Capítulo LI. Lo que nos acaesció en Cingapacinga, y a la vuelta que volvimos por Cempoal les derrocamos sus ídolos, y otras cosas que pasaron

Como ya los siete hombres que se querían volver a Cuba estaban pacíficos, luego partimos con los soldados y caballeros e infantería ya por mí memorada y fuimos a dormir al pueblo de Cempoal, y tenían aparejado para salir con nosotros dos mil indios de guerra, en cuatro capitanías. E el Primero día caminamos cinco leguas con buen concierto, y otro día, a poco más de vísperas, llegamos a las estancias que estaban junto a pueblo de Cingapacinga, y los naturales dél tuvieron noticia cómo íbamos. E ya que comenzábamos a subir por la fortaleza y casas que estaban entre grandes riscos y peñascos, salieron de paz a nosotros ocho indios principales y papas, y dicen a Cortés llorando de los ojos que por qué les quiere matar y destruir no habiendo hecho porqué, y pues tenemos fama que a todos hacíamos bien y desagraviamos a los que estaban robados y habíamos prendido a los recaudadores de Montezuma; y que aquellos indios de guerra de Cempoal que allí iban con nosotros estaban mal con ellos de enemistades viejas, que habían tenido sobre tierras e términos, y que con nuestro favor les venían a matar y robar; ques verdad que mejicanos solían estar en guarnición en aquel pueblo, y que pocos días había se habían ido a sus tierras desque supieron que habíamos preso a otros recaudadores; y que le ruegan que no pase más adelante la cosa y les favorezca.

Y desque Cortés lo hobo muy bien entendido con nuestras lenguas doña Marina e Aguilar, luego con mucha brevedad mandó al capitán Pedro de Alvarado y al maestre de campo, que era Cristóbal de Olí. y a todos nosotros los compañeros que con él íbamos, que detuviésemos a los indios de Cempoal que no pasasen más adelante, y ansí lo hecimos; y por presto que fuimos a detenellos, ya estaban robando en las estancias; de lo cual hobo Cortés grande enojo y mandó que viniesen luego los capitanes que traían a cargo aquellos guerreros de Cempoal, y con palabras de muy enojado y de grandes amenazas les dijo que luego les trujesen los indios e indias, mantas y gallinas que han robado en las estancias, y que no entre ninguno dellos en aquel pueblo; y que porque le habían mentido y venían a sacrificar y robar a sus vecinos con nuestro favor, eran dinos de muerte, y que nuestro rey y señor cuyos vasallos somos, no nos envió a estas partes y tierras para que hiciesen aquellas maldades, y que abriesen bien los ojos, no les aconteciese otra como aquella, porque no quedaría hombre dellos con vida. Y luego los caciques y capitanes de Cempoal trujeron a Cortés todo lo que habían robado, así indios como indias y gallinas, y se les entregó a los dueños cuyo era, y con semblante muy furioso los tornó a mandar que se saliesen a dormir al campo; y ansí lo hicieron.

Y desque los caciques y papas de aquel pueblo y otros comarcanos vieron qué tan justificados éramos y las palabras amorosas que Cortés les decía con nuestras lenguas, y también las cosas tocantes a nuestra santa fe, como lo teníamos de costumbre, y dejasen el sacrificio, y de se robar unos a otros, y las suciedades de sodomías, y que no adorasen sus malditos ídolos, y se les dijo otras muchas cosas buenas, tomáronnos tan buena voluntad, que luego fueron a llamar a otros pueblos comarcanos, todos dieron la obediencia a Su Majestad; y allí luego dieron muchas quejas del Montezuma, como las pasadas que habían dado los de Cempoal, cuando estábamos en el pueblo de Quiaviztlan. Y otro día por la mañana Cortés mandó llamar a los capitanes y caciques de Cempoal, que estaban en el campo aguardando para ver lo que les mandábamos, y aun muy temerosos de Cortés por lo que habían hecho en haberle mentido; y venidos delante, hizo amistades entre ellos y los de aquel pueblo, que nunca faltó por ninguno dellos.

