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Irma Jansen miró al cielo, satisfecha. Era una mañana preciosa, con una temperatura agradable, teniendo en cuenta que se trataba de mediados de abril. «Esta gente disfruta de un clima que no se merece», se dijo, recordando el día de perros que hacía en el aeropuerto de Markerwaard, de donde había salido minutos antes. Se apeó del aerotaxi, tras introducir su tarjeta en la ranura de pago, y se dirigió paseando hacia el Arsenal de Cartagena. Nadie le prestó mucha atención; sólo era una señora de mediana edad, con un traje de corte clásico, poco llamativo, que llevaba una bolsa de plástico en la mano.

Jansen estaba disfrutando. Hacía muchísimo tiempo que no se permitía el lujo de pasear por la calle tranquilamente, sin prisas ni escoltas. Se había autoconcedido unos días de vacaciones ya que, en su opinión, bien se los había ganado.

Consultó su reloj; disponía de bastante tiempo todavía. Se dedicó a visitar unos cuantos museos, recorrió el parque arqueológico de la ciudad, repleto de ruinas púnicas, romanas y bizantinas restauradas que yacían bajo los edificios modernos y, finalmente, se sentó en una terraza para tomar un café. Se dedicó a lo que parecía el deporte oficial de la zona: ver pasar a la gente, y discutir con el camarero sobre la próxima final de la copa continental de fútbol.

Volvió a consultar su reloj. Ya era hora. Se dirigió a la fachada vieja del Arsenal, custodiada por varios soldados (y, estaba segura, por toda una batería de armas letales ocultas a la vista). Uno de ellos la vio venir; supuso que se trataría de la madre de algún novato que venía a traerle unos pasteles, y le pidió la documentación amablemente, con la cara más paternal de su repertorio. Ella introdujo la mano en el identificador y entregó una tarjeta. La faz del soldado empalideció cuando leyó los datos, y empezó a sudar copiosamente. Se cuadró a una velocidad pasmosa, como impulsado por un resorte.

La mujer pasó al interior del recinto. Recorrió el museo, los domos de armamento y los edificios de adiestramiento de las tropas sin oposición. Finalmente, se introdujo en un viejo almacén, aparentemente descuidado. Se encaminó hacia una pared, posó la mano en una placa y una sección del suelo se abrió, mostrando un ascensor. Segundos después, había desaparecido.

Las dependencias subterráneas eran consideradas como área de alto secreto; Jansen, no obstante, se las sabía de memoria. Pasó por todos los controles, que identificaron sus ondas cerebrales, y llegó a lo que parecía un gimnasio. En el fondo, un hombre se dedicaba a pegarle patadas a un saco de entrenamiento. Jansen se dirigió hacia él, que no se había percatado de su presencia.

—Buenos días, Beni.

El hombre se giró inmediatamente, y la reconoció. Se dirigió hacia ella. Parecía en espléndida forma física.

—Buenos días, señora. Cuánto tiempo sin verla. Desde el juicio; cinco meses, creo.

—Crees bien, Beni. Te preguntaras qué hago en este lugar.

—Efectivamente, señora.

—Pasaba por aquí, y me apetecía charlar un rato.

—Magnífico; yo también quiero aclarar unan cuantas cosas. Qué ha pasado, por ejemplo. O qué estoy haciendo encerrado aquí, donde nadie parece saber nada; todos son muy amables, pero poco comunicativos.

—Se acerca la hora de comer, Beni. Ponte un poco presentable; después de todo, soy almirante de las F.E.C. Reúnete conmigo dentro de media hora, en el restaurante. Estará vacío, no te preocupes.

—De acuerdo, señora. No obstante, me parece que los muertos ya no pertenecemos a las Fuerzas Armadas, por lo que podría…

—Beni…

—Sí, señora.

Jansen no consintió hablar de cosas serias durante la comida. Se limitaron a recordar los viejos tiempos, los amigos perdidos, y tantas otras menudencias de cuando la vida parecía más simple. Sólo tras los postres accedió a disipar las incógnitas, y Beni pudo formular las preguntas cuyas respuestas necesitaba conocer, para no volverse loco.

—Bien, señora, ahora me toca a mí. Estoy harto de que jueguen conmigo una y otra vez, de que me usen como un pañuelo reciclable. La verdad, cuando me fusilaron pensé que por fin iba a poder descansar tranquilamente. Estaba en paz con mi conciencia, y todo eso que se dice en semejantes casos. Me dispararon, sentí como un golpe en el pecho y morí, sin dolor ni nada. Me pareció flotar, vi cómo certificaban mi muerte sobre mi cadáver, creí ir por un túnel, todo se volvió negro y a dormir, me dije. Bien, pues al poco me despierto confuso, y veo que vuelvo a estar dentro de un cuerpo.

—Las sensaciones post-mórtem son peculiares, sí.

