12

Retrocedimos con el hover hasta la avenida más amplia, y giramos en dirección a Tchi hasta que localizamos un corredor lateral lo suficientemente amplio como para aparcar allí el aparato.

Luego regresamos a pie hacia el norte. Lanza Larga tenía su cuchillo metido en su funda. Yo metí un asacarnes en la mía, por si acaso. No tenía sentido correr riesgos innecesarios. El iba descalzo, sus pies eran como de hierro; yo rocié los míos con un centímetro de plástico. El iba desnudo, pintado, y la verdosa luminiscencia le daba el aspecto de cuero horriblemente repujado. Si yo tenía la misma apariencia que él, debíamos formar una pareja encantadora.

—De repente, Lanza Larga me sujetó por el hombro para que me detuviera, y me hizo dar media vuelta. Señaló un pequeño corredor lateral que apenas acabábamos de pasar, y me hizo el signo de mirar. Cuando yo le hice el signo de qué, él me hizo el signo de animal. ¿Qué clase de animal? La respuesta fue complicada, pero finalmente la capté. Estaba diciéndome que había visto un león. Absurdo, pero no podía decírselo sin herirle. Así que nos metimos en el corredor, y miramos. Ningún león. Avanzamos unos pasos más. Estaba oscuro. Ni rastros de león. Ni siquiera un rugido. Lanza Larga parecía irritado y confundido, y quería profundizar en la inspección. Pero teníamos otras cosas más urgentes que hacer. Le urgí para que saliéramos de allí, y finalmente aceptó.

Cuando alcanzamos la Calle de la Cápsula él se puso a la cabeza, naturalmente, haciéndome el signo de que le imitara en todo lo que él hiciera. Lo imité. Era un curso acelerado en el arte del ataque por sorpresa. A medida que avanzábamos, empezaba a ver un resplandor blanco ante nosotros, luego un suave zumbido, y finalmente de nuevo la música… una especie de murmullo de voces. Algo así como:

No creo que nada de aquello hubiera sido compuesto por Peter Ilich Korruptsky (n.1940, m.2003, muy llorado). Mientras avanzábamos sigilosamente hacia el resplandor blanco, la Calle de la Cápsula se ensanchó, y cuando llegamos a la fuente de la luz y del zumbido parpadeé de asombro. Era una enorme cámara, tapizada con los viejos aparatos de extracción del sodio, y en el centro estaba la cápsula, conectada a un amasijo de antiguos cables de energía y zumbando alegremente. El Jefe había encontrado el escondrijo perfecto. Luego vi a sus tres canturreantes bebés.

Eran enormes: casi dos metros veinte de estatura. Eran albinos purísimos. Su constitución era humana, pero había algo extraño en la forma de sus articulaciones; se movían como insectos.

Entonces comprendí que eran ciegos. Emitían su canturreo como si fuera el eco-sonda de un sonar. Naturalmente, observé atentamente sus genitales. Hillel se había equivocado. No tenían al mismo tiempo una rajita y un pirulito; era como un capullo blanco, muy ancho, del tamaño de mi puño, y se abría y cerraba espasmódicamente formando como pétalos.

Y de repente tuve el destello de un recuerdo. En una ocasión, en Africa, con M'bantu, el zulú quiso mostrarme algunos aspectos ecológicos de su país. Desmoronó de una patada un burdo cono de arcilla, y vi miles de aterrorizadas termitas corriendo en todas direcciones en busca de abrigo. Eran blancas y ciegas, y Mc'b me dijo que se comunicaban a través de sonidos imperceptibles para el oído humano. Los bebés de Sequoia eran termitas de dos metros veinte, con la diferencia de que sus sonidos si eran audibles.

Le hice a Lanza Larga un signo de que iba a seguir solo. No le gustó la idea, pero uno no puede argüir por signos, tan solo puede hacer constataciones. Así que se quedó. Las tres cosas me captaron apenas me acerqué a ellas, y vinieron hacia mi. Saqué mi quemador de la funda, pero no parecían amenazadoras; simplemente parecían rebosar de curiosidad y alegría. Mientras buscaba a Sequoia con la vista, exploraron mi cuerpo con sus manos y canturrearon:

Y luego, todas juntas, confié que aprobadoramente:

Respondí con Scott Joplin, Gershwin, Korruptsky, Hokubonzai, todos los grandes éxitos que pude recordar y algunos que ni siquiera podía recordar. Les gustaba el clásico ragtime, que seguramente debían considerar como la narración de historias divertidas, y me pidieron más.

