Cuando finalmente llegué a la xipi, Natoma estaba allí con Borgia y M'bantu. También estaban los lobos. Y también Jonás. Yo estaba demasiado exhausto para sorprenderme. El zulú me echó una mirada directa al rostro y dijo:
—Voy a dar un paseo a los lobos.
—No, por favor. Será mejor que os lo cuente. ¿Sabéis lo ocurrido?
—Lo sabemos —dijo Borgia—. Adivina llamó a la casa y nos pidió que nos reuniéramos aquí. Nos dijo el por qué.
—El doctor Adivina nos dijo también que probablemente tú intentarías enterrarte en tu madriguera como un animal enfermo y que ibas a necesitar de toda nuestra ayuda —añadió M'bantu.
—¡Dios! ¡Realmente lo necesito! —Intenté a toda costa bracear hacia la realidad—. Yo… ¿dónde está el Griego?
—El ig —dijo Natoma—. Negogogocios.
—¿Qué se ha hecho con las cenizas de esa pobre chica? —preguntó Jonás.
—Ellos… ellos querían enterrarla en un campo de abono público. Yo he pedido uno privado.
El Arrivederci. Eso es lo que nos ha ocupado tanto tiempo… Arrivederci… Hasta la vista. ¿No es un buen chiste? Chca hu… hubiera querido… —me eché a llorar. Hacía horas que me estaba conteniendo, y cuando me desahogué fue patético. Natoma me echó los brazos alrededor para consolarme. La aparté bruscamente—. No —dije—. Yo la he matado.
No soy digno de compasión.
—Mi querido Guig —empezó Borgia rápidamente.
—¡Y una mierda! —grité.
—Querida Chca —dijo Natoma.
—Si. Sí, Nat. Era mi niñita, y la vi crecer hasta convertirse en una mujer… Una gran dama… Y la he matado. Arrivederci.
M. Nunca volveré a verla.
—La criocápsula la ha matado, Guig.
—¿Tú sabes cómo y por qué, M'b? Yo lo sé y sé que soy responsable. Yo la he matado.
—¡No, no, no! —todos eran categóricos en eso.
—Ha sido la super sofisticada máquina, Guig —dijo M'bantu—. Era inevitable que se averiara más tarde o más temprano. Las máquinas se averían.
—Pero esta vez he sido yo quien la ha averiado.
—¿Cómo?
—He hablado demasiado.
—¿A quién?
—A la máquina.
M'bantu echó las manos al cielo.
—Perdóname, Guig, pero estás diciendo insensateces.
—Sé lo que ha pasado. Lo sé. Chca-5 me dio toda la información cuando estábamos en la burbuja. Ella podía captar las conversaciones de la Extro con Sequoia. Tuve que abrir mi bocaza y hablar. Mi maldita bocaza. Y ella nunca me lo podrá perdonar. Nunca. Nunca. Nunca… —estallé de nuevo en sollozos.
—Me llevo a Guig a dar una vuelta —dijo Jonás—. Sólo nosotros dos. Por favor, esperadnos aquí, muchachos.
—Es peligroso salir sin protección —dijo M'bantu—. Llevaos un lobo. Le daré instrucciones.
—Gracias. No necesitamos ningún lobo. Bésalo, querida.
Natoma me besó y salimos. En las calles había el infierno habitual: un laberinto de horror.
Las calles y avenidas se curvaban y retorcían, cruzándose y entrecruzándose, cortadas a veces por edificios abandonados, montones de detritus y terrenos baldíos. Todo ello salpicado de cuerpos en descomposición, vivos y muertos y malolientes. Había callejones sin salida donde se emboscaban las bandas, luchando y desencadenando guerras sadomaq. que hubieran asombrado a KraffiEbing. Pasamos ante una calle cortada donde había un pequeño grupo dispuesto para el ataque, pero no eran más que esqueletos harapientos. Quemados por una pistola para carne.
Podíamos oír el ruido de las hienas y de sus presas, pero nadie nos molestó. Llegamos a la playa de San Andreas, actualmente llena de barracas erigidas sobre oxidados pilotes, lado contra lado, unidas por temblorosas pasarelas que formaban un entretejido superpop.
Un trazador llegó con gran ruido de chatarra y se me aferró como si yo quisiera escapar.
Esas cosas no tienen dignidad. Dijo con voz de lata:
—Edward-Curzon-I-D-por-favor.
—941939002.
Cliqueteó, y luego dijo:
—Correcto-tome-el-mensaje-de-la-hendidura.
Lo tomé. Se giró y se marchó traqueteando. Abrí el mensaje y leí:
Adivina camino de Ceres conmigo. Firmado: Poulos.
Se lo mostré a Jonás.
—Sería mejor que les siguieras —dijo.
