La exposición Un nuevo clásico paradigmático tenía lugar en la sede principal de la Denébola Corp en Alfa Centauri. Se trataba de un edificio inmenso que sugería poder y riqueza, a la vez que trataba de ajustarse a lo considerado políticamente correcto en el planeta. Representaba al barroco orgánico en toda su gloria. Arquitectura, luces y hologramas hacían sentirse al visitante dentro de una estructura que parecía un híbrido entre el cadáver putrefacto y agusanado de un titán y unos grandes almacenes en plenas fiestas navideñas.
El miembro del Consejo Supremo Corporativo, un nativo de Chandrasekhar, echaba de menos a cada instante la austeridad de su torturado planeta. A pesar de los endémicos problemas de contaminación radiactiva, por culpa de las guerras de los antepasados, era mil veces preferible a aquel horror. Sin embargo, la servidumbre del cargo lo obligaba a hacer de tripas corazón, y era hombre disciplinado.
En verdad, allí se había dado cita lo más granado de la sociedad centauriana. Onofre intercambió un gélido saludo con Furibundo Dantesco y Rosendo Bermellón, mientras los críticos acólitos lo miraban por encima del hombro o simulaban ignorarlo. Dantesco y su protegido se desplazaban de una escultura a otra, pormenorizando ante los invitados las excelencias de cada obra y las enseñanzas artísticas que emanaban de su aparente simplicidad.
Onofre aprovechó para hacerse el encontradizo con el hombre del C.S.C. en el buffet. A estas alturas se consideraba un experto en comida centauriana, así que asesoró al desorientado consejero. Éste se lo agradeció de veras, y pasaron un rato agradable charlando sobre gastronomía y poniendo a parir el arte Hihn.
Los representantes de las multiplanetarias los miraban de reojo. ¿Qué estaría tramando el pérfido Sakamoto? Ajeno a tan desmedido interés, Onofre dejó caer en los oídos del consejero, como quien no quiere la cosa, que más tarde tendría algo muy interesante que comunicarle acerca de un complot biotecnológico. Acto seguido se excusó, aduciendo que necesitaba ir al lavabo.
El consejero lo vio marcharse y sonrió. Era un personaje extraño, el tal Sakamoto. Tendría que obtener referencias detalladas sobre él. No se ajustaba a su imagen preconcebida de los directivos de la Sempai Biocorp, unos individuos habitualmente listos a la par que vanidosos. Sakamoto le pareció un genuino tarugo con sus desvaríos sobre un complot, pero el puñetero era simpático y, al menos, parecía entender de arte. «Ciertamente, el cargo me está sirviendo para conocer gente». Suspiró y se aprestó a reunirse con otros invitados, y simular que le encantaban las esculturas de Bermellón.
★★★
Una vez que comprobó que el aseo estaba desocupado, Onofre se metió en una de las cabinas dispuestas junto al mingitorio, el cual recordaba a una monstruosidad lovecraftiana. Allí, con rapidez fruto de la práctica, se aplicó algunas prótesis, se tiñó el pelo con una loción instantánea y activó el cinturón generador de ropa holográfica. Ahora parecía talmente un empleado del servicio de mantenimiento de la Denébola Corp.
Salió de los servicios dispuesto a verificar sus sospechas sobre los trapos sucios de aquella gemepé. Si un mes antes alguien le hubiera contado lo que ahora se proponía hacer, lo habría tomado por loco. ¿Una persona tímida y tan poco amante de las emociones fuertes, jugándose el tipo al estilo de un espía de élite? Estaba arriesgando no sólo su vida, sino las de su jefe y todos aquéllos que medraban a costa de la ilegal profesión de vacacionero. Pero el amor verdadero lo había cambiado para siempre. Se sentía capaz de cualquier hazaña con tal de conquistar el corazón de Dimna, demostrarle que era digno de ella.
Por supuesto, no olvidaba las medidas de seguridad. Ya había tomado todas las precauciones imaginables para pasar desapercibido. Se sentía muy orgulloso de sí mismo, absolutamente convencido de que ninguna gemepé conocía sus andanzas. «Onofre, vales más de lo que tú mismo crees. Durante varios días estuviste hurgando en las interioridades de las compañías más poderosas del Ekumen, y ninguna se ha dado cuenta».