Hice bis, y se revolcaron por el suelo, echándose la una encima de la otra y contra mi, convulsionándose de risa. Encantadoras esas termitas, ¿saben? Agradables cuando uno consigue vencer la xenofobia, y un público adorable para un cómico improvisador. Pero ni rastro de Sequoia. Eché una ojeada a la cápsula, con mis tres fans zumbando a mi alrededor. Niemand zu hause.

—¡Adivina! ¡Jefe! ¡Sequoia! —grité. Ninguna respuesta. El sonido aterró a las tres cosas, que retrocedieron. Las tranquilicé con algunos compases de "Melancholy Baby", y regresaron para que las acariciara. Realmente adorables. Pero ¿humanas?

Lanza Larga me lanzó un suave silbido, y cuando miré hacia él me hizo el signo de urgencia. Me desprendí de mis fans y corrí hacia él: no había tiempo para los autógrafos. Me hizo el signo de escucha. Escuché y escuché. Entonces oi: el rumor de un hovercraft acercándose. "Es Hilly llegando por el otro lado", pensé; le di una palmada en el hombro a Lanza Larga, y ambos corrimos hacia la Avenida de la Mina de Sal. Al algonquino no pareció gustarle aquello, pero no había tiempo para explicaciones. De todos modos, sacó su cuchillo. Era otra forma de explicarse.

Clara y certera. Porque no era Hilly, sino el Jefe, llegando en un hover lleno de provisiones.

Lanza Larga se pegó a la pared y desapareció; probablemente reluctante a trabar conocimiento con el hijo y heredero del más poderoso Sachem del Erie. Lo cual no ocurría con el hijo y heredero del gran Capo Rip. Avancé al descubierto, frente al hover, con una mano en el quemador, lo cual era idiota, pero yo estaba furioso. Adivina se detuvo y me miró alucinado, no reconociéndome y no esperando visitantes.

—H. —dije.

—¿Q.? ¿Q.?

—Te ves bien, hermano.

—No eres Guig.

—S.

—No puedes serlo.

—Lo soy. Espléndidamente decorado. Mírame bien.

—¡Guig! Pero…

—S. Fallaste, hijo de puta.

—Pero…

—Estuviste a punto de darle a Natoma en mi lugar.

—N.

—S.

—Pero, yo…

—Lo sé, lo sé. Intentaste hacerla bajar. Pero fui yo quien bajó en su lugar, puesto que su spang N. es lo bastante bueno. Te envía cariños. Y también el Sachem y mamá.

—¿Y tú?

—Sólo estoy pensando en qué forma voy a matarte.

—¡Guig!

—S. Voy a liquidarte.

—¿Por qué matarme?

—¿Y por qué matarme a mi?

—Tu estabas atacando. La Extro se defendió.

—¿Y Chca? ¿También ella estaba atacando?

Permaneció en silencio, agitando la cabeza.

—Sabes que estaba loca por ti. Hubiera hecho cualquier cosa por ti.

—Esa maldita Extro —murmuró.

—¿Dónde he oído yo esto, antes? No fui yo: fue el otro tipo que habita en mi.

—Tu no entiendes, Guig.

—Explícamelo.

—Has cambiado. Eres duro e implacable.

—He dicho explícamelo.

—Yo también he cambiado. He perdido mi orgullo. Me han ocurrido tantas cosas. Es un desafío, lo sé, y pienso que no estoy a su altura. Demasiadas variables y elementos desconocidos.

—Si y sí. Tienes la costumbre de pensar en línea recta. Ahora tienes que pensar a puñados.

—Eso es muy perceptivo, Guig.

—Quizá hayas perdido tu orgullo, pero no tu arrogancia. Sigues siendo el hijo del gran Sachem.

—Yo lo llamaría más bien ambición. ¿Y por qué no? Cuando era chico, mis ídolos eran Galileo, Newton, Einstein, todos los grandes descubridores. Y ahora soy yo quien ha descubierto algo. ¿Puedes reprocharme el luchar por ello, dura y tenazmente? ¿Has visto a mis crionautas?