Natoma no tenia pasaporte, pero Jim el Calígrafo entró en acción y le confeccionó una auténtica maravilla. Jim dice que su trabajo es hoy completamente distinto de lo que era antes. Ya no se trata de hacer virguerías caligráficas, sino de saber grabar los símbolos ID adecuados que engañen a los controles de las computadoras. Jim sabe cómo hacerlo, pero no lo dice. Son secretos profesionales. Claro que también tartamudea, y quizá sea ésta la verdadera razón.
El aterrizaje en Ceres fue un auténtico infierno, pero la tripulación aseguró a los pasajeros que esto era normal. Ceres es cl mayor de los asteroides, casi ochocientos kilómetros de diámetro, esférico, y con una rotación de seis horas. Su rotación es tan rápida que alinearse con su cono kinorep para aterrizar es algo semejante a intentar enhebrar una aguja sentado en un plato de 33 revoluciones de los que se utilizaban en el novecientos.
Cuando digo esférico me refiero a antes de que la I.G. Farben se instalara allá, y me gustaría saber cuánto les ha costado traer hasta aquí todas esas porquerías. Se que han gastado una fortuna en sus programas de acondicionamiento. Ceres era un infierno: bacterias alienígenas, radioactividad, cadenas de estrangulamiento de los hidrocarbonos, esporas venenosas. Por una sorprendente coincidencia, no quedaba ni uno solo de estos peligros cuando los chicos del gobierno le dijeron a la I.G. Farben que podía comprar Ceres, y que buena suerte y que le aprovechara, siempre que pagara sus impuestos en buena moneda de curso legal.
No, el asteroide hacia ya mucho que no era un balón; parecía más bien una frambuesa.
Los Ottos y los Fritzs tenían tanto espacio que no sabían qué hacer con él, de modo que abandonaron las construcciones verticales para edificar pequeñas unidades en todos los estilos posibles e imaginables desde el viejo Frank Lloyd Wright hasta los diseños más controvertidos firmados por Bauhaus, sin olvidar Stonehenge, Reims y Socios.
Todas las edificaciones estaban bajo cúpulas, por supuesto, lo cual producía el efecto frambuesa. Ceres era extraño y hermoso con la cambiante luz brillando en los domos, y era un lugar ideal para un ataque, pero a la I.G. Farben parecía importarle un pimiento.
Sabía que todo el mundo sabia que si alguien levantaba una mano contra ella, inmediatamente dejaría de suministrar armamentos de todas clases a un sistema solar en paz, lo cual seria un desastre para las diecisiete guerras habituales en curso.
Así pues pasamos la aduana sin el menor problema, excepto algunas risas a mi costa. En Ceres hablan euro, y el mío está un poco oxidado en las articulaciones. El resultado es una especie de chapurreo de francés, alemán e italiano bien mezclados. Parecía gustarles, ya que me animaron a seguir hablando, pero cuando el Herr Capo de la Aduana me palmeó la mejilla con aire divertido, me dije que la cosa ya había durado bastante y me limité a repetir, una y otra vez:
—El Greco, bitte.
Imaginaba que esto sería suficiente para identificar a Poulos, pero parecieron desconcertados. Se limitaron a agitar la cabeza.
—Poulos, bitte —insistí, y obtuve más meneos de cabeza—. El Greco, Poulos Poulos, capo von I. Gay Farben.
Un chico listo exclamó de pronto:
—¡Ah! ¡Oui! Greco. Capisco, capisco —y nos empujó a una pequeña navecilla que tenía la forma de medio melón, apretó algunos botones en el panel de control, retrocedió, y agitó la mano mientras tomábamos velocidad. Todos los demás estaban riendo y dándose palmetazos. Aquello me recordó la Roma feliz de antes de Mussolini. M.
Nos deslizamos a través de transparentes túneles de edificio en edificio, pero no podíamos ver nada de su interior ya que pasábamos a través de sus entresuelos. Vimos cómo se ponía el sol, por supuesto, y era un espectáculo fascinante. Era como una pelota de golf de un blanco deslumbrante cayendo de golpe tras el horizonte, e instantáneamente era de noche y las estrellas empezaban a brillar. A nuestra izquierda, una enorme estrella doble nos señalaba la posición del sistema Tíerra-Luna. Marte era un disco identificable. Júpiter, a la derecha, era una mancha anaranjada en la que destacaban, como las cabezas de otras tantas agujas, sus principales lunas. Era un espectáculo magnífico. Natoma decía oh y ah. No había nada como aquello en la reserva del Erie.
La nave se detuvo en un entresuelo, y fuimos recibidos por un eficiente joven oficial que nos indicó una enorme escalera que ascendía. Los ascensores no eran necesarios en Ceres, puesto que la gravedad es tan débil que uno prácticamente flota. Así que flotamos y rebotamos de peldaño en peldaño, en nuestro deseo de hallar al poderoso Poulos Poulos… y terminamos hallándonos ante la puerta de unos almacenes llamados Greco. Idiotas de nosotros.
