El puesto de mando se hallaba en lo que había sido la sección de proa, ahora autónoma, de la Galileo. Cuando el acorazado quedó inutilizado por una explosión que llenó el vacío del espacio con un caos electromagnético, Irma Jansen golpeó con el puño la mesa de trabajo y alzó los brazos en señal de victoria. El plan había funcionado.
Sobre la mesa se materializó un vaso de agua. Bebió su contenido, agradecida; ya habría tiempo de tomar algo más fuerte cuando la operación finalizase. En la soledad de su despacho, empezó a impartir órdenes, con la voz suave que la caracterizaba:
—Aquí Galileo-1; habla el almirante. Informen del estado de la flota.
Inmediatamente, una voz respondió:
—Cruceros 2 y 3, sin novedad; fragatas 4 y 5, sin novedad; corbetas 6, 7, 8 y 9, sin novedad, todos operativos y esperando órdenes. El motor MRL ha vuelto a saltar al hiperespacio y se encuentra a salvo, señora.
—Bien. Iniciamos el proceso de ocupación del sistema Tau Ceti. ¿Estado del Victorious?
—Totalmente fuera de combate, señora. El haz de antimateria destrozó sus baterías de proa; después siguió un estallido que desintegró al acorazado. La destrucción del campo de fuerza y la explosión posterior lo irradiaron. Probablemente, buena parte de la tripulación esté muerta.
—¿Hay supervivientes?
—Eso parece, señora. El Victorious contaba con un sistema de seguridad pasiva basado en compartimentos estancos; tras explotar, las diversas partes de su estructura quedaron selladas y flotan ahora en el espacio, esperando ayuda. Muchas han quedado destruidas, pero otras permanecen intactas. La mayor de ellas es el motor MRL, señora.
En la pantalla apareció una inmensa esfera de más de un kilómetro de diámetro, con restos de tubos y mamparos adosados, que giraba lentamente a la deriva. Al fondo, otros despojos la escoltaban en silencio.
—Que Galileo-8 se dirija hacia ese motor, lo aborde y acople sus vectores. Vale su peso en mollejas de gandulfo.
—Sí, señora.
Una de las corbetas que habían formado parte de la nave corporativa se desplazó a cumplir la orden, Jansen volvió a dirigirse al monitor.
—¿Otros restos que ofrezcan interés?
—En alguno de ellos probablemente residan los bancos de datos de sus ordenadores, aunque quizá resultaron muy dañados o se autodestruyeron.
—Que los aborden, de todos modos.
—Bien, señora. Sólo se detecta vida en lo que fue el puente de mando del Victorious. Su blindaje debe de ser extremadamente eficaz, aunque los tripulantes habrán absorbido mucha radiación. ¿Intentamos tomar prisioneros, señora?
Jansen sólo dudó unos instantes.
—No; podrían prepararnos una trampa, o algo así. Una pena, porque me hubiera gustado intercambiar impresiones con Lord Murphy y decirle cuatro cosas, pero la información interesante se hallará en sus bancos de datos. Incinérenlo con los láseres.
—¿No sería mejor un torpedo de fusión, señora? A causa del blindaje, el puente de mando puede tardar largo tiempo en ser destruido. Sus ocupantes sufrirán lo indecible cuando aumente la temperatura.
—Que sea el láser; no tenemos prisa —ordenó sin alterar el tono de voz.
La operación fue terminada con diligencia. Las naves corporativas ocuparon los puntos claves del sistema tauceliano, aniquilando las estaciones espaciales que osaron oponer resistencia y tomando prisioneros en los casos de rendición. Sólo restaba una base secundaria en el planeta, cerrada a cal y canto por su blindaje y campo escudo, pero era cuestión de tiempo que capitulase. Las tareas de limpieza podían considerarse concluidas.
