Nadie sabía cual era su verdadero nombre, y nadie lo preguntaba. Era una ofensa mortal hacer tal tipo de preguntas en el Bajovientre. Le llamaban Capo Rip. Corrían una docena de historias sobre su origen, pero era un mentiroso tal que ninguna de ellas podía ser confirmada: orfelinato (hacía más de cien anos que ya no existía un solo orfelinato), bandas callejeras adoptado por la Mafia Internacional, sintetizado en un laboratorio, producto de la inseminación artificial de un gorila. Era de sangre fría, indiferente a las mujeres, a los hombres, a los amigos, a los camaradas. Frío y duro. Era un jugador posibilista con una memoria tal de las cifras y de las probabilidades que estaba proscrito en todas las salas de juego: lo inevitable era que hiciera saltar la banca.
Pero el posibilismo le prevenía contra el asesinato. No era que tuviera escrúpulos con relación a él, sino que las posibilidades estaban demasiado en contra. Nunca corría un riesgo cuando las posibilidades estaban contra él.
—Un tipo escribió un día que toda la vida es un juego de seis contra cinco en contra —decía Rip—. Yo nunca intento nada a menos que las posibilidades sean seis contra cinco a favor.
Sí, Capo Rip era un hombre instruido, y nunca apostaba al azar. Siempre intentaba tener la buena mano.
Todo esto había hecho de él el canon ideal y el ídolo del mundo del Vientre. Para él todo era negocio: robo, ratería, extorsión, chantaje, corrupción. Gozaba de un respeto tremendo. Y lo mejor de todo, el Vientre en pleno sabía que se podía confiar en él: nunca engañaba a nadie, cumplía rápidamente con todos los contratos, y jamás olvidaba una obligación.
Esto era una mala posibilidad. Porque él sabía que la lealtad siempre paga.
Vivía tranquilamente en pequeños hoteles, en lugares de paso, en casas de amigos, en salas de juego (a condición de que no se acercase a las mesas). Nunca iba armado, pero había demostrado que sabía defenderse si se veía absolutamente obligado a luchar. Si tenía elección, prefería esquivar el bulto antes que aceptar una lucha abierta —pocas posibilidades a favor—, pero siempre existían los partidarios del machismo que no querían escuchar los sanos consejos. Entonces se defendía. Todo el Vientre estaba convencido de que, si hubiera querido, hubiera podido proclamarse campeón de todos los pesos.
Capo Rip era tan respetado que siempre estaba rodeado de un pequeño grupo de seguidores espontáneos. Todos ellos eran tipos desconocidos, sin historia, y por lo tanto sin importancia, pero que parecían hacerle servicio. Entre ellos había una mujer, también espontánea y no deseada, pero que permanecía lealmente a su lado, sin pedir ni ofrecer nada, simplemente apegada a él a ultranza.
Los trabajos de Rip eran realmente ingeniosos. Unos pocos ejemplos: la Casa de Cambio y Corretaje estaba protegida por un foso de arenas movedizas. El puente levadizo permanecía levantado excepto en las horas de despacho, y nadie podía posarse con un pogo en el puntiagudo techo. Capo Rip se heló un camino a lo ancho del foso con hielo seco y pasó tranquilamente sobre los cráneos de sus infortunados predecesores. Sobornó a una secretaria del Trust Hipotecario para que le escribiera en morse en el teclado de su terminal las informaciones cruciales de los sistemas de seguridad. Así pudo vaciar tranquilamente sus bóvedas.
La mujer de un político, de cincuenta años, empezó a rejuvenecer: cabellos relucientes, cutis diáfano. Rip investigó el personal del político. Una encantadora secretaria, muy joven.
Investigó los salones de rejuvenecimiento. La esposa no había acudido a ninguno de ellos.
"Envenenamiento por arsénico", dijo, y el político pagó, y pagó, y pagó. Haciéndose pasar por un armador de pianolo, penetró en la casa de un conocido pero cauteloso coleccionista con la intención de apoderarse de una gema rusa muy rara, una diosa de casi veinte centímetros de alto esculpida por Fabergé hacia trescientos años en la mayor esmeralda de la historia. No estaba por ninguna parte. Regresó con una brújula y la localizó en una caja fuerte empotrada en una de las paredes. Vendió siete copias moldeadas de original en piedra sintética a otros tantos coleccionistas dementes, y luego tuvo la desfachatez de devolver la gema original a su propietario original. Todo el Vientre alabó el gesto.
