—¿Señor? —dijo una voz queda.
El hombre dormido emergió torpemente de las profundidades del sueño. Por un momento se sintió desorientado, en un confuso estado de semivigilia. Abrió los ojos, y la visión del joven que lo contemplaba expectante contribuyó a recordarle su propia identidad.
«Estoy perdiendo reflejos. No, no me valen excusas acerca del cansancio de estos últimos días», arguyó a una parte de su conciencia que pretendía erigirse en su abogado defensor. «Se supone que he sido condicionado para reaccionar frente a una aproximación por la espalda, incluso amodorrado. Si alguien me hubiera despertado así en alguna maldita jungla, ya tendría mi machete en la barriga, o el cuello roto. Y no hace tanto tiempo de eso, aunque parece que fueran mil años».
Las imágenes volvieron a su mente, y dolían. Siempre trataba de retenerlas en lo más hondo pero, como de costumbre, resurgían sin piedad alguna. Intentó eludir el sufrimiento, pero cada vez era más difícil. «Pobre viejo depresivo… Probablemente, la Corporación agradecería que te pegaras un tiro casi tanto como yo mismo. ¿Por qué he de seguir vivo? Morir hubiera sido tan sencillo…» Se pasó una mano por la cara, como para borrar los fantasmas que lo acosaban.
Procuró no divagar y dirigir sus pensamientos hacia cuestiones más prosaicas, por lo que se concentró en observar a su acompañante. Ante sí tenia a un joven pulcramente uniformado, con galones de teniente de las Fuerzas Espaciales Corporativas. Lo examinó con ojo crítico.
«Tendrás unos veinte años estándar, muchacho, aunque no me fiaría yo mucho. Pareces salido del típico anuncio de holovisión: "¡Enrólate en las F.E.C.! ¡Nuevos mundos se abrirán ante ti, al tiempo que sirves a…!", con la Sinfonía de Andrómeda como música de fondo, mientras miras al horizonte, impasible el ademán. La mayoría de reclutas acaban en puestos de intendencia, claro está, pero supongo que no es tu caso. Veamos: apostaría algo a que eres nórdico o eslavo, de la Vieja Tierra, y absolutamente leal a la Corporación; demasiado, diría yo. Hablarás interlingua sin acento; poco sutil, me temo. Y tienes pinta de haber sido mutado: probablemente, potenciación psicomotriz, resistencia a venenos y porquerías semejantes. Retiro lo del machete en la barriga; me Io habrías hecho tragar hasta la empuñadura, todo ello sin perder tu sonrisa y con la más exquisita educación».
Inspeccionó a continuación el entorno. Era evidente que se hallaba en la cabina de pasajeros de algún tipo de nave espacial, aunque no le resultaba familiar el modelo (y eso que había tenido la oportunidad de viajar en casi todos). No parecía un transporte de tropas: doce asientos dispuestos en tres filas muy separadas y con un pasillo central, todo ello anatómico y perfectamente tapizado, con la belleza de la funcionalidad. «Si en vez de este besugo tuviera delante una azafata, creería estar en un crucero de placer Tierra-Marte, Resulta demasiado lujoso para las F.E.C. ¿Lo habrán requisado? dudo que sea ex profeso para mí. Aunque ahora que lo pienso, somos los únicos pasajeros. Curioso».
El joven militar continuaba sentado a su lado, mirándolo con atención. «Bien, veamos que información puedo sonsacarte».
—Teniente, ¿sería tan amable de explicarme dónde estamos?
—Lo siento, señor, pero no puedo facilitarle ese dato hasta que avistemos nuestro punto de destino —efectivamente, se expresaba como un académico, sin acento—. Motivos de seguridad en grado tres.
—¿Grado tres? Vaya, no suponía que fuera tan serio —repuso el hombre, sin dejar de fijarse en su interlocutor, cuyo semblante seguía inalterable. «Daría un brazo por saber cómo consiguen implantarles esa cara de no haber roto un plato en su vida. Más de un enemigo confiado en esa aparente ingenuidad y candidez estará ahora criando malvas; seguro que les añaden secretores de feromonas para hacerlos más atractivos».
—Lo es, señor. Confío en que no se sienta demasiado incómodo.
—No se apure, teniente, he estado en sitios peores. Supongo que no me dirá nada que esté bajo secreto, y no me enfadaré por ello. Tan sólo infórmeme cuál es mi situación concreta, o si estoy bajo arresto.
—¡Oh, no, señor, de ninguna manera! —sonrió—. Con el debido respeto, ¿en qué se basa para suponer tal cosa?
