políticos más progresistas buscan la manera de emancipar a sus recién creadas IAs.

La exploración del espacio sigue estancada en lo más crudo de la segunda recesión del siglo. El gobierno malayo ha anunciado que tiene intención de poner un imam en Marte en los próximos diez años, pero a nadie más le importa lo suficiente para intentarlo.

La Sociedad de Colonos del Espacio sigue tratando de despertar el interés de la corporación Disney por los derechos mediáticos de su último plan de situar una colonia en L5, ignorando que ya hay una colonia ahí fuera y que no es humana: copias de primera generación, langostas rojas en precaria simbiosis con viejos sistemas expertos prosperan a bordo de un proyecto de explotación minera de asteroides establecido por la Fundación Franklin. Entre tanto, los recortes en la agencia espacial china amenazan la continuidad de la base lunar Mao. Al parecer a nadie se le ha ocurrido cómo obtener beneficios más allá de la órbita geosincrónica.

Hace dos años, el JPL, la ESA y la colonia de copias de langosta en el cometa Khrunichev-7 captaron una señal de origen aparentemente artificial procedente de algún punto fuera del sistema solar; la mayoría de la gente no lo sabe, y de los que lo saben, a muy pocos les importa. Al fin y al cabo, sí los humanos ni siquiera son capaces de llegar a Marte, ¿a quién le importa lo que se esté cociendo a cien billones de kilómetros de allí?

Retrato de una juventud desperdiciada:

Jack tiene diecisiete años y once meses. No llegó a conocer a su padre; llegó por sorpresa y papá se las arregló para matarse en un accidente en una obra antes de que los de protección de menores tuvieran tiempo de embargarle la nómina para pagar la pensión familiar. Creció con su madre en Hawick, en un piso de protección oficial de dos dormitorios. Cuando era un chaval ella trabajaba como teleoperadora, pero el sector se fue a pique: ya no hacen falta humanos al otro lado de un teléfono. Ahora trabaja de reponedora en una tienda provisional de reprografía, uno de esos negocios virtuales que son flor de un día, que aparecen y desaparecen como los turistas en temporada alta; pero en estos tiempos los humanos tampoco hacen mucha falta reponiendo estanterías.

Su madre mandó a Jack a una escuela religiosa local, de donde lo expulsaban cada dos por tres y donde ciertamente hizo lo que le dio la gana desde los doce años. A los trece llevaba una pulsera electrónica por hurto en tienda, a los catorce se rompió la clavícula en un accidente de tráfico mientras conducía un coche sin permiso del dueño y el estricto sheriff presbiteriano lo mandó a los Wee Frees, quienes rubricaron la destrucción de sus perspectivas a base de nobles principios y un zurriago de dudosa legalidad.

Hoy es licenciado en eludir cámaras de videovigilancia por la exigente escuela de la vida, con sobresaliente en fabricación de coartadas esteganográficas. Mayormente esto implica delitos de alta densidad: si vas a asaltar a alguien, hazlo en un sitio tan concurrido que no puedan echarte la culpa. Pero los sistemas expertos de los polis le pisan los talones. Si sigue a este ritmo, en cuatro meses tendrán una correlación estadística positiva que convencerá incluso a un jurado formado por gente de su calaña de que es culpable de cojones; y entonces le encerrarán cuatro años en Saughton.

Pero Jack no entiende de distribuciones gaussianas ni sabe lo que implica una prueba de chi-cuadrado, y el futuro le sigue pareciendo prometedor cuando se pone las enormes gafas que le ha birlado al turista que estaba papando moscas delante de la estatua del North Bridge. Y después de un rato, cuando empiezan a susurrarle cosas al oído en estéreo y a mostrarle imágenes de la visión del turista, le parece todavía más prometedor.

—Tienes que hacer un trato, tienes que cerrar un trato —susurran las gafas—. Reúnete con el borg, convéncelo.

Su visión periférica se llena de extraños gráficos de colores chillones, como las alucinaciones de un mercadroide drogado.

—¿Y tú quién pollah ereh? —pregunta Jack, intrigado por las luces y los iconos brillantes.

—Soy tu teatro cartesiano y tú eres nuestro centro de atención —murmuran las gafas—. El Dow Jones baja quince puntos, la Confianza Federada sube tres, resumen entrante sobre la desvinculación causal del control social del largo del dobladillo de las faldas, los distintos estilos de barba y la aparición de resistencia antibiótica a varios fármacos en los bacilos Gram negativos. ¿Aceptar?

—Enga —dice entre dientes Jack, y un torrente de imágenes se precipita en sus glóbulos oculares y le taladra los oídos como el superego de un gigante incorpóreo. Que es precisamente lo que ha robado: las gafas y la riñonera que le ha quitado al turista contienen hardware suficiente para ejecutar la totalidad de la internet que había a finales del siglo pasado. Tienen ancho de banda por un tubo, motores distribuidos que ejecutan chorrocientos mil millones de tareas de búsqueda inescrutables y un montonazo de agentes de alto nivel que colectivamente forman buena parte de la sociedad de la mente que es la personalidad de su dueño. Su dueño es un genius loci posthumano de la red, un empresario agálmico convertido en experto asesor político, especializado en la política de la emancipación de la IA. Cuando se dedicaba a los negocios era el típico catalizador de riqueza con patas que iba dejando a su paso árboles de dinero. Ahora es la clase de negociador político en la sombra capaz de formar coaliciones donde nadie más podía ver puntos en común. Y Jack le ha robado sus memorias. Las gafas tienen microcámaras incorporadas en la montura y micrófonos en las patillas; todo se guarda temporalmente en la caché holográfica de la riñonera antes de ser distribuido para su almacenamiento remoto. A cuatro meses por terabyte, la memoria sale barata. Lo que hace que éstas sean tan especiales es que su dueño (Manfred) las ha indexado mediante referencias cruzadas a sus agentes. Puede que la digitalización de la mente aún no sea una tecnología viable, pero Manfred ya ha hecho sus pinitos.

En un sentido muy estricto, las gafas son Manfred, independientemente de la identidad de la máquina blanda cuyos ojos están detrás de las lentes. Y es un Manfred muy desorientado quien se levanta con una curiosa sensación de vacío en la cabeza (salvo por una titubeante solicitud de información sobre accesorios para botas militares rusas), se sacude el polvo y se dirige a su reunión en la otra punta de la ciudad.

Mientras tanto, en otra reunión, a Manfred ya le están echando en falta.

—Algo, algo va mal —dice Annette. Visiblemente preocupada, se levanta las gafas de espejo y se restriega el ojo izquierdo—. ¿Por qué no contesta su chat? Sabe que tenemos pendiente esta llamada. ¿No crees que es raro?

Gianni asiente y se reclina, observándola desde detrás de su escritorio. Le da un golpecito al escritorio de palisandro extremadamente pulido. Las vetas de la madera se mueven, deslizándose para adoptar una nueva y extraña configuración, generando estéreogramas de puntos aleatorios: mensajes sólo para sus ojos.

—Fue a Escocia en mi nombre —dice pasado un momento—. No sé exactamente dónde está (tiene privacidad garantizada), pero si tú, que eres su familia más próxima, viajas en persona, estoy seguro de que te resultará más fácil. Iba a hablar con el Colectivo Franklin, cara a cara, él con todos ellos…

El sistema de traducción del despacho es bueno, pero no puede ofrecer morphing de sincronización labial en tiempo real entre francés e italiano. Annette tiene que poner de su parte para escuchar las palabras porque la forma de la boca no tiene nada que ver con lo que está diciendo, como en un video muy mal doblado. Sus últimos y nada baratos implantes aún no están conectados a su área de Broca, así que no puede descargarse un módulo de gramática italiana avanzada. Cuentan con las mejores comunicaciones que se pueden comprar con dinero, el entorno de RV está laboriosamente esculpido, pero aun así no consigue traspasar del todo la barrera lingüística. Además, hay distracciones: la forma en que el escritorio cambia del fresno negro al palisandro justo en la mitad, las extrañas corrientes de aire que no corresponden para nada a una habitación de este tamaño.

—¿Qué le puede haber pasado? Su buzón de voz está intentando cubrirle las espaldas. Es bueno, pero no sabe mentir.

Gianni parece preocupado.

—A veces a Manfred le da el punto y va a lo suyo sin contárselo a nadie; no es tan raro. Pero esto no me gusta. Tendría que habernos avisado a uno de los dos.

Desde ese primer encuentro en Roma, cuando Gianni le ofreció trabajo, Manfred ha sido un miembro clave de su equipo, el tipo que va y se reúne con la gente y les resuelve los problemas. Perderlo en este momento podría ser más que embarazoso. Además, es un amigo.

—A mí tampoco me gusta —dice Annette poniéndose de pie—. Si no llama pronto…

—Irás a buscarlo.

—Oui. —En su cara se insinúa una sonrisa que rápidamente es reemplazada por arrugas de preocupación—. ¿Qué puede haber pasado?

—Cualquier cosa. Nada. —Gianni se encoge de hombros—. Pero no podemos prescindir de él. —Le lanza una mirada de advertencia—. Ni de ti. No os dejéis atrapar por el borg. Ninguno de los dos.

—No se preocupe, lo traeré de vuelta, da igual lo que haya pasado. —Se levanta, sorprendiendo a una aspiradora que está escondida detrás de su escritorio—. ¡Au revoir!

—Ciao.

Mientras sale de su despacho, a su espalda el ministro desaparece entre parpadeos y la pared del fondo se queda gris, apagada como una pantalla fría. Gianni está en Roma, ella está en París, Markus está en Düsseldorf y Eva en Wroclaw. Hay otros, atrapados en celdas digitales esparcidas por medio viejo continente, pero siempre que no intenten darse la mano, son libres de gritarse de una oficina a otra. Sus confidencias y sus chistes guarros recorren múltiples capas de comunicación anonimizada.

Gianni está intentando dejar la política regional para ocuparse de cuestiones de índole nacional en el marco europeo: su trabajo —el de su equipo electoral— consiste en conseguirle un puesto en la Comisión de la Confederación, como diputado por Supervisión de la Inteligencia, y expandir los límites del movimiento posthumanista, hacia el espacio profundo y el tiempo todavía más profundo. Lo que hace que la pérdida de un miembro clave del equipo, el experto en arreglar entuertos y futurólogo de la casa, resulte más que interesante para ciertas personas: las paredes oyen, y no todos los cerebros que escuchan son humanos.

