Puente de mando del portanaves corporativo Galileo.
—Estamos entrando en el sistema centauriano, mi comandante.
—De acuerdo. Desplieguen la Flota.
La gigantesca nave se escindió en varios componentes autónomos, mientras el motor MRL se ponía a salvo. Los integrantes de la Galileo se aprestaron a ocupar los puntos estratégicos en torno a Centauri, con órdenes claras de no andarse con chiquitas. En el caso de que alguien se resistiera a obedecer algún mandato, sería considerado como objetivo militar. Y la Galileo llevaba armamento suficiente para esterilizar un sistema planetario.
Una vez controlada la situación, el comandante se relajó un poco.
—Y yo que creía que ésta iba a ser una misión de rutina…
La Galileo era la nave más antigua de las Fuerzas Espaciales Corporativas. Sus motores habían surcado el Ekumen durante más de siglo y medio, hasta que se pensó en retirarla del servicio activo, pese a su brillante historial. Se habló de convertirla en Museo de la Armada, aunque al final se decidió emplearla como buque escuela. Algún político bienintencionado pensó que quedaba muy romántico lo de recuperar viejas tradiciones marineras, que los cadetes y guardiamarinas se foguearan, etcétera. Y así, zarpó de Marte un buen día del año 4698ee, justo en vísperas de la crisis centauriana. Obviamente, recibió la orden de cambiar el rumbo.
Por enésima vez, la Galileo tuvo que volver al combate. Era la indicada para resolver el problema: grande, poderosamente armada, flexible y, sobre todo, con tecnología primitiva. Pese a esto último, era capaz de reducir a pavesas cualquier oposición que encontrara en Centauri, y los de las multiplanetarias lo sabían. El comandante confiaba en que aquella campaña no resultase cruenta.
La reunión de oficiales en el puesto de mando transcurría con normalidad, dentro de lo que supone un zafarrancho de combate, cuando súbitamente saltó una alarma. Por el rabillo del ojo, el comandante creyó atisbar en una pantalla un confuso borrón rojo. Pronto desapareció, dejando tras su estela un chorro de taquiones. Fuera lo que fuese, había saltado al hiperespacio.
—¿Me puede explicar alguien la naturaleza de ese intruso?
La voz de un técnico de holorrádar se escuchó, vacilante:
—Le juro por lo más sagrado que no estoy borracho, mi comandante, pero creo que nos acaba de adelantar un Ferrari…
★★★
Planeta Hlanith.
Como cada mañana, el auténtico Conrado Sakamoto se levantó de la cama, practicó sus ejercicios gimnásticos, devoró su desayuno rico en fibra y bajo en calorías y se aprestó a acudir al trabajo.
«Qué maravillosa es la vida», se dijo por enésima vez, mientras silbaba una tonadilla. Se suponía que debía estar perdiendo el tiempo en Alfa Centauri, con tantas tareas pendientes por hacer en la empresa… Menos mal que existían los vacacioneros, para soslayar los pequeños inconvenientes de una legislación laboral demasiado estricta.
De excelente humor, Sakamoto abrió la puerta de entrada. La sonrisa se le crispó en el rostro. Un pelotón de androides de combate le estaba apuntando con fusiles de plasma, mientras francotiradores de élite se apostaban en las ventanas de los arcólogos vecinos. La calle estaba tomada por el Ejército y la Policía, la cual había montado un cordón de seguridad para alejar a los curiosos.
Un capitán de comandos armado hasta los dientes se acercó a él.
—¿Es usted Conrado Sakamoto? —lo estudió de arriba abajo, con cara de póquer—. A juzgar por su reacción, deduzco que sí. Póngase unos pantalones limpios y acompáñenos, por favor.
★★★
En algún lugar del hiperespacio.
El Ferrari no podía quejarse. Se lo estaba pasando bomba.
Onofre también podía llorar por un ojo. De considerarse muerto o algo peor, se encontró de golpe y porrazo sentado en el coche, con Dimna a su lado. El vehículo no le dio tiempo ni a saludarla. Adaptó el asiento del piloto para que soportara aceleraciones de muchas g, lo atiborró de fármacos y aceleró a tope.
Las horas (¿o fueron días?) siguientes transcurrieron en un constante sobresalto, una huida febril, mientras las naves de las gemepés trataban de cazarlos. Pero el Ferrari, merced a su experiencia en combate y con el soporte de un cerebro humano fusionado con él, no tenía rival. A pesar de volar desarmado, sacó el máximo partido de la maniobrabilidad, aceleración y velocidad punta de aquella soberbia máquina. De ser la presa, a veces se convirtió en cazador. Incluso llegó a derribar un avión antiguerrilla requisado por la Denébola Corp, arrancándole las góndolas de los motores de una pasada.
Durante ese periodo de ensueño, Onofre no sintió hambre ni necesidad, alimentado por el botiquín del Ferrari. Flotaba en un éxtasis permanente, como un depredador nato rodeado de víctimas complacientes. Pero tarde o temprano los derribarían, así que abandonaron la atmósfera del planeta. A sugerencia de Dimna, fueron dando tumbos y sorteando enemigos hasta que la llegada del gigantesco portanaves corporativo creó la distracción necesaria para poder saltar al hiperespacio.
Y allí estaban ahora, momentáneamente a salvo. El coche desconectó los sistemas de apoyo del piloto, y Onofre volvió a sentirse un mero humano.
Las horas siguientes se consumieron entre charlas y explicaciones, poniendo todos en común sus peripecias. Onofre estaba tan abochornado por su ridícula actuación en todo aquel embrollo, que al final Dimna y el Ferrari se apiadaron de él, incapaces de guardarle rencor.
