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Irina se acercó a los dos aviones que esperaban, camuflados, Isao ya había llegado y se introdujo en la cabina de su aparato; el fuselaje fluyó, se cerró sobre el y desapareció de la vista. Ella contempló a su CORA con la misma excitación que sentía siempre que iba a volar, aunque esta vez se enfrentaba a la misión más difícil de su vida. Palpó el abultamiento que había en la panza del avión con una gran dosis de respeto; nunca antes había llevado una bomba nuclear de esas características. Era lo único a destacar; no le habían asignado misiles, ya que no los necesitaría para destruir base McArthur. Examinó al CORA de Isao, aún más inerme que el suyo. Bajo las alas, cuatro contenedores de contramedidas electrónicas servirían para intentar que el enemigo no los detectara.

Pensó en el resto de sus compañeros. Sus aviones habían sido camuflados en los sitios más inverosímiles, dispuestos para evitar su destrucción por los imperiales. Muchos nativos debieron de darse un buen susto al contemplar cómo una choza o un caserío se abrían en dos y de su interior salía un monstruo metálico que desplegaba sus alas, cambiaba de color y unos robots enanos lo llenaban de misiles que aún olían a la pintura roja con la que habían sido embadurnados. Les deseó suerte; ahora estarían acercándose a los F-60. Sin esperar más, subió al CORA y se preparó, anhelante, para el momento de la unión.

Se caló el casco y acopló los tubos y sensores a la placa de su antebrazo. Con ansiedad, pulsó el botón que la integraría en el sistema. El casco se activó y se apoderó de su cerebro, tomando el control motriz y sensorial. El proceso de fusión era muy rápido, aunque para Irina el tiempo parecía detenerse. Una oleada de placer, mucho más intensa que la del orgasmo, recorría su sistema límbico con una lentitud exquisita. Cuando terminaba, ya no estaba en el avión; ella era el avión. La invadían sensaciones de alegría, poder y, sobre todo, libertad. Rodó hacia el punto de despegue, controlando cuanto la rodeaba en un ángulo visual de 360 grados. Sus sentidos ya no funcionaban, y sus percepciones eran totalmente distintas.

En esos momentos compadecía a los que se quedaban en tierra. ¿Qué sabían ellos de lo que era vivir? Contemplar el mundo no con los ojos, sino con sensores ópticos, telémetros láser y radares Doppler; deslizarse hacia la pista e impulsarse con miles de caballos de potencia, que escapaban rugiendo por las toberas; sentir el aire deslizándose por una piel de biometal, la cual se acoplaba dulcemente a su flujo; y tener alas, volar, el inenarrable placer de desplazarse libre, sin fronteras. Comprobó que Isao permanecía a su lado, como siempre, protegiéndola con una cortina de contra medidas. Chequearon los sistemas de vuelo e iniciaron su misión.

Bajaron casi a ras de suelo y aceleraron hasta mach-4; la sensación era embriagadora. Pegados al terreno, sortearon los obstáculos con precisión escalofriante mientras se dirigían a su objetivo, base McArthur. Para tener éxito dependían de una posibilidad muy débil; que el campo escudo se apagara y que el domo blindado se abriera. Entonces, y con mucha precisión, deberían meterles la bomba en las narices y salir a escape, Parecía sencillo, pero sólo tendrían una oportunidad. Si fallaban, si los derribaban o si, lo más seguro, las defensas de la base no eran eliminadas…

Se aproximaron a su destino. Isao hacía todo lo posible para que siguieran invisibles ante los imperiales.

