2> Trovador

Han pasado tres años y Manfred sigue de aquí para allá. Su destino de ojos grises le pisa los talones, siguiéndole torpemente por juzgados de familia, chats y reuniones del Fondo Monetario Internacional de Emergencia. Es un auténtico quebradero de cabeza para Pamela. Pero Manfred no está huyendo, ahora tiene una misión. Va a desafiar las leyes de la economía en la antigua ciudad de Roma. Va a montar un concierto para las máquinas espirituales. Va a liberar a las empresas y va a desarticular el gobierno italiano.

Su monstruo corre tras su sombra, le acompaña, nunca se detiene.

Manfred vuelve a entrar en Europa por un aeropuerto que es todo tubos y cromo, muy al estilo del siglo XX, primitivo en su decadente esplendor de la era nuclear. Pasa sin problemas por la aduana y avanza por una sala de llegadas larga y resonante mientras le toma el pulso a los medios de comunicación locales. Es noviembre y en su afán corporativo por capturar la alegría de estas fechas, a los propietarios no se les ha ocurrido nada mejor que plantear una solución final al problema de la Navidad, una ejecución masiva de Papás Noel y duendecillos de peluche. Cada pocos metros hay cuerpos colgando lánguidamente, de vez en cuando los pies se mueven con espasmos de muerte animatrónica, como un crimen de guerra perpetrado en una juguetería. Al pasar por delante de una madre que va arreando a sus disgustados hijos, Manfred piensa que las corporaciones de hoy, cada vez más automatizadas, no comprenden la mortalidad. Su inmortalidad es una desventaja a la hora de tratar con los humanos que las sustentan: no acaban de entender uno de los principales factores que motivan a las máquinas de carne de las que se nutren. Bien, tarde o temprano vamos a tener que hacer algo al respecto, se dice a sí mismo.

Aquí los canales de comunicación gratuitos son más densos y mucho más autorreferenciales que nada de lo que haya visto en la Norteamérica del presidente Santorum. Pero el acento es distinto. Luton, el cuarto aeropuerto satélite de Londres, habla con un deje nasal engreído bastante molesto, como un australiano con una ciruela en la boca. «¡Hola, forastero! ¿Tienes un cerebro en el bolsillo o es que te alegras de pensarme? Watford Informatics, lo último en módulos cognitivos y referencias cutres a películas». Dobla una esquina y acaba aplastado contra la pared entre la zona de recogida de equipajes y una jauría de aficionados belgas a los tractores que van borrachos como cubas, mientras el lado izquierdo de sus gafas trata con insistencia de contarle algo sobre la infraestructura ferroviaria de Colombia. Los aficionados llevan la cara pintada de azul y entonan un cántico que suena muy parecido al antiguo grito de guerra británico, «Wemberrrly, Wemberrrly», y van arrastrando el tótem de un tractor virtual gigante por el equivalente en el espacio web a la sala de llegadas. Se decide por la zona de recogida de equipajes.

Al entrar en ella su chaqueta se endurece y sus gafas se atenúan: puede oír las almas en pena de las maletas llamando a gritos a sus dueños. El sobrecogedor concierto de lamentos inculca tal sensación de pérdida que desquicia a sus propios accesorios, y por un instante se asusta tanto que está a punto de desactivar la interfaz talámico-límbica que le permite sentir sus emociones. Ahora mismo no quiere saber nada de emociones, no con los complicados trámites de divorcio y la escabechina que Pam está intentando hacerle; preferiría que el amor y la pérdida y el odio no se hubieran inventado nunca. Pero necesita el máximo de ancho de banda sensorial posible para seguir en contacto con el mundo, así que sus entrañas se revuelven cada vez que su calzado está echándole el ojo a un timo piramidal moldavo. «¡Callaos!», le dice mediante glifos a su revoltoso rebaño de agentes. «¡Me estáis poniendo la cabeza como un bombo!»

—Hola, caballero, que tenga un buen día, ¿en qué puedo ayudarle? —le dice en tono alegre la maleta de plástico amarilla que está en el mostrador. Pero a Manfred no se la pega. Puede ver las estalinistas líneas de control que la encadenan a la siniestra y anónima caja registradora que acecha debajo del escritorio, un agente de la burocracia corporativa de la British Airport Authority. Pero es igual. Aquí sólo tienes que temer por tu libertad si eres una maleta.

—Sólo estaba mirando —dice entre dientes. Y es cierto. Porque debido a una característica del enrutamiento criptográfico, no del todo fortuita e integrada en el servidor de reservas de una línea aérea, su maleta está camino de Mombasa, donde probablemente le sacarán el tuétano y la resucitarán al servicio de algún ciber-Fagin africano. Tampoco es que a Manfred le importe mucho (sólo contiene una mezcla estadísticamente normal de ropa de segunda mano y artículos de higiene personal, y sólo la lleva para convencer a los sistemas expertos en la creación de perfiles de pasajeros de las compañías aéreas de que no es una especie de desviado o terrorista), pero le deja un hueco en su formulario de inmigración que tendrá que llenar antes de dejar la zona de la CE. Tiene que hacerse con una maleta de recambio para poder demostrar al salir de la superpotencia que lleva el mismo equipaje con el que entró. No quiere que le acusen de traficar con mercancías en plena guerra comercial transatlántica entre los proteccionistas del nuevo mundo y los globalistas del viejo. Al menos ésa es su tapadera, y pretende ceñirse a ella.

Delante del mostrador hay una fila de maletas sin reclamar que, al no aparecer sus dueños, se han puesto a la venta. Algunas están muy estropeadas, pero entre ellas hay una de bastante buena calidad con ruedas cargadas por inducción y un profundo sentido de la lealtad: exactamente el mismo modelo que tenía. Le echa un vistazo y puede comprobar que aparte del GPS tiene un sistema de navegación Galileo, un índice geográfico del tamaño de una antigua red de área de almacenamiento y una determinación de acero para seguir a su dueño hasta las mismas puertas del infierno si hace falta. Además del arañazo distintivo en el lateral inferior izquierdo.

—¿Cuánto cuesta ésta? —le pregunta a la maleta amarilla del mostrador.

—Noventa euros —le dice plácidamente.

Manfred suspira.

—Estírate un poco más.

En lo que tardan en ponerse de acuerdo en setenta y cinco, el índice Hang Sen ha caído 14,16 puntos y lo que queda del NASDAQ ha subido otros 2,1.

—Trato hecho.

Manfred suelta la pasta virtual en la jeta de la caja registradora y ésta libera la maleta sin darse cuenta de que Macx ha pagado bastante más que setenta y cinco euros por el privilegio de llevársela. Manfred se agacha y se coloca delante de la cámara del asa.

—Manfred Macx —dice en voz baja—. Sígueme.

Nota cómo el asa se calienta al imprimir su huellas, tanto digitales como fenotípicas. Luego se da la vuelta y sale del mercado de esclavos con su nuevo equipaje rodando tras sus talones.

Después de un corto trayecto en tren, Manfred se registra en un hotel en Milton Keynes. Mira la puesta de sol desde la ventana de su habitación; una oclusión de vacas de hormigón le tapa el horizonte. La habitación es funcional de un modo demasiado naturalista, ratán y parqué de madera de crecimiento forzado y tapetes de cáñamo que ocultan los sistemas auxiliares y las paredes de hormigón. Se sienta en una silla, la ginebra y la tónica a mano, a empaparse de las últimas noticias del mercado y echarle un vistazo en paralelo a sus múltiples canales. Comprueba que hoy su reputación ha subido un dos por ciento sin motivo aparente: eso es raro. Después de algunas indagaciones descubre que la reputación de todo el mundo —entiéndase de todo aquél cuya reputación cotiza en los mercados— ha subido un poquito. Es como si la integridad estuviera atravesando una racha alcista en los servidores de reputación distribuidos por internet. Tal vez se esté formando una burbuja de honradez a escala global.

Manfred frunce el entrecejo y chasquea los dedos. La maleta se le acerca rodando.

—¿A quién perteneces? —le pregunta.

—A Manfred Macx —le responde algo tímida.

—No, antes que a mí.

—No entiendo esa pregunta.

Él suspira.

—Ábrete.

Los cierres emiten un zumbido y se retraen: la parte rígida de la maleta se levanta y él mira dentro para confirmar el contenido.

La maleta está llena de ruido.

Humano, bienvenido a los albores del siglo XXI

Cae la noche en Milton Keynes, amanece en Hong Kong. La ley de Moore sigue su curso inexorable, arrastrando a la humanidad hacia el futuro incierto. Los planetas del sistema solar tienen una masa conjunta de aproximadamente 2 x 1027 kilogramos. En todo el mundo las parturientas producen cuarenta y cinco mil bebés al día, lo que representa 1023 MIPS de capacidad de procesamiento. También en todo el mundo, las líneas de fabricación producen sin inmutarse treinta millones de microprocesadores al día, lo que representa 1023 MIPS. Dentro de diez meses, por vez primera la mayoría de los MIPS que se añadan al sistema solar formarán parte de alguna máquina. Diez años más y la capacidad de procesamiento instalada del sistema solar rozará el límite crítico de 1 MIPS por gramo: un millón de instrucciones por segundo por gramo de materia. Después de eso, la singularidad: un punto de fuga tras el cual extrapolar el progreso se vuelve absurdo. El número de años que faltan para llegar al pico de inteligencia tiene ya un solo dígito…

Aineko se acurruca en la almohada junto a la cabeza de Manfred y ronronea suavemente mientras su amo sueña inquieto. Afuera la noche es oscura: los vehículos circulan en piloto automático con las luces de cruce encendidas para dejar que la Vía Láctea reluzca sobre la ciudad durmiente. Sus silenciosos motores de pila de combustible no perturban el sueño de Manfred. El gato robot se pasa la noche vigilando, alerta por si hubiera intrusos, pero no los hay, aparte de los fantasmas susurrantes del metacórtex de Manfred, que alimentan sus sueños con sus vectores de estado.

El metacórtex —una nube distribuida de agentes de software que le rodea en el entorno red y aprovecha los ciclos de CPU de los procesadores disponibles (como por ejemplo su mascota robot)— es tan parte de Manfred como la sociedad de la mente que ocupa su cráneo; sus pensamientos migran hacia la nube, generando nuevos agentes en busca de nuevas experiencias, y por la noche regresan para descansar y compartir lo aprendido.

Mientras duerme, Manfred sueña con un matrimonio alquímico. Ella le espera en el altar con un vestido negro sin tirantes, los instrumentos quirúrgicos brillan en sus manos enguantadas. «No te va a doler nada», le explica mientras ajusta las correas. «Sólo quiero tu genoma; el fenotipo extendido puede esperar… un poco más». Labios rojo sangre, humedecidos: un beso de acero, luego le enseña la factura de Hacienda.

Este sueño no es nada casual. Al experimentarlo, los microelectrodos de su hipotálamo activan neuronas sensibles. Le invade una sensación de asco y vergüenza al ver el rostro de ella, el reconocimiento de su propia vulnerabilidad. Para hacerle el divorcio más fácil, el metacórtex de Manfred está tratando de descondicionar su extraño amor. Lleva trabajando en él semanas, pero sigue anhelando sus latigazos, la humillación del control de su mujer, la sensación de furia estéril que le provocan sus impuestos impagados, reclamados con intereses.

