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Y desapareció. Ocurrió así: Era preciso que nos desembarazáramos de aquel baño de ácido antes de que todo lo susceptible de serlo fuera roído encima de nosotros… anillos, relojes, puentes dentales, empastes, el laboratorio en miniatura que Hiawatha llevaba en su traje.

Había una muchedumbre de accionistas alucinados rodeando el laboratorio y haciendo tanto ruido como las víctimas de una plaga de coriza, de modo que nos vimos obligados a separarnos. Cuando finalmente volvimos a reunirnos, alrededor de Chca-5, el Jefe había desaparecido, y no podíamos hacer nada para localizarlo. Lo llamamos en XX°. Nones.

Chca empezó a flotar en pánico.

La miré. Allí no había tiempo para mimos.

—¿Dónde hay un lugar en el que podamos hablar en privado? ¿En privado privado?

Dejó de flotar y aterrizó de nuevo.

—La cámara de vacío.

—Ajá. Vamos.

Nos condujo por un recorrido tortuoso hasta una enorme esfera, abrió una secuencia de compuertas estancas, y nos hallamos en el interior de la esfera en compañía de media cápsula espacial.

—Control de los circuitos en vacío absoluto —explicó.

—Un escenario encantador para un asalto criminal.

Me echó una mirada igual a la mía, y comprendí de repente que haría mejor cuidando lo que decía con aquel fénix renacido.

Me giré hacia el Sindicato Griego.

—No estuvo mal tu performance. Gracias.

—Oh, sí. Para hacer que alguien desee algo, basta con mostrarle que hay alguien que aún lo desea más que él. Elemental.

—¿Por casualidad hay algo de cierto en lo que dijiste?

—Todo es cierto.

—¿Representas realmente al independiente y soberano estado de I. G. Farben?

—Soy el cincuenta y uno por ciento de él.

—¿Cuánto de todo el planeta posees, Griego?

—El catorce coma nueve uno siete por ciento, pero no llevo la cuenta.

—Dios mío, eres rico. ¿Yo también soy rico?

—Posees once millones seiscientos mil ciento tres. Según mis standards eres pobre.

Chca-5 gimió débilmente, y volví a nuestras preocupaciones del momento.

—Bueno —dije—, el problema es simple. El pobre bastardo ha recibido demasiados shocks en un mismo día, y se ha esparcido en todas direcciones. Lo único que tenemos que hacer es encontrarlo y calmarlo. Puede que esté en cualquier parte en el complejo JPL o en la universidad. Este es tu trabajo, Chca. Búscalo.

—Si está en algún lugar, lo haré.

—O.K. Esperemos que esté en algún lugar. Puede que haya regresado a la xipi, aunque hay el problema de los lobos. Será mejor que se ocupe M'bantu de ello. Por otro lado puede que haya emigrado a un centro de investigación sobre las Partículas Bio para buscar consejo técnico. ¿Ed?

—Yo me ocupo.

—O quizá haya corrido a patentar su descubrimiento.

—Eso es para mi —dijo el Sindicado Griego.

—Puede también que esté celebrando su éxito para librarse de la tensión. Le diré a Canción Perfumada que se encargue de ello.

Edison estuvo a punto de ahogarse de risa.

—Ya la veo recorriendo todos los antros de los alrededores a lomos de su elefante.

—Si. Me gustaría verlo. Existe también una remota posibilidad de que haya vuelto a la catalepsia. Eso es asunto de Borgia.

—¿Y tú, Guig?

—Yo vuelvo a mi casa. Nemo y yo nos encargaremos de mantener el contacto. ¿Gung?

—O.K.

Chca estaba respirando profundamente… controlando su pánico, pensé… pero empezó a jadear, y su rostro adquirió una tonalidad azulada.

—¿Qué demonios ocurre ahora? —le pregunté.

—No es culpa suya —dijo calmadamente Edison—. Alguien está bombeando el aire, y simplemente se está asfixiando en el vacío.

—En el JPL no dejan de trabajar ni un minuto —gruñí—. Vamos, afuera todos. —Salimos, y yo cargué con Chca-Cianosis-China, y algunos técnicos quisieron saber qué estábamos haciendo contaminando de aquel modo sus circuitos. Uno no puede contentar a todo el mundo.

Nos fuimos cada uno por su lado en busca de Sequoia, y yo me largué pitando a casa.

Tenía una condenada idea de dónde había hallado refugio el Jefe (no me había pasado cinco días en una jaula de bambú para nada), y tomé el siguiente linear para la reserva del Erie. Pero tuve la delicadeza de llamar antes a Nemo para ponerle al corriente de la situación.

Allí había habido hasta hacia poco una inmensa mancha de lodo, del tamaño de un cráter lunar: cuatrocientos kilómetros de largo por cien de ancho por sesenta metros de profundidad: negra, repelente, chorreante, recorrida en todas direcciones por corrientes cargadas de residuos tóxicos liberados por una industria mejor para un mundo mejor.