—Mire, joven —contesto, levemente encolerizado—; no es ningún secreto que no me cubrí precisamente de gloria en el asalto a la colonia de Épsilon Erídani, aunque sigo sin arrepentirme de lo que hice —intentó calmarse; no iba a darle explicaciones a semejante mocoso—. A la Corporación no le gustó, evidentemente. He soportado tantas encuestas, interrogatorios y torturas encubiertas, que he llegado a perder la noción del tiempo en los últimos meses. No sé que nueva información puedo darles —se detuvo, tratando de concentrarse—. Recuerdo como entre brumas que subí al Anillo con una pareja de policías militares, alguien nos recibía… Y, de repente, despierto en esta especie de yate espacial de lujo, sin recordar haberme embarcado en él. Que me lo expliquen; no es mucho pedir, creo.
—Lamento su estado de confusión, señor. Obviamente, fue usted sedado…
—Drogado, diría yo, y con una dosis de elefante. No me gustan los eufemismos, teniente.
—… vista la trascendencia de la presente misión —continuó impertérrito—. Motivos de seguridad…
—… En grado tres, ya lo sé —lo volvió a cortar.
—Si, señor. Y no se encuentra usted arrestado, que yo sepa. Me han asignado la tarea de escoltarlo hasta nuestro destino, donde se le impartirán órdenes cuyo contenido desconozco, señor.
—Al menos podría decirme en qué tipo de nave viajamos; no parece militar.
—Pues lo es, señor; transporte de altos mandos.
—Vaya, no se privan de nada los grandes buitres —intentó escandalizar de alguna manera a ese producto típico de academia, que ni se inmutó—. Entonces, ¿qué diablos hacemos aquí?. No creo que me hayan ascendido repentinamente de capitán a almirante.
—No puedo responder a eso, señor.
—Lo suponía. ¿Y quiere hacer el favor de dejar de llamarme señor, que me está poniendo nervioso?
—Sí, señor. ¿Cómo debo dirigirme a usted de ahora en adelante?
«¿Me estás tomando el pelo, chaval?» Una mirada al imperturbable semblante del joven no le aclaró la cuestión. «Menudas cabezas cuadradas salen en las últimas promociones; te haría falta una temporada con las humildes fuerzas de Infantería para convertirte en algo parecido a una persona», meditó tristemente. Con aire de resignación, contestó:
—Olvídelo, teniente. Hablando de otra cosa, me sorprende que esta nave carezca de ventanas o pantallas para ver el paisaje. ¿Acaso los altos mandos padecen agorafobia?
—No lo creo, señor. Pulse ahí para abrir los dispositivos de observación, si lo desea.
El capitán así lo hizo, e inmediatamente una porción del fuselaje pareció disolverse en la nada, mostrando el vacío del espacio exterior tachonado de estrellas. Tras un primer sobresalto se relajó, e intentó tocar con sus dedos la invisible pared; allí estaba todavía. «¿Cómo lo harán? Si es una pantalla, se trata de la mejor que haya visto en mi vida; parece un agujero en el casco». Miró a su compañero, quien parecía ansioso por dar explicaciones.
—Toda la pared de la cabina funciona como una holopantalla de alta resolución, señor. La información captada en el exterior es recogida por unos sensores y se filtra por los ordenadores de a bordo, El integrador de imágenes hace el resto, e incluso mejora notablemente la calidad visual —«pareces un vendedor intentando endosarme una Enciclopedia Galáctica», pensó el capitán ante el entusiasmo del joven—. Sí así lo desea, señor, puede abrir toda la cabina con esos controles del apoyabrazos; muy bien, eso es. Tiene uno la impresión de flotar en el espacio, señor.
El capitán siguió las indicaciones, y enmudeció de asombro ante el resultado. Todo el recinto, incluido el mobiliario, simplemente desapareció. Se agarró a los brazos del sillón, intentando que su mente aceptara lo que sus sentidos se empeñaban en negar. A pesar de haber hecho innumerables viajes interplanetarios y a otros sistemas, nunca había experimentado algo semejante. Estaba suspendido en medio del cosmos, rodeado de estrellas, inmensamente pequeño. La voz del teniente lo devolvió a la realidad. Giró la cabeza y allí lo vio, con su expresión invariable, sentado sobre la nada. Al capitán le recordó un feto con uniforme, por alguna extraña asociación de ideas. «Ya puestos, podrían haberte invisibilizado a ti también», sugirió a nadie en particular.
—Es grandioso, señor. Nunca me canso de contemplarlo.
«Vaya, tienes sentimientos humanos, después de todo. Te comprendo; la vista merece la pena». Trató de orientarse.
—Debe de ser un problema poner de acuerdo a todos los pasajeros a la hora de admirar el exterior, teniente.
—Resulta un poco complicado, señor, pero puede hacerse. Esta nave ha sido diseñada principalmente para impresionar a las visitas —sonrió—. Mire ahí —el capitán distinguió un teclado translúcido, fantasmagórico—. Puede marcar un sentido de rotación y velocidad de giro, para variar el punto de vista del observador. Utiliza el mismo código que el cañón de plasma LTF-34, con el que estará familiarizado, señor.
