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Los días de fiesta imperial habían pasado. El viento barría los papelitos de colores que ensuciaban las calles y se llevaba el recuerdo de los discursos pronunciados. El último de ellos fue el más espectacular. En la explanada de la Redención, miles de banderas ondearon al viento. Tropas imperiales de aspecto agresivo montaban guardia para contener a la multitud. Desde una tribuna, el coronel Triumph hizo votos por la felicidad del pueblo, con frases preñadas de esperanza en un futuro mejor. Todo eso había concluido. Los encargados de la limpieza trataban de cumplir con su labor en las calles. La vida seguía.

Pero no como antes. Un día cualquiera, dos soldados que salían de un burdel a altas horas de la noche fueron estrangulados por unos desconocidos que robaron sus armas. Para la policía imperial, aquello era un pequeño contratiempo. Se detuvo a los sospechosos habituales, pero los culpables habían escapado. Se ejecutó a los prisioneros, a modo de escarmiento.

Durante la siguiente semana, veinte soldados más murieron, todos por arma blanca. Siempre iban en grupos reducidos y por lugares aislados. Sus armas fueron robadas, y no se encontró a los asesinos. El nerviosismo empezó a cundir en algunos mandos imperiales; aquello no era normal. La represión se agudizó. Se prohibieron las salidas nocturnas para los soldados, lo que aumentó su malestar. Además, nunca debían ir solos o en parejas.

Al poco de darse estas instrucciones, un grupo de diez soldados fue cazado a plena luz del día en una emboscada. Los asesinos parecían saber lo que hacían: liquidaron a sus víctimas con pistolas de plasma y robaron armas, documentos y dinero a los cadáveres. Según los testigos presenciales, iban enmascarados. Más ejecuciones de represalia. Se anunció que el encubrimiento sería considerado un crimen de máxima gravedad, y que por cada imperial muerto, cinco nativos serían ahorcados.

Dos días más tarde, otro pelotón do soldados fue emboscado por francotiradores, que los mataron a casi todos. Uno de los atacantes cayó abatido, y se comprobó que el arma que portaba pertenecía a un policía muerto días antes. El resto escapó, no sin antes robar a sus victimas. Se erigieron patíbulos en la explanada de la Redención y, a las pocas horas, colgaban cinco ciudadanos elegidos al azar por cada soldado muerto. No había distinción de edad ni sexo entre los ajusticiados.

Los atentados a policías y militares no cesaron.

En su fortaleza del barrio alto, Lord Triumph estaba muy nervioso. La ciudad no había dado problemas hasta entonces, y Lord Evans, su temido superior, lo había felicitado por ello. Trató de restar importancia al movimiento insurgente, como si nada especial sucediera. Para su desgracia, la situación se le estaba escapando de las manos; un informe negativo, y podría despedirse de un ascenso. El deshonor y oprobio que eso conllevaría pendían sobre él como el hacha de un verdugo.

Estaba empezando a comprender algunas nociones bélicas palmarias. Un ejército como el imperial, potentísimo pero muy rígido, sólo servía para aplastar al enemigo en batallas abiertas, por la fuerza humana y tecnológica. Ante una guerrilla urbana eficiente era un lastre inútil, equivalente a matar hormigas a bastonazos. El coronel estaba íntimamente convencido de que la embajada corporativa era la responsable de todo aquello; un movimiento clandestino tan bien organizado no podía ser obra de los nativos. Todavía se estremecía de ira cuando recordaba la entrevista que solicitó con el embajador, aquel maldito capitán Manso. Éste no quiso acudir al barrio alto, y la charla se celebró por videófono. Ante sus acusaciones, el corpo respondió con una beatífica sonrisa y lo negó todo; le pidió que no acusara sin pruebas e hizo algunas observaciones sobre la incapacidad imperial para mantener el orden. Lord Triumph perdió los estribos y lo insultó; el capitán le dijo que quien siembra vientos recoge tempestades, y le dio su más sincero pésame. El coronel ardía de vergüenza al rememorarlo.

Miró los informes que se apilaban sobre la mesa: más atentados. Ordenó las correspondientes represalias. Sólo conocía un método para controlar una situación difícil, y que ésta no se saliera de madre: el terror, y estaba decidido a aplicarlo con el mayor rigor. Los patíbulos empezaron a sobrecargarse de trabajo. Muy a su pesar, hubo de establecer turnos; los cadáveres no podían dejarse como ejemplo, con las aves picoteándoles los ojos y restos de heces y orina debajo.

