Luna regresó con el encargo en menos de un minuto. Toda su reserva anterior había desaparecido. Era como una niña con un juguete nuevo.
—¿De verdad no te vas a emborrachar? Con lo que has bebido ya deberías de estar roncando, o muerto. ¿Cómo lo haces?
—Me cambiaron el hígado por uno artificial. Podría caerme dentro de un barril de vino y nada, ni un simple mareo. Tan sólo necesitaría acudir al urinario de vez en cuando, para hacer sitio.
—Pero… ¡es imposible! ¿Acaso practicáis la magia negra?
—Es mera tecnología, ciencia. La Medicina lleva funcionando miles de años, y cada vez lo hace mejor.
—Los sacerdotes nos dicen que vosotros pecasteis de soberbia, por querer ser iguales a Dios, y que Él os castigó con un gran Desastre.
—A pesar de que somos simples mortales, Dios nos teme.
Al ver la expresión de su cara tras escuchar la blasfemia, pensó en cambiar de tema, pero no lo hizo. «Veamos hasta dónde puede aguantar».
—La Historia tal vez no sea como os la han contado, Luna, ya que siempre la escriben los vencedores. ¿Qué daño os hemos hecho los corporativos? Incluso os curamos los enfermos.
—«El demonio viste con frecuencia ropajes bellos que disimulan su verdadera naturaleza», dicen los sacerdotes.
—Pero no puede dejarse los cuernos en casa, y yo he sido capaz de pasar por la puerta.
Ella soltó una carcajada, que intentó reprimir llevándose la mano a la boca. Cuando se hubo calmado, Beni siguió:
—La Corporación llevó a la Humanidad a cimas de prosperidad y bienestar jamás igualadas. El Desastre, o la Caída del Paraíso (como dirían vuestros sacerdotes) fue una desafortunada casualidad. Chocamos con una cultura alienígena que, en vez de intentar contactar con nosotros, se dedicó a masacrarnos. ¿Querían aniquilarnos, o simplemente todo fue un trágico error, la imposibilidad de comunicación entre formas de vida completamente distintas? Al final nos deshicimos de ellos, pero a qué precio… Por cuestiones de azar, el Imperio desarrolló el viaje interestelar antes que nadie, y sólo tuvo que recoger los despojos. Pero la Corporación sobrevivió, un molesto recordatorio de lo que ellos nunca serán.
—Dices cosas muy raras, que no comprendo. A nuestros sacerdotes no les gustarían, pero no te preocupes, no me chivaré. La verdad es que me confieso con ellos muy poco; hay demasiado trabajo en la posada para perder un día. Además, después te sientes muy mal, arrepentida, como sucia.
«Quizá por eso todavía razonas y conversas con extraños. Me sorprende que aún no te hayan convertido en un zombi». Ella prosiguió:
—Me encantaría saber cosas sobre vosotros: cómo son vuestras casas, cómo vivís, de qué modo visten vuestras mujeres, saber cómo son las estrellas a las que viajáis, visitar esos mundos tan extraños… Ay, soy una curiosa. Mis familiares afirman que ése es mi peor defecto, y que algún día me costará un disgusto. Los sacerdotes nos cuentan que las hembras somos entrometidas por naturaleza, y que a veces Dios nos castiga convirtiéndonos en estatuas de sal. También cuentan mis amigas que vuestras mujeres son muy atrevidas, ¿no es verdad?
Beni pensó en un principio que le estaba tomando el pelo, pero un vistazo le convenció de que ella creía en lo que decía.
—Supongo que tanto como pueda serlo un hombre. Todo el mundo tiene idénticos derechos y deberes.
—¿Y cómo sabéis entonces cuál ha de ser el comportamiento de cada uno? ¿Quién hace la casa? ¿Quién cuida de los niños?
«Madre mía, ¿qué le contesto yo a esto? Será cuestión de contraatacar».
—Preguntas demasiado, pequeña; me temo que traicionaría a mi Gobierno si te proporcionase esa información —ella rió—. Mira, podemos llegar a un acuerdo. Háblame de vuestras costumbres y modos de vida, y a cambio… Bien, ya veremos lo que te cuento.
—Me parece justo, s… Beni. ¿Qué quieres que te diga?
—No sé; si no es un secreto, háblame de la Ceremonia del Paso. Me ha intrigado.