—Por consiguiente, me fusilaron de verdad, ¿no?

—Efectivamente. Estabas más muerto que mi abuelo cuando te trajeron aquí.

—¿Y…?

—Habría que definir con claridad el concepto de muerte. No todas las células se deterioran a la misma velocidad. Y nuestros equipos médicos hacen maravillas.

—¿Y la muerte cerebral, por anoxia? Estuve con el corazón parado demasiados minutos. ¿Cómo evitaron el deterioro?

—¿No tomaste nada antes de la ejecución?

—Que yo recuerde… Un momento; el comandante del pelotón me ofreció un café, que sabía a demonios. No me extrañé, conociendo las cantinas militares, pero, ahora que lo menciona, ¿acaso no llevaría algún ingrediente sintetizado por sus neurólogos, de acción sutil? —Irma Jansen sonrió—. No sé, la verdad es que me siento un poco raro, ahora quizá menos que antes, ignoro si esto suele pasar cuando lo resucitan a uno, pero mi mente está bastante confusa. Poco a poco voy recordando cosas, aunque me cuesta. Además, mirarme al espejo tampoco ayuda. ¿Era necesario cambiarme la cara?

—Te pondrás bien en unas cuantas semanas más, Beni. La restauración es un proceso complicado, aunque el resultado final te complacerá.

—¿Más mejoras corporales?

—Y mentales. Lo habrás notado en las sesiones de entrenamiento.

—Efectivamente, no me puedo quejar, pero…

—¿Sí, Beni?

—Hay muchos puntos oscuros en esta historia. Mire, he revisado el holo de mi ejecución, y me gustaría saber cómo lo hicieron.

—Sencillo: el truco de la camilla con doble fondo ha sido empleado por muchos ilusionistas, desde que se tiene noticia. Cambiamos tu cadáver por otro, delante de las propias narices de los imperiales. Con el miedo que tenían, y la puesta en escena que organizamos, no se dieron cuenta.

—¿A quién incineraron en mi lugar?

—¿Acaso importa? Sobran cadáveres.

—Sólo era curiosidad morbosa, señora. Por cierto, podrían haberme avisado de que iba a resucitar, creo yo.

—¿Y perder así la espontaneidad, la intensidad de los sentimientos? Beni le lanzó una mirada indescriptible. Ella prosiguió:

—Estuviste genial, Beni. Media Corporación llorando a lágrima viva, el resto clamando venganza, y todos, todos odiando a muerte al Imperio. Te has convertido en una especie de héroe popular. Nadie parece dispuesto a consentir que seas olvidado. En tu ciudad, Almansa, te han erigido una estatua y dado tu nombre a una calle, un colegio y una terminal de transportes de superficie; hablan incluso de hacerte un museo. Aquí, en Cartagena, no paran de poner flores en el lugar de tu fusilamiento, y me temo que vamos a tener que convertir el crematorio en un centro de peregrinación; al llegar me he cruzado con un grupo de niños que iban a depositar una corona mortuoria. Muchacho, tocaste la fibra sensible de la gente, y no digamos de los militares. Están deseando pelear contra los imperiales; no necesitan incentivo. Cualquier misión suicida contará con voluntarios.

—El asunto les ha salido redondo, señora.

—Efectivamente. Las personas, en el fondo, funcionan más por emotividad que racionalmente, y tu muerte la ha sobrealimentado.

—También los medios de comunicación que la Corporación controla, claro está.

—No creas; en verdad, los imperiales nos lo pusieron sumamente fácil. Para ellos, lo mejor hubiera sido echar tierra al asunto. En fin, querían un castigo ejemplar, y lo han tenido.

—¿No pensaron que yo podría perder los nervios, y dar un espectáculo lamentable?

—A todos nos gusta quedar bien cuando salimos por holovisión, ¿no?

Beni, a su pesar, no tuvo más remedio que echarse a reír. Jansen prosiguió, poco después:

—Ni siquiera ha hecho falta trucar las imágenes, o embellecerlas. Lo de Tau Ceti y tu ejecución se ha remitido de tapadillo a todos los movimientos insurgentes frente al Imperio, que se han convencido de que no pelean contra dioses omnipotentes. Te convertiste en una especie de superhéroe; hasta han compuesto canciones épicas sobre ti… Ah, el Imperio va a estar demasiado ocupado durante los próximos años sofocando rebeliones para ocuparse de nosotros. Además, la delegación que asistió a tu fusilamiento se marchó asaz espantada. Confío en que contagien el susto a sus planetas y nos dejen tranquilos. Los muy estúpidos nos dieron la oportunidad de montar un buen espectáculo, y no los defraudamos. Pusimos todos los ingredientes necesarios: calidad de imagen, emoción, valentía y heroísmo, siempre en el marco de la Vieja Tierra, sagrada para muchos mundos.

—Ya no nos volverán a subestimar, señora.