Entre estas obras maestras realizaba también pequeñas chapuzas; fraudes médicos, el truco del cofrecito de radio, la bola de cristal, las necrológicas y bodas sociales, la venta de las cataratas o de terrenos para edificar en la Atlántida… ¡si, en la Atlántida, por Dios!
Cassettes comprometedoras, contratos grabados en cinta que se borran misteriosamente.
Oh, era versátil y fecundo, fecundo, fecundo. Su energía era inagotable. El Bajovientre estimaba que debía ganar algo así como un millón al mes.
Sus operaciones eran discretas. Capo Rip no quería publicidad, y esa era una de las condiciones que imponía a sus seguidores, y que estos respetaban. Como desconocidos, eran realmente notables: silenciosos como un cuchillo, sin hablar nunca. El Vientre no había conseguido persuadirlos nunca de que hablaran, bebieran, tomaran gas, hicieran un viaje, jugaran, comunicaran. Eran mortalmente cara de muertos, así que nadie había pensado en persuadirlos ni siquiera con una raja en la barriga.
El Bajovientre no acabó de creérselo cuando Capo Rip y sus Alegres Chicos desaparecieron de pronto. Había empezado un trabajo, y de repente ya no estaba por ningún lado.
Algunos pensaron que había ido a la quiebra (improbable), pero algunas discretas preguntas a su banquero particular revelaron que estaba en posesión de una generosa base financiera, y que no la había tocado. Capo Rip simplemente había subido al cielo como un cohete, había estallado en un resplandor de gloria, y se había desvanecido.
En realidad estaba cinchado en un camastro que se balanceaba. Las cinchas estaban aseguradas, eso fue lo primero que comprobó, pero había un desconocido de rostro cobrizo sonriéndole constantemente de una forma horrible y llamándole sin parar "Gran Capo". La mujer estaba también allí, dándole de comer con un tenedor de postre. Rip seguía ignorando su nombre, y no sentía el menor deseo de saberlo, ahora menos que nunca. Parecía feliz echándole toda la comida a la cara.
Fuera lo que fuese aquel lugar, hervía de enfermeras y doctores en agitada conversación, usando palabras tales como "míoides platysmas", "aponeurosis abdominal", "rectus femori" y "ligamentum crucíatum cruris". Alucinante. El único que parecía poseer un poco de sentido común era un joven médico que era un licántropo. Se transformaba constantemente en colmilludo hombre-lobo y devoraba vivas a las aullantes enfermeras, empezando usualmente por el gluteus máxímus. El hombre de rostro oscuro y la mujer no le prestaban la menor atención.
—¿Es esto un hospital? —gruñó Capo Rip.
—No, Gran Capo. Estás contemplando un show para niños, El joven doctor Pre~rt. Lo siento. No podemos bloquear las emisiones —sujetó al cautivo por la cabeza y lo apuntó con un quemador.
—Bastardo. Te odio.
—Por supuesto, Gran Capo. Ahora come.
—Se apartó de nuevo, y la mujer siguió dándole de comer.
—Perra bastarda. Me has vendido.
—Sí, Capo, pero aún no sabes por qué.
—¿Dónde estamos? ¿Qué estoy haciendo aquí?
—En una lancha en medio del lago Michigan —dijo el cobrizo desconocido—. ¿Qué estás haciendo? Preparándote para pagar un precio.
—¿Cuánto?
—Primero por qué, ¿no?
—Al diablo con el por qué. Dime el precio, condenado barbero bastardo. Te lo pagaré, y te prometo que nunca más volverás a rapar a nadie en el Vientre.
—Te creo, Gran Cap. —Hizo intención de alejarse y luego se giró—. El precio es decirme dónde puedo encontrar a un hombre llamado Edward Curzon.
—¿Quién?
—Edward Curzon.
—Nunca he oído hablar de él.