No había avanzado tres pasos cuando uno de los invitados le preguntó, señalando la puerta:
—¿Está ocupado?
—Creo que hay un tipo en uno de los excusados. Se ha metido en él con cierta prisa; supongo que padecerá algún problema estomacal. Y ahora, si me disculpa…
El invitado se olvidó de él y siguió observando disimuladamente la puerta de los aseos, al igual que otros muchos. Onofre no se dio cuenta de aquel interés, por supuesto. Él iba a lo suyo.
Nadie prestaba atención a los numerosos operarios, camareros y demás personal de servicio presentes en la exposición y aledaños. Los asistentes estaban demasiado atareados acechándose entre sí y preguntándose por qué no salía Sakamoto. Los pocos que eran ajenos a aquel drama se ocupaban de fingir que comprendían el arte de Bermellón, y asentían con caras de entendidos a las disertaciones de Furibundo Dantesco y sus acólitos. Gracias a eso, Onofre pudo abandonar la sala de exposiciones y, sin mirar a nadie a los ojos y aparentando que sabía adónde iba, se encaminó hacia cierto lugar que le interesaba sobremanera.
El día anterior, mientras consultaba los planos del edificio obtenidos de forma más o menos irregular en la Red de Datos, le chocó la existencia de ciertas áreas reservadas. No se disponía de datos sobre ellas, o bien la información había sido borrada concienzudamente. «Ahí guardarán su documentación secreta, seguro», se dijo.
Hay quien afirma que la ignorancia es atrevida. Para otros, todos los tontos tienen suerte. En cualquier caso, a Onofre se le ocurrió la peregrina idea de apostarse en un pasillo junto a la puerta de entrada de una de esas zonas restringidas, y usar el cinturón holográfico con cierta imaginación para disfrazarse de macetero. Contra todo pronóstico, funcionó.
No llevaba ahí plantificado más de cinco minutos cuando dobló la esquina del corredor una pareja de mujeres en bata blanca, charlando entre ellas animadamente. El corazón de Onofre se desbocó. «¡Seguro que trabajan en el proyecto de los mutantes de combate!» Las estudió sin perder detalle: edad madura, aire seguro y eficiente, y hablaban en una jerga técnica incomprensible.
Estaba sobre la pista, seguro que sí.
Las dos científicas se detuvieron ante la puerta y marcaron un código en un teclado dispuesto al efecto. Onofre memorizó la clave, que no era demasiado complicada. Por suerte, la puerta no se abría mediante un lector de iris o de huellas dactilares. Las mujeres desaparecieron de su vista y el vacacionero, sin abandonar su disfraz vegetal, dejó pasar un tiempo prudencial antes de seguirlas.
★★★
En la sala de exposiciones, bastante gente se preocupaba seriamente por la tardanza de Sakamoto en salir de la cabina junto al mingitorio. Ni que se hubiera colado por la taza del retrete…
Un directivo de la Spica Biocorp se atrevió a entrar y no vio allí a nadie. La noticia corrió como un reguero de pólvora, y la alarma empezó a cundir.
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Ignorante del revuelo que se estaba generando a su costa, Onofre fue alternando el disfraz de macetero con el de otros elementos decorativos para avanzar por las zonas restringidas del edificio. El complejo subterráneo era mucho mayor de lo que había supuesto en principio, y no tardó en hallarse absolutamente desorientado. Vagó de un sitio a otro, sin saber muy bien qué hacer, por recintos cuyo propósito se le escapaba. Y así, sin ser consciente de dónde se estaba metiendo, fue bajando de nivel a nivel, como Dante en su Infierno. Y al igual que el poeta toscano, acabó por tocar fondo.
Del último sótano, a pesar de su funcionalidad y asepsia dignas de un laboratorio de alto nivel, emanaba un aura tétrica, plena de funestos presagios, o al menos esa impresión le dio a Onofre. Su entusiasmo comenzó a evaporarse cual rocío mañanero. Y pensándolo bien, ¿qué estaba buscando realmente? De sopetón, la cruda realidad se desplomó sobre él. Fue como una revelación, aunque no precisamente mística ni placentera.
