A mi edad, uno aprende a aceptar lo imprevisto con filosofía. Ustedes podrán preguntarme entonces que por qué tengo dificultades en aceptar al Rajá, mientras que me resulta tan fácil aceptar al polizón. Elemental. El Rajá era la respuesta a un hecho, una explicación que yo aún no podía aceptar debido a que faltaba todavía una parte fundamental de evidencia. El polizón había surgido de un espacio incognoscible. No había explicaciones ni motivaciones involucradas en él. Era un hecho que no podía ser negado ni encajarlo en la construcción cósmica. Era un hecho que debía ser aceptado como Ding as sich, una cosa en sí misma.
Imposible nombrar su hábitat original. ¿Urano, Neptuno, o Plutón, planetas que aún no habían sido visitados, y aún menos explorados en lo que se refiere a su flora y fauna? ¿El cinturón de asteroides? ¿Quizá un refugiado del halo de los millones de cometas que gravitaban en el espacio, en torno al sol y más lejos aún? ¿Y por qué no algo rechazado de algún contrauniverso, expulsado de allí e introducido en nuestro sistema a través de un minúsculo Agujero Blanco? ¿Metabolismo? N. información. Mi hipótesis a posteriori: tal vez se alimentara del espectro electromagnético, lo cual significaría que hay todo un mar de alimento flotando en el espacio. ¿Locomoción? N. información. Posiblemente se deje arrastrar por los vientos estelares del espacio, lo cual explicaría que se pegara al casco del cargo en pleno vuelo, ya que no podría resistir los vientos solares sin ayuda. ¿Reproducción? N. información, punto. ¿Razón de ser? Ninguna criatura viva puede responder a eso. ¿Descripción?
Bueno, cuando desembarcamos del cargo allí estaba, pegado al casco, ante la incredulidad de los oficiales y de los mecs. del astropuerto. Me recordó un mixomiceto, un mantillo de los terrenos pantanosos que había estudiado en el Trinity College; y si había alguna analogía entre ellos, la cuestión de la reproducción quedaba resuelta: por formación de esporas. Era una enorme plancha plana de citoplasma, del tamaño de una manta grande, translúcida, y uno podía ver miles de núcleos en su interior, todos ellos conectados entre si con una red demente de ramificaciones o no sé qué. Y los núcleos se encendían y se apagaban como si la cosa te estuviera haciendo guiños burlones.
Naturalmente, insistí en llevármelo conmigo, ante el horror de Natoma, a quien le producía revulsión. Pero Hic-Haec-Hoc cayó inmediatamente enamorado de Guiños, y se lo echó sobre los hombros como si fuera una capa. Guiños prolongó un poco sus puntas para estar más cómodo, y le hizo un guiño a Hic, y maldito sea si Hic no se lo devolvió. Me sentí feliz de que Hic hubiera encontrado por fin un amigo. Pero Guiños no permaneció inmóvil. Al cabo de un instante se desprendió de Hic, aleteó con sus bordes como un murciélago, y se marchó de exploración. Luego regresó, y ambos tuvieron una larga conversación.
Habíamos tomado tierra en las afueras de Mexas City, que era quien había encargado el estiércol, de modo que utilizamos un transit para ir a la ciudad y buscar un linear hacia el norte. El transit se estrelló, y Natoma saltó para protegerme con su cuerpo. Me sentí herido en mi amor orgullo.
—La gran L., ¿sabes? —dijo ella, y la cosa quedó arreglada. Llamamos a un pogo que volvía vacío del espaciopuerto, pero, al aterrizar en Mexas City, en lugar de posarse suavemente se dejó simplemente caer y se hizo picadillo. Mi mujer me protegió de nuevo.
En la estación de lineares un depósito de combustible estalló, y tuvimos que batirnos en retirada. Por aquel entonces empecé a comprender.
—Están sobre nosotros —le dije a Natoma.
Asintió silenciosamente. Sabia a qué y a quienes me estaba refiriendo.
—La red de la Extro ha entrado de nuevo en acción —dije.
—¿Pero cómo saben que estamos aquí?
—Probablemente el cargo nos ha traicionado. Ahora la red nos tiene de nuevo.
—¿Y nos está atacando?
—S. Con todo lo que tiene a mano.
—¿Qué haremos?
—Permaneceremos alejados de todo lo que sea mecánico y electrónico. Iremos al norte a pie.
—¿Mil quinientos kilómetros?
—Quizá por el camino encontremos algún medio de transporte silencioso.
—¿Mexas City no informará de la dirección que tomamos?
—N. Sólo de que nos vamos. No puede saber adónde vamos si nosotros mismos no se lo decimos. Así que a partir de ahora vamos a tomar una serie de precauciones. En primer lugar: ni una palabra. Hic nos guiará; la Extro no puede captar nada de él, y yo le daré instrucciones por signos. —Saqué un trozo de papel (un billete de a mil, para más señas) y escribí:
Y cada vez que pasemos junto a algo electrónico, lo destruiremos.
Ella asintió de nuevo, y salimos de Mexas City, mientras yo daba paciente y silenciosamente mis instrucciones a Hic-Haec-Hoc. Finalmente captó mi idea, tomó el mando, y nos convertimos en un ejército perdido de tres hombres. No cuento a Guiños.
