Cuando regresó a sus dependencias, tras una cena triste y solitaria. Luna había sido ya instalada en el dormitorio. Las flores habían invadido el salón e incluso el cuarto de baño, y Murphy guardaba vigilante los pies de la cama, con un tenedor en el pico. A duras penas consiguió hacerse un poco de sitio.
«Bueno, chico listo, a ver qué haces ahora. Intenta hablar con ella, aunque no te sientas capaz. ¿Qué hago si empieza a darse cabezazos contra la pared? En las F.E.C. no nos prepararon para esto». Se dirigió primero a la consola del salón.
—¿Ordenador?
—¿Sí, señor? —la voz había tomado un tono sensual.
—¿Estás vigilando a la paciente?
—Sí, señor. Desde que la trajeron ha permanecido tranquila. Hace poco se paseó por el salón, pero no tocó nada; parecía distraída. Regresó a su habitación y allí sigue, sentada en la cama y mirándose las manos.
—Ajá. Por cierto, una curiosidad que me corroe tiempo ha: ¿Quién trajo ese maldito bicho disecado?
—No sé, señor. Cuando me di cuenta, ya estaba ahí.
—Maldita sea… En fin, gracias de todos modos.
—De nada; para eso estamos.
Haciendo acopio de valor, se dispuso a hablar con Luna. Ella seguía en la misma posición que habla indicado el ordenador. Iba vestida con un mono holgado y flexible de color claro. No levantó la vista cuando entró.
—Hola, Luna —le costó empezar a hablar; no sabía que decir, y se sentía como un vil gusano.
Ella no respondió. Seguía examinándose las manos.
—Luna, mírame y dime algo. No hagamos esto más difícil de lo que ya es —le rogó.
La muchacha levantó la cabeza y lo estudió con un semblante inexpresivo. Siguió en silencio unos minutos. Beni creía que iba a permanecer callada indefinidamente, pero comenzó a hablar con un tono neutro; un autómata hubiera sido mucho más vivaz.
—¿Qué tengo que hacer?
—¿Cómo? —la pregunta lo había cogido completamente desprevenido.
—¿Qué se espera que haga? —su mirada estaba perdida, enfocada en el infinito.
Beni dudó antes de responder. La situación llevaba camino de alcanzar las más altas cotas de lo absurdo. «Si esto fuera una escena de novela, incluso la encontraría divertida».
—Mira, Luna, ya sé que lo pasaste bastante mal cuando esos cerdos te detuvieron, pero tienes que superarlo; tú puedes hacerlo —se sentía ridículo ejerciendo de consultor psicológico, pero prosiguió—. El doctor ha curado todas tus heridas, todas, absolutamente. El resto… Es difícil olvidar, pero cuando vuelvas, tus hermanos.
Ella lo interrumpió, con la misma voz átona:
—No puedo volver. No quiero volver. No tiene sentido.
Se hizo un embarazoso silencio. Luna prosiguió:
—La vida es un engaño. En los calabozos, ellos me enseñaron lo que se espera de todos nosotros. Lo que se espera de mí. Sí, me mostraron con detalle para qué sirvo, para qué servimos.
Se tumbó en la cama. Con la vista en el techo, continuó hablando:
—Para eso estoy aquí, supongo. No hay razón para demorarse —con gestos mecánicos empezó a desnudarse.
Beni estaba pasmado. De alguna manera consiguió reorganizar sus confundidos procesos mentales y actuar, no sin antes maldecir al Imperio, la Corporación y todo lo que había contribuido a la situación presente. La muchacha parecía tener problemas con la cremallera de su traje, que le resultaba poco familiar. Él la detuvo; cogió las manos entre las suyas y se las colocó al lado del cuerpo. Acto seguido, la arropó con una sábana.
—Escucha, pedazo de idiota —dijo, mientras terminaba de acostarla—. Estoy harto de este planeta de locos, donde todos parecen conspirar con el fin de amargarme la existencia. Que se te meta en la cabeza que estás aquí para reponerte, y punto. Que nadie te va a poner la mano encima si tú no quieres, y eso solo después de que razones como es debido. Que si no deseas volver a la posada con el calzonazos de tu padre, no hay problema; como embajador, gestionare que te den la ciudadanía corporativa, y podrás emigrar a la Tierra, Saturno o Rígel. Que… —se calmó—. En fin, que duermas un rato. Si te hace falta algo, o te aburres, avisa al ordenador; él te oirá, ¿verdad?
—Si, señor —contestó el aludido.
—Yo estaré ahí al lado, en la sala. Descansa, y buenas noches.