—¿El estándar? Ya lo creo —lo respondió.
Pulsó la conocida secuencia de dígitos y las estrellas comenzaron a desplazarse lenta y majestuosamente. «Creía que mi capacidad de asombro estaba agotada, pero después de esto, cualquiera puede morir tranquilo».
—Por supuesto, la nave no se mueve, ¿verdad, teniente?
—Obviamente, señor. Todo el trabajo lo hace el procesador de imágenes. Observe la nebulosa de Andrómeda, señor; la definición y el contraste son muy superiores a la realidad.
El capitán procuró olvidarse de su cicerone y se centró en el soberbio panorama que se desplegaba ante él Efectivamente, Andrómeda estaba allí, como una voluta de humo blanco. De forma automática, intentó identificar las constelaciones. Aquello era el cuadrado de Pegaso, y Casiopea y el Cisne no andaban lejos. «Aún no hemos salido del Sistema Solar, así que sólo me han borrado de la memoria los últimos días o semanas». Trató de confirmarlo, y localizó algunas viejas amigas al otro lado de Andrómeda: Perseo, con Algol, el demonio profanador de cadáveres. «Me pregunto por qué los árabes le pusieron ese nombre». Auriga, al lado de Tauro, con Aldebarán brillando furiosamente. Géminis, escoltada por los dos perros, Sirio y Proción. Y su constelación favorita, Orión. Siempre le habían fascinado sus estrellas; el blanco azulado de Rígel, que le recordaba un cristal de hielo; Betelgeuse, con destellos de sangre. Debajo del Cinturón del Cazador, en la Espada, estaba M-42, la fascinante nebulosa donde titánicas explosiones marcaban el nacimiento de nuevas estrellas. Al fondo, la banda blancuzca de la Vía Láctea parecía abrazar al cosmos.
«Sólo siento que ella no esté aquí para ver tanta belleza», musitó tristemente. A su pesar, dirigió la mirada hacia un débil punto amarillento en la constelación de Erídano, junto a Orión. Sus cenizas vagarían en el viento de aquel maldito planeta de selvas y pantanos, difuminándose en el olvido. Cerró los ojos, dejando que el dolor que trataba de contener se alojara en la garganta, como un nudo. «Nunca conseguirás olvidar todo aquello, ¿verdad? Pasa el tiempo y cada vez es peor… Cálmate, contrólate; no permitas que ese cretino se percate de tu estado de ánimo». Aplicó una técnica de relajación y respiró hondo. «Espero que no seas telépata. ¿Me estás leyendo la mente, capullito de alhelí?»
Echó un vistazo al joven, quien no dio muestras de alterarse; parecía absorto en la contemplación de Géminis. «Apuesto a que no sabes cuál es Cástor y cuál Pólux», se dijo, tratando de pensar en algo intrascendente. El teniente, como dándose por aludido, se dirigió hacia él:
—La vista es magnífica, señor —tecleó algo y las estrellas comenzaron a titilar—. Hay quien lo prefiere así, con parpadeo incluido; los nostálgicos de la Tierra, señor —aclaró, con una sonrisa.
—No, gracias —le respondió—. Fijas, parecen joyas incrustadas en la bóveda celeste, en vez de vulgares luciérnagas —observó con más cuidado el firmamento—. No localizo a los planetas. ¿Acaso son material clasificado, teniente?
—No tema, señor, no los hemos camuflado.
Manipuló el teclado, y el panorama giró casi ciento ochenta grados. «Me alegro de no padecer vértigo», se dijo el capitán, aunque no pudo evitar ponerse en tensión.
—Mire, señor, el Sol.
En el centro del campo visual, un punto de luz amarillenta destacaba sobre el resto. «Hemos de estar bastante lejos; a duras penas se distingue de una estrella de magnitud negativa. ¿Sera Júpiter aquella mota microscópica?»
—No encuentro a todos los que debiera.
—El resto está detrás del Sol, señor. Nos desplazamos en el plano de la eclíptica, a 0,9c aproximadamente.
—Buena velocidad, sí. ¿Hemos pasado ya la Nube de Oort, teniente?
—Rebasamos el Cinturón de Kuiper, señor. Tecnicismos aparte, hemos abandonado el Sistema Solar. Como dirían los poetas, navegamos inmersos en el negro vacío interestelar.
«No sabía que en la Academia les permitieran leer algo aparte de las ordenanzas, manuales de supervivencia o asesinato y el horario de la cantina. A no ser que en el examen de grado tuvieran que emplear el libro para degollar a alguien; cosas más raras he visto».
