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Aún sin salir de su asombro, el capitán consiguió recuperar el autocontrol lo suficiente como para preguntar:

—¿Intenta decirme que eso es capaz de viajar más rápido que la luz sin empotrarse en un agujero negro? —en una jornada con tantas novedades, ésta era la gota que colmaba el vaso—. Pero… Sólo el maldito Imperio tiene hipernaves, y es el secreto mejor custodiado del universo conocido.

—Los planos del motor fueron robados por nuestros agentes, señor. Yo pertenecía a uno de los grupos de apoyo; fue una auténtica odisea, señor, ¡pero lo conseguimos! La Corporación ha creado una versión mejorada, y la Galileo es la primera muestra.

«Muchacho, tienes suerte de que el orgullo no sea seborrea, porque lo rezumas por todos tus poros». Se apartó del joven y centró toda su atención sobre el objetivo del viaje.

La nave iba definiéndose con exasperante lentitud. Al principio sólo se adivinaba una forma más o menos cilíndrica, pero a medida que se aproximaban podía discernir más detalles. Minuto a minuto, el veterano militar comprobaba que el diseño del aparato era diferente a cualquier otro que hubiera conocido antes; seguía sin tener una idea clara de su tamaño. La voz del teniente rompió el prolongado silencio:

—Es la mejor y más hermosa nave de combate que se haya construido nunca, ¿no cree, señor? —dijo, casi extático.

«Parece hija tuya, niño; te vas a manchar el uniforme de baba. Me recuerdas a los fanáticos religiosos de Épsilon Erídani, malditos sean; tienes la misma cara que ellos cuando comulgaban para hermanarse con su dios. Bueno, es hora de hacerle regresar al mundo real».

—No se lo negaré, teniente. ¿Cuánto mide ese bicho?

—Kilómetro y medio de eslora, señor.

El joven pareció volver en sí; tecleó una orden, y el cielo desapareció abruptamente. El capitán sintió como si lo hubieran castigado; la cabina le resultaba ahora estrecha, opresiva.

—Lo siento, señor —prosiguió el teniente—, pero hemos de ceder el control de los sistemas motrices y el generador de gravedad a los técnicos de la Galileo, que pasan a tomar el mando. Nuestro peso va a depender exclusivamente de la aceleración; abróchese el cinturón que tiene a su derecha, señor. Con los cambios de trayectoria, podemos flotar y zarandearnos un poco. No se aflija, señor —dijo, al contemplar su cara de desencanto—; enseguida conectaremos las pantallas.

Una vez convenientemente asegurados, la imagen reapareció. De inmediato, el foco de gravedad se desplazó bruscamente, y sintieron una fuerza que los empujaba hacia el respaldo de sus asientos. «Aj, nunca me acostumbraré».

—Transferencia de control efectuada, señor. Ahora sólo tenemos que dejamos arrastrar por ellos hacia la nave. Medidas de seguridad.

—Me lo figuraba. Supongo que nos estarán analizando y escudriñando con un sinfín de detectores. ¿Qué nos pasaría si descubrieran algo anormal? —preguntó, sabiendo de antemano la respuesta.

—Nos desintegrarían, señor; de forma rápida e indolora, por supuesto.

—Es un detalle —comentó, con sorna. Se dedicó de nuevo a observar la Galileo.

Conforme se acercaban, la nave resultaba más extraordinaria. Acostumbrado a transportes de tropas y destructores que semejaban una amalgama de cuerpos geométricos pegados entre sí por una mano no demasiado diestra, contempló maravillado la máquina que tenía ante él. «Parece un misil gigante vestido de gala, todo de blanco. No, mejor dicho, me recuerda un pez sin aletas, u otro animal semejante». La proa (el capitán, siguiendo la analogía zoológica, estuvo tentado de llamarla cabeza) era algo aplastada, y en su extremo se abría, como una boca, el muelle de atraque. La parte media de la nave, más alargada, tenía adosados cuatro lóbulos longitudinales separados entre sí noventa grados, con el superior y el inferior mayores que los otros. La popa era una estructura más masiva, con cuatro abultamientos menores; en ella, evidentemente, se alojaban los motores.