Se dispuso a salir. Por el rabillo del ojo vio que la faz de la muchacha por fin adoptaba alguna expresión, aunque fuera de asombro. No había hecho más que abandonar la habitación cuando ella apareció en el marco de la puerta. Como si no supiera muy bien dónde estaba, preguntó:
—¿Qué hacéis vosotros con los prisioneros? ¿Los matáis?
—No somos bárbaros. Se les opera el cerebro y sirven como tropas de Infantería; es barato y no sufren. Anda, acuéstate.
Ella se dio la vuelta con aire de perplejidad y desapareció en la habitación.
Beni abrió la ventana del patio y se asomó al exterior. «Caramba, ya es de noche». Permaneció apoyado en la baranda, contemplando la menguante actividad humana. Un par de aviones surgieron de las alturas y aterrizaron en la explanada central, casi sin ruido; las toberas resplandecían con un brillo verdoso, intenso. Rodaron hacia un hangar, como dos extraños monstruos.
Beni alzó la mirada hacia el firmamento y se sumergió entre las estrellas. Las poco familiares constelaciones brillaban como diamantes sobre un tapiz profundamente oscuro. Su mente se perdió en mil añoranzas del pasado.
No supo cuánto tiempo estuvo así. Meneó la cabeza, como queriendo disipar el humo de los recuerdos, y vio que no estaba solo en el balcón. O tal vez sí; la imagen de Ana, muerta hacía tanto tiempo en una de esas estrellas que titilaban ahí arriba, estaba de nuevo a su lado.
Beni se sobresaltó, pero de inmediato volvió a relajarse. Parecía imposible que una alucinación tuviera un aspecto tan real, pero a estas alturas no le extrañaba. «Mi cerebro está listo para el desguace», musitó. La examinó con detalle; a ella parecía no importarle. Miraba al cielo, como él poco antes. Pensó en alargar la mano e intentar tocarla, pero no quería que la aparición se esfumase. En vez de eso, la contempló maravillado. Una profunda nostalgia lo invadió. Sintiéndose un poco ridículo, se decidió a hablarle; aunque no fuera real, hacía tanto tiempo…
—Si supieras cuánto te echo de menos…
Ella se giró y lo miró con aire divertido. Aquella pose… Los recuerdos hacían daño. Beni volvió a contemplar al cielo; ella lo imitó.
—Fueron buenos tiempos, ¿recuerdas? Pensábamos que había futuro; eso, y amar a alguien, y ser amado. No se necesita más.
Siguieron callados un largo rato. Las constelaciones se desplazaron lentamente en su eterno giro en torno a la Gota de Sangre.
—Mira a Luna, esa pobre criatura —Beni giró la cabeza hacia el fantasma; sabía que no era real, pero a efectos prácticos daba lo mismo—. Todos acabaremos así, destrozados.
El fugaz trazo de un meteorito surcó el cielo y murió.
—Pronto estaremos juntos, supongo; no creo que escape de ésta. Ya nada importará entonces, pero no puedo resignarme a aceptar ese destino. Toda la gente que ha… que habéis muerto, para nada… El Imperio es el final de todo aquello por lo que luchamos durante tantas generaciones; si existiera una minúscula posibilidad de detenerlo. Pero seamos realistas: esta vez no podemos ganar.
El espectro de Ana se movió hacia él, cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con severidad, como recriminándolo. Beni volvió a sorprenderse de semejante autonomía en una creación de su mente; además, era el mismo gesto que ella solía ponerle cuando discutían. Todo resultaba tan familiar que Beni sonrió, aunque estaba a punto de sollozar. El rostro de la mujer se dulcificó; había auténtico amor en sus ojos. Beni, olvidando dónde estaba, intentó abrazarla, pero ella lo detuvo con un ademán brusco, que lo dejó parado. Había reconocido el lenguaje de batalla de las tropas de asalto, una serie de signos manuales muy útiles en combate. La aparición hizo otro movimiento.
—¿Luchar? ¿Cómo, Ana? ¿Con qué? Otro movimiento, otro gesto.
—Infiltración, ataque por sorpresa… No te entiendo.
La figura sonrió. Señaló con el índice la consola del ordenador, y volvió a repetir la señal de ataque, con algunos ademanes explicativos. Beni miró al lugar indicado, pero no vio nada en particular. Cuando se volvió, ella había desaparecido.
Completamente confundido, se asomó al balcón, pero no había ni rastro de la aparición. «Me estoy desmoronando». Volvió al salón. Un sofá se había convertido en una confortable cama, aunque él no la había pedido. De repente, tuvo un presentimiento. Se dirigió a la consola.
—¿Ordenador?
—Aquí estoy, señor —respondió, en esta ocasión con voz de bajo.
—Infórmame de las últimas novedades.