—Es extraño que vosotros no tengáis algo parecido. Sois tan distintos… Cuando un niño es pequeño, queda bajo la tutela y responsabilidad de sus padres los cuales, según su posición, deben empezar a enseñarle cosas sobre cómo comportarse, respeto a los demás, amor a sus superiores y evitarán que se contamine de influencias perjudiciales. Un sacerdote les ayuda en su tarea, solucionando dudas y problemas. Conforme va creciendo, el religioso dictamina cuál será el destino del joven y encauza su educación hacia tal fin. Le enseña las técnicas de su futuro trabajo, al tiempo que no olvida el necesario ritual sagrado. Yo soy un poco perezosa en ese aspecto; mi sacerdote está muy enfadado conmigo. Bueno, el caso es que nos van preparando para la Ceremonia del Paso, lo más importante que puede sucederle a uno en la vida. Cada año, en la fecha en que el Buen Emperador vino a salvar nuestro planeta, todos los hombres y mujeres que alcanzan la mayoría de edad son reunidos en la explanada de la Redención, y allí se despiden de sus padres, hermanos y de todas las cosas de su infancia. Reciben las ropas de ceremonia, unas túnicas blancas muy bonitas y, uno a uno, los sacerdotes les asignan sus nombres y les dan un pergamino con la bendición del Emperador, en el que se les reconoce como miembros útiles de la sociedad.
«Un vulgar documento de identidad, supongo», pensó Beni. Ella siguió:
—Luego, en una segunda parte, nos separarán de los muchachos. A ellos les enseñarán muchos secretos; algunos incluso aprenderán a leer, y se convertirán en escribas. Qué envidia, los hombres tienen tantas oportunidades… A nosotras nos instruirán sobre cómo llevar una casa y cuidar los niños, ir de compras… Como si yo no lo supiera; desde que nací trabajo en la posada, y soy la mayor de mis hermanos. En fin, todo lo que una mujer debe saber y… Bueno, aunque no esté bien el decirlo, algo sí me interesa. Por fin nos dirán qué hay que hacer para tener niños, y… Pero ¿qué te pasa?
—Nada… me he… atragantado… el vino… Sigue, es muy interesante. ¿Quieres decir que hasta entonces no sabéis…? Pero…
—Es una de las principales advertencias de los sacerdotes: «Y Dios castigó al hombre por su soberbia a ganarse el pan con el sudor de su frente durante todos los días de su vida, y a traer más hijos a este valle de lágrimas. Y esto será hecho en secreto y con dolor, para una mejor redención de los pecados». O esta otra: «¡Maldito el que escandalizare con secretos a estos niños! Porque será exterminado por los justos, y su alma arderá en un infierno de fuego y azufre por toda la eternidad». Beni, hay cosas que no deben contarse; es Palabra de Dios. Los niños podrían malcriarse si andan aprendiendo cosas que no deben.
—Tu lógica es aplastante. Cuando vea al almirante Jansen, le contaré que ése es el verdadero mal que aqueja a la Corporación.
—¿Sí? ¿Lo harás? ¡Me alegro!
«¿Es que ni siquiera capta un sarcasmo?», se lamentó Beni. Ella continúo:
—Déjame que termine de contarte la Ceremonia. En el acto final los sacerdotes, oídos los deseos del Emperador, nos dirán con qué hombre tenemos que casarnos, y lo haremos; espero que el mío sea amable y guapo. Inmediatamente se celebrarán las bodas y nos iremos a nuestro nuevo hogar. A veces hay gente que se queda sin pareja, porque ha sido malvada o no ha tenido suerte. He de portarme muy bien para que no me pase esto a mí.
—¿No conocéis a vuestro marido hasta ese día?
—¡Pues claro que no! El matrimonio no sería puro. Las personas que se conocen pueden… —bajó la voz— contaminarse.
Se hizo un silencio embarazoso. A él le hubiera gustado estar borracho, para no recibir tal sesión de etnología práctica. Luna fue quien volvió a inquirir:
—Dicen que vosotros hacéis las cosas de otra manera. Que sois… no sé. ¿Cómo viven vuestros niños? ¿Son guapas vuestras mujeres? ¿Se…?
Una alta figura vestida de blanco entró en el comedor. Todos los sonidos enmudecieron de golpe. El embajador reconoció al sacerdote con el que se había cruzado horas antes. El solemne personaje examinó su alrededor desdeñoso, con la expresión de quien huele algo desagradable. Siempre con la cabeza alta, se encaminó hacia el centro del recinto. Se sentó cerca de Beni y la muchacha, la cual parecía terriblemente turbada; sin embargo, no se atrevía a irse, o tal vez no quería.