Aineko le observa desde la almohada sin dejar de ronronear. Con sus uñas retráctiles se prepara la cama, primero una garra, luego la otra. Aineko es un pozo de antigua sabiduría felina que Pamela le instaló cuando el ama y el amo intercambiaban datos y fluidos corporales en vez de documentos legales. Ahora Aineko es más gato que robot, gracias en parte a la afición de ella por la neuroanatomía felina. Aineko sabe que a Manfred le atormentan neurastenias innombrables, pero lo cierto es que le importa una mierda siempre y cuando la fuente de alimentación sea continua y no haya intrusos.

Aineko se hace un ovillo y se duerme junto a Manfred, soñando con ratones guiados por láser.

Manfred se despierta sobresaltado al oír el pitido estridente del teléfono de la habitación.

—¿Hola? —pregunta confundido.

—¿Manfred Macx? —Es una voz humana, bronca, con acento de la costa este.

—¿Sí?

Manfred intenta incorporarse con dificultad. Nota la boca como el interior de una tumba y los ojos se niegan a abrirse.

—Me llamo Alan Glashwiecz, de Smoot, Sedwick y Asociados. ¿Acierto al pensar que es usted el Manfred Macx director de una empresa que se llama, esto… agalmic punto holdings punto root punto uno-ocho-cuatro punto noventa y siete punto A de apto punto B de barrendero punto cinco, sociedad anónima?

—Esto… —Manfred parpadea y se frota los ojos—. Espere un momento. —Cuando los patrones retínales empiezan a apagarse se pone las gafas y las enciende—. Sólo un segundo. —Navegadores y menús rebotan en sus ojos soñolientos—. ¿Puede repetir el nombre de la empresa?

—Por supuesto. —Glashwiecz repite el nombre con paciencia. Suena tan cansado como se siente Manfred.

—Esto… —Manfred lo encuentra flotando en el tercer nivel de una complicada jerarquía de objetos. Parpadea reclamando su atención. Hay una interrupción prioritaria, una nueva demanda que todavía no ha subido por el árbol de herencia. Tantea el objeto con un navegador de propiedades—. Me temo que no soy el director de esa empresa, señor Glashwiecz. Parece que me contrataron como consultor técnico sin cargo ejecutivo que depende del presidente, pero, francamente, es la primera vez que oigo hablar de ella. En cualquier caso, si quiere le puedo decir quiénes son sus gerentes.

—¿Sí?

El abogado suena casi interesado. Manfred ata cabos; el tipo está en Nueva Jersey, donde deben de ser más o menos las tres de la mañana…

La maldad (venganza por haberle despertado) hace que la voz de Manfred suene cortante.

—El presidente de agalmic.holdings.root.184.97.AB5 es agalmic.holdings.root.184.97.201. El secretario es agalmic.holdings.root.184.D5, y el presidente del consejo es agalmic.holdings.root.184.E8.FF. Esas empresas se reparten equitativamente todas las acciones y puedo decirle que sus estatutos están escritos en Python. ¡Qué tenga un buen día!

Le da un manotazo al control del teléfono de la mesilla y se incorpora bostezando, luego pulsa el botón de no molestar antes de que le vuelvan a interrumpir. Después de un rato se levanta y se estira, luego se dirige al cuarto de baño para cepillarse los dientes, peinarse y averiguar dónde se originó la demanda y cómo es posible que un humano haya llegado tan lejos en su red de empresas robot como para importunarle.

Mientras desayuna en el restaurante del hotel, Manfred decide que para variar va a salir de su rutina: va a hacerse rico a sí mismo de forma temporal. Esto supone un cambio porque normalmente el trabajo de Manfred consiste en hacer ricos a los demás. Manfred no cree en la escasez ni en los juegos de suma cero ni en la competítividad; en su mundo todo se mueve tan deprisa y la densidad de información es tan brutal que no hay lugar para juegos jerárquicos de primates. Sin embargo, la presente situación le exige hacer algo radical: algo como hacerse temporalmente multimillonario para poder solventar de un plumazo su acuerdo de divorcio, como un astuto pulpo de la contabilidad que escapase de un depredador desapareciendo en una nube de su propia tinta.

En parte Pam lo persigue por motivos ideológicos —sigue sin renunciar a la idea de que el gobierno es el superorganismo dominante de la época—, pero también porque a su manera un tanto peculiar le quiere, y lo último que cualquier dominatrix que se precie puede tolerar es que su esclavo la rechace. Pam es una postconservadora conversa, alguien que forma parte de la primera generación que creció después de que se acabara el siglo norteamericano. Motivada por la necesidad de arreglar un sistema federal ruinoso antes de que se derrumbe bajo el peso de las facturas de la asistencia sanitaria a la tercera edad, las aventuras en política exterior y una infraestructura en decadencia, está dispuesta a recurrir al autoengaño, las trampas, el mercantilismo mercenario, las artimañas y cualquier otra herramienta que estimule los resultados. No aprueba que Manfred vaya volando gratis por todo el mundo, haciendo rico a cualquiera, que de algún modo pueda permitirse prescindir del dinero en todo momento. Puede ver su cotización en los servidores de reputación, unos treinta puntos por encima de IBM. Todos los índices de integridad, eficacia y prestigio profesional lo colocan incluso por encima de la empresa informática más fundamentalista en cuestiones de código abierto. Y ella sabe que él se muere por su amor duro, que quiere entregarse a ella por completo. Entonces, ¿por qué huye?

El motivo por el que huye es mucho más ordinario. Su hija nonata, congelada en nitrógeno líquido, es una blástula de noventa y seis horas sin implantar. Pam se tragó el meme parásito de los Padres por una Descendencia Tradicional. PDT son unos reaccionarios de la recombinación por línea germinal: se niegan a que sus hijos se sometan a cualquier prueba que pueda revelar errores corregibles. Si hay algo que Manfred no puede aguantar es la idea de que la naturaleza es más sabia, aunque no es eso lo que ella intenta demostrar. Le bastó con una pelea seria para poner pies en polvorosa, de vuelta a su viajar vertiginoso y alocado, a su concebir ideas nuevas como una dinamo memética y vivir de la esplendidez del nuevo paradigma. Solicitud de divorcio por diferencias ideológicas irreconciliables. Se acabó el sexo de cuero y latigazos.

Antes de coger el TGV para Roma, Manfred saca tiempo para ir a una exposición de aeromodelismo. Es un buen sitio para ser captado por un corresponsal de la CIA (le han soplado que habrá alguien) y además en esta década a los hackers les flipa el aeromodelismo. Coge un planeador de madera de balsa y añádele microtecnología, cámaras y redes neurales, y tienes la próxima generación de planeadores militares furtivos. Es una escena muy fértil para buscar gente con talento, como las conferencias de hackers de antaño. Este acontecimiento en concreto se celebra en un supermercado decadente a las afueras de la ciudad que alquila el espacio para eventos de este tipo. Su abandono es un signo de los tiempos, banda ancha por todos lados y gasolina cara. (Por el contrario, en el almacén robotizado que está justo al lado y en el que se preparan paquetes para su entrega a domicilio, la actividad es frenética. Tanto si teletrabajan como si se apiñan en oficinas en el espacio carnal, las personas aún necesitan comer).

Hoy los pasillos de alimentación están llenos de gente. Sin miedo a electrocutarse, inquietantes insectos artificiales zumban amenazadores por los brillantes mostradores de carne vacíos. Grandes monitores desplegados encima de las vitrinas de delicatessen muestran una extraña y espasmódica vista de una pesadilla tridimensional pintada en la gama de colores sintéticos de un radar. El mostrador con productos de higiene femenina se ha apartado para dejar hueco a un tampón gigante envuelto en plástico de cinco metros de largo y sesenta centímetros de diámetro: una lanzadera de microsatélites y expositor de conferencias que los patrocinadores de la expo han plantado ahí en medio en un intento más que obvio por atraer a las jóvenes promesas geek de la ingeniería.

Las gafas de Manfred hacen un zoom y capturan un triplano Fokker particularmente llamativo que va zumbando por entre las cabezas del gentío; luego sube la imagen directamente a una de sus páginas web en tiempo real. El Fokker se eleva con un tirabuzón cerrado y pasa por debajo de los polvorientos tubos neumáticos utilizados para enviar dinero que recorren el techo, para acabar cogiendo la estela de un F-104G. Dos aparatos de la Luftwaffe, uno de la Guerra Fría y otro de la Gran Guerra, surcan el cielo a toda velocidad en una intrincada persecución. Manfred está tan enfrascado siguiendo a los dos cazas que casi tropieza con el enorme tubo blanco de la lanzadera-erector.

—¡Eh, Manfred! ¡Ten más cuidado, s’il te plaît!

Se olvida de los aviones y echa un vistazo a su alrededor.

—¿Te conozco? —pregunta con educación, y al decirlo tiene la sensación de que sí la conoce.

—Ámsterdam, hace tres años —dice la mujer del traje cruzado arqueando una ceja, y el secretario social de Manfred la recuerda por él y se lo susurra al oído.

—¿Annette, de marketing de Arianespace? —Ella asiente y él la observa un rato. Sigue vistiendo con el mismo estilo retro del siglo pasado que le confundió en su primer encuentro, parece un hombre del Servicio Secreto de los tiempos de Kennedy: pelo rapado decolorado, como un erizo albino cabreado, lentillas de color azul claro, corbata negra, solapas estrechas. Sólo el color de su piel denota su ascendencia bereber. Sus pendientes son cámaras que observan de forma constante. Al ver su reacción, la ceja levantada se convierte en una sonrisa torcida—. Me acuerdo. Ese café en Ámsterdam. ¿Qué te trae por aquí?

—¿Qué qué me trae por aquí? —Hace un gesto con la mano abarcando toda la exposición—. Esta feria de talentos, por supuesto. —Se encoge de hombros con elegancia y le señala el tampón que se puede poner en órbita—. Aquí hay gente muy buena. Este año contratamos personal. Sí volvemos al mercado de las lanzaderas, tenemos que contratar sólo a los mejores. Aficionados, no gente acostumbrada a fichar, ingenieros que puedan estar a la altura de lo mejorcito que hay en Singapur.

Manfred se fija por primera vez en el discreto logo corporativo en el flanco del motor principal del cohete.

—¿Habéis externalizado la fabricación de vuestras lanzaderas?

Annette hace una mueca y con forzada naturalidad le da una explicación:

—Los hoteles espaciales eran más rentables esta década pasada. Los peces gordos pasan de los cohetes, ¿no? Son cosas que van deprisa y explotan, según ellos están pasados de moda. Según ellos hay que diversificarse. Hasta que… —Se encoge de hombros muy a la francesa. Manfred asiente; sus pendientes graban todo lo que dice por si las auditorías.

—Me alegra ver que Europa vuelve al negocio de las lanzaderas —le dice muy serio—. Va a ser muy importante cuando empiece de verdad el negocio de la replicación conformacíonal de nanosistemas. Un valor estratégico muy importante para cualquier entidad corporativa del sector, incluso para una cadena hotelera. —«Especialmente ahora que han liquidado la NASA y que la carrera lunar es cosa de China y la India», piensa con cierto fastidio.