Annette está más preocupada de lo que le deja ver a Gianni. Estar tanto tiempo sin comunicarse no es propio de Manfred, y lo que es aún más raro es que su recepcionista le esté dando evasivas, teniendo en cuenta que su apartamento es lo más parecido que él ha tenido a un hogar en los últimos años. Pero algo huele raro. Anoche se escabulló diciendo que sólo estaría fuera una noche y ahora no contesta. «¿Podría ser su ex mujer?», se pregunta, a pesar de lo que Gianni insinuó sobre una misión especial. Pero no tienen muchas noticias de Pamela, aparte de las sarcásticas tarjetas que envía todos los años sin falta, coincidiendo con el cumpleaños de la hija que Manfred aún no conoce. «¿La mafia rusa discográfica? ¿Una carta bomba de la Copyright Control Association of America?» Pero no puede ser, su monitor médico habría estado gritando como loco si hubiera sido algo así.

Annette lo tiene todo arreglado para que esté a salvo de los ladrones de la propiedad intelectual. Ella le ha ofrecido la ayuda que necesita y él la ha ayudado a encontrar su propio camino. Al pensar en todo lo que han logrado juntos, le invade una cálida sensación de alegría. Pero por eso precisamente está preocupada. El perro guardián no ha ladrado…

Annette pide un taxi para Charles de Gaulle. Mientras llega el taxi juega su baza parlamentaria para conseguir un asiento de clase ejecutiva en el siguiente A320 con destino Turnhouse, el aeropuerto de Edimburgo, y reserva alojamiento y transporte para su llegada. Sólo una vez que el avión se ha elevado y sobrevuela el canal de la Mancha se da cuenta de las implicaciones del último comentario de Gianni. ¿Acaso piensa que el Colectivo Franklin podría ser peligroso para Manfred?

Las urgencias del hospital tienen una sala de espera con asientos individuales de plástico verde y las paredes llenas de renderizaciones de volumen subtractivo hechas por preadolescentes que parecen esculturas de Lego surrealistas. El silencio es total, la banda ancha disponible está completamente secuestrada por los monitores médicos. Hay niños llorando, sirenas que suenan periódicamente cada vez que llega una ambulancia y gente charlando a su alrededor, pero para Manfred es como estar en el fondo azul de una profunda piscina de calma. Se siente como si estuviera colocado, sólo que esta droga en concreto no produce ni euforia ni sensación de bienestar. Hay vendedores ambulantes anunciando a viva voz pinchitos de paloma junto a un oxidado puesto de voluntariado atado con una cadena; las videocámaras observan los azules sacos de vivac de los pacientes crónicos alineados en las inmediaciones del centro de salud. Solo en su propia cabeza, Manfred está asustado y confuso.

—No puedo registrarle si no firma el acuerdo de confidencialidad —dice la enfermera, poniéndole delante de la cara una anticuada carpeta. El Servicio Nacional de Salud sigue siendo gratuito, pero se han tomado medidas para reducir el número de escándalos—. Firme la cláusula de confidencialidad aquí y aquí, o el médico no le atenderá.

Con ojos cansados, Manfred se queda mirando la nariz de la enfermera, que está roja y ligeramente inflamada por una infección nosocomial. Sus teléfonos vuelven a enfrentarse y es incapaz de recordar por qué; normalmente no se comportan así, les debe faltar algo, pero le cuesta pensar en ello.

—¿Por qué estoy aquí? —pregunta por tercera vez.

—Fírmelo. —Le ponen un boli en la mano. Se concentra en la página y se incorpora dando un respingo al activársele reflejos muy profundos.

—¡Esto es un atentado contra los derechos humanos! Aquí dice que la contraparte se compromete a abstenerse de divulgar a terceros (es decir, los medios de comunicación) información relativa a las técnicas y procedimientos empleados en la evaluación inicial del paciente por la mencionada institución sanitaria (es decir, ustedes), so pena de pérdida de las prestaciones sanitarias conforme a lo dispuesto en el artículo 2 de la Ley de Reforma de los Servicios de Salud. ¡No puedo firmarlo! ¡Podrían quedarse con mi riñón izquierdo sólo por contar en la red cuánto tiempo he estado en el hospital!

—Pues no lo firme. —La enfermera hijra se encoge de hombros, se recoge el sari y se aleja—. ¡Disfrute la espera!

Manfred saca su teléfono de reserva y se queda mirando fijamente la pantalla.

—Aquí falla algo.

El teclado hace ruiditos cuando introduce laboriosamente los códigos de acceso. Consigue acceder a un arcano y antiguo X.25 PAD, y tiene un vago e inquietante recuerdo que le da una pista de hacia dónde puede ir desde aquí (mayormente a las entrañas de la red de Salud, que llevan fuera de servicio la tira de años), pero los recuerdos producen un error de página y se desvanecen entre que teclea y comprende. Es una sensación frustrante: su cerebro es como un antiguo motor de coche con las bujías húmedas que gira una y mil veces sin llegar a arrancar.

El vendedor de pinchos que está junto a la fila de asientos de Manfred tira una pastilla de caldo en la parrilla, que empieza a echar un humo azul con aroma a hierbas: cannabinoides para infundir tranquilidad y abrir el apetito. Manfred olfatea un par de veces, entonces se tambalea hasta ponerse de pie y se va buscando los servicios con la cabeza dándole vueltas. «Hola, ¿Guatemala?», le va diciendo entre dientes a su reloj de pulsera. «Búscame posología, por favor. Baja por el árbol de memes, estoy confuso. Oh, mierda. ¿Quién era yo? ¿Qué pasó? ¿Por qué está todo tan borroso? ¿Dónde están mis gafas…?»

Un grupo de excursionistas está saliendo de la sala de leprosos, hombres y mujeres vestidos con ropajes anacrónicos: los hombres con trajes oscuros, las mujeres con vestidos largos. Todos llevan guantes desechables azul eléctrico y mascarillas. De ellos emana el zumbido y el crepitar del ancho de banda cifrado y Manfred se gira instintivamente para seguirlo. Salen de urgencias por el acceso para discapacitados, dos señoras escoltadas por tres caballeros, con un tipo trastornado y angustiado, un refugiado del siglo XXI, que atolondrado los va siguiendo arrastrando los pies. «Son todos jóvenes», piensa Manfred con vaguedad. «¿Dónde está mi gato?» Aineko podría explicar lo que está pasando, si a Aineko le interesara.

—Preferiría que nos retirásemos al club —dice uno de los jóvenes apuestos.

—¡Oh, sí! ¡Por favor! —dice con voz cantarína su rubia y menuda compañera dando palmaditas, e irritada procede a quitarse los anacrónicos guantes de plástico para revelar unos mitones de datos con sensores de posición—. Está claro que el viaje ha sido en vano. Si nuestro contacto está aquí, no veo cómo lo vamos a encontrar sin infringir algún código deontológico o sin tener que soltar una suma considerable.

—Pobrecillos —murmura la otra mujer volviéndose para mirar hacia la leprosería—. Qué manera más humillante de morir.

—Es culpa suya; si no hubieran sido de los que abusan de los antibióticos no estarían en una sala de aislamiento —protesta un veinteañero con patillas y la actitud de un paterfamilias precoz. Golpea con el bastón en la acera para cerrar la frase y se detienen para dejar paso a un grupo de ciclistas y a un rickshaw antes de cruzar la calle en dirección a The Meadows—. Medicación que tomas sin mesura, sistema inmune a la basura.

Manfred se para a estudiar la hierba; el cerebro le da vueltas mientras reflexiona sobre la dimensionalidad fractal de las hojas. Luego los sigue dando bandazos y está a punto de que lo atropelle un autobús turístico inercial. «Club». Sus pies pisan la acera, la cruzan y avanzan haciendo un ruido sordo adentrándose en tres mil millones de años de evolución vegetal. «Esa gente tiene algo». Siente un extraño anhelo, un tropismo hacia la información. Es prácticamente lo único que queda de él, su insaciable voluntad por conocer. La mujer alta de pelo negro se alza sus largos faldones para no manchárselos de barro. Él llega a entrever, por encima de unas botas militares pasadas de moda, unas enaguas iridiscentes que se mueven como el aceite en el agua. Entonces no es Victoriano: es otra cosa. «Vine aquí para ver a…»; tiene el nombre en la punta de la lengua. Casi. Siente que tiene algo que ver con esta gente.

El grupo cruza The Meadows por un sendero arbolado y llega hasta una fachada del siglo XIX con escalones anchos y un timbre de latón pulido. Entran y el hombre de las patillas enormes se para en el umbral y se gira para encarar a Manfred.

—Nos ha seguido hasta aquí —dice—. ¿Quiere pasar? Puede que encuentre lo que está buscando.

Manfred los sigue con las piernas temblándole de miedo, asustado por lo que es incapaz de recordar.

Entre tanto, Annette está ocupada interrogando al gato de Manfred.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre?

Aineko aparta la cabeza y se concentra en lavarse el lado izquierdo de su entrepierna. Su pelaje es abundante y parece auténtico, con un agradable dibujo que le cubre todo el cuerpo menos los flancos, donde lleva estampado el URL del fabricante, pero su boca no produce saliva y al final de su garganta no hay ni estómago ni pulmones.

—Lárgate —le dice—. Estoy ocupado.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Manfred? —repite ella atentamente—. No tengo tiempo para esto. Los polis no saben nada. Los hospitales tampoco. Está desconectado y no responde. ¿Qué sabes tú?

Tardó exactamente dieciocho minutos en encontrar su hotel nada más plantarse en el área de llegadas del aeropuerto y preguntar en el mostrador de reservas de la terminal. Ella conoce sus preferencias. Tardó un poco más en convencer al conserje de que la dejara entrar en su habitación. Pero Aineko está demostrando ser más recalcitrante de lo que esperaba.

—Módulo alfa dos AI Neko precisa regularmente un tiempo de inactividad para su mantenimiento —dice el gato pomposamente—. Lo sabías cuando me compraste este cuerpo. ¿Qué esperabas, que estuviera activo casi todo el tiempo como un trozo de carne? Lárgate, estoy pensando —dice con su áspera lengua, y luego se para mientras las microsondas de la parte inferior sustituyen los pelos que se cayeron durante el día.

Annette suspira. Manfred lleva años actualizando este gato robot y Pamela, su ex mujer, también solía trastear con su configuración neural. Éste es su tercer cuerpo, y cada vez que le actualizan el hardware su hostilidad se hace más convincente. Tarde o temprano va a exigir un cajón higiénico y va ponerse a vomitar en la alfombra.

—Orden de anulación —dice ella—. Descarga registro de eventos a mi teatro cartesiano, menos las ocho últimas horas.

El gato se pone a vibrar y gira la cabeza para mirarla.

—¡Zorra humana! —le dice entre bufidos. Entonces se queda inmóvil mientras un brillante y silencioso tsunami de datos va llenando el aire. Tanto Annette como Aineko disponen de una red óptica de espectro amplio y ancho de banda increíblemente alto; un observador podría apreciar un fulgor blanco azulado entre los ojos del gato y el anillo que ella lleva en la mano izquierda. Después de unos cuantos segundos Annette asiente y mueve los dedos en el aire navegando por una secuencia temporal que sólo ella puede ver. Aineko le bufa con rencor, luego se levanta y se aleja airadamente con el rabo levantado.

