Los preparativos habían concluido en un tiempo récord. Beni salió al exterior del barracón desde el que había coordinado la febril actividad. Contempló los muros y los edificios de la embajada, iluminados por los rayos del sol, rojizos por la proximidad del crepúsculo. «Me temó que es la última vez que os veo». Cansado, regresó al interior del edificio. Todavía quedaban unos pequeños detalles que ultimar, y no tenia sentido demorarlos. Antes de entrar, se cruzó con Isao; el japonés, con una cinta ciñéndole la frente, efectuaba unos movimientos de combate que le resultaron familiares. Meneando la cabeza, pasó al salón; allí le esperaban Irina y M'gwatu. Preguntó a la mujer:
—¿Se puede saber lo que está haciendo el pirado de tu marido?
—¿Isao? ¡Ah, si! Practica taekwondo; como vamos a entrar en combate, quiere rescatar las tradiciones guerreras japonesas.
—Alguien deberla decirle que el taekwondo es coreano, no japonés.
—Déjalo, pobrecillo. Se le ve tan ilusionado…
—Volvamos a la cruda realidad. ¿Se ha hecho todo según lo previsto?
—Sí —repuso M'gwatu—; el resto se halla en manos de la diosa Fortuna. Casi todo depende de la reacción de los imperiales, y de tu fe en su incapacidad a la hora de tomar decisiones rápidas. ¿Qué pasará si no se comportan como suponemos?
—Lo harán; son animales de costumbres. Y si no… Una vez muertos, no creo que nos importe mucho —se volvió hacia Irina—. ¿Y vosotros, pilotos?
—Todos los CORA están armados hasta los topes y ocultos, aguardando la orden de despegue. Sólo quedamos Isao y yo que, como siempre, tenemos que bailar con la más fea. Ya nos íbamos.
Dio la impresión de titubear. En voz baja, dijo:
—Beni…
—¿Qué sucede, Irina?
—Tengo la impresión de que ésta puede ser nuestra despedida, ¿no crees? —parecía apenada.
—Sí, mujer —él le alborotó los cabellos con la mano—, es lo más probable —sonrió—. ¿Sabes una cosa? Debajo de esa fachada de loca irresponsable hay un encanto de persona. Has hecho todo lo posible para alegrar a este viejo depresivo; si pudiera agradecértelo…
—Calla, hombre, que me vas a emocionar —hizo ademán de enjugarse una lágrima—. Además, tú sólo te animas cuando hay alguna batalla sangrienta en perspectiva.
—Seguramente tienes razón; es lo único que sé hacer bien. Oye, una curiosidad: ¿Cómo te hiciste esa cicatriz que llevas en la cara? Siempre me lo pregunté…
—Deja que esta pobre mujer se lleve algún secreto a la tumba —sonrió con coquetería—. En fin, hay que despedirse. ¡Ven acá, buen mozo!
Agarró a Beni y le dio un beso largo e intenso que lo dejó sin respiración. Después se fue corriendo a cumplir con su misión. M'gwatu permanecía sentado, observando la escena como quien presencia un espectáculo.
—Lamento interrumpir este idilio de loca pasión, mas debemos representar el último acto de la farsa.
—Muy bien, es cosa mía. Supongo que lo demás funcionó bien.
—Si; de vez en cuando simulamos fallos en nuestros sistemas de camuflaje y contramedidas electrónicas, de forma que el enemigo pudiera ver ciertas cosas en determinados momentos. Como no hayan tragado el anzuelo, estamos listos.
—Y aunque piquen… En fin, concluyamos. ¿Demócrito?
—A sus órdenes, señor.
—Quiero hablar con base McArthur.
—¿Lo desea en exclusiva con Lord Evans, o prefiere que se entere todo el mundo?
—De momento sólo me interesa Lord Evans; mantengamos oculta la segunda posibilidad. Confieso que recibí una sorpresa cuando me lo dijiste; no sé cómo demonios puedes manipular de ese modo sus sistemas de comunicación.
—Con mucha paciencia, señor; una sorda e ingrata labor de infiltración electrónica. No, no me lo agradezca; soy un ente humilde.