La risa de Annette suena como el tañido de unas campanas de cristal.

—¿Y tú, mon cher? ¿Qué te trae a la Confedegasión? Seguro que tienes algún negocio en mente.

—Bueno —ahora le toca a Manfred encogerse de hombros—, esperaba encontrarme con un agente de la CIA, pero parece que hoy no hay ninguno.

—Eso no me sorprende —dice Annette resentida—. La CIA piensa que la industria espacial es muerta. ¡Qué tontos! —Sigue hablando durante un minuto, enumerando los muchos defectos de la Agencia Central de Inteligencia con vehemencia y una acritud claramente parisina—. Desde que cotizan en bolsa son convertidos en algo casi tan malo como AP y Reuters —añade—. ¡Estas agencias de noticias! Y son, ah, tacaños. La CIA no entiende que para que siga habiendo corresponsales independientes las noticias de calidad se tienen que pagar a precio de mercado. Son de risa. Es tan fácil colarles noticias falsas, casi tanto como a la Oficina de Planes Especiales… —Hace un gesto como si tuviera un billete entre los dedos y lo acariciara. Para recalcar el momento, un ornitóptero en miniatura increíblemente maniobrable desciende en picado rozando su cabeza, hace un doble giro hacia atrás y sale disparado hacia el escaparate de los licores.

Una mujer iraní con un minivestido de cuero con la espalda al aire y un pañuelo prácticamente transparente se acerca muy decidida y exige saber cuánto cuesta la microlanzadera. Annette intenta sugerirle que consulte la página web del fabricante, lo que parece no satisfacer a la mujer, y Annette parece genuinamente confusa cuando el novio (un joven y apuesto piloto de las fuerzas aéreas) aparece para llevársela.

—Turistas —masculla, antes de darse cuenta de que Manfred sigue ahí, mirando fijamente al vacío y moviendo los dedos frenéticamente—. ¿Manfred?

—Esto… ¿Qué?

—Llevo aquí metida seis horas y los pies me están matando. —Le coge del brazo izquierdo y con mucha parsimonia se quita los pendientes, apagándolos—. Sí te digo que puedo escribir para la agencia de información de la CIA, ¿me invitarás a cenar en un restaurante y me contarás qué es lo que quieres decirles?

Bienvenido a la segunda década del siglo XXI; la segunda década en la historia de la humanidad en que la inteligencia del entorno ha dado muestras de llegar a alcanzar la demanda humana.

Esta noche las noticias son deprimentes en todo el mundo. En Maine, guerrilleros afiliados a la organización Padres por una Descendencia Tradicional anuncian que han colocado bombas lógicas en los escáneres genéticos de las clínicas prenatales, por lo que darán falsos positivos de forma aleatoria al buscar afecciones hereditarias: hasta el momento el balance es de seis abortos ilegales y catorce demandas.

La Convención Internacional sobre Derechos de Interpretación celebra una tercera ronda de conversaciones sobre la crisis en un intento de aplazar la debacle final del régimen de licencias sobre obras musicales de la OMPI. Por un lado, el sector más duro que representa a la Copyright Control Association of America está presionando para que se apliquen restricciones a la copia de estados emocionales alterados asociados con ciertas actuaciones en los medios. Para demostrar que van en serio cogieron a dos «ingenieros informáticos» de California, les dispararon en las rodillas, los bañaron en alquitrán y los emplumaron y los dieron por muertos dejándolos debajo de unos carteles que los acusaban de manipular las líneas argumentales de las películas empleando avatares de estrellas muertas cuyos derechos de autor ya habían caducado.

En el otro bando, la Asociación de Artistas Libres exige el derecho a tocar música en público sin un contrato discográfico y denuncia que la CCAA no es más que una herramienta de los apparatchiks de la mafia rusa, que se la compraron a la moribunda industria musical en un intento de legitimarse. El director del FBI, Leonid Kuibyshev, responde a estas acusaciones negando que la presencia de la mafia rusa en los Estados Unidos sea importante. Pero la posición de la industria musical no se ve reforzada por el inminente colapso en Norteamérica de la industria legal del entretenimiento, que ha venido acelerándose desde la primera década del siglo.

Un virus de buzón de voz medio inteligente que se hacía pasar por un auditor del IRS ha causado estragos en todo Estados Unidos, apropiándose aproximadamente de ochenta mil millones de dólares en retenciones fiscales con ánimo confiscatorio que ha ingresado en una cuenta numerada de un banco suizo. Otro virus se dedica a meterse en las cuentas bancarias de la gente; manda el diez por ciento del activo de la víctima a la víctima precedente, y luego se envía a todo el que esté en su libreta de direcciones: un timo piramidal autopropulsado en acción. Por raro que parezca, nadie se está quejando mucho. Mientras se arregla el desaguisado, los departamentos de IT de las empresas han paralizado su actividad, negándose a procesar cualquier transacción que no venga en forma de tinta sobre árboles muertos.

Los pronosticadores advierten de un inminente reajuste en el sobrevalorado mercado de las reputaciones, tras revelarse que a algunos gurús de los medios ubicuos se les está dando un bombo que supera los límites de lo creíble. Las consecuencias para el mercado de bonos basura de la integridad son serias.

El consejo de jefes de estado independientes de la CE ha negado que existan planes para darle otra oportunidad al eurofederalismo, por lo menos hasta que no se salga de la crisis económica actual. El mes pasado se resucitaron tres especies extinguidas; por desgracia, las que están en peligro de extinción desaparecen a un ritmo de una al día. Y la Interpol persigue a un grupo militante de opositores a los transgénicos, después de que anunciaran que han encontrado una vía metabólica para introducir glucósidos cianogénicos en las semillas de maíz destinadas a las cosechas de consumo humano. De momento no ha habido muertes, pero está claro que tener que probar los cereales del desayuno para ver si tienen cianuro va a socavar la confianza de los consumidores.

Podría decirse que ahora mismo sólo les va bien a las langostas digitalizadas, y los crustáceos no son humanos ni por asomo.

Manfred y Annette cenan en el piso de arriba del vagón restaurante, charlando mientras el TGV recorre como una bala el túnel bajo el canal de la Mancha. Resulta que Annette ha estado yendo y viniendo a diario desde París, que era en cualquier caso el próximo destino de Manfred. Desde la exposición le envió un mensaje a Aineko para que preparara su equipaje y le esperara en la estación de St. Paneras, en una terminal como el exoesqueleto de una cochinilla de acero gigante. Annette dejó esa noche su lanzadera espacial en el supermercado: un artículo de muestra sin combustible no precisa vigilancia.

El vagón restaurante lo lleva una franquicia de comida rápida nepalesa.

—A veces me gustaría quedarme en el tren —dice Annette mientras espera a que llegue su plato de mismas bhat—. ¡Pasar de largo por París! Piénsalo. Te tumbas en tu litera para despertarte en Moscú y cambiar de tren. Hasta llegar a Vladivostok en dos días.

—Si te dejan cruzar la frontera —dice Manfred entre dientes. Rusia es uno de esos sitios en los que te siguen pidiendo el pasaporte y te preguntan si eres o has sido anticomunista: siguen atrapados en su sangrienta historia. (Rebobina el video hasta los días de la corbata de Stolypin y vuelve a empezar de nuevo). Además, tienen enemigos: oligarcas rusos emigrados, chantajistas metidos en el negocio de la propiedad intelectual. Reliquias psicóticas del experimento de la década pasada con el marxismo-objetivismo—. ¿De verdad eres una corresponsal de la CIA?

Annette sonríe; sus labios son de un rojo desconcertante.

—De vez en cuando les mando algún informe. Nada por lo que me puedan despedir.

Manfred asiente.

—Mi mujer tiene acceso a esos informes antes de que los censuren.

—Tu… —Annette se interrumpe—. ¿Es la mujer a la que conocí en De Wildemann’s? —Ella ve su expresión—. Oh, mi pobre tontito. —Levanta su copa—. ¿No es, fue bien?

Manfred suspira y levanta su copa para brindar con Annette.

—Sabes que tu matrimonio no va bien cuando te comunicas con tu cónyuge mandándole mensajes a través de la CIA y ella se comunica contigo por medio del IRS.

—En sólo cinco años —dice Annette haciendo una mueca—. Me vas a perdonar por decir esto: no parecía tu tipo.

En esa afirmación se oculta una pregunta, y él vuelve a darse cuenta de lo buena que es cargando sus frases de connotaciones.

—No sé muy bien cuál es mi tipo —dice él, siendo medio sincero. No puede librarse de la sensación de que lo que falló entre él y Pamela no fue culpa de ninguno de los dos, de que hubo un tercer elemento, una intromisión sutil que los fue separando subrepticiamente. Tal vez fui yo, piensa. A veces no está seguro de si sigue siendo humano, son demasiados los hilos de su consciencia que parecen vivir fuera de su cabeza, informándole siempre que encuentran algo interesante. A veces se siente como un muñeco y eso le asusta porque es uno de los primeros síntomas de la esquizofrenia. Y sigue siendo demasiado pronto como para que alguien se haya puesto a piratear exocórtex… ¿o no? Ahora mismo los hilos externos de su consciencia le cuentan que les gusta Annette, cuando es ella misma y no una pieza en el mecanismo orgánico de la administración de Arianespace. Pero la parte de él que sigue siendo humana no está segura de hasta qué punto se puede fiar de sí mismo—. Quiero ser yo mismo. ¿Qué quieres ser tú?

Ella se encoge de hombros mientras un camarero le coloca un plato delante.

—Yo sólo soy una, una nena parisina, ¿no? Una ingénue criada en la época de pleno desarrollo de la Confedegasión Eugopeá, las ruinas autodeconstruidas de la dorada Unión Europea.

—Sí, claro. —Delante de Manfred aparece un plato—. Y yo soy el típico hijo de la microexplosión de la natalidad de las afueras de Boston —dice, apartando una esquina de la capa de tortilla que cubre su plato para ver qué hay debajo—. Nacido en el ocaso del siglo norteamericano.

Pincha uno de los trozos de carne no identificables que hay sobre el arroz frito con el tenedor y éste rebota. Lo que sus agentes pueden contarle sobre ella tiene un límite (comparadas con las norteamericanas, las leyes europeas sobre la privacidad son draconianas), pero sabe lo esencial. Progenitores que siguen juntos; el padre es un político de poca monta en el ayuntamiento de algún municipio cerca de Toulouse. Fue a una buena école. Pasó el año de rigor holgazaneando por la Confederación a cuenta del gobierno, aprendiendo cómo vivía otra gente: una nueva manera de construir un imperio, en lugar del servicio militar y el paseo en botas militares del siglo XX. Los agentes no han podido encontrar ningún blog ni ninguna página personal. Entró en Arianespace recién salida de la Polytechnique y desde entonces ha ocupado puestos de gestión: Kourou, Manhattan, París.

—Entiendo que nunca te has casado.

Ella suelta una risita.

—¡El tiempo es demasiado corto! Aún soy joven. —Carga el tenedor de comida y añade en voz baja—: Además, el gobierno insistiría en pagar.

—Ah.

