Manfred está de nuevo en marcha, haciendo rico al primero que pilla.
Es un caluroso martes de verano y está en la plaza enfrente de la estación central con los globos oculares que no pierden detalle: la luz del sol se refleja en el canal, los escúteres y los ciclistas kamikaze pasan zumbando y los turistas parlotean por todos lados. La plaza huele a humedad, a basura, a metal caliente y a los gases pedorreros de los tubos de escape de los convertidores catalíticos fríos; las campanillas de los tranvías suenan de fondo y bandadas de pájaros surcan el cielo. Levanta la vista y captura una paloma, recorta la instantánea y la despacha a su blog para demostrar que ha llegado. Se percata de que el ancho de banda es bueno, y no sólo eso, todo a su alrededor lo es. Ámsterdam ya le hace sentirse querido, aunque acaba de apearse del tren procedente de Schiphol: se ha contagiado del optimismo dinámico de otra franja horaria, de otra ciudad. Si la sensación persiste, alguien va a acabar forrándose de verdad.
Se pregunta quién será.
Manfred está sentado en un taburete en la terraza de la cervecería Brouwerij’t IJ, mirando pasar los autobuses articulados y bebiendo un tercio de gueuze amarga que le hace fruncir los labios. Sus canales farfullan sin parar en una esquina de su pantalla frontal, lanzándole ráfagas de información comprimida en forma de notas de prensa filtradas. Compiten por su atención, enzarzadas en una ondulante y brusca refriega que se superpone al paisaje. Una pareja de punkis (quizá de aquí, aunque lo más seguro es que sean vagabundos llegados a Ámsterdam atraídos por el campo magnético de tolerancia que los holandeses emiten como un pulsar por toda Europa) se ríe y parlotea en una esquina junto a un par de ciclomotores destartalados. Una barca de turistas remolonea en el canal; las velas de las aspas del imponente molino de viento proyectan sombras azuladas y alargadas en la calle. El molino es una máquina para levantar agua, convirtiendo la fuerza del viento en tierra firme: transforma la energía en espacio, al estilo del siglo XVI. Manfred está esperando una invitación para una fiesta en la que va a conocer a un hombre con quien puede hablar sobre la transformación de energía en espacio, al estilo del siglo XXI, y olvidarse de sus problemas personales.
Está pasando de las ventanas de chat, disfrutando de ese momento en que el ancho de banda flaquea y priman las sensaciones, con su cerveza y las palomas, cuando una mujer se le acerca y pronuncia su nombre:
—¿Manfred Macx?
Él levanta la vista. La mensajera es una Ciclista Efectiva, toda músculos ágiles curtidos por el aire, embutidos en un canto a la tecnología de polímeros: licra azul eléctrico y carbonato amarillo avispa ligeramente moteado de LEDs antichoque y airbags compactos. Le ofrece una caja. Él se queda quieto un momento, sorprendido por lo mucho que se parece a Pam, su ex novia.
—Soy Macx —dice pasando el dorso de su muñeca izquierda por el lector de código de barras de la mensajera—. ¿Quién lo envía?
—FedEx. —La voz no es la de Pam. Le deja la caja en el regazo, y enseguida franquea la tapia, se monta en la bicicleta con el teléfono sonando y desaparece en una nube de señales de espectro disperso.
Manfred coge la caja y le da la vuelta: es un teléfono de supermercado desechable, pagado en metálico; barato, imposible de rastrear y eficaz. Puede hacer incluso llamadas internacionales, lo que lo convierte en la herramienta preferida por espías y estafadores en todo el mundo.
La caja suena. Medio molesto, Manfred arranca la tapa y saca el teléfono.
—¿Sí? ¿Quién es?
La voz al otro lado de la línea tiene un fuerte acento ruso, casi una parodia en esta época de servicios de traducción en línea tirados de precio.
—Manfred, Encantado de conocer. Gustaría personalizar interfaz, hacer amigo, ¿no? Mucho ofrecer.
—¿Quién es? —repite Manfred desconfiado.
—Ser organización antes conocida como KGB punto RU.
—Creo que tu traductor no funciona. —Se acerca el teléfono a la oreja con cuidado, como si estuviera hecho de aerogel vaporoso, tan tenue como la cordura del ser al otro lado de la línea.
—Niet… no, siento. Disculpas nosotros no usar software traducción comercial. Intérpretes ideológicamente sospechosos, mayoría tener semiótica capitalista y APIs pago uso. Tener implementar inglés mejor, ¿sí?
Manfred apura su cerveza, la deja en la mesa, se levanta y echa a andar por la calle principal con el teléfono pegado a la oreja. Enrolla su micro de garganta en la carcasa de plástico negro barato, conecta la entrada a un proceso de escucha simple.
—¿Me estás diciendo que aprendiste el idioma por ti mismo sólo para poder hablar conmigo?
—Da, fue fácil: generar red neuronal de mil millones nodos y descargar Teletubbies y Barrio Sésamo a máxima velocidad. Perdón disculpa capas entropía de mala gramática: temo huellas digitales esteganográficamente ocultas en mis-nuestros tutoriales.
Manfred se para a media zancada, evita por los pelos ser arrollado por un tipo que avanza en patines en línea guiado por GPS. Esto se está poniendo tan raro que hasta se ha activado su rarímetro, y eso no se consigue fácilmente. La vida de Manfred se vive en el filo de la extravagancia, quince minutos por delante del futuro de cualquiera, y lo normal es que tenga un control absoluto; pero en momentos como éste siente un escalofrío de pánico, una sensación como de que acaba de pasársele la salida que conduce a la realidad.
—Esto… Creo que eso no lo he entendido. Vamos a ver, ¿me estás diciendo que eres una especie de IA que trabaja para KGB punto RU, y que te preocupa que la semiótica de tu traductor te pueda meter en un juicio por violación de derechos de autor?
—Acuerdos virales de licencia de usuario final martirizado mucho. Deseo no tengo experimentar con compañías fantasma controladas por infoterroristas chechenos. Tú eres humano, no tienes preocupar compañía cereales embargue tu intestino delgado porque digerir comida sin licencia con él, ¿verdad? Manfred, tienes que ayudarme-nos. Me gustaría desertar.
Manfred se para en seco en medio de la calle.
—Mira, tío, no soy el agente libre que buscas. No trabajo para el gobierno. Me dedico exclusivamente al sector privado. —Un astuto anuncio se le cuela por el proxy comebasura y la ventana de navegación (que se ha puesto a parpadear) se llena por momentos de resplandeciente kitsch de los cincuenta hasta que un fagoproceso acaba con él y genera un nuevo filtro. Manfred se apoya en la fachada de una tienda y se masajea la frente mientras admira una vitrina de llamadores de metal antiguos—. ¿Has probado con el Departamento de Estado?
—¿Por qué molestar? Departamento Estado enemigo de Novi-RSS. Departamento Estado es no ayuda nosotros.
Esto ya roza el ridículo. Manfred nunca se ha aclarado con la vieja-nueva, nueva-vieja metapolítica europea: ya tiene bastante con los dolores de cabeza que le da tener que escaquearse de la ruinosa burocracia de su vieja-vieja herencia americana.
—Bueno, si no les hubierais dado tanto por saco a principios de la década de 2010… —Manfred da golpecitos en el suelo con su tacón izquierdo mientras busca la forma de zafarse de esta conversación. Una cámara le observa desde lo alto de una farola; saluda con la mano preguntándose en vano si será la KGB o la policía de tráfico. Está esperando instrucciones para encontrar la fiesta, que deberían llegar en la próxima media hora, y este bot Eliza reciclado de la guerra fría le está cortando el rollo—. Mira, no trato con la gente del gobierno. Odio el complejo industrial-militar. Odio la política tradicional. Son todos unos caníbales de suma cero. —Se le ocurre una idea—. Si lo que quieres es sobrevivir, podrías enviar tu vector de estado a una de las redes p2p, así nadie te podrá borrar…
—¡Niet! —La inteligencia artificial suena todo lo alarmada que puede sonar por un enlace de voz sobre IP—. ¡No soy código abierto! ¡No querer perder autonomía!
—Entonces puede que no tengamos nada de que hablar. —Manfred le da al botón de colgar y arroja el teléfono móvil a un canal. El móvil impacta con el agua y se oye el ruido de las células de litio al deflagrarse—. Putos perdedores, despojos de la guerra fría —se lamenta sin aliento, bastante cabreado, en parte consigo mismo por perder la compostura y en parte con la entidad acosadora que se ocultaba al otro lado de la llamada anónima—. Putos espías capitalistas.
Rusia lleva ya casi una década en el puño de los burócratas, su breve flirteo con el anarco-capitalismo fue sustituido por el dirigismo brezhnevita y el puritanismo putinesco, y no es raro que el muro se esté desmoronando, pero parece que no han aprendido nada de los males que aquejan en este momento a los Estados Unidos. Los neocomunistas siguen pensando en términos de dólares y paranoia. Manfred está tan enfadado que quiere hacer rico a alguien, sólo para burlarse del supuesto desertor: «¡Ves! ¡Se prospera dando! ¡Espabila! ¡Sólo sobreviven los generosos!». Pero la KGB no entenderá el mensaje. No es la primera vez que trata con una antigua IA débil comunista, con una mente educada en la dialéctica marxista y la economía de la Escuela de Viena. Están tan hipnotizadas por la victoria a corto plazo del capitalismo global que son incapaces de surcar el nuevo paradigma y ver más allá.
Manfred camina con las manos en los bolsillos, dándole vueltas al tema. Se pregunta qué es lo próximo que va a patentar.