Aquel había sido el generoso regalo que la nación amerindia debía poseer y habitar para siempre o hasta que un Congreso progresista decidiera desplazar de nuevo a aquellos desposeídos. Veinte mil kilómetros cuadrados de infierno.

Ahora eran veinte mil kilómetros cuadrados de paraíso. Evocaban en mi imágenes fantásticas: un deslumbrante arco iris de campos de adormidera de las más variadas formas, brillando rojas, anaranjadas, amarillas, verdes, azules, indigo, violetas. Los canales habían sido cubiertos con tejas. El lago estaba sembrado con las chozas tradicionales de las tribus indias nómadas, antiguamente hechas con cañas y barro, pero ahora construidas con mármol, estuco, granito, terracota o travertino. Carreteras enlosadas lo enlazaban todo de una forma aparentemente un tanto desordenada. Alrededor de todo el lago había una barrera neumática que lo rechazaba suavemente a uno si se acercaba demasiado. Si uno persistía en su intento, lo expulsaba con la fuerza de un pistón.

La entrada estaba guardada por apaches: serios, graves, y no hablando más que apache.

Uno no podía argumentar con ellos. Me limité a repetir: "Sequoia", con voz firme.

Murmuraron entre si algunos instantes, y finalmente el jefe de la entrada me concedió un guía a bordo de un hovercraft. El piloto tomó toda una serie de enrevesados caminos, hasta detenerse finalmente ante una lujosa choza de resplandeciente mármol, y la señaló con la mano. Allá estaba el Jefe, en taparrabos, tendido sobre una losa de mármol, gozando del sol matutino.

Me senté a su lado sin pronunciar palabra. Mi instinto me decía que tenía que adaptarme a su nuevo tempo. Permaneció silencioso, hermético, inmóvil. Yo también. Aquello era un poco idiota. El no cambió de actitud. Yo tampoco. En un determinado momento hizo algo que me demostró hasta qué punto había reencontrado todo el pasado de su pueblo: se giró perezosamente y orinó de lado, y luego volvió a tenderse boca arriba. Yo no le imité en eso. Todo tiene un límite. Y también existen el decoro y la higiene.

Tras algunas horas de silencio, se puso en pie. No me moví hasta que él me tendió una mano para ayudarme. Lo seguí al interior de la choza. Estaba tan maravillosamente decorada como su xipi y era enorme; todas las habitaciones en cerámica y pieles, alfombras hopi, porcelanas y platería espectaculares. Sequoia no me había engañado; aquellos pieles rojas eran ricos.

Gritó algo en lo que imaginé era cherokee, y la familia apareció desde todas direcciones; papá, majestuoso y cordial, y cada vez más parecido a Lincoln (presumo que el Honesto Abe tenía gotas de sangre piel roja en sus venas); mamá, tan abundante que uno sentía deseos de acudir a hundirse en su regazo cuando tenía problemas; una hermana, diecisiete o dieciocho años, tan tímida que era imposible saber cómo era su rostro, ya que siempre iba con la cabeza baja; dos hermanos pequeños, que cargaron alegremente contra mí para tocarme y comprobar mi realidad, ya que aparentemente nunca antes habían visto a un rostro pálido.

Me conduje educadamente: una profunda reverencia a papá, un beso en la mano a mamá, otro beso en la mano a la hermana (que a raíz de ello salió precipitadamente de la habitación), un entrechocar cariñoso de las cabezas de los dos muchachos, a los que di todas las cosas extrañas y curiosas que llevaba en mis bolsillos. Todo esto, por supuesto, sin pronunciar una palabra, aunque por lo que podía ver el Jefe se sentía satisfecho mientras aparentemente le explicaba a su familia quién era yo.

Nos sirvieron comida. Siendo los cherokees originarios de Carolina, había bastante marisco: sopa de mejillones, gambas al quingombó, guisado de maíz machacado, tortas de maíz con bayas y té al jalapa. Y no servido en plástico: cerámica china, por favor, y cubiertos de plata. Cuando me ofrecí a ayudar con los platos, mamá me echó riendo de la cocina mientras la hermana enrojecía entre sus boozalums. Sequoia me quitó de encima a los dos hermanos con unos cuantos papirotazos, y salimos de la choza. Por un instante tuve miedo de que sintiera otra vez deseos de tostarse al sol, pero empezó a andar por el dédalo de caminos y senderos que entrecruzaban el lugar, como si fuera propietario de toda la reserva. Soplaba una ligera brisa, y todo un espectro de adormideras hacia la genuflexión.

Finalmente, dijo:

—¿Lógico, Guig?

—No.

—Entonces, ¿cómo?

—Oh, había una docena de posibilidades racionales, todo el Grupo las está explorando, pero yo pensé en esto.

—Ah. El hogar.

Gruñí.

