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El puente de mando del acorazado imperial Victorious hervía de actividad. Multitud de suboficiales pululaban de una consola a otra, transmitiendo las órdenes recibidas. Separados de este bullicioso hormiguero humano, veíanse varios corrillos de jefes y oficiales discutiendo en voz baja; muchos de ellos se dedicaban a comprobar la correcta disposición de las numerosas condecoraciones que pendían de sus vistosos uniformes. La inminencia de un acontecimiento relevante se palpaba en la atmósfera.

En el centro del espacioso puente, una amplia plataforma elevada sobre un estrado marcaba el centro vital de la nave, como un altar hecho de vigas de acero y cables retorcidos bajo un monumental ábside. Allí se encontraba la plana mayor del Almirantazgo Imperial con sus uniformes de gala, en los que predominaban los tonos azules y dorados. En una esquina, ricamente ataviadas, sus mujeres charlaban entre ellas; con frecuencia miraban de reojo a algún apuesto suboficial, especialmente a la entrepierna de sus ajustados pantalones, y emitían risitas de complicidad. Los aludidos trataban de rodear a aquel nutrido grupo de harpías sin prestarles atención, lo contrario hubiese sido considerado una falta disciplinaria muy grave.

El Almirante Lord George Washington Gengiskhan Churchill Belisario McArthur Karolus Murphy VII estaba de pie frente a las pantallas del puesto de mando, pero no prestaba realmente atención a la multitud de hombres que corrían a sus pies, sorteando tuberías y pasando de una cubierta a otra como si les fuera la vida en ello. Sus pensamientos vagaban por derroteros diferentes.

Como se deducía del nombre y título, pertenecía a una de las familias nobles con más tradición y abolengo de su planeta, y él era consciente de esa superioridad que lo distinguía de cuantos lo rodeaban. Había luchado mucho para legitimar su rango, y prueba de ello eran las numerosas conquistas realizadas por sus tropas para mayor gloria del Imperio. Más tarde o más temprano, nadie podría impedir que él o uno de sus descendientes directos rigiera los destinos del Ekumen. Era voluntad divina que hubiera sido elegido para tan sacra misión. Las pruebas resultaban concluyentes: el Imperio había recogido la esencia de la más pura tradición terrestre, no contaminada por falsas doctrinas, y por ello fue recompensado con una superioridad tecnológica que le permitía dominar a mundos más atrasados, castigados sin duda por haberse apartado del recto camino. Era lo correcto: esos bárbaros y descarriados, saltaba a la vista, eran incapaces de regirse a sí mismos; debían dejar esa tarea al Imperio, que velaría por ellos, los cuidaría como a niños rebeldes y evitaría que retornaran al caos. Al final, toda la gloria del Imperio Humano llenaría el cosmos.

Tan sólo quedaba un pequeño detalle desagradable: la maldita Corporación. Para Lord Murphy representaba lo más despreciable que pudiera ser concebido por mente alguna; eran los restos degenerados de la Humanidad, que se resistían a desaparecer. Mundos caóticos, sin orden, en los que conceptos como la Autoridad o la Religión eran olvidados; donde hombres y mujeres convivían sujetos a los más execrables vicios, sin comprender que cada uno tiene un papel bien definido que cumplir en la vida; mundos donde toda una tecnología avanzada era dilapidada en mantener turbas de razas inferiores, o incluso mutantes (se estremeció al pensar en tan repugnante y blasfema noción), en vez de ser dedicada a la mayor gloria posible, la expansión de la Verdad. Era algo antinatural y diabólico, que debía ser exterminado. Pero había que andar con pies de plomo: aunque hacinados en mundos artificiales e infectos, y sumidos en la depravación y la concupiscencia, los corpos podían resultar peligrosos. Quizá guardaban algún arma capaz de causar daño al Imperio, y poner en peligro su magna cruzada. Recordó las sagradas palabras: «Sed astutos como sapientes…»

Lord Murphy volvió a centrarse en la realidad. Hoy era un día muy especial: por primera vez, iban a recibir la visita de un embajador corporativo, que viajaba a bordo de una nave MRL. Lord Murphy se vio asaltado por una oleada de indignación al recordarlo. Esos perros habían conseguido robar el secreto del viaje hiperluz y fabricar una nave operativa. Muchas cabezas rodaron después de aquel enojoso asunto, pero el daño ya estaba hecho; había supuesto la cancelación de un minucioso plan para esterilizar todos los mundos corporativos, sin temor a represalias. Ahora se veían obligados a esperar. Su nueva estrategia consistía en permitir un leve acercamiento a esos herejes, darles confianza y aguardar el momento adecuado para asestar el golpe definitivo. Era su deber, un requisito ineludible para poder continuar con su cometido unificador.