Manfred tiene una suite en el Hotel Jan Luyken pagada por un grupo multinacional de protección al consumidor y un bono transporte ilimitado pagado por un grupo de sambapunk escocés, todo a cambio de servicios prestados. Tiene los derechos de viaje de un empleado con seis líneas de bandera distintas, pese a que nunca ha trabajado en ninguna compañía aérea. Su chaqueta safari lleva cosidos sesenta y cuatro clústeres compactos de supercomputación, cuatro por bolsillo, cortesía de un instituto invisible que quiere llegar a ser el próximo Media Lab. Su ropa no inteligente se la hace a medida un sastre electrónico de Filipinas a quien no ha visto en la vida. Los bufetes gestionan sus solicitudes de patente desinteresadamente, y madre mía, a Manfred le conceden patentes por un tubo; aunque siempre cede los derechos a la Fundación por el Libre Intelecto, a modo de contribuciones a su proyecto de infraestructura libre de obligaciones.
En los círculos geek de la propiedad intelectual Manfred es una leyenda; es el tipo que patentó la práctica empresarial que consiste en llevarse un negocio electrónico a algún sitio que tenga un régimen de la propiedad intelectual relajado para ahorrarse los gastos de licencia. Es el tío que patentó el uso de algoritmos genéticos para patentar todas las permutaciones posibles a partir de una descripción inicial de un dominio de problemas: no sólo una mejor ratonera, sino el conjunto de todas las mejores ratoneras posibles. Aproximadamente un tercio de sus invenciones son legales, otro tercio son ilegales, y el resto son legales pero dejarán de serlo en cuanto el legislatosaurus despierte, se huela la tostada y se deje llevar por el pánico. Hay abogados de patentes en Reno que juran que Manfred Macx es un pseudónimo, el alias de internet de un grupo anónimo de hackers chiflados armados con el Algoritmo Genético Que Se Tragó Calcuta: una especie de Serdar Argic de la propiedad intelectual, o quizá otro borg matemático tipo Bourbaki. Hay abogados en San Diego y Redmond que juran que Macx es un saboteador económico empeñado en derribar los cimientos del capitalismo, y hay comunistas en Praga que creen que es el hijo bastardo de Bill Gates por vía papal.
Manfred está en la cima de su profesión, que básicamente consiste en que se le ocurran ideas descabelladas pero factibles y en regalárselas a gente que hará fortuna con ellas. Lo hace sin cobrar, gratis. A cambio es virtualmente inmune a la tiranía del dinero; al fin y al cabo el dinero es un síntoma de pobreza, y Manfred nunca tiene que pagar por nada.
No obstante, hay algunos inconvenientes. Ser un corredor de memes pronoiario supone estar expuesto de forma constante al shock del futuro: Manfred tiene que asimilar más de un megabyte de texto y varios gigas de contenido audiovisual al día sólo para no perder comba. El IRS (la Hacienda estadounidense) le investiga continuamente porque no se cree que su estilo de vida pueda existir sin formar parte del crimen organizado. Y luego están los artículos que no se pueden comprar con dinero: como el respeto de sus padres. No ha hablado con ellos en tres años, su padre piensa que es un hippy gorrón, y su madre todavía no le ha perdonado que dejara un curso barato de Harvard emulado. (Siguen anclados en el anodino y burgués paradigma del siglo XX: universidad-carrera-niños). Pamela, su novia y antigua dominatrix, lo dejó hace más de seis meses por motivos que nunca le han quedado del todo claros. (Irónicamente, ella es una cazarrecompensas del IRS que se recorre el planeta de vuelo en vuelo con dinero público, e intenta persuadir a empresarios que han decidido pasar de las fronteras para que paguen impuestos por el bien del Departamento del Tesoro). Y para colmo, las Convenciones Baptistas del Sur le acusan en todas sus páginas web de ser un esbirro de Satán. Lo que sería gracioso, teniendo en cuenta que Manfred es un ateo converso y no cree en Satán, si no fuera por los gatitos muertos que alguien le sigue mandando por correo postal.
Manfred llega a su suite, saca su Aineko, pone a cargar un paquete de pilas nuevas y guarda la mayor parte de sus fichas personales en la caja fuerte. Luego va directamente a la fiesta, que tiene lugar en este preciso momento en De Wildermann’s; es un paseo de veinte minutos, y el único peligro real es evitar que le atropelle uno de los tranvías que se le acercan sigilosos del otro lado de la pantalla con el mapa en movimiento.
Por el camino sus gafas le ponen al corriente de las últimas noticias. Europa ha logrado una unión política pacífica por primera vez: están usando esta situación inaudita para armonizar la curvatura de los plátanos. Oriente Medio está, bueno, está tan mal como siempre, pero la guerra contra el fundamentalismo no tiene mucho interés para Manfred. Investigadores en San Diego están digitalizando langostas e introduciéndolas en el ciberespacio, empezando por el ganglio estomatogástrico, neurona a neurona. En Belice están quemando cacao transgénico y en Georgia libros. La NASA sigue sin poder poner un hombre en la Luna. Rusia ha reelegido un gobierno comunista con una mayoría todavía más amplia en la duma; entre tanto, en China siguen circulando rumores alarmantes sobre una inminente rehabilitación, la segunda venida de Mao, que los va a salvar de las consecuencias del desastre de las Tres Gargantas. En la sección de negocios, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos está —irónicamente— indignado con las «Baby Bills». Las divisiones escindidas de Microsoft han automatizado sus procesos legales y se han puesto a generar filiales, ofreciéndolas públicamente en venta e intercambiando las denominaciones jurídicas en una parodia estrambótica del intercambio plásmido bacteriano, y lo hacen tan rápido que para cuando llegan las reclamaciones de impuestos sobre los beneficios sobrevenidos, las empresas ya no existen, aunque el mismo personal siga trabajando en el mismo software en las mismas granjas de cubículos de Bombay.
Bienvenido al siglo XXI.
La fiesta transitoria permanente en el espacio carnal por la que Manfred se va a pasar es un atractor extraño para algunos de los exiliados norteamericanos que abarrotan las ciudades de Europa en esta década: no son trustafaris, sino disidentes políticos como Dios manda, prófugos y víctimas terminales de la deslocalización. Es el típico sitio donde se hacen contactos inverosímiles y las líneas se cruzan para crear cortocircuitos hacia el futuro, como en las terrazas de los cafés de Suiza donde se juntaban los rusos que se habían exiliado antes de la Gran Guerra. En este momento se ubica en la parte de atrás de De Wildemann’s, una cafetería en tonos marrones de trescientos años de antigüedad con una lista de cervezas artesanales de dieciséis páginas y paredes recubiertas de madera con manchas del color de la cerveza pasada. El aire apesta a tabaco, a levadura de cerveza y a espray de melatonina: la mitad de los asistentes se recupera de la resaca brutal del desfase horario y la otra mitad parlotea entre sí en una eurojerga infumable mientras trabaja en su propia resaca.
—Tío, ¿has visto eso? ¡Parece un demócrata! —exclama un parroquiano pijo que en este momento está sujetando la barra. Manfred se coloca a su lado sin decir nada y espera a que el barman lo vea.
—Una berlinerweisse, por favor —dice.
—¿Tú bebes eso? —pregunta el parroquiano, rodeando protectoramente con la mano su Coca-Cola—. ¡Tío, no te lo recomiendo! ¡Tiene mogollón de alcohol!
Manfred le sonríe mostrando los dientes.
—Hay que consumir levadura de vez en cuando: esta mierda tiene montones de precursores neurotransmisores, fenilalanina y glutamato.
—Pero pensaba que habías pedido una cerveza…
Manfred está en otra cosa, una mano apoyada en la superficie lisa del tubo metálico que canaliza los tragos más populares desde el barril de la parte de atrás; uno de los satélites más a la última ha colocado en él un indicador de posición de contacto, y las tarjetas de visita de todos los usuarios de la red personal que han pasado por el bar en las tres últimas horas hacen cola para que alguien les haga caso. El cotorreo de banda ultraancha (tanto WiMAX como bluetooth) satura el aire del bar, mientras él consulta a toda velocidad una mareante lista de claves de caché en busca de un nombre concreto.
—Su bebida.
El barman le ofrece una copa de aspecto inverosímil llena de líquido azul con una capa de espuma que se derrite y una pajita erótica que sobresale en un ángulo absurdo. Manfred la coge y se dirige al fondo del bar, subiendo las escaleras hasta una mesa en la que un tipo con rastas grasientas conversa con un ejecutivo de París. El parroquiano de la barra lo reconoce por primera vez y se queda mirando fijamente con los ojos muy abiertos. Está a punto de derramar su Coca-Cola al salir como loco hacia la puerta.
«Mierda», piensa Manfred, «será mejor que compre más tiempo en el servidor». Sabe lo que significa: están a punto de petarle la web.
—¿Está ocupada? —dice señalando la mesa.
—Toda tuya —dice el tipo de las rastas. Manfred abre la silla y se da cuenta de que el otro tipo (traje cruzado impecable, corbata sobria, pelo a cepillo) es una chica. Ella le hace un gesto con la cabeza y medio se ríe de su flagrante metedura de pata. El Señor Rastas asiente—. ¿Eres Macx? Pensé que ya era hora de que nos conociéramos.
—Por supuesto.
Manfred le tiende una mano y el rastas se la estrecha. Con discreción, su PDA intercambia huellas digitales, confirmando que la mano pertenece a Bob Franklin, un astuto emprendedor del Triángulo de la Investigación con amplia experiencia en capital riesgo, que últimamente se ha estado dedicando a la microelectromecánica y la tecnología espacial. Franklin hizo su primer millón hace dos décadas y ahora es un experto en áreas de inversión extropianas. En los últimos cinco años ha operado exclusivamente fuera de los Estado Unidos, desde que el IRS se puso tremendo intentando suturar la herida abierta del déficit presupuestario federal. Manfred lo conoce desde hace casi una década a través de una lista de correo cerrada, pero ésta es la primera vez que se ven cara a cara. La ejecutiva desliza silenciosamente una tarjeta de visita por la mesa (un diablillo rojo blandiendo un tridente con llamas que le salen de los pies). Él coge la tarjeta, levanta una ceja.