—¿Cuánto tiempo hace que tuviste una familia y un bogar, Guig?

—Un par de siglos, más o menos.

—Pobre huérfano.

—Esta es la razón por la cual el Grupo intenta permanecer tan unido. Somos la única familia que tenemos.

—Y eso es lo que me va a ocurrir a mi.

Gruñí.

—Es así, ¿no? ¿Me habéis arrojado a lo más profundo de una mazmorra?

—Ya sabes como es eso. Sabes lo que ha ocurrido, y que es irreversible.

—Es como una muerte lenta, Guig.

—Es una larga vida.

—No estoy seguro de que me hayas hecho un favor.

—Puedo asegurarte de que no he tenido nada que ver con ello. Fue un afortunado accidente.

—¡Afortunado!

Gruñimos ambos.

Tras algunos minutos preguntó:

—¿Qué quieres decir con "intenta permanecer tan unido"?

—En algunos aspectos somos como una familia típica. Tenemos nuestras simpatías y nuestras antipatías, nuestros odios, nuestras envidias, nuestros conflictos también. Lucy Borgia y Leo Da Vinci se odian a muerte desde mucho antes de mi transformación. Ni siquiera nos atrevemos a pronunciar el nombre de uno en presencia del otro.

—Pero han acudido a ayudarte.

—Tan sólo mis amigos. Si le hubiera pedido al Rajá que me echara una mano, ni siquiera se hubiera dignado responderme: me detesta. Si Queenie hubiera acudido en mi ayuda se hubiera producido un desastre: Edison y Queenie no pueden ni verse. Y así. No todo es dulzura y claridad en el Grupo. Ya te darás cuenta a medida que nos vayas conociendo.

Callé, y seguimos andando en silencio. Cada vez que pasábamos ante una de las lujosas chozas podía ver artesanía en acción: tapices, cerámica, orfebrería, forja, trabajos en cuero, escultores, pintores, incluso un tipo tallando puntas de flecha.

—Souvenirs para los rostros pálidos —explicó Sequoia—. Los convencemos de que aún seguimos usando arcos y flechas y lanzas.

—Infiernos, no necesitáis ese dinero.

—Oh, no, no, se trata tan sólo de un asunto de relaciones públicas. Nunca hacemos pagar esos souvenirs a los turistas. Ni siquiera hacemos pagar entrada por el derecho de visitar la reserva.

Dios lo sabe, el Erie estaba metido hasta el cuello en las relaciones públicas. Todo era silencio y sonrisas. ¡Dios, aquella bendita calma! Aparentemente, la barrera neumática detenía las emisiones tanto como a los visitantes indeseados.

—Cuando echaron a las tribus de nuestras últimas reservas —dijo Sequoia—, nos dieron generosamente el lecho del Lago Erie para nuestro uso exclusivo. Toda el agua dulce que alimentaba el lago había sido bombeada para la industria. Tan sólo quedaba un lecho envenenado; un basurero industrial, cuando fuimos trasladados aquí.

—¿Y por qué no al encantador y hospitalario Polo Sur?

—Hay carbón allí, y esperan poder meterle mano algún día. El primer trabajo que me dieron como ingeniero fue poner a punto un sistema de fracturación del casquete polar para la Ice Anthracite Inc.

—A eso se le llama tener visión de futuro.

—Cavamos canales para drenar la polución. Plantamos nuestras tiendas e intentamos sobrevivir en medio de la podredumbre y de la hediondez. Miles de nosotros murieron: hambrientos, sofocados, suicidados. Tribus enteras desaparecieron.

—¿Y cómo se convirtió eso en un paraíso?

—Un indio genial hizo un descubrimiento. Nada quería crecer en estas empozoñadas tierras excepto la Repugnante Adormidera.

—¿Quién hizo ese descubrimiento?

—Su nombre era Adivina. Isaac Indus Adivina.

—Ah, empiezo a entender. ¿Tu padre?

—Mi bisabuelo.

—Ya veo. El genio merodea en la familia. ¿Pero por qué las llamáis Repugnantes Adormideras? Son hermosas.

—Si que lo son. Pero producen un opio venenoso del que se extraen horribles drogas: drogas nuevas, drogas de las que nunca se había oído hablar, de fantásticos efectos… aún se siguen explorando los posibles derivados… y, de un día para otro, en una cultura de la droga, la reserva se volvió rica.

—Esta historia es un cuento de hadas.

Se mostró sorprendido.

—¿Por qué dices esto, Guig?

—Porque un Gobierno benevolente os hubiera quitado Erie por vuestro propio bien.

Se echó a reír.

—Tienes absolutamente razón, excepto por una cosa: hay un proceso secreto de tratamiento de la adormidera que permite obtener el opio venenoso, y el Gobierno no lo conoce. Nosotros somos los únicos en saberlo, y no se lo decimos a nadie. Así es como hemos ganado nuestra última batalla contra los rostros pálidos. Les hemos dado a elegir:

Erie o el veneno de la adormidera, no los dos. Nos han ofrecido toda clase de tratados, convenios, promesas, pero nos hemos mantenido firmes. La experiencia nos ha enseñado a no confiar en nadie.