Echó un vistazo a las pantallas del puente. En algunas de ellas, el planeta McArthur giraba majestuosamente, cubierto de nubes blancas sobre un fondo azul oscuro. Lord Murphy se sentía satisfecho con ese nuevo nombre, que rendía homenaje a un héroe mítico de la tradición terrestre e imperial; el anterior, Nut, era claramente blasfemo. Otros visores mostraban la imagen del Victorious, especialmente engalanado para la ocasión. El acorazado aparecía iluminado por reflectores sitos en pequeñas naves de apoyo, y el efecto era realmente impresionante. Todo había sido diseñado para resaltar el poderío imperial, apabullando así a los corporativos.

Estaba absolutamente orgulloso de su nave; ni siquiera otras niñas mimadas del Imperio, como la Glorious o la Believer podían compararse con ella. Eran casi cuatro kilómetros de eslora repletos de domos, antenas, silos de torpedos, torretas de cañones de plasma, láseres, todos bien visibles, ostentando su poderío. Detrás, en la enorme esfera del motor MRL resaltaba el nombre y número de serie (ESC- VICTORIOUS *** HBS-43) en letras doradas; debajo, las barras y estrellas de la bandera imperial refulgían como dotadas de luz propia. Henchido de orgullo, consultó otra pantalla en la que listas de datos se sucedían sin cesar; todo funcionaba como era debido.

«Cuando los corpos lleguen, se encontrarán con un buen espectáculo. Primeramente, el mayor y mejor acorazado imperial con todos sus sistemas de armas desplegados, en posición de combate, sin nada que ocultar; semejante poderío les recordará quién es realmente el más fuerte, y los pondrá en su sitio. Después, un recorrido a pie del embajador por la nave, con toda la tropa en formación de revista; así comprobará la marcialidad y obediencia de nuestros muchachos, y las comparará con sus tropas que, estoy seguro, serán un desastre anárquico, dada la relajación moral de sus jefes. Finalmente llegará al puente de mando y comparecerá ante la flor y nata de la nobleza imperial, con sus trajes de gala. Si, todo ha sido minuciosamente diseñado para impresionarlos y amedrentarlos».

Un zumbido de alarma resonó en la cubierta, sobresaltando a la mayoría de los oficiales; sus mujeres dejaron escapar grititos de excitación. Lord Murphy sintió que su pulso se aceleraba. No necesitó la información que le proporcionó un respetuoso subordinado para averiguar el motivo de la alerta.

—Una nave ha salido del híper espacio en las coordenadas previstas, milord almirante. Hemos recibido un mensaje confirmando que se trata de la nave insignia corporativa Galileo, milord almirante.

Lord Murphy se dio por enterado con un breve ademán. Impartió unas concisas órdenes, y el personal corrió a ocupar sus puestos. Tras comprobar satisfecho que todo estaba en orden, llamó a su Estado Mayor, para escuchar su parecer sobre la máquina que se les aproximaba. Al cabo de poco tiempo, la Galileo era nítidamente visible en las pantallas. Con tono entre jocoso y despectivo, los oficiales hacían sus comentarios, deseando vivamente complacer al almirante:

—¿Habéis visto sus dimensiones, milord almirante? No llega ni a la mitad del Victorious.

—Me esperaba algo mejor, ciertamente; de todas formas, poco más se puede esperar de un plagio hecho deprisa y corriendo, ¿no creéis, milord almirante?

—Su forma recuerda a la de un cohete… Por lo visto, han tratado de disimular la maquinaria del motor MRL. Si no me equivoco, los generadores taquiónicos recorren el eje central de la nave, lo que deja poco espacio para las bodegas de armamento, milord almirante.

—Esos domos que surgen de los costados pueden encerrar baterías de láseres y cañones de plasma, pero entonces resta poco lugar para la tripulación y los cazabombarderos. Tal vez los hayan concentrado en la parte frontal, milord almirante.

—Nuestros sensores no detectan ningún campo o escudo defensivo, milord almirante. Y no pueden ser tan estúpidos que basen su protección en el blindaje del casco; ¿o tal vez lo son?