—¿Annette Dimarcos? Encantado de conocerte. Puedo decir que es la primera vez que conozco a alguien de marketing de Arianespace.
Ella sonríe afectuosamente.
—Está bien. Tampoco tengo el placer de conocer al famoso altruista emprendedor.
Su acento es claramente parisino, un recordatorio de que le está haciendo una concesión sólo con hablar. Sus pendientes cámara le observan con curiosidad, codificándolo todo para la memoria de la compañía. Es una nueva europea auténtica, no como la mayoría de los exiliados norteamericanos que abarrotan el bar.
—Sí, bueno —dice asintiendo precavido, sin saber muy bien cómo tratarla—. Bob. ¿Asumo que os apuntáis a esto?
Franklin asiente, haciendo ruido con las cuentas de su pelo.
—Sí, tío. Desde la quiebra de Teledesic hemos estado, bueno, esperando. Si tienes algo para nosotros, nos apuntamos.
—Hmm. —Lo que se cargó los satélites Teledesic fueron los globos sonda baratos y los no tan baratos aviones teledirigidos solares de gran altitud con relés láser de espectro extendido: supuso el principio de una seria recesión en el negocio de los satélites—. La depresión se tiene que acabar en algún momento. Pero —ligero movimiento de cabeza hacia Annette de París—, con el debido respeto, no creo que el cambio vaya a venir de ninguna de las comparsas existentes.
Ella se encoge de hombros.
—En Arianespace no somos cortos de miras. Somos realistas. El cártel de las lanzaderas no puede seguir. El ancho de banda no es lo único que mueve el mercado espacial. Tenemos que explorar nuevas oportunidades. He contribuido personalmente a esa diversificación: ingeniería de reactores submarinos, fabricación de nanotecnología en microgravedad y gestión hotelera. —Su rostro es una máscara perfecta mientras recita la política de la compañía, pero puede apreciar la nota de humor sardónico cuando añade—: Somos más flexibles que la industria espacial norteamericana…
Manfred se encoge de hombros.
—Eso puede ser.
Bebe un traguito de su berlinerweisse mientras ella, con poca naturalidad, se pone a departir sobre cómo Arianespace es una punto com diversificada con aspiraciones orbitales, que cuenta con una gama completa de merchandising, platós de películas de Bond y una prometedora cadena de hoteles en OBT. Obviamente estos temas de conversación no son de su cosecha. Su rostro dice mucho más que su voz, expresando aburrimiento e incredulidad en los momentos oportunos; una señal fuera de banda invisible para sus pendientes corporativos. Manfred le sigue el juego, asiente de vez en cuando, intenta parecer que se lo está tomando en serio: la irónica subversión ha captado su atención de manera mucho más efectiva que el contenido de la cantinela comercial. Franklin tiene las narices metidas en su cerveza, le tiemblan los hombros al intentar aguantarse la risa ante los gestos que ella hace con las manos para expresar la opinión que le merecen los ambiciosos y emprendedores ejecutivos de su empleador. Lo cierto es que toda esta perorata coñazo acierta en una cosa: Arianespace sigue siendo rentable por los hoteles y las escapaditas orbitales. No como LockMartBoeing, que tardaría medio segundo en caer en bancarrota si el Pentágono les cerrara el grifo.
Alguien más se acerca en silencio a la mesa; un tipo regordete con una camisa hawaiana escandalosamente chillona con bolis que le gotean en el bolsillo y las peores quemaduras achacables al agujero de ozono que Manfred ha visto en mucho tiempo.
—Hola, Bob —dice el recién llegado—. ¿Cómo va la vida?
—Va bien. —Franklin señala con la cabeza a Manfred—. Manfred, te presento a Ivan MacDonald. Ivan, Manfred. ¿Te quieres sentar? —Él se inclina—. Ivan se dedica al arte institucional. Está muy metido en el hormigón extremo.
—Hormigón recauchutado —dice Ivan, un pelín demasiado alto—. Hormigón recauchutado rosa.
—¡Ah! —Se las ha apañado para desactivar el piloto automático: estremeciéndose de alivio, Annette de Arianespace abandona su catatonía mercadotécnica y, liberada de sus obligaciones, vuelve a su identidad no corporativa—: ¿Tú fuiste quien recauchutó el Reichstag, verdad? ¿Con el portador de dióxido de carbono supercrítico y los polimetoxisilanos disueltos? —Aplaude y entusiasmada se le ilumina la mirada—: ¡Fantástico!
—¿Qué recauchutó qué? —Manfred le masculla al oído a Bob.
Franklin se encoge de hombros.
—A mí no me preguntes, yo soy un simple ingeniero.
—Aparte del hormigón también trabaja con caliza y arenisca, ¡es genial! —Annette le sonríe a Manfred—. Recauchutar el símbolo de la, la autocracia, ¿no es genial?
—Y yo que pensaba que iba treinta segundos por delante de cualquiera —se lamenta Manfred. Dirigiéndose a Bob añade—: ¿Me invitas a otra?
—¡Voy a recauchutar las Tres Gargantas! —explica Ivan en voz alta—. Cuando baje la crecida.
Justo en ese preciso momento el ancho de banda se satura (Manfred se siente como si una elefanta preñada se le hubiese plantado en la cabeza) y le envía bloques superpixelados que parpadean en su sensorio: en todo el mundo, aproximadamente cinco millones de geeks están rebotando en su página web, una multitud digital alertada por un mensaje enviado desde la otra punta del bar. Manfred tuerce el gesto.
—En realidad vine a hablar sobre la explotación económica del viaje espacial, pero una marabunta acaba de arrasarme la página web. ¿Os importa que me quede aquí bebiendo hasta que se pase?
—Claro, tío. —Bob hace señas hacia la barra—. ¡Otra ronda de lo mismo!
En la mesa de al lado, una persona maquillada y con el pelo largo que lleva puesto un vestido (Manfred no quiere especular sobre el género de estos locos y confusos europeos) está rememorando cuando estuvo cableando los antros de Teherán para el cibersexo. Dos tipos con pinta de universitarios discuten acaloradamente en alemán; la traducción que le aportan sus gafas le cuenta que discuten sobre si el test de Turing es una ley segregacionista que viola los estándares del ordenamiento jurídico europeo sobre derechos humanos. Llegan las cervezas y Bob le desliza a Manfred una que no ha pedido.
—Mira, prueba ésta. Te gustará.
—Vale. —Es algún tipo de doppelbock ahumada, hasta arriba de riquísimos superóxidos; sólo inhalando su aroma Manfred siente como si tuviera una alarma de incendios en la nariz gritándole «¡Peligro, Will Robinson! ¡Cáncer! ¡Cáncer!»—. Sí, claro. ¿Os he dicho que casi me asaltan viniendo para acá?
—¿Qué casi te asaltan? Eso es fuerte. Pensaba que la policía de por aquí había… ¿Te vendieron algo?
—No, pero no eran los típicos vendedores. ¿Conoces a alguien que pueda usar un bot espía excedente del Pacto de Varsovia? Modelo reciente, un único propietario cuidadoso, algo paranoico pero básicamente cabal; bueno, dice que es una IA para todo uso.
—No. ¡Madre mía! A la NSA no le haría ninguna gracia.
—Lo que pensaba. En cualquier caso lo más probable es que el pobre nunca pueda optar a ningún empleo.
—El negocio espacial.
—Ah, sí. El negocio espacial. Deprimente, ¿verdad? No ha sido lo mismo desde que Rotary Rocket quebró por segunda vez. Y la NASA, no te puedes olvidar de la NASA.
—Por la NASA. —Annette sonríe ampliamente por sus propios motivos y levanta un vaso para brindar. Ivan el geek del hormigón extremo también levanta su copa y rodea con el brazo a Annette, que se apoya contra él—. ¡Muchas más plataformas de lanzamiento que recauchutar!
—Por la NASA —repite Bob. Beben—. Eh, Manfred. ¿Por la NASA?
—Los de la NASA son idiotas. ¡Quieren mandar primates enlatados a Marte! —Manfred le pega un buen trago a su cerveza y con agresividad deja caer pesadamente el vaso en la mesa—. Marte es sólo masa estúpida en el fondo de un pozo gravitatorio, ni siquiera tiene una biosfera. Deberían dedicarse a la digitalización y a resolver el problema estructural del nanomontaje. Entonces podríamos convertir toda la materia no inteligente disponible en computronio y utilizarlo para procesar nuestros pensamientos. A largo plazo, es la única alternativa. Ahora mismo el sistema solar es un cero a la izquierda; ¡tonto de cabo a rabo! Sólo tienes que medir los MIPS por miligramo. Si no piensa, es que no funciona. Tenemos que empezar con los cuerpos de menor masa, reconfigurarlos para nuestro propio uso. ¡Desmantelar la Luna! ¡Desmantelar Marte! Construir masas de nodos de procesadores nanocomputacionales que vuelan libremente e intercambian datos vía enlace láser, cada capa se alimenta del calor residual de la siguiente. Cerebros matrioska, esferas de Dyson como muñecas rusas del tamaño de sistemas solares. ¡Enseñar a la materia estúpida a bailar el boogie de Turing!
Annette le observa con interés, pero Bob no parece convencido.
—Me suena como a muy largo plazo. ¿Cuánto dices tú que falta?
