22

Lord Triumph contempló la explanada de la Redención sin fijarse realmente. Su cerebro era un mar de confusión agitado por oleadas de resentimiento, odio, miedo, angustia y tal vez locura. Sabia que le esperaba un consejo de guerra y una muerte cierta, con el deshonor para todo su linaje.

Su mirada se posó en las ruinas de la ciudad, donde habían caído casi dos tercios de sus tropas. Al final, cuando solicitó ayuda a base McArthur, rehusaron enviarla. Sin duda, preferían no arriesgar sus preciosos soldados y dejar que se las apañara como buenamente pudiera. Muy cómodo: así, la cabeza de turco serla él. Sufrió espasmos intestinales al pensarlo.

El odio a los corporativos era absoluto, bestial. Si lo juzgaban, intentaría convencer al tribunal de que aplastaran a esos malditos corpos, aunque fuera lo último que hiciera en la vida. ¿Y los nativos? Al final se habían entregado. Los examinó desapasionadamente; no tenía sentido interrogarlos, eran culpables. Los ejecutaría allí mismo, para dar ejemplo y tener algún punto a su favor frente a los jueces.

Siempre le había fascinado el ritual del fusilamiento, como mostraban las películas históricas de su nutrida colección. Bien, ¿por qué no? Las armas de plasma no se ajustaban a lo clásico, pero los cadáveres reventados por los intensos haces calóricos serían mucho más edificantes. Se dispuso a ponerlo en práctica.

Reunió a todos los indígenas que pudo encontrar en la explanada. Situó a los reos en una pequeña plataforma que permitía una perfecta visibilidad. Un pelotón de cinco soldados se encargaría del trabajo; él se puso a un lado, adoptando una pose aprendida de un actor que admiraba especialmente. Levantó una mano, que al bajar significaría la orden de fuego.

Los nativos parecían no tener miedo; eso le molestó. Y sucedió algo que lo turbó aún más: alguien de la multitud empezó a cantar una antigua melodía osiriana, ahora prohibida. La música se propagó como un incendio; a los pocos segundos era coreada por miles de gargantas Lord Triumph sintió un escalofrío recorrer su espalda, y tuvo miedo. Se decidió a acabar pronto; en voz alta, aunque temblorosa, gritó:

—¡Pelotón! ¡Preparen armas!

Las bocas de los fusiles de plasma brillaron con un débil resplandor amarillo.

—¡Apunten!

Las armas encañonaron a los condenados, que cantaban también. El coronel los maldijo, por no mostrar temor; nadie parecía tenerlo. Se dispuso a dar la orden final, bajando el brazo.

Nunca llegó a terminar el gesto. Un sonido seco retumbó en la explanada. El coronel se quedó rígido, con una expresión de perplejidad en el rostro. Vomitó un chorrito de sangre y se desplomó en el suelo, con una gran mancha roja en la espalda, que aumentaba por momentos. Los integrantes del pelotón de fusilamiento, asustados, se giraron hacia el origen del ruido, tan sólo para caer, cortados en dos por una ráfaga de proyectiles explosivos. Se hizo un silencio atónito.

Una figura solitaria bajó su fusil, cuya boca todavía humeaba; montó en un extraño vehículo e invadió a gran velocidad la explanada. Se dirigió hacia un batallón de pasmados soldados imperiales y, antes de que pudieran reaccionar, los destrozó con ayuda de los tubos lanzagranadas. El caos se desató, incontenible.

Beni sabía que era cuestión de tiempo el que las tropas superaran su desconcierto, se reagruparan y acabaran con él. No le importaba; sólo tenía una idea en mente: matar. Se llevaría por delante a todos los soldados que fuera capaz, y luego descansaría para siempre. Sería rápido, y ya no sufriría más. Había descubierto que Luna tenía razón; no merecía la pena vivir humillado. «Hasta puede que salga en una canción», se dijo, mientras vaciaba las municiones del rata en los cuerpos de los aterrorizados militares.

