Desembarcados en unos arenales, hecimos chozas encima de los más altos médanos de arena, que los hay por allí grandes, por causa de los mosquitos, que había muchos. Y con los bateles sondaron muy bien el puerto y hallaron que con el abrigo de aquella isleta estarían seguros los navíos del Norte y había buen fondo. Y hecho esto fuimos a la isleta con el general treinta soldados bien apercebidos en dos bateles, y hallamos una casa de adoratorios, donde estaba un ídolo muy grande y feo, el cual le llamaban Tescatepuca, y, acompañándole, cuatro indios con mantas prietas y muy largas, con capillas que quieren parescer a las que traen los dominicos o los canónigos y aquéllos eran sacerdotes de aquel ídolo, que comúnmente en la Nueva España llamaban papas, como ya lo he memorado otra vez. Y tenían sacrificados de aquel día dos mochachos, y abiertos por los pechos y los corazones, y sangre ofrescida aquel maldito ídolo.
Y aquellos sacerdotes nos venían a sahumar con lo que sahumaron aquel su Tescatepuca, porque en aquella sazón que llegamos lo estaban sahumando con uno que huele a ensencia, y no consentimos que tal sahumerio nos diesen; antes tuvimos muy gran lástima de ver muertos aquellos dos mochachos y ver tan grandísima crueldad. Y el general preguntó al indio Francisco, por mi memorado y que trujimos del río de Banderas, que parescía algo entendido, que por qué hacían aquello; y esto se lo decía medio por señas, porque entonces no teníamos lengua ninguna, como ya otra vez he dicho, porque Julianillo y. Melchorejo no entendían la mejicana. Y respondió el indio Francisco que los de Ulúa los mandaban sacrificar; y como era torpe de lengua, decía: «Ulúa, Ulúa», y como nuestro capitán estaba presente y se llamaba Juan y era por San Juan de junio, pusimos por nombre a aquella isleta San Juan de Ulúa; y este puerto es agora muy nombrado y están hechos en él grandes mamparos para que estén seguros los navíos para amor del Norte, y allí vienen a desembarcar las mercaderías de Castilla para Méjico y Nueva España.
Volvamos a nuestro cuento. Que como estábamos en aquellos arenales vinieron indios de pueblos comarcanos a trocar su oro de joyas a nuestros rescates; mas era tan poco lo que traían y de poca valía, que no hacíamos cuenta dello. Y estuvimos siete días de la manera que he dicho, y con los muchos mosquitos que había no nos podíamos valer, y viendo que el tiempo se nos pasaba en balde, y teniendo ya por cierto que a ellas tierras no eran islas, sino tierra firme, y que había grandes pueblos y mucha multitud de indios, y el pan cazabe que traíamos muy mohoso y sucio de fatulas y amargaba, y los soldados que allí veníamos no éramos bastantes para poblar, cuanto más que faltaban ya trece soldados que se habían muerto de las heridas, y estaban otros cuatro dolientes, y viendo todo esto por mí ya dicho, fue acordado que lo enviásemos a hacer saber al Diego Velázquez para que nos enviase socorro, porque Juan de Grijalva muy gran voluntad tenía de poblar con aquellos pocos soldados que con él estábamos, y siempre mostró ánimo de muy valeroso y esforzado capitán, y no como lo escribe el coronista Gómara.
Pues para hacer aquella embajada acordamos que fuese el capitán Pedro de Alvarado en un navío muy bueno que se decía San Sebastián, y fue ansí acordado por dos cosas: lo uno porque el Juan de Grijalva ni los demás capitanes no estaban bien con él por la entrada que hizo con su navío en el río de Papalote, que entonces le pusimos por nombre río de Alvarado, y lo otro porque habían venido a aquel viaje de mala gana y medio doliente. Y también se concertó que llevase todo el oro que se había rescatado, y ropa de mantas y los dolientes, y los capitanes escribieron al Diego Velázquez cada uno lo que les paresció. Y luego se hizo a la vela, y fue la vuelta de la isla de Cuba, adonde lo dejaré agora, así al edro de Alvarado y a su viaje, y diré cómo el Diego Velázquez envió en nuestra busca.