—La historia sigue pareciéndome frágil, Jefe. ¿Y los sobornos? ¿Presiones? ¿Traiciones? ¿Espías?

—Oh, sí, han intentado todo esto. Aún siguen intentándolo. Nos ocupamos de ello.

—¿Cómo?

—Oh, vamos, Guig. —Dijo aquello con un tono tan divertido que sentí un estremecimiento en mi columna vertebral.

—De hecho, lo que habéis montado aquí es una Mafia Piel Roja.

—Más o menos. La Mafia Internacional nos ha hecho propuestas, pero nos hemos negado a unirnos a ellos. No confiamos en nadie. Han intentado la fuerza, pero nuestros comanches siguen siendo aún unos tipos duros… demasiado duros, me atrevería a decir.

Aunque no estoy descontento de esa pequeña guerra. Al menos sirvió de distracción al ardor de los comanches, de tal modo que ahora es más fácil vivir con ellos. Y también con la Mafia Internacional. No creo que quieran intentar de nuevo sus presiones. Les dimos una hermosa muestra de barbarie ancestral que van a tardar en olvidar. Ahí está nuestra universidad.

Señaló a unas dieciséis hectáreas de edificios bajos, blancos, cuadrangulares.

—La construimos de estilo colonial para demostrar que no sentíamos animosidad hacia los antiguos pioneros que desencadenaron la gran expoliación. Destilería de aguardiente. Abominable síntesis. Educación. Es la mejor universidad del mundo, y tenemos una lista de espera de más de un kilómetro de largo.

—¿Estudiantes?

—No. Profesores. Investigadores. No admitimos estudiantes de fuera; está reservada para nuestros propios chicos.

—¿Algunos de vuestros chicos toman mierda?

Agitó la cabeza.

—Ninguno, que sepamos. La nuestra no es una sociedad permisiva. Nada de drogas. Nada de conectados.

—¿Aguardiente?

—De tanto en tanto, pero es algo tan abominable que lo dejan en seguida.

—¿Es también un secreto de fabricación?

—Oh, no. Es alcohol, estricnina, tabaco, jabón, pimienta roja y colorante marrón.

Me estremecí.

—Cualquiera puede obtener la receta, pero hemos registrado el nombre. Los blancos quieren tan sólo Aguardiente Erie y no sustitutos.

—Y sólo tienen que chasquear los dedos para obtenerlo.

Sonrió.

—Hiram Walker mantuvo una dura lucha contra nosotros con su Aguardiente Canadiense, tuvieron que gastar millones de dólares para promocionar su producto, pero perdieron porque cometieron un estúpido error. No se dieron cuenta de que los blancos ignoran que en Canadá haya indios: creen que todos los canadienses autóctonos son esquimales, ¿y quién desea beber aguardiente esquimal?

—¿Confías en mí, Jefe?

—Si —dijo.

—¿Cuál es el secreto de la Repugnante Adormidera?

—El aceite de ajenjo.

—¿Quieres decir el componente que volvía locos a los bebedores de absenta del siglo diecinueve?

Asintió.

—Destilado de las hojas de la Artemisia absinthium, pero a través de un largo y sofisticado proceso. Se necesitan años para convertirse en un experto, por si tienes intención de aprender. Si quieres podemos hacer una excepción contigo y admitirte en nuestra universidad.

—No, gracias. El genio no ha merodeado nunca por mi familia.

Mientras tanto, habíamos llegado a una enorme piscina de mármol, del tamaño de un pequeño lago, lleno de cristalina agua.

—La hemos construido para nuestros chicos —dijo el Jefe—. Han de aprender a nadar y a utilizar una canoa. La tradición. —Nos sentamos en un banco—. Bueno —dijo—, creo que ya te lo he dicho todo. Ahora es tu turno. ¿En qué diablos me he metido?

No era el momento de andar con rodeos. De modo que hablé simple y llanamente.

—Esto ha de quedar secreto, Sequoia. El Grupo siempre lo ha mantenido en secreto. No te pido que me lo jures, ni hagas promesa solemne ni ninguna de esas tonterías. Creo que podernos confiar cada uno en el otro.

Asintió.

—Hemos descubierto que la muerte no es un proceso metabólico inevitable. Parecemos inmortales, pero no tenemos ningún medio de saber si eso es permanente o no. Algunos de nosotros están dando tumbos por ahí desde hace una enormidad. ¿Va a durar siempre?

No lo sabemos.

—La entropía —murmuró.

—Si, ya sé. Tarde o temprano, todo el universo, con nosotros dentro, terminará por desmoronarse.

—¿Qué es lo que ha transformado al Grupo, Guig?