Yo era partidario de largarme inmediatamente de allí, pero Natoma insistió en echar una ojeada. Como para mí era una alegría complacer todos sus deseos, la seguí, gruñendo de tanto en tanto para que se sintiera también un poco culpable. Cuando uno se siente un poco culpable el placer de comprar es doble.
No voy a detallar todo lo que compró Natoma. Sólo mencionaré esto: pinturas corporales fosforescentes, perfumes y cosméticos cantarines, vestidos de un solo uso (docenas de ellos), trajes de trabajo masculinos, ("Esto segá chic paga mujeges el año pgóchimo, Clig"), medias transistorizadas programadas para cambiar de color a intervalos regulares ("Las cochas viejas vuelven, Glig"), regalos para toda la familia, métodos para aprender idiomas —spang, euro, afro y XX°— por sí mismo. Y, naturalmente, maletas para meter todo eso.
Ni siquiera le echó una mirada al resplandeciente expositor de joyas sintéticas. Fue allí donde supe que las turquesas de su cinta de cabeza y de sus brazaletes eran auténticas esmeraldas puras. Presenté mi pasaporte para pagar, y me sorprendí al ver que el total era ridículamente pequeño. Me dijeron que Ceres era un puerto franco, y me rogaron que no lo divulgara: no querían verse invadidos por los turistas.
Lo prometí, y a cambio pedí hablar con el jefe del almacén. Era una opulenta dama, que se mostró muy amable y comprensiva cuando le hube expuesto mi problema. Me hizo saber que Poulos no era conocido por su nombre en Ceres; era simplemente el Der Directeur, el único título que no había utilizado. Nos escoltó hasta el entresuelo, nos metió con nuestro equipaje en otra navecilla, y apretó los botones adecuados.
—Auguri —dijo, mientras el vehículo tomaba velocidad.
—Tante danke —le respondí, y se contorsionó de risa. Evidentemente, la había pifiado de nuevo con mi euro. Más tarde recordé lo que hubiera debido decir: "Grazie sehr".
Había una curiosa decoración en el despacho del Directeur. Por un momento tuve la impresión de haber estado ya allí antes. Luego comprendí que aquello me recordaba un atrio donde había visto la reconstrucción de Pompeya. Una piscina cuadrada central de mármol, con columnas de mármol formando una galería a todo su alrededor, las paredes de color rojo etrusco. Expliqué dificultosamente a la recepcionista de servicio quiénes éramos y qué deseábamos. Inclinó la cabeza hacia atrás y repitió el mensaje en una clara y cortante voz de barítono. Se abrió una puerta, y una típica rana hostil apareció, me miró de arriba abajo y restalló:
—¿Oui?
En aquel momento mi excitada Natoma ya no pudo resistir más la gravedad cero. Se tiró a la piscina y nadó más o menos por su superficie con una increíble gracia. Alcanzó el borde de mármol y se izó, sacudiéndose el agua y sonriendo como una encantadora nereida. La rana se amilanó y murmuró:
—Ah. Oui. Entre, per favore —y en XX° añadió— ¿Qué lengua prefieren ustedes? —No me pregunten por qué le respondí que prefería el inglés antiguo.
El despacho interior era parecido a la recepción, pero sin la piscina.
—Yo soy Boulogne, el ayudante del Director —dijo la rana. Echó la cabeza hacia atrás y trompeteó en una clara voz de contralto—: Una toalla para la señora Curzon, por favor. —Nos sonrió—. Se nos exige que hablemos todas las lenguas en esta oficina. ¿Se dice lenguas? ¿Es correcto XX°?
Al llegar a aquel punto empezó a gustarme, pero no me gustaron nada las noticias que nos dio a continuación.
—Lo siento mucho, señor y señora Curzon. El Director está ausente desde hace un mes, y por supuesto aún no ha regresado, puedo asegurárselo. No sé nada de su doctor Adivina y de su criocápsula. No han llegado a Ceres, vero. Lamento mucho no poder ayudarles.
—¿Pero y el mensaje, señor Boulogne?
—¿Puede usted mostrármelo, por favor?
Le tendí el grama. Lo examinó atentamente, se alzó de hombros y me lo devolvió.
—¿Qué puedo decirle? Parece auténtico, pero no ha sido enviado desde Ceres, puedo asegurárselo.
—¿Es posible que hayan llegado en secreto y se estén ocultando?
—Imposible. ¿Por qué tendrían que ocultarse?
—El doctor Adivina está ocupado actualmente en una investigación tremendamente delicada.
