Le quedaban dos semanas escasas de vacaciones, y Onofre languidecía día tras día. Nada sabía de Dimna (ay, cómo la extrañaba…) y sus pesquisas en la Red de Datos no habían sacado nada en claro. Las compañías aseguradoras que se aprestaban a empapelar de por vida a Zenón Mills formaban parte de unos conglomerados financieros tan complejos, que la empresa A podía depender de B, ésta de C, y a su vez esta última de A. Eso, en el caso más simple. La hipótesis del Ferrari parecía imposible de verificar. En cuanto a la suya, acerca de venganzas entre clanes de críticos, el culpable podría ser cualquiera. Y él seguía sin ver a Dimna. «Tal vez me esté probando. A lo mejor, el asunto de Mills es una añagaza para averiguar mi inteligencia». Esa hipótesis lo halagó durante un minuto, el tiempo que tardó en darse cuenta de un detalle: «Resultaría perfecto si yo fuera inteligente». Se deprimió por enésima vez.
Tampoco contribuía a levantar su ánimo la obligación de seguir cumpliendo el programa de actos diseñado por el vicepresidente de la Sempai. Hoy tocaba otra dosis de esculturas Hihn de la variedad más aparatosa. Previsor a fuerza de escarmentar, se había zampado un copioso desayuno en el hotel, para no tener que enfrentarse con el buffet de la sala de exposiciones.
Intentó aparentar interés, mientras su mente vagaba por senderos ignotos. Las esculturas consistían en prismas y esferas de luz pulsante, de los cuales colgaban filacterias que danzaban enloquecidas. El resultado causaba dentera en cualquier otro que no fuera un centauriano curtido.
En su errático deambular, Onofre se paró delante de una escultura Hihn particularmente abigarrada. Parecía un cruce entre un cocotero desgarbado, un erizo de mar con plumas en vez de púas y un plato de espaguetis iridiscentes. Fue a apartarse, ya que aquello hería la vista, y entonces la estatua le habló:
—¡Pst! Señor Sakamoto, tengo algo que decirle. Por favor, disimule; nadie ha de saber que estoy aquí con usted. Ya sé que le parecerá un tanto irregular, pero las circunstancias…
La voz estaba distorsionada por un dispositivo electrónico para hacerla irreconocible, mas Onofre no tuvo duda alguna. «¡Dimna! Por fin te dignas a dirigirme la palabra… ¿Ya me has perdonado lo del pato?» Trató de disimular la sonrisa de felicidad que quería aparecer en su cara, y procuró ponerse serio. Se moría de ganas de charlar con ella, pero se contuvo. Tenía su dignidad, caramba. Debía mostrar siquiera un poco de firmeza, hacerse el interesante.
—A mí no me engañas con semejante disfraz. Sé quién eres —respondió, tratando de no llamar la atención de los demás mientras simulaba consultar un catálogo.
El directivo de la Plecostomus Biocorp dio un respingo. «Sabe quién soy… ¡Este tipo es el mismísimo diablo! ¿Cómo puedo negociar con una mente así?» Temblando, trató de salir del paso.
—Señor Sakamoto, si me permite que yo…
—¿A qué viene eso de hablarme de usted? —«tal vez sigue enojada conmigo», pensó Onofre—. El tuteo sería más apropiado, ¿no?
—Lo que usted… lo que tú digas, Conrado —el directivo sudaba a mares, debido a los nervios y al disfraz que debía portar.
—Así me gusta, que seas amable conmigo —bajó aún más la voz, hasta convertirla en un susurro que pretendía parecer sensual—. Y deberías ser todavía más amable, no sé si me explico.
«Ostras, que este tío encima es maricón».
El directivo, oriundo de un planeta singularmente puritano, empezó a imaginarse un sinfín de horrores. Si lograba salir del trance con la virtud intacta, le aguardaba una penitencia en extremo severa. Pero para eso tenía que sobrevivir, claro. ¿Y si aquella especie de superhombre trataba de abusar de él por la fuerza? Juntó los muslos.
Tendría que atemperar su lujuria de algún modo. Era leal a la Plecostomus Biocorp, pero hasta cierto punto, caray.
