Lord Evans había conseguido recobrar el control de sus actos, no sin esfuerzo. Su mundo se había derrumbado en unos instantes; todas sus esperanzas, sus visiones de gloría futura, se habían evaporado como humo. Pasaron muchos minutos mientras sus técnicos comprobaban la terrible realidad: base McArthur, con su arsenal y todas sus familias, había sido arrasada. Un hongo de varios kilómetros de altura se divisaba en el lugar donde hasta hacía poco se alzaba orgulloso el domo protector. No había supervivientes.
El rumor corrió por todo el ejército, con el consiguiente desconcierto e incluso pánico; los bombarderos que les habían caído encima no ayudaron precisamente a resolver la confusión. Algo había ido mal, espantosamente mal. Afortunadamente, aún quedaba gente con la cabeza fría que impuso disciplina en aquel caos. Las ambulancias retiraron a los heridos y a los muertos, o lo que quedaba de ellos. Las tropas, algo más nerviosas, fueron dispuestas en orden de ataque. Las pérdidas eran inferiores al 3%, aunque la moral había sufrido bastante.
Lord Evans tuvo que perder un tiempo precioso arengando a su ejército, intentando que la incertidumbre se convirtiera en odio hacia el enemigo. Fue fácil; él sentía lo mismo. No quería pensar en otra cosa que en matar a los corpos, destrozarlos, verlos quemados y mutilados, vengarse de ellos, ejecutar a los nativos… El furor cubría piadosamente otro rinconcito de su conciencia, que le decía lo que el almirante Murphy iba a hacer con él cuando regresara en su acorazado Victorious.
Por fin había restablecido el orden. Miró a su ejército: se extendía por la llanura en formaciones perfectas, de libro de texto. Se giró a las montañas y se dispuso a dar la orden de fuego artillero. Súbitamente, los corporativos volvieron a invadir su sistema de comunicaciones; la imagen del capitán Manso reapareció, sonriente.
A Lord Evans se le escapó un chillido histérico. Un vistazo a los controles le indicó que todo el ejército estaba recibiendo lo mismo. Desapasionadamente, el corporativo mostró imágenes tomadas por algún satélite espía en el que se veía la explosión de base McArthur, salpicadas de comentarios cuanto menos mordaces, e inmediatamente dio el pésame a los que tuvieran familiares allí. O sea, todo el contingente imperial; se escucharon gritos y lamentos entre la tropa.
El capitán Manso continuó. Expuso los restos del barrio alto de Osiris, así como la quema de los cadáveres de la colonia imperial con todo detalle; el cámara que había rodado las escenas debía de ser extraordinariamente morboso, o bien muy competente. Finalmente, comunicó que los cazas SHARK F-60 habían sido destruidos, con una serie de observaciones sarcásticas que hirieron a Lord Evans como puñaladas. Para terminar, los instó de nuevo a rendirse.
Algún técnico imperial consiguió cortar la comunicación. Lord Evans lo veía todo rojo. Se inclinó hacia el comunicador, para dar la orden de fuego a discreción. Los cañones autopropulsados esperaban, cargados de proyectiles explosivos.
Beni se apartó de la consola, resignado; había hecho todo lo posible para ganar tiempo, pero ya no se le ocurría nada más. David, en una lacónica comunicación, le indicó que se dirigían hacia ellos a toda prisa, pero era obvio que llegarían tarde; en cuestión de segundos, la artillería imperial los trituraría. Se sentó con la espalda apoyada en el nudoso tronco de un alerce mutante. Desde allí divisaba al ejército enemigo, y la vista era magnífica. No se molestó en esconderse. ¿Para qué? La potencia de fuego del enemigo haría inútil cualquier refugio. Tal vez alguno sobreviviera, pero lo dudaba. «Al menos, los CORA nos vengarán; es un consuelo».
Meditó sobre el transcurso de los acontecimientos. Su estrategia había sido muy simple: provocar al enemigo, dejar que lo subestimara, atraerlo al terreno propio y emboscarlo. Sonrió. Al menos, moriría tranquilo; había ganado la mejor batalla de su vida, aunque no pudiera ver el final. El ordenador transmitiría los datos a la Corporación; así, Jansen podría utilizarlos para lo que fuera menester, incluso como propaganda.
Miró a su alrededor. Sólo sentía pena por los compañeros que iban a compartir su destino. El doctor, M'gwatu, Luna… «Bueno, su muerte será rápida». Volvió a contemplar al enemigo, preguntándose por que no habían disparado todavía. Debían de estar a punto de hacerlo, de cualquier modo.