Pensativo, Manfred empieza a comerse su bol. La tasa de natalidad está bajando en toda Europa y la burocracia de la CE se inquieta. Hace una década la antigua UE empezó a dar ayudas por tener hijos, una nueva generación de cuidadores, pero sigue sin atajar el problema. Lo único que ha hecho es alienar a las mujeres más inteligentes en edad fértil. Pronto tendrán que mirar al este para buscar una solución, importar una nueva generación de ciudadanos; a no ser que los prometidos tratamientos para la longevidad resulten viables, o llegue la IA tirada de precio.

—¿Tienes hotel? —Annette pregunta de repente.

—¿En París? —dice Manfred sorprendido—. Todavía no.

—Entonces tienes que venirte a casa conmigo. —Ella lo mira burlonamente.

—No sé, yo… —Se fija en su expresión—. ¿Qué pasa?

—Oh, nada. Mi amigo Henrí dice que acojo a cualquiera que ande por ahí perdido con demasiada facilidad. Pero tú no eres cualquiera. Creo que puedes cuidarte solo. Además, hoy es el viernes. Ven conmigo y yo enviaré la nota de prensa para la Compañía. Dime, ¿te gusta bailar? ¡Tu cara me dice que necesitas acabar la semana haciendo alguna locura, para ayudarte a olvidar los problemas!

La arrolladora capacidad de seducción de Annette echa por tierra los planes de Manfred para el fin de semana. Pretendía buscar un hotel, enviar una nota de prensa y dedicarle un rato a investigar la estructura de financiación empresarial de los Padres por una Descendencia Tradicional y la dimensionalidad de la variación de la confianza en los mercados de reputación, y luego tirar para Roma. En vez de eso, Annette lo arrastra a su apartamento, un amplio estudio escondido detrás de una callejuela en el Marais. Lo deja sentado en la barra de la cocina mientras ella le guarda el equipaje, luego le pide que cierre los ojos y le hace tragarse dos cápsulas que saben raro. A continuación sirve un par de copas largas de aquavit helado que sabe exactamente igual que el pan de centeno polaco. Cuando se las terminan, ella prácticamente le arranca la ropa. Manfred se sorprende al descubrir que tiene una erección de caballo; desde la última tórrida refriega con Pamela tenía medio asumido que ya no le interesaba el sexo. En cambio, acaban desnudos en el sofá, rodeados de ropa tirada… Annette es muy conservadora, prefiere el polvo en pelotas con penetración del siglo pasado a los fetiches más sofisticados del presente.

Después se sorprende todavía más al comprobar que sigue tumefacto.

—¿Las cápsulas? —pregunta.

Ella se repantinga poniéndole encima una delgada pero bien musculada pierna y alarga la mano para agarrarle el pene. Lo aprieta.

—Sí —admite—. Creo que necesitas mucha ayuda especial para relajarte. —Lo aprieta otra vez—. Cristales de meta y el tradicional inhibidor de la fosfodiesterasa. —Él le coge uno de sus pequeños pechos, sintiéndose muy burro y primitivo. Están desnudos. No sabe muy bien si Pamela le dejó verla completamente desnuda alguna vez. Ella pensaba que la piel era más sexy cuando estaba tapada. Annette le vuelve a apretar y se empalma—. ¡Más!

Para cuando terminan él está dolorido y ella le explica cómo usar el bidé. Todo es increíblemente nítido y su manera de tocarle es electrizante. Mientras ella se ducha él se sienta en la tapa del váter y se pone a hablar sin parar sobre la completitud de Turing como un atributo del derecho de sociedades, sobre autómatas celulares y la búsqueda a ciegas en el problema de la mochila, sobre su trabajo para solucionar el problema de la planificación central comunista usando una red de empresas automáticas interconectadas. Sobre el inminente reajuste del mercado de la integridad, la siniestra resurrección de la industria discográfica y la todavía acuciante necesidad de desmantelar Marte.

Cuando ella sale de la ducha él le dice que la quiere. Ella lo besa y con suavidad le quita las gafas y los cascos para que esté realmente desnudo, se sienta en su regazo y se lo vuelve a follar como a un perro, y le susurra al oído que lo quiere y que le gustaría ser su mánager. Luego lo conduce al dormitorio y le dice exactamente qué quiere que se ponga, y ella se viste y le ofrece un espejo con polvo blanco para que esnife. Cuando lo tiene bien emperifollado, salen a darlo todo a algún club. Annette lleva puesto un esmoquin y Manfred una peluca rubia, un vestido de seda rojo con escote barco y unos zapatos de tacón. Ya de madrugada, agotado y con la cabeza apoyada en el hombro de ella durante el último tango en un club de BDSM de la Rué Ste-Anne, se da cuenta de que es posible desear carnalmente a alguien que no sea Pamela.

Aineko despierta a Manfred dándole topetazos en la ceja izquierda. Él gruñe y mientras trata de abrir los ojos nota que la boca le sabe a pescado podrido, que tiene la piel grasienta de maquillaje y que la cabeza le duele horrores. En alguna parte alguien está haciendo ruido. Aineko maúlla con impaciencia. Él se incorpora, nota el insólito roce de la ropa interior de seda contra la piel increíblemente dolorida; está completamente vestido, tirado en el sofá. Del dormitorio llegan ronquidos, los golpes vienen de la puerta principal. Alguien quiere entrar. «Mierda». Se masajea la cabeza, se levanta y está a punto de caerse de bruces: ni siquiera se ha quitado los ridículos zapatos de tacón. «¿Cuánto bebí anoche?», se pregunta. Las gafas están en la barra de la cocina: se las pone y le sobreviene un aluvión de ideas que reclaman su atención. Se coloca la peluca, se recoge la falda y se dirige hacia la puerta con la sensación de que algo malo va a pasar. Afortunadamente la cotización de su reputación es estrictamente técnica.

Abre la puerta y pregunta en inglés:

—¿Quién es?

Como respuesta alguien le mete un buen empujón a la puerta. Manfred se cae de espaldas contra la pared, sin aliento. Las gafas dejan de funcionar y las pantallas laterales se llenan de estática multicolor.

Dos hombres irrumpen en el apartamento, vestidos exactamente igual, con vaqueros y chaquetas de cuero. Llevan guantes y máscaras de gel de polímero, y uno de ellos amenaza a Manfred señalándole con una tarjetita identificativa. Un arma autopropulsada flota en el umbral de la puerta observándolo todo.

—¿Dónde está?

—¿Quién? —dice Manfred con voz entrecortada, jadeante y muerto de miedo.

—Macx.

El otro intruso entra precipitadamente en el salón, echa un vistazo y desaparece por la puerta del cuarto de baño. Aineko se baja del sofá dejándose caer como un trapo. El intruso mira en el dormitorio: se oye un gritito que se corta en seco.

—No sé… ¿Quién? —El miedo hace que Manfred se atragante.

El otro intruso sale pitando del dormitorio, y hace un gesto displicente con la mano.

—Sentimos haberles molestado —dice mecánicamente el hombre de la tarjeta, volviendo a metérsela en el bolsillo de su chaqueta—. Si ven a Manfred Macx, díganle que la Copyright Control Association of America le recomienda que cese en sus intentos de prestar ayuda a los ladrones de música y demás chuchos parásitos enemigos del objetivismo. La reputación sólo es patrimonio de los vivos. Adiós.

Los dos gánsteres del copyright desaparecen por la puerta y Manfred se queda sacudiendo la cabeza, mareado mientras se le reinician las gafas. Tarda un momento en darse cuenta de que alguien está gritando en el dormitorio.

—¡Coño! ¡Annette!

Ella aparece en la puerta sujetando una sábana que lleva enrollada a la cintura; parece enfadada y confusa.

—¡Annette! —grita él. Ella mira a su alrededor, lo ve, y se pone a temblar de la risa—. ¡Annette! —dice avanzando hacia ella—. Estás bien. Estás bien.

—Tú también. —Ella lo abraza, temblando. Entonces lo aparta un poco—. ¡Menudas pintas!

—Me estaban buscando —dice, y le castañetean los dientes—. ¿Por qué?

Ella lo mira muy seria.

—Tienes que bañarte. Luego te tomas un café. No estamos en casa, ¿oui?

—Ah, oui. —Baja la mirada. Aineko se está incorporando, parece aturdido—. Una ducha. Luego ese informe para las noticias de la CIA.

—¿El informe? —dice ella perpleja—. Lo mandé anoche. Mientras me duchaba. El micrófono, él es sumergible.

Para cuando aparecen los contratistas de seguridad de Arianespace, Manfred se ha quitado el vestido de noche de Annette y se ha pegado una ducha; está sentado en el salón, lleva puesto un albornoz, bebe un espresso en una taza de medio litro y maldice entre dientes.

Mientras él se pasaba toda la noche bailando en los brazos de Annette, el mercado mundial de la reputación se ha vuelto no lineal: la gente está depositando su confianza en la Coalición Cristiana y en la Alianza Euro-comunista (lo que suele ser señal de que corren malos tiempos), mientras que empresas con cotizaciones perfectamente fiables están cayendo en picado, como si se acabara de destapar un caso de corrupción descomunal.

Manfred vende ideas a cambio de prestigio a través de la Fundación por el Libre Intelecto, el hijo bastardo de George Soros y Richard Stallman. Su reputación se consolida mediante donaciones al bien público que demuestren ser fiables. Por lo que le molesta y le sorprende encontrarse con que ha perdido veinte puntos en las dos últimas horas, y le asusta ver que no es nada raro. Esperaba que se produjera una caída de diez puntos por el pago de una prima de opciones por haber hecho uso del mezclador de equipajes anónimo que había mandado su vieja maleta a Mombasa y a cambio le había mandado la nueva a través de la consigna de Luton, pero esto es más serio. El mercado de la reputación al completo parece haber entrado en una crisis de confianza.

Annette va de un lado para otro enérgicamente, ofreciendo enfoques y tiempos al equipo de investigación enviado por la oficina central en respuesta a su llamada pidiendo refuerzos. No parece preocupada por la irrupción, lo que está es enfadada y ofuscada. Tal vez sólo sean gajes del oficio para cualquier ejecutivo ambicioso en la vieja y codiciosa red de avaricia que el futuro agálmico de Manfred pretende reemplazar. El tipo y la tipa del equipo de investigación, un par de jovencitos libaneses bronceados y muy monos, dirigen hacia los rincones la punta amarilla de su espectrómetro de masas y concluyen que en el aire hay algo muy parecido al lubricante anal. Pero, cuánto lo sienten, los intrusos llevaban máscaras para no dejar escapar partículas de piel y dejaron tras de sí una nube de polvo aspirado del asiento de un autobús urbano, así que es imposible encontrar sus genotipos. De momento deciden archivarlo como un presunto allanamiento corporativo (origen: sin clasificar; gravedad: preocupante) y aumentar el nivel de conexión de la telemetría de la cocina. Y por favor, no olvide llevar los pendientes en todo momento. Se marchan, Annette cierra la puerta con llave, se apoya en ella y maldice durante un minuto entero.