—Curiorífico y curiorífico —Annette tararea para sí. Entrelaza los dedos y los estira haciendo presión en puntos recónditos de los nudillos y las muñecas, luego suspira y se masajea los ojos—. Salió de aquí por su propia voluntad, y parecía normal —le dice al gato—, ¿A quién dijo que iba a ver? —El gato se sienta en un rayo de sol que se filtra por el cristal del ventanal, dándole la espalda a propósito—. Merde. Si no le vas a ayudar…

—Prueba en el Grassmarket —le dice el gato enfurruñado—. Dijo algo sobre reunirse con el Colectivo Franklin cerca de allí. Como si eso fuera a servirle de algo…

Un hombre que lleva puesto un uniforme de combate chino de segunda mano y un par de gafas tremendamente caras sube dando botes los húmedos escalones de piedra situados debajo de una dovela que indica que el edificio es un albergue del Ejército de Salvación. Mientras aporrea la puerta, su voz queda prácticamente ahogada por el zumbido de un par de MiGs de la Sociedad de Reconstrucciones de la Guerra Fría que sobrevuelan el castillo que hay más adelante.

—¡Ioputah, abrid, cabrones! ¡Qué esto sus importa!

Una mirilla colocada en la puerta a la altura de los ojos se desliza hacia un lado y los objetivos negros, redondos y brillantes de un par de videocámaras lo miran detenidamente.

—¿Quién es y qué quiere? —se oye por el altavoz. No pertenecen al Ejército de Salvación; el cristianismo lleva décadas requetepasado de moda en Escocia y la iglesia que actualmente ocupa el edificio se ha adaptado a los tiempos en un intento por seguir teniendo vigencia.

—Soy Macx —dice—. Habéis hablado con mis sistemas. He venido a ofreceros un trato que no podéis rechazar. —Al menos eso es lo que las gafas le dicen que diga, lo que sale de su boca suena más bien así: «Soy er Max: que es porque habéis hablao con mi sistema. Que he vinío a ofrecé un trato no poéis rechazar». A las gafas no les ha dado tiempo a trabajar en su acento. Entre tanto, él se siente tan pagado de sí mismo que chasquea los dedos y muestra su impaciencia marcándose un pequeño bailoteo en el último escalón.

—Sí, bueno, espere un momento. —La persona al otro lado del telefonillo tiene el típico acento agudo de Morningside que consigue sonar más inglés que el de la reina y al mismo tiempo sigue siendo escocés vernáculo. La puerta se abre y Macx se topa con un tipo alto y algo cadavérico que lleva un traje de tweed que ha visto días mejores y un alzacuellos hecho con una tarjeta de circuitos traslúcida. Su cara queda prácticamente oculta detrás de unas gafas panorámicas grabadoras—. ¿Quién decía que era?

—¡Soy Macx! ¡Manfred Macx! He venido a ofreceros una oportunidad increíble. Tengo la solución para la situación financiera de su iglesia. ¡Voy a haceros ricos! —Macx dice lo que le van apuntando las gafas.

El hombre de la entrada ladea mínimamente la cabeza, sus gafas escanean a Macx de arriba abajo. Entusiasmado, Macx se pone a dar botes: de sus talones salen los residuos de la combustión en forma de fogonazos azules.

—¿Está seguro de que tiene la dirección correcta? —pregunta con preocupación.

—Jehn, sasto.

El residente entra de espaldas en el hostal.

—Bueno, pase, siéntese y cuéntemelo todo.

Macx entra dando botes en la habitación mientras su cerebro trata de asimilar un aluvión de gráficos circulares y curvas de crecimiento, documentos que se generan en el insólito espacio de fases de su software de gestión empresarial.

—Le voy a ofrecer un trato que ni se va a creer —lee mientras va pasando sin esfuerzo por delante de unos tablones de anuncios con las circulares de la iglesia ensartadas como los cadáveres de mariposas exóticas, saltando por encima de alfombras enrolladas y una pila de portátiles sacados de algún rastrillo benéfico, rodeando un radiotelescopio que también hace las veces de pila para pájaros en el jardincito de la señora Muirhouse—. Llevan aquí cinco años y por lo que se desprende de sus cuentas no parecen estar haciendo mucho dinero; apenas les llega para pagar el alquiler. Pero ustedes son accionistas de la Scottish Nuclear Electric, ¿no? La mayoría de los fondos de la iglesia provienen de un fondo fiduciario que les dejó una de sus feligresas cuando se fue a reunirse con el Punto Omega, ¿verdad?

—Esto… —El pastor lo mira raro—. No puedo hacer comentarios sobre el fondo de inversión escatológico de la iglesia. ¿Qué le hace pensar eso?

De algún modo acaban en el despacho del pastor. Encima de su raída silla cuelga una enorme renderización enmarcada: el cosmos colapsándose al Final del Tiempo, cúmulos de galaxias rebosantes con las esferas de Dyson del escatón precipitándose hacia el Big Crunch. San Tipler el Astrofísico sonríe beatíficamente desde las alturas otorgando su paternal y amistosa aprobación, un anillo de cuásares forma un halo en torno a su cabeza. Hay carteles que proclaman el nuevo evangelio: LA COSMOLOGÍA ES MEJOR QUE LAS CONJETURAS y VIVE ETERNAMENTE EN MI CONO DE LUZ.

—¿Puedo ofrecerle alguna cosa? ¿Una taza de té? ¿Un punto de carga para batería? —pregunta el pastor.

—¿Cristales de metanfetamina? —pregunta Macx esperanzado. Pone mala cara cuando el pastor niega con la cabeza disculpándose—. Ah, no pasa nadená, le tomaba er pelo. —Se inclina hacia delante—. Sé lo de su especulación en el mercado de futuros del plutonio —masculla. Hace un gesto ominoso dándose golpecítos en las gafas robadas—. Éstas no sólo graban, éstas piensan. Y sé donde ha ío a parar er dinero.

—¿Qué tiene? —pregunta el pastor fríamente; todo su buen humor acaba de esfumarse—. Voy a tener que editar estos recuerdos, so cabrón. Pensé que había olvidado todo eso. Ahora, gracias a usted, hay partes de mí que no se van a fusionar con el Altísimo al final del tiempo.

—No se enríte. ¿Qué sentío tié salvasse si su vía no vale una polla? ¿Cree que el Señó no va a entender que se corra una juerga?

—¿Qué es lo que quiere?

—Ae, mu bien. —Macx se echa hacia atrás, ofendido—. Le ofrezco… —Hace una pausa. Su cara es todo un cuadro: no puede estar más perplejo—. Le ofrezco langostas —anuncia finalmente—. Copias digitales de langostas modificadas genéticamente que puén hacerse cargo de su planta de reprocesamiento de uranio. —A medida que aumenta su desconcierto, las gafas pierden el control de su acento—. Iba a echarle una mano enseñándole cómo y aónde soltar la panoja… —Una pausa estratégica—. Pa que pudiera apoquinar la polla del impuesto municipal antes de que je cumpla er plazo. Cuchi: estas langostas se rehisten a loh neutroneh. No, eso no pué’star bien. Iba a vendel-le argo que le iba a venih de perlas —frunce el ceño y su cara se descompone en un gesto de indignación—… ¿gratis?

Unos treinta segundos más tarde, mientras se levanta de los escalones de la entrada de la Primera Iglesia Reformada de Tipler, Astrofísico, el hombre que pudo ser Macx se plantea que tal vez este rollo de las altas finanzas no es tan fácil como lo pintan. Algunos de los agentes de sus gafas se preguntan si unas clases de dicción son la respuesta; otros no son tan optimistas.

De vuelta a la lección de historia, las perspectivas para la década parecen centrarse en la medicina.

Unos cuantos miles de abuelos nacidos en el baby boom se dirigen a Teherán para el Woodstock Cuatro. Europa intenta desesperadamente importar enfermeros y cuidadores de sus regiones del este; en Japón, poblaciones enteras dedicadas a la agricultura se han quedado desiertas y en ruinas, comunidades fantasma que se han ido consumiendo a medida que las ciudades iban absorbiendo gente como agujeros negros residenciales.

Por las urbanizaciones de la tercera edad del medio oeste de los Estados Unidos, se extiende un rumor que va dejando a su paso disturbios y caos: la senescencia es un proceso provocado por un virus lento codificado en el genoma de los mamíferos que la evolución no ha conseguido eliminar, y hay unos cuantos multimillonarios que no sueltan los derechos para una vacuna. Como de costumbre, Charles Darwin se lleva más culpas de las que le corresponden. (Para los que estén dispuestos a entregar sus pensiones, hay clínicas privadas que ofrecen tratamientos para la vejez menos espectaculares pero más realistas: reconstrucción de los telómeros y reducción de las proteínas desnaturalizadas con hexosas). A medida que vayan extinguiéndose los derechos sobre las patentes fundamentales de la ingeniería genómica, se espera que los avances se aceleren en poco tiempo; la Fundación por un Cromosoma Libre ya ha publicado un manifiesto en el que pide la creación de un genoma libre de derechos con recambios mejorados para todos los exones defectuosos más comunes.

Ya existe una base experimental sólida en la digitalización y la ejecución de wetware neural en entornos emulados; algunos libertarios radicales afirman que, a medida que la tecnología vaya madurando, la muerte (con su draconiana manera de restringir la propiedad y el derecho al voto) se convertirá en la primera causa en la lucha por los derechos civiles.

Por una pequeña cuota adicional, ahora la mayoría de los seguros veterinarios incluyen la clonación de mascotas en caso de muerte traumática por accidente. La clonación humana, por motivos que ya nadie acaba de entender, sigue siendo ilegal en la mayoría de los países. En cambio, son muy pocos los sistemas judiciales que promueven el aborto obligatorio de los gemelos idénticos.

Algunos productos son caros: el precio del barril de crudo ha superado los ochenta euros y sigue subiendo inexorablemente. Otros son baratos: los ordenadores, por ejemplo. Los aficionados a la informática imprimen nuevas y extrañas arquitecturas de procesadores en sus impresoras de inyección caseras; la gente de mediana edad se limpia el culo con papel diagnóstico que puede decirles cómo tienen el nivel de colesterol.

Las últimas bajas en la marcha del progreso tecnológico son: la tienda de ropa, el retrete con cisterna de agua, el carro de combate principal y la primera generación de ordenadores cuánticos. La década ha traído consigo el abaratamiento de los sistemas inmunes mejorados, los implantes cerebrales que se conectan directamente al órgano de Chomsky y charlan con sus dueños a través de sus propios centros del habla y la paranoia generalizada sobre el correo basura límbico. La nanotecnología se ha diversificado en una docena de disciplinas dispares y los escépticos predicen que pronto empezará a decaer. Los filósofos han cedido los qualia a los ingenieros y actualmente el problema más difícil al que se enfrenta la IA es hacer que el software experimente vergüenza.

