8

Al día siguiente Onofre decidió visitar al tal Mills. La razón no era interesarse por su suerte que, a decir verdad, le importaba un bledo. Simplemente, parecía el único capaz de proporcionarle alguna pista sobre el paradero de cierta seductora mujer.

Estaba hecho un lío. Sabía que dentro de dos semanas debería regresar a Hlanith, y dejar de ser vicepresidente de la Sempai. Nunca más volvería a ver a Dimna la cual, para qué engañarse, se había sentido atraída por un alto ejecutivo, no un triste vacacionero sin porvenir. El romance tenía menos futuro que un gato cojo en una perrera, pero…

Su coche lo llevó a una zona paradisíaca situada a sesenta kilómetros de Tàpies Town. El paisaje era espectacular. Tras sobrevolar unas colinas erosionadas, se abría un valle repleto de lagos, cascadas, prados feraces, bosques, aire puro… Muchos pagarían una fortuna por veranear en un lugar así, uno de los pocos intactos que quedaban en el planeta. Tan sólo junto a una laguna de aguas azules se veía un complejo de edificios, una imitación fiel del famoso Palacio del Sol Poniente, en Vega. Y al igual que el original, se adaptaba de maravilla al entorno, como si se tratara de algo vivo.

El Ferrari se detuvo en el aparcamiento privado, ocupado a esas horas tan sólo por otro auto, un modesto Volkswagen. El Ferrari murmuró algo acerca de que bastante desgracia tenían algunos en ser como eran, y se puso a platicar con su colega para matar el tiempo. Mientras, Onofre llegó hasta la puerta principal y buscó el timbre. No había, y tardó unos cuantos segundos de desconcierto antes de reparar en el aldabón. Dio un par de golpes a la pieza metálica con aspecto de cabeza de león, que sonaron como cañonazos en la quietud de la mañana. La puerta se abrió al cabo de unos segundos, y un robot con aspecto vagamente antropomorfo lo saludó.

—El señor Mills lo recibirá enseguida. Si hace el favor de acompañarme…

Onofre lo siguió a través de varios pasillos. Desde luego, las dimensiones del palacio resultaban engañosas. Era mucho más amplio de lo que parecía visto desde el aire. Tenía la impresión de caminar por un laberinto, aunque no experimentaba ninguna sensación opresiva. Las paredes se curvaban hasta tocarse en el techo, horadado por infinidad de claraboyas opalinas. De vez en cuando los corredores se ensanchaban, convirtiéndose en salas de exposiciones. Era de agradecer que en ellas sólo hubiese cuadros y estatuas a la antigua usanza, por no mencionar los amplios ventanales que permitían la contemplación del espléndido paisaje. El ambiente era tan grato, que Onofre casi llegó a olvidar el auténtico motivo de su visita.

—Si tiene la bondad de aguardar aquí, el señor Mills lo atenderá en breve.

El robot se alejó hacia la zona residencial, y Onofre echó una ojeada al contenido de la sala. Ésta había sido dedicada a las tiras de cordel, muy populares entre la población inmigrante. Estaba admirando una bastante graciosa, El vicio y el silicio, cuando llegó su anfitrión. Era un tipo bajo, que le recordó a un osito de peluche calvo y con mostacho canoso. Su tez lucía rubicunda, propia de alguien alegre y extrovertido. Sin embargo, por más que tratara de disimularlo, ahora se hallaba bastante alicaído. Se saludaron educadamente y Mills se ofreció a enseñarle las dependencias del palacio.

—Estos días hemos cerrado por culpa del desafortunado incidente que sin duda conoce —se excusó—. Habitualmente está lleno de gente, especialmente las salas como ésta. La literatura de cordel, pese a su primitivismo, o tal vez a causa de él, es la seña de identidad de quienes abominan de la cultura oficial.

Mills pulsó una tecla en su ordenador de muñeca y acudió un mueble bar que los siguió en su recorrido. Con una copa de cerveza en la mano, Onofre encontró soportable aquella excursión, mientras aguardaba el momento propicio para preguntar lo que realmente le importaba.

Al cabo de un rato llegaron a una sala en la que se exhibían unas reproducciones fieles de cuadros de Vermeer. Se sentaron a admirarlas en unas butacas, y Mills quiso saber algo.

—A pesar de su generosa donación económica, en principio me resistí a su visita. Ahora me alegro; en verdad, necesitaba hablar con alguien. Después del robo, me he convertido en un apestado social. Si no es indiscreción, ¿qué le impulsó a acudir aquí?

Onofre tomó otra cerveza del mueble bar y dio un sorbo antes de contestar.

—Digamos que me lo sugirió cierta persona. Quizá la conozca. Se llama…

Pero la mente de Zenón Mills había comenzado a divagar.