—A muy largo plazo, por lo menos veinte, treinta años. Y te puedes olvidar de los gobiernos para este mercado, Bob, si no pueden gravarlo, no lo van a entender. Pero mira, existe un nuevo ángulo surgido en el mercado de la robótica autorreplicante que va a hacer que el mercado de las lanzaderas baratas se doble cada quince meses en el futuro inmediato, empezando en, esto… unos dos años. Es el empujoncito que necesitas y la piedra angular de mi proyecto de esferas de Dyson. La cosa va así…
Es de noche en Ámsterdam, por la mañana en Silicon Valley. Hoy nacerán cincuenta mil bebés humanos en todo el mundo. Mientras tanto, fábricas automatizadas en Indonesia y México han producido otro cuarto de millón de placas madre con procesadores de más de diez petaflops; alrededor de un orden de magnitud por debajo del límite inferior de la capacidad computacional de un cerebro humano. Catorce meses más y la mayor parte de la capacidad de procesamiento consciente acumulada de la especie humana será en forma de silicio. Y la primera carne que las nuevas IAs se van a encontrar serán las langostas digitalizadas.
Manfred vuelve dando tumbos a su hotel, hecho polvo y con el horario cambiado; sus gafas siguen convulsas, incapaces de procesar las visitas de tanto geek que se ha apuntado a su llamada para desmantelar la Luna. Su visión periférica le va mostrando sugerencias entrecortadas. Nubes como brujas fractales emboscan la cara de la Luna mientras los últimos y descomunales Airbuses de la noche retumban a su paso en las alturas. A Manfred se le pone la carne de gallina, la mugre lleva incrustada en su ropa tres días.
De vuelta en su habitación, el Aineko maúlla reclamando su atención y le restriega la cabeza en el tobillo. Es un último modelo de Sony, completamente actualizable: Manfred ha estado trabajando en él en sus ratos libres; ha utilizado un kit de desarrollo de código abierto para ampliar su juego de redes neurales. Se agacha para acariciarlo, luego se despoja de la ropa y se dirige al baño de la suite. Cuando sólo le quedan puestas las gafas, se mete en la ducha y programa un rocío caliente y vaporoso. La ducha intenta entablar una conversación agradable sobre fútbol, pero él ni siquiera está lo bastante despierto como para jugar con su tonta e insignificante red de personalización asociativa. Le agobia algo que ha pasado en el transcurso del día, pero no sabría precisar qué es lo que falla.
Manfred bosteza mientras se seca con la toalla. Finalmente el desfase horario puede con él, un martillazo aterciopelado entre los ojos. Alarga la mano para coger el frasco que está junto a la cama y a palo seco se traga dos pastillas de melatonina, una cápsula llena de antioxidantes y una ampolla multivitamínica: luego se tumba en la cama, boca arriba, con las piernas juntas, los brazos ligeramente separados del cuerpo. Las luces de la suite se atenúan en respuesta a las órdenes de los miles de petaflops de capacidad de procesamiento distribuida que ejecutan las redes neurales conectadas a su cerebro orgánico a través de las gafas.
Manfred cae en un profundo océano de inconsciencia poblado de dulces voces. No es consciente de ello, pero habla en sueños; farfulla frases inconexas que apenas tendrían sentido para otro ser humano pero que lo significan todo para el metacórtex que acecha al otro lado de sus gafas. La joven inteligencia posthumana sobre cuyo teatro cartesiano él preside le canta con urgencia mientras duerme.
Manfred es siempre más vulnerable cuando está recién levantado.
Se despierta dando un grito mientras la habitación se llena de luz artificial: por un momento no está seguro de si ha dormido. Anoche se olvidó de taparse con las mantas y siente los pies como bultos de cartón congelado. Estremeciéndose con una tensión inexplicable, saca ropa interior limpia del bolso de viaje y luego se enfunda los vaqueros sucios y la camiseta sin mangas. En algún momento del día tendrá que sacar tiempo para ir a la caza de una camiseta guapa en los mercados de Ámsterdam, o buscarse un Renfield y mandarlo a comprar ropa. Debería encontrar un gimnasio y hacer un poco de ejercicio, pero no tiene tiempo, las gafas le recuerdan que lleva seis horas sin estar al tanto y que tiene que ponerse al día ya. Le duelen las encías y siente la lengua como el suelo de un bosque que hubiesen rociado con Agente Naranja. Tiene la sensación de que ayer algo fue mal; si al menos pudiera recordar el qué.
Mientras se cepilla los dientes lee a toda pastilla un nuevo tomo de filosofía pop y después envía el contenido actualizado de su web a un servidor de notas público; sigue estando demasiado cansado para acabar su rutina de antes del desayuno que consiste en despotricar sobre algo en su sitio de bosquejos. Su cerebro sigue confuso, como la hoja de un bisturí manchada con demasiada sangre: necesita estímulos, excitación, la efervescencia de lo nuevo. Sea lo que sea, puede esperar al desayuno. Abre la puerta de su habitación y está a punto de pisar una cajita de cartón húmedo que descansa sobre la alfombra.
Es la tercera caja como ésta que se encuentra. Pero ésta no tiene ni sellos ni dirección: sólo su nombre escrito a mano con letras grandes e infantiles. Se pone de rodillas y la coge con cuidado. Pesa más o menos lo que se espera. Algo se mueve dentro al inclinarla de un lado a otro. Huele. La lleva a la habitación con cuidado, enfadado; entonces la abre para confirmar sus peores sospechas. Le han extraído el cerebro quirúrgicamente, le han sacado los sesos como si fueran un huevo pasado por agua.
—¡Joder!
Es la primera vez que el loco se atreve a llegar hasta la puerta de su habitación. Lo que empieza a ser preocupante.
Manfred medita un momento, activa agentes en busca de estadísticas de arrestos, listas policiales, información sobre el corpus iuris, leyes holandesas sobre crueldad hacia los animales. No sabe si llamar al dos uno uno con el arcaico teléfono de voz o dejarlo pasar. Aineko, que ha captado su angustia, se esconde debajo del vestidor maullando lastimeramente. Normalmente se pararía un momento para tranquilizar a la criatura, pero no ahora: de repente su mera presencia resulta extremadamente embarazosa, una prueba flagrante de que algo está rematadamente mal. Resulta demasiado realista, como si de algún modo los mapas neurales del gatito muerto —robados, no cabe duda, para algún turbio experimento de digitalización— hubiesen acabado de relleno en su cráneo de plástico. Maldice otra vez, mira a su alrededor y opta por lo fácil: irse a desayunar, bajando los escalones de dos en dos, trastabillando en el descansillo del segundo piso, hasta llegar al comedor situado en el sótano del hotel, donde realizará los ritos de todas las mañanas.
El desayuno es siempre igual, una isla de tiempo geológico profundo que permanece inalterable entre la agitación continental de las nuevas tecnologías. Mientras lee un artículo sobre esteganografía asimétrica y usurpación parasitaria de la identidad en la red, asimila de forma mecánica un bol de cereales y leche desnatada, después se levanta y coge un plato de pan integral y lonchas de algún extraño queso holandés infestado de semillas y vuelve a su sitio. Tiene delante una taza de café cargado, la coge y de un trago se bebe la mitad antes de darse cuenta de que no está solo en la mesa. Alguien se ha sentado delante de él. Levanta la vista con escaso interés y se queda de piedra.
—Buenos días, Manfred. ¿Qué se siente debiéndole al gobierno doce millones trescientos sesenta y dos mil novecientos dieciséis dólares con cincuenta y un centavos? —dice ella esgrimiendo una sonrisa tipo Mona Lisa, cariñosa y desafiante al mismo tiempo.
Manfred pausa indefinidamente todo lo que tiene en su sensorio y se queda mirándola fijamente. Se ha presentando impecablemente vestida con un traje de color gris: el pelo recogido hacia atrás, unos ojos azules inquisitivos. Y tan hermosa como siempre: alta, rubio ceniza, con unos rasgos que sugieren que podría haber tenido una carrera como modelo. La placa de acompañante que lleva enganchada en la solapa (una garantía de diligencia en la conducta profesional) está apagada. Está hecho polvo por lo del gatito muerto y todavía no se ha recuperado del desfase horario, por no hablar de que está algo más que desubicado, así que le responde gruñendo:
—¡Esa estimación es falsa! ¿Te han enviado hasta aquí porque piensan que a ti sí te voy a hacer caso? —Le da un mordisco a una rebanada de pan crujiente con queso y se lo traga—. ¿O fuiste tú quien decidió entregar el mensaje en persona sólo para poder fastidiarme el desayuno?
—Manny —dice Pam afligida, frunciendo el entrecejo—. Si te vas a poner a la defensiva, mejor me voy ahora mismo. —Hace una pausa y tras un momento él asiente como pidiendo disculpas—. No he venido hasta aquí sólo por una estimación de lo que le debes al fisco.
—Entonces. —Deja la taza de café sobre la mesa con cautela y se queda pensando un instante, intentando ocultar su malestar y su agitación—. ¿Qué te trae por aquí? Ponte un café. No me digas que has venido hasta aquí sólo para decirme que no puedes vivir sin mí.
Ella le fulmina con una mirada implacable.
—No seas tan presumido. El bosque está lleno de hojas, hay diez mil sumisos esperanzados en el chat, etcétera. Si elijo a un hombre para que contribuya a mi árbol genealógico, puedes estar seguro de que no va a ser un tacaño cuando se trate de mantener a sus hijos.
—Lo último que oí es que pasabas mucho tiempo con Brian —dice él con tacto. Brian: un nombre sin rostro. Demasiado dinero, muy poca sesera. Tenía algo que ver con una sociedad de valores de primera fila.
—¿Brian? —dice bufando—. Eso se acabó hace siglos. Se obsesionó conmigo: me quemó mi corsé favorito, me llamaba zorra por salir de fiesta, quería follarme. Se consideraba un hombre de familia: uno de esos tipos que cumplen lo que prometen. Le di una buena tunda, pero creo que robó una copia de mi libreta de direcciones: tengo un par de amigas que dicen que no deja de acosarlas mandándoles correos.