Y por supuesto, para la fusión nuclear siguen faltando cincuenta años.

Los Victorianos se transforman en góticos ante los ojos abrumados por el futuro de Manfred.

—Parece perdido —explica Mónica, inclinándose sobre él con curiosidad—. ¿Qué le pasa en los ojos?

—No puedo ver muy bien —intenta explicarle Manfred. Todo es un borrón y las voces que normalmente parlotean sin cesar en su cabeza sólo le han dejado un silencio atronador—. Quiero decir, alguien me asaltó. Me quitaron… —Su mano se cierra en el aire: a su cinturón le falta algo.

Mónica, la mujer alta que vio primero en el hospital, entra en la habitación. Bajo techo lleva puesto algo muy ceñido e iridiscente y, lo que resulta inquietante, ella dice que es una extensión distribuida de su neuroectoderma. Sin el atuendo de drama de época es una adulta del siglo XXI, nacida o decantada después de la explosión demográfica milenaria. Pone algunos dedos delante de la cara de Manfred.

—¿Cuántos hay?

—Dos. —Manfred intenta concentrarse—. ¿Qué…?

—No hay conmoción cerebral —dice ella con tono de eficiencia—. Discúlpeme mientras doy el aviso.

Sus ojos son marrones, con líneas matriciales de color ámbar titilando en las pupilas. «¿Lentillas?», se pregunta Manfred, sintiendo la cabeza pesada y anormalmente lenta. Es como si estuviera borracho, sólo que mucho menos agradable: ahora le resulta imposible conjugar una idea desde todos los ángulos a la vez. «¿Es esto lo que solía ser la consciencia?» Es una sensación lenta y desagradable. Ella se aparta de él.

—Medline dice que estará bien en un rato. El mayor problema es la pérdida de identidad. ¿Tiene una copia de seguridad en alguna parte?

—Tome. —Alan, que aún lleva la chistera y las patillas y el bigote, le ofrece unas gafas a Manfred—. Cójalas, puede que le hagan bien. —La chistera se mueve, como si debajo del ala anidara un extraño experimento de vida artificial.

—Oh. Gracias. —Manfred alarga la mano para cogerlas con una conmovedora sensación de gratitud. Tan pronto como se las pone ejecutan una serie de pruebas, susurrándole preguntas y observando cómo enfocan los ojos. Después de un minuto, la habitación se despeja a medida que las gafas van construyendo una imagen sintética para compensar su miopía. Nota que también hay acceso limitado a la red, y una cálida sensación de alivio lo embarga—. ¿Puedo llamar a alguien? —pregunta—. Quiero comprobar mis copias de seguridad.

—Por supuesto. —Alan sale por la puerta; Mónica se sienta delante de él y fija la mirada en algún espacio interior. La habitación tiene el techo alto, con paredes blancas y contraventanas de madera que cubren los salientes de aerogel de las ventanas. Los muebles son de estilo modular moderno y desentonan malamente con la arquitectura original del siglo XIX—. Le estábamos esperando.

—Me estabais… —No acaba de entenderlo—. Vine para ver a alguien. A Escocia, quiero decir.

—A nosotros. —Ella atrae su atención deliberadamente—. Para hablar sobre opciones de inteligencia con nuestro patrón.

—Con su… —Cierra fuerte los ojos—. ¡Carajo! No me acuerdo. Tengo que recuperar mis gafas. Por favor.

—¿Qué pasa con sus copias de seguridad? —le pregunta ella con curiosidad.

—Un momento. —Manfred intenta recordar la dirección que tiene que buscar. No sirve de nada y es muy frustrante—. Ayudaría si pudiera acordarme de dónde guardo el resto de mi mente —se queja—. Solía estar en… Oh, ahí.

Una mastodóntica red semántica se aposenta en sus lentes tan pronto como solicita el sitio, reduciendo su entorno a un monocromo de bloques pixelados que se sacude cuando mira en derredor.

—Esto me va a llevar un rato —les advierte a sus anfitriones, mientras una parte considerable de su metacórtex intenta establecer un protocolo de intercambio con su cerebro a través de una conexión de red inalámbrica diseñada únicamente para navegar. La descarga consiste en la parte de su consciencia que no es vital para la seguridad (actores de acceso público y vagas peroratas dogmáticas), pero libera un montón de memoria, dibujando el bosquejo de un mapa de milagros y maravillas en las paredes blancas de la habitación.

Cuando Manfred puede ver de nuevo el mundo exterior se siente un poco más él mismo. Al menos puede generar un hilo de búsqueda que se resincronizará y le informará de lo que encuentre. Sigue sin poder acceder a los misterios más íntimos de su alma (incluyendo sus recuerdos personales); están a buen recaudo, a la espera de la verificación biométrica de su identidad y de un intercambio de claves cuánticas. Pero ha recuperado partes de su mente, y algunas de ellas incluso funcionan. Es como si se te pasara el pedo de una nueva y extraña droga, la sensación infinitamente tranquilizadora de volver a estar a los mandos de tu propia cabeza.

—Creo que tengo que poner una denuncia —le dice a Mónica, o a quien quiera que esté enchufado a su cabeza en este momento, porque ahora sabe dónde está y con quién se supone que tenía que reunirse (aunque no por qué); y entiende que, para el Colectivo Franklin, la identidad es un tema políticamente delicado.

—Poner una denuncia. —Su expresión es algo burlona—. ¿Robo de identidad, por casualidad?

—Sí, sí, ya lo sé: la identidad es un robo en sí misma, no te fíes de nadie cuyo vector de estado se haya bifurcado durante más de un gigasegundo, el cambio es la única constante, et puñetera cétera. ¿Con quién estoy hablando, por cierto? Y si estamos hablando, ¿no significa que crees que estamos en el mismo bando, más o menos? —Trata de incorporarse con dificultad en la silla reclinable: los motores paso a paso hacen ruidos suaves al intentar acomodarlo.

—Colectivizarse es opcional. —La mujer que parte del tiempo es Mónica lo mira raro—. Tiende a alterarse drásticamente si se cambia el número de dimensiones. Digamos que ahora mismo soy Mónica, más nuestro patrocinador. ¿Le vale con eso?

—Nuestro patrocinador, que está en el ciberespacio…

Ella se echa hacia atrás en el sofá, que emite un zumbido y extrude una mesa auxiliar con un minibar.

—¿Algo de beber? ¿Te puedo ofrecer café? ¿Guaraná? ¿O quizás una berlinerweisse, por los viejos tiempos?

—Un guaraná está bien. Hola, Bob. ¿Cuánto tiempo llevas muerto?

Ella suelta una risita.

—No estoy muerto, Manny. Puede que no sea una copia completa, pero me siento como yo mismo. —Ella pone los ojos en blanco con timidez—. Está haciendo comentarios groseros sobre su mujer —añade—; eso no lo voy a transmitir.

—Mi ex mujer —Manfred la corrige automáticamente—. La, esto, vampira del fisco. Entonces, ¿eres como una, supongo, intérprete de Bob?

—Ciertamente. —Ella mira a Manfred muy seria—. Le debemos mucho, sabe. Dejó sus activos en un fondo fiduciario para el movimiento junto con sus parciales. Nos sentimos obligados a instanciar su personalidad siempre que es posible, aunque con un par de petabytes de grabaciones no podemos hacer mucho. Pero no estamos solos.

—Las langostas. —Manfred asiente para sí y acepta el vaso que ella le ofrece. Sus curvas recubiertas de diamantes brillan a la luz del atardecer—. Sabía que esto tenía algo que ver con ellas. —Se inclina hacia delante sujetando el vaso y frunce el ceño—. ¡Si al menos pudiera acordarme de por qué he venido! Era algo emergente, algo en la memoria profunda; algo que no podía arriesgarme a tener en mi propio cráneo. Algo que tiene que ver con Bob.

La puerta que hay detrás del sofá se abre; Alan entra.

—Disculpen —dice tranquilamente, y se dirige al otro extremo de la habitación. Una estación de trabajo se despliega de la pared y una silla surge de un hueco de servicio. Se sienta con la barbilla apoyada en las manos y mira fijamente el escritorio blanco. Cada cierto tiempo masculla en voz baja para sí mismo: «Sí, lo entiendo… Oficina central de la campaña… Hay que auditar las donaciones…».

—La campaña electoral de Gianni —le apunta Mónica.

Manfred se incorpora de un salto.

—Gianni… —Un montón de recuerdos se desbloquean en su cabeza al recordar el mensaje de su político—. ¡Si! Eso es. ¡Tiene que ser eso! —La mira impaciente—. Estoy aquí para darte un mensaje de parte de Gianni Vittoria. Sobre… —Parece alicaído—. No estoy seguro —vacila y se le apaga la voz—, pero era importante. Algo de vital importancia a largo plazo, algo sobre mentes grupales y votar. Pero el que me robó se llevó el mensaje.

El Grassmarket es una plaza empedrada demasiado rústica que está enclavada bajo las hoscas almenas del castillo. Annette se encuentra en el emplazamiento de la horca donde solían ejecutar a las brujas; envía sus agentes invisibles en busca de un rastro de Manfred. Aineko, tomándose demasiadas confianzas, se acomoda sobre su hombro izquierdo como una estola satánica y le va soltando al oído la cháchara incesante de los móviles descifrados.

—No sé por dónde empezar —suspira ella, enfadada. Este sitio es una trampa para turistas, una planta carnívora de múltiples hojas que digiere crédito fácil y escupe las cáscaras vacías de los extranjeros. La calle se ha peatonalizado y se ha recubierto de adoquines medievales de sórdida autenticidad; en medio de lo que solía ser el aparcamiento hay un mercadillo de antigüedades transitorio permanente, donde se pueden comprar desde faldones de chimenea de latón hasta prehistóricos reproductores de CD. Muchos de los productos que se pueden encontrar en las tiendas son basura punto com genérica, en pugna por el título de souvenir japoescocés del averno: faldas escocesas de Puroland, Nessies animatrónicos que te sisean malhumorados a la altura de la rodilla, portátiles de segunda mano. La gente pulula por todas partes, desde los pubs temáticos (los ahorcamientos parecen ser una broma típica de la zona) hasta las tiendas de ropa cara con sus renderizadoras de tejidos y sus espejos digitales. Artistas callejeros, parte del Fringe temporal permanente, abarrotan las aceras: un mimo robótico, muy tradicional con la cara pintada de plata, imita los gestos de los transeúntes con movimientos irónicamente estilizados.

—Prueba en el albergue para pobres —sugiere Aineko desde el refugio de su bolso.

