Los intercomunicadores eran universalmente aborrecidos por todas las tripulaciones de la Galaxia, ya que siempre sonaban para dar alguna noticia desagradable, y en la Galileo no eran ninguna excepción.
—Atención a todos los tripulantes: les habla el almirante. Dentro de diez minutos saltaremos al espacio normal para entrar en contacto con el acorazado imperial Victorious, en el sistema Tau Ceti. Como podrán suponer, esos cretinos estarán pendientes de nuestros más ínfimos movimientos; es inevitable. Por supuesto, nos interesa camuflar los sistemas energéticos y de armas, lo que implica una cierta molestia. Todos deberán situarse en sus puestos, y asegurarse bien al asiento o a la cama. En las consolas aparecerán los detalles del procedimiento Jano: básicamente, desconectaremos el sistema gravitacional y deceleraremos invirtiendo los propulsores; después emplearemos la rotación para generar una fuerza centrifuga que nos permita movernos por la nave sin flotar como locos. En los botiquines de emergencia hay remedios contra el mareo; será un poco incómodo, pero para eso nos pagan. Y nada de sarcasmos al estilo de «¡Remad, galeotes!» o cantar aquello de «Gira, el mundo gira…»; podrían interceptar nuestras comunicaciones. Esto es todo.
Afortunadamente para él, Beni estaba acostumbrado a viajar en condiciones mucho más duras. Cuando todas las maniobras concluyeron, alguien llamó a la puerta. Abrió y se encontró con la figura del joven teniente.
—Buenos días, señor.
—Buenos días; cuánto tiempo sin verlo.
—Otras obligaciones me han reclamado, señor. El momento ha llegado; acompáñeme a la cubierta de vuelo. No se preocupe por sus pertenencias; han sido recogidas y están ya en el transporte que le trasladará al acorazado imperial, señor.
—Sois eficientes…
—Cumplimos con nuestro deber, señor.
En pocos minutos llegaron a la zona de despegue, Beni comprobó que habían retirado todos los aparatos con diseño razonablemente moderno, y sólo quedaba una serie de vetustas antiguallas.
—¡Hombre, un transporte TGK-12! Hace siglos que no veo uno semejante… ¿De que museo lo han sacado? Nosotros lo llamábamos patata voladora, y otras cosas que prefiero no repetir.
—No se preocupe, señor, no ha de viajar en él. Su nave es esta otra, señor.
—¿Eso? —contempló al aparato con aprensión—, ¿Esa especie de ataúd acristalado? ¿Quién lo diseñó, un necrófilo borracho?
—Capitán, no desprecie al MV-7, En su época rindió buenos servicios como enlace entre las colonias mineras de los asteroides.
Beni se dio la vuelta. Era Jansen. «Ha venido a despedirme: todo un detalle».
—Señora, ¿no cree que se están excediendo en lo de esconder nuestra mejor tecnología al Imperio?
—Beni, no te lo repetiré más. Subestimar a un rival es el peor fallo que se puede cometer en la vida, y a menudo suele ser fatal. La Corporación puede tragarse su orgullo si con ello consigue que el Imperio caiga en ese error.
Jansen se aproximó y lo miró a la cara.
—Beni, ya sé que piensas que te hemos metido en un lío ajeno a tu forma de ser. Mucha gente depende de que esto marche según lo previsto. Espero que acabes comprendiendo la razón de este aparente absurdo. Buena suerte, capitán; confío en ti.
Ella estrechó su mano vivamente; parecía sincera, pero Beni había aprendido a no fiarse de su apariencia. «Probablemente tendría la misma expresión si me estuviera enviando al fondo de un agujero negro», se dijo tristemente. «Bueno, no tengo nadie más que me diga adiós». Se encaminó hacia la escotilla de entrada de su peculiar transporte. Vio que se trataba de un biplaza, y el asiento del piloto estaba ocupado por un individuo de tez morena que le hizo señas de que subiera.
—¿No nos acompaña, teniente? —preguntó, dirigiéndose a los que se quedaban atrás—. Creía que se había convertido en mi ángel custodio.
—No podemos correr riesgos, señor. Los imperiales sondearán a fondo su nave, tripulantes incluidos. Preferimos enviar un piloto completamente humano. Le deseo buen viaje, señor.