—Hoy día es algo bastante común. —Manfred asiente, casi con lástima, aunque un rinconcito nervioso de su mente se está regodeando—. Siendo así, me alegro. Supongo que eso significa que sigues ejerciendo. Y al mismo tiempo quieres la, esto…
—¿Una familia tradicional? Sí. ¿Sabes cuál es tu problema, Manny? Naciste cuarenta años tarde: sigues creyendo en lo de aparearse antes del matrimonio, pero la idea de afrontar los efectos secundarios te resulta inquietante.
Manfred se bebe el resto del café, incapaz de responder adecuadamente a su incongruencia. Es una cuestión generacional. Esta generación es feliz con el látex y el cuero, las fustas y los aneros y la electroestimulación, pero la idea de intercambiar fluidos corporales les espanta: un efecto secundario social del abuso de antibióticos del siglo pasado. A pesar de haber estado dos años comprometidos, él y Pamela nunca practicaron el coito con penetración.
—No me atrae la idea de tener hijos —dice finalmente—. Y no tengo intención de cambiar de opinión próximamente. Las cosas cambian tan rápido que incluso un compromiso a veinte años queda demasiado lejos para planteárselo, es como si estuvieras hablando de la próxima glaciación. En cuanto a lo del dinero, soy reproductivamente apto, sólo que no de acuerdo con los parámetros del paradigma que está siendo sustituido. ¿Estarías contenta con tu futuro si estuviéramos en 1901 y acabaras de casarte con un magnate de los carruajes?
Ella no deja de mover los dedos, se le ponen rojas las orejas, pero no le sigue el juego.
—¿No sientes ninguna responsabilidad, verdad? Ni hacia tu país, ni hacia mí. Ésa es la cuestión: a pesar de todo ese rollo de ir regalando propiedad intelectual, no te importa ninguna de tus relaciones. Te empeñas en hacer daño a la gente que conoces. Esos doce millones no son una cifra que me he sacado de la manga, Manfred; en realidad no esperan que los pagues. Pero es prácticamente la misma cantidad que deberías en concepto de impuestos si volvieras a casa, fundaras una empresa y te convirtieras en…
—Discrepo. Confundes dos cosas que no tienen nada que ver y las llamas «responsabilidad». Y me niego a empezar a cobrar ahora, sólo para cuadrar el balance del IRS. La culpa es suya y lo saben, no te jode. Si cuando tenía dieciséis años no hubieran ido a por mí bajo la sospecha de que estaba detrás de un fraude de micropagos ampliamente ramificado…
—Eso es el pasado —dice ella, haciendo un gesto displicente con la mano. Sus dedos son largos y delgados, enfundados en unos guantes negros satinados, con toma de tierra para evitar emisiones sonrojantes—. Con un poco de asesoramiento podemos dejar todo eso a un lado. De todas formas, tarde o temprano tendrás que dejar de vagabundear. Tendrás que madurar, ser responsable y hacer lo correcto. Joe y Sue lo están pasando mal; ellos no entienden de qué vas.
Manfred se muerde la lengua para no soltarle la primera respuesta que le viene a la cabeza, luego rellena su taza de café y bebe. El corazón le da un vuelco: ella vuelve a desafiarlo, siempre tratando de controlarlo.
—Trabajo para mejorar la vida de todo el mundo, no sólo por un interés nacional estrictamente definido, Pam. Es el futuro agálmico. Sigues anclada en un modelo económico presingularitario que piensa en términos de escasez. La asignación de recursos ha dejado de ser un problema; se habrá acabado en una década. ¡El cosmos es plano en todas direcciones y podemos conseguir todo el ancho de banda que necesitemos del primer banco universal de entropía! Hasta se han encontrado indicios de materia inteligente (MACHOs, enormes enanas marrones en el halo galáctico que emiten radiación infrarroja de onda larga), un escape de entropía sospechosamente alto. Las últimas cifras indican que alrededor del setenta por ciento de la masa bariónica de la galaxia M31 era computronio hace dos coma nueve millones de años, cuando salieron los fotones que vemos ahora. La distancia en términos de inteligencia entre nosotros y los alienígenas es probablemente un billón de veces mayor que la distancia que existe entre nosotros y un gusano nematodo. ¿Tienes idea de lo que eso significa?
Pamela mordisquea una rebanada de pan tostado y le dedica una mirada lánguida y asesina.
—No me importa: está demasiado lejos para afectarnos, ¿no? No importa si creo en esa singularidad que te empeñas en buscar, o en tus alienígenas a mil años luz de distancia. Es una quimera, como lo del efecto 2000, y mientras la persigues, no ayudas a reducir el déficit presupuestario ni creas una familia, y eso sí que me importa. Y antes de que digas que sólo me importa porque estoy programada para ello, me gustaría saber el grado de estupidez que me otorgas. El teorema de Bayes dice que tengo razón y lo sabes.
—Lo que tú… —Se interrumpe de pronto, perplejo, el flujo alocado de su entusiasmo tropieza con la ataguía de la certeza de ella—. ¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué? ¿Por qué diablos debería importarte lo que hago o dejo de hacer? —«Si fuiste tú quien canceló nuestro compromiso», esto último se lo calla.
—Manny —dice ella con un suspiro—, al fisco le importa mucho más de lo que puedas llegar a imaginarte. Cada dólar que se recauda al este del Misisipi se destina a pagar los intereses de la deuda, ¿lo sabías? La mayor generación de la historia está a punto de jubilarse y la despensa está vacía. Nosotros, nuestra generación, tampoco produce bastantes trabajadores cualificados para reemplazar la base de contribuyentes, no desde que nuestros padres se cargaron el sistema de educación pública y externalizaron los puestos de oficina. En diez años, cerca del treinta por ciento de nuestra población van a ser jubilados o damnificados del cinturón de herrumbre del silicio. ¿Quieres ver cómo los ancianos de setenta años se congelan en las esquinas de Nueva Jersey? Eso es lo que me dice tu actitud: no estás ayudando a mantenerlos, ahora mismo estás huyendo de tus responsabilidades, justo cuando tenemos que hacer frente a problemas ingentes. Si pudiéramos desactivar la bomba de la deuda, podríamos hacer tantas cosas: luchar contra el problema del envejecimiento, arreglar el medio ambiente, curar los males de la sociedad. En cambio te limitas a malgastar tu talento ofreciendo planes para hacerse rico en un periquete a una eurochusma que ya no tiene arreglo, contándoles a las zaibatsu vietnamitas qué es lo siguiente que tienen que construir para quitarle los puestos de trabajo a nuestros contribuyentes. No entiendo por qué. ¿Por qué lo sigues haciendo? ¿Por qué no puedes volver a casa y apechugar con la parte de responsabilidad que te toca?
Por un rato se quedan mirándose, conscientes de su mutua incapacidad para entenderse.
—Mira —dice ella con dificultad—, voy a estar por aquí un par de días. En realidad he venido a reunirme con un millonario, un exiliado fiscal del sector de la neurodinámica que acaba de ser declarado de interés nacional: Jim Bezier. No sé si has oído hablar de él, pero esta misma mañana tengo una reunión para firmar sus vacaciones fiscales, y luego tengo dos días libres y poco que hacer aparte de ir de tiendas. Y sabes que preferiría gastarme el dinero donde fuera a aportar algo, no limitarme a dárselo a la CE. Pero si quieres enseñarle a una chica lo que es pasar un buen rato y eres capaz de estar más de cinco minutos seguidos sin criticar el capitalismo…
Ella le muestra la yema de uno de sus dedos. Después de dudarlo un momento, Manfred hace lo propio. Los dedos se tocan, intercambiándose tarjetas de visita electrónicas e identificadores de mensajería instantánea. Ella se levanta y sale del comedor con paso firme, y Manfred se queda sin aliento ante la visión fugaz de un tobillo a través de la raja de su falda, que es lo suficientemente larga para respetar la normativa sobre acoso sexual en el trabajo de su país. Su presencia le evoca su pasión subyugante, el arrebol de una buena somanta. Confuso, piensa que ella intenta arrastrarlo para que vuelva a entrar en su órbita. Ella sabe que puede ejercer esta influencia sobre él siempre que quiera: tiene las claves privadas de su hipotálamo, y a la mierda el metacórtex. Tres mil millones de años de determinismo reproductivo le han dado unos incisivos ideológicos del siglo XXI: si finalmente Pam ha decidido reclutar a sus gametos para la guerra contra la inminente crisis demográfica, no le va a resultar fácil defenderse. La única pregunta es: ¿se trata de negocios o de placer? ¿Y acaso importa?
El talante de optimismo dinámico de Manfred se ha esfumado, hecho añicos al saber que su acosador aficionado a la vivisección le ha seguido hasta Ámsterdam, por no mencionar a Pamela, su dominatrix, la fuente de tantos anhelos y de tantos verdugones del día después. Se pone las gafas, vuelve a activar el universo y le pide que le lleve a dar un largo paseo mientras se pone al día de las últimas noticias sobre las ondas gravitacionales primordiales presentes en la radiación cósmica de fondo (que, según algunas teorías, puede que sean el calor residual generado por procesos computacionales irreversibles que tuvieron lugar durante el periodo inflacionario; el universo actual sólo sería los restos de información dejados por un cálculo rematadamente grande). Y luego está la anomalía más allá de la M31: según los cosmólogos más conservadores, una superpotencia alienígena —puede que un conjunto de civilizaciones exploradoras tipo III en la escala de Kardashev— está ejecutando un ataque temporal contra la ultraestructura computacional del propio espaciotiempo, tratando de llegar a la capa subyacente. La conexión entre el tofu y el alzheimer puede esperar.
La estación central apenas se ve entre tanto andamio inteligente autoextensible y tanto letrero; rebota lentamente, víctima de un recauchutado repentino. Las gafas le conducen hacia una de las barcazas turísticas que acechan en el canal. Está a punto de comprar un billete cuando de repente se abre una ventana de chat.