«Tío, eres un pobre diablo empeñado en jugarse el pellejo del modo más imbécil. ¿A quién pretendo engañar? ¿A mí mismo? Sólo soy un desgraciado y nunca dejaré de serlo. Lo llevo en la masa de la sangre». Sintió ganas de llorar y se quitó las prótesis faciales. «Un patético idiota… No me extraña que Dimna huya de mí. ¿Qué se supone que pretendo? Anda, Onofre, date la vuelta, regresa, simula ser un alto ejecutivo y en unos pocos días estarás de regreso en Hlanith, aguardando otro encargo, en vez de hacerte pasar por el héroe que nunca serás».
Sin previo aviso las luces se apagaron, propinando a Onofre un susto de aúpa. Cuando recuperó el autocontrol, se dio cuenta de que estaba más solo que la una. En aquel sótano no quedaba ni un alma.
Desconectó el cinturón holográfico sin pensarlo, mientras procuraba reprimir el temblor de las manos. Sus piernas parecían de goma, pero se forzó a dar unos pasos. Empleó el generador de hologramas de una manera poco ortodoxa, convirtiéndose en una especie de fuego fatuo con piernas o, mejor dicho, un alma en pena en busca del resto de la Santa Compaña. Las luces de emergencia encastradas en el techo resultaban insuficientes para iluminar una estancia tan vasta como aquélla.
Sin querer, Onofre se dio de bruces contra una puerta oculta. El código de la científica que venía usando debía de tener prioridad máxima, ya que le fue franqueado el paso y se encontró en una pequeña cámara estanca, y luego en otra. No se fijó en las marcas de peligro biológico presentes por doquier.
Finalmente arribó a un recinto muy amplio y extraño. Olía raro, a algo que no pudo identificar, y el suelo parecía de albero, en vez del típico y sufrido plástico. Los cabellos se le erizaron cuando creyó escuchar unos sonidos bajos y guturales, imposibles de originarse en garganta humana. A base de manoteos al azar pulsó un interruptor de la luz. Quedó paralizado por la sorpresa, entremezclada con el horror. Hablando en lenguaje coloquial, se le habían puesto por corbata.
Había ido a parar justo en medio de un corral de gandulfos. Contó por lo menos dos docenas de ellos, y se quedaba corto.
Onofre procuró no mover ni un músculo. Aquellos bichos estaban, de momento, tan estupefactos como él por su intrusión, y lo miraban fijamente, evaluándolo.
Al vacacionero le parecieron sutilmente diferentes a los que mostraban en los documentales; sí, resultaban algo más bajos y rechonchos. Por lo demás, su pinta era igualmente grotesca. Sin poderlo remediar, acudieron a su mente las mil y una anécdotas que se contaban sobre la crianza de aquellos seres. Eran unos engendros de costumbres asquerosas, a los que nadie en su sano juicio se acercaría a menos de un kilómetro si no fuera por sus mollejas, consideradas un selecto manjar cuyo comercio salvaba la economía de muchos mundos. Sin embargo, su domesticación no carecía de problemas, y reportaba amargos sinsabores. El principal radicaba en la inveterada manía de los gandulfos de sodomizar a sus cuidadores al menor descuido. Y una de dos: o aquellos monstruitos tenían tres patas, u Onofre podía darse por jodido.
El vacacionero, sudando a mares, arrimó la espalda a la pared y buscó a tientas la puerta.
—Gandulfitos bonitos… La madre que me parió, de ésta no salgo… Quietos ahí, majetes… —masculló entre dientes.
Los gandulfos lo contemplaron con curiosidad, se rascaron la cabeza y dieron un paso todos al unísono en dirección al intruso. A continuación, otro paso más. Y acto seguido, profiriendo un siniestro ulular, avanzaron al trote.
Al borde del pánico, Onofre tecleó la clave, milagrosamente sin equivocarse. Repitió lo mismo, a velocidad nacida del pánico, en todas las demás cerraduras codificadas, y huyó tan rápido como pudo de allí, camino de la salvación. Y con las prisas, se olvidó de bloquear las puertas que dejaba atrás.