Era m. interesante. Podía decir cuándo nos acercábamos a una ciudad por la aparición de sus emisiones de dramáticos, flotando ante nosotros como un espejismo. Pateamos el suelo hasta Queretaro, donde nuestro Jefe Sin Miedo se adelantó para buscar tres caballos. Le había dado dinero al mismo tiempo que instrucciones, pero no creo que sepa para qué sirven esos rectangulitos de papel, de modo que lo más seguro es que le tomaran el pelo. De todos modos volvió con los animales, y montamos a pelo hasta San Luis Potosí, donde Hic robó un carrito pequeño. Nat improvisó unos arreos al estilo indio con unas cuerdas. En Durango, el Jefe Sin Miedo no se portó tan bien. Yo le había gruñido y hecho signos para "cuchillos". Aparentemente no entendió el mensaje. Regresó con dos martillos y un hacha pequeña. De todos modos, aquello nos facilitó las destrucciones.
Nuestro ejército estaba dejando tras él un rastro de demoliciones electrónicas que parecía la Marcha de Sherman hacia el Mar, pero la red no tenía ninguna forma de saber que éramos nosotros: las máquinas suelen estropearse a menudo para la supervivencia del Sindicato de Reparadores. Por las noches acampábamos ante un fuego de campaña, donde asábamos cualquier cosa que Hic y yo pudiéramos conseguir. No resultaba cómodo.
No poseíamos ni vajilla ni útiles de cocina. Sacábamos el agua machacando cactus, magueys e higos chumbos entre dos piedras planas, pero no teníamos nada para almacenarla.
Entonces la suerte nos sonrió. Pasamos ante un almacén de chatarra abandonado.
Examiné atentamente el montón heterogéneo y oxidado y ¡aleluya!, descubrí utensilios de mesa y cocina de olvidadas partes de automóviles: dos abombados guardabarros, ocho tapacubos (para platos), y un depósito de gasolina que tuve que arrancar a martillazos de los restos de un chasis. Aquello serviría para almacenar agua. Martilleé uno de los guardabarros hasta convertirlo en una sartén, y doblé los bordes del otro para hacer un pote. Ya teníamos todo lo necesario.
Aquello era realmente vida sana. Natoma me enseñó cómo capturar conejos al estilo indio.
Cuando oteaba un gran macho sentado sobre sus cuartos traseros, examinando sus dominios, ella me hacia el signo y yo avanzaba indolentemente, al descubierto, teniendo buen cuidado de no rebasar su distancia de huida. El macho me seguía con ojos suspicaces, los músculos tensos para saltar al menor intento amenazador por mí parte.
Mientras tanto, Nat se arrastraba sigilosamente por detrás. Un gesto rápido, y sus dedos se cerraban sobre su presa. No siempre, pero sí la mayor parte de las veces.
Tuvimos otro golpe de suerte. Acabábamos de cruzar un arroyo seco cuando observé, a bastante distancia a nuestra izquierda, un horizonte de negras nubes zebradas de rayos.
Hice detenerse a mi gente, indicando la distante tormenta, luego el arroyo seco, y finalmente el depósito vacío. Así que esperamos. Esperamos. Esperamos. Entonces se produjo un distante crujido, seguido de un retumbar cada vez más próximo, y un torrente de espumeante agua fluyó por el lecho del arroyo. Lavé el depósito varias veces y luego lo llené. El agua estaba llena de sedimentos pero era potable. Y entonces fue cuando se produjo el golpe de suerte: un aterrorizado cordero, todo él balidos y sollozos, arrastrado por la tumultuosa corriente. Agarré una de sus patas al vuelo, Natoma agarró otra, y lo izamos fuera del agua. Corro una piadosa cortina sobre la carnicería que sucedió a continuación. No es fácil despiezar un cordero con dos martillos y un hacha pequeña.
Algo curioso. Guiños no parecía sentir la necesidad de alimentarse, y muy pronto empecé a pensar que su metabolismo debía extraer sus fuerzas de las más inusitadas fuentes, como pueden ser las líneas de alta tensión. Era inteligente. Tras una semana de vernos a Hic y a mi rebuscar por todos lados, pareció captar la idea. De tanto en tanto, le guiñaba algunos de sus muchos ojos a nuestro Jefe Sin Miedo —me hubiera gustado saber en qué maldito lenguaje se comunicaban— y despegaba. Siempre volvía con todo tipo de cosas pegadas a su proto.: piedras, artemisa, ramas secas, huesos blanqueados, botellas descoloridas por el sol… Pero una tarde gloriosa lo vimos regresar con un pecan de quince kilos. El hacha trabajó de nuevo.
Ozymandías nos cayó encima por sorpresa una noche en que habíamos capturado un armadillo de diez kilos y nos estábamos preguntando cómo diablos íbamos a cocinarlo. Y no exagero sobre su llegada. Su proximidad fue trompeteada por una terrible serie de crujidos, pateos, forcejeos y ansiosos jadeos; sonaba como un brontosaurio ciego cargando en mitad de una jungla. Luego apareció a la luz de nuestro fuego de campaña, los brazos abiertos, tropezando contra un cactus y estando a punto de derrumbarse sobre el fuego.
Merlín lo apodó Ozymandias en recuerdo de los últimos versos del poema de Shelley:
Alrededor de las ruinas de este pecio colosal, infinitas y desnudas, las planas y solitarias arenas se extienden hasta el horizonte.
Oz era colosal. Medía dos metros de alto y pesaba ciento cincuenta kilos. Era un pecio.
Había comido y bebido a través de todo el sistema centenares de veces, sembrando planas y solitarias arenas en lugares donde siempre habían florecido cosas exquisitas. También era un creador de pecios. Oz no podía ir a ningún lugar o hacer alguna cosa sin romper algo, incluido él mismo. No era una buena señal para nuestra expedición, pero le agradecí que nos hubiera encontrado.