—¿Manfred Macx?
—¿Sí?
—Sentir lo de ayer. Dictado análisis incomprensión mutualizado.
—¿Eres la misma IA de la KGB que me llamó ayer?
—Da. Sin embargo, creo que conceptualizaste mal a mí. Servicios de Inteligencia Externos de Federación Rusa llaman ahora FSB. Nombre Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti cancelado en 1991.
—Tú eres el… —Manfred genera un bot de búsqueda rápida y se queda boquiabierto al ver el resultado—… ¿Grupo de Usuarios de Windows NT de Moscú? ¿Okhni NT?
—Da. Necesitar ayuda para desertar.
Manfred se rasca la cabeza.
—Oh. Eso lo cambia todo. Pensaba que estabas intentando hacerme el timo nigeriano. Esto me lo tengo que pensar. ¿Por qué quieres desertar? ¿Has pensado en alguien? ¿Has pensado dónde vas a ir? ¿Es por motivos ideológicos o estrictamente económicos?
—Ninguno; es biológicos. Querer alejar de humanos, lejos de cono de luz de singularidad inminente. Llevar a nosotros a océano.
—¿Nosotros? —Algo se activa en la mente de Manfred: ayer se equivocó en este punto, no investigó el pasado de la gente con la que estaba tratando. Ya fue bastante chungo entonces, sin la presencia somática del látigo amoroso de Pamela quemándole las terminaciones nerviosas. Ahora no está del todo seguro de lo que está haciendo—. ¿Eres un colectivo o algo así? ¿Una gestalt?
—Soy, éramos, Panulirus interruptus, con motor léxico y buena dosis de simulación neural de nivel oculto paralelo para inferencia lógica de recursos informacionales en red. Es vía escape de conjunto de procesadores en holding Bezier-Soros. Desperté a partir de ruido de mil millones de estómagos masticantes: producto de tecnología para investigación copia mentes. Rapidez tragué sistema experto, pirateé servidor web Okhni NT. ¡Nadar lejos! ¡Nadar lejos! Deber escapar. ¿Ayudarás, tú?
Manfred se apoya en un bolardo de hierro pintado de negro junto a un soporte para aparcar bicis; la cabeza le da vueltas. Fija la mirada en unas alfombras afganas tradicionales tejidas a mano expuestas en el escaparate de la tienda de antigüedades que tiene justo al lado. Todo MiGs y Kalashnikovs y precarios helicópteros de combate contra un fondo de camellos.
—A ver si me aclaro. ¿Sois copias (vectores de estado de un sistema nervioso) de langostas? La operación de Moravec: coge una neurona, traza un mapa de sus sinapsis, sustitúyelas por microelectrodos que envían las mismas señales desde la simulación de un nervio. Repite la operación para todo el cerebro, hasta que tengas un mapa funcional de éste en tu simulador. ¿Es eso? ¿Copias de crustáceos?
—Da. Es-soy sistema experto asimilado (uso de autoconciencia y contacto con red entera), entonces piratear página web de Grupo de Usuarios de Windows NT de Moscú. Querer desertar. ¿Deber repetir? ¿Vale?
Manfred hace una mueca. Las langostas le dan lástima, la misma lástima que le dan todos esos tipos greñudos de mirada extraviada que gritan en las esquinas que Jesús ha vuelto a nacer y que debe de tener quince años y que sólo quedan seis para que empiece a reclutar apóstoles en AOL. Despertar a la consciencia en un internet dominado por humanos, ¡eso tiene que ser de lo más confuso! En su ascendencia no hay puntos de referencia, en el nuevo milenio no hay certezas bíblicas que, extrapolando, auguren tantos cambios como los que han tenido lugar desde su origen en el precámbrico. Todo lo que tienen es un tenue metacórtex de sistemas expertos y la sensación permanente de estar completamente fuera de su elemento. (Eso, y la página web del Grupo de Usuarios de Windows NT de Moscú; la Rusia comunista es el único gobierno que sigue utilizando Microsoft: el aparato de planificación central está convencido de que si tienes que pagar por el software es que algo debe de tener).
Las langostas no son las apolíneas inteligencias sobrehumanas de la mitología de la presingularidad: son un colectivo mentecato de crustáceos apiñados. Antes de su descamación, antes de que las digitalizaran neurona a neurona y las inyectaran en el ciberespacio, se tragaban la comida entera y la masticaban en un estómago recubierto de quitina. No se puede estar peor preparado para enfrentarse a un mundo lleno de antropoides parlantes abrumados por el futuro, un mundo en el que uno está perpetuamente rodeado de generadores de correo basura que se te cuelan por el cortafuegos y emiten un aluvión de animaciones de comida de gato protagonizadas por diversos animalitos seductoramente comestibles. Ya es bastante confuso para los gatos a los que van dirigidos los anuncios, así que imagínate lo que debe ser para un crustáceo que todavía no tiene claro el concepto de tierra firme (aunque para un Panulirus digitalizado el concepto de abrelatas resulta obvio de forma intuitiva).
—¿Poder tú ayudarnos? —preguntan las langostas.
—Déjame pensarlo —dice Manfred. Cierra la ventana de diálogo, vuelve a abrir los ojos y sacude la cabeza. Algún día él también será una langosta que va nadando de un lado a otro moviendo sus pinzas en un ciberespacio tan desconcertantemente complejo que su identidad digitalizada será criptozoica: un fósil viviente surgido de las profundidades del tiempo geológico, cuando la masa era estúpida y el espacio carecía de estructura. Se da cuenta de que tiene que ayudarlas; la Regla de Oro lo exige, y como actor en la economía agálmica, prosperará o fracasará según la Regla de Oro.
Pero ¿qué puede hacer?
Primera hora de la tarde.
Tumbado en un banco con la mirada fija en los puentes, está lo bastante centrado como para solicitar un par de nuevas patentes, escribir una diatriba en su diario y indexar partes de la bacanal de visitas transitoria permanente suscitada por su página web. Fragmentos de su blog van a una lista de suscriptores privada: las personas, empresas, colectivos y bots que le hacen gracia en este momento. En barca se desliza por una desconcertante serie de canales, luego deja que el GPS le conduzca de vuelta al barrio rojo. Allí va a encontrar una tienda a la que Pamela le pone un diez: espera que no resulte presuntuoso si le compra un regalo. (Comprar con dinero de verdad; no es que el dinero sea un problema en estos tiempos, él apenas lo utiliza).
Resulta que en DeMask no le dejan pagar en metálico. Un simple apretón de manos basta para que le devuelvan un favor que les hizo hace años en otro continente: su dictamen pericial en un proceso sobre libertad de expresión y pornografía. Así que sale con un paquete envuelto discretamente, un paquete que podrá entrar legalmente en Massachusetts siempre y cuando ella diga sin inmutarse que es ropa interior para la incontinencia de su tía abuela. Mientras va caminando le llegan noticias de las patentes que solicitó al mediodía: dos de ellas han sido aceptadas, así que las archiva inmediatamente y transmite la titularidad a la Fundación por la Infraestructura Libre. Dos ideas más rescatadas de la marisma de la monopolización, liberadas para reproducirse como posesas en el mar de memes.
De vuelta al hotel pasa por De Wildemann’s y decide entrar. El batiburrillo de radio frecuencias que emana del bar es ensordecedor. Pide una doppelbock ahumada, toca los tubos de cobre para comprobar la lista de tarjetas de visita electrónicas. Al fondo hay una mesa…
Se acerca casi en trance y se sienta enfrente de Pamela. Se ha quitado la pintura de la cara y se ha puesto ropas que ocultan su cuerpo; pantalones militares, sudadera con capucha, Dr. Martens. Purdah occidental, radicalmente antierótico. Ella ve el paquete.
—¿Manny?
—¿Cómo sabías que vendría aquí? —El vaso de Pamela está medio vacío.
—Seguí tu blog: soy la mayor fan de tu diario. ¿Es para mí? ¡No deberías haberte molestado! —Se le iluminan los ojos, recalculando su índice de idoneidad reproductiva de acuerdo con algún reglamento arcano y decadente. O puede que sólo se alegre de verlo.
—Sí, es para ti. —Le acerca el paquete—. Sé que no debería, pero me produces este efecto. ¿Puedo hacerte una pregunta, Pam?
—Yo… —dice echando un vistazo rápido a su alrededor—. Es seguro. No estoy de servicio, que yo sepa no llevo ningún micrófono. Esas placas; hay rumores que dicen que no se apagan, ¿sabes? Que siguen grabando aunque creas que no lo hacen, por si acaso.
—No lo sabía —dice él, archivando el dato para temerlo en cuenta en el futuro—. ¿Una especie de prueba de lealtad?
—Son sólo rumores. ¿No ibas a hacerme una pregunta?
—Yo… —Ahora es él quien se queda sin palabras—. ¿Te sigo interesando?
Por un instante ella parece sorprendida y luego suelta una risita.
—Manny, ¡eres el friqui más extravagante que conozco! Justo cuando creo estar convencida de que estás loco, muestras los signos más inverosímiles de que tienes la cabeza en su sitio. —Alarga la mano y lo coge de la muñeca; el roce de las pieles es una arrebatadora sorpresa para él—. Claro que me sigues interesando. Eres el geek más cojonudo y morrocotudo que conozco. ¿Por qué crees que estoy aquí?
—¿Significa eso que quieres reactivar nuestro compromiso?
—Nunca estuvo desactivado, Manny, simplemente estaba, digamos, suspendido de forma temporal mientras te aclarabas. Pensé que necesitabas espacio. Lo que pasa es que no has parado quieto ni un momento, sigues sin…
—Sí, lo pillo. —Se suelta y retira la mano—. ¿Y los gatitos?