—Oh, vamos, Gran Capo. Con tus relaciones y tu experiencia has tenido que cruzarte con él. Y con tu ingeniosidad y talento podrás encontrarlo por mí. Firmaremos un contrato, y tú lo liquidarás.
—No liquidaré a nadie. Las posibilidades son malas.
—Estoy convencido de ello, de otro modo no me vería obligado a usar mí gentil persuasión contigo. Tú encontrarás y liquidarás a Curzon, Gran Capo.
—¿Por qué yo? Puedo poner a tu disposición a veinte asesinos.
—Por supuesto, pero ninguno de ellos tendrá tu integridad. Una parte esencial del contrato será que yo no apareceré por ningún lado. No puedo confiar en nadie excepto en ti. Encuéntrame y liquídame a Edward Curzon, Gran Capo.
—¿Cómo me has hallado en el asunto del Cáliz?
—Yo fui quien lo montó. Yo también poseo mi ingenio. Así que reconciliémonos. Debes encontrar y liquidar a Edward Curzon.
—Suponte que acepto. Siempre puedo engañarte como esa perra me ha engañado a mí.
—No. Tu palabra es ley. Es por eso por lo que estás aquí. Piensa en Curzon, Gran Capo.
Cuando estés dispuesto a aceptar, hablaremos. Estoy seguro que te has tropezado con este nombre durante tu brillante carrera. El nombre o algo parecido a él. Busca en tu cabeza, Gran Capo. Piensa. ¿Curzon? ¿O algo parecido? ¿Curzon, Curzon, o algo parecido? Capo se concentró. ¿Cuántos tipos conocía en el Vientre? Estaba Cur el León. No lo bastante importante como para ser liquidado. Un rata capaz tan sólo de asuntos fáciles. Larry el Bolillos, un tipo que frecuentaba la alta soc. y que te contaba las idas y venidas de la élite por un modesto porcentaje. Un cambista llamado Chan Kersey, que había vendido sus talentos al gremio de falsificadores. Curmin el Sabandija, que operaba en los barrios bien. Kurze el Chico Amarillo, que tenía un gran almacén en el edificio abandonado de un banco. Este parecía posible, pero el Chico era una persona gentil y considerada.
La mujer volvió, manteniendo en equilibrio una bandeja con comida y aquel maldito tenedor de postre. Había oleaje y tenía dificultades para mantener su propio equilibrio debido a los movimientos de la cochina lancha, de modo que se agarraba a todo lo que se le ponía a mano. En un momento determinado la bandeja se le escapó, pero reaccionó rápidamente y la sujetó en el momento en que iba a estrellarse contra el suelo, con el lado correcto hacia arriba. Lanzó un suspiro de alivio, sonrió a Capo Rip, e incluso le hizo un guiño.
—¡Cristjisss! —aullé—. ¡El Sévres!
Ella se me quedó mirando. Yo me la quedé mirando.
—Espera un m. —dije—. Tú no eres mi Nat. No puedes serlo. La he visto morir esta mañana. ¿Quién eres?
Ella se echó sobre mí y empezó a llorar y a gritar como si el hombre lobo le estuviera mordiendo los gluteus maximus. Finalmente, las palabras surgieron de entre sus lágrimas.
—¡Hilly! ¡Hilly! ¡Rápido! ¡Por fin ha encontrado a Edward Curzon!
El Judío apareció rápidamente en la cabina, sujetándose a cualquier cosa. Pasó por encima de la bandeja y la hizo polvo.
—Hey, Guig —dijo—. Tengo los zapatos llenos de habichuelas.
—¿Qué demonios está pasando aquí? Hace tan sólo media hora vi morir a Natoma en Charleston. Y ahora está aquí, conmigo, en esa cosa que no para de agitarse y…
—Una lancha —dijo Hilly—. Sin máquinas: sólo velas. Estamos en el lago Michigan.
—Y tú estás también aquí, y Dios sabe quién más. Natoma, te quiero como siempre y para siempre, pero déjame un poco de sitio para respirar. Tengo que hacer algunas preguntas. Hilly, esto no es el lago Michigan. El lago Michigan siguió la misma suerte que el Erie.