—Te he visto a ti y a la red Extro. ¿Es ese tu descubrimiento?

—Es una parte del puñado, tal como tu has dicho. Seguro que has visto a mis crionautas. Te conozco, hermano.

—Deja los sentimentalismos familiares. S., los he visto.

—¿Y?

—¿Quieres que te sea franco?

—S.

—Son hermosos. Son fascinantes. Atraen instantáneamente el afecto. Inspiran instantáneamente el horror.

—No tienes ni idea de su potencial. Piensan y se comunican en la longitud de onda alfa. Es por ello por lo que no pueden hablar. Son brillantes. En pocos meses habrán alcanzado el nivel universitario. Son increíblemente gentiles… ni un gramo de hostilidad. Y poseen también una remarcable cualidad de la que nunca antes había oído hablar… cuyo concepto creo que ni siquiera ha existido nunca: poseen valencia electrónica. Tu sabes que la gente responde a las variaciones climáticas. Pues bien, ellos responden a las zonas superiores del espectro electromagnético, por encima del nivel visual. Haz pasar una corriente por un hilo, y se sienten excitados o deprimidos, de acuerdo con los vatios y los amperios. Son maravillosos, Guig. ¿Por qué deberían inspirar el horror?

—Porque pertenecen a otro planeta.

—Todos nosotros somos de otro planeta; todo el mundo, en todo el mundo.

—Bien dicho. Tu eres un astromórfico.

—¿Y?

—Sequoia Edward, somos el Grupo. Nos debemos lealtad y amor entre nosotros. ¿S.?

—S.

—Sequoia Edward, somos la humanidad. Nos debemos lealtad y amor a los demás. ¿S.?

—Edward Sequoia ¿y qué pasa con todos los que tú has matado?

—Oh. Abrumas mí corazón. En este momento siento vergüenza.

—¿Cuántos?

—He perdido la cuenta.

—¿Era eso lealtad y amor?

—Hacia el Grupo, si. Yo quería que todo el mundo formara parte de nosotros, no importaba el precio.

—Y yo siento lealtad y amor hacia mis tres crionautas. Quiero que todo el mundo sea como ellos.

—¿Matando a toda la humanidad? Yo soy biomórfico.

—Es esa condenada Extro —gruñó—. Es ella la asesina.

—¿No puedes enviarla a paseo?

—Guig, ¿sabes lo que es una personalidad múltiple?

—S.

—Estoy sufriendo una personalidad multimúltiple. Tengo toda la red electrónica en mi cabeza.

Es por eso por lo que me oculto aquí. Este es otro remarcable fenómeno que debe ser investigado, pero no antes de que haya terminado con mis crionautas. Tengo tiempo.

—Así pues, la Extro te controla.

—S. N.

—Tú la controlas a ella.

—S. N.

—Tienes la mente confusa.

—¿Cuál mente? Tengo miles.

—Hermano, te quiero.

—Te quiero, hermano.

—Y voy a matarte.

—¿Cain y Abel?

—Ve y atrapa una estrella fugaz.

—Ve con un niño a buscar la raíz de la mandrágora —dijo él al vuelo.

—Dime dónde han ido todos los años pasados —seguí yo.

—Quién ha hendido la pezuña del Diablo.

—Si has visto todos los signos extraños.

—Te has saltado un verso, Guig.

—Lo sé. Sigue adelante. Ya estamos llegando.

—Contemplar cosas invisibles.

—Cabalgar diez mil días y noches.

—Hasta que la edad tiña de blanco tus cabellos.

—Entonces, cuando regreses, me dirás.

—Todas las extrañas maravillas que te han sucedido…

Aquello era suficiente para mi argumentación, así que me detuve.

—Hemos llegado, Jefe. Te han sucedido extrañas maravillas, hermano. Te envidio. Me gustaría tomar parte en ellas. Estoy seguro de que a todo el Grupo le gustaría. Pero tú has iniciado una masacre. ¿Pq.? ¿Estás resucitando las antiguas guerras indias?

—No. No. No. Los años pasados han terminado. ¿Es esto una guerra? Sí. Si. Si. Ahora escucha atentamente, Guig. Hace diez mil años, vivíamos dentro de nuestro medio ambiente.

Extraíamos de él tan sólo lo que necesitábamos. Le devolvíamos todo lo que no usábamos.