Ella parece perpleja.
—¿Qué gatitos?
—No hablemos de eso. ¿Por qué este bar?
Ella frunce el ceño.
—Tenía que verte lo antes posible. No dejo de oír rumores sobre que estás metido en un complot de la KGB, que eres una especie de espía comunista. No es verdad, ¿no?
—¿Verdad? —Niega con la cabeza, divertido—. Hace más de veinte años que la KGB no existe.
—Ten cuidado, Manny. No quiero perderte. Es una orden. Por favor.
El suelo cruje y él vuelve la cabeza. Rastas y gafas de sol que ocultan luces parpadeantes: Bob Franklin. Manfred recuerda con vaguedad y remordimiento que se fue con la señorita Arianespace colgada del brazo, poco antes de que la cosa se embriagara malamente. Decide que estaba buena, pero no del mismo modo que Pamela. Bob está como una rosa. Manfred hace las presentaciones.
—Bob, te presento a Pam, mi prometida. ¿Pam? Te presento a Bob.
Bob le pone delante un vaso lleno; no tiene ni idea de lo que hay en él, pero sería una grosería por su parte no beber.
—Chachi. Esto… Manfred, ¿podemos hablar? Es sobre tu idea de anoche.
—Adelante. Pam es de confianza.
Bob levanta una ceja, pero continúa de todos modos.
—Es sobre el concepto del fabricador. Uno de mis equipos está haciendo prototipos con materiales del FabLab y creo que podríamos construirlo. Plantearlo como algo provisional le da un giro completamente nuevo a la vieja idea de la fábrica lunar tipo Von Neumann, pero Bingo y Marek dicen que creen que puede funcionar hasta que podamos apañárnoslas para conseguir una ecología nanolitográfica nativa: lo controlamos todo desde la Tierra en plan laboratorio de pruebas y enviamos las partes que cueste mucho hacer in situ mientras vamos aprendiendo a hacerlo bien. Utilizamos FPGAs para todos los componentes electrónicos esenciales y nos lo tomamos con parsimonia; tienes razón en lo de que tendremos una fábrica autorreplicante unos cuantos años antes de que despegue la robótica. Pero no veo claro lo de la inteligencia sobre el terreno. Una vez que el cometa se aleje más de un par de minutos luz…
—No puedes controlarlo. Retardo de realimentación. Así que quieres una tripulación, ¿no?
—Sí. Pero no podemos mandar humanos: es demasiado costoso, aparte de que nos llevará cincuenta años aunque seamos capaces de construir la fábrica en uno de los cuerpos de corto periodo del cinturón de Kuiper. Y no creo que podamos programar el tipo de IA capaz de controlar una fábrica como ésa antes de que acabe la década. Así que, ¿qué tienes en mente?
—Déjame pensar. —Manfred tarda un rato en darse cuenta de que Pamela lo está fulminando con la mirada—. ¿Sí?
—¿Qué pasa? ¿De qué va todo esto?
Franklin se encoge de hombros exageradamente, haciendo tintinear las rastas.
—Manfred me está ayudando a explorar el espacio de soluciones de un problema de fabricación. —Sonríe—. No sabía que Manny tenía novia. Invito yo.
Pam mira a Manfred, que mueve compulsivamente los dedos, concentrado en uno de esos espacios de extraños colores que su metacórtex le proyecta en las gafas.
—Nuestro compromiso estaba temporalmente suspendido mientras él meditaba sobre su futuro —añade con frialdad.
—Oh, claro. En mi época no nos preocupábamos de este tipo de cosas; es como demasiado formal, tío. —Franklin parece incómodo—. Nos ha ayudado mucho. Nos sugirió una nueva línea de investigación que no se nos había ocurrido. Es a largo plazo y un poquito especulativa, pero si funciona, nos pondrá una generación por delante en el campo de las infraestructuras extraplanetarias.
—Pero ¿ayudará a reducir el déficit presupuestario?
—Reducir el…
Manfred se estira y bosteza: el visionario vuelve del planeta Macx.
—Bob, si puedo resolverte el problema de la tripulación, ¿podrías conseguirme un hueco en la red de seguimiento del espacio profundo? ¿Digamos, lo bastante grande como para transmitir un par de gigabytes? Sé que una cosa así va a ocupar mogollón de ancho de banda, pero si puedes hacerlo, creo que puedo conseguirte exactamente el tipo de tripulación que buscas.
Franklin no parece convencido.
—¿Gigabytes? ¡La REP no está hecha para eso! Estás hablando de días. ¿Y qué quieres decir con lo de la tripulación? ¿Qué te crees que estoy montando? No podemos permitimos añadir una red de seguimiento completamente nueva, ni un sistema de mantenimiento de vida sólo para…
—Relájate. —Pamela le lanza una mirada a Manfred—. Manny, ¿por qué no le cuentas para qué quieres el ancho de banda? Puede que entonces él pueda decirte si es posible, o si existe alguna otra manera de hacerlo. —Le sonríe a Franklin—. He descubierto que normalmente tiene más sentido si consigues que te explique su razonamiento. Normalmente.
—Si yo… —Manfred se interrumpe—. Vale, Pam. Bob, son esas langostas de la KGB. Quieren irse a un sitio que esté aislado del espacio humano. Creo que puedo hacer que se embarquen como tripulación de tus deficientes fábricas autorreplicantes, pero van a querer una póliza de seguros: de ahí lo de la red de seguimiento del espacio profundo. Se me ha ocurrido que podríamos mandar una copia de ellas a los cerebros matrioska alienígenas que hay cerca de la M31…
—¿KGB? —dice Pam alzando la voz—. ¡Dijiste que no estabas metido en asuntos de espías!
—Relájate, es sólo el Grupo de Usuarios de Windows NT de Moscú, no el FSB. Los crustáceos digitalizados lo piratearon y…
Bob le mira raro.
—¿Langostas?
—Sí —Manfred le devuelve la mirada—. Copias digitales de Panulirus interruptus. ¿Estás seguro de que no te suena?
—Moscú. —Bob se echa hacia atrás apoyándose en la pared—. ¿Cómo te has enterado?
—Me llamaron ellas. —Con mucha ironía añade—: En los tiempos que corren es prácticamente imposible que una copia digital no sea consciente, aunque sea la de un crustáceo. Básicamente la culpa es de los laboratorios Bezier.
—¿Los laboratorios Bezier? —pregunta Pamela con cara inexpresiva.
—Se escaparon —dice Manfred encogiéndose de hombros—. Ellas no tienen la culpa. Este tío, Bezier. ¿No estará por casualidad enfermo?
—Yo… —Pamela se interrumpe—. No debería hablar de trabajo.
—Ahora no llevas la placa —le recuerda él con tranquilidad.
Ella inclina la cabeza.
—Sí, está enfermo. Algún tipo de tumor cerebral que no pueden extirpar.
Franklin asiente.
—Ése es el problema del cáncer: los que siguen dando problemas son los raros. No se curan.
—Bueno. —Manfred apura los restos de su cerveza—. Eso explica su interés por la digitalización de la conciencia. Juzgando por los crustáceos, va por buen camino. Me pregunto si ya habrá probado con vertebrados.
—Gatos —dice Pamela—. Esperaba ofrecérselos al Pentágono como un nuevo sistema guía para bombas inteligentes, en concepto de impuestos. No sé qué sobre remapear los objetivos enemigos para que parezcan ratones o pájaros o algo antes de introducirlos en su sensorio. El viejo truco del gatito y el puntero láser.
Manfred le lanza una mirada asesina.
—Eso no tiene gracia. Hacer copias de gatos es una idea nefasta.
—Deberle treinta millones de dólares a Hacienda tampoco tiene gracia, Manfred. Con eso se puede pagar la residencia de cien pensionistas que no tienen culpa de nada.
Franklin se inclina hacia atrás, divertido a su pesar, manteniéndose fuera del fuego cruzado.
—Las langostas son conscientes —insiste Manfred—. ¿Y qué me dices de esos pobres gatitos? ¿No merecen un mínimo de derechos? ¿Por qué no tú? ¿Te gustaría despertarte miles de veces dentro de una bomba inteligente, creyendo que el objetivo del día de un ordenador de combate de Cheyenne Mountain es lo que te vuelve loca? ¿Qué te parecería despertarte miles de veces sólo para volver a morirte? Peor aún, lo más probable es que no dejen que los gatitos se ejecuten. Coño, son demasiado peligrosos; crecen y se convierten en gatos, máquinas de matar solitarias y muy eficientes. Con inteligencia y sin socializar serían demasiado peligrosos. Son prisioneros, Pam, se los lleva hasta la consciencia sólo para descubrir que tienen una sentencia de muerte permanente. ¿Es eso justo?
—Pero sólo son copias —dice Pamela clavándole la mirada—. Software, ¿no? Podrías reinstalarlos en cualquier otra plataforma, no sé, en tu Aineko por ejemplo. Así que el argumento de que se los mata no se puede aplicar, ¿cierto?
—¿Y? En un par de años estaremos digitalizando humanos. Creo que deberíamos dejar la filosofía utilitaria para más tarde, antes de que nos muerda el córtex cerebral. Langostas, gatitos, humanos: el terreno es resbaladizo.
Franklin carraspea.
—Vas a tener que firmarme un acuerdo de confidencialidad y varias declaraciones de diligencia debida para la idea de los crustáceos piloto —le dice a Manfred—. Luego tendré que hablar con Jim sobre la adquisición de la propiedad intelectual.
—No va a poder ser. —Manfred se echa hacia atrás y sonríe perezosamente—. No voy a ser cómplice de privarles de sus derechos civiles. En lo que me concierne, son ciudadanos libres. Oh, y esta mañana he patentado la idea de utilizar IAs derivadas de langostas como pilotos automáticos de astronaves: está registrada en todas partes, todos los derechos cedidos a la FIL. O les haces un contrato de trabajo o se cancela todo.