Algo pasó volando a ras de suelo, a varios miles de kilómetros por hora, justo encima del ejército de Lord Evans. La onda de choque y las turbulencias fueron terribles. Muchos hombres salieron despedidos por los aires, como muñecos rotos. Algunos de los vehículos volcaron, o dieron vueltas de campana y arrollaron a los incautos que pillaban a su paso. El pánico hizo presa en gran número de soldados.
Beni se quedó atónito. «¿Qué ha sido eso? No estaba previsto…» La voz que surgió del comunicador le aclaró el misterio:
—¡Sor-pre-sa! ¿Cómo están ustedes? ¡Casi hemos quemado los motores, pero no pensábamos perdernos la fiesta!
—¡Irina! ¡Me cago en…! —la exclamación se le ahogó en la garganta; su corazón latía a una velocidad excesiva—. ¿Qué haces aquí? —la voz le temblaba de emoción.
—¿Tú qué crees, lumbrera? Ya sé que no figuraba en el programa de festejos, pero… ¿a que te alegras de verme, querido? Y ahora, si me permites, tengo cosas que hacer.
Los dos CORA habían frenado y se dirigían de nuevo al encuentro del desconcertado ejército imperial. El avión de Irina viró a un tono verde mate, en el que destacaban las insignias de la Corporación y un rostro feroz, lleno de dientes, dibujado en el morro. Isao mostraba un sol naciente del que brotaban numerosos rayos que cruzaban el fuselaje. Un grito de júbilo salió de todas las gargantas corporativas. Beni observó, atónito, cómo ambos cazas picaban hacia los imperiales, ajenos a los dictados del sentido común.
Los CORA sacaron sus ametralladoras y dispararon sobre la compacta masa de soldados y vehículos, sembrando el caos. Beni comprendió su táctica al instante. Eran conscientes de que dos aviones con armamento ligero no podían hacer un daño excesivo a un ejército tan grande, pero estaban creando una confusión mayúscula. Los imperiales, seguros de la superioridad de sus cazas y bombarderos, no se habían equipado en exceso de armas tierra-aire, mas era cuestión de tiempo que alguien sensato apuntara una batería antiaérea contra ellos y los derribara. «Cuestión de tiempo…» En la mente de Beni brilló una pequeña luz de esperanza. Revisó la pantalla del ordenador. Si esos dos lunáticos pudieran resistir unos minutos más…
Los CORA hacían todo lo que podían. Maniobraban como locos y disparaban, pero sus municiones se agotaron; empezaron a ejecutar pasadas rasantes que desquiciaban a los imperiales, pero poco más era factible. Irina sufrió como en su propia carne el impacto de un proyectil; enseguida supo que su avión había sido herido de muerte. Se preparó para salir en el vehículo de emergencia, y cortó el contacto con su CORA. Lloró de impotencia; a la desagradable sensación del desacople se unía el sentimiento de la pérdida de una parte de sí misma. Antes de saltar, tuvo un último gesto: dirigió su avión hacia el enemigo y desprendió el sistema de emergencia justo antes de estrellarse. El pequeño reactor de supervivencia la alejó de allí, mientras la explosión de su CORA contra el suelo distraía a los soldados lo suficiente como para que no repararan en ella.
Una vez a salvo, trató de localizar a Isao, y el corazón le dio un vuelco cuando lo vio. Había subido muy alto e inmediatamente lanzó su avión en picado. Pudo oír por el comunicador cómo gritaba los tres banzáis de ritual.
—¡Isao, no! ¡No me dejes sola, por favor! No sabría qué hacer sin ti… —su última frase se quebró en un sollozo.
La cabina del CORA saltó en pedazos y el pequeño vehículo de emergencia salió disparado poco antes de que el avión se estrellara contra una batería de cañones de plasma. Irina suspiró de alivio.
—La próxima vez que me des un susto así, duermes en el pasillo, maldito kamikaze arrepentido…
Los dos CORA habían caído, pero el daño causado era manifiesto. Los depósitos de municiones de varias unidades artilleras habían explotado por simpatía, cerca de donde el avión de Isao había abierto un cráter ardiente. Reinaba la confusión; nadie tenía muy claro qué hacer. Las pérdidas habían sido cuantiosas, aunque la capacidad operativa del ejército se mantenía básicamente intacta. Muchos soldados, no obstante, estaban asimilando las palabras del capitán Manso, y se daban cuenta por fin de que todos sus seres queridos habían muerto. La que suponían una alegre marcha triunfal, tornábase una pesadilla. Los mandos de las tropas perdieron otros preciosos minutos restaurando el orden y tratando de levantar la moral. Las bajas ascendían al 9%.