—Sólo siento no haber contemplado el Cinturón; las otras veces que pasé por aquí fui hibernado en un crucero de combate.
—Descuide, señor, no se ha perdido gran cosa; apenas un montón de planetoides helados, de interés exclusivo para exobiólogos y bioquímicos en busca de hidrocarburos exóticos, o para los controladores de cometas.
—Ver nacer un cometa debe de tener algo de solemne, ¿no cree?
—Sí, señor, siempre que no se dirija con demasiado entusiasmo hacia el Sistema Solar Interior, En ese caso, un par de torpedos de fusión, y adiós cometa.
«Qué muerte tan prosaica; lo suyo es precipitarse hacia el Sol, arrastrando una cola larga y vaporosa y asustando a los supersticiosos. Ya no respetan nada», se dijo, con ironía. Durante un lapso de tiempo que le pareció eterno, dejó a su mente vagar entre las estrellas, evocando los mundos que había conocido. La sensación de flotar en el espacio era casi auténtica; allí podía imaginar que estaba en paz consigo mismo, a solas con la belleza, olvidado de todos. La voz suave del militar que tenia al lado lo arrancó, muy a su pesar, de tal beatitud.
—Señor, nos aproximamos al punto de destino.
El capitán quedó perplejo, preguntándose de nuevo que puñetas estarían tramando las F.E.C. por allí e, incidentalmente, qué tendría él que ver con todo aquello.
—No diviso nada en el campo. ¿Quiere dejarse de rodeos, y decirme de una vez adonde vamos? —utilizó su tono más firme.
—Ya no es ningún secreto, señor —repuso el teniente, imperturbable—. Fíjese, a la altura de los ojos y a las once, más o menos —hizo una pausa teatral—. Un protocometa gigante, señor.
Pillado por sorpresa, miró hacia donde le indicaba. A duras penas vislumbró un pequeño disco de brillo mortecino, incluso con la ayuda del intensificador de imágenes. Con interés rayano en la fascinación, examinó el planetoide, una bola de hielo y rocas de unos cuatrocientos kilómetros de diámetro. Aumentó la imagen, y contempló un objeto muy similar a Plutón o Caronte, aunque a escala más reducida, salpicado de cráteres de impacto. «A pesar de estar tan lejos del Sol, has llevado una vida muy agitada, amigo».
El capitán recordó algunas de las enseñanzas recibidas hacia décadas, cuando creía que su meta era ser astrónomo, no un asesino profesional. «Qué inofensivo pareces ahí, tan solo y tranquilo. Sin embargo, cada quince millones de años, el baile del Sol en torno al plano galáctico provoca unos sutiles efectos de marea en la Nube de Oort y en el Cinturón, y unos cuantos como tú os precipitáis hacia los planetas interiores, convertidos en cometas gigantes, con la cabellera ondeando al viento solar. Órbita a órbita os vais consumiendo, hasta que quedáis reducidos a un enjambre de asteroides y escombros rocosos, que golpean a la Vieja Tierra con monótona insistencia. Un amigo tuyo aniquiló a los todopoderosos dinosaurios, dándonos una oportunidad a los pobrecitos mamíferos. En vista de los resultados, creo que no mereció la pena», se burló para sus adentros. «Por no hablar de otro de tus colegas, el proto-Encke, que tanto aterrorizó a los astrónomos primitivos, y cuyos despojos a punto estuvieron de acabar con la civilización, no hace tantos años».
Repentinamente, dejó de divagar. Había algo extraño en las pantallas; al principio lo había tomado por una estrella más, pero aumentaba de tamaño poco a poco y adoptaba una forma más definida, como una astilla de luz. Esto solo podía significar una cosa.
—Teniente, aquello es una nave, y me temo que de las nuestras. Aunque ignoro qué se le habrá perdido por estos parajes, es el punto de destino, ¿me equivoco?
—No, señor. Estamos finalizando el viaje, señor.
«Y dale con lo de señor…» El capitán trató de imaginarse al joven teniente en una charla con los amigos, pero no lo logró.
—¿Seria tan amable de decirme de una vez el nombre del cacharro al que nos dirigimos, o es otro alto secreto? —empezaba a perder la paciencia.
—Por supuesto, señor, ya no hay problema. Es la nueva nave insignia de las F.E.C., la Galileo, señor.
—¿Un acorazado o un portanaves?
—Se trata de un nuevo diseño para incursión en el espacio profundo, señor.
—¿Un nuevo diseño? ¿Qué tiene, cascabeles? —se burló.
—Un motor MRL modificado, señor.
El capitán quedó completamente atónito, incapaz de articular palabra. Miró al teniente; este exhibía una sonrisa de oreja a oreja, y contemplaba a su superior con aire divertido, como satisfecho por haberlo pillado en fuera de juego.