—Me dieron un mensaje de parte de la agencia de control de derechos de autor —dice Manfred con voz entrecortada cuando ella se ha relajado un poco—. Los gánsteres rusos de Nueva York compraron los cárteles discográficos hace unos años, ¿sabes? Después de que fallaran los parches que le pusieron al viejo sistema de protección de la propiedad intelectual y de que todos los artistas se pasaran a la red mientras ellos se emperraban en desarrollar técnicas que evitaran la copia ilegal, sólo alguien como la mafia rusa compraría el viejo modelo de negocio. Estos tíos le dan un nuevo sentido al término antipiratería: para ellos esto era sólo una forma educada de hacerme llegar, a su manera, una notificación de cese y desestimiento de mis actividades. Llevan las tiendas de discos y tratan de bloquear cualquier canal de distribución de música que no sea suyo. Aunque no lo están consiguiendo: la mayoría de los gánsteres viven en el pasado, son más conservadores de lo que cualquier empresario normal se puede permitir. ¿Qué pusiste en el mensaje?

Annette cierra los ojos.

—No me acuerdo. No. —Levanta una mano—. Micrófono abierto. Grabé directamente lo que decías y corté, edité las partes que hablaban de mí. —Abre los ojos y sacude la cabeza—. ¿Qué había tomado?

—¿Tú tampoco lo sabes?

Él se levanta y ella se le acerca y lo rodea con los brazos.

—Tú fuiste mi droga —murmura ella.

—Menuda gilipollez —dice él separándose, y puede ver que esto no le gusta. En las gafas algo parpadea reclamando su atención; ha estado desconectado casi seis horas seguidas y le entra pánico sólo de pensar que no ha estado en contacto con todo lo que ha pasado en los últimos veinte kilosegundos—. Tengo que saber más. Algo en ese informe molestó a quien no debía. O alguien ha denunciado el cambiazo de las maletas. ¡Mi plan era que el informe fuera un cebo para alguien que necesite un sistema de planificación estatal que funcione, no una invitación para que me peguen un tiro!

—Vale —dice ella dejándole ir—. Ponte a trabajar. —Con poco entusiasmo añade—: Estaré por aquí.

Se da cuenta de que la ha molestado, pero no ve cómo explicarle que no era su intención, al menos no sin acabar estropeándolo todavía más. Se termina el croissant y se sumerge en uno de sus inevitables arrebatos de interacción profunda, los dedos tecleando furiosamente en el aire y los globos oculares moviéndose frenéticamente mientras las gafas canalizan el contenido de los medios directamente a su cráneo a través del canal de ancho de banda más alto disponible.

Una de sus cuentas de correo está hasta arriba de mensajes automáticos, compañías con nombres como agalmic.holdings.root.8E.F0 pidiendo a gritos que su director transitivo les haga caso. Cada una de estas compañías (en este momento hay más de dieciséis mil, aunque el número crece a diario) tiene tres directores y es el director de otras tres compañías. Todas ellas ejecutan un script en un lenguaje funcional inventado por Manfred: los directores le dicen a la compañía lo que tiene que hacer, y las instrucciones incluyen órdenes para que pasen instrucciones a sus filiales. De hecho, son una multitud de autómatas celulares, como las células del juego de la vida de Conway, sólo que más complejas y poderosas.

Las compañías de Manfred forman una rejilla programable. Algunas disponen de capital en forma de patentes que Manfred ha solicitado y luego ha delegado (en lugar de cedido) a alguna de las Fundaciones Libres. En la práctica algunas de ellas no tienen ánimo de lucro, pero desempeñan funciones directivas. La gestión de todas las funciones corporativas (como la presentación de cuentas y la elección de nuevos consejeros) se centraliza a través de su marco operativo, y sus operaciones están en manos de algunos de los proveedores de servicios b2b más conocidos. Internamente, las sociedades realizan otro tipo de cálculos, más intrincados, para cuadrar los gastos de inversión en sus balances, procesando problemas de asignación de recursos como cualquier sistema clásico de planificación central estatal. Pero nada de esto explica por qué en las últimas veintidós horas la mitad de ellas ha sido objeto de alguna demanda.

Las demandas son… aleatorias. Ése es el único rasgo común que Manfred puede detectar. En algunas de ellas se alegan infracciones de los derechos de patente; éstas se las podría tomar en serio si no fuera porque la tercera parte de ellas van dirigidas contra sociedades administradoras que en realidad no hacen nada de cara al público. En otras se alega mala gestión, pero luego hay un montón de estupideces sin pies ni cabeza: demandas por despido improcedente o por discriminación por edad (contra empresas que no tienen empleados), reclamaciones por negligencia en la gestión mercantil e incluso en una de ellas se alega que el demandado (en connivencia con el primer ministro de Japón, el gobierno de Canadá y el emir de Kuwait) está usando láseres orbitales de control mental para hacer que el chihuahua del demandante ladre a todas horas día y noche.

Manfred gruñe y hace un cálculo rápido. Al ritmo actual su rejilla corporativa recibe una demanda cada dieciséis segundos; en los seis meses anteriores no recibió ninguna. Un día más y esto acabará saturándole. Si sigue a este ritmo durante otra semana, va a colapsar todos los tribunales de los Estados Unidos. Alguien ha dado con la manera de aplicar a las demandas lo mismo que él está haciendo con las compañías, y le han elegido como blanco.

Decir que a Manfred no le hace ninguna gracia es decir una obviedad. Si no fuera porque ya está preocupado por el estado anímico de Annette y tenso por la irrupción, se pondría furioso, pero sigue siendo lo bastante humano como para responder primero al estímulo humano. Así que decide hacer algo al respecto, pero le siguen viniendo a la mente imágenes del arma flotante y de una increíble Annette travestida.

Sexo, transgresión y redes es lo que tiene en la cabeza cuando Glashwiecz vuelve a llamar.

—¿Hola? —Manfred contesta distraído; está ocupado pensando en el bot demandante que está atacando sus sistemas.

—¡Macx! ¡El esquivo señor Macx! —Glashwiecz parece más que contento de haber localizado a su objetivo.

Manfred hace una mueca.

—¿Quién es? —pregunta.

—Le llamé ayer —dice el abogado—. Debería haberme escuchado. —Suelta una espantosa risa de satisfacción—. ¡Ahora le tengo bien pillado!

Manfred se aleja el teléfono de la cara, como si fuera venenoso.

—Lo estoy grabando —le avisa—. ¿Quién demonios es usted y qué quiere?

—Su mujer ha contratado los servicios de mi sociedad para defender sus derechos en su caso de divorcio. Cuando le llamé ayer sólo quería comunicarle que, sin prejuicio de sus derechos, se está quedando sin opciones. Tengo una orden judicial, dictada hace tres días, para congelar todos sus activos. A pesar de sus ridículas sociedades fantasma, ella le va a sacar exactamente lo que le debe. Después de impuestos, por supuesto. Me insistió mucho sobre este punto.

Manfred mira a su alrededor y deja el teléfono en espera un momento.

—¿Dónde está mi maleta? —le pregunta a Aineko. El gato se hace el loco y se aleja sigilosamente—. Mierda. —No ve el nuevo equipaje por ninguna parte. Lo más probable es que esté de camino a Marruecos, junto con su inapreciable carga de ruido de alta densidad. Vuelve a prestarle atención al teléfono. Glashwiecz está diciendo no sé qué sobre el derecho de retención de bienes del cónyuge demandante, reclamaciones de impuestos del IRS acumuladas (que parecen haber salido de una fantasía con la impronta de Pam) y la necesidad de confesarlo todo en los tribunales y admitir sus pecados—. ¿Dónde está la maleta de los cojones? —Vuelve a activar el teléfono—. Cierre la puta boca, por favor, estoy intentando pensar.

—¡No voy a cerrar la boca! Ya está en los archivos del juzgado, Macx. No puede eludir sus responsabilidades eternamente. Tiene a su cargo una mujer y una hija desamparada…

—¿Una hija? —Eso corta de raíz la preocupación de Manfred por la maleta.

—¿No lo sabía? —Glashwiecz suena gratamente sorprendido—. Fue decantada el jueves pasado. Totalmente sana, por lo que me dicen. Pensé que lo sabía; tiene derecho a verla por la webcam de la clínica. En cualquier caso, píense en lo que le voy a decir: cuanto antes llegue a un acuerdo, antes podré descongelar sus compañías. Adiós.

La maleta aparece asomándose tímidamente desde detrás del tocador de Annette. Manfred suspira aliviado y le hace señas. Ahora mismo le resulta más fácil pasar al plan B que ocuparse de gánsteres objetivistas que aparecen de la nada, el mal humor de Annette, el incesante correo basura legal de su mujer y la noticia de que es padre en contra de su voluntad.

—Ven aquí, maleta descarriada. Veamos qué tengo para mis derivados de reputación…

Anticlímax.

El comunicado de Annette es anodino; una confesión entre risitas fuera de cámara (con el agua salpicando en la cortina de la ducha de fondo) de que el famoso Manfred Macx va a pasar un fin de semana en París de fiesta, drogándose y básicamente montando la de Dios. Oh, y ha prometido inventar tres nuevos cambios de paradigma todas las mañanas antes de desayunar, empezando por la manera de hacer posible la creación de un Comunismo que Exista de Verdad construyendo un aparato de planificación central estatal que se conecte perfectamente con los sistemas de mercado externos y consiga de algún modo superar algorítmicamente a las economías de libre mercado tipo Montecarlo, resolviendo el problema del cálculo económico. Sencillamente porque puede, porque poner la economía patas arriba es divertido y quiere oír los gritos de la Escuela de Chicago.

Por mucho que lo intenta, Manfred no puede ver nada fuera de lo normal en la nota de prensa. Es lo que él suele hacer, y colgarla en internet era precisamente la razón por la que estaba buscando un corresponsal de la CIA.

Intenta explicárselo a ella en el baño mientras le enjabona la espalda.

—No entiendo a qué viene tanto alboroto —se queja—. No dice nada revelador, sólo que estaba en París, y la noticia la enviaste tú. No hiciste nada malo.

—Mais, oui. —Se gira, escurridiza como una anguila, y se mete en el agua deslizándose hacia atrás—. Intento decírtelo, pero no me escuchas.

—Ahora te estoy escuchando. —Tiene las gafas llenas de gotitas de agua que cubren su vista de la habitación de reflejos de motas láser—. Lo siento, Annette, este lío no tiene nada que ver contigo. Tienes que quedarte al margen.

—¡No! —Se levanta y se inclina hacia delante con la cara muy seria—. Lo dije ayer. Quiero ser tú mánager. Contrátame.

—No necesito un mánager, ¡mi rollo se basa en la rapidez y el descontrol!

—Tú crees que no necesitas un mánager, pero tus compañías si lo necesitan —observa ella—. ¿Cuántas demandas tienes? No puedes el tiempo para estar pendiente de ellas sacar. Los soviéticos, proscriben a los capitalistas, pero hasta ellos necesitan mánagers. ¡Por favor, déjame que me encargue!

Annette lo dice con tanta vehemencia que se pone visiblemente cachonda. Él se inclina hacia ella, y le coloca una mano alrededor de un pezón erecto.

—La matriz de empresas todavía no está vendida —admite.

—¿No lo está? —Ella parece encantada—. ¡Genial! ¿A quién se la podemos vender? ¿A Moscú? ¿Al SLORC? ¿A…?

