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Mientras la recepción oficial transcurría con toda su pompa y boato, la mente de Beni se encontraba muy lejos del acontecimiento. Meditaba sobre su estancia en la Galileo, dedicada al estudio y asimilación de sus nuevas responsabilidades como embajador corporativo.

Embajador… Sentía una profunda extrañeza cuando se aplicaba ese titulo. «Es como si hubieran nombrado a Herodes director de una guardería infantil». Sin embargo, a pesar de su perplejidad, se esmeró en digerir la información que le habían proporcionado. Solo, recluido en su camarote, se enfrentó a la pila de folios que vomitaba la impresora adosada a la terminal del ordenador. Había preferido la lectura a la implantación directa en el cerebro; así podía ocupar el tiempo en algo, en vez de quedarse a solas con sus recuerdos. Estudiar, memorizar las instrucciones; obedecer órdenes sin cuestionarlas, al fin y al cabo, era algo que sabia hacer y que no requería esfuerzo mental.

Los primeros días no supusieron ningún problema; el examen de los datos ocupó toda su atención. La embajada incluía poco más de cíen personas, repartidas entre personal militar y administrativo. Con una cierta curiosidad, constató la ausencia de niños entre ellos; los adultos eran sometidos a un implante hormonal anticonceptivo, que funcionaba hasta que una operación similar anulaba sus efectos. ¿Por qué la Corporación no quería nacimientos en ese planeta? Curioso.

También le llamó la atención otro hecho: todo el personal de la embajada provenía de la Vieja Tierra o cercanías; si esto se debía al azar, era bastante improbable, Beni no conocía ninguno de los apellidos de los miembros de la embajada; nunca tuvo buena memoria para eso, ya que en infantería todos se conocían por el nombre de pila o por apodos no muy caritativos. Además, mientras él viajaba en transportes de combate, los años se sucedían rápidos en los planetas. Muchos de sus amigos habían muerto hacía siglos; casi todos, a decir verdad.

Comprobó que la embajada disponía de un modesto arsenal, aunque muchos de sus detalles se encontraban clasificados como alto secreto, sólo disponible gracias a un código conjunto en caso de guerra. Por lo que pudo deducir, el material militar no era excesivamente moderno: algunos cazabombarderos, armamento táctico de corto alcance… naderías, comparadas con el poder imperial, Al menos ponían un toque testimonial. «Más bien lo calificaría de patético». Bueno, no era su problema.

Al principio, la información que leía no dejaba espacio para ocuparse de otras cosas. Permitió que cifras y datos sobre armas, personal, intercambios comerciales, producción mineral, Historia del Imperio, Sociología, Lingüística y demás embotasen su mente. Pero los días pasaban lentamente, arrastrándose casi. Sin poder evitarlo, comenzó a pensar en ella.

Cualquier momento era bueno. Repasaba unas listas sobre las exportaciones taucelianas de pechblenda, y las cifras empezaban a bailar y difuminarse. Al rato, Beni se percataba de que estaba releyendo por enésima vez el mismo párrafo. Dejaba los papeles sobre la mesa y, al darse la vuelta, veía su figura recortada en la pared, con esa sonrisa entre dulce e irónica que tanto había amado. Después era imposible cortar el flujo de recuerdos; se tumbaba en la cama y revivía el pasado.

Con una expresión divertida en el rostro, rememoró cómo se conocieron; hacía tanto tiempo… Ya no eran jóvenes, precisamente. Beni era un oficial competente, respetado por sus superiores; había participado en muchas incursiones, cumpliendo su deber con muy pocas bajas entre sus soldados. La vida no tenía complicaciones, y él no se preocupaba por el futuro; su único mundo giraba en torno a la Infantería Estelar.