Lord Evans había envejecido diez años en pocos instantes. Cuando los dos CORA se abalanzaron sobre su ejército, un negro espanto se abatió sobre él, y algo cedió en su cerebro. Era incapaz de experimentar sentimiento alguno, salvo una sensación de agravio y autocompasión. ¿Es que no había justicia, en nombre de Dios? ¿Acaso esos herejes iban a burlarse de ellos?
El ejército aguardaba órdenes. Cansinamente, tomó un micrófono y se dispuso a dar la orden de fuego. Reducirían a papilla a los corpos, arrasarían la ciudad, los soldados podrían desahogarse con las mujeres (si quedaba alguna aprovechable) y luego… ¿qué? Lord Evans conectó el micrófono. ¿Qué más podía suceder?, pensó.
Seis CORA repletos de armamento surgieron tras las montañas y se abalanzaron sobre ellos.
Lord Evans se quedó paralizado, boquiabierto. Como hipnotizado, vio las bombas que se desprendían de los aviones, esparciendo una gelatina inflamable que convertía a sus hombres en antorchas vivientes. Contempló a los tubos lanzacohetes escupir docenas de flechas de fuego, que reventaban sus tanques como si fueran globos. Se percató de que un CORA se dirigía hacia su vehículo; el aparato parecía un extraño monstruo, con su sonrisa de tiburón dibujada en el morro. Observó fascinado los pequeños destellos que brotaban de la boca de las ametralladoras. No se daba cuenta de que estaba diciendo; «no… no… no… no…» como un autómata. Tampoco sintió nada cuando su vehículo y él volaron en pedazos.
Un CORA fue derribado, aunque el piloto pudo saltar; los demás organizaron un verdadero pandemónium. Las eficaces bombas de fósforo y gelatina autoinflamable convirtieron el valle en un océano de llamas que el agua no podía apagar. Los cohetes y proyectiles AM destrozaban tanques y baterías de cañones. Carentes de sistemas antiaéreos suficientes, y dispuestos en perfectas formaciones en medio de una llanura, constituían el blanco soñado por cualquier aviador. Además, los soldados nunca imaginaron que podían perder esa batalla, y no sabían cómo reaccionar. Aunque, dicho sea en su descargo, era difícil razonar cuando los CORA activaron sus generadores de ultrasonidos y les reventaron los tímpanos.
Más CORA aparecieron en oleadas; éstos llevaban armas químicas. La mielina de los nervios de los soldados que no tenían las máscaras adecuadas se licuó; en otros casos, las células se autodigirieron. Por cierto, otros gases disolvieron los polímeros de las máscaras antigás, para evitar cualquier atisbo de defensa.
Los ataques de los CORA parecían no tener fin. Cuando una escuadrilla agotaba las municiones, volvía a la embajada para reponerlas y regresaba al campo de batalla. Fue una masacre.
En el Sendero de Anubis, Beni había caído de rodillas y se tapaba la cara con las manos. Tardó unos minutos en calmarse, pero al final lo logró; alzó la vista y contempló la llanura. Una extensa superficie estaba en llamas, y crepitaban las explosiones. Los CORA parecían moscas sobre un cadáver. Se intuían pequeñas figuras que trataban de escapar del infierno.
Se incorporó. A escasos metros, la imagen de Ana lo contemplaba con expresión de alegría.
—Esta te la debía, cariño —dijo él.
Ella alzó un puño, con el pulgar hacia arriba, Beni imitó el gesto, y Ana desapareció.
Sus compañeros se abalanzaron sobre él y lo subieron a hombros. Todo eran abrazos, gritos, lágrimas, un alboroto histérico; hasta los nativos se contagiaron. Mientras, en la llanura, los imperiales morían como polillas atraídas por la luz de una vela.
Caía la tarde. El efecto de los gases tóxicos había desaparecido. Algunos CORA sobrevolaban los restos del ejército enemigo, cazando cualquier cosa que se moviera. Beni montó en un rata e impartió una orden. Los aparatos corporativos bajaron a la llanura, levantando nubes de polvo. Tras ellos, los nativos, montados a caballo, lanzaron gritos de guerra y los siguieron a galope tendido, con las crines de sus monturas ondeando al viento. Sólo quedaba la tarea de rematar a los supervivientes; una tediosa labor.