Por fin, Jansen se retrepó en el sillón y se dispuso a terminar el último acto de la obra. Estableció comunicación con el planeta. Una voz grave le contestó:
—Aquí la embajada. Es un placer oírla, almirante. Todo el mundo pensaba que no íbamos a salir de ésta. EI análisis de probabilidades…
—¿Con quién hablo? —preguntó, extrañada.
—Con el teniente interino Demócrito, señora. Encantado de servirla.
—¿Con quién?
—Con el ordenador TOSHIBA BQ-6021, número de serie Fl-64037945382-CVM-31, señora.
—Deseo hablar con el embajador, capitán Benigno Manso, si está vivo o disponible.
—Al momento señora.
Beni salió de su habitación al escuchar el aviso. Le parecía estar viviendo un sueño. Habían seguido la batalla entre la Galileo y el Victorious gracias a un satélite espía hábilmente interferido por Demócrito. Cuando todo terminó, la embajada experimentó una explosión de alegría equivalente a una victoria en la final de un campeonato interplanetario de fútbol. El alcohol y drogas poco ortodoxas corrieron a raudales, y la celebración degeneró en una orgía de las que hacen época. Todos debían de dormir como benditos, ahora. Beni trató de asearse lo imprescindible y se puso delante de la consola. La cara de Jansen, tan inescrutable como siempre, lo examinaba desde la pantalla. La saludó, sin poder reprimir una sonrisa:
—Nunca creí que me alegraría tanto de verla, señora.
Ella le respondió, con voz suave pero firme:
—Capitán Manso, su comportamiento ha sido inexcusable. Se ha extralimitado de las funciones que le habían sido asignadas. Ha destruido una gran cantidad de material bélico del Imperio y exterminado miles de vidas humanas. Su acción nos ha puesto al borde de una guerra de incalculables consecuencias. Queda usted arrestado hasta el momento en que una nave baje al planeta a recogerlo. Deberá entregarse sin oponer resistencia; es una orden.
Se hizo un silencio que duró casi medio minuto. Completamente serio, Beni habló:
—Así lo haré, señora. Asumo toda la responsabilidad de lo ocurrido. Los demás miembros de la embajada actuaron bajo mis órdenes, y no deben ser culpados. Sólo pido que me conceda algo de tiempo para poner en orden mis asuntos y adecentarme un poco.
—De acuerdo, capitán. Cuento con su palabra de que no intentará evadirse. Será recogido por una lanzadera en el antiguo astropuerto imperial, una vez finalice el proceso de toma de control del planeta —la pantalla se apagó.
Luna había sido testigo de la conversación, y parecía atónita. Se abalanzó sobre Beni y rompió a llorar.
—¡No pueden hacerte esto, después de todo lo que ha pasado! ¡No tienen derecho! No…
Él la estrechó entre sus brazos y le acarició el pelo.
—Hasta cierto punto es lógico, Luna. Necesitan una cabeza de turco a quien poder castigar para aplacar posibles represalias del Imperio. Estoy seguro de que la conversación de hace un momento ha sido grabada con ese fin. Liquidar a alguien prescindible para evitar represalias de un enemigo indeciso es algo tan viejo como la Humanidad, y me ha tocado a mí. Son gajes del oficio.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —chilló, histérica—. ¡Te abrirán la cabeza y te convertirán en un infante de combate! ¿No es eso lo que hacéis con los prisioneros? No quiero… —su voz se ahogó entre sollozos.
—Calma, mujer, tranquila —trató de consolarla.
Poco después, la corbeta Galileo-9 descendió majestuosa en la explanada de la Redención, ante miles de nativos que la contemplaban embobados. Sus tripulantes fueron recibidos como libertadores o héroes. La alegría se desató durante varias jornadas. Pero claro, todo acaba.