—El… —Annette tarda en reaccionar mientras su tesauro conspira con su firmware gubernamental abierto y le suelta en el sensorio una base de datos geográfica de los servicios sociales de la ciudad—. Oh, ya veo. —El Grassmarket es para turistas, pero tirando hacia una de sus esquinas, bajando por un lúgubre pasaje de imponentes edificios de piedra de seis plantas, hay zonas que son decididamente populares—. Vale.

Annette se abre paso entre la gente, pasa por delante de un puesto que vende móviles desechables tirados de precio y navegadores del genoma aún más baratos, bordea a una pandilla de chicas adolescentes víctimas de lo que parece un exagerado fetichismo por el kawaii importado, quienes la miran alarmadas desde lo alto de sus zapatos rosas de plataforma (confundiéndola probablemente con una vigilante del sistema educativo), y acaba delante de una caseta de bicis aparcadas con candado. La encargada humana parece más aburrida que una ostra. Cuando quiere darse cuenta Annette ya le ha metido en el bolsillo un billete de diez euros insulsamente anónimo.

—Si fueras a comprar una bici robada —le pregunta—, ¿dónde irías?

La encargada del aparcamiento se la queda mirando y por un momento Annette piensa que la ha sobrestimado. Luego farfulla algo.

—¿Qué?

—McMurphy’s. Solía llamarse Bannerman’s. Bajando por Cowgate, por ahí. —La chica del parquímetro mira con preocupación la ristra de bicis a su cargo—. Usted no habrá…

—Aja. —Annette sigue su mirada: bajando directamente por el pasaje de piedras oscuras. «Vale, de acuerdo»—. Espero que valga la pena, Manny, mon cher —dice entre dientes.

McMurphy’s es un falso pub irlandés, una gruta de piedra instalada debajo de un montón de insulsas oficinas. Una vez fue un pub irlandés de verdad, antes de que las inmobiliarias le pusieran las manos encima y lo transformaran sucesivamente en un club nocturno de punk, en un bar de vinos y en un coffee shop holandés de palo; tras lo cual, quemado como cualquier estrella, quedó relegado a un segundo plano. Ahora lleva una aciaga existencia, prolongada de forma antinatural, como una de esas imitaciones de pub irlandés recicladas que por encima de las mesas de madera tienen tréboles de cuatro hojas de neón colgando de las vigas de pino oscurecidas artificialmente; dicho de otro modo, la negra, insignificante y macilenta vida después de la muerte del que una vez fuera un serio establecimiento para beber. En algún momento la bodega se convirtió en un váter (dejando más espacio para la clientela en el piso de arriba), y ahora los grifos dispensan un concentrado efervescente diluido con agua de la red de suministro de la ciudad.

—Dime, ¿sabes el de la eurócrata con el minino robot que entra en un pub de mala muerte en Cowgate y pide una coca? Y cuando se la sirven dice «Eh, ¿dónde está el espejo?»

—Cierra la boca —Annette le dice entre dientes al bolso—. No tiene gracia.

Su telemetría de intrusión personal acaba de mandarle un correo a su teléfono de pulsera, y en este momento le está mostrando un signo de exclamación amarillo que gira sobre sí mismo, lo que significa que según las estadísticas de delincuencia publicadas por la policía, es probable que este sitio afecte gravemente a su prima del seguro.

Aineko la mira desde su guarida en el bolso y bosteza abriendo mucho una boca rosada y estriada que deja ver una lengua como de gamuza rosa.

—¿Quieres obligarme? Acabo de intentar localizar la cabeza de Manny. La latencia de la red era insignificante.

La camarera se acerca cautelosamente y de forma deliberada evita el contacto visual con Annette.

—Una coca light —pide Annette. Dirigiéndose al bolso, en voz baja—: ¿Sabes el de la eurócrata que entra en un pub de mala muerte, pide medio litro de Coca-Cola Light y cuando se le vierte en el bolso va y dice «Uy, tengo húmedo el minino»?

Le sirven la coca. Annette la paga. Puede que haya unas veinte personas en el pub; no es fácil decirlo porque parece una vieja bodega, montones de arcos de piedra que conducen a nichos con bancos de iglesia de segunda mano y mesas con muescas de cuchillo. Unos tipos que podrían ser motoristas, estudiantes o borrachínes bien vestidos se sientan en torno a una mesa: velludos, visten chalecos con demasiados bolsillos, de una bohemia sutil que hace que Annette se quede parpadeando hasta que uno de sus programas literarios le informa de que uno de ellos es un escritor local medio famoso, prácticamente un gurú del partido del espacio y la libertad. En una esquina hay un par de mujeres con botas y sombreros afelpados enfrascadas en el menú, y un grupo de artistas callejeros fuera de servicio inclinados sobre sus cervezas en un reservado. Nadie más lleva nada que se parezca remotamente a ropa de oficina, pero el coeficiente de extravagancia está por encima de la media, así que Annette ajusta sus gafas a extraoscuro, se estira la corbata y echa una ojeada.

La puerta se abre y un joven anodino entra sigilosamente. Va vestido con un uniforme de combate ancho, gorra de lana y un par de botas que son la quintaesencia del estilo essence de panzer división, todo amortiguadores y paneles de kevlar de color aceituna sin gracia. Lleva puestas…

—Veo, veo, con mi pequeño detector de intrusión de redes —empieza el gato mientras Annette deja su bebida y se acerca al joven—, una cosita que empieza por…

—¿Cuánto quieres por las gafas, chaval? —le pregunta con calma.

Él da una sacudida y está a punto de saltar, algo no muy recomendable cuando se calzan botas militares MilSpec: el techo es de piedra del siglo XVIII y tiene medio metro de grosor.

—¿Qué pollas hace? —se queja él de forma extrañamente familiar—. Ah… —Traga saliva—. ¡Annie! ¿Quién…?

—Tranquilo. Quítatelas; si no te las quitas acabarán haciéndote daño —le dice ella, con cuidado de no ir demasiado deprísa porque ahora le ha entrado un segundo canguelo, y sabe sin tener que mirar que el signo de exclamación de su reloj se ha puesto rojo y ha empezado a parpadear—. Mira, te doy doscientos euros por las gafas y la riñonera, en metálico, y no te voy a preguntar de dónde las has sacado ni se lo voy a contar a nadie.

Se queda paralizado delante de ella, boquiabierto, y ella puede ver cómo la luz del reverso de las lentes se desborda en sus mejillas de adolescente famélico, titilando como un relámpago frío, como si el chico tuviera el cerebro conectado a un cable de alta tensión; de repente nota la boca seca y le cuesta tragar, alarga una mano despacio y le quita las gafas de la cara y con la otra coge la riñonera. El chico se estremece y se pone a pestañear y ella saca un par de billetes de cien euros y se los pone delante de las narices.

—Largo de aquí —le dice no sin cierta amabilidad.

Él alarga la mano lentamente, agarra el dinero y corre, sale disparado por la puerta con un estallido atronador, dobla a la izquierda tomando el carril bici y desaparece cuesta abajo en dirección a los edificios del parlamento y el complejo universitario.

Annette observa la puerta con aprensión.

—¿Dónde está? —masculla preocupada—. ¿Alguna idea, gato?

—Miau. Encontrarlo es tu trabajo —opina Aineko con suficiencia. Pero en la columna de Annette hay un carámbano de ansiedad. ¿Manfred ha estado separado de su memoria caché? ¿Dónde podría estar? Peor aún, ¿quién podría ser?

—Que te den a ti también —refunfuña ella—. Sólo queda una cosa por hacer, supongo. —Se quita sus propias gafas (son mucho menos funcionales que el equipo hecho a medida y enormemente ramificado de Manfred) y nerviosa se acerca las gafas recuperadas a la cara. De alguna forma, lo que está punto de realizar le hace sentirse sucia, como si curioseara en las carpetas del correo electrónico de un amante. ¿Pero qué otra forma tiene de averiguar su paradero?

Se pone las gafas e intenta recordar qué estaba haciendo ayer en Edimburgo.

—¿Gianni?

—¿Oui, ma chérie?

Pausa.

—Lo he perdido. Pero tengo su aide-mémoire. Un gorrón adolescente haciéndose el ciberpunk con ellas. Ninguna pista sobre su ubicación, así que me las puse.

Pausa.

—Vaya por Dios.

—Gianni, ¿por qué diantres lo mandaste al Colectivo Franklin?

Pausa. (Durante la cual el frío de la pared de piedra arenosa en la que se apoya empieza a penetrar el tejido de su chaqueta).

—No quería preocuparte con una nimiedad.

—Merde. No es una nimiedad, Gianni, son aceleracionistas. ¿Tienes idea de lo que eso va a hacerle a su cabeza?

Pausa. Luego un gruñido, casi de dolor.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —le pregunta con vehemencia. Se inclina y teclea palabras en su teléfono de modo que los transeúntes la evitan, no sabiendo si está con el manos libres o si está alucinando—. ¡Mierda, Gianni, siempre que haces esto soy yo quien acaba recogiendo los pedacitos! ¡Manfred no es un hombre sano, está permanentemente al borde de sufrir un shock del futuro agudo, y no bromeaba cuando te dije en febrero que necesitaría un mes en una clínica si volvías a intentar apretarle las tuercas! Si no tienes cuidado, podría acabar abandonándonos del todo y uniéndose al borganismo…

—Annette —dice con un profundo suspiro—. Es nuestra mayor esperanza. Sé que al catalizador agálmico le quedan seis meses de semivida, y bajando; Manny ha alargado su carrera más de lo que cabía esperar, cuatro desviaciones fuera de lo normal, sí, eso lo sabemos. Pero tengo que salir del atolladero de los derechos civiles ahora, en estas elecciones. Tenemos que conseguir el consenso y Manfred es el único miembro del equipo que puede ser capaz de hablar con el Colectivo en sus propios términos. Él es el mensajero que cierra los tratos, no quiero quemarlo, ¿vale? Necesitamos una reserva de coalición antes del final de la legislatura seguido de punto muerto en Bruselas, a la norteamericana. Es más que vital; es esencial.

—Eso no es excusa…

—Annette, tienen una copia parcial de Bob Franklin. La hicieron antes de que muriera, y es lo bastante completa como para reinstanciarla, compartiendo el tiempo en sus propios cerebros. Tenemos que lograr que el Colectivo Franklin con sus enormes recursos haga presión para que se apruebe la Enmienda por la Igualdad de Derechos: si la EID prospera, todos los seres conscientes tendrán derecho al voto y a la propiedad, ya sean copias, réplicas o sosias. Son más importantes que unos monstruitos grises aficionados al tacto rectal: el futuro depende de ello. Manny empezó con los derechos de los crustáceos. Deja que las copias se vean amparadas por los derechos de autor y no por los derechos civiles y, ¿dónde estaremos en cincuenta años? ¿Crees que debo ignorarlo? Ya era importante entonces, pero ahora, con la transmisión que han recibido las langostas…

—Mierda. —Annette se da media vuelta y apoya la frente en la fría manipostería—. Voy a necesitar una receta. Ritalin o algo. Y su ubicación. Del resto me encargo yo. —No añade: «Eso incluye despegarle del techo después». Eso se sobrentiende. Tampoco dice: «Vas a pagarlo». Eso también se sobrentiende. Puede que Gianni sea un traficante de influencias inflexible, pero sabe cuidar de los suyos.