Es estrictamente un metropnik —nunca se le verá fuera del Centro de la ciudad—, y su idea del equipo que necesitaba para enfrentarse a los rigores del exterior era hilarante: enormes botas de montaña, calcetines de lana gruesa, pantalones cortos de cuero, chaqueta de safari de lona y sombrero tirolés, incluyendo brocha de afeitar. Pero aquel querido torpón llevaba al menos un impresionante cuchillo de caza colgando de su cintura, y aquello nos iba a ser muy útil. Llevaba también una mochila colgando de uno de sus hombros, cuyas redondeces indicaban que estaba repleta de botellas de vino.
Desgraciadamente, la creciente mancha en uno de sus lados y las oscuras gotas que caían una a una de su parte inferior indicaban que al menos una de las botellas se había ya roto.
Ozymandias abrió la boca para expresar en toda su plenitud la alegría que le causaba el habernos encontrado, pero le hice señas de que se callara. Cerró la boca, hizo una mueca, y se palpó la lengua. No había duda, se la había mordido. Desde aquel momento nuestra conversación se tradujo en un intercambio de notas a través de billetes de banco, como un par de Beethovens sordos. No voy a reproducir nuestro intercambio epistolar, y además Oz me rompió la estilo. En pocas palabras, las noticias eran estas: El Grupo sabía que yo estaba buscando a Hic-Haec-Hoc, y Pepys les había dicho que Hic estaba en Titán.
Entonces Oz había hecho algo realmente brillante, o al menos eso era lo que él pensaba.
Había enviado un télex con respuesta pagada a las autoridades de Titán preguntando la fecha de regreso y el destino de Edward Curzon y esposa.
Pero —oh genial maniobra— lo hizo utilizando un nombre falso. La información había llegado, y así era como la red nos había localizado. Oz se limitó a seguir nuestras huellas de máquinas electrónicas destruidas, y nos había alcanzado. Suponía que otros podían haber hecho lo mismo.
Nos saludó a todos del mismo modo: nos besó, nos estrujó, y nos lanzó al aire. Oz es un lanzador. Con él uno tiene que saber caer sobre sus pies: falla su casi siempre presa cuando intenta recogerla en la caída. Se enamoró fulminantemente de Natoma apenas la vio; siempre se enamora fulminantemente a la primera mirada. Guiños lo desorientó un tanto, pero lo lanzó igualmente al aire. No lo besó. Cuando le pedí su opinión sobre el armadillo, fue breve y tajante:
Asado en su caparazón, escribió. Luego inspeccionó su mochila, sacó una botella rota, y derramó una lágrima mostrándome la etiqueta. Vosne Romanée Contí, el más fino y buscado de los borgoñas. De todos modos, se consoló al momento siguiente: se encogió de hombros, se echó a reír, lanzó la botella rota al aire, y se cortó al atraparla en su caída.
Había dificultades de transporte con Ozymandias. No podía montar en un caballo: le partiría el espinazo. Natoma bajó del carro para montar en mi caballo (los otros dos iban atados al carro) y Oz subió en su lugar. El carro se volcó, y nuestras pertenencias se esparcieron por todos lados. Lo recogimos todo, y Oz lo intentó de nuevo. Esta vez lo hice subir barriga abajo, y sentarse en la parte de atrás. Funcionó. Ahora éramos un ejército perdido de cuatro. Seguimos adelante.
Así llegamos hasta Obregon, donde se nos unió Hillel. Iba en un hover. Nos echó una mirada mientras nos sobrevolaba, y no se detuvo. Rápido y eficaz. Sin duda debía haber demolido el tablero de mandos, de modo que no comprendí aquel exceso de prudencia. Se dirigió rectamente hacía el horizonte, como si no nos hubiera visto. Luego oímos una explosión, y media hora más tarde Hilly llegaba corriendo a nuestro lado. Entonces comprendí. Le faltaba el brazo izquierdo. Me quedé alucinado.
El Judío asintió y sonrió.
Tomé mis billetes y escribí: ¿El Rajá?
—S. —¿Cómo?
—Demasiado complicado para escribirlo. Fue brillante.
—Pero escapaste.
—A qué precio. Poulos fue una advertencia.
—¿Regeneración?
—Quizá. Tú eres el próximo candidato. Ten cuidado.
—¿Pq. yo?
—Está matando en orden decreciente.
Hilly saludó a la aterrada Natoma con un guiño, atascó un puñado de dulces en la boca de Hic, palmeó a Ozymandias en la mejilla, y examinó a Guiños fascinado. Guiños tampoco se había encontrado nunca antes con un terrestre de tres miembros, y le devolvió al Hebe el examen y la fascinación. Hilly se estremeció varias veces, como si hubiera recibido sacudidas eléctricas. Luego se alejó y estuvo fuera durante varias horas, mientras nosotros descansábamos y yo intentaba evitar que Natoma siguiera llorando. Oz sacó una flauta de su mochila y le arrancó suaves y blandos sonidos.
Hilly regresó con una vieja bicicleta que se había procurado en vayan a saber qué sitio, y el ejército continuó hacia Chihuahua, donde M'bantu se unió a la fiesta. Cinco Beethovens sordos. M'b se fue y regresó montado en una mula cuyas orejas se arrastraban por el suelo. Guiños se sintió perplejo ante el color de M'bantu y, naturalmente, lo examinó. El zulú comprendió y se desnudó inmediatamente. Se estremeció y saltó sobre uno y otro pie durante el examen, para derrumbarse finalmente sin sentido. Retiramos a Guiños de sobre su cabeza y nos ocupamos del zulú hasta que recobró la consciencia. Cuando se hubo recuperado lo suficiente escribí:
—¿Sofocación?