Los días de fiesta corporativa habían pasado. El viento barría los papelitos de colores que ensuciaban las calles y se llevaba el recuerdo de los discursos pronunciados. El último de ellos fue el más espectacular. En la explanada de la Redención, miles de banderas ondearon al viento. Tropas corporativas de aspecto agresivo montaban guardia para contener a la multitud. Desde una tribuna, el comandante de la Galileo-9 hizo votos por la felicidad del pueblo, con frases preñadas de esperanza en un futuro mejor. Todo eso había pasado ya. Los encargados de la limpieza trataban de cumplir con su labor en las calles. La vida seguía.
Beni prefirió ir solo hacia el astropuerto, ahora controlado por tropas de la Galileo. Una lanzadera le esperaba allí para conducirlo a su destino, que sabía sería el último. Dos soldados silenciosos lo escoltaban.
A él le parecía mejor así. Odiaba las despedidas, le hacían sentirse vulnerable. Ya había saludado en privado a sus amigos, en esos momentos relegados de sus funciones. Recordó con una sonrisa a los pilotos. La pobre Irina estaba absolutamente deprimida y mustia como una flor seca desde que perdió su CORA, y con él parte de si misma Isao se dedicó a ofrecer unos exóticos ritos sintoístas en memoria de los cazas destruidos.
Su sonrisa se tornó escalofrío cuando rememoró la despedida del doctor. Con una mirada cálida y cordial, le puso una mano en el cuello y le ofreció la posibilidad de una eutanasia rápida. Beni se negó, notando un sudor frió correr por su espalda. No deseaba morir todavía; antes quería respuestas.
El adiós a Luna fue más emotivo, pero se sintió aliviado cuando la dejó. Era joven, y olvidaría. En su fuero interno le deseó una vida tranquila y sin sobresaltos.
Como siempre, Demócrito fue el último en hablar con él. Le dio ánimos y le informó que la lobotomía no era dolorosa, y después no se daría cuenta de nada. Beni suspiró, nostálgico. A pesar de todo, le había cogido cariño a esa máquina sin fuste.
Era mediodía. Ninguna nube mitigaba el calor solar en la pista de aterrizaje. Los CORA supervivientes se alineaban en una explanada lateral; al fondo le esperaba la lanzadera. Se aproximó a ella y subió por la escalerilla. Miró hacia atrás por última vez; alzó la vista hacia el cielo y el sol del planeta, sabiendo que la despedida era definitiva. Se dio la vuelta y penetró en el vehículo. La puerta se cerró silenciosamente a sus espaldas.
Sus ojos se adaptaron poco a poco a la penumbra. Sorprendido, comprobó que estaba en un vehículo idéntico al que lo transportó a la Galileo, tantos meses atrás. Los mismos asientos, e incluso el mismo…
—Teniente, cuánto tiempo sin verlo. La historia se repite.
—Desde luego, señor. Siéntese, por favor; vamos a despegar —le invitó el joven.
Beni aceptó la sugerencia No había nadie más en la cabina.
—¿No va a esposarme, o algo parecido? Me temo que ahora soy un criminal peligroso —trató de no sonar irónico.
—No es necesario. Me fío de usted, señor.
«Y de tus músculos mutados, supongo». Se relajó; trataría de disfrutar del viaje.
—¿Es la misma nave de la otra vez, teniente? El interior es similar, pero el exterior… La que nos llevó a la Galileo parecía un huevo aplastado.
—Se trata del mismo vehículo, señor. Las alas y antenas serán reabsorbidas por el fuselaje una vez que abandonemos la atmósfera. Son innecesarias; simplemente camuflan su verdadera naturaleza, señor.
—Me lo suponía. ¿Podríamos conectar las pantallas visoras, teniente?
—Por supuesto, señor.
La cabina desapareció. Se encontraron flotando en el espacio, con el planeta Nut alejándose bajo ellos. Al fondo, las estrellas se agrupaban en extrañas constelaciones. Permanecieron en silencio largo tiempo, gozando del panorama. Finalmente, el joven rompió el silencio:
—Hizo usted un buen trabajo, señor. Nos asombró a todos.