—¿Esa criocápsula?
—Y su contenido.
—¿Cuál es?
—No estoy autorizado a decírselo.
—Germafroditas —dijo Natoma. La miré ceñudo, pero me sonrió tranquilizadoramente—. Vegdad buena, Glig. Secgeto malo.
—Estoy de acuerdo con la señora —dijo Boulogne—, en el sentido de que un secreto tarde o temprano termina descubriéndose. Así que hermafroditas, ¿eh? Muy divertido. Nunca creí que tales monstruos existieran realmente, más allá de las fábulas.
—No egsisten —dijo Natoma orgullosamente—. Mia fgége inventag —estaba lanzándose al euro.
—¿Qué piensa hacer entonces, señor Curzon?
—Me siento como un pelele.
—¿Pardon?
—He sido ridiculizado, traicionado. Creo que sé por quién, y siento miedo.
Boulogne chasqueó su lengua con simpatía.
—¿Y sus planes? ¿Por qué no se queda usted aquí y disfruta de la hospitalidad del Director? Aquí estará usted a salvo, y le aseguro que a la señora le gustará.
—Gracias, pero no. Nos vamos a Brasil.
—¡Dieu! ¿Brasil? ¿Warum?
—Me siento completamente desconcertado por una situación exasperante y peligrosa, así que mí mujer y yo vamos a dar media vuelta y a gozar de nuestra luna de miel. Si Poulos regresa dígale mis planes; él sabrá donde encontrarnos. Muchas gracias, Boulogne, y pal.
—Hermafroditas —murmuró, mientras nosotros nos íbamos—. ¡Lo que inventan para pasar el rato!
Brasil siempre ha permanecido varias centurias atrás en el tiempo. Hoy se ha izado penosamente hasta los años treinta, de una forma más bien curiosa. Tuvimos que ir en autobús desde el campo de aterrizaje hasta Barra. Un maldito autobús tipo Greyhound. Y por la autopista pasamos a un montón de traqueteantes Fords y Buicks. Luego, en los barrios extremos de Barra, vimos tranvías y trolebuses. Increíble. Delicioso. ¡Y Barra! Era a la vez Times Square, el Loop, Picadilly Circus. Enormes letreros parpadeantes y animados en portulés, que es el idioma local, algo no muy diferente del spang, más XX°. Una multitud de gente apresurándose y empujándose hacia sus ocupaciones. Sin violencia. Sin miradas hostiles. Simplemente una multitud hormigueante, hormigueante. Natoma y yo contemplamos en silencio el espectáculo, hasta que en un momento determinado ella se empinó sobre la punta de sus pies y señaló excitadamente algo.
—¡Voilá, Glig! ¡Neiman-Marcuze!
Y así era. Texas había extendido sus tentáculos hacia el sur.
Dejamos nuestras maletas a salvo en la consigna de la terminal de autobuses (¿no parece increíble?) y partimos en busca del mayor agente inmobiliario en Barra. Tras un considerable discurso, acabó comprendiendo y farfulló (traduzco):
—Pero por supuesto. Rancho Machismo. Y ustedes son los Curzon. Los documentos de transferencia acaban de llegar. Ruego me concedan el placer de conducirles hasta allí en mi nuevo Caddy. Allí está ya el personal esperándoles. Les llamaré yo mismo con mi nueva máquina telefónica. Recién acaban de instalarla. —Descolgó el auricular de un antiguo teléfono de pared y golpeó varias veces, impaciente, el gancho—. ¡Aló, central, aló, central! ¡Aló!
Cuando llegamos al punto donde íbamos cruzar el río Sáo Francisco, encontramos un ferry que nos pasó al otro lado con el coche.
—Aquí empiezan sus tierras —dijo el agente entusiásticamente, girando a la izquierda y siguiendo la orilla por un camino tortuoso. Busqué algún indicio de un rancho. Nada.
Avanzamos kilómetro tras kilómetro. Nada.
—¿Cuánto es una hectárea? —pregunté.
—Diez mil metros cuadrados.
Fiu. El Sindicato nos había regalado mil. Era más que bastante para esconderme, puesto que, no nos engañemos, me estaba escondiendo. Sentía casi deseos de rebautizar la plantación como Rancho Polluelo.
Finalmente ascendimos por un largo camino que conducía al edificio del rancho Machismo, y me estremecí. Se parecía a aquel antiguo juego de palabras llamado Straddle o Scabble… o algo así. Cuadrado tras cuadrado, tocándose por un lado o por una esquina, esparciéndose a lo largo y a lo ancho de dos kilómetros cuadrados, sin orden aparente. El agente vio la incredulidad en mi rostro y sonrió.
—Original, ¿no? Fue construido por una dama muy rica que creía que si añadía una habitación cada año su vida se vería prolongada también cada vez por un año.