Le descubrí nuestras experiencias.

—Todas psicogénicas —dijo—. Y esto es lo que me ha ocurrido a mi. Hum. Pero Guig, tú dices que permaneceré así, con una edad de veinticuatro años, por siempre.

—OK. Todos nosotros nos hemos parado en la edad que teníamos en nuestra transformación.

—¿Pero acaso ignoras la deterioración natural, el desgaste de los órganos?

—Este es uno de los misterios. Los organismos jóvenes son capaces de repararse y de regenerarse. ¿Por qué ese poder desaparece con la edad? Esto no ocurre con nosotros.

—¿Qué es lo que produce la regeneración en el Grupo?

—No lo sabemos. Tú eres el primer investigador científico que se une al Grupo. Tengo la esperanza de que descubras algo. Tycho tiene una teoría, pero él es astrónomo.

—De todos modos me gustaría oirla.

—Es un poco complicada.

—No importa. Adelante.

—Bueno… Tycho dice que deben existir secreciones letales que se acumulan en las células del organismo, productos colaterales de las reacciones celulares normales. Las células son incapaces de eliminarlas. Se van acumulando a lo largo de los años, y finalmente terminan por impedir el normal funciona miento de la célula. Entonces, el organismo envejece y muere.

—Por ahora anda sobre terreno sólido.

—Tycho dice que el influjo nervioso producido por el shock de la muerte puede destruir esas secreciones letales, permitiendo así que el organismo empiece de nuevo. Y la renovación de las células se ve tan acelerada que el organismo está empezando de nuevo constantemente. Dice que es un efecto psicogénico producido por un efecto psicogalvánico.

—¿Has dicho que es un astrónomo? Suena más bien como un fisiólogo.

—Mitad y mitad. Es un exobiólogo. Tenga razón o esté equivocado, lo cierto es que no hay la menor duda de que el fenómeno forma parte del síndrome Homol.

—Ahí precisamente te estaba esperando. ¿Qué es exactamente un Hombre Molecular?

—Un organismo capaz de transformar cualquier molécula en un complejo anabólico.

—¿Conscientemente?

—No. Simplemente, ocurre. El Homol puede respirar cualquier tipo de gas, absorber el oxígeno del agua, comer veneno, exponerse a cualquier medio ambiente, y todo ello es transformado en sustancia metabólica.

—¿Qué ocurre cuando se produce algún daño físico?

—Si es menor, se regenera. Si es mayor, kaput. Corta una cabeza, arranca un corazón, y tienes entre tus manos a un inmortal muerto. No somos invulnerables. No podemos ir por ahí presumiendo de supermanes.

—¿Quién lo hace?

—Olvídalo. Tengo aún algo importante que decirte respecto a nuestra vulnerabilidad. No podemos correr riesgos.

—¿Qué tipo de riesgos?

—Nuestra inmortalidad está basada en la constante y acelerada renovación celular. ¿Puedes mencionarme un caso clásico de desarrollo celular acelerado?

—El cáncer. ¿Quieres decir que el Grupo… que nosotros…?

—Si. Estamos tan sólo a un pelo del loco e incontrolado inicio del cáncer.

—Pero nosotros hemos curado el cáncer con el ácido fólico fago. Ejerce un efecto antibiótico sobre los ácidos nucleicos desmadrados.

—Ajá: somos propensos al cáncer, pero no lo atrapamos. Los carcinógenos tan sólo abren la puerta a algo mucho peor, a una mutación leprosa que nosotros llamamos Lépcer.

—¡Dio!

—Tal como dices. El Lépcer es un gene bastardo hijo de puta distorsionado en Bacillus leprae. Produce distintas variaciones y combinaciones de la lepra nodular y de la lepra anestésica. Es privativo del Grupo. No existe ninguna cura conocida y uno tarda medio siglo en morir entre atroces agonías.

—¿Qué posibilidades hay de atraparlo?

—Sabemos que los carcinógenos son el resultado de irritaciones y choques procedentes del medio ambiente exterior. Deben ser evitados. Uno no puede decir en qué momento una lesión puede hacerle franquear el umbral del cáncer y abrirle la puerta del Lépcer. Tendrás que aprender a ser prudente. Si te ves obligado a correr algún riesgo, que sepas al menos el precio que tal vez tengas que pagar por él. Por esta razón evitamos en lo posible comer, beber o respirar sustancias inhabituales. Huimos de la violencia.

—¿El Lépcer es inevitablemente el resultado de una lesión?

—No. Pero evita las lesiones.

—¿Cómo puede saber uno si lo ha atrapado?

—Síntomas primarios: zonas rojas en la piel que se pigmentan, exaltación hiperestética, dolor en la garganta y laringe.

—De pronto estoy sintiendo todo esto. —Sonrió. Me reconfortaba que bromeara sobre mis ominosas advertencias.