—Demócrito…
—Ya está, señor. Creo que será una entrevista edificante.
Tras varios segundos de espera, el holograma de la cara del Lord apareció, con aspecto enfadadísimo. Beni no le dio tiempo a reaccionar. Con el tono de voz más digno que pudo encontrar, le anunció:
—Lord Evans, su incompetencia alcanza cotas inadmisibles. Se ha negado usted a conferirnos el mando de sus fuerzas, seguramente debido a un ataque de demencia senil, espero que transitorio. O no, quizá sea permanente; la sífilis tiene desagradables efectos colaterales. Como no podemos esperar un comportamiento sensato por su parte en tales circunstancias, exigimos su rendición incondicional. Las mismas fuerzas combinadas corporativo-osirianas que eliminaron a sus payasos uniformados irán a darles su merecido, a menos que se escondan como ratas en su base. Recuerde: su única salida honorable es la capitulación; seremos clementes con ustedes si deponen las armas. Esta conversación será grabada y transmitida a varios mundos; así, nadie malinterpretará nuestras acciones. Les esperamos en el Sendero de Anubis; ríndanse allí, ya que la resistencia será inútil. Buenas tardes tenga usted. Ordenador, corta la comunicación; ya me he cansado de contemplar la cara de este imbécil.
La expresión de Lord Evans era indescriptible. Cuando desapareció, los corporativos no pudieron evitar reírse.
—Puf, después de esto querrá nuestras cabezas servidas en bandeja de plata y con una manzana en la boca —dijo M'gwatu—. Se lanzará a por nosotros como un poseso; lavará con sangre la afrenta.
—Eso espero. Si su mente funciona como suponemos, estos insultos lo sacarán de sus casillas y le obligarán a recoger el desafío, siquiera sea para hacérnoslo tragar públicamente. Emplearán una potente fuerza terrestre, que tratará de aplastarnos en el Sendero de Anubis. Es lógico: si salimos al exterior, se lo pondremos facilísimo; no necesitarán ni despeinarse, porque sus bombarderos nos reducirán a cenizas en las montañas. A menos que nuestros aviones consigan cepillarse a sus cazas gracias a la estratagema que ideamos, y suponiendo que Irina cumpla con lo suyo. Nos lo jugamos todo a una carta. Si sus fuerzas aéreas son derrotadas, nuestros aviones podrán cargar armas aire-superficie y atacar a su ejército, que estará ocupado machacándonos.
—¿Saben los nativos que vamos a servir de cebo, y que no podremos salir vivos de ahí?
—No, pobres. Si el Imperio los cogiera prisioneros, lo pasarían muy mal. Es mejor así; la muerte será rápida, y hasta el último momento tendrán una esperanza, un ideal.
—¿Y nosotros, jefe?
—¿Te asusta la muerte?
—Aquí me tienes, ¿no? Y hay algo épico en nuestro final. Iremos con la cabeza alta, apenas dos mil contra un ejército de cien mil soldados, tanques, cañones, bombarderos… Estoy seguro de que alguien escribirá una canción sobre ello.
—Sí, una marcha fúnebre. Anda, vámonos. Espera… —Beni se dirigió hacia la consola del ordenador.
—Demócrito, ya es hora de partir. Te dejamos aquí solo en la delegación. Ha sido un placer conocerte, amigo.
—Siento no poder estrechar su mano, señor, pero cada uno tiene sus limitaciones. Sus posibilidades de sobrevivir son casi cero, lo que lamento profundamente; he llegado a apreciar su compañía. Por cierto, permítame decirle que encuentro su plan de batalla admirable. Es un orgullo para mí el haber servido bajo sus órdenes, señor.
—Lo mismo digo, muchacho —Beni estaba emocionado; sin aguardar más, salió del edificio y montó un rata con M'gwatu.
La puerta les franqueó el paso, al tiempo que les despedía:
—¡Buena suerte, señor! ¡Deles duro! Y abríguese, que hace frío; no se vaya usted a constipar.