«El responsable del carenado es mi auténtico artista». La superficie de la astronave semejaba estar hecha de metal bruñido, y no se podía distinguir en ella un sólo ángulo recto, toda estaba modelada en curvas, como si hubiera salido de un torno. Tan sólo el nombre, escrito en caracteres estándar interlingua, y el número de serie, ponían una nota discordante en el fuselaje. «Es la primera vez que veo un acorazado, o lo que sea, con tanta elegancia de líneas. Resulta extraño: ni escotillas, ni antenas, ni detectores… El criterio de la Corporación a la hora de construir estos monstruos fue siempre la funcionalidad, no la belleza. De todas maneras, a saber en qué se convertirá bajo condiciones de combate. Apuesto a que tiene potencial para esterilizar un sistema planetario».

Con ambos ocupantes sumidos en sus propios pensamientos, la maniobra de acercamiento prosiguió. El enorme tamaño de la Galileo se iba manifestando a medida que menguaba la distancia. En silencio, vibrando ligeramente tras cada ajuste de trayectoria, la navecilla fue dirigida hacia la abertura frontal que daba a la pista de aterrizaje. «Parece la boca abierta de un tiburón; será un símil, pero me siento como una pescadilla», pensó el capitán, mientras la visión de las estrellas era bloqueada por los mamparos de la astronave.

Una vez engullida su presa, las compuertas de proa se cerraron, encajando tan perfectamente que en el morro de la nave no quedó rastro de su presencia. Los dos militares casi no percibieron el aterrizaje, efectuado con notable suavidad. Tan sólo cuando se apagaron las pantallas y se conectó la gravedad artificial sintieron que, por fin, el viaje había concluido.

—Ya podemos salir, señor.

El capitán aguardaba impaciente la oportunidad de echar un vistazo al exterior del transporte que los había traído hasta allí. Quedó algo decepcionado: poco más que un elipsoide aplastado, sostenido por tres cortas patas. Con un suspiro, se dio la vuelta y contempló la pista de aterrizaje. Debía de medir más de quinientos metros hasta el fondo; en los márgenes se hallaban ordenadamente aparcados numerosos vehículos, cuya finalidad no siempre era obvia. Consiguió identificar un buen número de modelos: pequeñas sondas robot, mastodónticos transportes de pasajeros, módulos de reparación, cargueros… Varias estructuras fusiformes no le resultaban familiares.

«Curioso: no veo cazabombarderos ni interceptores, a menos que esos huevos blancos lo sean. Ay, maldita dilatación temporal relativista; cada vez es lo mismo. Me paso hibernado el viaje interestelar y mientras, los años vuelan para esta gente. Me he quedado obsoleto, como un fósil». Se situó al lado del teniente. «Me pregunto que podrán querer de mi; ya no puedo tardar en saberlo».

—Sígame, por favor; soy el encargado de escoltarle ante mis superiores, señor.

Por fin se desvelará el misterio. ¿Vamos a ver al comandante?

No, señor. Se trata del almirante de la Flota. Por aquí, señor.

«¿El almirante? ¿Hablar conmigo, un simple mortal? No entiendo nada. Tal vez sigo todavía hibernado, y esto no es mas que un mal sueño». Miró a su alrededor, «Es real; me temo que mi imaginación no da para tanto».

Se dirigieron hacia una de las compuertas de salida. Antes de abandonar la zona de estacionamiento, se cruzaron con un pelotón de Infantería Espacial. Un sargento examinaba a sus soldados con ojo crítico, al tiempo que manipulaba unos controles insertos en su antebrazo. El capitán sintió una honda aprensión ante ellos. Eran altamente eficaces, pero esas pupilas que miraban sin ver tenían algo profundamente inquietante. El sargento pulsó un contacto cerca de su muñeca, y los infantes giraron al unísono; otro toque y avanzaron a paso ligero, en perfecta sincronía. «Después de mi actuación en Erídani, deberían haberme convertido en uno de ésos», se dijo, con un escalofrío involuntario. «Sin embargo, heme aquí, dispuesto a entrevistarme con el almirante. No tiene sentido».