El camarero acudió presto, muy obsequioso, como un perro ante su amo. El sacerdote, sin mirarlo, pidió sólo una jarra de agua fresca y un vaso. Su mirada se cruzó de nuevo con la de Beni, pero esta vez se sentía seguro, en territorio propio. Habló con una voz severa, profunda, cargada de autoridad:
—A veces el mal se sienta frente a nosotros con ropajes seductores. ¡Ay de quien preste oídos al mal!
El sujeto dijo esto sin quitar ojo del embajador. Éste se dio cuenta de que Luna temblaba y parecía al borde de una crisis histérica. El sacerdote sostenía su mirada y sonreía levemente; sin duda, quería dejar bien clara su autoridad.
Beni no sabía cómo salir de una situación tan incómoda. Estaba tenso, maldiciendo a la Corporación por haberlo puesto en semejante brete. Y de repente, como un destello, resurgió lo que procuraba mantener siempre oculto:
«Ana. Cariño. Unos como éste te mataron».
El vaso que tenía agarrado se rompió con un estallido, esparciendo fragmentos de vidrio sobre la mesa. Empezó a sangrar por varios cortes. Lenta, pausadamente, se levantó de la silla y se dirigió hacia el alto dignatario religioso. A éste se le congeló la sonrisa en el rostro; miró nerviosamente en torno suyo, pero nadie parecía muy predispuesto a ayudarle. Hizo ademán de incorporarse, pero aquel sacrílego corporativo ya estaba junto a él, y era incapaz de averiguar lo que pasaba por su mente. Estaba seguro de una cosa: no era el temor reverente de sus feligreses. Por primera vez en su vida, sintió miedo a morir.
Beni estaba ejerciendo un férreo autocontrol para no dar rienda suelta a sus impulsos. Se veía a sí mismo golpeando al viejo, partiéndole la tráquea con el canto de la mano, fracturándole el cuello, o… Paso a paso, al irse acercando, el sentido común se impuso, no sin esfuerzo; era un embajador, había gente que dependía de él. Controló su ritmo respiratorio; no era consciente de las gotitas rojas que resbalaban de sus dedos, marcando un rastro en el suelo. Cuando llegó al lado del sacerdote, comprobó que éste tenía miedo, mucho miedo de él. «Sufre un poco, mala bestia; esto no es nada, comparado con el dolor que tú y los tuyos sois capaces de generar». Con deliberada lentitud alzó su mano herida y la posó delicadamente en el hombro del sacerdote sentado, quien creyó llegada su última hora. Nadie iba a ayudarle; hasta el posadero, ese imbécil lacayo sumiso, estaba como hipnotizado viendo la escena. Sólo quedaba esperar el golpe fatal.
—No… por favor… por favor…
El embajador no movía un músculo. La túnica blanca se iba tiñendo de rojo bajo su mano. Las súplicas del sacerdote fueron degenerando en una especie de sollozos, lo único que se oía en la posada, hasta que Beni habló:
—Señor, como embajador de la Corporación en el sistema Tau Ceti, permítame expresarle mis saludos —se dio la vuelta y regresó a su mesa tranquilamente, sin mirar atrás.
El anciano se quedó totalmente parado, con una expresión de estupidez que provocaba hilaridad. Reaccionó a los pocos segundos, sólo para ver las sonrisas en las caras de muchos parroquianos; su autoridad, antes inatacada, se había esfumado. Hecho una furia salió rápidamente del local, una figura blanca con una vistosa mancha roja.
Beni se sentó junto a Luna.
—¿De qué estábamos hablando?
La muchacha pareció despertar de una pesadilla; lo miró alarmada.
—Por Dios, mira tu mano… Espera, traeré agua y vendas para curarte. Quédate quieto, ¿eh? Enseguida vuelvo.
Mientras regresaba, él pensó en la escena que había organizado. Consiguió poner en ridículo al maldito fantoche, y nadie podría reprocharle su comportamiento cortés. No pudo dejar de notar la extraña coincidencia, toparse dos veces con tan singular personaje. ¿Lo habría seguido? ¿Algún soplón?
Luna retornó al poco con una palangana llena de agua y diversos apósitos. Beni no sentía el dolor de su herida, ya que había sido adiestrado para controlarlo. Así, pudo admirar su pericia a la hora de aplicar los vendajes, y se lo comentó.