Involuntariamente, Lord Triumph contribuyó a cambiar la mentalidad de los ciudadanos. En muchos casos, el miedo se convirtió en odio.

Odio hacia las autoridades imperiales por tanta arbitrariedad; repudio a los terroristas, culpados de causar estas represalias. Dos bandos empezaron a gestarse entre el pueblo. Aumentaron las delaciones, pero también los actos de venganza impremeditada y espontánea. La confusión creció.

Los soldados tuvieron que cambiar su modo de operar. Patrullaban en vehículos blindados totalmente cerrados, especialmente desde que descubrieron lo dañina que podía ser una cosa tan tonta como un cóctel Molotov. Muchos empezaron a desarrollar neurosis paranoides. Lord Triumph se resistía a pedir refuerzos; reconocerlo hubiera significado admitir su derrota, y el cese de todas sus expectativas de progreso en el escalafón.

Los rebeldes cambiaron de estrategia. Empezaron a aparecer sacerdotes colgados de los árboles, más o menos mutilados, y con letreros de «TRAIDOR» cosidos a sus túnicas, ahora rojas. Más represalias: dos ahorcados por cada sacerdote.

Los disturbios se propagaron a otras ciudades, sin que la policía imperial pudiera explicárselo. Los sabotajes hicieron acto de presencia en algunas explotaciones mineras.

Intentando emular al enemigo. Lord Triumph trató de infiltrar grupos antiterroristas que atacaran a ciudadanos inocentes, para desprestigiar a la guerrilla. Indefectiblemente eran descubiertos y morían de forma asaz desagradable. El coronel empezó a pensar que estaba rodeado de traidores, y diseñó estrategias a cuál más retorcida para intentar desenmascararlos. A pocos kilómetros de allí, cierto ordenador corporativo se divertía de lo lindo poniendo a disposición del capitán Manso toda la información que extraía de los archivos imperiales. También les introdujo algunos virus juguetones y alteró ciertos datos, en plan lúdico.

Los sacerdotes desaparecieron como por ensalmo; motivos de salud, sin duda. Además de un cierto relajamiento moral, los imperiales perdieron una de sus mejores herramientas de represión y control. Por otro lado, tampoco les importó mucho; se estaban volviendo locos. Cuando empezaban a adaptarse a ciertas tácticas de los guerrilleros, éstos diseñaban otras nuevas, más diabólicas que las anteriores.

Los atentados se trasladaron al barrio alto, teóricamente seguro. Militares que paseaban tranquilamente por la calle, a pleno día, eran asesinados por la espalda, muchas veces delante de sus mujeres e hijos, o bien abatidos a distancia por agujas explosivas. Nadie se explicaba cómo las armas habían podido pasar los controles de entrada al barrio.

Alguna vez se detuvo a uno de los asesinos; una intensa sesión de tortura permitía desarticular un grupo de tres o cuatro personas, pero nunca más. Nadie parecía conocer a los auténticos jefes.

Los atentados siguieron. Desgraciadamente para las autoridades, los nativos que trabajaban en el barrio en las tareas más duras y humildes no podían ser expulsados; eso hubiera significado el colapso de la economía y los servicios. Se reforzaron los controles de entrada y salida de obreros hasta límites increíbles.

Sin embargo, el desencadenante de la úlcera de estómago que obligó a Lord Triumph a visitar el hospital fue otro. Un transporte de armas que viajaba sin escolta fue asaltado y saqueado. De alguna manera que el coronel no lograba explicarse (pero que cierto ordenador corporativo sabia al dedillo), la guerrilla conocía el recorrido del vehículo, que marchaba solo. ¿Quién iba a atacar un transporte blindado? Pues alguien cavó un gran hoyo que disimuló muy bien, el vehículo cayó en él, los tripulantes fueron muertos y dos toneladas de alto explosivo orgánico se esfumaron. Los jefes de base McArthur comunicaron a Lord Triumph que, una vez pasada la crisis, debería dar muchas explicaciones. La úlcera se le complicó.

Las tropas imperiales descubrieron lo desagradables que podían llegar a ser los atentados con minas y trampas cazabobos. Los guerrilleros vieron que empezaban a ser considerados como héroes. En la delegación corporativa, casi todo el mundo disfrutaba como un cochino en un charco. Pero, ya se sabe, lo bueno nunca dura eternamente.

El día en que se conmemoraba el cumpleaños del Emperador, una tremenda explosión sacudió la ciudad, rompiendo todos los cristales de las ventanas y matando a centenares de soldados, personal militar y sus familiares. El palacio de gobierno había sido volado.