31

Las pantallas del techo se iluminaron sin avisar. Beni parpadeo.

—Menudo estropicio formó ahí abajo, capitán. No dejó títere con cabeza.

—No sé de qué se asombra, señora. Ya sabían que no era diplomático de carrera cuando me enviaron.

—Eso no es excusa. Se le dieron órdenes que no fueron cumplidas —su rostro era impenetrable—. Supongo que conoce las consecuencias de la insubordinación.

—Sí, señora; ya me escapé una vez de ellas. ¿Cuándo se celebrará el consejo de guerra?

—Muy pronto. Se trata de una situación de emergencia.

—¿Y la parada militar con la que me recibieron? ¿El cigarrillo previo a la ejecución?

La mujer se arrellanó en su sillón y puso las manos bajo la barbilla. Su rostro continuó impasible, pero Beni creyó intuir el esbozo de una sonrisa.

—Concédame al menos una pequeña petición, en nombre de los viejos tiempos, antes de que me lobotomicen o me quemen en la hoguera. Es bien poco, sólo unas cuantas preguntas, señora.

—Hable, capitán, le escucho.

Beni se incorporó y paseó de un lado a otro del cuarto, al tiempo que exponía sus argumentos.

—Desde el principio me pareció que la embajada en Osiris era bastante peculiar, aunque mi estado de ánimo me impidió captar todos los detalles. Sin embargo… Su primera característica inusual era su propia existencia; una simple oficina comercial hubiera bastado.

—Tal vez, capitán, pero necesitábamos poner un toque testimonial.

—Aunque no demasiado, para no alarmar al Imperio.

—Así es, capitán; armamento de segunda clase para la autodefensa y el personal mínimo necesario.

—Recapitulemos un poco sobre el personal. Examiné sus expedientes con detenimiento, y comprobé que en todos los casos había algún punto negativo. Desacato, insubordinación, incluso simples trastadas, a veces bastante graciosas.

Jansen no pudo esta vez disimular la sonrisa. Beni prosiguió:

—Un espía imperial podría deducir, a la vista de lo anterior, que a la embajada solo había ido a parar la escoria de la Corporación, y que nuestra delegación era algo parecido a un lugar de destierro para indeseables.

—Sí, es posible que alguien pensara así.

—Lógicamente, nadie se tomaría en serio semejante hatajo de ineptos. Pero si examinamos los expedientes prescindiendo de las causas dignas de sanción, nos llevamos una pequeña sorpresa. La gente de la embajada era de lo mejor en su oficio. Revoltosa, pero competente al máximo. Además, todos procedíamos del Sistema Solar, lo que siempre crea un fuerte sentimiento de camaradería.

—Ahora que lo dice, es curioso, sí.

—Tampoco había niños, ni nada que pudiera contener o causar escrúpulos al personal en caso de conflicto.

—Peculiar, ciertamente.

—Y contábamos con un equipo medico de primera, para mantenernos en plena forma.

—La Corporación siempre ha cuidado a los suyos, capitán.

—¿Tanto? Me hubiera gustado disfrutar de esos adelantos en Erídani… —repuso, irónico—. Sigamos: un lugar repleto de militares desocupados, sin nada que hacer, competentes pero imprevisibles y sin frenos que los retuvieran. Si se los presionaba demasiado, ¿quién sabe? El armamento de que disponían era simple, pero con una adecuada estrategia se le podía sacar mucho partido, sobre todo si se tiene en cuenta la estulticia del rival. Señora, la Corporación había puesto una bomba de tiempo en manos del Imperio.

La mujer lo miró. Por primera vez, parecía divertida y francamente interesada.

—¿No cree que se hipervalora, capitán?

—Señora, nunca he sido inmodesto, pero analicemos mi caso con un poco de calma. Yo era un capitán razonablemente competente en el oficio, hasta que perdí a mi mujer en Erídani y me derrumbé. En vez de liquidarme, la Corporación me envió a un mundo que hasta cierto punto era similar al escenario de la tragedia: una clase sacerdotal fanática y represiva, como los que mataron a la pobre Ana. En resumen, yo tenía que estallar, más tarde o más temprano. Y no podía suicidarme; sus neurólogos me habían hecho algo en el cerebro que me lo impedía.

—Tengo entendido que sufrió usted muchos chequeos médicos en las estaciones militares.

