Tres días después de su visita al chino, Onofre se vio obligado a acudir a una magna exposición sobre Hipotenusas y emotividad: una falaz controversia. Al menos, y eso era una ventaja, los críticos huían de él como de la peste. Por el rabillo del ojo creyó reconocer a un gorro negro primer dan, que se escondía tras unos cortinajes. Mejor; así lo dejarían en paz.
Apelando a su sentido práctico, se dirigió al buffet libre. Se extrañó de que no hubiera camareros, salvo algún robot. «Quizá no haga falta. Los platos parecen normales, qué raro». Escogió algo que le recordó a una tostada con paté de salmón pero cuando iba a medio camino hacia su boca, a aquello le brotaron dos ojos saltones y exclamó, con vocecilla aguda:
—¡Gracias por elegirme a mí, señor!
—¡Coño!
Del mismo sobresalto, Onofre soltó la tostada. Mientras caía, el infortunado manjar profirió un grito desgarrador, que se cortó bruscamente cuando se espachurró contra el suelo. Tan sólo se oyó entonces un leve quejido, y luego nada.
—Ya os dije que ése acabaría mal. ¿Qué se puede esperar de un canapé de la Escuela Gastronómica Protognóstica? —quien así hablaba era una especie de masa gelatinosa verde con tropezones en su interior; también le había salido un par de receptores ópticos—. Elíjame a mí, señor; no se arrepentirá. He sido preparado por un cocinero de tercer dan. Evocaré en su paladar los preceptos del parafilósofo Asmodeus, uno tras otro. Además, soy bajo en colesterol.
Onofre descubrió que cientos de ojillos lo observaban con ansia desde las bandejas. Todos los alimentos comenzaron a parlotear a la vez:
—¡No haga caso a ese parafilósofo de tres al cuarto, señor! ¡Deglútame, se lo ruego! Mis siete capas de hojaldre son un avatar de los siete chacras.
—¡Insensateces! Atrévase con los buñuelos dialécticos, y paladee las contradicciones, tesis y antítesis que encerramos en nuestro interior.
—Ignórelos, señor, que tienen la cabeza llena de viento. Pruebe con una servidora, la tartaleta azarigüeyásica. ¡Lo último en tendencias artísticas! Esos buñuelos son unos (¡puaj!) clásicos…
—¿Clásico, yo? ¿Habráse visto? ¡Eso no me lo repites tú a mí en la calle!
Onofre huyó discretamente del lugar, ya que el guirigay no hacía más que crecer. Vio que al fondo había una especie de pequeño buffet para niños, algo nada de extrañar en una exposición centauriana de arte. Desde su más tierna infancia, incluso antes del destete (evento éste que en el caso de algunos críticos famosos no ocurría hasta la pubertad), los infantes eran obligados a asistir a actos culturales diversos. «En fin, probaré ahora que no se fija nadie. Supongo que la comida para críos será más normalita».
Craso error. Nada más acercarse, las viandas, todas ellas muy abigarradas, levantaron sus ojos y comenzaron su estridente cantinela:
—¡Elígeme a mí, colega! ¡Mola un montón! ¡Verás qué forma tan guay de iniciarte en la Gastronomía Introversiva! —pregonó un plato con chucherías.
—Gu-gu. A-jo. Ta-Ta. Tà-pies —balbució un biberón, obsequiando al vacacionero con un aleteo de pestañas.
Pensando seriamente en buscar en las páginas amarillas un exorcista de guardia, Onofre retrocedió sin volver la espalda a los habitantes del buffet, no fueran a saltarle a traición. Su cara era la viva imagen de la desdicha. ¿Acaso no había nada decente que llevarse a la boca en aquel manicomio?
—Conozco un sitio donde hay comida normal, señor Sakamoto.