—N. Dragado de cerebro. Pérdida de energía cerebral.
—¿Cómo si te lo aspiraran?
—S. —¿Carga electro nerviosa?
—S. No le dejéis acercarse cuando estéis desnudos.
—¿Pq. desnudos?
—Las ropas aíslan un poco.
Nuestro silencioso ejército se estaba abriendo ahora un camino de casi un kilómetro de ancho, destruyendo a su paso toda posible máquina chismosa. M'bantu nos era de una ayuda inestimable en el arte de vivir del terreno, y muy pronto gozamos de un agradable cambio de dieta: batatas silvestres, cebollas silvestres, perejil silvestre, bulbos de lirio, zanahorias y extrañas raíces. Hilly, listo como siempre, se había traído consigo algunos trozos de sal gema. Debo explicar aquí que, aunque un Homol puede comer cualquier cosa, siempre preferimos la buena comida. Ozymandias demostró ser un cordon bleu en el arte de la improvisación.
Erik el Rojo se nos unió en las afueras de Hermosillo, y podrán hacerse ustedes una idea del continuo zigzag que era nuestro camino. Tuvimos que cruzar el Río de la Concepción para alcanzar Nogales. El río estaba en su crecida. Dimos las gracias por la oportunidad de lavarnos, pero tuvimos que abandonar todo nuestro equipaje pesado. Esperábamos seguir viviendo del terreno como antes. Eramos unos soñadores.
A medida que avanzábamos hacia el norte encontrábamos cada vez más las huellas de la explo. demo., con todas las exquisiteces mecanoelectrónicas que la gente civilizada exige y considera hoy en día como normales. Empezamos a viajar de noche, ocultándonos durante el día en oscuros rincones, siempre sumergidos en el mismo silencio mortal. Ya no destruíamos nada. Había demasiado que destruir. Nos habíamos convertido en los Campeones del Esquinazo.
Entre Chula Vista del Mar y San Diego, Erik se ausentó durante uno de los períodos de descanso y regresó una hora más tarde haciendo señas de que le siguiéramos. Le seguimos. Nos llevó hasta una vía férrea, donde había una vagoneta accionada a mano abandonada. Subimos y empezamos a darle a la doble palanca en dirección al norte, estableciendo turnos. Era un trabajo agotador, y me alegré cuando la vagoneta descarriló en algún lugar al sur de San Diego.
Acampamos, y M'bantu se esfumó. Regresó trayendo consigo un camello, dos cebras y un búfalo, a los que había persuadido de que cooperaran utilizando el lenguaje animal.
Sin duda los había tomado del zoo de San Diego. De nuevo teníamos cabalgaduras.
Continuamos hacia el norte, hacia San Clemente (hoy mausoleo nacional), donde Oz se fue y regresó ligeramente cojo haciéndonos enfáticas señas de que le siguiéramos.
Obedecimos. Nos llevó hasta un muelle donde habia un bote salvavidas desocupado.
Remamos hacia el norte, orillando la costa. Gracias al cielo el bote, desfondado, se hundió justo delante de Laguna (otro tributo al Hacedor de Pecios), y tuvimos que nadar hasta la costa. A mí me tocó remolcar a Hic-Haec-Hoc, con las manos debidamente atadas a la nuca. Hic podía respirar bajo el agua, pero el idiota nunca había aprendido a nadar.
Secamos nuestras ropas al sol y nos tendimos para descansar, excepto Guiños, que se alejó planeando para explorar el mar. Lo último que vi de Guiños antes de dormirme fue su salida del agua agitando sus alas, con un furioso delfín debatiéndose entre los repliegues de su protoplasma. Cuando abrí de nuevo los ojos teníamos delante de nosotros a una majestuosa diva vestida con un caftán púrpura. Queenie, por supuesto.
—¡Ajá! —dijo—. Así que cruzando por mi coto privado de caza. No sabía que estuvieras tan bien acompañado, G… —en aquel momento fue interrumpido por la mano de Hilly aplastándose contra su boca. Luego, el dedo de Hilly escribió en la arena:
N. hables.
—¿Pq.?, escribió Queenie.
—Extro.
—¿and?
—Quiere matarlo.
—¿Sabe que estáis aquí?
—Espero que N
—¿Es por eso por lo que no podéis hablar?
—S. Ni acercarnos a nada electrónico.
—¿Puedo ayudar?
—S. Quédate aquí y hazte notar.
—Siempre me hago notar.
—Ahora hazlo más.
—¿Un señuelo?
—S.
Hillel pateó lo escrito en la arena, y Queenie se alejó contoneándose, para recibir en la cabeza una hermosa raya viva que acababa de soltar Guiños.
—Tu… tu… ¡cosa! —gritó Queenie, indignado. No sabía cuánta razón tenía. La playa estaba sembrada con las presas de Guiños.
Tuve la sensación de aquel era mi turno de encontrar algún medio de transporte silencioso. Me metí en mis ropas y me dirigí tierra adentro. Cuando regresé, dos horas más tarde, todos estaban de pie, secos y vestidos, y la arena estaba llena de sus conversaciones. Hice el gesto suivez-moi, y me siguieron hasta un decrépito aeropuerto donde un enorme cartel en siete lenguas proclamaba:
VEA EL PAISAJE TRANQUILAMENTE Y SIN APRESURARSE
A BORDO DE NUESTROS PLANEADORES IZVOZCHIK.