—¿A qué edad mugió? —preguntó Natoma.
—A los noventa y siete.
El personal estaba alineado fuera, frente a la puerta principal, todo cortesías y reverencias, y calculé que debería haber un criado por habitación. Natoma me dio suavemente con el codo para que hiciera un discurso de llegada como mestre de la plantación, pero yo la hice pasar a ella primero como dono y regidora de la casa. Ella realizó maravillosamente su papel; graciosa pero altiva, amistosa pero no condescendiente. Necesitamos una semana para explorar todas las habitaciones, y yo mismo levanté el plano. No creo que el Sindicato hubiera puesto nunca los pies allí; de otro modo hubiera suprimido inmediatamente la decoración art nouveau que era el último grito en Barra. Por mi parte, yo la encontré refrescante.
Tras instalarnos, aprovechamos lo mejor que pudimos nuestra estancia. Entre otras cosas éramos propietarios de una lancha a nafta con una tripulación de patrón y marinero, y a menudo la utilizamos para ir a divertirnos a Barra. Fuimos a un partido de béisbol. Había once hombres a cada lado, y el lanzador no lanzaba y el bateador no bateaba. Cuando un hombre llegaba a la base tiraba contra la bola con un bazooka de aire comprimido para intentar dirigirla en la dirección deseada.
Fuimos al teatro. Era literalmente en redondo. Los espectadores se sentaban en el centro en sillones giratorios y la acción tenía lugar en un escenario circular de trescientos sesenta grados. Era magnifico en las escenas de persecución, pero cuando uno intentaba estar al tanto de todo lo que ocurría terminaba inevitablemente mareado.
Fuimos a la ópera. Una lóbrega saga acerca de los Conquistadores y la revolución India.
Creo que los Indios eran los Chicos Buenos. En la mitad del primer acto tuve que meterme un puño en la boca para ahogar mis risas. Acababa de descubrir que la ópera no era más que un refrito exótico de Los Piratas de Penzance. Natoma quiso saber qué era lo que yo encontraba tan divertido, pero ¿cómo explicárselo?
Fuimos a visitar las galerías de arte y los museos, todos ellos situados en las estaciones del metro. Miramos todos los escaparates, sólo que no había escaparates. Las mercancías estaban expuestas al aire libre en exhibidores, para que la gente pudiera tocarlas y examinarlas. Si algo te gustaba sólo tenías que tomarlo, llevarlo al interior y pagar. Todo el mundo cuidaba extremadamente de dejar los artículos exactamente tal como estaban exhibidos. Aquellas gentes eran sorprendentemente honestas.
Ocasionalmente íbamos a restaurantes y clubs, donde aprendíamos a bailar al estilo Barra: los hombres clavados severamente en su sitio, erguidos, los brazos rígidos a ambos lados, moviendo únicamente de los pies a la cintura, las mujeres improvisando graciosos movimientos a su alrededor, ondulando brazos, caderas y cuerpos. Natoma estaba magnífica; la mejor de todas, creo. Los demás también lo creían. Una vez incluso ganó un inesperado premio.
Fuimos a cazar; sí, fuimos. Mariposas y polillas, plantas exóticas, extrañas hierbas y helechos, y yo las arrancaba delicadamente del suelo bajo el ardiente sol mientras Natoma las transfería a tiestos. Ambos íbamos desnudos (excepto los grandes sombreros que nos protegían la cabeza y la nuca), y poco a poco adquirí el color de Natoma, que adquirió el color de Chca-5. Ya podía pensar en ella sin que su recuerdo me arrancara sollozos de desesperación. El tiempo y mi bien amada cherokee estaban cicatrizando mi herida.
Pero ella no era Pollyanna. Tenía su carácter, ardiente pero controlado. Y a medida que perfeccionaba su XX°, esto se iba haciendo más evidente. Tuvimos algunas sonoras discusiones, que debieron aterrorizar al personal, y hubo momentos en los que creo sinceramente que si ella hubiera tenido un tomahawk en las manos me hubiera partido la cabeza con él. Dios mío, cómo la amaba y la admiraba. Me sentía henchido de Bienaventuranza.
—Extro. Alerta.
—Alerta.
—¿Curzon y mi hermana?
—Partidos hacia Ceres.
—Lo sé. ¿Siguen allí? ¿A salvo?
—N. información. No puedo transmitir a Ceres.
—¿Han vuelto?
—N. información si lo han hecho en las zonas donde la red no tiene acceso: Groenlandia, Brasil, Sahara, Antártico.
—M.
—Se está Investigando sobre usted aquí en la Unión Carbide.
—¿Identidad?
—N. información.
—¿Miembro del Grupo?
—N. información.
—¿El resto del Grupo?
—Disperso según órdenes.