—Tampoco detectamos la generación de campos gravitatorios, milord almirante. No comprendo cómo van a decelerar para adaptarse a nuestra órbita, a menos que… No, no pueden utilizar un procedimiento tan primitivo; por mucho que los critiquemos, no… ¡Dios mío, milord! ¡Están virando! ¡Van a frenar con los propulsores de popa! ¡Es increíble!

Lord Murphy había dejado de escuchar el parloteo de los suyos hacía algunos minutos, concentrado en aquella nave. Aunque él nunca lo hubiera reconocido, en lo más íntimo de su ser guardaba un secreto temor a la Corporación. El poder de ésta había sido tan grande en el pasado, antes de que Dios la castigara con el Desastre por sus muchos e impíos crímenes… Todavía podían conservar algún temible secreto que pusiera en peligro a los justos. No obstante, al contemplar las evoluciones de la Galileo se sintió profundamente aliviado e incluso decepcionado; había esperado algo más de sus oponentes.

La nave estaba girando sobre sí misma impulsada por unas pequeñas toberas laterales, hasta colocarse en posición invertida a la marcha.

Inmediatamente, los cohetes de popa entraron en ignición para actuar como frenos. Hacía tiempo que Lord Murphy no veía un mecanismo tan primitivo de aparcamiento en órbita. Mentalmente, lo comparó con el del Victorious: sus generadores agrav no inerciales realizaban esa misma tarea limpia, rápida y suavemente. Las exclamaciones de sus oficiales le hicieron percatarse de otro detalle asombroso: la Galileo estaba rotando sobre su eje, sin duda para crear gravedad por el arcaico método de la fuerza centrífuga. Lord Murphy meditó acerca de ello; parecía increíble que los corpos no hubieran acoplado la inmensa energía del motor MRL a un generador agrav. ¿Era eso señal de que toda su tecnología estaba degenerando? No le extrañaba lo más mínimo.

Durante un fugaz momento, pasó por su mente la idea de que el comportamiento de la nave era demasiado primitivo para ser creíble, y tal vez estuviera ocultando sus secretos. Pero no, era imposible; a nadie le interesaría quedar en ridículo frente a un competidor, en una ceremonia que sería retransmitida (debidamente censurada, claro está) a un millar de mundos.

Finalmente, la Galileo aparcó en la órbita asignada y ajustó sus vectores a los del acorazado imperial. Apagó sus motores y quedó girando sobre su eje silenciosamente, como un huso en una rueca invisible. Se abrió una compuerta en su proa, y un pequeño transporte se dirigió hacia el Victorious. El embajador iba a bordo.

Lord Murphy releyó en una consola los datos del representante corporativo. Conocía de oídas la trayectoria militar del capitán Benigno Manso; parecía un buen soldado, aunque sin salir de la mediocridad: escaramuzas aisladas en media docena de mundos, acciones locales… Nada comparable a un alto mando imperial, un auténtico director de hombres que se había ganado su puesto tras someter innumerables planetas descarriados, viajando de una estrella a otra en sus magníficos acorazados, repletos de armamento y tropas de asalto. Lord Murphy volvió a sentirse tonificado por el recuerdo de las batallas y victorias que jalonaban su vida. ¡Ah, la gloria de la guerra! La llegada a un nuevo sistema que conquistar; la destrucción de sus sistemas de defensa; la aniquilación de algún núcleo urbano, si los indígenas eran tan inconscientes como para resistirse, los desfiles triunfales; el botín; la evangelización de los herejes; la esclavitud para los ateos incapaces de aceptar la Bendita y Dulce Palabra de Dios… y el poder.

Lord Murphy, muy a su pesar, volvió a prestar atención a lo que le rodeaba. Benigno Manso… Por lo visto, caído en desgracia tras una torpe acción en Épsilon Erídani, y apartado del servicio activo. «Si eso es lo mejor que pueden enviarnos, deben de haber involucionado más de lo que nuestros analistas suponen».

La navecilla con el embajador atracó en uno de los muelles del Victorious. Lord Murphy se dirigió a su tripulación por el intercomunicador:

—¡Valerosos soldados del Imperio! En el día de hoy recibimos la visita del representante de un gobierno extranjero. Vosotros, al igual que vuestros jefes e incluso yo mismo, sentís, sin duda, un profundo rechazo hacia todos aquellos que aún persisten en negar la superioridad humana, tecnológica y moral del Imperio, y no aceptan nuestra tutela y supervisión que, eliminando falsos conceptos y doctrinas, los llevaría a la felicidad que implica el cumplimiento del papel que Dios ha asignado a cada uno en la vida. Sí, os embarga una justa ira y repulsión hacia los que dilapidan sus potencialidades en actos irrelevantes o, mucho peor, ¡indignos e incluso obscenos!