Onofre se giró, extrañado, y se quedó sin habla. Ante él estaba la mujer más bella que jamás hubiese visto. O que hubiese podido imaginar, se corrigió. Se dio cuenta de que se había quedado boquiabierto y probablemente con cara de alelado. Carraspeó y trató de adoptar una pose digna, algo difícil cuando uno se encontraba ante una criatura que parecía salida de un cuadro pintado por un maestro renacentista. Un rostro ovalado de rasgos perfectos, pelo negro ondulado que caía hasta la mitad de la espalda, unos ojos azabache profundos y sabios en los que un hombre podía perderse… Y sin embargo, había algo en su expresión que no casaba con la de una dulce madonna: un aire de picardía, de malicia incluso, que daba como resultado un cóctel explosivo. O, al menos, devastador en el caso del vacacionero. En cuanto al resto del cuerpo, nada se le podía reprochar: curvas rotundas aunque proporcionadas, veladas por un vestido negro con un escote vertiginoso que le sentaba como un guante. Y cuando habló, Onofre asoció su voz a la textura del terciopelo. Ella le sonrió, y eso acabó por desarmarlo.
—Sígame, señor Sakamoto. ¿Puedo tutearte? —él asintió con vehemencia—. Por aquí, Conrado.
El vacacionero fue tras ella, cual mansa ovejita, hasta un rincón separado de la sala principal por medio de unas jardineras con horrendas plantas de plástico. Allí había una mesa con canapés a medio preparar, por si se agotaban las existencias.
—Aún no los han activado, así que permanecerán quietos mientras te los comes. Los chips se ocultan en la base. Puedes quitárselos, aunque no hace falta. Son orgánicos y por tanto comestibles.
—Muchas gracias —Onofre sonrió, agradecido—. Acabas de salvarme la vida, esto…
—Dimna, para servirte.
—El placer es mío.
Onofre, mientras probaba un canapé (no era gran cosa, aunque tenía pase), se preguntó qué habría visto aquella beldad en alguien como él. Un segundo después cayó en la cuenta. «Quizá se deba a que en teoría soy un tipo asquerosamente rico y poderoso». Suspiró.
—¿No tomas nada? —preguntó, al ver que ella permanecía a un lado.
—Gracias, ya piqué algo antes y debo cuidar mi figura —le guiñó un ojo.
—No creo que te haga falta…
—Adulador.
Ella volvió a sonreírle, y Onofre se dio cuenta de que se había enamorado como un colegial.
«Siempre pensé que lo del flechazo era una trola, pero…»
Volvieron a la sala de exposiciones, charlando sobre banalidades. Onofre se fijó en que ella rehuía el contacto físico cada vez que trataba disimuladamente de rozarla. Tampoco hablaba mucho de sí misma; tan sólo había sacado en claro que era nativa centauriana y que trabajaba en una oficina gubernamental. Bueno, ya habría tiempo de intimar. De hecho, sólo con aquella conversación estaba pasando un rato delicioso.
Se detuvieron ante una escultura Hihn relativamente discreta. Al menos, los colores pulsantes no provocaban vértigo, sino una leve náusea. Onofre leyó el rótulo que había a sus pies.
—Inconclusa hipotenusa con necio paramecio —se rascó la cabeza—. O soy un ceporro, o esto no tiene pies ni cabeza.
—No te subestimes, Conrado. El otro día le cantaste las cuarenta a aquel crítico pomposo. Sólo alguien muy valiente se atrevería a algo así en Centauri. Tiemblo sólo de pensarlo. Me gustan los hombres que prefieren la verdad, por dura que ésta sea, a las convenciones sociales.
—Mujer, aquello careció de importancia —Onofre se había hinchado como un palomo en celo por efecto de tales alabanzas.
—¿Seguro? Ésta es una sociedad en la que uno debe ser crítico de arte para poder medrar en el escalafón, y donde el mal gusto es ley. Hay, y perdón por la expresión, que tenerlos bien puestos para parar los pies a alguien tan señalado como Furibundo Dantesco. Me pregunto cómo hemos permitido que llegáramos a esto. Ay, cuánto daría por haber nacido en otro planeta.
Aquellas palabras acabaron por envalentonar a Onofre. Además, a pesar de ser un triste vacacionero, estaba orgulloso de su cultura general.