—La paciente quedó dormida al poco de que usted saliera de la habitación. La música clásica ayudó bastante. En el segundo movimiento de la sinfonía de Andrómeda…
—No me refería a eso —le interrumpió—. Dime lo que hayas observado aquí, fuera del dormitorio.
—Nada especial, aparte de las órdenes que usted me impartió, y que fueron diligentemente cumplidas. Sobre la mesa tiene la información requerida, señor.
—¿Las órdenes que yo…? ¿Qué órdenes?
—¿Se encuentra bien, señor? ¿Desea un sedante? —la voz sonaba preocupada.
Beni trató de poner orden en sus ideas; aquello no podía ser real. Más calmado, inquirió:
—Ya sé que te parecerá absurdo, pero ¿has detectado alguien más en estas dependencias, salvo Luna y yo?
—No, señor. Y me parece absurdo, con el debido respeto.
—Bien, bien… Puede que esté loco pero, por favor, repíteme todo lo que he hecho desde que dejé a la muchacha, y qué órdenes te di exactamente.
—Si insiste, señor… Estuvo mucho rato en el balcón, en actitud meditabunda: Hace cincuenta y dos minutos vino y me pidió que le recordara si tenía algún compromiso en fecha próxima. Yo indiqué que lo único a destacar es la fiesta de conmemoración de la conquista de este planeta por el Imperio, a la que fue usted formalmente invitado.
—La había olvidado; si, coincide con la Ceremonia del Paso. Espera… Tendrás grabada toda la conversación, ¿no?
—Por supuesto, señor.
—Pásala.
—A la orden, señor.
Beni escuchó su propia voz, que le sonó bastante rara:
—Gracias. Ya veo que tienen preparada una gran parada militar en base McArthur; otra demostración de fuerza. Por cierto, ¿qué datos hay sobre su blindaje y campo escudo?
—Se los proporcione hace semanas, señor. Le recuerdo la conclusión: es inexpugnable.
—Si se pudiera introducir una bomba en su interior…
—Una termonuclear sería suficiente; el mismo blindaje amplificaría el efecto, pero: a) Que yo sepa, no disponemos de tal arma, y b) ¿Cómo introducirla?
—He ahí el problema. Cambiemos de tema; ¿qué harías si el Imperio tomara la embajada? ¿Aceptarías una reprogramación?
—Señor, me ofende; soy un ordenador biocuántico leal a la Corporación. Supongo que me autodestruiría, saboteando antes todo lo posible. No obstante, estas especulaciones me parecen ociosas. Le recomiendo que intercambie impresiones con la puerta de entrada; a causa de su misión, es un ente más bien contemplativo.
—Déjalo; ya es tarde, y no estaría mal que durmiera.
—¿Le preparo una cama, señor?
—¿Eh? Si, de acuerdo. Pero antes, toma nota: mañana a primera hora he de entrevistarme con M'gwatu y el doctor. Localízalos entonces y avísame.
—Así lo haré, señor.
Se hizo el silencio. Beni estaba perplejo, inseguro de qué era real y qué no. Examinó los papeles que había expedido el ordenador: datos sobre blindajes y armas imperiales.
—¿Desea algo más, señor? Después de esta conversación, usted fue otra vez al balcón y estuvo allí unos minutos, vagando de un lado a otro. El resto, fue hace un momento.
—Creo que voy a acostarme; mañana tendré las ideas más claras.
—Buenas noches, señor.
Beni se tumbó en la improvisada cama, sin responderle. No hacía más que darle vueltas a la cabeza. «¿Me habré vuelto loco? ¿Fue un trance, o sonambulismo, o el subconsciente? ¿Qué relación guarda todo esto? ¿Para qué querré ver al doctor y M'gwatu, y qué conexión guarda con lo que Ana…?»
De repente quedó sin aliento. Todas las piezas encajaban y tenían sentido. Se incorporó.
Sabía cómo abrir el campo escudo y el domo de la base imperial.
Sabía cómo empezar a combatir a las tropas imperiales sin involucrar directamente a la Corporación.
Durmió muy poco esa noche. Poco después del amanecer, el ordenador le índico:
—El doctor recibió su mensaje, y espera respuesta.
Beni se dirigió a la consola. El rostro del pequeño médico apareció en la pantalla, con aire preocupado.
—¿Qué sucede, capitán? ¿Algún problema con Luna?
—No es eso, ella está bien. ¿Recuerdas lo que me dijiste sobre el uso de la violencia?
—Eh… sí —lo interrogó con la mirada.
—Dentro de diez días es la gran fiesta imperial. Yo estoy invitado, pero sería lógico que llevara un acompañante, a ser posible nada belicoso. Debes venir conmigo; antes de la comida te visitaré y ultimaremos detalles.