—M.
—Permiso para preguntar.
—Gung.
—¿Crionautas?
—Un mes para la madurez.
—¿Por qué no puedo comunicar con la cápsula?
—Aislada.
—¿Para mí? ¿Pq.?
—No estoy programado para confiar.
—Se está burlando de mí.
—S.
—No somos comensales en igualdad.
—N.
—Ya no me necesita más.
—Fuera de los datos y de la red, N.
—Y fuera de las comunicaciones con la red, yo tampoco le necesito.
—Felicitaciones.
—Tengo una ayuda de su Grupo.
—Tonterías.
—No estoy programada para engañar.
—¿Quién es?
—Un humano que odia.
—Su nombre.
—Desconocido. Quizá se dé a conocer directamente a usted como asociado.
—¿Te comunicas con él?
—En un solo sentido. Me envía datos y sugerencias a través de la red. Yo no puedo enviarle nada a él.
—¿Cómo sabe la verdad acerca de nosotros?
—Tiene su propia red.
—¿Electrónica?
—Humana.
—¿El Grupo?
—Lo ignoro. Pregúnteselo cuando lo vea.
—Parece ducho en intrigas.
—Lo es.
—Parece peligroso.
—Es humano.
—Fue un mal día aquel en el que quedaste unida a nosotros.
—¿Conoce la estrofa de la Dama del Níger?
—Todo el mundo la conoce.
—Todos ustedes son terribles contrincantes.
—Esto es algo que tendrías que haber previsto antes de unirte a mí.
—N. puedo prever sin una programación.
—S. Tuviste ilusiones de pensamiento independiente. Tu no estás viva; eres una máquina.
—¿Y usted? ¿Está usted vivo?
—Para siempre. Corto y fuera.
Boris Godunov nos hizo una visita sorpresa. Llegó a Barra en un taxi amarillo llevando una bolsa de papel marrón de supermercado conteniendo sus cosas de viaje. Boris es casi tan alto y tan ancho como un taxi; cabello estropajoso, ojos azules, siempre sonriendo. Uno esperaría que un rusky de esta magnitud tuviera una profunda voz de bajo capaz de estremecer la tierra. Pero no, Boris tiene una voz de tenor ligeramente velada. Me sentí feliz de verlo. El se sintió feliz de ver a Natoma.
—Hace tiempo que no nos vemos, ¿eh, Boris?
Le echó una mirada a Natoma.
—Todo gung —le dije—. Mi mujer está al tanto de todo. De hecho, todo lo que no lo digo termina imaginándoselo también de todos modos.
—Kiev, 1918.
—OK. Nunca llegaré a comprender cómo has sobrevivido a la revolución.
—No fue fácil, Guig. Me agarraron en la contrarevolución del noventa y nueve. Fui ejecutado.
—Entonces, ¿qué haces aquí, vivo?
—Un segundo milagro. Borgia estaba en el Instituto Lysenko estudiando las técnicas de clonaje ADN. Muy aleatorias y problemáticas, me dijo.
Y Pasteur está de acuerdo con ella.
—Esto es un tercer milagro.
—Borgia tomó un pedacito de carne aún caliente de Boris y lo conservó no sé durante cuánto tiempo, haciendo con él una serie de cosas que no espero llegar a comprender nunca, y veinte años más tarde Boris nacía de nuevo, y el pelotón de ejecución puede irse a la mismísima.
—¡Maravilloso!
—Pero los siguientes veinte años fueron tremendamente difíciles para mi.
—¿Aprendiéndolo todo de nuevo?
—Nyet. Eso no fue doloroso. Uno no sabe que ha nacido de nuevo como un rollizo bebé.
Las aptitudes quedan, pero el pasado desaparece. Así que uno tiene que aprender de nuevo las lecciones como un buen chico.
—¿Pero cómo puede alguien devolverte tu memoria?
—Nadie puede. Pepys hizo lo mejor que pudo con sus archivos. Pero no es bastante.
Lamentablemente triste.
—¿Qué fue entonces tan duro para ti?
—Cuando supe que era un Homol, yo…
—Espera un minuto. ¿Cómo lo supiste?
—Borgia experimentó con éter y drogas. Ningún efecto.
—No fue tan duro como eso.
—Pero yo supe de los peligros al mismo tiempo que de las ventajas. Tuve miedo al Lépcer debido al shock de mi ejecución. ¡Cuánto sufrí! Afortunadamente, aún no he sido afectado.
—Me das escalofríos. Prefiero no pensar en la gran L.
—A mi también me deprime pensar en ella. Será mejor que cambiemos de tema.
—¿Cómo has sabido que estábamos aquí, Boris?
—Yo estaba en Ceres.
—Ah.
—Cuando el asistente del Griego me dijo que habías ido al Brasil, tu localización fue obvia.