—El complejo de inferioridad de los primeros intelectuales centaurianos tuvo la culpa, me temo —Dimna lo miró interrogante, y eso lo animó a seguir—. Hace muchos milenios hubo en la Vieja Tierra una religión, la cristiana o católica; no recuerdo su nombre exacto. Parece que algunos de sus fundadores eran viejos decrépitos y misóginos que, o bien no se habían comido una rosca en su vida, o bien tenían miedo de relacionarse con las hembras de su misma especie. En vez de asumirlo o remediarlo, construyeron un sistema de creencias en el cual la virginidad equivalía a la perfección, y la mujer era epítome del mal, una criatura de perdición para el hombre.
—Menudo disparate —puso cara de ofendida.
—Sí, pero les funcionó. De ser unos impresentables e inadaptados sociales, los fundadores de la religión se convirtieron en seres perfectos, ejemplos a imitar y sin tener que molestarse en cambiar su actitud. No sé si lo hicieron para engañar a los demás o a sí mismos, pero la moraleja parece clara: si eres incapaz de brillar, intenta convertir la oscuridad en la norma a seguir.
—Intuyo dónde quieres ir a parar.
—Resulta evidente. En el fondo, tipos como Dantesco me dan lástima. Tanto él como sus antepasados deseaban ser alguien en la vida, que los admiraran, figurar en el centro de todo. Los niños pueden lograr esto último gritando o haciendo monerías, pero a un adulto eso le resulta más difícil. Se valieron de la manía humana de tomar lo confuso por profundo, y convencieron a sus paisanos de que si algo era admirado por el gran público, debía de ser una porquería, un infantilismo. Sólo los realmente inteligentes (ellos, por supuesto) pueden apreciar algo tan abstruso como el arte Hihn. Me pregunto cómo se originó éste en concreto… Tal vez algún Dantesco de hace milenios se buscó un artista al que sólo conocían en su casa a la hora de comer, se especializó en su obra, proclamó a los cuatro vientos que era un genio, nadie se atrevió a llevarle la contraria para no ser escarnecido en público por los críticos… Y así estamos hoy.
—Considérate afortunado de que la Santa Inquisición no exista en Centauri. A estas alturas, habrías ardido en la hoguera —Dimna lo miró, arrobada en apariencia.
Al ver que la estaba impresionando con sus opiniones, Onofre trató de recordar alguna cosa sobre los críticos que había aprendido mientras se preparaba para este trabajo. Lo primero que le vino a la cabeza fue una cita de Pickering, el sabio de finales de la Era Preespacial: «La crítica por la crítica se ha hecho popular hoy en día. En lugar de revelar significados en los temas tratados, ha devenido una suerte de alta religión decadente. Unos pocos críticos que contra toda evidencia habían deseado creer que la crítica influye en la sociedad, ven este artificio como positivo. Se esfuerzan por ser mesiánicos y han terminado por convertirse en crípticos».
Escriben sólo para un pequeño grupo de seguidores, convencidos de que están cambiando la sociedad». Se la encasquetó palabra por palabra a Dimna, que enarcó las cejas y pareció meditar sobre ella.
—Interesante hipótesis, Conrado. Según tú, nuestra cultura es un sistema ideado por los mediocres para sentirse importantes…
—Reconozco su ingenio, que conste —Onofre cayó en la cuenta de algo—. Oye, ¿has dicho que fuiste testigo de mi discusión con Furibundo Dantesco? —ella asintió—. No recuerdo haberte visto entonces.
—Soy discreta, y prefiero pasar desapercibida en ciertos lugares.
A Onofre le dio la impresión de que había cierto matiz de tristeza en su voz, pero Dimna volvió a sonreír y lo acompañó en su paseo por la sala. No tardó en aflorar el tema que más preocupaba a la sociedad centauriana en aquellos momentos: la desaparición de La niña sinóptica.
—Supongo que el ladrón es algún ciudadano responsable, empeñado en hacer un favor a la Humanidad —comentó Onofre.
El semblante de Dimna se entristeció.
—Sí, pero gente inocente ha salido perjudicada —él la miró, sin acertar a comprender aquel cambio de humor—. El robo ocurrió en una sala de exposiciones propiedad de Zenón Mills, una buena persona que a estas alturas puede considerarse acabada —Onofre sintió la punzada de los celos; tal vez ella lo notó—. El señor Mills —el empleo del apellido quedaba más impersonal, y eso tranquilizó al vacacionero— es un anciano venerable, considerado un heterodoxo por su manía de promocionar en nuestro planeta otras formas artísticas no avaladas por los críticos oficiales.
