Gracias al estilo orgánico e hiperbarroco de la sala de exposiciones, las tripas y fluidos corporales se disimulaban un poco. En el improvisado campo de batalla imperaba ahora la calma.
El consejero echó el seguro a su pistola de agujas y se la guardó. Le había servido bien, aunque estuvo a punto de agotar toda la munición. Cuando los gandulfos irrumpieron entre los invitados, fue el único que mantuvo la cabeza fría. No en vano era un nativo de Chandrasekhar, habituado a hacer frente a manadas de salamandras gigantes, lobos verdes, hongos carnívoros y demás peligros biológicos de su planeta. Logró abatir a unos cuantos gandulfos mientras trataba de poner orden entre el personal de seguridad. Los guardaespaldas, al darse cuenta de que aquel tipo del C.S.C. parecía saber lo que se hacía, le obedecieron sin rechistar. De ese modo actuaron como un equipo pese a sus distintas fidelidades, y escaparon indemnes de la acometida gandulfera. Otros no tuvieron tanta suerte.
El espectáculo era lamentable. El corrillo de críticos no había tenido tiempo material de guarecerse, por lo que recibió de lleno la bestial avalancha. Sus quejidos lastimeros conmoverían hasta al espíritu más encallecido.
—Madre mía, qué desastre —se le escapó al consejero.
Ningún gandulfo había sobrevivido, a pesar de que aquellos bicharracos necesitaban varios disparos para darse por enterados de que estaban muertos. Los guardaespaldas, una vez a salvo el propio pellejo, empezaron a preocuparse por sus jefes. Muchos de éstos escaparon indemnes, ya que el pánico les dio alas y se escabulleron a tiempo. No obstante, el ataque de nervios no se lo quitaba nadie. Aquellos hombres y mujeres tan poderosos, tan pagados de sí mismos, tan empeñados en que las miserias que afligían al resto de los mortales no los alcanzasen, habían sufrido un auténtico choque. Y cuando la histeria se disipó, comenzaron los reproches.
Por su parte, Onofre se había mantenido siempre detrás del tipo del C.S.C. Ahora farfullaba incoherencias sobre mutantes de combate y la Denébola. El consejero fue a rogarle que fuera más preciso y a preguntarle qué hacía con esa pinta, pero justo entonces se escuchó la voz de un maltrecho Furibundo Dantesco, entre los sollozos e imprecaciones sordas de los caídos.
—Ay de mí… —y miró con ojos inyectados en sangre al responsable de la Plecostomus Biocorp, otra víctima de los gandulfos—. ¡Este ultraje es culpa tuya! ¡Me aseguraste que estaríamos a salvo de todo mal si cooperábamos con vosotros!
En apariencia, el dolor y la humillación habían obnubilado la mente del directivo, ya que contestó como una fiera, sin reparar en dónde estaba ni quién lo escuchaba:
—¿Te atreves a echarme en cara algo a mí, carcamal?
—¡Sí, a ti! A cambio de que prendierais fuego a esa bazofia de Niña sinóptica, tu compañía se haría con los terrenos del palacio de Mills para construir apartamentos y chalés de lujo. ¿Y cómo me lo agradecéis? ¡Dejándome solo ante el peligro!
—¿Serás caradura? Tanto tú como el escultor de pacotilla que te sigue como un perro faldero os habéis llenado los bolsillos con el seguro por el robo de La niña sinóptica. Y seguro que tú te has llevado el 90% de la pasta, en vez de repartirla a partes iguales con ese inútil.
El aludido, Rosendo Bermellón, se encontraba en pésimo estado. La falda de tubo y las raquetas para la nieve no lo ayudaron precisamente a escapar de los gandulfos. Gemía en un rincón hecho un ovillo, tapándose la cara con las manos.
—Ay… Ay… Quiero irme a casa con mi mamá… —rompió a llorar como una Magdalena—. Con lo feliz que era yo en el curro, repartiendo pizzas, sin complicarme la vida… ¿Por qué tuve que hacerte caso?
—¡Cierra el pico, ingrato, víbora, que muerdes la mano que te alimenta! Yo te saqué del arroyo y te convertí en estrella, a pesar de que ambos sabemos que eres un negado para el Arte. Pero si yo digo que una mierda pinchada en un palo es una obra genial, los demás lo aceptarán sin rechistar para que no los tomen por ignorantes o para no sufrir escarnio público en las revistas que controlo. Hatajo de mentecatos… —se incorporó unos centímetros—. El valor de las obras de arte es algo arbitrario que imponemos los elegidos. Por supuesto, debemos ponernos de acuerdo entre nosotros para que el mercado no se desmande. Me costó convencer a mis colegas de que esa birria de Niña sinóptica debía ser tasada muy alto, pero al final logré que la aseguraran por una suma astronómica. Y eso que su valor intrínseco no alcanzaba ni un céntimo… —iba acalorándose mientras hablaba—. Tu estólida mente es incapaz de comprender las alianzas y enemistades que se forjan entre nosotros, los críticos de Arte. Vosotros, muertos de hambre que os hacéis llamar artistas, accederéis a cualquier cosa para ganar nuestro favor. Dádivas, agasajos, vuestros propios cuerpos… Y si no tragáis, daos por socialmente acabados. Nadie sabrá que existís. ¡En el resto del Ekumen nadie nos hace ni puto caso, pero aquí, en Centauri, somos dioses! ¡Y yo el primero! ¿Te atreves a dudar de mi genio?