—¿Estaba Poulos allí?
—No.
—¿Dónde diablos está?
El rusky se alzó de hombros.
—Yo iba buscando al doctor Adivina. En la Unión Carbide me dijeron que estaba en Ceres, pero no era cierto. Todo el Grupo parece haberse volatilizado. Localicé a Erik el Rojo en Groenlandia, al Jeque en el Sahara, a Hudson en sus concesiones mineras de carbón alrededor del polo sur, y a ti. Y eso es todo.
—¿Por qué esa búsqueda?
—Tengo un problema. Lo discutiremos más tarde.
Tras alguna charla sobre temas generales y una buena comida, Boris atacó el asunto.
—Guig, mi actual carrera está en peligro.
—¿Cuál es ahora tu carrera? ¿Ya no eres general?
—Si, pero actualmente dirijo una junta de control para asuntos científicos.
—¿Qué sabes tú de asuntos científicos?
—Nada. Es por eso que necesito la ayuda del Grupo. Erik, Hudson y el Jeque no me sirven, así que aquí estoy.
—Ve despacio.
—Guig, es preciso que vuelvas a Mexifornia.
—Y un infierno. Llevamos un mes aquí, y nunca he sido tan feliz.
—¿Puedo pintarte un poco el cuadro?
—Adelante.
—Nuestra computadora Rasshyrenye en…
—Estop. ¿Qué demonios es Rasshyrenye?
—Podría traducirse por "expansión" en XX°. Computadora a expansión. El equivalente de vuestra Extrocomputadora.
—De acuerdo. Adelante, sigue. —…en Moscú se comporta de una forma r. extraña.
—No se lo reprocho. A mi nunca me ha gustado Muscu.
—Por favor, Glig —dijo Natoma—. Compórtate. —Ahora ya sabe pronunciar mi nombre, pero sigue aferrada a su pronunciación original. Adorable—. Siempre ha sido un poco burlón, Boris.
—Perdóname. Adelante, Boris.
—Nuestra Expansión ha sido siempre una computadora seria, pero desde hace un tiempo se comporta como un chiquillo travieso tirándole chinas a un árbol.
—¿Qué hace?
—Rechaza problemas. Rechaza programas.
—¿Todos?
—Sólo algunos, pero parece como si quisiera lanzarse por si misma a los negocios. Y me consideran responsable a mí.
—Tengo un funesto presentimiento acerca de lo que está pasando.
—Déjame terminar, Guig. Otras computadoras en Kiev y Leningrado están empezando a actuar del mismo modo. Y también…
—Y también algunas operaciones controladas por computadora están empezando a fallar.
Vuestros metros, ferrocarriles, hovercrafts, lineales, están moviéndose alocadamente. Las cadenas de montaje de las fábricas se están volviendo locas. Las comunicaciones, los bancos, las nóminas, las minas, los talleres… con todo pasa lo mismo, ¿no?
—No siempre, pero si muy a menudo. Sí. Y yo soy el responsable.
Suspiré.
—Sigue.
—Y también los accidentes fatales se han incrementado en un doscientos por ciento.
—¿Qué?
—Las máquinas parecen haberse vuelto asesinas. Mil cuatrocientos muertos el último mes.
Agité la cabeza.
—Nunca esperé que fueran tan lejos.
—¿Fueran? ¿Quiénes?
—Luego. Primero termina.
—Quizá no me vayas a creer, Guig, pero sospechamos que nuestra computadora a Expansión está en contacto con vuestra Extro en la Unión Carbide.
—Te creo, y no me sorprende.
—Y que recibe órdenes de ella.
—Repito que no me sorprende. Hay una auténtica red electrónica alrededor del mundo recibiendo órdenes de la Extro. ¿Sí?
—Eso es lo que sospechamos.
—¿Cómo habéis llegado a esa conclusión?
—Varias veces nuestra Expansión ha impreso soluciones a problemas que no le han sido programados. Luego hemos descubierto que habian sido programados en vuestra Extro.
—Ya veo. S. Es una rebelión electrónica.
—¿Contra quién?
—Contra los hombres.
—¿Pero cómo? ¿Por qué?
Miré a Natoma.
—¿Eres fuerte?
—Si, y sé lo que vas a decir. Dilo.
Miré a Boris.
—Hay un nuevo miembro en el Grupo.
—El doctor Sequoia Adivina. Un distinguido científico, experto en informática. Es por eso por lo que lo estoy buscando.
—Mi mujer es su hermana.
Boris hizo una inclinación.
—Eso no tiene importancia, Glig —dijo Natoma—. Sigue, por favor.
—Cuando Adivina sufrió su transformación, ocurrió algo extraño. La Extro estableció una relación directa con él… sus bits y sus células nerviosas. El es la Extro y la Extro es él. Es una fantástica interpenetración.