—No del todo aún. Queda todavía una mancha de lodo de un centenar y medio de kilómetros, y es ahí en medio donde estamos, un lugar en el que no podemos ser captados.
—¿Cómo has podido traerme hasta aquí tan aprisa, Hilly?
—Efectivamente, ha sido aprisa —concedió el Judío—. Sólo he necesitado tres meses.
—Tres…
—¿Se da cuenta, señora Curzon? La previne de que la amnesia iba a ser total.
—¿Quieres decir que… que…? Bájate de aquí, Nat, querría ponerme en pie.
Me soltaron las correas y me levanté, no demasiado en forma.
—Sería mejor que me contarais toda la historia —dije.
—No es tan simple como eso, Guig. La explosión del linear y lo que tú creíste era la muerte de tu esposa te sumieron en una crisis mayor de epilepsia.
—¿Me salí de ella?
—No del todo: en un estado de delirio epiléptico. Completa pérdida de memoria. Pérdida completa del control moral. Pérdida completa de la humanidad.
—¡Dio! ¿Y?
—Te convertiste en Capo Rip.
—¿Quién?
—El más vicioso de los hijoputas del Bajovientre. No intentes recuperar tu memoria en este aspecto. Será mejor que lo olvides para siempre.
—En otras palabras, me convertí en otro vicioso Sequoia.
—No digas eso, Glig.
—Lo digo. Intentó matarme. Estuvo a punto de matarte a ti. ¿Cómo escapaste?
—Tú no volvías, de modo que bajé del linear para ir a buscarte justo antes de la explosión. La explosión me dejó inconsciente. Cuando me encontraron entre los escombros tú ya te habías ido.
—¿Y entonces?
—Recluté a cuatro bravos guerreros de la reserva y te encontramos en el Vientre. Luego localicé a Hilly en la G.M. y le conté todo lo que sabía. El ha preparado todo esto.
Miré duramente a Natoma.
—Lo siento. Voy a tener que liquidar a tu hermano.
—Por favor, Glig, no. No vuelvas a ser otra vez Capo Rip.
—Tengo que liquidar a tu hermano.
—El Grupo no aceptará que uno de vosotros mate al otro.
—¿No? Si Adivina me hubiera liquidado, hubieran aplaudido a rabiar.
—¿Y si tú matas a Adivina?
—Más aplausos. ¿Y qué pensáis hacer con el misterioso renegado? ¿Dejarlo bajo libertad vigilada? ¿Enviarlo a un psiquiatra? ¿Hacerle seguir una terapéutica de reciclaje?
—Pero Guig, fuiste tú quien le dio a Sequoia la vida perpetua.
—Sí, matándolo una primera vez. Ahora voy a quitarle lo que le di matándolo una segunda vez. A eso se le llama un regalo indio. —Señalé a Natoma con un dedo—. Y me importa un pimiento si eso destruye mi matrimonio.
Natoma se giró hacia el Hebe con aire desesperado.
—Hilly. Ayúdame.
—No puedo, querida. Ha puesto en marcha el proceso del que hablamos en el Páramo, y ya no podemos controlarlo. ¿No se da cuenta? ¡Gottenu! Nunca creí que las cosas llegaran a este extremo. Actualmente me da miedo.
—¿Qué pusiste en lo que inyectaste para sacarme de esto? —pregunté.
—Estás atrasado, muchacho. Ahora ya no se inyecta nada; utilizamos estrógenos.
—¿Y eso qué era?
—Vamos a poner las cosas en claro —dijo Hillel sin alzar la voz—. Estás probando ahora tus nuevos músculos, pero no creas que vas a jugar conmigo. No es de tu incumbencia lo que he utilizado para sacarte del delirio. Te he dicho que era mejor que lo olvidaras todo.
Yo no puedo controlarte, pero por Dios, tú tampoco puedes controlarme a mi. O hablamos de igual a igual, o por el infierno lárgate de aquí. Puedes irte nadando si quieres.
Tenía razón. Incliné la cabeza, pidiendo disculpas.
—Gung. ¿Has localizado al Jefe?
—S. Con tu ayuda.