«Ya me parecía que te notaba algo raro», pensó mientras saludaba al joven. Este le devolvió el ademán con el brazo. Instantes después, abandonaban la pista de despegue.
Beni ocupó su asiento y se abrochó los cinturones de seguridad. Miró a su acompañante, pero éste parecía hombre de pocas palabras. Agarró los controles («Apostaría a que son hidráulicos») y el MV-7 rodó hacia el extremo de la pista. Las compuertas se abrieron y, con un acelerón que los hundió en sus asientos, abandonaron la Galileo.
Beni consiguió devolver el estómago a su lugar habitual. Lanzó una mirada asesina al piloto, quien no se dio por aludido; ante esto, prefirió observar el exterior. Sus ojos se posaron en el Victorious, como era inevitable. Iluminado por centenares de focos, el acorazado destacaba por encima de todo. «Vaya puesta en escena; no recuento nada menos discreto desde aquella campaña de Yamaha promocionando su gama de órganos ortopédicos: "¡No deje el alcohol! ¡Ponga un hígado Yamaha en su vida!" Y todo esto para una simple recepción de un embajador en un planeta zarrapastroso; me temo que nos conceden más importancia de la que están dispuestos a admitir. Contribuiremos, pues, al maravilloso espectáculo transmitido por holovisión a un sinfín de mundos. Y pensando en otra cosa, espero que este kamikaze loco que me han asignado como piloto no intente aterrizar manualmente…»
Pero lo hizo. Con un gesto de hastío activó los retropropulsores, ejecutó una maniobra que puso los pelos de punta a todos los que le esperaban en el muelle de atraque y, con una horrísona sacudida, se acopló a su punto de aparcamiento.
—Hemos llegado, señor —dijo el piloto, sonriente.
—La madre que te parió —contestó Beni, al tiempo que intentaba desasirse de las correas do sujeción.
Tras comprobar que su anatomía seguía intacta, se dirigió a la escotilla. Fuera le esperaba una comitiva de recepción; como suponía, todos hombres y de más de metro ochenta do estatura. Vestían unos trajes de ceremonia que debían de ser incomodísimos, llenos de cintas, medallas y otros colgajos. Aguardaban en posición de firmes, los pies juntos y el pecho que parecía querer romper el uniforme. El ataviado con más extravagancia, sin duda el de mayor graduación, inquirió, como si le costara un gran esfuerzo:
—¿Su Excelencia el Señor Embajador?
Estuvo tentado de responderle: «Qué le vamos a hacer», mas se contuvo.
—Sí, soy yo —«Maldita Jansen, en bonito lío me has metido»—. Usted dirá.
—Milord Almirante y sus oficiales aguardan en el puente de mando para llevar a cabo la ceremonia. Haga el favor de seguirme, Excelencia.
Beni no dejó de advertir el aire de superioridad de aquel militar. «Y eso que en el fondo no eres más que un lacayo, idiota». Antes de seguirlo, se dio la vuelta para contemplar por última vez el MV-7. El piloto sonrió y levantó el pulgar de su mano derecha; Beni le respondió con un gesto poco delicado y se dispuso a seguir el comité de recepción. Todos los soldados marcaban el paso en perfecta sincronía. «Si queréis impresionarme, no lo vais a conseguir». Como le habían enseñado mucho tiempo atrás, puso cara de oficinista aburrido, totalmente inexpresiva, mientras su cerebro analizaba rápidamente la totalidad de datos que captaban sus sentidos.
El recorrido pasó junto a un sinnúmero de batallones uniformados, que rendían honores a la comitiva, los habían dispuesto en los escasos espacios libres de la abarrotada astronave. A pesar de su inmensidad, emanaba de ella una sensación opresiva; maquinaria, tuberías y conducciones se mostraban desnudas, con todos los tonos de grises y negros. Las pisadas despertaban ecos metálicos. «Esto se parece más a lo que yo conocía».
El cicerone, al tiempo que saludaba a la tropa con rígidos movimientos de cuello, iba facilitando sus nombres, Beni, por cortesía, correspondía con una leve inclinación de cabeza.