—Sí, es un peligro, pero ahora disponemos de tiempo. Algún día descubriremos cuál es su planeta central, y entonces… —ella cerró los puños en un gesto muy significativo.

—Me parece que mucha gente va a morir durante los próximos años, señora.

—Sí, pero creo que no seremos nosotros —repuso ella, con voz dulce. Permanecieron callados unos momentos, cada uno sumido en sus reflexiones. Finalmente, Beni no pudo aguantar más:

—Señora, permítame una pregunta. Hasta ahora todo ha salido muy bien, para mayor gloria de la Corporación y escarnio del Imperio. Sólo queda un detalle: ¿qué hago yo vivo? Eso sí que no lo entiendo.

Jansen tardó en contestar, Se llevó una mano a la barbilla y miró al techo. Al final, se decidió a hablar:

—Tal vez no hayas sido castigado lo suficiente por tus crímenes; el fusilamiento es algo suave, comparado con los quebraderos de cabeza que nos has causado a lo largo de tu carrera. Tal vez creamos que tu experiencia merece ser conservada, para los tiempos difíciles que han de venir. Tal vez —suspiró—, tal vez me esté volviendo vieja, una ancianita sentimental a la que no le gusta dejar en la estacada a los suyos.

—Señora, casi va a conseguir que me lo crea —ambos sonrieron—. Bueno, usted sabrá. Pero sigue sin responderme: ¿qué va a ser de mí?

—Bien, bien… Vamos con tu castigo. La lobotomía es algo demasiado fácil; ni siquiera se sufre. No, tu pena ha de ser ejemplar. Quizá…

Sacó de un bolsillo interior de su chaqueta gris un pequeño artefacto aplanado. Apretó un botón, y una imagen tridimensional de la galaxia apareció en medio de la habitación, señalada con diversos cobres.

—Si recuerdas aquella charla a bordo de la Galileo, ésta es la zona controlada por el Imperio, en rojo. Esta otra, en blanco, es la nuestra, ahora con un punto más. Como ves, existen miles de planetas todavía olvidados tras el Desastre, Unos están muertos, inútiles; otros ofrecen a los visitantes peculiares sistemas sociales; y otros… Mira, éste es Libra MH-3412 —una mota solitaria brilló en amarillo—. La vida humana se extinguió tras el Desastre, por razones poco claras, pero la atmósfera y las condiciones de habitabilidad son aceptables. La mayor parte de la biota es alienígena.

—Interesante, señora.

—¿Qué peor castigo que enviarte a un planeta como ése, en misión de colonización? Allí padecerás, trabajando como un pionero, lejos del mundanal ruido.

Beni sonrió.

—Si, señora, debe de ser horrible.

—La verdad, no se me ocurre nada peor. No tendrás amigos, porque nadie será capaz de reconocerte después de las operaciones de cirugía estética que has sufrido. Es el precio que tienes que pagar; por cierto, creo que has salido ganando en el cambio.

—Muy amable, señora.

—Puede que alguien quisiera acompañarte; así sufriríais juntos. Se llamaba Luna, si mal no recuerdo —sonrió maliciosamente—. Nos estamos volviendo blandos, ya ves.

—Se lo agradezco, señora, pero todavía estoy confundido. Y tal vez sea mejor dejar las cosas así; al menos, a ella le quedará el recuerdo. No sé; he de pensarlo.

—Tendrás tiempo hasta completar tu entrenamiento, descuida. Quién sabe, tal vez te necesitemos en el futuro. Se te proporcionará una nueva identidad, un pasado con un buen historial y un rango militar superior al que tenías antes. Por supuesto, sigues bajo mis órdenes.

—Por supuesto, señora —de repente, se percató de un detalle que se le había escapado—. Disculpe, ¿qué lleva en esa bolsa?

—¿Aquí? Ah, si, lo compré en la zona libre de impuestos del aeropuerto. Un impulso propio de la senilidad, probablemente.

Sacó una botella de plástico y un par de vasos, que dispuso sobre la mesa.

—Beni, éste es un momento glorioso. Lo tenemos difícil, pero hemos puesto al descubierto las debilidades del Imperio. Será una tediosa labor, mas el futuro es nuestro. En los bancos de datos que hemos conseguido a su costa figuran muchos datos interesantes. Nos infiltraremos, y… Pero dejémonos ya de estrategias. Esto hay que celebrarlo.

—Es la primera vez que la veo invitar a alguien, señora.

—No todos los días se goza de una ocasión como ésta. Bebamos algo de mi tierra.

—¿Qué es? ¿Jonge jenever? Ustedes, la gente del norte, no tienen sentido del gusto, sólo tragan alcohol de quemar. En cambio, nosotros preferimos saborear las cosas. Un buen vino…

—Así salís luego, de chapuceros. Hay que sufrir para ser fuertes. Salud.

—Salud —brindaron.