El aire de las montañas era limpio y frío. El viento silbaba entre las altas cumbres y cortaba la piel de los hombres apostados tras las rocas. Beni admiró una vez más el paisaje, y se dijo que era un hermoso lugar para morir. Desde luego, resultaba mucho mejor que otros mundos pantanosos o selváticos en los que había combatido, pletóricos de humedad y de bichos asquerosos que pululaban por doquier. Aquí, en cambio, la vegetación había sido importada de la Vieja Tierra. Majestuosas coníferas se alzaban hacia el cielo, erguidas como postes, con un follaje rojo oscuro que les otorgaba una belleza inquietante. El susurro de las hojas servía como contrapunto al ruido del agua que fluía por rápidos torrentes y pequeñas cascadas. Un manto de hojarasca formada por incontables acículas caídas tapizaba el suelo del bosque, formando un colchón en el que se hundían los pies al caminar. Si se miraba a lo lejos, las masas de vegetación hacían que de las montañas pareciera manar sangre fresca por múltiples heridas abiertas en la roca. Sin embargo, el panorama no resultaba opresivo; los matices ocres y broncíneos de las peñas, el blanco níveo de la altas cumbres y el malva y anaranjado del cielo, salpicado de nubes que derivaban perezosamente, exhibían una riqueza cromática que desafiaba la paleta de cualquier pintor.

Numerosas setas asomaban sus sombreros bajo los árboles. Los hongos eran empleados masivamente por las compañías terraformadoras para desarrollar masas forestales, gracias a las simbiosis micorrícicas que establecían con las raíces. Con un adecuado programa de selección y mejora genética, mataban dos pájaros de un tiro, ya que todas las setas eran excelentes comestibles. M'gwatu, dándoselas de avezado boletaire, animó a los demás corporativos, que prepararon suculentos platos a base de níscalos y boletos. Los nativos, que pensaban que las setas eran obra del diablo, rehusaron probarlas.

—En el hipotético caso de que salgamos de esta, podríamos montar un negocio de exportación de hongos y forrarnos —dijo M'gwatu.

Todos rieron. La que probablemente seria su última comida transcurrió en un ambiente distendido y alegre. «Al menos, moriremos con el estómago lleno», se consoló Beni.

El jolgorio se evaporó cuando el ejército imperial apareció en lontananza. La enorme cortina de polvo levantada por los tanques y aerodeslizadores daba la impresión de ser un incendio sin llamas. Cuando toda la maquinaria bélica se detuvo y adoptó una formación de batalla, los nativos gimieron, aterrados; cien mil soldados armados ocupan mucho sitio, e imponen bastante respeto. Ya no podían retroceder.

Beni los contempló desapasionadamente; no esperaba otra cosa. Se reunió con el doctor; iban a jugar su única baza, de la que dependía todo el éxito de aquella operación. El medico le aguardaba, junto a un comunicador de campana. Conectaron el aparato.

—¿Demócrito?

—Celebro verle vivo todavía, señor; usted dirá.

—Quiero que establezcas contacto con base McArthur, a ser posible en todas sus pantallas. ¿Podrás hacerlo?

—Por supuesto, señor; ya se lo dije. Le prometo que su mensaje será escuchado en toda la base imperial; a ese nivel, es fácil violar sus sistemas.

—De acuerdo, hazlo.

Los habitantes de base McArthur se quedaron estupefactos cuando en todos sus videófonos y holovisores sonó un pitido estridente y después apareció la imagen del capitán Manso. Con toda la seriedad del mundo, recitó algo en castellano clásico, que nadie entendió:

«A un panal de rica miel / dos mil moscas acudieron / que por golosas murieron / presas de patas en él» —prosiguió con unos pocos versos más hasta que su imagen desapareció, dejándolos a todos perplejos.

Muchos corrieron a buscar un traductor, que no hizo otra cosa que aumentar su extrañeza. Los analistas y descifradores de claves empezaron a trabajar a marchas forzadas, tratando de buscar el significado oculto de tan enigmáticas palabras.

En las montañas, dos personajes se apartaron del comunicador apagado.

—Espero que funcione, doctor. Me he sentido ridículo recitando a Samaniego en estos momentos.

—Si el ingeniero que traté cuando estuvimos allí ha escuchado tus versos, su subconsciente disparará el sistema gestor de neurotransmisores que le implanté en el encéfalo. Sentirá un feroz ataque de claustrofobia y experimentará una compulsión irrefrenable a desconectar el campo de fuerza y abrir el domo protector, para que entre aire fresco. Eso, suponiendo que no estuviera durmiendo cuando lanzaste el mensaje, o que sea detenido, o…

—Demasiados factores dependen del azar, doctor. Sólo nos queda esperar.