—Estaba pensando en el Partido Comunista Italiano —dice él—. Es un proyecto piloto. Estaba intentando venderlo (necesito el dinero para mi divorcio y para cerrar el trato del equipaje), pero no es tan sencillo. Alguien tiene que ocuparse de ello; alguien que sepa perfectamente cómo adaptar un sistema de planificación central a una economía capitalista. Un administrador de sistemas con experiencia en una multinacional sería perfecto, y lo ideal sería que tuviera interés en encontrar nuevas formas y métodos de conectar la empresa centralmente planificada con el mundo exterior. —Él la mira y de repente lo ve claro—. Esto… ¿Te interesa?

En Roma hace más calor que en el centro de Columbia, Carolina del Sur, en el fin de semana de Acción de Gracias. Apesta a Skodas de combustión de metano con un ligero matiz a mierda de perro cocida. Los coches son misiles subcompactos de colores chillones que entran y salen de las callejuelas como avispas furiosas: hacerle el puente a sus componentes electrónicos parece ser el deporte nacional; claro que la gente de sistemas integrados de Fiat es conocida por desarrollar software inestable.

Cuando Manfred sale de la estación Termini un sol neblinoso le hace parpadear como una lechuza. Las gafas le van soltando un monólogo sobre quién vivió dónde en la época de la República tardía. Se han quedado pilladas en un canal turístico y les va a costar trabajo despegarse de tanta historia. En este momento a Manfred no le apetece hacer nada que cueste trabajo. Se siente como si le hubieran dejado seco durante el fin de semana: una cáscara vacía y ligera que saldría volando en un vendaval. No se le ha ocurrido nada patentable en todo el día. No son las mejores condiciones para una mañana de lunes en la que tiene que reunirse con el ex ministro de Economía y Hacienda para entregarle un regalo que bien podría colocarlo como candidato a la presidencia y que a Manfred podría suponerle librarse del abogado de Pam. Pero por alguna razón es incapaz de no estar relajado: Annette le ha hecho mucho bien.

En persona el ex ministro no es lo que Manfred esperaba. Hasta ahora Manfred sólo conocía a un elegante avatar público vestido con traje de corte clásico dirigiéndose a la Cámara de los Diputados en el ciberespacio; así que cuando llama al timbre colocado en el marco blanco de la puerta de la casa de Gianni, lo último que espera es que le abra un macizorro sacado de un catálogo de Tom of Finland, taparrabos y gorra de cuero con visera incluidos.

—Hola, he venido a ver al ministro —dice Manfred con cautela. Aineko, que cuelga de su hombro izquierdo, intenta traducir: gorjea algo que suena apremiante en extremo. En italiano todo suena apremiante.

—Está bien, soy de Iowa —dice el tipo de la puerta. Coloca un pulgar debajo de uno de sus tirantes de cuero y se adivina su sonrisa tras el bigote—. ¿Con qué propósito? —Por encima del hombro—: ¡Gianni! ¡Visita!

—Para hablar de la economía —dice Manfred cauteloso—. He venido a dejarla obsoleta.

El macizo se aparta de la puerta con cautela y el ministro aparece a su espalda.

—¡Ah, signore Macx! Está bien, Johnny, lo estaba esperando. —Gianni le da una rápida bienvenida; parece un gnomo hiperactivo sepultado en un albornoz—. ¡Por favor, adelante, amigo mío! Seguro que está cansado del viaje. Ofrécele algo a nuestro invitado, por favor, Johnny. ¿Le apetece café o prefiere algo más fuerte?

Cinco minutos después Manfred está hundido hasta las orejas en un sofá forrado de cuero blanco con un espresso más que fuerte apoyado precariamente en la rodilla, mientras Gianni Vittoria no para de hablar sobre los problemas de implementar un ecosistema postindustrial encima de un sistema burocrático que hunde sus raíces en la década de 1920, una era obstinadamente modernista. Gianni es un visionario de izquierdas, un atractor extraño en el caótico espacio de fases de la política italiana. Antiguo profesor de economía marxista, sus ideas se caracterizan por un humanismo extremadamente honesto, y todo el mundo (hasta sus enemigos) está de acuerdo en que es uno de los mayores teóricos de la era post-UE. Pero su integridad intelectual le impide llegar a lo más alto y sus compañeros de viaje son bastante más duros con él que sus enemigos ideológicos, acusándole del crimen político definitivo: poner la verdad por encima del poder.

Manfred conoció a Gianni hace un par de años en un chat sobre política; a principios de la semana pasada le mandó un artículo explicando detalladamente su economía planificada integrable y una propuesta para usarla como catalizador de la sempiterna tentativa italiana de reinventar sus sistemas de gobierno. Esto es sólo la punta del iceberg: si Manfred tiene razón, podría desencadenar una nueva oleada de expansión comunista impulsada por unos ideales humanitarios y unos resultados manifiestamente superiores, en vez de por ideologías y fantasías.

—Me temo que es imposible. Esto es Italia, amigo mío. Todo el mundo tiene que opinar. No todo el mundo llega a entender de qué estamos hablando, pero eso no va a impedirles hablar de ello. Desde 1945, nuestro gobierno tiene que ser consensuado; una reacción a lo que ocurrió en el pasado. ¿Sabe que podemos sacar adelante una nueva ley de cinco maneras distintas, dos de ellas añadidas como medidas de emergencia para salir del atolladero? Y ninguna de ellas funciona por sí misma si no consigues poner de acuerdo a todo el mundo. Su plan es atrevido y radical, pero para que funcione tenemos que entender por qué funcionamos nosotros, y eso supone profundizar directamente en la raíz de lo que es ser humano, y no todo el mundo estará de acuerdo.

Llegados a este punto Manfred se da cuenta de que se ha perdido.

—No lo entiendo —dice realmente perplejo—. ¿Qué tiene que ver la condición humana con la economía?

El ministro suspira abruptamente.

—Es usted muy atípico. No tiene ingresos, ¿verdad? Pero es rico, porque hay gente agradecida que se ha beneficiado de su trabajo y le da todo lo que necesita. Es usted como un trovador medieval que complace a la aristocracia. Su trabajo no es alienante: ofrece sus servicios libremente y sus medios de producción siempre van con usted, dentro de su cabeza.

Manfred parpadea; la jerga le suena extrañamente técnica pero completamente ajena a su experiencia, y le permite vislumbrar el inquietante mundo de los abrumados por el futuro en fase terminal. Le sorprende descubrir que no comprender algo es un fastidio.

Gianni se da golpecitos en una sien parcialmente calva con un nudillo que parece una nuez.

—La mayoría de la gente pasa poco tiempo dentro de su propia cabeza. No entienden el modo en que usted vive. Son como campesinos medievales que miran perplejos al trovador. Este sistema que ha inventado para poner en marcha una economía planificada es increíble y elegante: los herederos de Lenin se habrían quedado pasmados. Pero no es un sistema para el nuevo siglo. No es humano.

Manfred se rasca la cabeza.

—A mí me parece que la economía de la escasez no tiene nada de humano —dice—. De todas formas, en un par de décadas los humanos se habrán quedado obsoletos como unidades económicas. Mi único objetivo es hacer que todo el mundo sea insultantemente rico antes de que eso ocurra. —Se interrumpe para darle un sorbo al café y para pensar: «Una afirmación sincera siempre ha de ir acompañada»—. Eso y saldar un acuerdo de divorcio.

—¿Sí? Bueno, déjeme que le enseñe mi biblioteca, amigo mío —le dice levantándose—. Por aquí.

Gianni sale con mucha parsimonia del salón blanco con los sofás de cuero carnívoros y sube por una escalera de caracol de hierro forjado que enlaza una especie de nivel superior a la superficie inferior del techo.

—Los seres humanos no son racionales —le dice por encima del hombro—. Ése fue el gran error de los economistas de la Escuela de Chicago, todos ellos neoliberales, y también el de mis predecesores. Si el comportamiento humano fuera lógico no existiría el juego, ¿no? Al final siempre gana la banca.

La escalera desemboca en otra habitación espaciosa y blanqueada, en una de cuyas paredes hay un banco de madera sobre el que descansan unos cuantos servidores de los antiguos con montones de cables y un flamante renderizador de sólidos que cuesta un riñón. Enfrente del banco hay una pared con estanterías desde el suelo hasta el techo: Manfred se queda mirando el antiguo medio de baja densidad y estornuda, por un momento divertido al ver la densidad de información medida en kilogramos por megabyte y no al revés.

—¿Qué está fabricando? —pregunta Manfred señalando el renderizador, que está haciendo ruiditos y lentamente va aglomerando algo que parece un disco duro mecánico sacado de la fantasía calenturienta de un relojero.

—Oh, uno de los juguetes de Johnny, un fonógrafo digital micromecánico —dice Gianni quitándole importancia—. Solía diseñar motores Babbage para el Pentágono, ordenadores furtivos (sin radiación de Van Eck, sabes). Mira. —De la obsoleta pared de datos saca con cuidado un documento encuadernado en tela y le enseña el lomo a Manfred—: Sobre la teoría de juegos, de John von Neumann. Primera edición firmada por el autor.

Aineko emite un sonido exclamativo y vuelca un montón de autómatas finitos de color púrpura en el ojo izquierdo de Manfred, desconcertándolo. Mientras se acuerda de que tiene que pasar las páginas despacio, con las yemas de los dedos nota que el libro de tapa dura está amarillento y apergaminado.

—Este ejemplar perteneció a la biblioteca personal de Oleg Kordiovsky. Un hombre afortunado este Oleg: lo compró en 1952, en un viaje a Nueva York, y el MVD dejó que se lo quedara.

—Debe de ser… —Manfred se interrumpe mientras le llegan más datos, líneas temporales históricas—. ¿Parte del Gosplán?

—Correcto —dice Gianni esbozando una leve sonrisa—. Dos años antes de que el comité central declarara los ordenadores como pseudociencia desviacionista burguesa pensada para deshumanizar al proletario. Ya entonces se dieron cuenta del poder de los robots. Una pena que no anticiparan el compilador o la red.

—No entiendo qué importancia tiene. En aquel entonces nadie podía esperar que el principal obstáculo para librarse del capitalismo de mercado se superaría medio siglo más tarde, ¿verdad?

—Lo cierto es que no. Pero es verdad: desde la década de 1980 ha sido posible, en principio, resolver los problemas de asignación de recursos de forma algorítmica, por ordenador, en lugar de depender de un mercado. Los mercados son despilfarradores. Permiten la competitividad, y la mayoría de los competidores acaban en la basura. ¿Por qué siguen existiendo entonces?

Manfred se encoge de hombros.

—Dígamelo usted. ¿Conservadurismo?

Gianni cierra el libro y lo vuelve a colocar en la estantería.

—Amigo mío, los mercados permiten que sus participantes se aferren a la ilusión de que tienen libre albedrío. Encontrará que a los seres humanos no les gusta que les obliguen a hacer nada, aunque sea en su propio beneficio. Por necesidad, una economía dirigida tiene que ser coercitiva; al fin y al cabo, tiene que dirigir.

—¡Pero mi sistema es diferente! Dice dónde tienen que ir los suministros, no quién tiene que producir qué…

Gianni está negando con la cabeza.

—Tanto da que sea regresivo como que sea progresivo, sigue siendo un sistema experto, amigo mío. Sus compañías no necesitan seres humanos, y eso es bueno, pero tampoco deben dirigir las actividades de seres humanos. Si lo hacen, habrá conseguido esclavizar a la gente a una máquina abstracta, igual que los dictadores lo han venido haciendo a lo largo de la historia.