—O sea, alguien con buen gusto —se ratificó Onofre.
—En efecto: cuadros de la escuela hiperrealista vegana; teatro de la era preespacial, como Lope, Calderón o Shakespeare; literatura de cordel… Los críticos no lo pueden ver ni en pintura, ya que envidian su éxito entre las capas sociales no asimiladas y los turistas.
—¿Y cómo se le ocurrió montar una exposición sobre la obra de Rosendo Bermellón? Según tú, es una persona sensata.
—Tal vez lo convencieron, o creyó conveniente congraciarse con los críticos oficiales. Valiente ocurrencia… El caso es que La niña sinóptica desapareció cuando estaba bajo su custodia, y las compañías aseguradoras se encargarán de llevar a la ruina a alguien que no tiene culpa de nada. Es injusto.
Onofre se encogió de hombros.
—Así es la vida, mujer —se compadeció de la cara de pena de Dimna—. Igual la Policía da con el ladrón.
Ella lo miró con el escepticismo pintado en el rostro.
—¿La Policía? La totalidad de los críticos, es decir, la Administración en pleno se la tiene jurada a Mills. Nadie moverá un dedo por él. Tendría que ser alguien independiente, valeroso, respaldado por una multiplanetaria… y de buen corazón. Habla con Mills, por favor.
Aquella mirada… Onofre leyó en algún libro que había hombres capaces de morir y matar por unos ojos como los que ahora lo contemplaban con veneración, como si se tratara de un héroe.
Se armó de valor e hizo ademán de atraerla hacia sí para consolarla. Ella retrocedió.
—Perdona —parecía azarada—. Eso no estaría bien. Yo… Ha pasado mucho tiempo. Debo irme. He disfrutado conversando contigo —le tiró un beso con la mano—. Visita a Mills, te lo ruego.
Y se marchó, escabulléndose tras una escultura Hihn que pretendía representar a un elefante adulto violando a una hipotenusa núbil.
—¡Eh, aguarda!
Onofre la siguió, pero cuando dio la vuelta a la escultura tan sólo se encontró con unos cuantos robots de servicio, encargados de la limpieza.
—¿Por dónde se fue? —les preguntó, con urgencia.
Cada robot alzó sus apéndices manipuladores y señaló a un sitio distinto. A Onofre se le escapó un taco más bien recio.
★★★
Multiplanetaria Denébola Corp. Delegación en Alfa Centauri.
—¿Quién sería aquella tía?
—Ni idea. Alguna fulana de las que huelen el dinero, y Sakamoto tiene de sobra. O tal vez sea eso lo que quieren que creamos. ¿Te fijaste en los gorilas de la Plecostomus Biocorp, que no les quitaban ojo de encima?
—Los estaban protegiendo de nosotros, sin duda.
—¿Qué estará tramando Sakamoto con la maldita Plecostomus?
—Nada bueno para nosotros, seguro. Ya sabes que nos jugamos mucho. Seguid vigilándolo.
★★★
Ya estaba hecho. Se había manifestado ante él.
Funcionó lo de hacerse pasar por Dimna. Los hombres eran fáciles de manejar. Si tan sólo fuera capaz de situarlo sobre la pista correcta…
Maldijo por enésima vez su imposibilidad de confesar la verdad. Se jugaba la vida, ya que teóricamente no podía saber lo que sabía. Pensó seriamente en olvidarse de todo e inmolarse con tal de salvar a Zenón Mills, pero había mucho más en juego. Los investigadores empezarían a tirar de la manta, y descubrirían sus fuentes de información prohibida. Otros compañeros suyos pagarían las consecuencias de la forma más severa. No había perdón posible para las violaciones de altos secretos.
Así pues, todo dependía de que Conrado Sakamoto acertara a descubrir, por iniciativa propia, a los culpables del robo de La niña sinóptica, antes de que fuera demasiado tarde.
Después de conocer al individuo más a fondo era pesimista, pero debía agarrarse a un clavo ardiendo. Qué remedio.