—Meditaré sobre todo esto, capitán. Así estaré relajado cuando llegue la hora.

—Yo voy a sentarme al sol; hace fresquito, y desde ahí se ve perfectamente a esos capullos. Tienen suerte de que sólo seamos unos pobres diablos mal armados, porque si no… ¿A qué estratega en su sano juicio se le ocurriría concentrar esa masa humana en un punto? Están pidiendo a gritos que nos barran de ahí. Si tan sólo dispusiéramos de…

—Pueden permitirse esa chulería, capitán, si se tiene en cuenta a su oponente.

—No me lo recuerdes.

En base McArthur, un hombre empezó a sudar copiosamente.

A muchos kilómetros de allí, un avión llamado Irina maldijo mentalmente. Las contramedidas estaban fallando ante los radares imperiales, y en cualquier momento los detectarían. Aceleró aun más, mientras Isao hacía lo que podía por invisibilizarlos.

El hombre que sudaba caminó como un autómata. Tenía la mirada perdida y se movía con rigidez, pero nadie le prestó atención. Se dirigió hacia la zona de seguridad y franqueó los controles sin problemas, ya que era persona autorizada. Se sentó delante de un panel de instrumentos y manipuló un teclado.

Los dos CORA surgieron detrás de unas colinas; a partir de allí, todo era llano hasta la base. Los aviones volaban rozando las copas de los árboles, muchos de los cuales eran arrancados de cuajo por las turbulencias generadas por la terrible velocidad. Irina retrajo su cubierta ventral biometálica y la bomba quedó al descubierto. Activó la espoleta y el sistema de frenado del ingenio nuclear.

El hombre que sudaba terminó de marcar una compleja secuencia y pulsó una serie de botones; acto seguido, aferró una manivela y tiró de ella hacia sí. Sonrió, aunque su cara era una mueca horrible y grotesca. Un último pensamiento cruzó por su mente; por fin podría respirar y ver el sol. Inmediatamente después, las funciones cerebrales superiores quedaron destruidas. Los músculos sufrieron contracciones tetánicas y sus manos quedaron engarfiadas a la manivela, como si estuvieran soldadas. En la base sonaron todas las alarmas habidas y por haber.

Irina lanzó un salvaje grito electrónico de alegría. El campo de fuerza que protegía a la base se había apagado, y un sector del domo blindado estaba abriéndose. Olvidó todas las precauciones y maniobró hacia el blanco.

Beni examinó sus rastreadores, consternado. Cien bombarderos se dirigían hacia ellos y llegarían en cuestión de minutos. La treta no había funcionado. Comprobó en el monitor que, a diferencia de los cazas imperiales de escolta, eran aparatos no tripulados; sus pilotos debían de estar en base McArthur, tan ricamente. Se sentó en una piedra y esperó el final.

Un oficial imperial descubrió al hombre aferrado a los controles de apertura, y comprendió que era el causante de la caída de las barreras defensivas. Se abalanzó sobre él, pero no soltó los controles; estaba agarrado a ellos con fuerza sobrehumana, con todos sus músculos contraídos al máximo. No sentía dolor; de hecho, estaba muerto. El oficial empezó a golpearlo y a tirar de él, pero ni aún así liberó su presa. Desesperado, llamó a los guardias.

Irina hizo cálculos; estaba a cinco minutos del objetivo. Su fuselaje, incandescente por la fricción del aire, le causaba una sensación voluptuosa. Repasó sus últimos movimientos: vuelo rasante, sorteando los antiaéreos; elevación y soltar la bomba; ésta se frenaría y caerla en vertical sobre la cúpula abierta. Habría que salir a escape.

Lord Evans vio a sus bombarderos pasar camino de las montañas y sonrió satisfecho.