—¿Genio? —intervino el directivo de la Plecostomus—. ¡Fuiste tú quien precipitaste todo esto, sapo pomposo! No, no me mires con esa cara de pasmado. ¿Recuerdas cuando acudiste a mi oficina, temblando como un flan, a contarme que Sakamoto había descubierto el pastel? ¡Nosotros corrimos el riesgo de ser pillados por la Policía cuando intentamos matarlo! Después de que se cargara los tres coches, y al comprobar que era un experto en artes marciales y tácticas de guerra, procuramos que se distrajera con otras gemepés.
Onofre estaba muy pálido. Su piel parecía de alabastro, y tenía los ojos abiertos como platos. Había dejado de intentar explicarle al consejero su hipótesis de los mutantes de combate.
—Así que fuisteis vosotros quienes azuzasteis a Sakamoto contra mi compañía, ¿eh, cabrones? ¡Por vuestra culpa se arruinó nuestro negocio de contrabando de mano de obra ilegal! —saltó un ejecutivo de la Ultrafox Corp.
—¿De qué te quejas, maldito? ¡Os cargasteis nuestras plantaciones de fitodrogas! —le espetó una representante de la Zodíaco Corp.
De repente, casi todos los presentes comenzaron a arrojarse a la cara los trapos sucios, sin pudor alguno.
—¡Vosotros os valisteis del infame Sakamoto para que la Policía supiera lo de los biochips!
—¡Y un cuerno! ¿Quién sino vuestra compañía dio el soplo sobre las cuentas secretas en paraísos fiscales?
—¡Fue en represalia por desvelar lo del balance alternativo de ingresos y gastos de nuestra división de armamento!
—¿Por qué largasteis lo de las fosas comunes para sindicalistas intratables?
—¡No! ¡Fuisteis vosotros, con Sakamoto al frente!
Y seguían, y seguían… El consejero creía estar alucinando. Aquello no tenía sentido. Se suponía que los directivos de las gemepés eran personas cabales y astutas, maestras en el arte de la ocultación y las asechanzas. Sin embargo, allí estaban desvelando el lado oscuro de sus empresas sin cortarse un pelo, en las narices de un miembro del C.S.C. con fama de incorruptible. O las confesiones del crítico… ¿A qué se debía aquel absurdo comportamiento? Y entonces escuchó algo esclarecedor. Dos guardaespaldas, individuos experimentados a juzgar por su proceder, examinaban el cadáver despanzurrado de un gandulfo.
—Ese olor… ¿Estás pensando lo mismo que yo? —decía uno.
—El cuerpo de estas alimañas rebosa de nepomucina sin refinar.
—Joder…
Aquello lo explicaba todo. La nepomucina era una droga bien conocida por los expertos en interrogatorios, tanto civiles como militares. Se empleaba ocasionalmente como suero de la verdad, aunque su comportamiento tendía a ser un tanto impredecible. Un error en la dosis podía convertir al prisionero en un vegetal. Por lo visto, los ingenieros genéticos de la Denébola Corp habían logrado el efecto contrario: aumentar la locuacidad. Sin duda habían insertado genes para sintetizar la nepomucina en las células de los gandulfos. Conociendo la biología de estos seres, el producto acabaría concentrándose en las mollejas, y no era necesario ser un genio para deducir el resto. La Denébola dispondría así de una provisión de mollejas con suero de la verdad que, administradas a invitados ilustres en una comida de trabajo, tal vez los indujeran a confesar secretos industriales.
Diabólico, pero nada raro tratándose del competitivo mundo de las gemepés.
«Me parece que se les ha ido la mano con la nepomucina, y que ésta no se transmite sólo por ingestión, sino mediante el simple contacto». Él, como los demás miembros del C.S.C., estaba inmunizado contra casi cualquier droga conocida, pero el resto… Todos los que habían sido asaltados por gandulfos, o salpicados por sus vísceras, estaban cantando la Traviata. El consejero se palpó disimuladamente su grabadora de muñeca. Las confesiones que estaba registrando no tenían precio.
«Y todo esto lo ha destapado ese fulano, Sakamoto…» Le pareció verlo huir a toda prisa, dándose con los talones en el culo. Antes de que pudiera seguirlo, la mirada del consejero se cruzó con la de un alto directivo de la Denébola Corp. Aquel hombre estaba aterrado. La nepomucina tampoco lo afectaba, y también había escuchado a los dos guardaespaldas.
«Sabes que me he dado cuenta de lo que os traéis entre manos, ¿verdad?» El consejero se llevó la mano a la cartuchera y sacó la pistola. La manipulación genética de los gandulfos se castigaba con la pena capital. Una vez que se disiparan los efectos de la droga, todos aquellos directivos, por la cuenta que les traía, procurarían olvidarse del asunto o tratar de capear el temporal de alguna manera. Sólo restaba un pequeño detalle discordante, un testigo molesto: él.
