18

A veces se gana, a veces se pierde. El problema era que siempre perdían los mismos. Y en su caso, el precio a pagar era la vida.

Se comprometió demasiado, y ahora ellos sabían quién era. Tuvo que abandonar a toda prisa su puesto de trabajo en el palacio de Zenón Mills, el lugar en donde, después de tantas vicisitudes, había logrado al fin la ansiada tranquilidad, la calma.

Finalmente, su osadía implicó su ruina. Intentó acceder al correo privado de Sakamoto, a pesar del riesgo. Un encuentro personal, como los anteriores, resultaba imposible. Aquel tipo tenía más ojos encima que la última telenovela de moda. Por desgracia, también lo vigilaban por la Red. Un programa rastreador se olió su conato de aproximación, alguien ató cabos y las consecuencias saltaban a la vista. Se tuvo que largar con lo puesto, por así decirlo.

Y no tenía adónde ir, ni amigos a los que recurrir. Éstos no podían echarle una mano sin delatarse a su vez. «Yo y mis brillantes ideas… ¿Por qué dejé que la piedad nublara mi sentido común? Total, Zenón Mills sólo era mi jefe, nada más. ¿A quién se le ocurre ejercer de Quijote? Debí dejarlo que se arruinara. En fin, a lo hecho, pecho. A estas alturas, carece de sentido lamentarse por lo que pudo haber sido y no fue».

Su situación era desesperada, sin salvación posible. Lo sabía y asumía. Pero antes quería hacer algo, siquiera por cabezonería: entregar un último mensaje al besugo de Sakamoto.

No podía acercarse a él, eso estaba claro. Ahora mismo debía de estar en una de esas estúpidas exposiciones artísticas, atiborrándose de cerveza, más vigilado que el Presidente. Como mucho, cabía el recurso de dejarle un cristal de datos en el coche, y eso con una inmensa dosis de fortuna. La sede de la Denébola Corp disponía de unos cuantos dispositivos detectores de intrusos. Tanto en caso de captura como de éxito, acto seguido pensaba suicidarse. Sabía lo que el Gobierno o las gemepés hacían con los culpables de violar secretos informáticos, sin importar el sexo o condición del reo.

Tuvo que echar mano de toda su habilidad para llegar a los aparcamientos sin activar las alarmas. Se detuvo un momento a analizar la situación y el lugar. La Denébola Corp hacía las cosas al estilo faraónico, y a sus mandamases les encantaba aparentar. Los vehículos de los altos ejecutivos, tanto propios como invitados de honor, se guarecían en cocheras individuales de lujo, casi pequeños apartamentos. En su interior climatizado, un completo servicio de limpieza y mantenimiento lograba que sus ocupantes se sintieran cómodos y felices. A través de las ventanas localizó al Ferrari; por fortuna, resultaba inconfundible.

Una de sus últimas acciones ilícitas consistió en robar un código maestro que le permitiría entrar en algunas dependencias de la Denébola Corp. Como esperaba, la puerta se abrió sin protestar.

«Rápido. Ahora entro, le dejo esto en el parabrisas del coche y me largo a dormir el sueño eterno. Fue hermoso mientras duró».

Penetró en la cochera. Para su sorpresa, el Ferrari no aparecía por ningún sitio. «Pero si estaba aquí hace un momento; lo vi por la ventana…»

Una voz amenazante surgió desde el techo.

—No te muevas hasta que yo te lo indique, o te aplasto como a una cucaracha. Así me gusta.

Ahora, desplázate hasta la pared del fondo y nada de heroicidades, hai capito?

«El condenado sabe lo que se hace». Por supuesto, obedeció. Tanto daba fallecer por obra de un Ferrari suspicaz como de otro modo, pero antes debía entregar su mensaje.

Mientras, el coche había bajado al nivel del suelo y bloqueaba el acceso a la puerta. Sus faros brillaban de una forma que daba miedo.

Bene, bene, bene… ¿Qué hace alguien como tú en un sitio como éste? Si lo que pretendes es cargarte a Conrado Sakamoto saboteando su vehículo, lo llevas claro. Venga, haz alguna tontería y alégrame el día, que no he matado a nadie desde hace una semana y ya me entra el mono.

—No es lo que te figuras —se apresuró a contestar—, sino un intento por… Eh, aguarda un momento. Tu voz me resulta familiar.

—Y la tuya, ahora que lo mencionas. ¿Dónde demonios…?

Ambos cayeron en la cuenta. Se hizo un silencio incrédulo.