—Me recuerdas a mi madre… —Beni suspiró—. Se agradece el interés, puerta, pero no creo que me de tiempo a incubar el virus. Ah, cuando los imperiales entren aquí, píllale a alguno las narices de mi parte.
—A sus órdenes, señor.
Dejaron atrás la embajada, ahora vacía de vida. El crepúsculo, tan rico en matices, arrancó reflejos cálidos de las partes metálicas del vehículo, las cuales parecían fluir como una imposible aleación de mercurio y bronce. Ya en la ciudad, concluyeron los preparativos, impartieron órdenes y, finalmente, trataron de dormir un poco, quizá por última vez.
Amanecía. La explanada de la Redención estaba repleta de gente. Los vehículos corporativos aguardaban en un extremo, mientras que el resto era ocupado por multitud de guerreros nativos, uniformados de la manera más abigarrada imaginable, y que portaban las armas sustraídas a los cadáveres de los soldados imperiales. Muchos montaban a caballo; el resto había de resignarse al triste papel pedestre de la Infantería.
Beni, M'gwatu y el doctor contemplaban tristemente el panorama. Este último dijo, con cara de resignación:
—Patético; tropas a caballo frente a carros de combate y cazabombarderos. ¿Se ha dado alguna batalla así en la Historia de la Vieja tierra, capitán?
—Sí, desde luego. En una de las guerras mundiales que acaecieron a fines de la era preespacial, la caballería polaca atacó a pecho descubierto a los tanques alemanes.
—¿Y…?
—La hicieron picadillo. ¿Qué esperabas?
—Me lo temía —sonrió—. ¿Nos vamos?
—Si, la suerte está echada.
Se reunieron con las reducidas tropas corporativas. A escasa distancia, los nativos entonaban cantos bélicos.
—¿Qué hacen, M'gwatu?
—Recuerdan grandes hechos de los héroes del pasado, jefe. Tratan de animarse y olvidar que están cagados de miedo. Nosotros podríamos cantar también; yo propondría…
—Déjalo, demasiado vamos a sufrir de aquí a poco —M'gwatu guardó silencio, ofendido—. Yo propondría el grito de combate del IV Regimiento de Infantería Estelar. ¡Soldados! ¡Repetid conmigo!
Todos le miraron, curiosos. El recordó las veces que había dicho lo mismo con Ana, en tantas viejas batallas; tal vez era su imaginación, pero la sentía a su lado. Gritó, alto y claro:
—¡Ave, César!
—¡AVE, CÉSAR! —corearon sus tropas.
—¡Los que van a morir…! —¡LOS QUE VAN A MORIR…!
—¡…se cagan en tu padre! —¡…SE CAGAN EN TU PADRE!
Los vehículos corporativos emprendieron la marcha ante los ojos estupefactos de los nativos y enfilaron hacia el valle, camino de las montañas. Los indígenas los siguieron, intentando parecer gallardos sobre sus monturas enjaezadas. Las mujeres y los niños les arrojaban papelitos de colores al pasar. Más de uno dudó, pero el orgullo impedía manifestar el pánico que sentían; empezaban a comprender que iban a enfrentarse con un ejército poderoso, al que no podrían emboscar en las callejuelas de la ciudad. Algunos se despidieron de sus hijos, dándoles un último beso. Las criaturas reían, excitadas por el espectáculo, y agitaban sus manitas diciendo adiós. Los improvisados guerreros trataron de tragarse las lágrimas, y partieron.
Beni miró hacia atrás y suspiró; no llegarían a dos mil, contando los caballos. Era una tropa ridícula, grotesca, pero había orgullo y dignidad en esa imagen, que durante mucho tiempo se le quedó grabada en la mente, fija como una foto. Incluso el más iluso barruntaba que iban a perder, pero sin embargo marchaban a la lucha con la cabeza alta.
«Menuda cabalgata… Es justo lo contrario de lo que aprendimos en la Academia acerca de cómo infiltrarse en terreno enemigo: sutileza, discreción…»
El capitán Manso volvió la vista al frente. Tras él, un heterogéneo ejército se encaminó hacia el Sendero de Anubis.