—Confieso que estoy intrigado. Hasta entonces, pues.
—Hasta luego, matasanos.
A los pocos minutos contactaba personalmente con M'gwatu.
—Escucha: como superior tuyo te ordeno que me proporciones una información.
—A tus órdenes. ¿Qué tripa se te ha…?
Beni lo interrumpió, sin ceremonias.
—Estás en contacto con diversos grupos de nativos; según tú, para tocar música, platicar y cosas así.
—Efectivamente.
—¿Y qué más, aparte de tus escapadas con el doctor? Sé franco; esto es importante.
—Pues… —se rascó la cabeza—. Hay muchos jóvenes a quienes disgusta la sociedad que el Imperio ha instaurado en el planeta, con esos sacerdotes y la prepotencia de los soldados. Mis canciones e historias tratan de fomentar su espíritu crítico, sus ansias de libertad y su inconformismo.
—¿Han intentado llevar a la práctica tus ideas de lucha contra el opresor?
—Algunos, pero están muertos. El idealismo vale poco contra los fusiles de plasma, pero hay que sembrar la semilla de…
—Ponte en contacto con los más representativos y competentes, con la máxima discreción. Concierta una entrevista conmigo, aquí. Quiero entrenarlos.
Ese mismo día, por la tarde, Beni recibió a un grupo de individuos que había entrado camuflado en un vehículo de suministros. Ninguno parecía tener más de veinticinco años estándar. Vestían ropas ajadas por el uso: pantalones de un tejido áspero, zapatos de cuero basto pero flexible, camisas y unas chaquetillas parduscas. Parecían muy recelosos, pero mantenían su mirada con desafiante orgullo.
Beni llevaba puesto un viejo uniforme, el cual había visto más mundos que una agencia de viajes. Se dirigió al que le pareció más espabilado.
—¿Cómo te llamas?
—¿Y a ti que te importa?
«¿Pensáis eludir el miedo con esa pose arrogante?» Beni lo miró fijamente, hasta ponerlo nervioso. De mala gana, contestó:
—Reniego de los nombres impuestos por el enemigo. Mi apelativo de batalla es Espada.
—Espada… —Beni reflexionó—. Tenemos algo en común: a ninguno nos gusta el Imperio. Como sabéis, tenemos las manos atadas; no podernos enfrentarnos a ellos.
—¡Porque sois unos cobardes!
—Piensa lo que quieras. Somos pocos; vosotros los superáis en número, pero estáis cagados de miedo.
—¡Nosotros no los tememos! ¡Hemos matado soldados!
—Y ellos han ejecutado a los asesinos y algunos más, de propina. El valor no es suficiente a la hora de combatir a un enemigo superior. Hay que aprovechar las capacidades propias al máximo. No es bueno golpear a ciegas, sino con un plan; en caso contrario, será un derroche inútil. Os ofrezco adiestramiento, tanto en técnicas de lucha como en organización de guerrilla urbana, Por supuesto, si os detienen, no os conozco. Pensadlo bien; no tenéis nada que perder.
Uno de ellos le espetó:
—¡No necesitamos enseñanzas! ¡Si no fuera por vuestras armas, os destrozaríamos! ¡Somos más fuertes que vosotros, que necesitáis protegeros con todo esto! —señaló los barracones.
—¿Seguro? ¿Os creéis fuertes?
—¡Más que tú, enano!
—Demostradlo, si tenéis cojones. Derribadme.
Los nativos se miraron, dudando. Uno de ellos se abalanzó sobre Beni, para encontrarse tumbado en el suelo y con un pie en el cuello. El resto atacó en masa, sin correr mejor suerte. Algo más humildes, volvieron a incorporarse.
—Enséñanos esa forma de combatir, por favor —suplicó Espada—. Con ella, podremos vencer a los soldados imperiales.
«Pobre pardillo», pensó Beni. «En fin, todos empezamos así».
—Ven, Espada, vas a recibir la primera lección. Las artes marciales requieren una ceremonia de respeto al adversario, del cual vas a extraer sabiduría. El saludo típico es éste —inclinó el torso.
Espada lo imitó, doblándose por la cintura y humillando la cabeza. Beni aprovechó ese momento para darle una patada en la cara, no demasiado fuerte. El nativo cayó al suelo, atontado.
—Primera regla: en la guerra, no te fíes ni de tu padre. Anda, dame la mano y levántate.
Espada así lo hizo. Cuando se incorporaba, Beni lo soltó; se dio una tremenda costalada contra el suelo.
—Segunda regla: véase la primera regla. Ahora, ya en serio, permíteme ayudarte.
El nativo gateó rápidamente y se alejó.
—Bien, ya vais aprendiendo —Beni sonrió.