—El 38º batallón de tropas de asalto Imperio… El 7º de infantería pesada Victoria… La 143ª ala de pilotos de cazabombarderos de… El 24º regimiento de…
Ninguno se movía de su posición de firmes; cuando saludaban, lo hacían al unísono, Beni, bajo su aparente aire de desinterés, los estudiaba con intensidad. «Todos hombres… Ya me lo esperaba, pero no me acostumbro a ello; me pregunto como se las arreglan para evitar tensiones sexuales. Ah, sin excepción son de raza caucasoide; ni negros ni orientales, mala señal. Vaya, estáis bien coordinados; apuesto a que vuestro entrenamiento se basa en la coacción y anulación de la personalidad por parte de los instructores; los síntomas son típicos. Desconocen las sutilezas del control mental, sólo miedo y autoridad. Y la manipulación de su instinto gregario: solidaridad y sumisión frente al líder. Interesante». Recordó con añoranza las tropas que había mandado durante tantos años: anárquicos, indisciplinados, pero capaces de destrozar a esos autómatas que le rendían honores. «Si se os pusiera delante uno de nuestros batallones de Infantería, con el cerebro reestructurado en función de matar, daríais media vuelta y no pararíais de correr hasta Betelgeuse», se dijo, mientras saludaba a la enésima compañía.
Por fin llegaron al titánico puente de mando; la concentración humana era allí mucho más notoria. Ascendió por las escaleras metálicas a la plataforma central y se enfrentó a la plana mayor imperial.
Si había creído que los uniformes de la soldadesca eran extravagantes, aquí rayaban en lo grotesco. Se mordió la lengua, esforzándose para no emitir algún comentario sarcástico, y caminó hacia el que parecía el jefe de todos ellos. «Ése que hay debajo de las medallas debe de ser Lord Nosequé y Muchas Cosas Más Murphy. Me desprecias, ¿verdad? Se te nota en cada gesto. Bien, este perro inmundo no va a darte el gusto de demostrar respeto a tu oronda persona; al cuerno la diplomacia». Respiró hondo. «Ay, Beni, Beni, modérate y sé considerado; eres una respetable institución, ahora». Se perdió en sus pensamientos mientras el sonido de los himnos inundaba el espacioso recinto.
Volvió a la realidad cuando todo terminó. Lord Murphy procedió a presentarlo ante los jefes y oficiales. Todos se esforzaban por parecer mínimamente corteses, aunque su desprecio no podía ser disimulado. Beni seguía con su cara de palo, mientras criticaba para sí lo que veía. «¿Porqué tendrán unos nombres tan largos? Ese coronel intenta ocultar la tripilla, pero rebosa por los cuatro costados a pesar de la faja. Ah, las condecoraciones que llevan fueron impuestas por méritos de guerra y servicios al Imperio: seis planetas conquistados. Probablemente, sentado en el puente de mando de su crucero, dirigiendo sus cañones de plasma frente a unos indígenas armados de porras o escopetas, cazabombarderos frente a catapultas… Y luego, el desfile triunfal ante una multitud que aclama a sus libertadores (sobre todo porque los cañones de los blindados son bastante persuasivos a la hora de generar lealtades)».
Prosiguió su rueda de presentaciones. «Mira este otro… Hasta ahora habéis tenido suerte; nunca os enfrentasteis a un enemigo que tuviera unas mínimas posibilidades, y probablemente nos destruiréis a todos. Vuestra cultura parece un canto a la guerra: valor, hombría, marcialidad… Si hubieseis peleado cara a cara con otra gente, y tuvierais las manos manchadas de sangre como yo, pensaríais de otra manera».
—Señor Embajador, permitidme que os presente a nuestras mujeres, virtud y orgullo de la nobleza imperial —dijo Lord Murphy, al tiempo que ejecutaba una elaborada reverencia ante el grupo de féminas; éstas sonrieron complacidas.
«Madre mía, vaya rebaño». Automáticamente recordó a las Admirables Vírgenes Consagradas, y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir una carcajada. Ya había reparado en las miradas que echaban las mujeres a los jóvenes suboficiales, y compadeció al pobre que cayera en sus garras. «Lord Murphy y compañía, espero que las puertas de vuestras egregias mansiones dispongan de dinteles lo bastante altos para no ser dañados por las cornamentas». Saludó educadamente a las señoras, que lo miraban con una mezcla entre fascinación y morbo. «No sé qué les habrán contado sobre los supuestos vicios de los corporativos; a lo mejor esperan que me abalance sobre una de ellas y me la tire aquí mismo». Reflexionando sobre los curiosos efectos de la segregación sexual en ciertas culturas, se dirigió hacia el último evento de la recepción, la comida de gala.