Mirando a derecha e izquierda, el consejero fue retrocediendo en busca de un lugar resguardado, fácilmente defendible. Debía resistir mientras trataba de llamar a alguna nave de la Armada con su comunicador personal.
★★★
Onofre corría por las dependencias de la Denébola Corp en pos de una salida, pero enseguida se dio cuenta de que habían dado orden de capturarlo. Todas las vías de escape estaban copadas.
«Tío, para una vez que metes la pata, lo haces en plan apoteósico». Con la lengua fuera, vio que su desesperada huida lo había conducido a un callejón sin salida. Estaba al final de un pasillo sin otra escapatoria que la ventana, y ésta se abría a muchos metros sobre el suelo. A lo lejos se acercaban varios gorilas de seguridad.
Sabía lo que le aguardaba en cuanto lo capturaran. No podía ser peor que acabar hecho una tortilla contra la acera. Y seguramente, mucho más lento y doloroso. Respiró hondo, subió al alféizar y cerró los ojos.
Entonces una voz le llegó desde el aire, como los ángeles:
—¡Salta, Onofre, antes de que me arrepienta! Presto!
Cuando los de seguridad llegaron a la ventana, sólo pudieron divisar un punto rojo perdiéndose en lontananza.
★★★
Puente de mando de la fragata corporativa Stella Maris.
—Me salvaron ustedes de una buena, comandante. Organizaron un pelotón de asalto en un tiempo récord. Si llegan a tardar unos minutos más, no lo cuento. Había gastado la última aguja explosiva de mi pistola. Felicite a su tripulación de mi parte.
La oficial a cargo de la nave, una mujer alta y de tez muy oscura, le sonrió.
—Gracias, señor. Nos hemos limitado a cumplir con nuestro deber.
—Le prometo que mencionaré su heroísmo ante el Consejo. Se merece usted un ascenso.
—Será un honor, señor. Simplemente, estábamos en el lugar adecuado y en el momento justo.
—Y con la nave idónea, comandante.
—Tiene gracia… Desde que me destinaron a la Stella Maris vengo despotricando contra ella, ya que es la fragata más obsoleta de esta parte de la galaxia, y mira por dónde ha servido para algo. ¿Qué les ha ocurrido a las demás? Y de paso, si no es indiscreción, ¿qué está sucediendo? ¿Se han vuelto todos locos?
—Por razones que no vienen al caso, las gemepés centaurianas se han declarado la guerra, y no desean testigos indiscretos. Para evitar mi huida, han neutralizado a toda la Flota corporativa en el sistema. Menos mal que no teníamos aquí naves de línea de gran tonelaje, pero para qué engañarnos, la situación es crítica.
—¿Toda la Flota neutralizada? ¿Cómo han podido…?
—Tarde o temprano tenía que ocurrir. Más de uno ya lo profetizamos en el C.S.C., y nos llamaron agoreros. Supongo que a partir de ahora nos prestarán atención. Nuestros sistemas de armas y de guiado de naves son fabricados por las gemepés, y éstas deben de haberles implantado instrucciones ocultas que les permiten hacerse con su control. Muy ingenioso, debo reconocerlo.
—Sigo sin comprenderlo, señor. Cuando uno dispone de una baza así, debe jugarla con prudencia y discreción. Si se mantiene en secreto, podrá ser empleada en más ocasiones. En cambio, aquí se han lanzado todos a la piscina, sin comprobar que hubiera agua. ¿No se supone que las gemepés son sutiles?
—Digamos, comandante, que ciertos factores aleatorios de extrema gravedad han forzado la situación actual. Yo fui testigo involuntario y, por tanto, decidieron suprimirme.
—No preguntaré por los detalles, señor. Además de tratar de cazarle a usted, y a mi nave mientras huíamos en busca de un punto de salto al hiperespacio, están usando las fragatas de la Armada contra ellos mismos. Cuando llegamos, se dedicaban a machacar diversas instalaciones orbitales y bases en los satélites.
—Serán dignas de verse las caras que se les quedarán cuando recuperen la cordura y se den cuenta de lo que han hecho. Y esta vez no podrán ocultarlo al C.S.C. Rodarán cabezas, se lo garantizo, comandante. Literalmente.
—Y todo gracias a la Stella Maris, la única nave destinada en Alfa Centauri con una tecnología tan primitiva que resulta inmune al asalto de las gemepés…
—Aleluya. Sólo espero que mi mensaje por vía cuántica haya llegado a la sede de la Armada, en Marte.
—Se lo garantizo, señor. El canal que usamos es seguro.
—¿Se puede acceder a la Red a través de él? —la mujer asintió—. Para matar el tiempo, me gustaría abrir un buscador e introducir el nombre de cierto sujeto.
—Aquí tiene un monitor a su disposición, señor. ¿De quién se trata, si puede saberse?
—Conrado Sakamoto.