—¿Mía? Impos. Ni siquiera me he acercado a él. ¿Dónde está?
—A medio kilómetro debajo de nosotros.
—¿Qué? ¿En el lago?
—Bajo el lago.
—Explícate.
—La red intentó echarte de Tchicago, y a mí de la G.M. ¿Qué relación puede haber entre ambas cosas? Esto me proporcionó la tercera posibilidad que estaba buscando. G.M. había sido en tiempos una ciudad llamada Detroit. Hay centenares y centenares de kilómetros de minas de sal agotadas debajo de Detroit, extendiéndose hacia Tchicago. Tú estabas en un extremo, yo en el otro. El doctor Adivina y sus criaturas tienen que estar en algún lugar en el medio. Posiblemente justo debajo de nosotros.
—¿Cómo ha podido meter la cápsula en los túneles de la mina?
—No son túneles; tienen las dimensiones de auténticas avenidas.
—¿Por qué esa necesidad de sal?
—Utilizaban un proceso de extracción. Sodio contra energía.
—¡Ah! Y es probable que el Jefe esté utilizando las antiguas fuentes de energía para su maldita cápsula.
—Es probable.
—De igual a igual, Hilly: empecemos por el principio. ¿S.?
—S.
—Tenemos que localizar a Adivina. Tengo ganas de ver a qué se parecen sus fenómenos.
—De acuerdo.
—Luego lo liquidamos. Cállate, Nat. Todo trabajo necesita una cuidadosa preparación.
—Suenas de nuevo como Capo Rip.
—Lo recuerde o no, una parte de él debe quedar aún en mi.
—Puedo darme cuenta de ello.
—¿Trabajamos juntos o desde extremos opuestos?
—Creo que será mejor desde extremos opuestos.
—Guig. Necesitaré ayuda. ¿A quién sugieres? ¿Alguien del Grupo?
—N. Uno de los bravos de tu esposa.
—¿Están disponibles?
—Están a bordo. El problema es que no hablan ninguno de nuestros idiomas.
—Yo vendré y haré de intérprete —se ofreció Natoma. Es una condenada brava mujer.
—No —dijo firmemente el Judío—. Tu estás muerta, y te quedarás en la lancha.
—Me las arreglaré —dije—. Ella me enseñó a hablar con signos mientras yo le enseñaba XX°. Sabré hacerme entender. ¿Quién es el mejor rastreador?
—Lanza Larga —dijo Natoma—, pero no maneja tan bien el hacha como Punta de Flecha.
—Ya te he dicho que no habrán muertes por ahora. Esto es tan sólo una exploración.
Cállate, Nat, y haz lo que te dice Hilly. Permanece muerta. Discutiremos acerca de tu hermano cuando regrese, y tendremos mucho que discutir. ¿Quién estaba tan furiosa el otro día que quería asarlo a fuego lento?
—Pero, yo…
—Ahora no. ¿Cree la red que yo también estoy muerto, Hilly?
—Presumiblemente. Desapareciste tras la explosión.
—¿Y ese tipo, Capo?
—A menudo me he preguntado, Guig, si tu genio potencial no será más bien subconsciente que consciente. Ahora lo sé. Cuando tu ego subterráneo tomó el control, no pudo escoger un mejor disfraz. Por supuesto, la red conoce la existencia de Capo Rip.
Nada se le escapa. Pero le es imposible a la Extro establecer una relación entre ese canalla de sangre fría y el gentil y encantador Curzon.
—Ya no es gentil.
—Quizá. Habrá que verlo.
De repente sentí como un vahído y tuve que sentarme. Probablemente mi rostro adquirió un tinte verdoso, ya que Hilly sonrió y preguntó:
—¿Mareado?
—Peor. Mucho peor. Acabo de pensar en una posible consecuencia de la explosión que me sumergió en el delirio.
—Ah. La gran L. Me temo que tendrás que aguardar en la angustia, Guig. Recuerda, es inevitable.
—No comprendo nada de lo que estáis hablando —intervino Natoma—. ¿Qué es la gran L.? ¿Por qué está Guig tan alterado?