Se introdujeron en algo parecido a un ascensor, y la puerta se cerró silenciosamente tras ellos. Pocos segundos más tarde se hallaban en un nivel distinto, aunque no habían experimentado sensación alguna de movimiento. El capitán era incapaz de orientarse. «Sí pretenden evitar que proporcione información al enemigo, en caso de captura e inevitable lavado de cerebro, lo han logrado. ¿Hemos subido o bajado? O tal vez el desplazamiento fue lateral, a saber… Vaya, si que hay animación por aquí».

Una variopinta humanidad pululaba por la red de amplios corredores que compartimentaban cada una de las vastas cubiertas de la astronave. Gentes de las más diversas razas surgían de las puertas y desaparecían tras los recodos, solas o charlando animadamente en pequeños grupos. Milagrosamente, no colisionaban entre sí; todo aquello recordaba inquietantemente a una colonia de hormigas, con un orden subyacente al caos. El capitán reconoció la mayor parte de los uniformes que llevaban los tripulantes, e incluso vislumbró un par de androides de combate; en cambio, esos otros…

—¿Qué rango tiene aquel calvo del uniforme verde, teniente? Su porte no resulta muy marcial —dijo, a juzgar por el aire despistado y bonachón del pintoresco sujeto, incongruente dentro de su traje militar.

—Se trata de un oficial del Cuerpo Científico, señor; el doctor Brassi, creo recordar. Es uno de nuestros más reputados exobiólogos, señor.

—Pienso que mi hibernación en la última misión fue demasiado prolongada, y me ha reducido al estado de anacronismo —suspiró—. ¿Falta mucho, teniente?

—No, señor; ya casi estamos.

Siguieron caminando sin detenerse, esquivando a veces algún robot de servicio en cuyo programa no figuraba ceder el paso a los humanos. El capitán examinaba los corredores de la Galileo, intuyendo algo extraño en ellos, que el embotamiento de su mente no le dejaba aprehender. Finalmente cayó en la cuenta: aquello era demasiado bonito para ser una astronave. Conocía muchos transportes de tropas y naves de guerra, y siempre tenían algo en común: tuberías por doquier, mugre incrustada tras lustros de acción corrosiva, personal de mantenimiento sucio y con cara de pocos amigos y, sobre todo, escasez de espacio; eran como los primitivos barcos con casco metálico de finales del segundo milenio, auténticas latas de sardinas repletas de gente más o menos asustada o masoquista. En cambio, la Galileo era amplia, luminosa y ordenada, como un edificio de oficinas de la Matsushita (o cualquier otra compañía multiplanetaria); no parecía una nave.

«Ya se ha perdido toda la poesía del viaje interestelar», meditó, «Y mira que eran zarrapastrosas, sobre todo las viejas de la clase Vega; sin embargo, tenían su encanto, o al menos, eso decíamos cuando nos encontrábamos lejos de ellas, en algún bar acogedor». Meneó la cabeza, apesadumbrado.

Varios minutos después, tras pasar por varios controles de seguridad y diversos ascensores desorientadores, arribaron a una zona más tranquila y solitaria. El teniente informó con aire solemne, casi reverente:

—Nos hallamos en el área reservada a jefes y oficiales, señor.

Caminaron por un largo corredor de paredes luminiscentes, que irradiaban una suave luz blanca. A metro y medio del suelo, unos pequeños sensores cuadrados aparecían de trecho en trecho. El teniente se detuvo frente a uno de ellos y posó la palma de su mano derecha sobre él. Una sección de la pared desapareció, revelando un amplio despacho. La luminosidad del pasillo no permitía vislumbrar bien el interior, pero se adivinaba una presencia humana detrás de una gran mesa de oficina.

—Pase, por favor. El almirante Jansen le espera, señor.

El teniente se retiró discretamente, y la pared volvió a ocupar su lugar. El capitán se dirigió hacia la mesa; poco a poco, su visión se adaptaba a la semipenumbra. El almirante estaba sentado en un sillón alto, y daba la espalda a su interlocutor. «¿Jansen? No creo que sea… ¿o tal vez sí? Hace tantos años…»

—Ya era hora de que llegara, capitán.

«¡Aja! ¿Cómo olvidar esa voz? Así que has ascendido hasta almirante; tiene gracia… Pensándolo bien, no debe sorprenderme». Decidió hacer gala de su mejor disciplina castrense. Se cuadró y saludó:

—Señora…