—La ubicación es fácil si encuentra al Colectivo. Las coordenadas del GPS son…

—No hacen falta. Tengo sus gafas.

—Merde, como tú dices. Llévaselas, ma chérie. Consígueme la distribución de la calificación de la reputación de la copia de Bob Franklin y yo le conseguiré a Bob lo que ansia, justo para que pueda volver a dirigir su propia entidad corporativa como si estuviera vivo. Y sacaremos las castañas diplomáticas del fuego antes de que se quemen. ¿De acuerdo?

—Oui.

Corta la conexión y sube caminando por Cowgate (por donde antiguamente los granjeros llevaban el ganado al mercado), en dirección al Fringe transitorio permanente y luego por las escaleras que llevan a The Meadows. Se para un momento delante de la horca y se monta una trifulca: parece que a un vestigio del paleolítico no le hace gracia el mimo robótico que imita sus movimientos y le arranca un brazo de un tirón. El mimo se queda quieto, le salen chispas del interior del hombro y parece aturdido. Dos estudiantes con pinta de mosqueados se abalanzan sobre el gamberro de pelo corto y la emprenden a puñetazos. Se oye un griterío en los acentos mutuamente incompresibles de las Oxgangs y del Herriott-Watt Robot Lab. Annette se queda mirando la pelea y se estremece; es como una imagen sacada de un universo en el que la Enmienda por la Igualdad de Derechos —con su redefinición del concepto de persona— hubiese sido rechazada por el parlamento: un universo en el que morir significa convertirse en una propiedad y ser creado sin un ADN transmitido por los padres equivale a ser condenado a la esclavitud.

«Puede que Gianni tenga razón», reflexiona. «Pero preferiría que el precio a pagar no fuera tan personal».

Manfred puede sentir que le va a dar uno de sus ataques. Tiene todos los síntomas típicos —el universo, con su vasta preponderancia de masa no pensante, se convierte en una afrenta; extrañas ideas centellean a lo lejos como relámpagos caniculares en las vastas mesetas de su imaginación—, pero, con el metacórtex ejecutándose en modo no seguro de aislamiento de procesos, se siente embotado. Y lento. Incluso obsoleto. Esto último es una sensación tan agradable como un mono de heroína: no puede generar hilos que comprueben la viabilidad de sus diseños y le informen al respecto. Es como si alguien le hubiera quitado cincuenta puntos a su CI; su cerebro se siente como un bisturí que hubieran usado para talar árboles. Estar atrapado en una mente en declive es sobrecogedor. Manfred quiere salir, quiere salir desesperadamente, pero está demasiado asustado para que se le note.

—Gianni es un eurosocialista moderado, un político pragmatista del mercado mixto —el fantasma de Bob le recrimina a Manfred a través de los labios rojos de Mónica—, no es precisamente la clase de tío por el que se puede esperar que yo vote, ¿no? Así que dime, ¿qué crees que puedo hacer por él?

—Eso es… Ah… —Manfred se mece en su silla con los brazos firmemente cruzados y las manos metidas bajo las axilas a modo de protección—. ¡Desmantelar la Luna! Digitalizar la biosfera, hacer de ella una noosfera. Mierda, perdona, eso es planificación a largo plazo. Construir esferas de Dyson, montones y montones de… Ejem. Gianni es un ex marxista, del clado trotskista ortodoxo reformado. Cree en hacer realidad el Comunismo Auténtico, que es un estado de gracia filosófica que requiere ciertos requisitos esenciales como, esto… no andar jodiendo con cócteles molotov y la policía del pensamiento. Quiere que todo el mundo sea tan rico que pelearse por la propiedad de los medios de producción tenga tanto sentido como discutir sobre quién duerme en el sitio húmedo al fondo de la cueva. No es tu enemigo, quiero decir. Es enemigo de esos desviacionistas estalinístas que controlan la oficina central del Partido Conservador y quieren pincharte el dormitorio y le sirven todo en bandeja a las grandes corporaciones propiedad de los fondos de inversión, que a su vez dependen de que la gente se muera como está escrito para tener su raison d’étre. Y, esto… Lo que es más importante, que se muera y no intente aferrarse a sus pertenencias. Incorporándose en el ataúd para cantar canciones de hoguera extropianas, ese tipo de cosas. La culpa es de los actuarios, que predicen la esperanza de vida con el propósito de hacer que la gente se compre pólizas de seguros con dinero que se invierte en controlar los medios de producción; la culpa es del teorema de Bayes.

Alan mira a Manfred por encima del hombro.

—Creo que darle guaraná no fue una buena idea —dice con un tono de profunda aprensión.

Llegados a este punto el modo de vibración de Manfred ha dejado la linealidad. Se mece hacia delante y hacia atrás y se mueve arriba y abajo dando saltitos, como un levitador yóguico tecnófilo intentando dar botes hasta la singularidad. Mónica se inclina hacia él y se le abren mucho los ojos.

—Manfred —le espeta—, ¡cállate!

Él deja de parlotear abruptamente, con una expresión de profundo desconcierto.

—¿Quién soy? —pregunta, y se desploma hacia atrás—. Por qué estoy, aquí y ahora, ocupando este cuerpo…

—Ataque de ansiedad antrópica —comenta Mónica—. Creo que hizo lo mismo en Ámsterdam hace años cuando Bob lo conoció. —Parece alarmada, una identidad distinta sale a la superficie—. ¿Qué hacemos?

—Tenemos que ponerlo cómodo. —Alan levanta la voz—. Cama, prepárate, ahora. —El respaldo del sofá en el que Manfred está tirado se abate, la base se pliega hacia arriba y un edredón con una extraña animación le cubre los pies—. Escucha, Manny, te vas a poner bien.

—¿Quién soy y qué significo? —Manfred masculla sin ilación—: Una masa de árboles de decisión que se propaga, compresión fractal, montones de intersecciones sinápticas lubricadas con endorfinas amigables… —En el otro extremo de la habitación la farmacopea pirata se está preparando para fabricar unos potentes sedantes. Mónica se dirige a la cocina a por algo de beber para que los trague mejor—. ¿Por qué hacéis esto? —pregunta Manfred desorientado.

—Está bien. Túmbate y relájate —Alan se inclina sobre él—. Hablaremos de todo por la mañana, cuando sepas quién eres. —Dirigiéndose a Mónica, que entra en la habitación con una botella de té helado—: Mejor le contamos a Gianni que no se encuentra bien. Puede que uno de nosotros tenga que hacerle una visita al ministro. ¿Sabes si Macx ha sido auditado?

—Descansa, Manfred. Todo está bajo control.

Unos quince minutos más tarde, Manfred (quien, presa de una migraña existencial, obedece mansamente las instrucciones de Mónica y se bebe el té con los sedantes) se tumba en la cama y se relaja. Su respiración se ralentiza, el refunfuño subliminal cesa. Mónica, sentada a su lado, le coge la mano derecha, que descansa sobre la ropa de cama.

—¿Quieres vivir para siempre? —le dice con el tono de voz de Bob Franklin—. Puedes vivir para siempre en mí…

La Iglesia de los Santos de los Últimos Días cree que no puedes entrar en la Tierra Prometida si no te ha bautizado; pero puede hacerlo si sabe tu nombre y quiénes son tus padres, incluso después de muerto. Sus bases de datos genealógicas se encuentran entre los artefactos de investigación histórica más impresionantes jamás construidos. Y le gusta crear adeptos.

El Colectivo Franklin cree que no puedes entrar en el futuro si no ha digitalizado tu vector de estado neuronal, o al menos obtenido una instantánea de tus entradas sensoriales y de tu genoma lo más completa que permita la tecnología actual. No es necesario que estés vivo para que lo haga. Su sociedad de la mente se encuentra entre los artefactos más impresionantes de la informática. Y le gusta crear adeptos.

Cae la noche en la ciudad. Annette espera impaciente en el umbral de la puerta.

—Déjame entrar de una puta vez —le gruñe con impaciencia al telefonillo—. ¡Merde!

Alguien abre la puerta.

—¿Quién…?

Annette lo empuja hacia dentro, cierra la puerta de una patada y se apoya en ella.

—Llévame a tu bodhisattva —le exige—. Ahora.

—Yo… —El tipo da media vuelta y se dirige hacia el interior por un pasillo sombrío que atraviesa una escalera. Annette lo sigue dando grandes zancadas, con brío. Abre una puerta y se escabulle dentro y ella lo sigue antes de que pueda cerrarla.

Dentro, la habitación está iluminada por una serie de diodos indirectos, calibrados con el brillo agradable de la luz de una tarde de verano. En medio hay una cama en la que duerme una figura tumbada rodeada por instrumental de diagnóstico que no pierde detalle. Dos personas hacen guardia sentadas a cada lado del hombre durmiente.

—¿Qué le habéis hecho? —dice Annette con brusquedad, corriendo hacia la cama. Manfred parpadea desde las almohadas, con cara de sueño y confundido mientras ella se inclina sobre él—. ¿Hola? ¿Manny? —Por encima del hombro—: Si le habéis hecho algo…

—¿Annie? —Parece perplejo. Unas gafas de color naranja fuerte (no las suyas) descansan sobre su frente como un par de medusas varadas—. No me encuentro bien. Si le echo el guante al hijo de puta que lo hizo…

—Eso tiene arreglo —dice ella con tono de eficiencia, evitando mencionar el trato que tuvo que hacer para recuperar sus memorias. Despliega las gafas y con cuidado se las coloca en la cara, sustituyendo a las temporales. La bolsa cerebro la deja junto a su hombro, a su alcance. Un débil parloteo llena el éter que los rodea, haciendo que se le ericen los pelos de la nuca: por detrás de las gafas sus ojos resplandecen con un azul luminoso, como si un chispazo de alta tensión lo recorriera de oreja a oreja.

—¡Oh! ¡Cómo! —Él se incorpora, las mantas se le caen de los hombros desnudos y ella se queda sin aliento.

Busca con la mirada la figura inmóvil que está sentada a la izquierda de él. El hombre en la silla asiente deliberadamente, con ironía.

—¿Qué le habéis hecho?

—Hemos estado cuidándolo; nada más, nada menos. Llegó bastante desorientado y su estado empeoró esta tarde.