En la plataforma, Espada reaccionó. Se las arregló para cortar las ligaduras de sus manos y de un salto tomó uno de los fusiles de plasma de un soldado muerto. Liberó a sus compañeros y se unió a la matanza. Los demás Luna incluida, lo imitaron.

Sin saber cómo, el pánico de la multitud se fue convirtiendo en rabia asesina. Los nativos cargaron contra los desconcertados imperiales que aún quedaban en la explanada. Fue una carnicería; resultaron literalmente despedazados y, aunque se defendieron, la fuerza del número los aplastó.

Beni había agotado toda la munición de su vehículo. Lo abandonó y tomó su fusil. Recordando su época de francotirador, abatió a algunos soldados que pretendían huir. Se apartó de la muchedumbre enloquecida; al menos, esperaba que Luna y los suyos hubieran escapado. Alzó la vista y comprobó que un nutrido grupo de soldados dirigidos por suboficiales había rodeado la explanada. Estaban montando baterías de artillería pesada, y se disponían a abrir fuego.

«Así que esto es el final», pensó, sin demasiada tristeza. «Nos arrasarán y no dejarán supervivientes; qué le vamos a hacer». Se llevó el CETME-TL a la cara. Al menos, mataría a dos o tres más antes de que los haces de plasma lo achicharraran.

Una bola de fuego blanco brotó en el lugar que los cañones imperiales ocupaban momentos antes. Los cuerpos retorcidos y quemados de los soldados se desparramaron por doquier. Varias explosiones más, casi simultáneas, remataron la tarea. Cuatro CORA sobrevolaron la escena como una exhalación. El comunicador de pulsera de Beni dio una señal de llamada. La voz de Irina expresaba alegría y excitación:

—¡Tú y tus prisas! Querías acabar con todos y no dejar nada para los demás, ¿eh? Pues hijo, si llegas a tardar un poco más en avisarnos, ahora te verías reducido al estado de chicharrón. Seguiremos hostigando a los imperiales mientras llega M'gwatu con sus tortugas de Infantería.

Los aviones picaron hacia la ciudad. Beni volvió a usar el comunicador.

—Ordenador… —dijo, con tono de resignación.

—¿Sí, señor?

—¿Se puede saber por qué has actuado sin mi consentimiento? Esto era una cuestión personal, so entrometido.

—Tenía mis razones para ello, señor. Si lo hubiera dejado solo ante el peligro, ahora estaría muerto, y no puedo negar que me cae usted simpático. Además, creo que al resto de los miembros de la embajada no le habría gustado ser excluido de tan peregrina incursión bélica; los humanos manifiestan una emotividad ciertamente exagerada. Por cierto, señor, me tomé la libertad de enviarle a M'gwatu con su intensificador fónico laríngeo. Todos podrán oír su voz en varios kilómetros a la redonda, lo que puede resultar muy útil. Espero que mi iniciativa no haya sido causa de su desagrado, señor.

—Ya ni lo dejan a uno morir en paz… En fin, engendro indisciplinado, te lo agradeceré si salimos de ésta.

—Eso espero, señor. No me divertía tanto desde una conversación que sostuve hace años con un humanista. Pretendía convencerme de que yo no era una entidad inteligente, sino que simulaba serlo. En el fondo, los humanos son encantadores.

Las escasas fuerzas corporativas se unieron a Beni quien no pudo evitar analizar la situación, como en los viejos tiempos, cuando tenían que asaltar una posición enemiga en algún planeta perdido. Evaluó las posibilidades e impartió ordenes; su voz, intensificada por el aparato que se acopló a la garganta, fue oída por los nativos. Empezaron a organizarse y atacaron, cubiertos por el fuego cruzado de los CORA. Beni admiró la maniobrabilidad de los aviones, concebidos como un sistema de armas polivalente, útiles tanto para un combate aéreo como para misiones antiguerrilla. Las toberas variaban su orientación, el fuselaje de biometal alteraba su geometría, y eran capaces de moverse por cualquier sitio. Se cernían, localizaban el blanco, lo destruían, salían disparados, giraban… y parecían disfrutar con todo ello.