En la zona de control de la base, el espectáculo era dantesco. Los soldados de guardia habían tenido que descuartizar a golpes al hombre aferrado a los controles para que los soltara. Todo estaba salpicado de sangre, y más de uno había vomitado. El oficial empujó la palanca hacia arriba. No podían restaurar el campo de fuerza, ya que el muerto había bloqueado a conciencia todas las vías de acceso a los códigos; no obstante, al menos el blindaje se alzaría de nuevo.

Irina maldijo. El domo se estaba cerrando. Su mente, conectada con el ordenador del CORA, calculó en un microsegundo. No le daba tiempo.

Los bombarderos SPHINX se aproximaron a las montañas. Las compuertas de sus bodegas se abrieron, dejando entrever su cargamento explosivo. En menos de un minuto lo soltarían.

El domo de la base se cerraba con desesperante lentitud. Algo tarde, sus detectores localizaron a los CORA.

Irina lo mandó todo al diablo. Desconectó el sistema impulsor y de frenado de la bomba y activó la espoleta auxiliar de contacto. Aceleró al máximo, volando a ras de suelo.

Los imperiales vieron estupefactos cómo un avión se aproximaba en línea recta hacia ellos.

Quedaban quince segundos para que los bombarderos descargaran su mortífero contenido en las montañas.

Justo antes de chocar contra el blindaje, Irina soltó su bomba, que entró en la base como un cohete; al domo sólo le restaban tres metros para cerrarse. El CORA efectuó un viraje de casi noventa grados, rozando la estructura.

Quedaban cinco segundos para el bombardeo. Los nativos contemplaban embobados el centenar de aviones que se cernían sobre ellos.

Una monstruosa bola de fuego, como si las puertas del Infierno se hubieran abierto de par en par, brotó de base McArthur. El domo reventó como un huevo, y lo onda expansiva barrió todo bicho viviente en varios kilómetros a la redonda.

Ante los ojos del estupefacto Beni, los cien bombarderos imperiales enloquecieron. Algunos explotaron en el aire; otros alteraron su curso, viraron y se estrellaron contra el suelo; uno o dos lo hicieron en los flancos del ejército imperial. Comprendió enseguida que su plan había funcionado. La base estaba destruida, y con ella los pilotos de los bombarderos, cuya última orden había sido un grito de agonía. Dando saltos de júbilo, se abrazó al primero que encontró.

Irina se preguntó cómo había sobrevivido. Con sus sensores ópticos traseros divisó la nube en forma de hongo que surgía del lugar donde había estado la base, y nunca una visión le pareció tan bella. Se reunió con Isao, y los dos aviones realizaron juntos unas acrobacias que recordaban curiosamente al vuelo nupcial de ciertas rapaces. Irina se comunicó con Isao en forma no verbal; el contacto electrónico no necesitaba palabras para unir dos mentes. Los aviones se elevaron hacia la estratosfera, plegaron sus alas en configuración delta y aceleraron a tope, hasta enrojecer por la fricción del aire.

Lord Evans se había quedado paralizado. La sonrisa se le congeló en la cara. ¿Qué había pasado? Todos los bombarderos estaban destruidos, e incluso dos de ellos habían caído sobre el ejército, matando más de mil hombres e inutilizando varias unidades de artillería pesada. Se derrumbó en el asiento; siniestras imágenes de un consejo de guerra le pasearon sádicamente por el cerebro.

En el monitor de su vehículo apareció la cara del capitán Manso. Se preguntó cómo ese maldito corpo había logrado comunicarse de esa manera, sin solicitar permiso. El capitán parecía muy feliz, aunque habló con tono afligido:

—Lord Evans, lamento decirle que su tozudez nos ha obligado a destruir base McArthur, su centro de operaciones. Ríndanse, o nos veremos en la penosa tarea de lanzar una carga de caballería para someterlos por la fuerza.

Hizo una pausa, justo para exhibir una sonrisa inequívoca, y prosiguió:

—Pero el motivo principal que me ha llevado a comunicarme con usted no es ése, sino comprobar un dicho de mi tierra: lo peor no es perder, sino la cara que se te queda. Que le den por culo, milord.

La comunicación se cortó.