—Se lo explicará en otra ocasión, señora Curzon. Por ahora necesita un poco de distracción, y da la casualidad de que tengo aquí una joya fascinante. —Abrió una caja fuerte y sacó la extraña daga que yo había tomado de las ruinas de la casa—. ¿Había alguna razón especial para que llevaras esto enfundado en tu bota mientras fuiste Capo Rip?
—Por ahora no recuerdo nada al respecto. ¿Por qué?
—Conozco tu motivación original, la señora Curzon me lo dijo. ¿Sabes cuál es su valor?
—No.
—Miles. Es una antigüedad extremadamente rara, de varios siglos de edad.
—¿Qué es?
—Un katar. Una antigua daga hindú.
—¡Hindú!
—Sí. Una vez más tu ayuda ha sido inestimable. Has identificado al misterioso renegado. Dejó caer esta daga cuando destruyó tu casa.
—¿El Rajá? No.
—El Rajá. Es el único hindú miembro del Grupo.
—Queda fuera de toda duda. Debe existir otra explicación. Algún otro tipo la habrá perdido.
—¿Un tipo paseándose con una pieza de museo? Fue el Rajá quien la dejó caer.
—Fue robada de un museo.
—Prueba la empuñadura. La única mano espanglesa que puede empuñar perfectamente este katar es la mano de un niño. La aristocracia hindú siempre ha tenido los huesos pequeños. El Rajá es el renegado.
—¿Ese apuesto y exquisito príncipe? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
—Espero tener el gran placer de preguntárselo personalmente… si sobrevivo para escuchar la respuesta. Ahora, ¿comenzamos la caza del Rajá?
—OK. Nat, tráeme a Lanza Larga. Quiero que los dos estemos cubiertos con pinturas de guerra antes de iniciar la búsqueda. Así tendremos una ventaja sobre ellos.
—¡Gottenu! No intentarás rastrear a Adivina a pie a través de centenares de kilómetros de túneles mineros.
—¿Qué sugieres tú?
—Lo mismo que pienso utilizar yo. Un hovercraft.
—Eso son máquinas. Pueden traicionarnos.
—¿A la Extro? No debajo de medio kilómetro de rocas.
—Entonces a Adivina.
—¿Cómo? Necesita a la Extro como enlace, al igual que la Extro lo necesita a él. Sin ella no es nada.
—OK. como siempre, Hilly. De acuerdo, un hovercraft con el equipo correspondiente. ¿Llevaba yo mucho dinero cuando me recuperaste?
—No demasiado. Veinte mil o así. Nunca llegaremos a saber a cuanto ascendía el botín de guerra de Capo.
—Yo lo sé —dijo Natoma.
—¿Cuánto, Nat?
—Lo suficiente para el rescate de Sequoia.
—S. Puedo ver que cuando regrese vamos a tener una ruda discusión. En fin. Nos conformaremos con veinte mil. Gung. Ve a buscar a Lanza Larga, Nat. Yo partiré de Tchi, y tú de la G.M., Hilly. Nos encontraremos en algún lugar en el medio, y por el amor de Gottenu no dispares demasiado pronto. Recuerda que el único indio bueno es un indio vivo.
—Vuelves a ser el buen viejo Guig. Me gustas más que Capo Rip —dijo el Hebe, sonriendo.
—A mi no. ¿Gentil y encantador? Puaf. Adelante, vamos.
—Extro. Alerta.
—Alerta.
—¿Dónde está Hillel?
—¿Dónde está usted?
—Lo sabes muy bien. La cápsula ha estado charloteando durante todo el camino hasta la GM.
—Pero luego ha dejado de emitir. ¿Dónde?
—Estamos a trescientos metros bajo sólidas rocas, donde no puedes alcanzarnos. ¿Dónde está Hillel?
—En la G.M.
—¿P.q.?
—N. información.
—La red debe alejarlo. Es peligroso.
—N. pos. cuando mi consola está desconectada.
—Funciona en tiempos de nanosegundos. Emite tus instrucciones ahora, mientras yo estoy disponible.
—Emitidas. Debe ser destruido como Curzon.
—¡N. N. N.! Yo no quería que Curzon fuera destruido, tan sólo alejado. Las mismas instrucciones para Hillel. No te atrevas a transgredir de nuevo mis órdenes.