Y luego partimos para Cempoal por otro camino, y pasamos por dos pueblos amigos de los de Cingapacinga, y estábamos descansando porque hacía recio sol y veníamos muy cansados, con las armas a cuestas, y un soldado que se decía Fulano de Mora, natural de Ciudad Rodrigo, tomó dos gallinas de una casa de indios de aquel pueblo, y Cortés que lo acertó a ver, hobo tanto enojo de lo que delante dél se hizo por aquel soldado en los pueblos de paz en tomar gallinas, que luego le mandó echar una soga a la garganta, y le tenían ahorcado, si Pedro de Alvarado, que se halló junto de Cortés, que le cortó la soga con la espada, y medio muerto quedó el pobre soldado. He querido traer esto aquí a la memoria para que vean los curiosos letores, y aun los sacerdotes que agora tienen cargo de administrar los santos sacramentos y dotrina a los naturales destas partes, que porque aquel soldado tomó dos gallinas en pueblo de paz aína le costara la vida, y para que vean agora ellos de qué manera se han de haber con los indios e no tomalles sus haciendas. Después murió este soldado en una guerra, en la provincia de Guatemala, sobre un peñol.

Volvamos a nuestra relación. Que como salimos de aquellos pueblos que dejamos de paz, yendo para Cempoal, estaban el cacique gordo con otros principales aguardándonos en unas chozas con comida; que, aunque son indios, vieron y entendieron que la justicia es santa y buena, y que las palabras que Cortés les había dicho que veníamos a desagraviar y quitar tiranías conformaban con lo que pasé en aquella entrada, y tuviéronnos en mucho más que de antes. Y allí dormimos en aquellas chozas, y todos los caciques nos llevaron acompañando hasta los aposentos de su pueblo; y verdaderamente quisieran que no saliéramos de su tierra, porque se temían de Montezuma no enviase su gente de guerra contra ellos. Y dijeron a Cortés que pues éramos ya sus amigos, que nos quieren tener por hermanos, que será bien que tomásemos de sus hijas para hacer generación; y para que más fijas sean las amistades trajeron ocho indias, todas hijas de caciques, y dieron a Cortés una de aquellas cacicas, y era sobrina del cacique gordo; y otra dieron a Alonso Hernández Puerto Carrero, y era hija de otro gran cacique que se decía Cuesco en su lengua; y traíanlas vestidas a todas ocho con ricas camisas de la tierra y bien ataviadas a su usanza, y cada una dellas un collar de oro al cuello, y en las orejas zarcillos de oro; y venían acompañadas de otras indias para se servir dellas.

Y cuando el cacique gordo las presentó, dijo a Cortés: «Tecle (que quiere decir en su lengua señor), estas siete mujeres son para los capitanes que tienes, y ésta, ques mi sobrina, es para ti, ques señora de pueblos y vasallos». Cortés la rescibió con alegre semblante, y les dijo que se lo tenían en merced, mas para tomallas como dice y que seamos hermanos que hay necesidad que no tengan aquellos ídolos en que creen y adoran, que los traen engañados, y que no les sacrifiquen más ánimas, y que como él vea aquellas cosas malísimas en el suelo y que no sacrifican, que luego ternán con nosotros muy más fija la hermandad, y que aquellas mujeres que se volverán cristianas primero que las rescibamos, y que también habían de ser limpios de sodomías, porque tenían muchachos vestidos en hábitos de mujeres que andaban a ganar en aquel maldito oficio, y cada día sacrificaban delante de nosotros tres o cuatro o cinco indios, y los corazones ofrescían a sus ídolos, y la sangre pegaban por las paredes, y cortábanles las piernas y los brazos y muslos, y lo comían como vaca que se traen de las carnecerías en nuestra tierra, y aun tengo creído que lo vendían por menudo en los tianguez, que son mercados; y que como estas maldades se quiten y que no lo usen, que no solamente les seremos amigos, mas que les hará que sean señores de otras provincias. Y todos los caciques, papas y principales respondieron que no les estaba bien dejar sus ídolos y sacrificios, y que aquellos sus dioses les daban salud y buenas sementeras y todo lo que habían menester; y que en cuanto a lo de las sodomías, que pornán resistencia en ello para que no se use más.