Se encontró con ella en una taberna de un mundo de nombre olvidado, donde varios contingentes corporativos pasaban unos días de descanso. Desde el comienzo le llamó la atención: la energía que irradiaba, su forma de tratar a la tropa (los infantes tenían una bien merecida fama de anárquicos alborotadores), su voz… El uniforme de campaña no era una indumentaria sugerente, pero había algo atractivo en su cuerpo menudo y nervioso, Beni no consiguió quitarle el ojo de encima en toda la noche; ella se percató, y se dirigía hacia él con cara de pocos amigos cuando estalló una imponente bronca en el local. Era inevitable; si se juntaban varias compañías de Infantería, la chispa podía saltar en cualquier momento.

Por lo visto, algunos soldados de Beni habían decidido cocinar un suculento asado con la mascota (¿una cabía?) de un batallón de legionarios. Cuando la echaron en falta, ya era tarde; los comensales iban por los postres (elaborados con fruta recogida del árbol sagrado de un templo local). La batalla campal que se organizó fue épica, al menos hasta que llegó la policía militar armada con neurolátigos. Beni recordó cómo ella y él salieron por piernas de allí y, tras una rocambolesca huida, fueron a parar al Recinto Último de las Admirables Vírgenes del Inefable Misterio. La llegada de una pareja de militares visiblemente alterados causó una gran alarma en sus ocupantes; de las celdas de las Admirables Vírgenes empezó a salir un torrente de asustados hombres, muchos de ellos descalzos y con las ropas en la mano, que chocaban entre sí buscando una salida. Algunas caras conocidas de respetables miembros del gobierno local figuraban entre los fugitivos.

Beni y ella seguían riendo a carcajadas en el patio del templo, cuando los de la policía militar los capturaron y metieron dos semanas en la cárcel bajo arresto mayor, acusados de incitación a la rebelión, intromisión indebida y todo un pliego de cargos más.

Después de eso, la camaradería que había nacido entre ellos se convirtió en afecto y, antes de que pudieran admitirlo, estaban completamente enamorados.

Tumbado y solo en su camarote, Beni recordaba con cariño todos y cada uno de los momentos que habían pasado juntos; la primera vez que hicieron el amor, de noche y a la Intemperie (capricho de ella) en el lindero de un bosque, bajo la luz pálida y rojiza de las dos lunas de aquel mundo; los gestos, las caricias, las palabras de afecto que nunca había esperado oír, tantos años de vivencias…

La Corporación, en un raro acto de humanidad, les había transferido a la misma compañía, lo que les permitía viajar juntos y escapar del drama que afligía a muchos militares: la dilatación del tiempo. Los viajes sublumínicos se regían por la mecánica einsteniana. A esas velocidades, el tiempo pasaba mucho más lentamente en las naves que en los planetas que dejaban atrás. Mientras ellos combatían en lejanas estrellas, sus amigos envejecían y morían. Muchos se sentían desarraigados, agobiados por una sociedad que no era la suya, y ansiaban la visita de la Dama de la Guadaña.

Ellos, en cambio, se tenían el uno al otro, Beni nunca creyó ser capaz de querer tanto a alguien. Mientras los años y las misiones transcurrían, ellos peleaban juntos, se amaban y se sostenían mutuamente. Formaron uno de los equipos mejor compenetrados de las fuerzas de Infantería de la Corporación; sus tropas les habrían seguido hasta la muerte.

Poco a poco, empezaron a pensar en retirarse de aquella vida y descansar un poco; buscar algún sitio apartado, asentarse allí e incluso tener hijos. La Corporación les debía algo por los servicios prestados. Hicieron planes; fue la época más feliz de su vida. Tenía una ilusión, le veía sentido a todo.

Y, de repente, Erídani. La imagen de siempre, que le golpeaba súbitamente, como una puñalada. La emboscada, la explosión, ella cubierta de sangre, intentando decirle algo, muriendo en sus brazos. Ningún equipo médico en condiciones en aquella jungla. La desesperación, el dolor, la rabia, la furia asesina, la venganza. La masacre. Su funeral. La condolencia sincera de sus hombres. La cremación, como ella siempre había deseado. El vacío que quedó en su alma cuando todo terminó. Y el remordimiento.

Acosado día tras día por sus recuerdos, Beni sintió un profundo alivio cuando la voz de Irma Jansen anunció a toda la nave que habían llegado a su destino.