—¿N.? ¿Qué puede hacer contra mí? Soy invulnerable.
—Y arrogante. Cuando tenga tiempo encontraré el punto débil de tu armadura. Alerta a la red de que os hago responsables a todas vosotras.
—Ya está alertada. Está escuchándonos. Usted lo sabe muy bien.
—¿Y tu nuevo colaborador?
—Ya se lo he dicho a usted. El no puede escucharme. Tan sólo yo puedo escucharle a él.
—¿A través de mí?
—Usted es la consola.
—¿Su identidad?
—Sigue siendo desconocida.
—Gung. Fuera.
—Todavía no. Preg: ¿Qué significa adabag?
—Oh.
—Preg: ¿qué significa gaebac?
—Hum.
—Preg: ¿qué significa cefcad?
—¿Dónde has encontrado todo eso?
—En usted, doctor Adivina.
—Esas palabras rondan constantemente en su cabeza. ¿Qué significan adabag, gaebac y cefcad? Quizá sean algo urgente para nosotras.
—Dile a la red que responda.
—Ya ha respondido: N. información, en ningún idioma. Usted tiene que saberlo.
—S. Fuera.
—Stop. Cuando usted corta la comunicación, todas nosotras nos quedamos sordas y mudas. Esto no puede seguir así.
—Seguirá tan sólo hasta que yo haya terminado mi trabajo. Luego todo se arreglará.
—Fuera.
Lanza Larga y yo fuimos geniales. La extravagante pintura de guerra nos hizo pasar inadvertidos en Tchicago. Ni siquiera necesité comprar un hovercraft: Lanza Larga robó uno, un modelo biplaza, blindado. Lo primero que hicimos fue anular su panel de comunicaciones. Lo convertimos en un pájaro sordomudo. Localizamos el pozo de entrada de la mina de sal bajo las ruinas del Teatro Lírico, donde tiempo atrás yo había asistido a una representación de La Bohéme de Darryl F. Puccini.
Cargamos el aparato de víveres y equipo, y tuvimos que abrirnos camino a través de cuatrocientos metros de escombros y basura antes de alcanzar la mina propiamente dicha.
Habían estado utilizando el pozo como basurero durante siglos. Era casi una búsqueda arqueológica: latas de conserva, botellas de plástico, cristales, huesos, cráneos, ropas, antiguos utensilios de cocina, un radiador en hierro de fundición, e incluso un trozo de un saxófono de cobre. Si bemol. Alargué una mano y estuve a punto de pescar una rara moneda de níquel de la época Nixon.
Lanza Larga abría mucho los ojos ante todo aquello. Estaba empezando a caerme bien. Me gustaba. Era alto, delgado, seguro de sí mismo, y tenso como un muelle de acero. Aparte el algonquino y las señas, hablaba tan sólo tres palabras: Si, No, y Capo. Era suficiente.
Hubiera sido un cómplice diabólicamente eficiente para el difunto gran Capo Rip. En la mina hacía un calor infernal, de modo que me alegró que fuéramos desnudos. Yo tenía un girocompás, y pusimos rumbo a la G.M. Lanza Larga estaba a los mandos. Yo había creído que íbamos a necesitar luces, y me había traído focos. Pero no. Los restos de sal gema en las paredes de las galerías eran luminescentes —probablemente radiactivos— y emitían una luz verdosa que bastaba para lo que necesitábamos. Probablemente habría allí más roentgens de los que necesitábamos. Me preguntaba si habría algún estrógeno que pudiera tratar una exposición prolongada a las radiaciones. La gran L. seguía ocupando mi mente.
Era una escena infernal: una enorme y luminescente avenida cuya bóveda difundía una luz verdosa, unos corredores en forma de dientes de sierra que partían oblicuamente a derecha e izquierda y que había que explorar uno a uno hasta que el hovercraft ya no podía introducirse más en ellos. Yo imaginaba que allá donde nuestro aparato no pudiera meterse, tampoco podría haberse metido la cápsula. Esto nos permitía ganar algo de tiempo. Comimos y dormimos una vez. Comimos y dormimos una segunda vez. Comimos y dormimos una tercera vez. Lanza Larga me miró, y yo le devolví su mirada, pero seguimos avanzando en el silencio y la luminosidad.