S. GARANTÍAS. S. RESPONSABILIDAD. S. INDEMNIZACIONES.
Subimos al planeador; el piloto nos siguió, contó las cabezas, asintió, y se sentó a los controles. Un decrépito avión a reacción de la Segunda Guerra Mundial nos ató al extremo de un cable de cien metros, despegó, y nos remolcó. A setecientos metros de altitud nos soltó del cable y regresó. Ya podíamos admirar el paisaje tranquilamente y sin apresurarnos. Hice una seña con la cabeza a M'bantu, que arrancó al piloto de su asiento y lo arrastró hasta la cola, y yo tomé los controles.
Aquello era un juego para mí. De veras, no exagero. Había ganado una docena de rallyes de este tipo cuando era un chaval de setenta años. Me divertí con las corrientes térmicas ascendentes y con los vientos del sudoeste, mientras el piloto espumeaba de rabia y el zulú lo calmaba con su puño. Aunque el planeador era mudo, ninguno de nosotros hablaba. Habíamos perdido la costumbre.
Maldito sea si no tomé tierra en el mismo almacén de repuestos de TV donde llevé a aquellas dos chicas, hace ya no sé cuantos años. No fue un aterrizaje todo lo perfecto que yo era capaz de hacer, pero no hubo pérdidas materiales aparte el Palangador Dejamos al piloto ardiendo de insatisfacción y nos fuimos, pero vi al Rojo meterle un puñado de billetes entre pecho y camisa antes de salir del aparato. Nos deslizamos fuera del almacén lo más discretamente que pudimos, y a través de oscuras calles hasta la xipi donde los tres fieles lobos grises seguían montando guardia. M'bantu les habló, y nos dejaron entrar. Esperé hallar allí a Sequoia. N. estaba. ¿Estaba arriba o abajo?
Entonces aceleré. Me esfumé en silencio, fui a comprar un multiquemador, un cc. de Codeina-Curarina, una jeringa, un plano del sistema de cloacas, todo ello en silencio.
Regresé a la xipi, me jeringué una dosis masiva, y memoricé el plano. Tenía media hora antes de que la Codeina-Curarina hiciera efecto. Cuando me supe el plano de memoria, dirigí a mis perplejos compañeros una sonrisa de confianza que en realidad no sentía, le hice señas a Hic para que me siguiera, y salí.
Tuve tiempo de meter a Hic por el agujero de la cloaca antes de notar los primeros efectos de la droga. Hic seguía llevando a Guiños al hombro, y yo no tenía nada que objetar a ello.
No sentía deseos de romper una tan hermosa amistad. Nos sumergimos en el laberinto de las cloacas en dirección a la Union Carbide cuando la Codeina-Curarina me dio el latigazo.
Su acción es desmenuzar la psique. En aquel momento yo era quince, veinte, cincuenta personas, con sus recuerdos y bloqueos mentales, sus sueños, odios, temores e impulsiones. Era toda una población. Sí la red de la Extro me localizaba le sería tan difícil captar mi personalidad y mis motivaciones como las de Hic-Haec-Hoc. La Codeina-Curarina es mortalmente fatal, pero no para un Homol. Sin embargo, no pocos Efímeros se la jeringan tan sólo para gozar de la sensación final.
El uno por ciento de realidad que quedaba en mí nos llevó a través del dédalo de colectores, contando metro tras metro hasta llegar al lugar aprox. Sacar el quemador y cortar abertura en la bóveda. No está mal. Conducto plástico n. lejos. Escuchar. Soplo de aire. Evacuación del complejo air-acond. de la Extro. Quemar. Dentro. Deslizarse.
La mia mamma mi vuol bene. Emen zum Ritter schlagen. Oh, Daddy, 1 want to die. L 'enle'vement des Sabines. Shtoh nah stolyeh? Hoid on thai, stranger. Una historia insipida.
Your son will never walk again. How do you feel about that? Merde. Agooga, agooga, agooga. Like sing out dulce Spangland.
Golpe/oh jazz/cabeza/oh jazz/contra la parrilla/ésta es la consecuencia/mira/de una aspereza brutal/complejo computadoras abajo/arte magistra/¿Pq. vacio?/Wrroom/levantar la parrilla/déjame sitio/demasiado fuerte para mi/o dármela/sacar el quemador/quemar/¿o darme q.?/pon la parrilla en su sitio/deslizarme fuera y saltar desde tres metros al suelo seguido por este gorila que probablemente/sholem aleíchem/querria agredirme/ mira alrededor mira alrededor nadie en el complejo ¿Pq.? ¿C.?
Mira al gorila. Se le ve familiar. Un boxeador sonado. El uno por ciento de mi empieza a ser ahora el diez por ciento. Buena posibilidad, como hubiera dicho Capo Rip. ¿Quién? Ese nombre me suena. Me estoy muriendo. Egipto. N., no se puede matar a un hermano. ¿A quién? Pero precisamente voy a matar a uno ahora. N. La Extro. Matar a la Extro. Si. Oui.
Ja. Hic, mata a la Extro. Estamos aqui para eso. Hic, con tus manos desnudas; desgarrar, romper, aplastar. Hic, mata a la Extro. Está ahí abajo, en el centro. Y Sequoia surgió de detrás de la Extro. Repentinamente, volví a ser totalmente yo.
—Hey, Guig —dijo tranquilamente. Los tres crionautas aparecieron tras él y se le unieron, emitiendo su música-radar. Iban vestidos con monos burdamente cosidos a mano.
—Hey, Gerónimo —dije yo, intentando ponerme a su altura—. ¿Sabías que venía?