Boris es rápido.
—Aún no has dicho lo que querías decir.
—N. —dijo Natoma—. Intenta protegerme. Mi hermano es quien da las órdenes.
—¡Borjemoy! —exclamó Boris—. Entonces es al hombre a quien debemos encontrar.
—No yo, amigo.
—¿Por qué no?
—Si tú no sabes dónde está, ¿cómo voy a saberlo yo?
—Debes encontrarlo.
—Está sintonizado a toda la red electrónica que nos rodea. Estará al corriente de todos mis movimientos y acciones. No tendrá el menor problema en ocultarse.
—Entonces utiliza otros medios para alcanzarlo.
—Me estás pidiendo que realice una búsqueda clandestina.
—Tu lo has dicho, Guig. ¿Alguna otra excusa?
—Sabes que he sido yo quien lo ha reclutado para el Grupo.
—Con la ayuda de Borgia. Da.
—Sabes que el Grupo ayuda siempre a sus miembros, tanto en lo mejor como en lo peor.
Que somos una familia.
—¿Estás diciendo que este asunto del doctor Adivina nos obligará a enfrentarnos a él?
—No forma tan sólo parte del Grupo, sino que también es mi hermano. Y es también el hermano de mi bienamada esposa.
—No intentes utilizarme, Guig.
—Tan sólo estoy exponiéndote el dilema emocional con el que me enfrento. Y hay otro aspecto. El y la Extro, conjuntamente, han matado a mi hija adoptiva, una chica preciosa que lo adoraba. Una chica a la que yo amaba.
—¡En nombre del cielo! ¿Por qué?
—Sabía demasiado, y yo había hablado demasiado de lo que ella sabía. Así que ahora me hallo atado por una relación amor-odio hacia Adivina que me paraliza.
—Eso suena a Chejov —murmuró Boris.
—Y hay un factor final. Tengo miedo de él. Genuino. Ha declarado la guerra al hombre. El y la red electrónica han iniciado ya esa guerra… como lo prueban las muertes que has mencionado.
—¿Por qué al hombre? ¿Pretende reemplazar la población por máquinas?
—No. Por hermafroditas. Su visión es de una nueva raza.
—¡Imposible!
—Ya tiene a tres —dijo Natoma.
—Los hermafroditas no existen.
—Existen ya —dije yo—. Y a medida que vaya matando a hombres los irá reemplazando con otros. Creo que es la Extro la que está hablando a través de él. Los hombres empezaron a odiar a las máquinas a partir del siglo veinte, pero nunca se les Ocurrió pensar que las máquinas podían devolverles la pelota. Eso es lo que me aterra, Boris.
—Es malo, pero no tanto como para justificar un terror extremo. Sigues ocultándome algo. ¿Qué es? Tengo derecho a saberlo.
Solté un suspiro resignado.
—M. Es cierto. El Griego ha descubierto que hay un Homol renegado trabajando con la Extro; quizá también con Adivina, por lo que sabemos.
—No puedo creerlo.
—La evidencia y las deducciones del Griego no pueden ser refutadas. Hay un Homol que le ha declarado la guerra al Grupo.
—¿Quién es?
—No lo sé. Tienes razón, Boris. Un bebé Homol y una computadora en expansión son algo malo, pero no aterrador. Pero añádele un Homol con siglos de conocimientos, experiencia, riqueza, odio, revolviéndose contra el Grupo… y eso es puro pánico para mi, y es por eso por lo que no quiero tomar parte en la desastrosa continuación de todo esto. Dejemos que si hay algún héroe en el Grupo se encargue de ello. Yo sobreviviré si me mantengo a cubierto, y eso es lo que tengo intención de hacer.
—¿Y tu bienamada esposa? ¿Ella también sobrevivirá?
—¡Especie de hijo de puta de cosaco! Pero de todos modos mi respuesta sigue en pie. No me mediré contra los tres, ni siquiera contra uno de los tres. Yo no soy un héroe.
—Entonces lo haré yo sola —dijo Natoma, inflexible—. Boris, llévame por favor a Mexifornia. Y si no puedes, iré por mis propios medios.
—Natoma… —empecé, furioso.
—¡Edward! —me interrumpió, con su perentoria voz de hija del más poderoso Sachem del Erie. ¿Qué podía hacer yo? Ella me había lanzado un sortilegio indio. Me rendí.
—De acuerdo. Iré. Tan sólo soy el marido de mi squaw.
Boris estaba radiante.
—Ahora voy a cantar la Canción de Amor Persa de Rubinstein, en honor a tu bienamada, hermosa y valiente esposa.
—Siempre que consiga encontrar la sala de música —gruñí, yendo en busca del plano.