9

Onofre dedicó las horas siguientes a navegar por la Red en busca de información sobre Dimna, sin éxito. No dudó en utilizar sus privilegios como alto ejecutivo para acceder a bases de datos reservadas, y eso alarmó a los encargados de espiar todos y cada uno de sus movimientos. Más de uno estaba llegando a la conclusión de que aquel vicepresidente de la Sempai participaba en un complot de consecuencias inimaginables.

Frustrado, melancólico y ajeno a la zapatiesta que sin querer estaba organizando, el vacacionero decidió salir a pasear, para ver si se le aclaraban las ideas. Hoy no tenía programada ninguna actividad, menos mal, así que podría vagabundear sin trabas. Nada más dejar tras de sí la puerta del hotel, el Ferrari se plantificó a su lado.

—¿Adónde vamos hoy, signore?

—Te concedo la jornada de descanso, amigo mío. Me apetece estirar las piernas.

Cosa? ¿Caminar sólo y sin protección por Tàpies Town? —la voz del auto sonó alarmada—. Con el debido respeto, ¿se ha vuelto loco, signore?

Onofre lo miró con expresión disgustada.

—Estamos en un planeta civilizado, con policías en cada esquina. Quédate tranquilo. Es bien temprano, y no me meteré por callejones lóbregos. Tampoco iré detrás de ningún hombre que me ofrezca caramelos. Simplemente quiero estar solo.

Caso de tenerlos, el Ferrari se habría encogido de hombros.

—Allá usted, signore. Que conste que yo se lo advertí.

Malhumorado, Onofre lo despidió y caminó sin rumbo por una de las amplias avenidas de la ciudad. No se fijó mucho en el paisaje ni en el paisanaje, absorto en sus cavilaciones sobre cierta dama de oscuros cabellos, y preguntándose si realmente se trataría de una aparición sobrenatural. Así, no reparó en que a su alrededor la gente huía despavorida, hasta que fue demasiado tarde. Alguien le disparó un rayo paralizador y quedó de pie, rígido como un poste e incapaz de mover un músculo. Salvo el corazón, claro, que palpitaba desbocado. Las palabras del Ferrari acudieron ominosas a su mente. ¿Qué se proponía aquel sujeto que se aproximaba a grandes zancadas? El resto de la ciudadanía, al comprobar que un pobre diablo había sido atrapado, se tranquilizó y retornó a sus quehaceres cotidianos. Tan sólo quedó por allí un turista rigeliano, grabando el suceso a una distancia prudencial, por si podía presentarlo a un concurso de vídeos domésticos.

El agresor guardó la pistola de rayos en una cartuchera y tocó un silbato. Acudieron al instante cinco colegas suyos, ataviados de forma similar: gorro frigio de goma morada, con un inquietante parecido a un condón usado; pecho protegido por una cota de malla confeccionada con grapas y clips; un cruasán pegado al ombligo; falda escocesa amarilla con puntillas de encaje, ceñida con un cinturón confeccionado con vello sobaquero; calcetines rojos con la efigie del emperador Alejandro de Algol; y zapatos de gamuza azul con suelas de un palmo, que a cada paso murmuraban con voz quejumbrosa: «¡Elí, Elí! ¿Lemá sabactaní?»

El de la pistola se plantó ante un aterrado Onofre y declamó con voz estentórea:

—¡Oídme, ciudadanas y ciudadanos! Yo, Eróstrato Pérez, imploro vuestra atención. Hasta el día de hoy he sido injustamente ignorado por la crítica oficial, que se niega a admitir la profundidad de mi arte. Pero por fin, tras denodados esfuerzos, he logrado cumplir con el requisito legal de convocar a un público fiel —señaló histriónicamente al rígido vacacionero—, el cual dará fe de la calidad de mi incomparable performance. Y ahora, sin más dilación, ¡qué comience la función!

—¡Chim-pon! —corearon sus acompañantes.