Era de noche cuando los vencedores regresaron a la ciudad. La llanura era una inmensa pira funeraria, donde habían sido inmoladas cien mil personas. El resplandor de las llamas era visible en muchos kilómetros a la redonda, y las nubes se tiñeron de anaranjado. El viaje de retorno fue alegre, con los nativos cantando, jactándose del valor derrochado y los enemigos aniquilados, y haciendo bromas a su costa. Trazaban planes para el futuro, soñando con batallas por venir en las que derrotarían a cuantos soldados imperiales osaran enfrentárseles. Los corporativos, más viejos y sabios en tales lides, eran más comedidos, aunque su satisfacción era patente.
Beni estaba en paz consigo mismo; sentía cómo se había quitado de encima los fantasmas que lo atormentaban. Su triunfo había dependido de muchas casualidades, pero había acabado con un ejército infinitamente más potente que sus exiguas fuerzas; había destruido una base invulnerable y, lo más inverosímil, sin bajas propias. Ni siquiera los pilotos de CORA derribados murieron, gracias a los vehículos de emergencia. Obviamente, no contaba a los nativos caídos en la loma de la ciudad.
Estaba seguro de que la Corporación usaría estos hechos para minar el prestigio del Imperio; en verdad, el golpe que éste había recibido resultaba muy duro. Muchos comprenderían que no eran invencibles, y se rebelarían. Beni se sentía feliz; había cumplido. Ahora sí podía descansar en paz. La llegada a la ciudad fue apoteósica; los recibieron como a héroes. Se vieron escenas de alegría desbordante, cuando los guerreros nativos abrazaron a sus familias, a las que no creían poder volver a ver. Esa noche corrió el vino junto con las lágrimas, y lavaron el recuerdo de tanta sangre.
El día siguiente amaneció sobre una comunidad cansada, pero dichosa. Beni reunió a los principales jefes indígenas en la embajada. Lo escucharon atentamente, aunque preocupados.
—Debo comunicaros noticias desagradables. Hemos eliminado a todos los imperiales de Nut, excepto los que quedan en su base secundaria, y no se atreverán a salir de su domo. No; lo peor no es eso. El Imperio no se quedará de brazos cruzados; mandará a sus acorazados e intentará someter el planeta.
Varios nativos pusieron cara de desconsuelo, aunque ya temían algo parecido una vez pasada la euforia de la victoria.
—Contamos con una ventaja táctica —prosiguió Beni—. Ellos os necesitan para trabajar en sus minas, por lo que no bombardearán el planeta; tratarán de reconquistarlo para lavar su orgullo y capturar prisioneros. Así, podremos establecer una estrategia guerrillera para resistir. Ante todo, es mejor permanecer en las ciudades; no destruirán los centros urbanos, fuente de mano de obra.
La discusión continuó. Los nativos, con Espada a la cabeza, se animaron considerablemente y empezaron a trazar planes. Al final, tras varias horas, Beni los despidió, con la promesa de nuevas reuniones para ultimar detalles. Se disponía a regresar a sus habitaciones, cuando se percató de que Luna se había quedado. Avanzó hacia él y lo miró a los ojos. En voz baja, le preguntó:
—No crees en lo que les has dicho, ¿verdad?
Él la miró. No tenía sentido engañarla; no a ella.
—La afrenta ha sido demasiado grande para el Imperio. Esterilizarán el planeta desde sus acorazados y traerán mano de obra de cualquier otro sitio; disponen de sobra. Y no podemos evitarlo; carecemos de naves espaciales. Si la Corporación envió la Galileo, todavía tardará semanas en llegar.
—¿Por qué los has animado a resistir, entonces?
—Piensa un poco. La muerte por esterilización es rápida; no se enterarán siquiera. Míralos; ahora han recuperado su dignidad, son libres. Están orgullosos, poseen algo por lo que pelear, su vida tiene sentido… Morirán felices, y eso es lo más importante. Lo sé muy bien.
Se hizo un largo silencio. Luna lo rompió, al fin:
—Eres tan extraño, Beni… Tan pronto eres capaz de matar a una criatura inocente sin pestañear como de tener sentimientos humanos. No sé qué pensar.
—Pues espabílate, que nos queda poco tiempo.
Ella lo miró, y una sonrisa apareció en su rostro.
—Desde luego. ¿Cuántos días?
—Dos o tres, como mucho. En la embajada nos lo hemos tomado con filosofía. Yo voy a mi habitación. ¿Me acompañas?
Ella dudó un momento, pero lo siguió.
—¿Por qué no?
—Antes de nada, tendré que hablar con el ordenador para que salga a dar un paseo por el ciberespacio…
Agarrados del brazo, desaparecieron por un pasillo.