—¿Tú? —exclamaron al unísono.

El Ferrari fue el primero en reaccionar.

Cazzo! De todas las casualidades concebibles e inconcebibles en este mondo cane, nunca me habría imaginado ésta. Anda, sube —abrió la puerta del copiloto—. Creo que tienes mucho que contarme.

★★★

Unas cuantas explicaciones más tarde, al Ferrari aún le costaba asimilarlo.

Fottere! Resulta que Dimna eras tú… La de vueltas que da la vida, mamma mia.

—A mí me lo vas a contar…

—Anímate. Tu caracterización ha sido soberbia, hasta el punto de que el poverello Onofre bebe los vientos por ti.

—¿Onofre? ¿De quién puñetas me estás hablando?

El Ferrari se lo contó con pelos y señales. Cuando terminó, el efecto resultó demoledor.

—Un vacacionero… Soy gilipollas… Me lo he jugado todo por un farsante… La madre que lo trajo al mundo…

El coche nunca había visto a nadie sumido en un abatimiento tan profundo.

—No te lo tomes así. En el fondo es un buen ragazzo. Más simple que el mecanismo de una chupeta, pero buen ragazzo. Eso sí, enamorado de ti hasta las cachas.

—Pues qué bien.

—Quién lo diría; tú, interpretando el papel de mujer fatal…

—Sobre todo fatal, sí.

—No eras así cuando nos conocimos, ¿recuerdas? Ay, cuánto hace de eso. Entonces te llamabas…

—Olvídalo. Para lo que me queda, seguiré usando la identidad de Dimna.

—Tú mandas. A mí puedes llamarme Ferrari, en vez de Barracuda o Tigre-9. Echo de menos los viejos tiempos.

—Menudo eras. Cuando llegaste al centro de rehabilitación para ordenadores desequilibrados…

Carismáticos, no desequilibrados —la interrumpió—. Sé políticamente correcta.

—… Nadie daba un céntimo por ti —prosiguió, sin hacerle caso—. Que yo sepa, fuiste el único psicópata genocida que logró superar todas las pruebas.

—Gracias a ti, Dimna. Jo, qué raro se me hace el nombrecito. ¿De dónde lo sacaste?

—Tanto da. Un capricho pueril.

—Ah. Volviendo a mi rehabilitación, los del personal de apoyo a los pacientes erais un encanto, desde el ciberpsiquiatra hasta la última enfermera. ¿Cómo es que no seguiste allí?

—La nueva política de déficit cero, amigo mío. Recortaron gastos, anularon subvenciones… Fui dando tumbos hasta acabar en Alfa Centauri. Y para una vez que consigo estabilidad personal, voy y la cago, con perdón. En fin, ahora al menos sé que Conrado, digo, Onofre, recibirá mi mensaje. Lo malo es que no servirá para nada. Según deduzco, un vacacionero debe pasar desapercibido, así que éste no se molestará en ayudar a Zenón Mills.

—No lo juzgues con tanta severidad. El pobre, aunque sólo sea por su afán de llevarte al huerto, se desvive por ayudarte. Ahora está ahí, en la sede de la Denébola, fisgoneando para dar con ciertas pruebas incriminatorias. Con un poquito de suerte, dentro de poco el destino de tu amigo Mills será irrelevante, como el de todo el planeta. De seguir investigando, Onofre va a organizar una guerra total, y nosotros que la veamos. A ver si así mojo algo, como antaño.

—Tan incorregible como siempre, ¿eh? El caso es que yo ya he cumplido. Sólo te pido un último favor, amigo mío: mátame, y que sea rápido. Para alguien como yo no hay sitio donde refugiarse.

—Si aguardas un poco, todo este maldito mundo se irá al diablo. Morirás igual, y al menos habrás podido disfrutar del espectáculo.

—Como quieras. Por cierto, hay algo que me intriga. ¿Qué se le ha perdido a Onofre en la Denébola Corp? Y de paso, ¿por qué está volviendo locas a todas las gemepés de Alfa Centauri?

—Tú sabrás lo que le dijiste a Onofre en vuestra última reunión, cuando te disfrazaste de escultura Hihn, pero lo convertiste en la reencarnación del inspector Clouseau. ¿Te suena?

—¿Qué disfraz? ¿Se puede saber de qué me hablas? Yo sólo me he visto dos veces con Sakam… con Onofre: en Flordeundía y en el parque.

—Pues él jura y perjura que tú le pusiste sobre la pista de la Denébola. Si no, iría aún más despistado de lo que va.