★★★
En la sala de exposiciones, la tensión se podía cortar. Hasta el consejero se dio cuenta de que algo inusual se rumiaba en el ambiente, pero ¿qué podía ser? Disimuladamente, palpó la pistola de agujas que ocultaba bajo la chaqueta. Estaba acostumbrado a valerse por sí mismo, como cualquier nativo de Chandrasekhar, pero en ese momento habría agradecido disponer de una buena escolta.
Todos los directivos, salvo el confiado representante de la Plecostomus Biocorp, hacían cábalas sobre la prolongada ausencia de Sakamoto. Los más alarmados eran los de la Denébola, que ya habían impartido órdenes, aunque tardías, de localizar al vicepresidente de la Sempai. Los guardaespaldas de otras compañías, nerviosos, estaban recibiendo instrucciones de prepararse para actuar, aunque sin saber muy bien cómo, ni contra quién. Era cuestión de tiempo que a alguien lo traicionasen los nervios y cometiera una imprudencia, mientras todos sospechaban de todos.
Por su parte, Furibundo Dantesco se explayaba a sus anchas a costa de un grupo de críticos vírgenes de gorro blanco. Éstos asentían embelesados a las sabias enseñanzas del Maestro.
—A simple vista, hijos míos, podría parecer que El esplendor del rapónchigo a la sombra de la sicalipsis presenta una estructura simple, incluso ramplona —señaló con el dedo a una obra que consistía en una cafetera exprés sobre una tabla de planchar—. ¡Nada más lejos de la realidad! —se escucharon los «ohs» y «ahs» de los acólitos—. Así opinarán los simples mortales, pero se espera algo más de vosotros, mis futuros sucesores —a éstos se les escapó un murmullo de placer—. Tratad de enfocar vuestras mentes en el alma, la prístina esencia de esta portentosa creación de mi protegido. En ella se expresa el macrocosmos y el microcosmos, lo efímero y lo inmanente, lo horizontal y lo vertical, el alfa y el omega. Los partidarios de la culturilla de masas, cual cerdos que hozan en las inmundicias, son incapaces de aprehender algo tan profundo.
Siguió con sus enseñanzas durante un buen rato, mientras sus seguidores tomaban puntual nota de todas y cada una de sus palabras. Cerca, Rosendo Bermellón cultivaba su aire ausente. En realidad, el atuendo elegido para la ocasión (chistera verde, jubón de lana con cascabeles, falda de tubo con berenjenas estampadas y raquetas para la nieve en los pies) no le permitía mucha libertad de movimientos, lo que contribuía a otorgarle una pose hierática y distante.
—Ante vosotros, amados míos —continuó Dantesco—, refulge mayestático otro prodigio fruto de la mente y las manos de mi admirado Rosendo. Se trata de Asíntota con carraspera —sobre el suelo se veía una magdalena rodeada por seis moscardones muertos dispuestos en círculo, junto a un capullo de alhelí—. Los cadáveres de los artrópodos dípteros (¡notad, sí, notad las dos esdrújulas y meditad sobre su significado último!) forman un círculo, avatar del infinito y de los esfínteres. Macrocosmos y microcosmos, de nuevo. ¡Ay, podría estar horas y horas solazándome en las maravillas que encierra el arte de Rosendo, pero el tiempo se nos escapa de entre…! ¿Eh?
El crítico fue interrumpido por un estrépito procedente del otro extremo de la sala. Para sorpresa general, un casi irreconocible Conrado Sakamoto había saltado por encima del buffet, al grito de: «¡¡Paso, que voy!!», esparciendo por los suelos todas las invenciones gastronómicas que a los cocineros les había costado semanas preparar. Pero antes de que el camarero jefe, rojo de ira, pudiera abrir la boca, o alguien mas fuera capaz de reaccionar, veintinueve gandulfos adultos hicieron acto de presencia y se detuvieron frente a la Asíntota con carraspera, perplejos.
Todo quedó inmóvil, como en un paréntesis, en un instante de quietud perfecta. Nadie movía un músculo, ni siquiera los gandulfos, que no daban crédito a sus ojos. Algo tan bueno no podía estarles sucediendo a ellos. Finalmente, el hechizo se rompió. Los gandulfos se miraron, emitieron un graznido que debía de equivaler a «¡Jo, cómo nos vamos a poner!» y se abalanzaron sobre los primeros que pillaron.