Eramos todos un único gran organismo. No destruíamos el equilibrio. ¿Y ahora? Hemos destruido, destruido, destruido. ¿Dónde está el combustible fósil? Volatilizado. ¿Los peces y los animales? Volatilizados. ¿Los árboles y las junglas? Volatilizados también. ¿El humus?

Volatilizado. ¿Todo lo demás? Volatilizado, volatilizado, volatilizado.

—¿Tú citas versos? ¿Conoces estos?:

"Habéis descolgado el firmamento, y el cielo ya no está cerca de vosotros. Labráis acciones sin futuro, y hombres a medio acabar creen y temen."

—Por Dios, Guig, todos nosotros somos hombres a medio acabar, una especie condenada al fracaso, que cree y que teme y que destruye, y yo voy a reemplazarla. Tu has dicho que yo era astromórfico. ¿Crees que deseo que la plaga del hombre polucione las estrellas? Estamos envenenando el cosmos en sus raíces.

—Cuando hablas de reemplazar estás hablando de matar.

—No, tan sólo sustituir la simiente fracasada por la nueva. La que mata es la Extro. Eso es monstruoso.

—¿Y no puedes cortarlo?

—¿Cómo? Se ha instalado en mí para siempre.

—De todos modos, tú tampoco lo deseas.

—No, no lo deseo. Es un instrumento demasiado inapreciable como para deshacerme de él. El problema es que aún no consigo controlarla.

—S. Es como una batalla de gigantes, pero tu estás en inferioridad, hermano: dos contra uno.

—¿Qué estás diciendo?

—Hay otro gigante que se ha unido a la Extro, y te está usando a ti como una maldita consola central. Tú nunca podrás controlarlos.

—Quizá sea mejor que me mates, hermano —dijo cansadamente. ¿Qué puede responder un hombre irritado a esto? Gracias a Dios, en aquel momento un hover zumbó, procedente de la G.M., se detuvo, y el Hebe se deslizó fuera (Hilly nunca salta). Se acercó a nosotros y dijo:

—Está usted rodeado. El doctor Adivina, supongo. Soy Hillel, el Judío, y desearía saber si los sellos de un centavo de la Guayana Británica existen o son un cuento. Es usted torpe, mi querido Adivina. Será mejor que consulte al Grupo siempre que quiera organizar un engaño.

Uno no puede depender de una computadora para eso.

No sé si fue la inesperada aparición de Hilly o su aplomo lo que dejó mudo al piel roja.

—Oh, provisiones, por lo que veo —dijo Hilly inocentemente—. Supongo que quiere descargarlas. Guig y yo le ayudaremos. Tengo ganas de echarles una mirada a sus crionautas.

El Jefe subió de nuevo a su hover, sin abrir la boca, y lo condujo hasta la Capsulastrasse. Hillel y yo le seguimos. Lanza Larga emergió de la roca y silbó. Agité la cabeza y volvió a desaparecer. Hilly asintió aprobadoramente. Nada se le escapa. Barrió la cámara de extracción con una mirada, y atravesó a los crionautas con otra.

—Sólo hablan música —murmuré. Hilly asintió y les cantó "Hatikvah" mientras ayudaba al Jefe a descargar. Pareció gustarles. El Jefe permanecía silencioso, probablemente intentando hacer frente a lo inesperado pensando a puñados. Yo también permanecía silencioso, debido a que tenía un condenado dilema.

En un momento determinado Hilly me susurró:

—Échale una mirada a esto, Guig —y abrió una pequeña caja. Contenía una docena de agujas de coser de acero.

—Querrá hacerles vestidos —dije.

—Creo que no. Mira.

Puso la caja en el irregular suelo. Giró por si misma y se orientó apuntando a los cables eléctricos. Hilly la hizo girar hacía otro lado, la soltó, y la caja giró de nuevo por si misma hasta su anterior posición.

—Eso contesta la pregunta —dije.

—¿Qué pregunta?

—La pregunta que aún no te habías hecho.

Hilly vio que yo no estaba interesado por aquello, lo abandonó, y se giró hacía el Jefe.

—¿Podemos hablar sin molestar a sus notables criaturas? —preguntó placenteramente.

—Eso depende de la musicalidad de su voz —respondió Sequoia—. Aparentemente, les gusta.