Aquello iba tomando por momentos una pinta más siniestra. A estas alturas, Onofre creía estar curado de espantos, mas la realidad siempre podía superarse a sí misma. Dos de aquellos tipos se pusieron a ejecutar algo que pretendía ser una danza, con movimientos sincopados y torpes volteretas. De vez en cuando se sentaban, miraban al cielo, se hurgaban la nariz y pronunciaban la palabra «arcotangente». Otros dos arrojaban vísceras de pollo al aire, mientras cantaban con voz de falsete: «Pampanitos verdes, hojas de limón». Finalmente, otro acompañaba a los actores con un instrumento musical híbrido de gaita y pandereta, mientras iluminaba ocasionalmente a Onofre con un foco halógeno. Por su parte, Eróstrato Pérez se aclaró la garganta y comenzó su recital, saltando en torno a su víctima a la pata coja:

—¡Oh, uh, ah! ¡Exhibe tu aguijón, displicente entropía! ¡Abusa la musa!

Siguió con sus expresiones inconexas un rato más, hasta que agarró una guía telefónica y empezó a leer en voz alta el listado de usuarios, añadiendo a cada uno de éstos una metáfora meliflua sobre el amor y el dolor. Mientras, sus colegas seguían erre que erre con lo suyo. Onofre no podía gritar, ni llorar, ni huir de aquella encerrona que amenazaba con aniquilar su cordura. Sabía que su cerebro no podría resistir mucho tiempo más sometido a tal espectáculo, y se lamentaba por acabar así, sin haber llegado a conocer a fondo a la sensual Dimna. Y cuando ya lo daba todo por perdido, llegó la salvación. Una mancha de color rojo se materializó ante Eróstrato, el cual se detuvo en plena declamación de una metáfora singularmente laxante.

—Ese humano es mío. Suéltalo, cazzo.

Eróstrato tragó saliva. Había empalidecido sin poderlo evitar. Aquel tono de voz acojonaba lo suyo, y los faros del coche brillaban amenazantes. Verdaderamente, le pareció estar contemplando la faz del Diablo.

—Yo… Lo nuestro es legal, según la normativa de espectáculos…

—Si no lo liberas de inmediato, te aconsejo que hagas testamento. Cualquier noche, cuando menos lo esperes, te estaré aguardando. Tal vez no será hoy, ni mañana, ni la semana que viene, pero nos veremos. Y te prometo que los forenses tendrán que recoger lo que quede de ti en una fiambrera de plástico, con una cucharilla. Hai capito bene?

Los motores del Ferrari incrementaron sus revoluciones.

★★★

—Me debe usted una, signore.

Onofre masculló unas palabras de agradecimiento. Aún temblaba como un azogado, y permanecía arrebujado en el asiento en posición fetal. Aquel artista callejero había anulado el efecto del rayo paralizador, pero no podía curarle de la impresión sufrida. Algunas metáforas, con el lamento monocorde de los zapatos de Eróstrato de fondo, aún retumbaban en su mente. El Ferrari siguió hablando, en el mismo tono que emplearía un profesor bondadoso frente a un alumno particularmente ceporro:

Lei mi stupisce. ¿A quién se le ocurre? Tàpies Town rebosa de artistas ignorados por los críticos, bien porque sus obras no se ajustan al canon reinante, bien porque no hicieron una mamada a tiempo a la persona adecuada. Pululan por las calles, vagando sin rumbo, en busca de algún incauto al que obligar a asistir a sus performances. Por absurdo que parezca a un no centauriano, estos asaltos son considerados como actividades de difusión cultural, del todo legales, en vez de violaciones mentales. El mero hecho de haber estrenado una obra, aunque sea frente a una persona paralizada, otorga puntos al artista, y le permite cobrar el subsidio de paro. Más de una carrera de éxito se ha iniciado de semejante manera. Los nativos ya saben a qué atenerse, y no se dejarían capturar a traición por un fottuto saltimbanqui, pero los turistas… Todos los meses cae alguno. Así que ya sabe: si quiere permanecer vivo, le sugiero que viaje conmigo. O si prefiere usar sus pies en vez de ir cómodamente sentado, contrate a un guardaespaldas. Dinero le sobra, sicuro.

Onofre asintió con la cabeza. No le dolía reconocer que el Ferrari tenía más razón que un santo. Gracias a él seguía cuerdo.