Beni adoptó una estrategia clásica, pero efectiva: empleó a los nativos, inflamados de ardor justiciero, como si fueran tropas de Infantería Estelar. Se convirtieron en la fuerza de choque, que rompía las líneas enemigas a costa de grandes bajas. Los corporativos iban detrás, liquidando los restos con armamento más moderno. Fue una batalla dura y sin cuartel. Los imperiales luchaban como desesperados, pero quedaban muy pocos tras la explosión del palacio y el asalto guerrillero; estaban desconcertados, sin un mando claro. Poco a poco, retrocedieron hacía el barrio alto, desmoralizados.

Beni pudo reunirse con Luna. La muchacha había cambiado, sin duda; nada quedaba de la chiquilla que servía bebidas en la posada. Ahora llevaba un fusil de plasma como si estuviera familiarizada con él de toda la vida. Hablaron poco; bastante ocupados estaban, limpiando los focos de resistencia, cada vez menores. Las escaramuzas quedaron restringidas al barrio alto.

Beni y sus seguidores lograron acorralar uno de los escasos grupos de combatientes imperiales que aún restaban. Desesperados, se refugiaron en un edificio que hasta hacia poco había servido como centro de ocio. Los nativos iniciaron el asalto y progresivamente fueron tomando posiciones y eliminando toda resistencia. Los soldados se rindieron y la lucha cesó. Beni, Luna y varios corporativos entraron en el recinto sembrado de cadáveres, rodeados de charcos de sangre o de vísceras reventadas por los haces de plasma. Pocos se sintieron afectados por el macabro espectáculo; la costumbre acaba con la capacidad de asombro o de asquearse.

En un gran salón, los supervivientes ofrecían un triste espectáculo. Los soldados imperiales no tenían ya nada de pretencioso o glorioso.

Abatidos, rotos, miraban al suelo, moral y físicamente deshechos. Al fondo, algo menos de un centenar de mujeres y niños lloraban, asustados. Todos estaban sucios, con el terror reflejado en sus rostros. Fueron rodeados por los asaltantes. Beni se acercó y habló a uno de los soldados vencidos:

—¿Quiénes son esas mujeres?

Como si le costara un gran esfuerzo, respondió con un hilo de voz:

—Son todos los supervivientes de… de la explosión del palacio. Nuestras familias estaban allí, en unas gradas, escuchando los discursos, cuando… —se pasó una mano por la cara; no tenía fuerzas ni para llorar—. Casi todos murieron, destrozados. Mis hijos… —la voz se le quebró.

—¿No hay más personal civil escondido? —preguntó a otro soldado.

—No, esto es todo.

El capitán Manso meditó unos instantes. Poco después, alzó la voz y hablo en ánglico:

—¡Atención, señoras, no se preocupen! Son nuestras prisioneras, y no sufrirán daño alguno. Por favor, distribúyanse a lo largo de la pared del fondo, con sus hijos agarrados de la mano. Les será preguntado su nombre y se les asignará un número de identificación, para cuando las acomodemos en una residencia, donde serán debidamente atendidas. Si son tan amables, pónganse ahí.

Todos los prisioneros obedecieron. Las mujeres, abrazando a sus niños, hicieron lo que se les pedía, ocupando un lateral del recinto. Las criaturas dejaron de llorar; miraron expectantes a extrañas personas que les mandaban hacer cosas. Las niñas se hicieron cargo de sus hermanitos pequeños, que andaban a duras penas, animándolos con frases cariñosas.

Beni cambió el cargador de su fusil por otro lleno; cruzó una elocuente mirada con sus hombres y, sin más preámbulos, disparó una ráfaga de proyectiles sobre los cautivos. Los otros le imitaron con sus armas de plasma, y en menos de un minuto la tarea quedó finalizada. No había nada vivo en el montón de despojos al que habían quedado reducidos los prisioneros. El humo, la sangre y el familiar olor a carne asada hizo vomitar a alguno de los nativos. Beni se dispuso a marcharse, pero se cruzó con la mirada de Luna. Ella estaba muy pálida, y el horror y el reproche se reflejaban en su cara; parecía a punto de echarse a llorar.