—Señ… Conrado, respecto al tema que más nos preocupa…
—Opino que tus obsesiones resultan excesivas —lo cortó Onofre—. Al final se sabrá la verdad, estoy seguro. La Policía dará con los culpables. Pero mientras, ¿por qué no disfrutar un poco de la vida? Carpe diem; tú ya me entiendes…
Vaya que si lo entendía. El maldito Sakamoto lo acababa de dejar bien claro: si accedían a todos sus caprichos, no los delataría a las autoridades. Lo malo es que entre esos caprichos figuraba el pecado nefando. El directivo temblaba cual gelatina. «¿Por qué no me quedaría yo en casa con papá, cultivando pepinos y melones, en vez de estudiar Empresariales y verme ahora en esta situación tan comprometida?» La idea de tener que ejercer de efebo para aquel sátiro depravado lo aterraba hasta ponerlo enfermo. Debía procurar que Sakamoto se ensañara con otra presa.
—Je, je… —procuró que su risa no sonara histérica—. Todo se andará. Pero aquí no, que es muy arriesgado.
¿Dimna se le insinuaba, por fin? Onofre no cabía en sí de gozo. Trató de mantener las formas, ya que ella parecía empeñada en que no la descubrieran.
—Malditas convenciones sociales… Conozco planetas en donde la gente da rienda suelta a sus impulsos naturales, sin miedo al qué dirán.
«Pues que me esperen sentados. Huy, huy, huy, qué mal lo llevo. Improvisación, ¿dónde estás cuando te necesito?»
—Señ… Conrado, en las presentes circunstancias debemos limitarnos a conversar, y aun así tomando precauciones. Las paredes oyen.
—Como las esculturas.
—¡Ja, ja! ¡Qué ocurrente! —dijo el directivo, aunque lo que realmente pensaba era: «¡Arde en los fuegos del infierno, abominable sodomita!»
—¿Sabes que me encanta escuchar tu risa cantarina? —dijo Onofre.
El directivo se tragó la respuesta que espontáneamente iba a soltarle. Entonces reparó en el par de gorilas que había en la puerta de la sala; trabajaban para la Denébola Corp, la cual los habría puesto a disposición de Sakamoto. Si lograba malquistarlo con ellos y, de paso, que aquel rijoso pensara en otra cosa…
—No me estoy inventando nada, Conrado. Si estuviera en tu lugar, no me fiaría de la Denébola. Esa gemepé esconde muchos esqueletos en el armario, aunque no es la única —y le facilitó una relación de multiplanetarias que Onofre conocía bien, ya que había suplantado, ejerciendo de vacacionero, a varios de sus altos cargos—. Pero en la Denébola Corp se está cociendo algo muy gordo —concluyó el directivo.
Onofre quedó pensativo durante unos momentos.
—Así que sospechas de la Denébola —el directivo asintió con entusiasmo, aunque no se notó con el disfraz—. Lo tendré en cuenta, pero creo que el mundo no se va a acabar si lo dejamos para mañana. Disponemos de todo el día por delante para nosotros dos solos. ¿Has montado alguna vez en un Ferrari? Los asientos son pecaminosamente cómodos.
El directivo, que ya se veía como mártir inmolado en pro de su empresa, se aferró a una última idea salvadora.
—Señ… Conrado, ¿serías tan amable de traerme un refresco? Este condenado disfraz me da una sed horrible. Y a ser posible con una pajita, para poderlo sorber.
—Por supuesto. Si al refresco no le brotan ojos y me larga un discurso sobre arte contemporáneo, lo tendrás en un santiamén. No te vayas a marchar ahora, ¿eh? —y le obsequió con un guiño lascivo.
—Tranquilo, Conrado. Contaré cada uno de los segundos que estés lejos de mí, palabra de honor.
Onofre se acercó a la mesa del buffet y, mientras porfiaba por distinguir la comida y la bebida de la propia ornamentación orgánico-barroca de la mesa, escuchó a sus espaldas un gran estrépito. Se dio la vuelta, alarmado, para comprobar desolado que ella lo había dejado plantado una vez más. La escultura ya no estaba. Más aún, en el suelo yacía despatarrado un crítico de gorro negro segundo dan. Sus acólitos proferían chillidos de espanto y correteaban de un lado a otro sumidos en el pánico, cual pollos descabezados. Un robot camarero abanicaba al caído con una servilleta, mientras que otro crítico que pasaba por allí, un gorro marrón, discutía con la escultora en honor de la cual se había organizado aquella exposición.