Nunca antes ha visto a este tipo, pero su instinto le dice que lo conoce.

—¿Eres Robert… Franklin?

Vuelve a asentir.

—El avatar está en mí. —Se oye un ruido sordo mientras los ojos de Manfred se ponen en blanco y se desploma en la cama.

—Discúlpeme. ¿Mónica?

La joven al otro lado de la cama niega con la cabeza.

—No, también estoy ejecutando a Bob.

—Ah. Bueno, díselo tú a ella; tengo que buscarle un zumo.

La mujer que es también Bob Franklin (o la parte de él que sobrevivió a su lucha con un extraño tumor cerebral hace ocho años) mira a Annette a los ojos negando con la cabeza y esboza una vaga sonrisa.

—Nunca estás sola cuando eres un sincitio.

Annette frunce el ceño: tiene que activar un ataque léxico para analizar sintácticamente la frase.

—¿Una célula grande, muchos núcleos? Ah, ya veo. Tienes el nuevo implante. Lo mejor para grabarlo todo.

La chica se encoge de hombros.

—¿Le gustaría morir y que la resucitaran como un actor en tercera persona de una representación de banda ancha baja? ¿O como la sombra de unos recuerdos irritantes en el cráneo de un extraño? —Resopla, un gesto que no concuerda con el resto de su lenguaje corporal.

—Bob tiene que haber sido uno de los primeros borganismos. Humanos, quiero decir. Después de Jim Bezier. —Annette le echa una mirada a Manfred, que ha empezado a roncar ligeramente—. Tiene que haber costado mucho trabajo.

—Por entonces el equipo de monitorización costaba millones —dice la mujer; ¿Mónica?— y no lo hizo del todo bien. Una de las condiciones para poder seguir accediendo a sus fondos de investigación es que ejecutemos sus parciales con frecuencia. Quería construir una especie de vector de estado total, juntando retales de otras personas para complementar los parciales que fueron todo lo que pude (pudo) grabar con la tecnología de vanguardia de entonces.

—Eh, claro. —Annette alarga la mano y distraídamente aparta un pelo suelto de la frente de Manfred—. ¿Qué se siente al formar parte de una mente grupal?

—¿Qué se siente al ver el color rojo? —Mónica le dice con desdén, claramente divertida—. ¿Qué se siente al ser un murciélago? No puedo decírselo, sólo puedo demostrárselo. Somos libres de dejarlo cuando queramos, sabe.

—Pero de algún modo no lo hacéis. —Annette se masajea la cabeza, se palpa el pelo corto por encima de las cicatrices casi imperceptibles que esconden una red de implantes: herramientas que Manfred desechó cuando empezaron a estar disponibles hace uno o dos años. («La nanotecnología de diseño darwiniano está en pañales, no está diseñada para interfaces limpias», dijo. «Seguiré con los equipos desechables, gracias.»)—. No, gracias. Creo que tampoco va a aceptar vuestra oferta cuando se despierte.

Subtexto: «Os quedaréis con él por encima de mi cadáver».

Mónica se encoge de hombros.

—Él se lo pierde. No vivirá para siempre en la singularidad, junto con los demás seguidores de nuestro estimado profesor. De todas formas, nos sobran los conversos, no sabemos qué hacer con ellos.

A Annette se le ocurre algo.

—Ah. ¿Todos formáis parte de una mente? ¿Parcialmente? Si te hago una pregunta, ¿se la estoy haciendo a todos?

—Puede ser. —Las palabras salen simultáneamente de Mónica y del otro cuerpo, Alan, que aguarda junto a la puerta con una cosa cuadrada que parece un diagnosticador improvisado—. ¿Qué tiene en mente? —añade el cuerpo llamado Alan.

Manfred, tumbado en la cama, se queja. Sus gafas le susurran en los oídos produciendo un silbido de ruido rosa, la conducción de los huesos facilita una vía de acceso en serie a su wetware.

—Enviaron a Manfred para averiguar por qué os oponéis a la EID —explica Annette—. Algunas partes de nuestro equipo operan sin el conocimiento de las demás.

—Ya lo veo. —Alan se sienta en la silla junto a la cama y carraspea, hinchando el pecho pomposamente—. Una cuestión teológica muy importante. Tengo la sensación…

—¿Tengo o tenemos? —le interrumpe Annette.

—Tenemos —dice bruscamente Mónica. Y le lanza una mirada a Alan—. Peerrrdón.

Annette está desconcertada ante la evidente individualidad dentro de la mente grupal. Demasiadas reposiciones de la fantasía borgiana han condicionado sus ideas preconcebidas, y la creencia casi religiosa de esta gente en una singularidad la deja fría.

—Por favor, continúa.

—Una persona, un voto se ha quedado obsoleto —dice Alan—. La cuestión es más amplia, hay que replantearse cómo valoramos la identidad, hay que reconsiderar el derecho al voto. ¿Obtienes un voto por cada cuerpo caliente? ¿O un voto por cada conciencia individual? ¿Y qué pasa con las inteligencias distribuidas? Las propuestas de la Enmienda por la Igualdad de Derechos tienen serias lagunas que se derivan de un culto a la individualidad que no tiene en cuenta la verdadera complejidad del posthumanismo.

—Como las propuestas para el derecho al voto femenino del siglo XIX que concedían el voto a las esposas casadas con terratenientes —añade Mónica astutamente—, elude el quid de la cuestión.

—Ah, oui.

Annette se cruza de brazos; de repente está a la defensiva. Esto no es lo que esperaba oír. Éste es el lado elitista de la engañifa del posthumanismo, potencialmente tan peligroso para sus ideas postprogresistas como el derecho divino de los reyes.

—Elude mucho más que eso. —Las cabezas se giran en una dirección inesperada: Manfred ha vuelto a abrir los ojos y mientras inspecciona la habitación Annette puede ver en ellos una chispa de interés que antes no estaba—. En el siglo pasado, la gente pagaba para que le congelaran la cabeza después de morir, con la esperanza de que la reconstruyeran más tarde. No tenían derechos civiles: la ley no reconocía la muerte como un proceso reversible. Y ahora, ¿cómo la explicamos cuando vosotros dejáis de ejecutar a Bob? ¿O decidís abandonar el borganismo colectivo? ¿O tal vez decidís volver a él más tarde? —Levanta una mano y se masajea la frente, como cansado—. Lo siento, últimamente no he sido yo mismo. —Una mueca ligeramente maniaca aparece fugazmente en su cara—. Mirad, ya llevo un tiempo diciéndoselo a Gianni, necesitamos un nuevo concepto legal de lo que constituye una persona. Uno que pueda abarcar a las corporaciones conscientes, a los despropóstitos artificiales, a los separatistas procedentes de mentes grupales y a las copias reencarnadas. Ahora mismo la gente con aptitudes religiosas se lo está pasando teta con la cuestión de la identidad; ¿por qué nosotros los posthumanistas no estamos pensando en estas cosas?

Algo se mueve en el bolso de Annette. Aineko saca la cabeza, olisquea el aire, se descuelga sobre la moqueta y se pone a acicalarse pasando olímpicamente de los humanos que tiene alrededor.

—Por no hablar de los experimentos de vida artificial que se piensan que son la repanocha —añade Manfred—. Y los alienígenas.

Annette se queda de piedra, mirándolo fijamente.

—¡Manfred! Se supone que no…

Manfred mira a Alan, que parece el ejecutor más y mejor integrado de la operación del multimillonario muerto. A Annette su expresión incluso le recuerda cuando conoció a Bob Franklin en Ámsterdam, a principios de la década, cuando Manny estaba aún inmerso en su fantasía agálmica.

—Alienígenas —repite Alan. Le tiembla una ceja—. ¿Hablamos de la señal anunciada por el SETI, o de, ah, la otra? ¿Y cuánto tiempo hace que estáis al corriente?

—Gianni está metido en infinidad de cosas —comenta Manfred con tono anodino—. Y todavía hablamos con las langostas de vez en cuando. Sólo están a un par de horas luz de distancia, ¿verdad? Ellas nos hablaron de las señales.

—Esto… —Por un momento los ojos de Alan se ponen vidriosos; las prótesis de Annette le dibujan un chorro de luz falsa saliendo de la parte de atrás de su cabeza: todo su ancho de banda sensorial absorbe momentáneamente una enorme descarga p2p del polvo servidor que recubre todas las habitaciones del edificio. Mónica parece irritada, tamborilea con las uñas en el respaldo de su silla—. Las señales. Ya. ¿Por qué no se hizo público?

—La primera sí se hizo pública. —Las cejas de Annette se fruncen—. En realidad no pudimos ocultarlo, cualquiera con una antena parabólica en el patio trasero de su casa apuntando en la dirección correcta lo captó. Pero la mayoría de la gente interesada en oír hablar sobre contactos alienígenas ya cree que se dejan caer alternativamente todos los martes y jueves para realizar exámenes rectales. Y del resto, la mayoría piensa que es un engaño. Otros muchos se están rascando la cabeza preguntándose si no se tratará simplemente de un nuevo tipo de fenómeno cosmológico que emite una señal de entropía muy baja. De los seis que quedan, cinco están intentando encontrarle la vuelta al contenido del mensaje y el último está convencido de que se trata de una broma. Y la otra señal, bueno, era tan débil que sólo la captó la red de seguimiento del espacio profundo.

Manfred toquetea el sistema de control de la cama.

—No es ninguna broma —añade—. Pero sólo captaron unos dieciséis megabits de datos de la primera y puede que el doble de la segunda. Hay bastante ruido, las señales no se repiten, su longitud no parece ser un número primo, no hay ninguna metainformación aparente que describa el formato interno, así que no resulta fácil encontrarles sentido. Y lo que es peor, la puntillosa dirección de Arianespace —le echa una mirada a Annette, como pidiendo una explicación por la mención de sus antiguos jefes— decidió que lo mejor que se podía hacer era ocultar la segunda señal y trabajar en ella en secreto (para tener ventaja sobre la competencia, dicen) y en cuanto a la primera, hacer como que no existió. Así que lo cierto es que nadie sabe cuánto se va a tardar en descifrar si se trata de un ping de los servidores del dominio raíz galáctico o de un pulsar que se ha puesto a sacar los tropecientos mil dígitos de pi, o qué.

—Pero —Mónica echa un vistazo a su alrededor— no puedes estar seguro.

—Yo creo que puede ser consciente —dice Manfred. Por fin encuentra el botón correcto y la cama comienza a transformarse de nuevo en un diván. Luego encuentra el botón incorrecto y el edredón se disuelve en un cieno viscoso de color turquesa que es succionado entre borboteos y ruidos por un montón de minúsculas boquillas en la cabecera—. Maldito aerogel. Um, ¿por dónde iba? —dice incorporándose.