—Has pasado por momentos duros, Jefe —dije—, pero ¿no crees que ya es tiempo de volver al trabajo? Hay tanto por hacer. Me encantaría quedarme un año haraganeando en esta agradable reserva, pero será más razonable que volvamos a aquella casa de locos. ¿Qué dices al respecto?

Se levantó.

—Oh, de acuerdo. OK. Después de todo, ¿qué más cosas pueden ocurrirme?

Regresamos a paso lento a la choza. Yo estaba de acuerdo con Sequoia. Tras los acontecimientos de aquellos dos últimos días, ya no podíamos esperar más sorpresas, lo cual muestra hasta qué punto soy listo. Ya dentro de la construcción de mármol, llamé al capitán Nemo para decirle que parara la búsqueda. Nuestro Hijo Pródigo regresaba al hogar. Tuve que recordarle a nuestro Uncas que se vistiera, pues aunque la mitad de nuestra pob. se pasea por ahí en pelotas, un distinguido científico debe mantener una cierta apariencia. Hay que ser un conspicuo consumidor. El Jefe le llama a eso hacerle la pava al consumo.

La familia se reunió y empezó a farfullar en cherokee, que francamente no es una lengua muy atractiva; suena a medio camino entre las dos peores del mundo, el gaélico y el hebreo, toda ella guturales y cosas como szik-ik-scha. Cuando el Jefe terminó sus explicaciones, fue mi turno de las cortesías de ritual. Nada de szik-ik-scha. Profunda reverencia a papá. Beso en la mano de mamá. Y entonces, en aquel momento, cometí una de las tonterías más grandes de mi vida.

Cuando me giré hacia su hermana para cumplimentarla convenientemente, deslicé dos dedos bajo su mentón y levanté un poco su rostro para ver a qué se parecía. Era un rostro ovalado montado sobre un cuello lo suficientemente largo corno para no tener problemas con la guillotina. No era una belleza; ni siquiera se podía decir que fuera bonita; pero era atractiva, atractiva. Un exquisito soporte óseo, unos ojos profundos, una piel satinada, toda ella expresión. La miré directamente al rostro, y vi un nuevo mundo cuya existencia nunca había soñado. Y entonces fue cuando hice la tontería. La besé en señal de despedida.

Todo el mundo se quedó helado. Hubo un silencio de muerte. La hermana me examinó durante el tiempo que aproximadamente se necesita para recitar un soneto. Luego se arrodilló ante mi y pasó varias veces las palmas de sus manos sobre mis pies, de adelante a atrás. Y el infierno se desató. Mamá estalló en sollozos y engulló a su hija entre sus abundantes pliegues. Los chiquillos se pusieron a gritar y a saltar. Majestuoso, papá se acercó a mí, apoyó su palma en mi corazón, hizo que yo apoyara mi palma en su corazón.

Miré al Jefe, completamente alucinado.

—Acabas de casarte con mi hermana —me dijo casualmente.

Caí en estado de shock.

Sonrió.

—Es la tradición. Un beso equivale a una proposición de matrimonio. Ella ha aceptado, y calculo que un centenar de bravos guerreros del Erie van a odiarte por ello. Pero no temas, Guig. Hallaré el medio de sacarte de esto.

Extraje a la hermana de su madre y la besé de nuevo, esta vez para decirle hola. Ella quiso ponerse de nuevo de rodillas, pero la mantuve en pie para poder sumergirme de nuevo en aquel mundo completamente nuevo.

—N. —dije.

—¿No quieres salirte de esto?

—N.

—¿Estás seguro? Cuenta hasta cien en binario.

—S.

Vino hasta mí, e hizo crujir mis costillas con un titánico abrazo.

—Siempre he deseado tener un hermano como tú, Guig, Ahora, siéntate tranquilo mientras nos encargamos de poner en órbita las ceremonias.

—¿Qué ceremonias? Creí que habías dicho…

—Tío, acabas de casarte con la hija del jefe más poderoso de la reserva. Siento decírtelo, pero te casas muy por encima de tu status. Hay que seguir el ritual. Deja que yo me ocupe de ello, y no te inquietes.

Una hora más tarde, estaba rodeado por una cincuentena de personas de pie ante la choza, con los suficientes hovercrafts como para llevarlas a todas ellas allá donde tenían intención de ir.

—No está toda la tribu —dijo Sequoia—, tan sólo los parientes más próximos. —Había cubierto su rostro con horribles pinturas de guerra, y estaba irreconocible. Al otro lado de la choza, un coro de bravos del Erie, los rechazados, cantaban tristes y rencorosas canciones. Desde la parte alta de la choza, cuatro fornidos hombres estaban bajando un enorme baúl de cuero cordobán que la hermana parecía suplicar trataran delicadamente.

—Su dote —dijo el Jefe.

—¿Dote? Tengo quince millones. No necesito…

—Es la tradición. Ella no puede venir a ti con las manos vacías. ¿La prefieres quizás en caballos o en ganado?