—Estoy acostumbrada —respondió—. Si tienes muchos hermanos a tu cargo, debes aprender de todo: curar heridas, lavar pañales, contar cuentos… Esto no es nada, apenas unos rasguños; peor fue cuando el pequeño Ardilla entró corriendo a la cocina y se echó encima una olla de sopa caliente. ¡En mi vida he oído chillar tanto a alguien! Lo untamos de pomada de la cabeza a los pies; el pobre parecía un pescado rebozado. Bueno, listo.
Beni flexionó los dedos. El vendaje era firme, pero permitía el movimiento.
—Muchas gracias, Luna. Lamento el estropicio causado. A tu padre no debe de haberle sentado muy bien; está más blanco que una tiza. ¿Puedo hacer algo a modo de desagravio por lo ocurrido?
—Oh, no te preocupes, ya se le pasará el susto. La verdad es que… nadie se hubiera atrevido a hacer eso.
—Ya ves, no fue nada difícil. ¿Por qué les tenéis tanto miedo?
—Háblame de tu mundo y me consideraré pagada por la cura.
«Vaya un cambio brusco de tema, de acuerdo, se hará como tú prefieras. ¿Por dónde empiezo? Mi vida no tiene nada interesante, y no tengo por qué contártela. Sólo he de rememorar cosas de nuestro pobre y anciano planeta».
—Mira, yo nací en la Vieja Tierra, en una ciudad muy antigua. Todavía tenemos allí un castillo…
Una vez iniciado el relato, ya no pudo parar. Los recuerdos, los paisajes vividos, venían a la mente como una sucesión de imágenes enlazadas. Habló del mundo donde había nacido la Humanidad, superpoblado y salvado in extremis del colapso ecológico, de las ciudades lunares, marcianas o de los satélites jovianos; de los planetas artificiales en el cinturón de asteroides; de las colonias orbitales en torno a Saturno, con la majestuosa silueta de los anillos como telón de fondo; de los viajes interestelares, con el fenómeno de la dilatación del tiempo y la pérdida de familiares y amigos vencidos por la edad; de las extrañas sociedades que florecían en otros sistemas; de… Todo revivía al tiempo que era relatado.
En un determinado momento interrumpió su narración y se fijó en quienes le rodeaban. Un gran corro de parroquianos se había agrupado a su alrededor y le escuchaban embelesados; algunos lloraban. M'gwatu también estaba allí, sonriendo satisfecho. Al mirarlo, alzó el puño con el pulgar hacia arriba.
—Caramba, señor embajador; creía que yo era el único loco que perdía el tiempo en estas cosas. Bienvenido al club.
Beni se dio cuenta de repente de que había estado hablando varias horas. Sacudió la cabeza y respiró hondo. Se dirigió a Luna, que permanecía absorta:
—Lo siento, pero he de irme. ¿Cuánto cuesta la comida y la bebida? Y el vaso, por supuesto.
—¿Eh? —parecía decepcionada con su marcha—. Ah, la cuenta; avisaré a mi padre.
La gente empezó a dispersarse; algunos charlaban entre sí, a la vez que miraban al embajador. El posadero llegó; era el único con cara de pocos amigos. «Debe de profesar un gran afecto al sacerdote, o tal vez sufra un lindo ataque de pánico».
—Son sesenta imperiales, señor —dijo, de forma más bien seca.
—¿Cuál es la equivalencia en créditos?
M'gwatu se la comunicó, ya que el posadero sólo parecía conocer un tipo de moneda. Pagaron y se dispusieron a irse. Luna les acompañó a la puerta; no parecía darse cuenta de la mirada desaprobadora de su padre.
—Hasta la próxima —dijo Beni—. Regresaré algún día; la comida es estupenda, y el servicio inmejorable —ella sonrió—. Si queréis visitarnos, las puertas de nuestra embajada estarán abiertas para vosotros («si desconectamos el sistema de alarma, claro»).
Hizo un gesto de despedida con la mano vendada, para su sorpresa, algunos le correspondieron.
—Has tardado poco en meterte a la gente en el bolsillo —le comentó M'gwatu, ya en el vehículo y de regreso a la embajada.
—Sí, quizá tengan remedio, aunque a alguno le gustaría verme muerto, o al menos gravemente enfermo.
