Nada más llegar al hotel, Onofre se precipitó corriendo a la ducha, pero por más que se restregaba con la esponja, aún se sentía sucio, mancillado. Si antes odiaba Alfa Centauri, ahora lo aborrecía. Sin embargo, hizo de tripas corazón y decidió volver a salir a la calle. No podía pasar el resto de su estancia enclaustrado como un ermitaño. Era cobarde, pero hasta cierto punto.
Por descontado, esta vez tomó precauciones. Se informó de la existencia de áreas acotadas a los artistas errabundos, y hacia una de ellas se dirigió con el Ferrari. Mientras sobrevolaban la ciudad, Onofre reparó en una manifestación que reuniría a unas diez mil personas.
—¿Contra qué protestan? —preguntó, levemente interesado.
—Creo que tiene que ver con la proliferación de indeseables productos naturales, en vez de sanos transgénicos —el Ferrari se calló un momento, ensimismado—. Ay, cuánto añoro mis viejos cañones de plasma. Qué tiempos aquellos, che piacere…
Onofre prefirió no replicar, y así llegaron al parque de las Almas Perdidas. Desde arriba, su diseño parecía una pesadilla abstracta, pero había estanques, senderos, bancos para sentarse y quioscos de comida regentados por inmigrantes. Tenía pase.
—El lugar es seguro, signore —le informó el coche—. Procure no traspasar los límites del parque. Si ve aproximarse a alguien sospechoso, a la entrada podrá alquilar un táser cataplinero, mano de santo para defenderse de los artistas asilvestrados.
—Descuida; ya se me han quitado las ganas de aventuras.
Onofre anduvo sin rumbo por el parque, tratando de evitar las esculturas Hihn más demenciales, extrañando a Dimna. Cuando sintió las punzadas del hambre, compró en un quiosco una bolsa de bocaditos rigelianos y unas latas de cerveza. «Supongo que el auténtico Sakamoto jamás osaría comer un manjar tan plebeyo; él se lo pierde».
Se sentó junto a un estanque en el que nadaban unas cuantas aves acuáticas entre nenúfares y aneas. Se bebió una lata de cerveza casi sin respirar y luego examinó los bocaditos, que consistían en piezas de pan dulce y tierno con trocitos de embutido de cerdo y marsopatudo. Devoró un par de ellos; estaban riquísimos. «Uf, hay que ver lo que llenan; me temo que soy incapaz de acabar con todos». Se percató de que un pato se acercaba hacia él y le arrojó un bocadito.
—No he visto ningún cartel prohibiendo dar de comer a los animales, así que buen provecho, hijo.
—Un millón de gracias, señor —respondió el pato—. Se agradece poder variar la dieta de vez en cuando.
Onofre dio un respingo.
—Joder, si habla… —trató de recuperar la compostura—. ¿Eres un robot?
El pato alzó la cabeza y repuso, con voz gangosa:
—Ay, qué más quisiera. No, señor, no soy un robot, sino una pobre alma caída en desgracia. Mi historia es triste y le moverá a apiadarse de mí, ofreciéndome otro bocadito. Si no es abusar de su paciencia, claro.
—Te confieso que has logrado intrigarme. Creía que los patos eran una forma de vida inferior…
—Y lo son, mi buen samaritano. Yo me consideraba un hombre de bien, un ciudadano ejemplar y respetuoso de la ley, pero un desliz provocó que me condenaran a ser hibernado durante ocho meses y un día. Como pena adicional, mi mente fue transferida a un mísero palmípedo. Ya sólo me quedan cinco semanas, mas ¡cuán despacio transcurre el tiempo! Lo peor es la monotonía: nadar de acá para allá, comer la bazofia que nos dan como pienso, tener que soportar el necio parloteo de los gansos y, sobre todo, no poder practicar mis aficiones cotidianas. Con lo bien que se me daba bailar claqué… Pero de esta guisa, ya me dirá usted.
—Te acompaño en el sentimiento. ¿Por qué te condenaron, si puede saberse? —le acercó otro bocadito, que el animal engulló con voracidad antes de explicarse.
—Yo era crítico literario de gorro azul, bajo la protección del Crítico de Todos los Saberes y Panfilósofo de quinto dan Furibundo Dantesco. ¿Lo conoce? —Onofre asintió, sin comprometerse—. Trataba de seguir todas sus máximas, pero un buen día cometí un pecado nefando —se le bufaron las plumas y tembló—: ¡me leí el libro que debía reseñar! ¿Cómo pude hacerlo, oh, dioses? —y se le escapó un graznido lastimero de ésos que parten el alma.