Me resigné a vivir rodeado de objetos de artesanía cherokee.

Debía existir una despensa inagotable en alguna parte. Mamá estaba cargando a toda la familia con una cantidad de vituallas capaces de alimentar a todo el estado soberano de I.

G. Farben Gesellschaft en el caso de que no hallaran medios suficientes para sobrevivir por su cuenta. La hermana desapareció durante largo tiempo, para reaparecer vestida con ropa squaw, pero no en ante, sino en fina seda Mandarín. Llevaba también una cinta en la cabeza, un collar y brazaletes, que al primer momento creí que eran de turquesas. No fue hasta mucho más tarde que descubrí que eran esmeraldas de una extraordinaria pureza.

—Gung —dijo Sequoia—. Ya podemos irnos.

—¿Puedo preguntarte dónde?

—A vuestra nueva casa. La tradición, ya sabes.

—No tengo ninguna nueva casa.

—Sí, la tienes. Mi xipi. Es un regalo de boda. ¿Alguna otra pregunta?

—Sólo una, hermano. Créeme que lamento molestarte sabiendo lo ocupado que estás, pero ¿podrías decirme el nombre de mi mujer?

Aquello pareció desconcertarlo realmente. Al final consiguió decir, en un suspiro:

—Natoma… Natoma Adivina.

—Muy hermoso.

—E incidentalmente, ¿cuál es el tuyo? El original, me refiero.

—Edward Curzon.

—Natoma Curzon. Muy hermoso. OK. Vamos con las ceremonias.

Más tradiciones en nuestro camino fuera del Erie. Natoma y yo permanecimos juiciosamente sentados uno al lado del otro mientras papá y mamá nos vigilaban como celosos guardianes de la virtud. Los caminos y senderos estaban llenos de gente, los chicos gritaban cosas que sonaban procaces tan sólo oyendo el tono en que eran gritadas, sin importar la lengua. Cuando intenté rodear a Natoma con mi brazo mamá chasqueó la lengua de un modo que sin lugar a dudas quería decir no. Papá cloqueó. Mi esposa permanecía con la cabeza baja, pero podía ver que estaba colorada.

Cuando finalmente llegamos a la xipi, Sequoia realizó una rápida inspección e hizo enfáticos signos Indios. Los parientes cercanos se detuvieron en el lugar que ocupaban.

—¿Dónde diablos están mis lobos? —preguntó en XX°.

—Están dentro conmigo, doctor Adivina —dijo M'bantu—. Estábamos esperándole impacientemente.

El Jefe y yo entramos. M'bantu estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con los lobos echados a su alrededor con aire beatíficamente satisfecho.

—¿Cómo diablos lo ha conseguido? Esos tres animales son verdaderos asesinos.

—A mi no me lo preguntes. El sabrá.

—Es muy simple, doctor Adivina. Todo lo que necesita es hablar su lenguaje: las relaciones de amistad se establecen inmediatamente.

—¿Hablas el lenguaje de los animales?

—Casi todos.

Cuando le explicamos la situación a M'b, se mostró contento.

—Espero que me concedas el honor de ser tu padrino, Guig —dijo, y salió a reunirse con la familia, que había formado un círculo alrededor de la xipi. Habían puesto a calentar algunas marmitas eléctricas, y estaban cantando algo que se parecía a un entusiasta calypso con palmas a doble tiempo y acompañamiento de pies. La melodía era siempre la misma, y su ritmo engendraba una tremenda carga de excitación.

—Vamos —dijo el Jefe—. Siguiente ritual. No tengas miedo. Te iré indicando. ¿Gung?

—OK.

—Puedes aún salirte.

—N.

—¿Seguro?

—Ssss.

Fuimos hasta el lugar donde me esperaba Natoma. Tomó mi brazo. El Jefe se situó tras ella, y M'bantu tras de mí. No se dónde diablos habría conseguido M'b los materiales, pero había blanqueado ceremonialmente su rostro y pintado sus cabellos color ocre rojizo. Lo único que le faltaba era el escudo y la lanza. No puedo pretender el recordar todos los detalles de matrimonio ritual; todo lo que recuerdo es a Sequoia pasándome las instrucciones en XX° y a M'bantu improvisando un comentario antropológico que sin duda hubiera mejorado mi cerebro si lo hubiera escuchado.

Finalmente, mamá y papá nos escoltaron hasta el interior de la xipi. Natoma parecía preocupada hasta el momento en que los cuatro bravos trajeron la dote y la depositaron delicadamente en el suelo. Su cabeza seguía baja, y mantuvo las distancias hasta el momento en que nos dejaron solos y yo cerré la entrada y até las cuerdas con un doble nudo. Fue entonces cuando estalló. Hay que desconfiar de las tímidas: se convierten en demonios.