—Ajá. También padecía constantes alucinaciones que me volvían loco. Yo amaba a Ana más que a mi vida, como diría un protagonista de novela rosa, pero verla aparecer casi a todas horas no era normal. Y ya somos mayorcitos para creer en fantasmas. Tal vez en esos laboratorios militares alteraron mi mente de forma que el remordimiento no pudiera abandonarme, que la tragedia se me representara una y otra vez, y que la pobre Ana viniera a darme un tirón de orejas de vez en cuando. Hicieron ustedes un buen trabajo con mi cerebro, sí. Con un odio enfermizo hacia los causantes de su muerte y sin el recurso del suicidio, tenía que reventar por cualquier sitio.

—Su disertación es brillante, capitán. Prosiga.

—El simpático mut que teníamos por doctor me hizo saber, tras un chequeo de rutina, que era el agraciado propietario de un hígado sintético, lo cual a veces supone un incordio. Me lo debieron de implantar en el mismo laboratorio, claro está. Y bien, ¿sólo el hígado? Ya estoy algo viejo, señora, pero al entrenar me di cuenta de que mis facultades físicas estaban mejor que nunca. Y bien, ¿sólo las facultades físicas? Tal vez, ya puestos a jugar a los médicos, me potenciaron los procesos mentales, la memoria o algo similar. Yo mismo me sorprendo ahora cuando analizo las batallas del planeta. No es normal que razone con semejante rapidez y efectividad.

—¿Y…?

—Como dije antes, la embajada era una bomba en potencia. La Corporación puso a su frente a un individuo con sus facultades mutadas artificialmente, sufriendo alucinaciones recurrentes y cuyo odio hacia el enemigo había sido aumentado. La conclusión es obvia: desde el principio planeaban la destrucción de base McArthur y demás imperiales en el planeta.

Irma Jansen dio una palmada en la mesa y soltó una carcajada. El capitán se sorprendió; estos accesos de emotividad no eran típicos de ella.

—Ay, Beni, pobre Beni… Es duro interpretar el papel de juez severo con cara de póquer, tratándose de usted. Mereces que aclare tus dudas, porque bastante has sufrido ya. Has sido muy perspicaz en tus razonamientos, aunque se te han escapado cuestiones secundarias. Efectivamente, cuando se planteó la posibilidad de establecer una delegación en Tau Ceti, pensamos en gastar una jugarreta al Imperio; dejarles un regalito, en pocas palabras. En esos momentos me enteré de tu desgracia en Erídani, y mi mente se puso a trabajar. Tuve que desempolvar rancios expedientes y hacer cálculos, pero los resultados finales fueron los mismos que has esbozado. Tan sólo hay una pequeña diferencia: no pensábamos precisamente en la destrucción de la base y en la victoria total.

—¿No? ¿Entonces…?

—Os dejamos ahí para que hicieseis el mayor daño posible al Imperio y estudiar la reacción de éste, pero sin ningún plan concretó; desde luego, no la aniquilación de los imperiales. Si fracasabais… Bien, no se perdía gran cosa; unos cuantos revoltosos, nada importante. Si teníais éxito y les causabais algún quebranto, pues estupendo: unos humildes corporativos, casi sin medios, derrotando a un enemigo poderoso. Desgraciadamente, lo habéis hecho demasiado bien. Yo pensaba que no sobreviviríais y lo tenía todo planeado; los mártires son un arma de propaganda muy poderosa. Iba a ser una campaña publicitaria preciosa; holovisión, películas, ciberespacio, panfletos clandestinos… Os habríais convertido en héroes míticos para los movimientos de resistencia al Imperio, caídos por un ideal, demostrando que morir luchando no es una causa perdida. En cambio, estáis vivos; así que, a ver, ¿qué voy a hacer contigo? —mientras decía esto no había perdido su sonrisa plácida.

—Señora, con todo respeto, permítame decirle algo: tiene usted una mala leche impresionante.

—Sí, ya lo sé. Por eso tú no has pasado de simple capitán, mientras que yo he llegado a almirante de la Flota.

Quedaron mirándose mutuamente, hasta que ambos estallaron en carcajadas.

—No le guardo rencor, señora. Todos debemos cumplir con nuestro trabajo. Disípeme otra duda, por favor. ¿Por qué apareció la Galileo en el momento justo, como en las películas? No creo que vinieran a rescatar al héroe de las pérfidas garras del villano.