—¿Cómo que atropellado por uno de mis trabajos? —se defendía la mujer, una individua con pinta anoréxico-mística, ataviada con un vestido confeccionado a base de mondas de naranja—. ¡Eso es imposible! ¿Acaso puede una obra de arte salir corriendo así como así? ¿Se ha vuelto usted majareta, o qué?
—¡Pues yo lo he visto con estos ojos que se han de comer los gusanos! Una estatua (cuyo nombre, por cierto, no aparece en el catálogo chapucero que nos han proporcionado) dio un brinco, corrió como una exhalación y arrolló al pobre Benedicto Misr —señaló al crítico, que aún no volvía en sí—. Luego, huyó por la puerta antes de que pudiéramos reaccionar. ¿Es eso arte? —Pregunto, angustiado—. Es más, la estatua me pareció un vulgar plagio de La cremación de los apotegmas, del ínclito Padino Pavonio. ¡Un escándalo!
—Sus insinuaciones me resultan ofensivas, marrón —pareció escupir esta última palabra.
—No responderé a eso. ¿Qué cabe esperar de una partidaria de la Escuela Pantopódica, salvo excentricidades y patochadas?
—¡Oiga, no sabe usted con quién está hablando! Me hallo bajo la tutela del insigne Furibundo Dantesco, gloria de nuestra raza y azote de díscolos y librepensadores.
—Pues yo me honro de quedar bajo la égida del muy noble…
Onofre se desentendió de la conversación y salió corriendo a la calle, por si aún podía localizar a Dimna, pero sólo halló restos del disfraz, dispersos por el suelo.
—Con ésta ya van tres, maldita sea —pateó un jirón de plástico con plumas sintéticas, más frustrado que nunca.
★★★
Multiplanetaria Plecostomus Biocorp. Delegación en Alfa Centauri.
—En resumen: lo persuadiste para que nos dejara en paz por el momento y desconfiara de la Denébola.
—Mi trabajo me costó. Es un hombre de ideas fijas.
—Sabemos que la Denébola se trae algo entre manos, algo que guardan en el mayor secreto y que debe de significar mucho dinero. Sakamoto se verá impelido a investigar, ya que un posible chantaje a la Denébola es demasiado goloso para dejarlo escapar. Con un poco de suerte, será la propia Denébola la que decida quitar de en medio a nuestro hombre, ahorrándonos el trabajo y las molestias. De todos modos, por si acaso, ya he diseñado una forma de liquidarlo a él y a su coche justo antes de que abandonen el planeta, pero si la competencia se nos adelanta, qué se le va a hacer.
—Deseo a la Denébola la mejor de las suertes.
—Por cierto, ya que en apariencia Sakamoto simpatiza contigo, deberías permanecer disponible, por si se requiere que tengas que entrevistarte de nuevo con él. Oye, qué pálido te has puesto de repente. ¿Te encuentras mal?
—No… no es nada. Voy un momento a tomar el aire; ya se me pasará. Hasta luego.
—Hasta luego, y cuídate, que tienes que mantener contento a Sakamoto para que no se inmiscuya en nuestros asuntos.
★★★
Delegación de las Fuerzas Espaciales Corporativas en Tàpies Town.
—Así que desea enrolarse en las tropas de asalto y que lo enviemos al otro confín del Ekumen, ¿me equivoco? ¿Conoce usted los riesgos de esta profesión? Hay quien no sobrevive al periodo de entrenamiento de los comandos. ¿No ha cambiado de idea? Ya veo. Disculpe si me inmiscuyo donde no me llaman, pero su petición resulta inusual. Muy pocos centaurianos se sienten llamados por la vida militar. Que yo sepa, el único famoso —señaló a un cuadro colgado en la pared— fue el teniente Sven Lerroux, caído en acto de servicio en el planeta Baharna, hace ya bastante tiempo. Pero un directivo de una gemepé como usted, la verdad, se me antoja raro.
—Tengo mis motivos, créame. ¿Puedo empezar hoy mismo?
—Jo, qué prisas. En fin, usted sabrá. ¡Bienvenido a las F.E.C., soldado!