—Era su pellejo o el nuestro. Tuve mucha suerte, no lo niego. Parece que algunos altos mandos se han puesto muy nerviosos, y me lo van a hacer pagar. Ellos se lo buscaron; después de lo de Erídani, no sé qué esperaban. Yo, un diplomático… Ay, menuda sandez —rió en voz baja.
—Le puedo asegurar que otra gente disfrutó mucho con lo sucedido. Le felicito, señor.
Beni se volvió hacia él, divertido:
—Caramba, no sabia que tuviera usted sentimientos humanos, teniente.
El joven sonrió y no dijo nada. Beni miró de nuevo al planeta con una punzada de nostalgia. Habían pasado demasiadas cosas en aquel pequeño mundo; dejaba atrás buenos camaradas, pero también muchos sentimientos de culpa y autocastigo. Giró la cabeza en dirección opuesta; había un punto demasiado brillante, que destacaba entre las estrellas.
—La Galileo, supongo.
—Hablando con propiedad, se trata de la Galileo-1, señor.
—Ah, si, lo había olvidado. Vimos la batalla gracias a los buenos oficios del ordenador; nos llevamos una sorpresa mayúscula cuando se escindió en subunidades, que salieron cada una por su lado.
—Pues imagínese la cara de los imperiales, señor —el teniente disfrutaba visiblemente—. Se creían todopoderosos, pero eran gigantes con los pies de barro. Es algo que nos enseñan en todos los manuales de estrategia militar: en la Vieja Tierra, los acorazados, esos monstruos cargados de cañones, se convirtieron en trastos inútiles cuando se desarrollaron los aviones y los misiles. Fueron sustituidos por los portaaviones y por barcos menores, más baratos, veloces y mejor armados, señor.
—Sí, la destrucción de una nave pequeña es más soportable que la de uno de esos mastodontes. Además, las subunidades de la Galileo se esparcieron por todo el sistema.
—Efectivamente, señor. Y el motor, la pieza más delicada, está a salvo. La Galileo es en realidad un transporte de naves, cada una de ellas autónoma y muy potente, suficiente para someter y controlar un sistema planetario. Cuando deban volver a casa, sólo tienen que llamar al motor y juntarse, señor.
—En la Corporación nada es lo que parece —musitó Beni.
Se aproximaron a su destino. Beni recordaba la primera vez que vio a la Galileo; entonces le dio la impresión de ser un gigantesco pez. La nave a la que ahora se aproximaban, de acuerdo con la misma asociación de ideas, parecía la cabeza de un tiburón unida a una corta y gruesa espina dorsal. El muelle de atraque seguía siendo similar a una monstruosa boca, que los engulló. Se detuvieron con una imperceptible vibración.
—Hemos llegado, señor.
La puerta del vehículo se abrió Beni se liberó de las sujeciones de su asiento, se incorporó y se dispuso a salir. Se dio cuenta, extrañado, de que el teniente se había cuadrado en posición de saludo. Perplejo, salió al exterior. Nada lo había preparado para el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos.
La dotación de la Galileo-1 estaba formada en cubierta, y le rendía honores. Incluso los vehículos y máquinas de guerra, alineados en perfecto orden, parecían darle la bienvenida. Sintiendo un escalofrío recorrer su espalda, avanzó hacia las compuertas del fondo de la pista, acompañado del teniente. Como en un sueño, montó en diversos ascensores y recorrió interminables pasillos, siendo saludado por gentes a las que no conocía. Poco a poco se fue centrando; cuando llegaron a la zona de jefes y oficiales, ya era plenamente dueño de sus actos.
Se detuvieron frente a una puerta, que se abrió cuando el teniente posó su mano en el identificador.
—El almirante Jansen le espera, señor.
Beni traspasó el umbral. Iluminada a contraluz por una pequeña lámpara de sobremesa, que hacía resaltar su pelo como un halo dorado, la mujer que tenía su destino en las manos lo examinaba detenidamente.
—Bienvenido, capitán Manso. Siéntese, por favor.