—Pues… —Onofre estaba perplejo—. No parece tan grave.
—¡Mi buen señor! —el pato se escandalizó—. ¡Sólo los novicios de gorro blanco leen los libros que reseñan! ¡Cualquiera puede hacerlo! La genuina crítica es un arte que requiere un arduo ascenso por la escala de la sabiduría.
—Si fueras tan amable de explicármelo… —a Onofre le daba un poco de pena el pato y le sobraban bocaditos; además, así evitaba pensar en Dimna.
—Será un placer. Un gorro amarillo debe saber que los libros se critican en función de sus autores. Si éstos no figuran en el canon han de ser malos por fuerza, ya que ha sido elaborado por grandes sabios de gorro negro quinto dan —alzó un ala, con gesto solemne—. Un gorro naranja ya podrá captar más matices, como la filiación del editor del libro. Algunos no publican lo que es debido y correcto, ¿sabe? Un gorro verde habrá aprendido, tras meditar bajo una cascada de agua helada durante cuarenta días con sus noches, que no es necesario pensar para redactar una buena reseña. Basta con saber si el autor del libro es amigo de su mentor de gorro negro. Un gorro negro sólo se codea con de la excelencia; suponer lo contrario socavaría las bases de nuestra cultura. Por tanto, un amigo sólo escribirá cosas buenas. Y los enemigos, que no loan día y noche a los reverendos maestros…
—Me lo figuro —le tendió otro bocadito, que el pato devoró en un santiamén—. Prosigue, por favor.
—Ay, ¿qué podría contar yo de las proezas de los gorros azules, entre los cuales me contaba, y de los marrones? Somos capaces de elaborar una reseña con los ojos vendados, simplemente sopesando el libro o palpando la textura de sus tapas. Y en cuanto a los gorros negros, ¡bendita sea su estampa! Sus acrisoladas virtudes exceden todo lo imaginable, ya que trascienden lo meramente humano. Se dice de un gran crítico de tiempos pasados, J’Saint-Jacques, que podía reseñar un libro bajándose los calzones y sentándose sobre él. La esencia del texto era absorbida por ósmosis, recorría los siete chacras y se destilaba en su prístina mente. Y yo renegué de su espíritu cuando me leí el libro… En fin, que me castigaron por patoso. Podría haber sido peor —se estremeció—. Algunos novicios han sido condenados a permanecer en el cuerpo de una cucaracha por haber afirmado que Asimov o Heinlein eran escritores amenos, o por leer las obras de ciertos autores que no pueden ser nombrados…
Onofre se estaba empezando a aburrir con la cháchara del pato. De repente, el corazón le dio un vuelco al escuchar una sensual voz femenina:
—Hola, Conrado. ¿Te acuerdas de mí?
«¿Cómo olvidarte?» Se dio la vuelta. Dimna estaba más guapa que nunca, con unos pantalones negros holgados y una blusa azul celeste tan ceñida que no dejaba lugar para la imaginación.
—Te marchaste muy rápida el otro día, huyendo de mí —el tono pretendía ser de reproche, pero le salió como un lamento, mientras la miraba con ojos de cordero degollado.
—Tenía mis motivos, Conrado —le sonrió—. Vi que aceptaste mi sugerencia y hablaste con Zenón Mills…
—¿Qué no haría yo por ti?
Onofre trataba de llevar la conversación a un plano más personal, pero Dimna era hábil fintando.
—¿Qué te pareció?
—¿El palacio? Se nota que es un tipo con buen gusto. Fíjate, incluso tiene una estatua tuya en el patio…
—¿La de la santa mártir? Pura coincidencia. Yo estoy bien viva, como puedes comprobar.
—Si me dejas…
Dimna suspiró. Era verdad aquello que decían acerca de que los hombres siempre pensaban en lo único. Se resignó a dejar que él la cortejara un poco, con el donaire de un elefante beodo, aunque se las ingenió para que no le pusiera la mano encima. Cuando consideró que el juego duraba ya demasiado, lo miró a los ojos muy seria, y el se calló en medio de una frase.