—¿Paquete de red consciente? —pregunta Alan.

—No. —Manfred niega con la cabeza y sonríe—. Debería haber sabido que has leído a Vinge… ¿O fue la película? No, lo que yo creo es que por lógica ahí fuera sólo puede haber una cosa transmitiendo de un lado a otro, y puede que recuerdes que yo te pedí que la enviaras, oh, ¿hace nueve años?

—Las langostas. —Los ojos de Alan se ponen en blanco—. Nueve años. ¿Tiempo suficiente para llegar a Próxima Centauri y volver?

—Más o menos esa distancia, sí —dice Manfred—. Y recuerda que eso es lo más lejos; la señal podría haber llegado desde más cerca. En cualquier caso, la primera señal del SETI llegó desde un par de grados y más de cien años luz de distancia, la segunda señal llegó desde menos de tres años luz. Está claro por qué no lo hicieron público: no querían que cundiera el pánico. Y no, la señal no es un simple eco de la transmisión de los crustáceos enlatados; creo que es una embajada de contacto, pero todavía no la hemos descifrado. ¿Ahora veis por qué tenemos que volver a plantear la cuestión de los derechos civiles? Necesitamos un marco jurídico capaz de englobar a no humanos y lo necesitamos lo antes posible. De lo contrario, si los vecinos nos hacen una visita…

—Vale —dice Alan—, tendré que hablar con mis otros yo. Tal vez podamos llegar a un acuerdo, siempre que esté claro que se trata de un intento por conseguir un marco provisional y no una solución permanente.

—¡Ninguna solución es definitiva! —dice Annette resoplando. Mónica la mira a los ojos y le hace un guiño. A Annette le asusta la flagrante muestra de desacuerdo dentro del sincitio.

—Bien —dice Manfred—, ¿supongo que no podemos pedir más? —Parece esperanzado—. Gracias por la hospitalidad, pero siento la necesidad de tumbarme un rato en mi propia cama. He tenido que memorizar un montón de cosas mientras estaba desconectado y quiero grabarlas antes de que se me olvide quién soy —añade enfáticamente, y Annette suspira tranquila y aliviada.

Esa misma noche, un poco más tarde, suena un timbre.

—¿Quién es? —pregunta el portero automático.

—Ah, yo —dice el hombre en los escalones. Parece un poco confundido—. Soy er Macx. ‘Stoy aquí pa ver a —tiene el nombre en la punta de la lengua— alguien.

—Pase. —Se oye el zumbido del solenoide, él empuja la puerta y la cierra a su espalda. Las suelas de metal de sus botas resuenan en el duro suelo de piedra y el aire fresco huele ligeramente a queroseno sin quemar.

—Soy Macx —repite con tono vacilante— o ho fui por un momentico, y hizo que me doliera la cabeza. Pero ahora zoy yo otra vez y quiero ser otra perzona… ¿Pué ayudarme?

Más tarde aún, oculto tras las cortinas, un gato se sienta en la repisa de una ventana observando el interior de una habitación a oscuras. La habitación está oscura para el ojo humano, pero para el gato tiene mucha luz. La luz de la luna cae en silencio sobre las paredes y los muebles, las sábanas enrolladas, los dos humanos desnudos y entrelazados en medio de la cama.

Ambos humanos están en la treintena: el pelo rapado de ella empieza a tener canas, se pueden apreciar claramente las hebras de color gris plomo; en cambio la mata de pelo castaño de él de momento no muestra signos de envejecimiento. Para el gato, que ve con un repertorio de sentidos nada naturales, la cabeza de ella reluce en el espectro de microondas con un suave halo de emisiones polarizadas. El macho no presenta un aura parecida: él es antinaturalmente natural para los tiempos que corren, aunque —curiosamente— lleva gafas en la cama y la montura emite un brillo similar. Un caldo invisible de radiación conecta a los dos humanos con las prendas de vestir esparcidas por toda la habitación: prendas que rebullen con una consciencia que no conoce el sueño, goteando en las maletas y el equipaje de mano y (aunque no le hace ninguna gracia darse cuenta) en la cola del gato, que es en sí misma una antena bastante sensible.

Los dos humanos acaban de hacer el amor. Lo hacen menos que en sus primeros años, pero con más ternura y más pericia; de los pilares de la cama todavía cuelgan trozos de cinta de bondage de un rosa chillón con motivos de Hello Kitty, y en la mesilla descansa enfriándose un trozo de plástico con memoria programable. El macho está tumbado con la cabeza y el torso superior descansando en la axila de la hembra. Cambiando la visualización a infrarrojos, el gato ve que ella resplandece: los capilares se dilatan para mejorar el flujo sanguíneo en torno a la garganta y el pecho.

—Me estoy haciendo viejo —masculla el macho—. Me estoy ralentizando.

—No en lo que importa —le contesta la hembra apretándole suavemente la nalga derecha.

—No, estoy seguro —dice él—. Las partes de mí que siguen existiendo en esta vieja cabeza. ¿Cuántos tipos de procesador puedes nombrar que se sigan utilizando treinta años después de su creación?

—Sigues dándole vueltas a lo de los implantes —dice ella con cuidado. El gato recuerda que es un tema delicado; de ser un tratamiento médico para conseguir que los ciegos puedan ver y que los autistas puedan hablar, los implantes intratecales han pasado a ser un accesorio imprescindible para los que quieren estar a la última. Pero el macho tiene sus reservas—. No es tan peligroso como solía. Si la cagan, hay cofactores de crecimiento neuronal y células madre de recambio baratas. Estoy segura de que uno de tus patrocinadores puede conseguirte una cobertura adicional.

—Shh. Sigo pensándomelo. —Se queda callado un rato—. Ayer no era yo. Era otra persona. Alguien demasiado lento para seguir el ritmo. Le da un nuevo enfoque a todo. Tenía miedo de perder mi plasticidad biológica, de verme atrapado en un trozo de hardware craneal obsoleto mientras todo seguía avanzando; pero, a día de hoy, ¿cuánto de lo que yo soy vive fuera de mi propia cabeza? —Uno de los hilos externos de Manfred genera un glifo animado y lo lanza al ojo de la mente de Annette, que sonríe ante su humor retorcido—. Aunque adaptarse a una interfaz nueva va a ser duro.

—Lo harás —predice ella—. Siempre puedes conseguir una receta de novotrofina-B. —Un agonista receptor adaptado para las salas gerontológicas que estimula el interés por lo nuevo. Combinado con el MDMA es un componente del cóctel callejero llamado sensawunda—. Eso debería mantenerte centrado hasta que te acostumbres.

—¿Qué va a ser de mi vida si ya ni siquiera puedo adaptarme al ritmo del cambio? —le pregunta lastimeramente al techo.

El gato bate la cola, irritado por su antropocentrismo.

—Eres mi escudo antitormentas futurológicas —dice ella en broma, y mueve la mano para sujetarle los genitales. El gato observa que la mayoría de sus actividades presentes son estrictamente biológicas. Tomando como base las descargas irregulares, está utilizando la mayor parte de su hardware craneal para ejecutar ETItalk@home, uno de los motores de descifrado distribuidos que están intentando descodificar la gramática alienígena del mensaje que Manfred sospecha que cumple los requisitos para solicitar la ciudadanía.

Obedeciendo un impulso que no puede articular, el gato envía una señal para tantear el router más próximo. El ciberfelino tiene las claves de Manfred; Manfred se fía de Aineko implícitamente, lo que no es prudente, al fin y al cabo su ex mujer estuvo trasteando con él, por no hablar de todos los gatitos que absorbió en su juventud. Atravesando un túnel que desemboca en la oscuridad, el gato avanza solitario por la red…

—Sólo piensa en la gente que no se puede adaptar —dice él. Su voz suena vagamente preocupada.

—Intento no hacerlo —dice ella y se estremece—. Tú tienes treinta, te lo tomas con más calma. ¿Y los jóvenes? ¿Pueden ellos seguir el ritmo?

—Tengo una hija. Tiene unos ciento sesenta millones de segundos. Si Pamela me dejara enviarle mensajes lo sabría… —En su voz resuena un viejo dolor.

—Ni lo menciones, Manfred. Por favor. —A pesar de todo, Manfred no puede olvidar. Amber es una ligadura que lo vincula permanentemente a la órbita distante de Pamela.

A lo lejos, el gato oye el rumor de las mentes de las langostas cantando en el vacío, una señal distante que llega como un torrente desde el cometa que llaman hogar, en su deriva silenciosa por el cinturón de asteroides, en ruta hacia un álgido encuentro más allá de Neptuno. El canto de las langostas habla de alienación y obsolescencia, de una inteligencia demasiado lenta y endeble para aguantar el despiadado ritmo del cambio que ha pulido el mundo humano dejando sólo unos bordes recortados y quebradizos a los que la gente no puede aferrarse.

Más allá de las lejanas langostas, el gato detecta un servidor anónimo en red distribuida, almacenamiento de archivos p2p repartido holográficamente en un millón de hosts, imborrable, lleno de secretos y mentiras que nadie puede permitirse borrar. Peroratas, música, plagios de los últimos éxitos de Bollywood. El gato lo ignora todo, en busca de la muestra definitiva. Agarrándola (un corte momentáneo en las gafas de Manfred es el único síntoma que pueden notar ambos humanos), el gato trae su presa a casa, la succiona y la compara con la muestra que está siendo analizada por el exocórtex de Annette.

—Lo siento, amor mío. Es que a veces siento… —Suspira—. Siento que la edad es un proceso que consiste en ir cerrando puertas. Ya no soy lo bastante joven, ya no tengo la fuerza del optimismo.

La muestra en el servidor pirata difiere de la que está procesando el implante de Annette.

—La recuperarás —le asegura ella con tranquilidad, acariciándole el costado—. Sigues triste por lo del robo. Eso también lo olvidarás. Ya lo verás.

—Sí. —Finalmente se relaja, volviendo a la seguridad reflexiva de su propia voluntad—. Lo superaré, de una manera o de otra. O alguien que se acuerde de quién era yo lo hará…

A oscuras, Aineko sonríe en silencio enseñando los dientes. Obedeciendo a un impulso por entrometerse profundamente integrado, mueve un archivo, haciendo una copia del paquete de descarga alienígena en el que ha estado trabajando Annette. Ella tiene una copia del número dos, la secuencia que la red de seguimiento del espacio profundo recibió desde cerca de casa, la que la ESA y el resto de los grandes grupos industriales se han estado guardando. Se inicia otro hilo muy profundo y Aineko analiza el paquete desde una perspectiva que ningún humano ha llegado a establecer aún. En este instante una trenza de procesos que se ejecuta en una máquina virtual abstracta le hace una pregunta que no se puede codificar en ninguna gramática humana. «Mira y espera», le responde al pasajero. «Tarde o temprano entenderán lo que somos».