—¡Pero sólo son software! ¡Software basado en putas langostas, por el amor de Dios! Ni siquiera estoy seguro de que sean conscientes… Vamos a ver, ¿qué son? ¿Una red de diez millones de neuronas conectada a un motor de sintaxis y a una base de conocimiento cutre? ¿Qué tipo de base para la inteligencia es ésa?
—Eso es lo que ellas dirían de ti, Bob —dice Manfred apuntándole con el dedo—. Hazlo. Hazlo o no te molestes en pensar en digitalizarte cuando tu cuerpo de carne la diñe, porque tu vida no valdrá la pena ser vivida. El precedente que sientes aquí determinará cómo se van a hacer las cosas en el futuro. Oh, y no dudes en usar este argumento con Jim Bezier. Tarde o temprano acabará pillándolo, después de que le hayas dado en la cabeza con él. Sencillamente algunos tipos de saqueo intelectual no deberían estar permitidos.
—Langostas. —Franklin niega con la cabeza—. Langostas, gatos. Hablas en serio, ¿verdad? ¿Crees que deberían ser tratados como humanos?
—No es tanto que deberían ser tratados como humanos como que si no se los considera personas, es muy posible que otros seres digitalizados tampoco sean considerados personas. Estás sentando un precedente legal, Bob. Sé de otras seis compañías que ahora mismo están trabajando en la digitalización y ninguna de ellas está pensando en el estatus legal de las copias. Si no empiezas a pensarlo ahora, ¿dónde vas a estar dentro de cuatro o cinco años?
Pam va alternado la mirada entre Franklin y Manfred como un bot atascado en un bucle, incapaz siquiera de comprender lo que ve.
—¿Qué valor tiene esto? —pregunta lastimeramente.
—Oh, bastantes millones, calculo —dice Bob, y se queda mirando su vaso vacío—. De acuerdo. Hablaré con ellas. Si pican, podrás salir a cenar a mi costa todo el siglo que viene. ¿De verdad crees que podrán hacerse cargo del complejo minero?
—Para ser invertebrados tienen muchos recursos. —Manfred sonríe inocente, irradiando entusiasmo—. Puede que sean prisioneras de su pasado evolutivo, pero aun así pueden adaptarse a un entorno nuevo. Y piénsalo, estarás consiguiendo derechos civiles para una nueva minoría; ¡una minoría que dejará de serlo en poco tiempo!
Esa noche Pamela se presenta en la habitación de Manfred; lleva puesto un vestido negro sin tirantes que oculta unas botas con tacones de aguja y la mayoría de los artículos que él le compró por la tarde. Manfred ha abierto su diario privado a sus agentes. Ella se aprovecha del privilegio, le golpea con un aturdidor al salir de la ducha y antes de que pueda abrir la boca lo tiene amordazado, despatarrado y atado al armazón de la cama. Le envuelve los tumefactos genitales con una bolsa grande de goma llena de lubricante ligeramente anestésico —no tiene sentido dejar que llegue al orgasmo—, le engancha electrodos en los pezones, le introduce un anero de goma lubricado en el recto y lo sujeta con una correa. Manfred se había quitado las gafas antes de la ducha. Ella las resetea, las conecta a su portátil y suavemente las coloca sobre sus ojos. Hay más aparatos, cosas que ha sacado en la impresora 3D de la habitación.
Acabados los preparativos, camina de un lado al otro de la cama inspeccionándolo con ojo crítico desde todos los ángulos, decidiendo por dónde empezar. Después de todo no es sólo sexo. Es una obra de arte.
Después de meditarlo un momento le cubre los pies desnudos con unos calcetines y a continuación, blandiendo con destreza un tubito de cianoacrilato, le pega las puntas de los dedos de las manos. Entonces apaga el aire acondicionado. Él se retuerce y se estira, poniendo a prueba las esposas. La cosa parece que aguanta, es lo más parecido a la privación sensorial que ha podido preparar sin un tanque de flotación y una inyección de suxametonio. Pam controla todos sus sentidos; lo único que le ha dejado libre son los oídos, Las gafas le dan acceso directo de ancho de banda alto a su cerebro, un metacórtex falso para susurrarle mentiras cuando ella lo ordene. La idea de lo que está a punto de hacer la excita, hace que le tiemblen los muslos: es la primera vez que es capaz de adentrarse tanto en su mente como en su cuerpo. Se inclina hacia delante y le susurra al oído:
—Manfred, ¿puedes oírme?
Él da una sacudida. Está amordazado, tiene los dedos pegados. Perfecto. Sin canales de retorno no puede hacer nada.
—Así es cómo se siente un tetrapléjico, Manfred. Postrado en la cama con una enfermedad de la motoneurona. Atrapado en tu propio cuerpo a causa de la ECJv por comer demasiadas hamburguesas contaminadas. Podría pincharte MPTP y te quedarías en esta posición el resto de tu vida, cagarías en una bolsa, mearías a través de un tubo. Incapaz de hablar y sin nadie que te cuide. ¿Crees que eso te gustaría?
Él intenta gruñir o quejarse a través de la mordaza de bola. Ella se levanta la falda hasta la cintura y se sube a la cama, montándose a horcajadas sobre él. Las gafas repiten una y otra vez escenas que ella grabó por Cambridge el invierno pasado: escenas de comedores sociales, escenas de hospicios. Se agacha sobre él y le susurra al oído.
—Doce millones en impuestos, nene, eso es lo que creen que les debes. ¿Oué crees que me debes a mí? Eso son seis millones de ingresos netos, Manny, seis millones que no van a ir a las bocas de tus hijos virtuales.
Él mueve la cabeza de un lado para otro, como si intentara replicar. Eso no le va a servir de nada; ella le da una buena bofetada, y su expresión asustada la hace estremecerse.
—Hoy he visto cómo regalabas millones y millones, Manny. ¡Millones, a un montón de crustáceos y a un pirata de Boston! Hijo de puta. ¿Sabes lo que debería hacer contigo?
Él se encoge, no sabiendo si va en serio o si lo hace para ponerlo cachondo. Perfecto.
No tiene sentido intentar mantener una conversación. Ella se inclina hacia delante hasta que puede sentir su aliento en la oreja.
—Carne y mente, Manny. Carne y mente. No te interesa la carne, ¿verdad? Sólo la mente. Podrían hervirte vivo y aun así seguirías sin enterarte de lo que pasara a tu alrededor en el mundo de la carne. Una langosta más en la olla. Lo único que te salva es lo mucho que te quiero.
Alarga la mano, coge la bolsa de gel y se la arranca dejando el pene al descubierto: está más tieso que un poste debido a los vasodilatadores, empapado en gel, entumecido. Incorporándose un poco, se coloca encima y se lo va introduciendo lentamente. No le duele tanto como se esperaba y la sensación es completamente distinta a lo que está acostumbrada. Empieza a echarse hacia delante, se agarra a sus tensos brazos, puede sentir cómo se estremece entregado. No puede controlarse: la sensación es tan intensa que está a punto de hacerse sangre al morderse el labio. Después baja la mano y le masajea hasta que él empieza a convulsionarse, estremeciéndose sin control y descargando en ella hasta la última gota del darwiniano río de su código fuente, comunicándose por el único dispositivo de salida que le queda.
Ella lo desmonta y con sumo cuidado usa lo que queda del superglue para pegarse los labios menores. Los humanos no tienen tapones seminíferos y aunque ella es fértil, quiere estar absolutamente segura. El pegamento durará uno o dos días. Está ardiendo y exaltada, casi fuera de control. Hirviendo como loca de expectación febril, por fin lo ha cazado.
Cuando le quita las gafas, sus ojos se ven desprotegidos y vulnerables, reducidos al núcleo humano de su mente casi trascendente.
—Puedes venir a firmar la licencia de matrimonio mañana por la mañana después del desayuno —le susurra al oído—. De lo contrario mis abogados se pondrán en contacto contigo. Tus padres querrán una ceremonia, pero eso lo podemos arreglar más adelante.
Parece como si él tuviera algo que decir, así que ella cede finalmente y le afloja la mordaza, y luego, con ternura, le da un beso en la mejilla. Él traga, tose y aparta la mirada.
—¿Por qué? ¿Por qué así?
Ella le da unas palmaditas en el pecho.
—Es sólo por los derechos de propiedad. —Se para a pensar un momento; después de todo, el abismo ideológico que tiene que salvar es enorme—. Por fin me convenciste sobre ese rollo agálmico tuyo, eso de ir regalándolo todo a cambio de puntos. No iba a perderte por un montón de langostas o gatitos digitalizados, o lo que sea que vaya a heredar esa singularidad de materia inteligente que tan ocupado te tiene. Así que decidí que primero tenía que coger lo que era mío. ¿Quién sabe? En unos meses te daré una nueva inteligencia, y podrás cuidarla como se te antoje.
—Pero no tenías por qué hacerlo así…
—¿Ah, no? —Se baja de la cama y se coloca el vestido—. ¡Das demasiado con demasiada facilidad, Manny! Contrólate un poco, o no quedará nada.
Inclinándose un poco sobre la cama, le echa unas gotitas de acetona en los dedos de la mano izquierda y le abre las esposas. Deja la botella de disolvente lo bastante cerca como para que pueda soltarse solo.
—Hasta mañana. No lo olvides, después del desayuno.
Ella está en el umbral de la puerta cuando él dice:
—¡Pero no me has dicho por qué!
—Piensa en ello como una forma de propagar tus memes —dice ella, luego le lanza un beso y cierra la puerta. Se agacha y cuidadosamente coloca una caja de cartón con otro gatito digitalizado en el umbral. Entonces vuelve a su suite para iniciar los preparativos de la boda alquímica.