—No fue por tu cara bonita, tenlo por seguro. Desde hacía meses nos hallábamos relativamente cerca de Tau Ceti, aguardando acontecimientos, Peláez, a su manera, nos suministraba gran cantidad de información sobre tus andanzas, pero no sabíamos lo que nos íbamos a encontrar. Estábamos allí preparados para cualquier contingencia; vimos una oportunidad, y el resto ya lo sabes.

—¿Cómo se atrevieron a atacar al Victorious? Su campo protector parecía invulnerable.

—¿Recuerdas los datos en bruto que enviasteis tras la caída del barrio alto en Osiris? Los desciframos y había muchas cosas interesantes; entre ellas, la estructura de sus escudos. Dimos con su talón de Aquiles; una ensalada de materia y antimateria en dosis cuidadosamente medidas, y los componentes del campo se aniquilan, obsequiando a los tripulantes con una lluvia de fotones duros.

—Casi me dan pena. No tenían ninguna posibilidad, pobres.

—Quizá sí; no somos invulnerables. Pero nuestra política de humildad a ultranza hizo que nos subestimaran, y bajaron la guardia. Nos dejaron acercar demasiado.

—Sí, firmaron su sentencia de muerte. Siempre lo tuve presente cuando diseñe la estrategia de combate en Osiris. Bueno, no sé si lo hice yo o alguna orden implantada en mi cerebro.

—Sólo fuiste potenciado, no se te grabó nada. Salvo lo de Ana.

—Dejémoslo estar. Por cierto, ¿cómo se te ocurrió la idea de las emboscadas, misiles y demás?

—En principio sólo pensé en acciones de tipo terrorista para hostigar a los imperiales. Imponer una orden subliminal al encargado del blindaje de base McArthur fue en principio un simple divertimento, una intuición. No sé… ¿seguro que los neurólogos no me tocaron más de lo debido, señora? —ella negó con la cabeza—. Luego, cuando los acontecimientos se desataron, hubo que improvisar. ¿Cómo consiguieron pasar todas esas armas los controles imperiales, señora?

—Alto secreto, Beni.

—Me lo temía; en todo caso, tuvimos las armas adecuadas en el momento correcto. Gozábamos de otras pequeñas ventajas. El Imperio nos subestimaba, como usted apuntó; y, por su propia estructura feudal, dudan mucho antes de pedir ayuda a instancias superiores. De todos modos, éramos muy pocos contra ellos. Así que mi cerebro buscó referencias históricas, y ahora me explico cómo las encontró.

—La Operación Aníbal, ¿no?

—Si, señora. El general cartaginés se enfrentó con un problema parecido: vencer a un enemigo más poderoso en su terreno. Concretamente, en la batalla de Trebia empleó una táctica genial. Lanzó contra los romanos unas fuerzas ridículas, que fingieron ser derrotadas y huyeron. Los romanos tragaron el anzuelo y los persiguieron. Cruzaron un río y cuando salieron, mojados y ateridos, se encontraron con el resto de los cartagineses perfectamente secos y con las espadas en la mano. Y los romanos no escarmentaron; Aníbal los volvió a machacar en la batalla del lago Trasimeno y en esa otra maravilla que fue Cannas. En aquella época, los romanos poseían el mejor ejército del mundo y peleaban en casa, pero fueron derrotados por el mejor general de todos los tiempos, alguien capaz de sacar el máximo partido de la menor oportunidad que se le presentara. De él saqué unas enseñanzas obvias: debía provocar al enemigo (cosa muy fácil), atraerlo a terreno favorable y atacar de forma imprevista. Claro, tuvimos mucha suerte; cada vez que juego al «¿qué hubiera pasado si…?», me admiro de la improbabilidad de lo ocurrido. Bailamos sobre demasiadas casualidades.

—Fascinante. Es casi una obra de arte. Aunque si hubieras muerto, imagínate: nuestros publicistas te habrían convertido en un héroe.

—No todo puede salir bien, señora —sonrió—. Por cierto, ¿qué será de mis compañeros de embajada?

—Tú has asumido la responsabilidad de lo acaecido; por tanto, simplemente serán reasignados a otros destinos.

—Me quita usted un peso de encima. Bueno, ¿qué hará la Corporación para arreglar este desaguisado? El Imperio debe de estar furioso.