—¡Infiernos, no! Hemos captado algo que venia por los tubos a través de las diafonias en los cables, pero sonaba como un centenar de tipos. ¿Eras tú?
—S. Entonces, ¿puedes leer nuestras mentes?
—S. ¿Cómo te has transformado en una multitud?
—Codeina-Curarina.
—¡Brillante! Escucha, Guig, estoy confuso por las insensateces de la Extro desde que subi a la superficie. ¿Es cosa tuya? —N.— ¿Qué es eso que va contigo?
—El más antiguo miembro del Grupo. Hic-Haec-Hoc.
—Oh, si. El neanderthal. ¿Y esa cosa que parece una capa en sus hombros?
—Una criatura venida del espacio.
—¡No! No irás a decirme que…
—Exacto. Exobiología altamente avanzada para tus investigaciones, si puedes persuadir a Tycho de que te la deje.
En aquel momento las cadenas comerciales iniciaron su regular carrusel de anuncios, y el complejo se vio repleto de hombres, mujeres, chicas, doctores, abogados, dibujos animados todos ellos vendiendo algo. Aquello era demencial, y Guiños estaba loco de curiosidad. Alzó el vuelo para examinar a la multitud, pero puesto que eran tan sólo ilusiones tridimensionales lo único que consiguió fue pasar aleteando a través de ellos.
—Hace una eternidad que te estoy esperando, Guig.
—¿No sabías dónde estaba?
—No después de Mexas City. —Vaciló—. ¿Cómo está ella?
—Muy bien. Siempre irritada con nuestro díscolo hermano.
—Tiene temperamento.
—¿Por qué me esperabas, Jefe?
—He tenido montañas de trabajo, semanas de él, preparando el programa de producción de hermafs. aquí en la Tierra. Y sabía que te dejarías ver, tarde o temprano. —¿Y sabías para qué?
—Para llegar a un acuerdo conmigo y con la Extro.
—¿Incluyendo al Rajá?
—¿Quién?
—¡Oh! Aún no conoces su identidad. El asesino renegado que unió sus fuerzas con la Extro para utilizarte. Ya ha matado a Poulos. Y estuvo a punto de liquidar a Hillel. Probablemente yo soy el próximo. —Me giré hacia Hic, haciéndole multitud de signos y gruñidos. El acabó por captar la idea y, finalmente, se encaminó hacia la Extro. El indio estaba perplejo.
—¿Qué significa todo esto, Guig?
—No es un acuerdo, es un arreglo definitivo. Vamos a quitarte el peso de sobre tus espaldas. Vamos a matar a la Extro.
Lanzó un aullido que hizo huir a los aterrorizados crionautas, y se lanzó contra Hic, que estaba atacando los paneles de la condenada máquina con sus poderosas manos. Yo me lancé a mi vez contra Adivina, le clavé ambas rodillas y lo tiré de espaldas.
Pero la computadora no necesitaba a Sequoia para defenderse. Había oído todo lo que yo había dicho, y estaba defendiéndose por si misma. Algunas luces estallaban, y los cristales cortantes como navajas llovían por todos lados; el airacond. estalló también, y hubo nuevas lluvias; las cerraduras electrónicas de las puertas y de los bancos de memoria se bloquearon; se produjeron cortocircuitos, y chisporroteantes cables de alta tensión cayeron por todos lados. Las computadoras satélites fueron sacrificadas. Empezaron a estallar, y parecía como si la Extro quisiera sacrificar también a todos los humanos del complejo.
Un aullido animal de Hic atravesó la oscuridad y la demencia. Adivina y yo miramos, helados. Todo un panel de la Extro se había derrumbado, dejando ver en su interior a un león que nos miraba con ojos llameantes. El carrusel publicitario creaba un confuso caleidoscopio de luces a su alrededor. Tras un momento vi que el león se mantenía erguido sobre sus patas traseras. Tras otro momento vi que era un hombre llevando una máscara de león. Y entonces me di cuenta de que no era una máscara. Era un rostro deformado.
—¡Oh, Dios! La gran L…
—¿Qué, Guig? ¿Qué? ¿Qué?
El jefe y yo saltamos sobre nuestros pies.
—El Lépcer… El estadio leonino final… El… El…
Emergió de un espacio abierto en el interior de la Extro que parecía un pequeño campo vallado con unidades electrónicas. Sus pasos eran rígidos y espasmódicos, pero de él se desprendía un ominoso poder, la fuerza que acompaña a la pérdida de control y la agonizante hipersensibilidad de la fase final del Lépcer, el doloroso tormento de los sentidos que precede a la anestesia final. Y hedía. Estaba invadiendo el centro con el hedor de la gran L. Hic-Haec-Hoc lloriqueó lastimeramente y desapareció.
—Tantos años desde el balneario, mi querido Curzon —dijo el Rajá, distinguido y cortés como siempre. Su voz era ronca y quebrada, pero seguía siendo musical. Mi mente gemía y suplicaba, intentando escapar a aquello a lo que debía hacer frente—. Y ésta, por supuesto, es la última adquisición de nuestro hermoso Grupo. Yo también era hermoso, antes. ¿Puede creerlo, doctor Adivina? Si, le conozco. Le he estado observando desde las sombras durante algún tiempo. He estado observando a todo el Grupo. Dile al doctor Adivina mi nombre, Curzon. Mi nombre y rango.
Necesité todo mi valor para hablar.
—Su Alteza Serenísima el Príncipe Mahadeva Kauvaras Bhina Arjuna, Maharajah de Bharat. El Grupo lo llama el Rajá.