—¿Los sacerdotes? Déjalos, pobres; al fin y al cabo, son meros instrumentos de los imperiales. Los manipuladores son el verdadero peligro.
—Cierto. Ah, ¿qué tal fue lo tuvo? ¿Algún problema?
—Como siempre, aunque cada vez es más difícil motivarlos. Se detecta una cierta desesperanza entre ellos, y se incrementa el miedo. Las confesiones, los delatores… Qué mundo tan feo, éste.
—Pues conviene que nos preparemos. Dentro de pocos años, todos los planetas serán asaz bucólicos, trabajando felices para mayor gloria del Imperio.
—Tendrán que pasar por encima de mi cadáver.
—No creo que eso les suponga ningún esfuerzo.
Atardecía cuando regresaron a la delegación corporativa. La puerta les dejó pasar sin problemas, al reconocer la frecuencia de identificación del todo terreno. M'gwatu aparcó el vehículo en un hangar y enseguida se marchó apresuradamente, pretextando que tenia algo que hacer.
«Este tipo no para nunca». Con las manos en los bolsillos, Beni caminó hacia la residencia. Junto a la entrada observó a Isao inmóvil, en una postura inverosímil, apoyado en una mano y con las piernas anudadas por la espalda. Se quedó mirándolo pasmado, y estuvo a punto de tropezar con el marco de la puerta. Pasó al comedor, donde estaba casi todo el personal, tomando la cena sin entusiasmo. Agarró una bandeja y se sentó junto a Irina.
—¿Qué demonios pretende tu marido ahí afuera? Se va a enfriar…
—¿Eh? ¡Ah, hola! ¿Cómo te ha ido? Esto… ¿Isao? Practica yoga. Ya sabes, busca su identidad recuperando las tradiciones niponas.
—Alguien debería explicarle que el yoga es hindú, no japonés.
—Déjalo, pobrecillo; se le ve tan ilusionado…
—Desde luego, el amor es ciego.
—¿A que te doy? No te metas con él, es muy cariñoso. Probablemente estemos aquí por exceso de cariño.
—¿Cómo?
—Nos pillaron en plena faena amatoria en Draconis, un simpático planeta que sin duda conoces. Nos encerraron y al poco nos enviaron aquí. No me quejo; podría haber sido peor.
—Pero eso no es motivo ni siquiera de falta leve…
—Esto… A veces te entran ganas y tienes que aliviarte en el sitio más a mano. ¿Conoces la comunidad de los Ascetas Grises?
—¿Ascetas? Sí, ya lo creo; una especie de monjes guerreros, muy puritanos en lo referente a las costumbres, que practicaban la mutilación como forma de castigo.
—Una delegación corporativa, con el general Kawabata al mando, hizo una visita de cortesía a su templo más sagrado, en la ciudad santa de Llacxa. Nosotros pertenecíamos a la escolta y… bueno, el calor, el ardor juvenil… Nos apañamos encima de lo que parecía una mesa, algo incómoda, eso sí (todavía me duele la espalda cuando me acuerdo); entonces se abrió una puerta y entraron una docena de monjes con Kawabata. Según me enteré después, estábamos encima de un altar especialmente santo; si hubieras visto sus rostros, cómo pasaron del blanco al rojo de ira, y la expresión del general… Isao y yo salimos por piernas, en pelotas, y pudimos escaparnos. Kawabata fue apaleado y se disponían a cortarle la cabeza y alguna cosa más por sacrilegio, cuando un pez gordo, una tal Jansen, lo sacó de allí y consiguió calmar los ánimos. La cara de Kawabata…
Ambos se desternillaron de risa. Al final, Beni consiguió recuperar el uso de la palabra.
—Conozco a Kawa y a Jansen; me hubiera gustado verles en esas circunstancias. Es raro que no os enviaran derechitos a Infantería; por lo que veo, todos aquí hemos cometido alguna trastada memorable.
—Sí, especialmente el cocinero.
—Aj, lo había olvidado, con lo bien que he comido hoy. Platos de verdad, no estos trozos de plástico con colorines.
—Debe de ser el castigo de la Corporación por nuestros crímenes —sin mucho entusiasmo, atacó la cena—. Se te ve más animado.
—Si, he contemplado unas cuantas cosas interesantes y recibido algunas preguntas. ¿Son guapas nuestras mujeres? ¿Cuidan de los niños?
—¿Te has vuelto loco, o qué?
—Déjame que te cuente…