La etiqueta imperial a la hora de sentarse a la mesa era bastante retorcida, dominada por un escaso número de elegidos. Beni consultó el menú, escrito con letras doradas en tarjetas dispuestas sobre bandejas con filigranas de plata. «Como suponía, han elegido los platos más barrocos que han podido encontrar, Queréis dejar en ridículo a este inculto soldado, ¿eh? Pues os llevaréis una sorpresa». Para evadirse de sus pesadillas a bordo de la Galileo, finalmente había decidido someterse a la implantación mental directa de todas las normas de cortesía y etiqueta del universo conocido. Cuando terminó, se sintió asombrado por la cantidad de tonterías que la gente era capaz de hacer para comerse una simple ensalada. «En Infantería no teníamos tantos miramientos; muchas veces nuestro único cubierto era un machete. Bueno, algunas comidas fueran memorables, como cuando tuvimos que destripar, adobar y asar con un láser aquella cosa que parecía un cocodrilo, en Delta Lirae».
Camareros uniformados sirvieron las viandas en perfecto orden. Cuando todo estuvo dispuesto, se procedió a bendecir la mesa; finalizado el ineludible preliminar, los comensales se abalanzaron sobre los platos, Beni era consciente de que todas las miradas estaban pendientes de sus reacciones. Sin vacilar atacó el primer entrante, una especie de huevo duro que la etiqueta exigía pelar con cuchillo y tenedor, disponiendo la cáscara en semicírculo. Cató los vinos en la forma prescrita, trinchó el segundo plato (una criatura que recordaba vagamente a un cefalópodo con ojos tristes) como era menester, seccionando el exoesqueleto dorsal con un cuchillo bífido, y siguió así, sin fallos, hasta terminar con los postres. «He tenido que manejar más instrumentos que un cirujano. Además, la comida no era ninguna maravilla; demasiadas calorías. Y ni siquiera he podido cumplir la ilusión de mi vida, calar las mollejas de gandulfo; probablemente, las consideran pecaminosas».
Miró en torno suyo. Algunos invitados aún batallaban con el postre final, una salsa gomosa en la que flotaban trozos de algo similar a fruta cocida, y que debía ser comida con unos palillos curvos. Beni se dedicó a mirar fijamente a un mayor del ejército, que intentaba acercar el escurridizo manjar a su boca, Al sentirse observado, se sonrojó y el fragmento de fruta cayó en la salsa, salpicando y manchando su impoluto uniforme. Beni se sintió satisfecho al ver al militar más cabreado que una mona e intentando disimular. Compadeció al subalterno que tuviera que pagar sus iras.
Finalizado el acto, la gente se dispersó y el embajador fue acompañado hacia la nave que lo transportaría al planeta. En esta ocasión no había comitivas de despedida ni música. El espectáculo había concluido; las cámaras de holovisión habían sido recogidas y ya no era necesario disimular. Sin ceremonias, en silencio, abandonó el Victorious.
Rumbo al mundo que lo aguardaba, el capitán miró hacia atrás. La inmensa mole del acorazado imperial, repleta de armas de todo tipo, contrastaba con la silueta de la Galileo, que giraba sobre sí misma monótonamente. A pesar de sus dimensiones, la nave corporativa parecía un juguete al lado de su oponente, cuyas líneas sugerían agresividad y poder. «Los nuestros cabrían dentro de ese motor MRL, y aún sobraría sitio. Tienen cientos de acorazados similares… Maldita sea, no tenemos posibilidades; estamos listos».
Virando suavemente, el transporte se dirigió al planeta. Al poco penetró en la atmósfera externa; por debajo, blancas masas de nubes flotaban sobre el profundo azul de los océanos y los tonos ocres de los continentes. En suma, un cuadro de serenidad y belleza, donde costaba trabajo imaginar que pudiera cobijarse nada perverso.