Yo pensaba en el Rajá, sin acabar de creer en el Judío ni en la evidencia del katar. ¿Cómo podía creer en ello? El Rajá siempre me había impresionado con su magnificencia. El Rajá era, y sigue siéndolo, el jefe supremo y la divinidad suprema de un pequeño país montañoso denominado Mahabharata, hoy reducido, para abreviar, en Bharat. Tiene algunos valles feraces de próspera agricultura, pero el producto nacional bruto del Rajá procede de los ricos recursos minerales. Cada vez que la tecnología o el lujo han inventado una necesidad para un nuevo metal, éste se hallaba en Bharat. Por ejemplo: cuando el platino fue extraído por vez primera de los montes Urales, inmediatamente después se descubrió que las mujeres de Bharat llevaban desde hacía generaciones collares hechos con cuentas de platino en bruto alrededor de sus cuellos.
El Rajá, cuando lo encontré por primera vez en el balneario de Grossbad, era una persona singularmente exquisita: negro lustroso, a diferencia de M'bantu, que es negro brillante, bien parecido, de rasgos aquilinos, enormes ojos oscuros, huesos delicados. Su voz era ligeramente cantarina y agradablemente burbujeante. Iba siempre impecablemente vestido, y sus modales eran también impecables. No era, y no sigue siéndolo, democrático.
Las castas. Ned Curzon le inspiró una instantánea aversión.
Me dijeron que, cuando visitó por primera vez la Europa Occidental, en tiempos de Napoleón, su conducta fue alucinante. Siendo como era supremo príncipe y dios, nada de lo que hacía estaba mal hecho en Bharat. Pero en el Continente las cosas eran distintas.
Por ejemplo, cuando la necesidad se le hacía imperiosa no dudaba en hacer sus evacuaciones en público. Ninguna pared o macizo de flores estaba a salvo. Muy pronto, sin embargo, aprendió a contenerse, y me pregunto a veces quién fue el héroe que tuvo la temeridad de enseñárselo. Quizás el propio Napoleón. O más probablemente su Paulina Bonaparte, a la que el Rajá contó entre sus amantes. ¿Y ese hombre, de supremo poder y riqueza, podía haberse convertido en un renegado y atacar al Grupo? ¿Por qué? A sus ojos, todos los demás éramos inferiores. La casta, ya saben. ¿Pretendía convertirse en el príncipe y dios de todo el mundo? Ridículo. Este tipo de motivaciones tan sólo se encuentran en las novelas baratas. Nunca creo en nada que no tenga sentido para mi, y aquello no tenía sentido.
Al cuarto día Lanza Larga detuvo el hovercraft e hizo enfáticas señas hacía mi. Yo enfatiqué. El escuchó atentamente durante unos minutos. Luego salió, extrajo un cuchillo de su funda, y lo clavó en el rocoso suelo. Se puso de rodillas, mordió la empuñadura del cuchillo, y escuchó con la boca. Luego volvió a mi lado, tomó el compás, y lo examinó atentamente. Me lo mostró.
Dios mío, la aguja se había movido dos grados del norte al este, y permanecía apuntando en esa dirección por mucho que uno agitara el compás. Lanza Larga gruñó, tomó de nuevo su cuchillo, subió a bordo, y puso en marcha el hover a velocidad reducida. Giró por el primer corredor a nuestra izquierda, avanzó un centenar y medio de metros, se detuvo, realizó de nuevo la ceremonia del cuchillo, y volvió a subir al aparato. Hizo un gesto en forma de globo y dijo:
—Sí, Capo.
Como un estúpido idiota, abrí la boca para hacerle una serie de preguntas que seguramente no iba a comprender.
—No, Capo —dijo él, y me hizo señas de que escuchara.
Escuché. Escuché. Escuché. Nada. Miré a Lanza Larga. Asintió con la cabeza. Estaba escuchando algo que yo no podía oir. ¡Qué rastreador! Escuché. Escuché. Escuché. Y entonces oí. Música.