—Encantado, doctor Adivina. No le ofrezco mi mano ni chocarnos nuestras palmas. Los príncipes reales no se prestan a esas costumbres rutinarias. Le permitiría que besara mi mano, pero el toque de mi piel es ahora repugnante, incluso para mí. Mi querido Curzon, no le has dicho que también soy el avatar, la transfiguración de Siva en la Tierra.
—No lo sabía, señor. Mis disculpas —mi corazón se estaba licuando, pero no iba a dejarme ganar en dignidad—. Así pues, el renegado sois realmente vos, su Alteza Serenísima. No pude creerlo cuando Hillel me lo dijo.
—¿Renegado, Curzon? Sólo un judío no creyente puede decir esto. Dios, Curzon. —Abruptamente, se puso a gritar—. ¡Dios, Curzon! ¡El divino Siva! ¡Todos nosotros somos Siva!
Yo estaba finalmente convencido. El Lépcer era el factor que faltaba. La gran L había convertido a un hombre exquisito en un maligno enemigo; feroz, astuto, destructor, literalmente un león. Era el animal que había visto Lanza Larga en las cavernas de sal. Era quien había atemorizado a los crionautas y estaba perturbando a la Extro.
—Te felicito por tu elección de un escondite, Rajá —dije—. Tu puesto de mando en el centro mismo de la acción. Nadie soñaría siquiera en buscarte aquí. ¿Cómo has conseguido hacerte un lugar en medio de esta maldita confusión?
—Suprimiendo algunas unidades, Curzon. Menos que una lobotomía prefrontal para la Extro, pese a sus protestas. ¿Pero por qué está temblando su pulso, doctor Adivina? ¿Le tiene miedo a Siva? No lo niegue. Lo oigo. Lo veo. Un dios lo capta todo: todo lo sabe, y es por eso por lo que las destrucciones y las creaciones de Siva son recibidas con humildad y amor. Sí, humildad y amor por mi destrucción y regeneración del vacio.
—¡Dios de los cielos! —estallé. Estaba temblando—. ¿Dónde está la regeneración para Chca, para Poulos, para el brazo de Hillel, para mi hogar? Nosotros…
—Qué lástima, la muchachita no. Lo lamento, pero yo no la destruí. Fue antes de mi advenimiento. El Griego sí: fue una hermosa muerte. El Judío se me escapó, pero no lo hará la segunda vez. Nadie escapa dos veces a Siva.
—¿Qué lástima, la muchachita no? —repitió Sequoia con voz estrangulada—. ¿Lamenta no haber…? ¿Has dicho qué lástima?
—Humildad y amor, doctor Adivina. Este es el verdadero culto a Siva. —De repente su cólera llameó en el rostro del Jefe—. ¡Humildad y amor! Yo soy el todo, el único, la destrucción y la regeneración, y el lingam es mi símbolo sagrado. ¡Mirad! Mirad con humildad y amor.
Exhibió su enorme y putrefacto símbolo. Retrocedimos, asqueados.
Bruscamente, la cólera dio paso a una suave razón.
—Me amaréis cuando os destruya, porque yo soy el hacedor de milagros, por la virtud de la penitencía y la meditación a lo largo de cincuenta años.
—¿Sufres el Lépcer desde hace medio siglo, Rajá? Yo… —pero tartamudeaba de tal modo que tuve que callarme.
El león inclinó graciosamente la cabeza. El rostro del león consiguió casi sonreír.
—Está permitido dirigirse a mí por este nombre, mi querido Curzon. Siva es tan sólo uno de nuestros mil nombres. Por encima de todos ellos preferimos el de Nataraja, el Danzarín Cósmico. Así es como somos idealizados más a menudo en las imágenes sagradas. —Y empezó a cantar, con voz ronca y chirriante—:
Ga-ma pa-da-ma pa-ga-ma ga-ri-sani-sa-ni ga-risa… —a un ritmo lento de 4/8 y 3/2. Luego, más aprisa—: Di na a na di na a na di na a na ka a ga a ka ga dhina na dhina na dhinagana…
Y danzaba al mismo tiempo; solemnes danzas rituales, con movimientos rápidos y sincopados, y luego pausas de pose; alrededor nuestro, alrededor del centro de la Extro, a través de los fantasmas publicitarios, por encima de los restos de componentes electrónicos y cables que cubrían el suelo. Danzaba su danza cósmica con el convulsivo frenesí de una espasmódica muñeca de caucho con pies, manos, piernas y brazos cuyas articulaciones giraran en sentidos equivocados mientras esparcían a su alrededor sus propios restos. Cada vez que echaba su cabeza a derecha e izquierda, mechones de su cabello se desprendían. Las uñas se caían de sus dedos de manos y pies. Cada jadeo para respirar iba acompañado de un chorro de sangre.
—¿Es este horror el que me ha estado utilizando? —tartamudeo Sequoia.
—Con la Extro —murmuré—. Eran dos buenos compadres.
—Yo me encargo de la maldita máquina. Tu te encargas del maldito dios.
—OK. Da la señal.
Ambos estábamos febriles. El Rajá avanzó hacia nosotros.
"Dhina na dhina na dhinagana…". El rostro de león nos miraba de una forma tan hipnótica como la danza. Sus desarticulados brazos giraron con una tremenda fuerza y nos separaron.
—¡Ahora! —estalló el Jefe, y trastabilló hacia la Extro y empezó a golpearla. Yo llevaba el quemador colgado al cuello, y lo tomé para utilizarlo. Tenía que alcanzar el cerebro o el corazón. Siva estaba inmóvil ante mí en una postura sagrada, los brazos levantados, las manos inclinadas hacia abajo, pero en una de ellas brillaba un katar, con la punta dirigida hacia mi corazón. Todos aquellos cantos hipnóticos y danzas cósmicas para aquel único momento.