—Sí. Una herencia racial. La suya también, evidentemente. Así que podemos hablar.

—¿De qué?

—De una petición. Usted y sus crionautas están a punto de hacer historia. Serán recordados siempre. No es necesario ocultarse aquí. Salga al abierto, y déjenos ayudarle y protegerle. Sabe que puede confiar en nosotros.

—No. Esta experiencia me pertenece.

—Por supuesto. Y nadie se permitirá interferir en el crédito que le corresponde por ella. Todo el mérito será suyo.

—No. No necesito ninguna ayuda.

—De acuerdo. Otra petición. Su sorprendente simbiosis con la Extro y la red electrónica. Debe ser investigada. Es un paso de gigante en la evolución. ¿Nos permite ayudarle?

—No.

—Doctor Adivina, está haciendo usted historia, y parece como si se estuviera echando piedras contra si mismo. ¿Por qué? Según los informes de Guig, usted ya no es el que era antes. ¿Por qué? ¿No posee ya el control?

—N.

—¿Está siendo gobernado por la Extro?

—N.

—¿La está gobernando usted a ella?

—N.

—Es como un matrimonio fracasado. ¿Sabe ella que usted se oculta aquí?

—S., pero no puede alcanzarme tan abajo.

—¿Su hover no se comunica cuando está usted arriba?

—La memoria de una máquina es amplia tan sólo en la medida de la sofisticación de sus componentes electrónicos. El hover tiene consciencia del momento, no más.

—Existencialista. Pero la Extro recuerda.

—S.

—¿Está viva?

—Dígame qué es la vida, y podré responderle.

—Yo mismo puedo responder, doctor Adivina. Está viva a través de usted. Dígame ahora qué es lo que le está ocultando a su compañero aquí presente.

—¡Porque estoy confuso, maldita sea! —gritó. Los crionautas retrocedieron—. Me han ocurrido demasiadas cosas, y estoy intentando salir a flote. Tengo dificultades con mis crionautas; dan muestras de temor, y no sé por qué. Hay demasiadas cosas que aún no sé. ¡Por Dios, déjenme tranquilo!

—Comprendo y estoy de ac., pero en contrapartida déjenos usted también tranquilos a nosotros.

—Ya se lo he dicho a Guig. No tengo nada que ver con esas muertes.

—Entonces deje de dar vida a los asesinos.

—¿Cómo?

—Abandone este planeta. Vaya más allá del alcance de la transmisión.

—Nunca. Permaneceré escondido, pero que me maten si salgo huyendo.

—Oh. Es usted cabezota, vaya Esto es debido a su última elevación. Lo ha intoxicado. Guig se sentía igual después de Krakatoa, imperioso y resentido. Esto pasará. Ha de pasar. Cuando pase, venga a encontrar al Grupo. ¿Estás listo, Guig?

Se giró, y le seguí afuera. Sequoia nos contempló irnos, con aire furioso y asombrado y también obstinado. Los crionautas nos persiguieron, reclamándonos más ragtime, pero se detuvieron en seco a la entrada de la cámara.

—Esta es la pregunta que tú no te has hecho —dijo Hillel—. El campo energético los mantiene aquí. Eres un mal inductor, Guig.

—Soy malo en todo.

—Te subestimas tontamente. ¿Sabes que el resto del Grupo te envidia?

—¿Por qué?

—Por algo que demasiados de nosotros hemos perdido.

—¿Qué?

—La pasión. Cuando uno pierde esto, pierde su humanidad. ¿Dónde está Lanza Larga?

Silbé, y Lanza Larga apareció.

—Quiero que se quede aquí, espíe, e informe —dijo Hilly.

Hice los signos: Quedarse. Espiar. Informar.

Hizo los signos: ¿Informar a dónde?

Respondí: Gran canoa.

Sonrió, y se fundió con la pared. Subimos al hover de Hilly y partimos.

—Hay dos cosas —dije—. No, tres. Tengo que arreglar esto con Nat. Tengo que conferenciar con todo el Grupo. Tú sabes dónde están. Reúnelos.

—¿Y la tercera?

—No tiene que ser liquidado. Ese brillante hijo de puta tiene que ser preservado.

Hilly sonrió.

—Entonces no tienes nada que arreglar con la señora Curzon —dijo, y empezó a tararear "Hatikvah".