—Te he arruinado la vida, Dimna —decía el exvacacionero, compungido—, y todo por culpa de mi incapacidad para asimilar lo obvio. No sé cómo puedes mirarme a la cara.
—Tranquilo, Onofre —lo consoló—. Me parece que si nos atenemos a la parte positiva de nuestras desventuras, no nos vendrá mal cambiar de aires. Supongo que en el Ekumen quedará algún sitio donde no hayan oído hablar de nosotros. ¿Ferrari…?
—Está todo previsto, descuidad. Nuestro destino final es un planeta tranquilo, donde necesitan colonos y no hacen preguntas indiscretas.
—Yo puedo cambiarme la cara, pero me temo que vas a resultar un pelín conspicuo allá, amigo mío —señaló Onofre.
—Además, no tenemos ni un mísero céntimo —el coche sonaba resignado—. Infine, haremos escala técnica en cierto sistema solar cuya localización pocos conocen. Allí podréis deshaceros de mí y, con el dinero que obtendréis, no habrá problema para que os busquéis el sustento.
—¿Y dejarte tirado? ¿Después de lo que hemos pasado juntos? ¡Ni lo sueñes! —protestó Onofre.
—Opino lo mismo. De ésta salimos todos, o ninguno —corroboró Dimna.
—Vais a lograr emocionarme —repuso el Ferrari—. Bueno, si queréis, después de venderme podéis comprar algún viejo transporte militar y transferirle mi memoria. Será mucho más lento, y supondrá renunciar al mejor cuerpo que uno pueda soñar, pero qué se le va a hacer. Eso sí, el transporte ha de poseer su armamento reglamentario, al menos. Ay, lo sentiré especialmente por lo de meter morcillas en italiano y soltar parolacce…
—Igual podemos arreglarlo para evitar una solución tan drástica. Aún guardo en un bolsillo las tarjetas y claves de acceso de Sakamoto. Si nos damos prisa en arribar a ese planeta poco recomendable que has mencionado, podemos probar suerte. Tal vez alguna de ellas corresponda a una cuenta secreta, de la que nadie tenga noticia. Sugiero que, en tal caso, la desvalijemos.
—Déjamelas a mí, por si acaso. Tú serías capaz de echarnos a toda la Policía de la Corporación encima. Y ahora que lo pienso, yo accedí a algunos archivos secretos de la Denébola Corp antes de huir del trabajo —añadió Dimna—. Entre ellos, un listado de cuentas bancarias de directivos, con sus correspondientes claves. Lo pongo a disposición del fondo común.
—¿Ves, Ferrari? —dijo Onofre—. No comerciaremos con tu cuerpo por dinero. Cuando lleguemos a nuestro destino final tendrás que cambiar de color y disfrazarte de Toyota o Ford, pero podrás soportarlo. Y en las noches de luna llena (suponiendo que en torno al planeta en cuestión orbite algún satélite) podrás volar libre por el cielo, con tu caballito rampante en el morro y la carrocería roja bien pulida.
—¡Si pudiera te daría un beso, caro mio! Y a ti también, Dimna. Eso sí, prometedme que al menos me compraréis un par de cañones de plasma y me los instalaréis. O aunque sea una ametralladorcita, porfa…
—Lo que tú digas.
—Questo è magnifico! Todo aclarado, pues. El viaje será largo, así que poneos cómodos. Tú, Onofre, con el suero glucosado que te he inyectado junto con un inhibidor del apetito, no pasarás hambre. Y en cuanto al reciclador de desechos, funciona perfectamente. Relájate y goza.
Todos callaron, sumidos en sus pensamientos. La situación llegó a tornarse algo incómoda.
Al cabo de un rato, Onofre hizo amago de acariciar la mano de Dimna, pero ella la retiró. El exvacacionero se armó de valor, y decidió declararse.
—Dimna, ya sé que me he comportado como un patán lujurioso, pero lo que siento por ti es algo realmente profundo. Dame una oportunidad de demostrártelo, por favor. Sé que lo nuestro tiene futuro. Nunca he hablado más en serio. Vamos a emprender una nueva vida, y querría compartirla contigo. Me gustaría pedirte en matrimonio, como en los tiempos antiguos.
En la cara de Dimna apareció una sonrisa triste.
—Mira, Onofre, debo decirte la verdad. No podemos casarnos.
—¿Por qué no?
—Bueno, en realidad no soy la chica con cara de santa que tú te imaginas.
—No importa.
Dimna no sabía ya qué argüir para desanimar a su risueño galán. Echó mano de su imaginación:
—Y además, fumo. Fumo como un carretero.
—A mí no me molesta.
—Y tengo un pasado muy agitado. Desde hace tres años he vivido con un programador.
—Te perdono.
—Y nunca podré tener hijos.
—Los adoptaremos.
—Pero ¿es que no lo comprendes? ¡Soy un ordenador!
Dimna apagó el cinturón generador de hologramas. En su lugar se desveló el cuerpo antropomorfo y gris de un robot de mantenimiento. Fue lo único que pilló a mano cuando tuvo que volcar su memoria para huir, justo antes de que los expertos de la Plecostomus Biocorp asaltaran los sistemas informáticos de su dueño, Zenón Mills.
Onofre se la quedó mirando, lo pensó un momento y se encogió de hombros.
—Nadie es perfecto.
A Dimna se le escapó un chillido exasperado.
—Onofre, presiento que éste es el comienzo de una hermosa amistad —apostilló el Ferrari.
F I N