Manfred pasea la mirada por las estanterías.

—¡Pero el propio mercado es una máquina abstracta! Y además es malísima. A mí personalmente casi no me afecta; pero ¿cuánto tiempo va a seguir oprimiendo a la gente?

—Tal vez no tanto como usted se teme. —Gianni se sienta junto al renderizador, que en este momento está extrudiendo el cilindro inferencial del motor analítico—. El valor marginal del dinero decrece, después de todo: cuanto más tienes, menos te importa. Estamos en el límite de un periodo de crecimiento económico prolongado, con medias anuales que superan el veinte por ciento, si le hacemos caso a los índices de predicción del Consejo de Europa. Lo que quedaba de la flácida economía industrial se ha marchitado y el motor del crecimiento económico de esta época, lo que solía ser el sector de las altas tecnologías, ahora lo es todo. Podemos permitirnos despilfarrar un poco, amigo mío, si ése es el precio que hay que pagar para que la gente siga contenta hasta que el valor marginal del dinero se desvanezca del todo.

Por fin Manfred cae en la cuenta.

—¡Usted quiere abolir la escasez, no sólo el dinero!

—Ciertamente —dice Gianni con una sonrisa—. No sólo depende del mero rendimiento económico, hay que tener en cuenta la abundancia como un factor. No planificar la economía, sino quitarle cosas. ¿Paga usted por el aire que respira? ¿Deberían las consciencias digitalizadas (que pronto serán la columna vertebral de nuestra economía) tener que pagar por sus ciclos de instrucciones? No y no. Ahora, ¿quiere saber cómo puede pagar su acuerdo de divorcio? ¿Y podría despertar su interés y el de esa nueva mánager suya, la del currículum interesante, por un proyectito que me traigo entre manos?

Los postigos y las ventanas están abiertos y las cortinas recogidas, lo que permite que la brisa matutina penetre en el enorme salón de Annette.

Manfred está sentado en un taburete de piano de cuero con la maleta abierta a sus píes. Está ejecutando un enlace desde la maleta al estéreo de Annette, una antigua unidad autónoma con conexión a internet por satélite. Alguien le ha instalado un chip que revoca toscamente su algoritmo antipiratería: por detrás de la carcasa tiene las marcas del soldador. Annette está hecha un ovillo en el enorme sofá, envuelta en un caftán y con unas gafas de ancho de banda alto, tratando de resolver un problema de planificación interna de Arianespace con algunos colegas de Irán y Guyana.

La maleta de Manfred está llena de ruido, pero lo que sale del estéreo es ragtime. Quítale la entropía a un flujo de datos —descomprimiéndolo fortuitamente— y lo que te queda es información. Con una capacidad de alrededor de un billón de terabytes, el depósito de almacenamiento holográfico de la maleta tiene espacio suficiente para guardar todas las producciones musicales, cinematográficas y videográficas del siglo XX, y todavía le sobra espacio. Todo este material fue creado por encargo para empresas que han sido declaradas en quiebra, está libre de derechos y se publicó antes de que la CCAA tomara medidas drásticas respecto a los medios. Manfred está haciendo pasar el flujo de música por el estéreo de Annette, pero manteniendo el ruido con el que estaba embrollada. Un alto grado de entropía también es valioso…

En este preciso instante Manfred suspira y se coloca las gafas en la frente, apagando las pantallas. Le ha estado dando vueltas a todas las permutaciones de lo que está pasando y parece que Gianni tenía razón: sólo queda esperar a que aparezca todo el mundo.

Por un momento se siente viejo y afligido, tan lento como una mente humana sin ayudas externas. Desde que volvió de Roma las agencias no han parado de entrar y salir de su cabeza en todo el día. Ha desarrollado la capacidad de concentración de una mariposa, irritable e incapaz de concentrarse en nada en tanto que los flujos de información luchan por el control de su córtex, discutiendo sobre cuál es la mejor solución a su difícil situación. Sorprendentemente, Annette se está tomando con calma sus cambios de humor. No sabe por qué, pero la mira con cariño. Ella esconde sus obsesiones muy adentro y es más que obvio que lo está utilizando para sus propios fines. Entonces, ¿por qué se siente más a gusto a su lado de lo que estaba con Pam?

Ella se estira y se sube las gafas.

—¿Oui?

—Estaba pensando —dice sonriendo—. Tres días y todavía no me has dicho lo que debería hacer con mí vida.

Ella hace una mueca.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Oh, por nada. Todavía no he… —dice inquieto, encogiéndose de hombros. Ahí lo tiene, un inexplicable vacío en su vida, pero no uno que sienta una necesidad urgente de llenar. ¿Esto es lo que se siente en una relación entre iguales? No está seguro. Empezando por la crisálida oclusiva de su educación y pasando por todas sus relaciones adultas, en la práctica siempre ha estado, voluntariamente, dominado por sus parejas. Tal vez el condicionamiento antisumisión esté funcionando, después de todo. Pero si es así, ¿por qué la sequía creativa? ¿Por qué esta semana no se le están ocurriendo ideas originales y novedosas? ¿Podría ser que este tipo concreto de creatividad sea una vía de escape, de manera que necesita la presión de estar dulcemente esclavizado para transformarse en un rutilante manantial de ideas brillantes? ¿O podría ser que en realidad echa de menos a Pam?

Annette se levanta y se le acerca despacio. Él la mira y siente deseo y afecto, y no está seguro de si esto es o no es amor.

—¿Cuándo se supone que llegan? —pregunta ella inclinándose sobre él.

—En cual… —Suena el timbre.

—Ah. Voy yo. —Se dirige con paso firme hasta la puerta y la abre.

—¡Tú!

La cabeza de Manfred se gira de golpe como si le tiraran con una correa. La correa de ella: pero no esperaba que viniera en persona.

—Sí, yo —dice Annette tranquilamente—. Pasa. Eres bienvenida.

Pam entra en el salón del apartamento con ojos relucientes, acompañada de su insulso abogado.

—Bueno, mira lo que ha traído el gatito robot —dice arrastrando las palabras, dedicándole a Manfred una expresión que está más cerca del enfado que del humor. Esta hostilidad tan poco elegante no es propia de ella y él se pregunta de dónde habrá salido.

Manfred se levanta. Por un momento se queda paralizado al ver juntas a su mujer dominatrix y a su… ¿ama?, ¿conspiradora?, ¿amante? El contraste es considerable: la expresión de regocijo irónico de Annette contrasta con la furibunda sinceridad de Pamela. Por algún lado detrás de ellas hay un hombre de mediana edad medio calvo que viste de traje y lleva una cartera en la mano: justo el tipo de siervo diligente en el que Pamela podría haberlo convertido con el tiempo. Manfred consigue esbozar una sonrisa.

—¿Os apetece un café? —les pregunta—. Parece que la tercera parte se retrasa.

—Un café estaría muy bien, el mío solo, sin azúcar —suelta el abogado. Deja el portafolios en una mesita y se pone a toquetear su ponible hasta que una luz se pone a parpadear en la montura de sus gafas—. Lo estoy grabando; estoy seguro de que lo entiendes.

Annette se sorbe la nariz y se va a la cocina, que es manual y muy mona pero no muy práctica. Pam hace como si no existiera.

—Bueno, bueno, bueno —dice negando con la cabeza—. Esperaba algo más de ti que una pelandusca gabacha, Manny. Y con la tinta del divorcio todavía fresca. En estos tiempos que corren eso te va a costar caro, ¿no lo pensaste?

—Me sorprende que no estés en el hospital —dice él, cambiando de tema—. ¿O es que ahora externalizan la recuperación postparto?

—Los empleadores. —Deja que el abrigo se deslice por sus hombros y lo cuelga detrás de la ancha puerta de madera—. Cuando llegas a mi categoría te lo subvencionan todo. —Pamela lleva puesto un vestido muy corto y muy caro, el tipo de arma en la guerra de los sexos que debería venir con un certificado de usuario final. Pero para su sorpresa no le hace ningún efecto. Se da cuenta de que es completamente incapaz de evaluar su género, casi como sí ella hubiera pasado a formar parte de otra especie—. Y lo sabrías si hubieses estado pendiente.

—Siempre estoy pendiente, Pam. Es el único patrimonio que tengo.

—Muy gracioso, ja-ja —le interrumpe Glashwiecz—. ¿Se da cuenta de que me está pagando por estar aquí escuchando esta fascinante escenita?

Manfred lo mira fijamente.

—Usted sabe que no tengo dinero.

—Ah —Glashwiecz sonríe—, pero usted debe de estar equivocado. Estoy seguro de que el juez estará de acuerdo conmigo en que usted se equivoca; la falta de documentación escrita sólo significa que usted se ha cubierto las espaldas. Pero está el asuntillo de las miles de empresas que le pertenecen de forma indirecta. En el fondo de ese montón tiene que haber algo, ¿verdad?

De la cocina llega un ruido siseante y borboteante, como un saco lleno de lagartijas ahogándose en el barro, lo que sugiere que la cafetera de Annette está casi lista. La mano izquierda de Manfred se mueve frenéticamente, tocando acordes en un teclado de aire. Sin que lo parezca, está publicando un boletín sobre lo que está haciendo en estos momentos que pronto debería tener repercusiones en el mercado de reputaciones.

—Su ataque fue bastante elegante —comenta sentándose en el sofá mientras Pam desaparece en la cocina.

Glashwiecz asiente.

—Fue idea de una de mis becarias —dice—. Yo no entiendo de ataques distribuidos de negación de servicio, pero Lisa ha crecido con eso. Se supone que desde el punto de vista legal es una tomadura de pelo, pero se puede hacer de todos modos.

—Ajá.

La opinión de Manfred sobre el abogado baja algunos enteros. Ve que Pam vuelve de la cocina con una expresión glacial. Un momento después Annette aparece con una jarra y unas tazas, sonriendo inocentemente. Algo pasa, pero justo en ese momento uno de sus agentes le reclama insistentemente por el oído izquierdo, la maleta se lamenta tristemente transmitiéndole una sensación de máxima desesperación y el timbre vuelve a sonar.

—Entonces, ¿cuál es el chanchullo? —Glashwiecz se sienta incómodo cerca de Manfred y musita—: ¿Dónde está el dinero?

Manfred lo mira azorado.

—No hay ningún dinero —dice—. La idea consiste en hacer que el dinero sea algo obsoleto. ¿No se lo ha explicado ella? —Su mirada se extravía y repara en el reloj Patek Philippe del abogado, en su sello con Java.

—Venga. No me venga con ésas. Mire, por mi parte, el asunto quedaría zanjado con un par de millones. Sólo estoy aquí para asegurarme de que su mujer y su hija no se quedan sin un céntimo y muriéndose de hambre. Usted sabe tan bien como yo que tiene dinero a espuertas en alguna parte, ¡no hay más que ver su reputación! Seguro que no la ha conseguido pidiendo limosna en una cuneta, ¿a que no?

—Estamos hablando de una de las mejores auditoras del IRS —dice Manfred resoplando—. No es pobre; se lleva una comisión por cada desgraciado que despluma, y al nacer ya tenía un fondo fiduciario. Yo…

El estéreo hace bip. Manfred se pone las gafas. Los sibilantes fantasmas de artistas muertos tararean en los lóbulos de sus orejas, exigiendo su libertad con insistencia. Alguien vuelve a llamar a la puerta y él se gira para ver cómo Annette se dirige hacia ella.