Y como Cortés y todos nosotros vimos aquella respuesta tan desacatada y habíamos visto tantas crueldades y torpedades, ya por mí otra vez dichas, no las pudimos sufrir. Entonces nos habló Cortés sobre ello y nos trujo a la memoria unas buenas y muy sanctas dotrinas, y que cómo podíamos hacer ninguna cosa buena si no volvíamos por la honra de Dios y en quitar los sacrificios que hacían a los ídolos, y que estuviésemos muy apercebidos para pelear si nos viniesen a defender que no se los derrocásemos, y que aunque nos costase las vidas, en aquel día habían de venir al suelo. Y puesto que estamos todos muy a punto con nuestras armas, como lo teníamos de costumbre, para pelear, les dijo Cortés a los caciques que los habían de derrocar. Y desque aquello vieron, luego mandó el cacique gordo a otros sus capitanes que se apercibiesen muchos guerreros en defensa de sus ídolos; y desque queríamos subir en un alto cu, ques su adoratorio, que estaba alto y había muchas gradas, que ya no se me acuerda qué tantas eran, vino el cacique gordo con otros principales, muy alborotados y sañudos, y dijeron a Cortés que por qué les queríamos destruir, y que si les hacíamos deshonor a sus dioses o se los quitábamos, que todos ellos perecerían, y aun nosotros con ellos. Y Cortés les respondió muy enojado que otras veces les ha dicho que no sacrifiquen a aquellas malas figuras, porque no les traigan más engañados, y que a esta causa los veníamos a quitar de allí, y que luego a la hora los quitasen ellos, si no que los echaríamos a rodar por las gradas abajo; y les dijo que no los terníamos por amigos, sino por enemigos mortales, pues que les da buen consejo y no lo quieren creer, y porque ha visto que han venido sus capitanías puestas en armas de guerreros, questá enojado dellos y que se lo pagarán con quitalles las vidas.

Y desque vieron a Cortés que les decía aquellas amenazas, y nuestra lengua doña Marina que se lo sabía muy bien dar a entender, y aun les amenazaba con los poderes de Montezuma, que cada día los aguardaba, por temor desto dijeron que ellos no eran dinos de llegar a sus dioses, y que si nosotros los queríamos derrocar, que no era con su consentimiento; que se los derrocásemos o hiciésemos lo que quisiésemos. Y no lo hobo bien dicho cuando subimos sobre cincuenta soldados y los derrocamos, y vienen rodando aquellos sus ídolos hechos pedazos, y eran de manera de dragones espantables, tan grandes como becerros, y otras figuras de manera de medio hombre y de perros grandes y de malas semejanzas. Y cuando así los vieron hechos pedazos, los caciques y papas que con ellos estaban lloraban y taparon los ojos, y en su lengua totonaque les decían que les perdonasen, y que no era más en su mano, ni tenían culpa, sino esos teules que os derruecan, e que por temor de los mejicanos no nos daban guerra. Y cuando aquello pasó comenzaban las capitanías de los indios guerreros que he dicho que venían a darnos guerra a querer flechar, y desque aquello vimos echamos mano al cacique gordo y a seis papas y a otros principales, y les dijo Cortés que si hacían algún descomedimiento de guerra, que habían de morir todos ellos. Y luego el cacique gordo mandó a sus gentes que se fuesen de delante de nosotros y que no hiciesen guerra. Y desque Cortés los vio sosegados les hizo un parlamento, lo cual diré adelante, y ansí se apaciguó todo.

Y esta de Cingapacinga fue la primera entrada que hizo Cortés en la Nueva España, y fue de harto provecho, y no como dice el coronista Gómara, que matamos y prendimos y asolamos tantos millares de hombres en lo de Cingapacinga. Y miren los curiosas questo leyeren cuánto va de lo uno a lo otro, por muy buen estilo que lo dice en su corónica, pues en todo lo quescribe no pasa como dice.