—¿Por qué? —su pregunta llevaba una acusación implícita.

—Escucha, Luna —respondió, con voz impersonal; ella se dio cuenta ahora de la inexpresividad de su rostro—. Nosotros somos profesionales de la guerra, y obramos de la manera más práctica posible. No procuramos sufrimientos innecesarios, como los imperiales —señaló al montón de carne chamuscada—, pero no podemos permitir que los sentimientos nos aparten del curso de acción más lógico. Bastantes insensateces he cometido ya en este planeta. Cuando la Corporación toma prisioneros, lo hace porque es políticamente aconsejable, o para extorsionar a sus allegados, o para abrirles la cabeza y convertirlos en tropas de choque autómatas. Si no se dan esas circunstancias, no se toman prisioneros. Se les da una muerte rápida y eliminamos una fuente de preocupaciones. Además, los difuntos no pueden vengarse.

—¡Podías haberlos usado como rehenes, maldita sea! —la muchacha estaba al borde de la histeria.

—¿Para qué? Los imperiales no negociarán con nosotros. Su estrategia será la de matarnos a todos, prisioneros inclusive, y convertir a éstos en mártires. Así le ahorramos trabajo a ellos, y problemas a nosotros. Con tantos nativos heridos, no nos queda espacio en la embajada para habilitarlo como campo de concentración.

—Pero… yo creía que tú… —la ira de Luna ante aquella carnicería a sangre fría se había esfumado, sustituida por el horror y la pena—. Arriesgaste tu vida por salvarme; creía que albergabas sentimientos…

—Luna, es mi trabajo. En casos como el presente, nuestra afectividad es bloqueada por medios neuroquímicos y actuamos como la ocasión requiere, por duro que sea. Además, creo que les hemos hecho un favor; si esas mujeres hubieran caído en manos de vuestro pueblo, no las habrían tratado demasiado bien. Considéralo una labor humanitaria. Ven, vámonos de aquí. Me cuesta pronunciar discursos con la mente en modo de combate. Además, tampoco tenemos por qué dar explicaciones a nadie, joder.

Salieron del edificio. Los corporativos marchaban detrás, con cara inexpresiva o incluso aburrida; los nativos, ahora más vacilantes, los miraban de reojo.

Cuando el sol se puso, dejando su lugar al crepúsculo, la batalla había finalizado. No quedaba un solo superviviente de las otrora orgullosas fuerzas imperiales. Muchos de los combatientes nativos les habían acompañado en su destino y, pasado el frenesí de la lucha, eran amargamente llorados. Las fuerzas corporativas controlaban la ciudad sin haber sufrido una sola baja.

La noche fue larga. Como siempre que termina una guerra, los civiles que habían cometido el funesto error de elegir el bando equivocado fueron buscados, delatados y localizados por sus paisanos, antes buenos amigos pero ahora sedientos de venganza. Tras simulacros de juicios sumarísimos por tribunales improvisados, donde los acusados iban condenados de antemano, se dictaron sentencias con gran rapidez. Los hombres fueron torturados, vejados de las formas más ingeniosas y ejecutados al final. Las mujeres solían correr diversa suerte: con frecuencia, la pena quedaba reducida a una cabeza rapada y la inevitable violación por parte de las nuevas y flamantes fuerzas del orden, compuestas por jóvenes que por primera vez comprobaban el placer que otorga el poder sobre los demás.

Las horas parecían alargarse y no tener final. Todos los odios, rencillas, inquinas y mezquindades salieron a flote, y muchas cuentas fueron saldadas. El amanecer, sin embargo, llegó para saludar a Osiris (o lo que quedaba de ella) y a sus habitantes como una ciudad liberada.