—Se está complicando las cosas usted solito —le advierte Glashwiecz.

—¿Esperas a alguien? —pregunta Pam, levantando una delicada ceja hacia Manfred.

—No exactamente.

Annette abre la puerta y entran un par de guardias equipados con toda la parafernalia SWAT. Empuñan unos chismes que parecen una mezcla de máquina de coser digital y lanzagranadas, y sus cascos tienen tantos sensores que parecen sondas espaciales de la década de 1950.

—Son ellos —dice Annette claramente.

—Mais oui.

La puerta se cierra sola y los guardias se colocan a ambos lados. Annette se dirige decidida hacia Pam.

—¿Crees que puedes entrar aquí, en mi pied-á-terre, y robarle a Manfred? —le suelta con desprecio.

—Comete un grave error, señora —dice Pam, su voz tan firme y tan fría que podría licuar helio.

Uno de los soldados emite una descarga de estática.

—No —dice Annette distante—. No hay ningún error. —Señala a Glashwiecz y añade—: ¿Está al corriente de la adquisición?

—¿Adquisición?

La presencia de los guardias deja perplejo al abogado, pero no parece alarmado.

—Hace tres horas —dice Manfred tranquilamente—, le vendí una participación mayoritaria en agalmic.holdings.root.1.1.1 a Athene Accelerants BV, un grupo de capital riesgo de Maastricht. Uno punto uno punto uno es el nodo raíz del árbol de planificación central. Athene no es la típica entidad de capital riesgo, son acelerantes: toman planes de negocio explosivos y los hacen detonar. —Glashwiecz se ha quedado pálido; no se puede afirmar si por la rabia o por el temor de haber perdido una comisión—. En realidad, Athene Accelerants es propiedad de una empresa fantasma que pertenece al fondo de pensiones del Partido Comunista Italiano. A lo que voy es que tiene usted delante al director general de operaciones de uno punto uno punto uno.

Pam parece molesta.

—Intentos pueriles por eludir la responsabilidad…

Annette carraspea.

—¿A quién cree que está intentando demandar exactamente? —le pregunta amablemente a Glashwiecz—. Aquí tenemos leyes sobre limitaciones a la libre competencia. También sobre la injerencia política extranjera, más concretamente en los asuntos financieros de un partido italiano en el gobierno.

—No habrá…

—Sí habré. —Manfred se pasa las manos por las rodillas y se levanta—. ¿Has terminado ya? —le pregunta a la maleta.

Se oyen unos bips apagados, luego habla una voz áspera y sintetizada.

—Descargas completadas.

—Ah, bien —dice sonriéndole a Annette—. ¿Pasamos a nuestros siguientes invitados?

Justo en ese momento vuelve a sonar el timbre. Los guardias se colocan a ambos lados de la puerta. Annette chasquea los dedos y la puerta se abre para dar paso a un par de matones elegantemente vestidos. El salón empieza a estar abarrotado.

—¿Quién de ustedes es Macx? —suelta el más viejo de los dos matones, mirando a Glashwiecz sin motivo aparente. Levanta una maleta de aluminio—. Tengo que notificarle una resolución.

—¿Es usted de la CCAA? —pregunta Manfred.

—Ya lo creo. Si es usted Macx, tengo una orden de alejamiento…

Manfred levanta una mano.

—No es a mí a quién quiere —dice—. Es a esta señora. —Señala a Pam, quien abre la boca en silenciosa protesta—. Mire, la propiedad intelectual que persigue quiere ser libre. Es tan libre que ahora la administra un conjunto complejo de instrumentos corporativos con sede en los Países Bajos, y el principal accionista desde hace aproximadamente cuatro minutos es mi futura ex esposa Pamela, aquí presente. —Le guiña un ojo a Glashwiecz—. Sólo que ella no controla absolutamente nada.

—¿A qué te crees que juegas, Manfred? —dice Pamela gruñendo, incapaz de contenerse por más tiempo. Los guardias se mueven. El matón de la CCAA más joven y corpulento le tira nervioso de la chaqueta a su jefe.

—Bien. —Manfred coge su café y le da un sorbo. Hace una mueca—. Pam quería un acuerdo de divorcio, ¿no? Mis activos más valiosos son los derechos de un montón de obras reclasificadas creadas por encargo que se le escaparon a la CCAA hace unos años. Parte del legado cultural del siglo XX que la industria discográfica guardó bajo llave en la última década: Janis Joplin, los Doors, en ese plan. Artistas que ya no andaban por aquí para defenderse. Cuando los cárteles de la música quebraron, los derechos se fueron al garete. Al principio me hice con ellos con la idea de liberar la música. Devolverla al dominio público, por así decirlo.

Annette hace un gesto con la cabeza a los guardias, uno de ellos se lo devuelve y se pone a murmurar y a emitir zumbidos por un laringófono. Manfred continúa.

—Intentaba resolver la paradoja de la planificación central: cómo conectar un enclave centralmente planificado a una economía de mercado. Mi buen amigo Gianni Vittoria me sugirió que un juego de triles como ése podría tener otras aplicaciones. Así que he decidido no liberar la música. En su lugar he transferido los derechos a varios actores e hilos que se están ejecutando en la red de agalmic.holdings, que en este momento comprende un millón cuarenta y ocho mil quinientas setenta y cinco compañías. Se van pasando los derechos de una a otra rápidamente: los derechos de cualquier canción permanecen en una misma compañía durante, vaya, sus buenos cincuenta milisegundos. Lo que tienes que entender es que yo no soy el propietario de estas compañías. Ya ni siquiera tengo un interés financiero en ellas. Le he transferido mi parte de los beneficios a Pam, aquí presente. Dejo el negocio; Gianni me ha sugerido una ocupación bastante más estimulante.

Le pega otro trago al café. El gorila de la mafia rusa discográfica le fulmina con la mirada. Pam echa fuego por los ojos. Annette está apoyada en la pared, y parece que se está divirtiendo.

—¿Tal vez queráis arreglarlo entre vosotros? —pregunta Manfred. Y dirigiéndose a Glashwiecz añade—: ¿Confío en que abortarás el ataque de negación de servicio antes de que te eche encima al parlamento italiano? Por cierto, podrás comprobar que el valor de los activos de propiedad intelectual que le he transferido a Pamela (de acuerdo con el valor que estos señores les otorgan) asciende a algo más de mil millones de dólares. Como eso asciende a bastante más del noventa y nueve coma nueve por ciento de mis activos, puede que te interese buscar sus honorarios en otra parte.

Glashwiecz se levanta con cautela. El gorila jefe mira fijamente a Pamela.

—¿Es verdad eso? —pregunta—. ¿Este farsante de medio pelo dar los activos de PI de Sony Bertelsmann Microsoft Music? ¡Son nuestros! O nos das la distribución a nosotros o tienes problema serio.

—¡Recuerda, esos MP3s, malos para tu salud! —dice con voz cavernosa el segundo gorila, corroborando las palabras de su compañero.

Annette aplaude.

—Le agradecería que saliera de mi apartamento. —La puerta, atenta como de costumbre, se abre—: ¡Aquí ya no pinta nada!

—Se refiere a ti —Manfred le comunica amablemente a Pam.

—Hijo de perra —le espeta ella.

Manfred fuerza una sonrisa, disfrutando del hecho de que es incapaz de responder como ella quiere. Hay algo entre ellos que no funciona, falta algo.

—Pensaba que querías mis activos. ¿Demasiadas cargas para ti tal vez?

—¡Sabes a qué me refiero! ¡Tú y esa eurofurcia de tres al cuarto! ¡Te voy a meter un puro por abandono de menores!

A él se le hiela la sonrisa.

—Inténtalo y te demandaré por violación de derechos de patente. Mi genoma, tú ya me entiendes.

Pam se queda perpleja.

—¿Has patentado tu propio genoma? ¿Qué pasó con el nuevo comunista feliz que compartía la información libremente?

—Pasó el divorcio —dice Manfred borrando la sonrisa de su cara—. Y pasó el Partido Comunista Italiano.

Ella da media vuelta y sale con viento fresco del apartamento acompañada por su insulso abogado, que va refunfuñando sobre demandas colectivas e infracciones de la Ley de Derechos de Autor del Milenio Digital. El insulso gorila del abogado de la CCAA trata de agarrar a Glashwiecz por el hombro y los guardias se ponen en marcha, sacando precipitadamente a toda la troupe al descansillo de la escalera. La puerta se cierra de un portazo, dejando fuera un caos de inminentes demandas recurrentes. Manfred resuella aliviado.

Annette se le acerca y le apoya la barbilla en la cabeza.

—¿Crees que funcionará? —le pregunta.

—Bueno, si intentan distribuir por algún canal que no esté controlado por la mafia rusa, la CCAA freirá a demandas a la red de compañías. Pam se queda con los derechos de toda la música, su acuerdo, pero no podrá vender sin pasar por la mafia. Y yo le dejo las cosas bien claras a ese picapleitos: si intenta habérselas conmigo tendrá que estar políticamente blindado. Hmm. Quizá debería ir pensando en no volver a los Estados Unidos hasta que no pase la singularidad.

—Beneficios —dice Annette con un suspiro—; me cuesta entender esa faceta tuya. O esa obsesión apocalíptica con la singularidad.

—¿Recuerdas el viejo aforismo: si quieres algo, déjalo libre? He liberado la música.

—¡Pero no la has liberado! Le has transferido los derechos a…

—¿Qué te crees que he estado haciendo estas últimas horas? Primero he subido todo el material a varios sistemas públicos de archivos distribuidos criptográficamente anonimizados, así que habrá piratería a lo bestia. Y todas las compañías robot están configuradas para conceder automáticamente todas las solicitudes de uso de derechos de autor que reciban, sin tener que pagar cánones, hasta que los matones descubran cómo hackearlas. Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es la abundancia. La mafia rusa no puede evitar que se distribuya. Pam es muy libre de sacar tajada si sabe cómo hacerlo; pero apuesto a que no sabe. Sigue creyendo en la economía clásica, la asignación de recursos en condiciones de escasez. La información no funciona así. Lo importante es que la gente podrá escuchar la música: en vez de transformar la red en un sistema de planificación central soviético, la he convertido en un cortafuegos para proteger la propiedad intelectual liberada.

—Oh, Manfred, el idealista empedernido —le dice acariciándole el hombro—. ¿Para qué?

—No es sólo la música. Cuando consigamos desarrollar una IA funcional o digitalizar la consciencia, vamos a necesitar una manera de defenderlas de las amenazas legales. Eso es lo que me hizo ver Gianni…

Él sigue explicándole cómo está allanando el camino para la explosión transhumanista que llegará a principios de la próxima década, y ella lo coge en brazos, lo lleva hasta el dormitorio y lo somete a una serie de impúdicos actos de efusiva intimidad. Pero está bien. En esta década sigue siendo humano.

«Esto también dejará de existir», piensa el grueso de su metacórtex. Y se adentra en la red para pensar en cosas profundas, dejando que su cuerpo físico experimente los viejos placeres de la carne licenciosa.