Su cabeza se irguió, altiva y sonriente. Se desnudó en dos segundos. Era india, y no tenía un solo pelo en su translúcida piel. Se arrojó sobre mí como un gato montés… no, como la hija del más poderoso Sachem de la reserva del Erie, decidida a recuperar en diez segundos diez años perdidos. Desgarró mis ropas al arrancármelas, me derribo de espaldas, se echó encima mío y empezó a murmurar en cherokee. Me masajeó el rostro con sus cremosos senos mientras sus manos exploraban mi entrepierna. "Heme aquí violado", pensé. Se arqueó y condujo su Prado hacia mí. Era una virgen recia, y fue difícil y doloroso para los dos. Cuando finalmente lo conseguimos, el dolor desapareció en pocos segundos. Ella se echó a reír y lamió mi rostro. Luego sacó un lienzo y nos secarnos.

Yo pensaba que íbamos a quedarnos tranquilamente acostados, acariciándonos, pero había olvidado la tradición, las costumbres, el ritual. Se levantó, abrió la entrada de la xipi y salió, orgullosa y desnuda, blandiendo el ensangrentado lienzo como un estandarte. Dio la vuelta completa, y el calypso se hizo frenético. Luego entregó el lienzo a mamá, que lo guardó reverentemente, y por fin regresó a mi lado.

Esta vez no fue frenético, no; tierno, sereno, compartido. No era amor. ¿Cómo podría serlo entre dos extraños que ni siquiera hablaban la misma lengua? Pero éramos dos extraños que por arte de magia habían sido llevados a unirse, y esto era algo que hacía siglos que no me había ocurrido. S., estaba atrapado, y empezaba a darme cuenta de que era realmente amor. Salida:

Historias de Amor Conmovedoras. Entrada: unión apasionada.

Y el aura nos envolvía. Ignoro cuánto tiempo duró aquello, pero cuando ocurre algo así pensamientos de todos los colores cruzan sin ser invitados en todas direcciones por tu cabeza. Recordaba a un tipo que tenía la costumbre de cronometrarse. Un virguero.

Pensaba en lo similares que son el aura pasional y el aura epiléptica. ¿Es esa acaso una forma de hacer el amor con el universo? Entonces tenemos suerte. Pensaba, pensaba, pensaba, hasta hallarme más allá de todo pensamiento.

Condenada virgen: quería empezarlo todo de nuevo desde el principio. ¿Cómo explicar, cuando uno no hable cherokee, que las baterías necesitan ser recargadas? Empezarnos a hablar por señas, mezcladas con risas y bromas. Al primer momento había tomado a Natoma como una chica seria y decidida, sin un excesivo sentido del humor. Ahora me daba cuenta de que la tradicional vida de la reserva la había compartimentalizado. No tenía la costumbre de dejar ver todas sus facetas a la vez. Pero aprendía aprisa. Uno no intima con Curzon el loco sin que parte de su locura se le transmita.

De pronto Natoma se llevó un dedo a los labios para recomendarme silencio y prudencia.

Permanecí silencioso y prudente. Ella avanzó de puntillas hasta la entrada de la xipi y la apartó bruscamente, como para sorprender a un espía. El único espía era uno de los lobos que, sin duda bajo instrucciones de M'bantu, guardaba nuestra intimidad. Regresó a mi lado charloteando y riendo, y abrió el enorme baúl de cuero cordobán que contenía su dote. Levantó la tapa como esperando una explosión. Luego me hizo señas de que acudiera a su lado y mirara. Miré. Era exactamente lo que había esperado: baratijas hechas a mano. Ella apartó las baratijas, y jadeé.

En una serie de gavetas forradas con terciopelo había un servicio de mesa completo del siglo dieciocho en porcelana real de Sévres para doce. No había existido nada comparable desde hacía siglos, y hoy en día ni un catorce coma nueve uno siete por ciento bastarían para comprarlo. Había sesenta y dos piezas, y el modo cómo un tal servicio había ido a parar a la manos de la familia Adivina era un misterio que debería ser desvelado a su debido tiempo. Natoma vio mi expresión, lanzó una carcajada, tomó un plato, lo lanzó al aire y lo atrapó. Estuve a punto de desmayarme. Sequoia había dicho la verdad: me había casado por encima de mi clase.

Tenía que explicarle que ella era para mí un tesoro más valioso que su magnífica dote. Así que cerré la tapa del baúl, me senté sobre ella, puse sus piernas y sus brazos a mi alrededor, y se lo expliqué tan gentil y tiernamente que se echó a llorar y a reír al mismo tiempo al ritmo de sus suspiros, mientras sus manos aferraban mis hombros. Yo también reía y lloraba al mismo tiempo, y nuestros húmedos rostros se apretaban el uno contra el otro, y pensé que Jonás tenía razón. Durante doscientos años había vivido tan sólo para un placer mecánico. Hoy estaba enamorado por primera vez, al parecer, y aquello me hacia amar y comprender a aquel maldito mundo de lunáticos en el que vivía.