—Escúchame, Conrado. Ya sé que mi comportamiento remeda al de una Cenicienta de vía estrecha, pero ahora debo irme. No trates de seguirme, por favor. Tengo motivos poderosos para obrar tal como lo hago, que comprenderás en su momento. Aquí te dejo un cristal con información que te interesará. Te ruego que le eches una ojeada. Si todo sale bien, te prometo que seré tuya —mintió, sintiéndose ridícula por hilvanar frases tan cursis—. Adiós, cariño.
Sonrió por última vez y se fue corriendo. Onofre marchó tras ella, para descubrir que había desaparecido tras un seto, como si se hubiera esfumado en el aire. Aquello estaba desierto, salvo por los robots jardineros y las aves del estanque. Pensó en seguirle la pista, pero ¿hacia qué dirección? Presa del desaliento, regresó al banco donde estaba sentado antes de que Dimna saludase. Allí, junto a la bolsa de bocaditos, había un pequeño paquete de plástico transparente, que encerraba un cristal con datos. Lo contempló con curiosidad y lo guardó en la bolsa. Ya lo examinaría en el hotel. Ahora sólo le apetecía quedarse sentado, lamentándose de su triste suerte.
¿Por qué lo rehuía así? ¿Qué pretendía exactamente de él?
En ese momento, el pato carraspeó y dijo:
—Ejem… Si no es molestia, señor, ¿le importaría darme otro bocadito? Los demás son más rápidos que yo a la hora de picotear el pienso, por lo que suelo pasar más hambre que un caracol en un espejo. Caridad para un pobre crítico desvalido…
—Cómo no, hijo mío. Toma, y que te aproveche.
—¡Cuac! Digo, gracias.
Distraídamente, Onofre rebuscó en la bolsa y le arrojó un bocadito al pato, que lo engulló al vuelo. El vacacionero seguía pensando en Dimna, sin poderlo evitar. «Lo nuestro no tiene futuro. Sólo me quedan dos semanas, y sigo sin saber dónde vive. Un momento… Tal vez en el cristal figuren sus datos personales. ¿Y si es una forma de proponerme una cita a solas, en su casa?»
Rebuscó en la bolsa… y no lo halló. Quedó confundido unos instantes, hasta que un cruel presentimiento lo asaltó. «¿No se lo habré echado por error a…?»
Miró hacia el estanque. El pato agonizaba, asfixiándose, con un bulto atravesado en la garganta. Al infortunado animal, que pataleaba enloquecido, los ojos se le salían de las órbitas, inyectados en sangre. Finalmente los movimientos espasmódicos cesaron, y quedó flotando panza arriba entre los nenúfares.
Onofre, haciéndose el despistado y silbando quedamente, arrojó la bolsa con disimulo a una papelera y se largó de allí.
★★★
A un pato. El hijo de la gran chingada se lo había dado a un pato.
Tanto trabajo, para nada. Horas y horas vertiendo cuidadosamente la información en el cristal, de forma que sugiriera a los culpables sin traicionar sus fuentes de información, acabaron en el gaznate de un bicho con plumas. No era justo.
Y lo peor fue hacerse con el cadáver del jodido avechucho, practicarle una autopsia in situ y recuperar el cristal para que nadie descubriera el pastel. Estuvo a punto de caer en manos de la Policía, y a ver cómo se lo explicaba.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Probar a entregarle de nuevo el cristal? Con la suerte que tenía, seguro que el zote de Sakamoto era capaz de confundirlo con un supositorio. Y se le acababa el tiempo.
★★★
Multiplanetaria Plecostomus Biocorp. Delegación en Alfa Centauri.
—¿Qué demonios se le habría perdido en el parque?
—Supongo que buscaba un lugar discreto para reunirse con la fulana. No hemos logrado identificarla aún. Demasiado escurridiza.
—Y respecto a la Sempai…
—Ya es definitivo. Sakamoto hace la guerra por su cuenta.
—Espléndido. Eliminadlo de la forma usual. Luego será cuestión de incriminar a algún idiota.
—He pensado en el artista aquél que lo trincó, Eróstrato Pérez. La Policía creerá que lo mató por venganza. Por supuesto, Pérez también deberá desaparecer horas después en un lamentable accidente. No conviene dejar cabos sueltos, aunque existe un problema. ¿Se tragará la Policía que unos muertos de hambre como Pérez y su trouppe dispongan de tres vehículos artillados?
—Os pagamos para que os ocupéis de esos pequeños detalles. En fin, cualquiera puede sufrir un desgraciado percance durante sus vacaciones.