Yo estaba absolutamente confundido, pero el quemador me salvó. Lo llevaba sobre el pecho, y el katar tropezó con él antes de clavarse en mis carnes. El quemador saltó hecho anicos. Yo caí de espaldas, con el Rajá encima mio, una mano estrujando mi cuello y la otra moviendo el katar en mi pecho como el asta de un toro. Me debatí desesperadamente, intentando escapar de la rotura de las vértebras cervicales y de la perforación del corazón. No podía llamar a Adivina en mi ayuda, y ya empezaba a perder el conocimiento cuando me vi libre tan inesperadamente como había sido atacado.
El Rajá estaba ahora debatiéndose y chillando entre las manos de Hic. ¿Hic leal? ¿Servicial? ¿Acudiendo en mi ayuda? Impos. Debía tratarse más bien de ese odio instintivo que hace que algunos animales se vuelvan contra sus congéneres heridos para despedazarlos. Hic transfirió la poderosa tenaza de sus manos a la cabeza del león, la sujetó firmemente, y le hizo dar al cuerpo un tremendo circulo en el aire alrededor de su cuello. Se oyó un solo crack. El cuello del Rajá se partió.
Me puse en pie como pude, tambaleándome. Hic había atacado al blanco equivocado, y sin embargo había acertado. Pero entonces vi que había dos cadáveres. El otro era Sequoia, con Guiños envolviendo prietamente su cabeza. Mucho más tarde razoné que su electrotropismo debía haber sido atraído por la formidable combinación que formaban Uncas y la Extro, particularmente después de la frustración de los fantasmas publicitarios.
Una voz tremendamente fuerte habló:
—Ya es bastante, Curzon. Está muerto. Quitale esa cosa de encima.
—¿Muerto? No. Yo quería… entonces miré a mi alrededor, desconcertado.
Uno de los crionautas repitió:
—Quitale esa cosa de encima.
—Pero… pero vosotros no sabéis hablar.
—Ahora sabemos. Somos la Extro. Quita esa cosa de la cabeza de Adivina. Rápido, Curzon. ¡Apresúrate!
Arranqué a Guiños de la cabeza del Jefe.
—Y no más demoliciones. No dejes que tu amigo empiece de nuevo.
—Dádme una buena razón.
—Ahora el control es nuestro. Nos lo ha entregado. Tú nos conoces. ¿Crees que vamos a permitirle que inicie otra guerra?
Tenía que tomar una decisión rápida, y era dificil. Aparté a Hic de la Extro (probablemente había olvidado ya su misión original), y lo dejé en compañía de Guiños. Los crionautas se arrodillaron en torno al Jefe y lo examinaron con manos y oídos.
—Sí, está muerto.
—Todo se ha parado en su cuerpo.
—No, el corazón todavía sigue contrayéndose.
—Como en los casos de electrocución.
—Hemos de regularlo de nuevo. Es lo menos que podemos hacer.
Yo me preguntaba si estaban hablando por sus propios conocimientos o por los de la Extro; seguramente lo último, y eso sería bueno a condición de que aquella maldita cosa se hubiera puesto en el lugar que le correspondía. Entonces iniciaron un extraordinario ciclo de operaciones. El Jefe fue girado, golpeado, flexionado, retorcido, puesto boca abajo, masajeado, boca-boqueado; una y otra vez, y siempre al mismo tiempo: 78 por minuto. Mi propio pulso estaba mucho más acelerado. Finalmente, se detuvieron y apoyaron sus oídos en el pecho del Jefe.
—Normal —dijeron—. Está volviendo de muy lejos. —Miraron a su alrededor con sus ojos ciegos.
—Estoy aquí —dije—. ¿Vivirá?
—Por mucho tiempo. ¿Tienes confianza en nosotros, Curzon?
—Debo tenerla, ¿no?
—No. Puedes matarnos fácilmente. Si es eso lo que deseas, adelante, hazlo ahora.
—Después de esto, tengo confianza en vosotros.
—Ta. No lo lamentarás. Haremos que la Extro se porte bien. ¿Para qué perderla?
—Por supuesto.
—Sabremos cómo recompensar tu confianza. Danos todos los datos disponibles sobre el Lépcer. Quizá la Extro pueda sugerir una línea de investigación conducente a remediarlo.
Aunque no cuentes mucho con ello.
—Gracias.
—Intenta conseguirnos algún tejido viable de los restos de esa chica tuya. Quizá no sea demasiado tarde para intentar un clonaje. Aunque no cuentes mucho con ello.
—¿Querríais, oh adorables fenómenos, que os cantara algunos compases de "Gloria al Jefe"?
Se echaron a reír.
—Toma a Adivina, Curzon. Es todo tuyo. Tennos informados.
Me arrodillé al lado de Adivina.
—Cherokee —dije—, soy yo, tu hermano. No te preocupes, todo va a ir gung.
—Ha-ga-ga —balbuceó.
—Te has librado de la Extro. Los crionautas han tomado el control, y creo que podemos confiar en ellos para que la mantengan por el recto camino.
—Ha-ga-ga.
Miré a los crionautas, que estaban reparando eficientemente los daños que Hic y el Jefe habían ocasionado.
—¡Rey, tíos: habla como un bebé!
—Oh, y lo es, Curzon. Cuando la Extro se retiró, no dejó nada atrás. Habrá que partir nuevamente de cero. Pero no te preocupes por ello. Tienes todo el tiempo del mundo.