El almirante hizo una estudiada pausa para evaluar el efecto de sus palabras. Dudaba que alguien las entendiera, pero sonaban bien; tendría que felicitar a sus guionistas y al maestro de dicción. Se alzaron murmullos de entre las filas de los soldados, electrizados por el discurso. Lord Murphy prosiguió, satisfecho, con potente y nítida voz:

—Por supuesto, es voluntad divina que nosotros, depositarios de las virtudes de la raza humana, rijamos un día no muy lejano sus destinos. Pero en algunos momentos, la astucia y flexibilidad han de imponerse a la noble y justa acción militar. Las circunstancias han de seguir un curso algo enrevesado, pero al final desembocarán de la única manera posible, y la Verdad, que es nuestra verdad, se impondrá pese a todo. Así debe ser, y así será.

La tropa prorrumpió en enfervorizados aplausos. El Almirante esperó a que se calmaran todos, y continuó:

—El discurrir de los acontecimientos actuales exige cautela y moderación. Como sabéis, por primera vez vamos a recibir a un embajador de la Corporación —le costó trabajo pronunciar la palabra; se oyó algún abucheo— en uno de nuestros mundos. Vuestra nobleza de carácter hará que contengáis los sentimientos hacia él y lo que representa, y os convirtáis vosotros mismos en embajadores del Imperio. Os preguntaréis: ¿Cómo podremos hacerlo? Es muy sencillo: realizaréis la mejor parada militar de la Historia. ¡Cada uno en su puesto, firme y con la mirada hacia el frente, sin temor y con orgullo! ¡Reflejad, con vuestra marcialidad, la fuerza y el espíritu indomable del Imperio! ¡Qué la fe que os impulsa golpee como un martillo la conciencia de los extranjeros! ¡Qué al compararos con los suyos, se percaten de vuestra superioridad, de la razón que os anima, y os teman! ¡Sed los representantes más gloriosos del Imperio!

Muchos soldados, plenos de orgullo, empezaron a cantar el himno Dios Bendiga al Imperio; jefes y oficiales sacaron pecho y metieron barriga dentro de sus condecorados trajes de gala. El Almirante sonrió satisfecho; con hombres así, nada podía detenerlos. Por última vez se dirigió al micrófono para ordenar:

—¡Soldados! ¡Mandos y oficiales! ¡¡Fíiir-méees!!

Como una máquina perfectamente sincronizada, todos los tripulantes se cuadraron y esperaron al embajador. Al cabo de unos minutos, éste apareció por la puerta principal del puente. Lord Murphy quedó estupefacto; ¿acaso los corpos no tenían dignidad? Rodeado de guardias imperiales con sus lujosos uniformes azules, rojos y dorados, de casco empenachado, el embajador vestía un arrugado atuendo de campaña color verdoso, con pantalones embutidos en botas de Infantería, con suela de goma. En vez del aspecto sobrecogido que Lord Murphy esperaba, miraba con expresión de desinterés las tropas formadas en perfecto orden. En cuanto al embajador en sí mismo, no tenía un aspecto muy intimidatorio: bajito, más bien calvo…

Intentando con un gran esfuerzo disimular su disgusto, el Almirante se dispuso a saludarlo:

—Señor embajador, os expreso los saludos de Su Majestad Imperial y os deseo una agradable estancia entre nosotros. Confiamos en que el entendimiento sea la directriz de nuestras relaciones —dijo, con toda la dignidad que pudo reunir.

El embajador ni se inmutó por la parrafada. Miró a Lord Murphy, sonrió y le respondió:

—Encantado, muchas gracias. Lo mismo deseamos nosotros.

Dicho esto, se quedó contemplando a su interlocutor fijamente, con una media sonrisa congelada en la cara. Incómodo, el Almirante hizo un gesto, y todo el mundo se dispuso a escuchar los himnos. Primero sonó el corporativo, con una calculada distorsión que pretendía ser ofensiva; luego, el Dios Bendiga al Imperio, cuya letra era coreada por miles de gargantas. Nadie desentonaba; esa música estaba grabada a fuego en sus corazones. Lord Murphy miró de reojo al embajador, pero éste parecía indiferente y poco impresionado por el espectáculo. El Almirante se sintió irritado por ello. «Bien, ese maldito corpo aprenderá a ser humilde; en el planeta se encargarán de ello».