—No creas; esto ha sido una convulsión para ellos. Muchos nos temen, y hay profundas rencillas entre los principales jefes, que nosotros procuramos alimentar. Casualmente, el mayor defensor de la línea agresiva era Lord Murphy, que en paz descanse. Ciertos nobles se beneficiarán por eso, sin duda.

—Qué casualidad.

—En cuanto a la destrucción de base McArthur, a ellos les interesa echar tierra al asunto. Imagínate la deshonra; un gran ejército, derrotado por un grupúsculo de corporativos y un movimiento de resistencia popular; un acorazado, liquidado de golpe… Por cierto, el motor del Victorious fue rescatado, y será muy útil para construir un gran vehículo de transporte interestelar. Como te decía, no se atreverán a tomar represalias. Por un lado, temen más fracasos que los hagan caer en el ridículo; por otro, muchos agradecerán que hayamos quitado de en medio a un rival como Murphy. Es increíble, pero cierto: los hemos puesto a la defensiva de un golpe, con apenas una nave MRL.

—No creo que la Corporación deje sin explotar esta victoria.

—Desde luego que no, Beni. Pasaremos copias de lo sucedido a los movimientos de resistencia al Imperio, para que se convenzan de que el enemigo no es un ente divino e invencible. Incluso harán una película sobre el tema. Seguramente se la encargarán a Matsuo Miyagi, con lo que el éxito de taquilla está asegurado. Su última película, aquella novela histórica… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Tras la línea imaginaria batió récords. Recaudó miles de millones de créditos. EI ridículo del Imperio se paseará por el cosmos.

—Me gustaría saber a quién le darán el papel de capitán Manso.

—No sé, Beni, será difícil encontrar un actor tan feo.

—Gracias, señora. Bueno, y yo, ¿qué? Estaba muerto cuando entré en esta nave, ¿verdad?

—Sí; espero que no te hicieras ilusiones.

Jansen volvió a adoptar una expresión seria; incluso parecía apenada. Miró a Beni a los ojos y le habló sin rodeos:

—Necesitamos un culpable para calmar al Imperio. Los sectores moderados de su nobleza tendrán así un argumento que esgrimir para evitar que los halcones (ahora más débiles sin Lord Murphy) emprendan una acción bélica de consecuencias fatales para todos. Sí, Beni, debemos ofrecerles la cabeza de alguien para que puedan decir: «¿Veis? El error ha sido reparado; se ha hecho justicia». Y, como comprenderás, yo no voy a ser la víctima. Lo siento, capitán Manso, pero considérate bajo arresto, acusado de rebelión, genocidio y una serie de cargos que te serán comunicados por medio de tu abogado castrense. Te juzgará un consejo de guerra sumarísimo, y serás ejecutado. No habrá lobotomía; necesitamos entregar tu cadáver para evitar una guerra. Si hubieras caído en Osiris, nos ahorraríamos esta farsa, nuestros técnicos harían de ti un héroe, y yo no tendría un cargo de conciencia. Qué asco de guerra, Beni; no tenías escapatoria cuando te envié al planeta.

Se hizo el silencio. El capitán miro a la mujer, que no apartó la vista. Finalmente, él suspiró. Con voz cansada, dijo:

—Ya me temía algo parecido, señora. De acuerdo, todos hemos de cumplir con nuestro deber, con el papel que nos han asignado. No me quejo; al menos, me iré con la conciencia tranquila. Tan sólo le pido un par de favores, en nombre de los viejos tiempos.

—Tú dirás, Beni.

—Que sea rápido y que transcurra con dignidad.

—Te garantizo ambas cosas, capitán. Caerás como un soldado. Jansen pulsó un control en su mesa. La puerta se abrió a aparecieron dos soldados armados.

—No nos veremos hasta el consejo de guerra. Lamento que las cosas tengan que suceder así.

La mujer se levantó de su asiento y saludó militarmente.

—Adiós, capitán Manso.

—Adiós, señora —correspondió al gesto.

La escolta se marchó con su prisionero sin más ceremonias. Cuando la puerta se cerró, Irma Jansen se sentó en su sillón y quedó contemplando la pantalla vacía de su consola, sumida en sus pensamientos.

Poco después, parte de la flota corporativa se acopló al motor MRL y regresó al Sistema Solar. Las naves que quedaron bastaban para controlar los puntos claves de Tau Ceti.