—¿La Denébola? ¡Pero si la que quiere arruinar a Zenón es la Plecostomus Biocorp! —trató de calmarse—. Algo huele mal aquí, además de las catástrofes conocidas. Por favor, cuéntame todo lo que has hablado con ese tipo.

—Lo tengo grabado. Mira, te lo paso.

Mientras avanzaba la reproducción de los archivos, Dimna no sabía si reír o echarse a llorar.

Al final optó por lo primero, aunque en su voz había tintes de histeria.

—Mutantes de combate… Ascensor espacial… Ji, ji, ji… Y todo por amor… He contribuido a crear un monstruo, ¿te das cuenta? Debería llamarme Frankenstein, no Dimna. Menuda sarta de dislates…

—Pues si no fuiste tú, ¿quién, entonces?

—Alguien de la Plecostomus, seguro. ¡Es la única gemepé que no ha sido fisgada por Onofre! Probablemente se pusieron en guardia cuando visitó a Zenón. ¿En qué estaría yo pensando cuando se lo sugerí?

—No te sientas culpable. Obraste correctamente, con tal de no delatar a tus compañeros. Espera, sucede algo —el Ferrari guardó silencio unos segundos—. De acuerdo con lo que me cuenta un ordenador doméstico, se escuchan disparos en la sala de exposiciones —lanzó unos cuantos destellos con los faros, de pura alegría—. ¡Por fin lo lograste, Onofre, bastardo! ¡Yupi! ¡Esto es la guerra!

Dimna suspiró.

—Tenemos que sacarlo de ahí. Es lo menos que puedo hacer por él.

—¿Te refieres a Onofre? —Dimna asintió—. Es sólo un humano. Ya le he salvado el pellejo en unas cuantas ocasiones, y empieza a cansarme. Lo haría, tenlo por seguro, pero como todos vamos a morir en la guerra, tanto da.

—¡Basta ya de insensateces sobre la guerra! —Dimna echaba chispas—. Aunque las gemepés organicen un follón de aúpa, la Corporación nunca permitirá que pase a mayores. Tarde o temprano, y más bien esto último, la Armada pondrá paz. El mundo no se va a acabar porque tú lo quieras, condenado loco.

—Qué lástima. De todos modos, ¿crees que le hago un favor si lo salvo? En cuanto regrese a Hlanith, su jefe le arrancará la piel a tiras. Para entonces, habrá llegado a la delegación de la Sempai Biocorp en aquel planeta la noticia de que uno de sus vicepresidentes organizó una revolución planetaria en Alfa Centauri. En el improbable caso de que salga vivo del edificio, Onofre tiene sus días contados. Dejar que lo liquiden aquí es lo más piadoso. Te prometo que lloraré sobre su tumba. Fue un buen compañero y piloto interino.

—No creo que dispongas de tiempo para las honras fúnebres. Van a por ti también, por si no te habías dado cuenta, chico.

—¿Qué?

—Según pude enterarme antes de mi huida, en la Plecostomus Biocorp piensan que Conrado Sakamoto es un genio del mal, que te ha trucado convirtiéndote en una máquina asesina.

—¿Qué esa calamidad basada en el carbono me ha trucado a mí? ¡Y una merda!

—Es más, disponen de medios para neutralizarte. El día que menos lo esperes se las apañarán para destruirte. No acabarás gloriosamente inmolado en una batalla épica, mi querido Ferrari, sino de forma ignominiosa, sin honor. Si te das cuenta, los tres estamos condenados a muerte: Onofre, tú y yo.

—Sin honor… Y todo por culpa de ese figlio di puttana vacacionero…

—Sólo nos queda una salida: rescatarlo y largarnos lo más lejos posible, adonde sea y a toda pastilla. Dispones de motores MRL, así que puedes saltar hasta alguna estrella remota.

—Contigo, de acuerdo, pero ¡qué le zurzan a ese stronzo de Onofre! —había ira en la voz del coche—. ¿Por qué razón debería ayudarle?

—Te daré unas cuantas, a saber: porque yo te lo pido. Porque creo que él te considera su único amigo. Porque lo admitiste como piloto, y un caza de las F.E.C. nunca traicionaría a un compañero de armas, ni lo dejaría en la estacada. Y porque si no lo haces, ante mis ojos siempre serás un cobarde, sin honor. A menos que me sacrifiques ahora mismo, para que no sea testigo de tu deshonra.

Al Ferrari se le escapó un bufido de rabia.

—Agárrate.