Y ya he dicho de la manera y concierto que íbamos. Y topamos todas las capitanías y escuadrones que nos iban a buscar, y traían grandes penachos y atambores y trompetillas, y las caras almagradas, blancas y prietas, y con grandes arcos y flechas, y lanzas rodelas, y espadas como montantes de a dos manos, y muchas hondas y piedra y varas tostadas, y cada uno sus armas colchadas de algodón; y ansí como llegaron a nosotros, como eran grandes escuadrones, que todas las sabanas cobrían, y se vienen como rabiosos y nos cercan por todas partes, y tiran tanta de flecha y vara y piedra, que de la primera arremetida hirieron más de setenta de los nuestros, y con las lanzas pie con pie nos hacían mucho daño, e un soldado murió luego de un flechazo que le dieron por el oído, y no hacían sino flechar e herir en los nuestros, y nosotros, con los tiros y escopetas y ballestas y a grandes estocadas no perdíamos punto de buen pelear, y poco a poco, desque conoscieron las estocadas, se apartaban de nosotros; mas era para flechar más a su salvo, puesto que Mesa, el artillero, con los tiros les mató muchos dellos, porque como eran grandes escuadrones y no se apartaban, daba en ellos a su placer.
Y con todos los males y heridos que les hacíamos no los podimos apartar. Yo dije: «Diego de Ordaz, parésceme que podemos apechugar con ellos, porque verdaderamente sienten bien el cortar de las espadas y estocadas, y por esto se desvían algo de nosotros, por temor dellas y por mejor tirarnos sus flechas y varas tostadas y tantas piedras como granizos». Y respondió que no era buen acuerdo, porque había para cada uno de nosotros trecientos indios; y que no nos podríamos sostener con tanta multitud; y ansi estábamos con ellos sosteniéndonos. Y acordamos de nos allegar cuanto pudiésemos a ellos, como se lo había dicho al Ordaz, para dalles mal año de estocadas, y bien lo sintieron, que se pasaron de la parte de una ciénega. Y en todo este tiempo, Cortés, con los de a caballo, no venía, y aunque le deseábamos y temíamos que por ventura no le hobiese acaescido algún desastre.
Acuérdome que cuando soltábamos los tiros, que daban los indios grandes silbos e gritos y echaban pajas y tierra en alto porque no viésemos el daño que les hacíamos, y tañían atambores y trompetillas e silbos y voces, y decían: «Alala, Alala». Estando en esto, vimos asomar los de a caballo, y como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra, no miraron tan de presto en ellos como venían por las espaldas, Y como el campo era llano y los caballeros buenos, y los caballos algunos dellos muy revueltos y corredores, danles tan buena mano y alancean a su placer. Pues los que estábamos peleando, desque los vimos, nos dimos tanta priesa, que los de a caballo por una parte y nosotros por otra, de presto volvieron las espaldas. E aquí creyeron los indios quel caballo y el caballero eran todo uno, como jamás habían visto caballos. Iban aquellas sabanas y campos llenos de ellos, y acogiéronse a unos espesos montes que allí había. Y desque los hobimos desbaratado, Cortés nos contó cómo no habían podido venir más presto por amor de una ciénega, y cómo estuvo peleando con otros escuadrones de guerreros antes que a nosotros llegasen. Y venían tres de los caballeros de a caballo heridos, e cinco caballos. Y después de apeados debajo de unos árboles y casas que allí estaban, dimos muchas gracias a Dios por habernos dado aquella vitoria tan cumplida, y como era día de Nuestra Señora de Marzo llamóse una villa que se pobló, el tiempo andando, Santa María de la Vitoria, ansí por ser día de Nuestra Señora como por la gran vitoria que tuvimos.
Aquesta fue la primera guerra que tuvimos en compañía de Cortés en la Nueva España. Y esto pasado, apretamos las heridas a los heridos con paños, que otra cosa no había, y se curaron los caballos con quemalles las heridas con unto de un indio de los muertos, que abrimos para sacarle el unto; y fuimos a ver los muertos que había por el campo, y eran más de ochocientos, y todos los más de estocadas, y otros de los tiros y escopetas y ballestas, y muchos estaban medio muertos y tendidos, pues donde anduvieron los de a caballo había buen recaudo dellos muertos y otros quejándose de las heridas. Estuvimos en esta batalla sobre una hora, que no les pudimos hacer perder punto de buenos guerreros hasta que vinieron los de a caballo. Y prendimos cinco indios y los dos dellos capitanes, y como era tarde y hartos de pelear, y no habíamos comido, nos volvimos al real, y luego enterramos dos soldados que iban heridos por la garganta y otro por el oído, y quemamos las heridas a los demás y a los caballos con el unto del indio, y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos.
Aquí es donde dice Francisco López de Gómara que salió Francisco de Morla en un caballo rucio picado antes que llegase Cortés con los de caballo, y que eran los santos apóstoles Señor Santiago o Señor San Pedro. Digo que todas nuestras obras y vitorias son por mano de Nuestro Señor Jesucristo, y que en aquella batalla había para cada uno de nosotros tantos indios que a puñados de tierra nos cegaran, salvo que la gran misericordia de Nuestro Señor en todo nos ayudaba, pudiera ser que los que dice el Gómara fueran los gloriosos Apóstoles Señor Santiago o Señor San Pedro, e yo, como pecador, no fuese dino de lo ver. Lo que yo entonces vi y conocí a Francisco de Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Corta, que me paresce que agora que lo estoy escribiendo se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra según y de la manera que allí pasamos. E ya que yo, como indino, no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí en nuestra compañía había sobre cuatrocientos soldados, y Cortés y otros muchos caballeros, y platicárase dello, y se tomara por testimonio, y se hobiera hecho una iglesia cuando se pobló la villa, y se nombrara la villa de Santiago de la Vitoria, o de San Pedro de la Vitoria, como se nombró Santa María de la Vitoria.
Y si fuera ansí como dice el Gómara, harto malos cristianos fuéramos que enviándonos Nuestro Señor Dios sus santos Apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía, y reverenciar cada día aquella iglesia, y pluguiera a Dios que ansí fuera, como el coronista dice; y hasta que leí su corónica nunca entre conquistadores que allí se hallaron tal les oí. Y dejémoslo aquí, y diré lo que más pasamos.