—Maldita la hora en que se me ocurrió montar la exposición de Bermellón… Ay, señor Sakamoto, todo esto que ve —abarcó con un gesto de sus brazos toda la sala, y luego señaló al paisaje que aparecía tras la ventana— pronto dejará de ser mío. Mis antepasados heredaron el terreno y lo mantuvieron así desde hace milenios, intocado, como un reducto de cordura en este mundo de locura institucionalizada. Resistimos presiones de toda índole para vender los terrenos a las multiplanetarias, que convertirían este vergel en un parque temático o algo igualmente horrendo… Y ahora todo se va al garete. La jodida Niña sinóptica está tasada en sopocientos millones de créditos y, si no aparece, las compañías de seguros me demandarán. Tendré que deshacerme de cuanto da sentido a mi vida y a la de mis ancestros…

Su voz se fue perdiendo en un murmullo ininteligible. Onofre se quedó callado, esperando a que a Mills se le pasara aquella atmósfera. Se estaba impacientando, pero ahora no era el momento de preguntarle por Dimna. Dado que aquel tipo seguía ensimismado, Onofre trató de animarlo preguntándole sobre los cuadros (debía reconocer que el tal Vermeer fue un maestro), y lo logró parcialmente. Y así, al cabo de un rato, como dejándolo caer, formuló la cuestión que le atormentaba. Mills lo miró perplejo.

—Pues no, lo siento. Ahora no caigo…

Onofre se la describió con pelos y señales, pero su interlocutor seguía sin tener idea de a quién se refería.

—Ninguna mujer que conozca se ajusta a lo que usted me indica. Sin embargo, ¿de qué me suena el nombre de Dimna? —estuvo pensando un rato, abstraído, y de repente chascó los dedos—. ¡Ya lo tengo! Sígame, por favor.

Anduvieron por el laberinto de corredores hasta llegar a un jardincillo interior, en el cual se erigían varias estatuas. El corazón de Onofre dio un vuelco al reparar en una de ellas, precisamente la que Mills le señalaba.

—Aquí se yergue la efigie, en plástico noble policromado, de Santa Dimna de Fomalhaut, virgen y martir, muy venerada por los neocatólicos. Ejerció su ministerio entre los salvajes gurrujitas, a los que trató en vano de llevar por el buen camino. Murió cuando trataba de explicarles aquello de: «quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra», y la lapidaron tontamente. ¿A quién se le ocurre? Al menos, le sirvió para alcanzar la santidad. Aseguran sus devotos que es muy milagrera, fíjese.

Onofre ya no lo escuchaba. Los rasgos de aquella estatua coincidían con los de la mujer que había hablado con él. Un escalofrío recorrió su espinazo. «No seas idiota, tío. Las apariciones no existen». Trató de calmarse. Probablemente, sería una coincidencia. Desde luego, la Dimna que él conocía no tenía pinta de santa. Lo que le apetecía hacer con ella no era rezar el rosario, precisamente.

En vista de que ya no podía sacar nada más en claro de Mills, un frustrado Onofre buscó una excusa para largarse de allí. El hombre lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Una vez que el visitante se marchó en su despampanante coche rojo, se quedó allí, solo, la viva imagen del desconsuelo y la impotencia, sumido en el remordimiento por lo que estaba a punto de perder. Por su parte, el vacacionero no miró atrás. Bastante tenía con darle vueltas a la cabeza, pensando en cómo diantre averiguaría el paradero de su amada.

★★★

Su plan había funcionado.

Sin duda, Sakamoto se habría conmovido al hablar con el buenazo de Zenón. Eso lo impulsaría a indagar por sí mismo, sobre todo con unas pistas tan claras: la reacción de Furibundo Dantesco, lo que dijo Zenón sobre la disparatada tasación de La niña sinóptica… Sólo debía atar unos cuantos cabos más, y el nombre de los culpables aparecería ante sus ojos. Tendría que hacerse pasar de nuevo por Dimna, a pesar del riesgo. De todos modos, en el fondo había tenido suerte. Era muy difícil dar con alguien como Conrado Sakamoto, un alto ejecutivo que además tuviera sentimientos altruistas.

★★★

Multiplanetaria Plecostomus Biocorp. Delegación en Alfa Centauri.

—Se entrevistó con Mills, ¿verdad?

—En efecto. Estamos listos, me temo.

—Tal vez aún no. Me he molestado en efectuar unas discretas averiguaciones, gracias a nuestros topos en la Sempai Biocorp. Cabe la posibilidad, aunque debemos confirmarlo, de que Sakamoto esté actuando por cuenta propia, y no respaldado por su empresa.

—Eso lo cambiaría todo.

—Ajá. Una guerra con la Sempai sería suicida, pero si se trata de un tipo que va a su aire, por muy importante que sea…

—El riesgo de suprimirlo es asumible.