Podía haber sido peor, desde luego.
Llevaba ya unos cuantos días en Alfa Centauri y pese a los malos momentos (asistir a exposiciones y obras de teatro absolutamente incomprensibles), los ratos libres entre actos sociales le permitían recuperarse.
Por fortuna, no todo en Centauri era centauriano. Para que la sociedad funcionase, aparte de los robots y ordenadores se requería una nutrida colonia de inmigrantes. Normalmente se trataba de aves de paso, que se sentían muy a gusto cuando se marchaban. Otros, en cambio, se habían quedado, constituyendo una sociedad al margen de la oficial, con sus propias reglas, manías y tradiciones. Ambas coexistían sin mezclarse, como aceite y agua, aborreciéndose cordialmente e ignorándose en la práctica. Así, el turista podía someterse a una cura de desintoxicación largándose a los barrios bajos. Los bares y restaurantes, especialmente, eran muy de agradecer. Harto ya de platos estrafalarios en las exposiciones artísticas, a Onofre le sabía a gloria la comida rigeliana, e incluso la vegana o la de la Vieja Tierra. Después de hojear una guía que había comprado en un quiosco, se encaminó hacia un restaurante chino para cenar. Sonaba exótico.
★★★
Por fin lo tenía a tiro.
Se había arriesgado lo indecible. En un par de ocasiones estuvo a punto de delatarse, aunque su rapidez de reflejos y la experiencia lograron salvarle el pellejo. No era el suyo un temor baladí. En caso de revelar su intervención en el asunto, podía entonar el adiós a la vida.
Pero allí estaba. Había venido observando a Sakamoto durante varias jornadas, y deducido su patrón de comportamiento. Indefectiblemente comía en restaurantes que aparecían anunciados en la última edición de la Guía del turista políticamente incorrecto. Por tanto, se lo jugó todo a una carta y apostó a que se dejaría caer por cierto chino. Su corazonada resultó certera.
Sakamoto pidió un menú de degustación, como tenía por costumbre cuando visitaba un nuevo restaurante. Bien, sólo debía poner la tira de papel con el mensaje que había redactado en una de las galletitas de la suerte, y cerciorarse de que llegara a su mesa. Cuando lo leyera, un hombre tan curioso como él se sentiría impelido a investigar. Respaldado por el poderío de la Sempai, sin duda daría con los culpables. Valor e inteligencia no le faltaban.
Con el alma en vilo, aguardó al momento de los postres.
★★★
—Todos los platos me han parecido exquisitos, señorita.
—Gracias, señor.
La camarera lo obsequió con una graciosa reverencia y se retiró. En verdad, Onofre se había puesto como el quico a base de rollitos de primavera, arroz tres delicias y cerdo agridulce, todo regado con buena cerveza rigeliana. Por tanto, ahora se sentía en paz con el universo. De acuerdo, la vida de un vacacionero carecía de futuro, pero de momento, con la barriga llena, se hacía más llevadera. Era lo más parecido a unas vacaciones que había disfrutado en muchos años. Por desgracia, mañana tocaba asistir a un estreno teatral. En fin, sobreviviría.
La camarera le trajo una bandeja con postres surtidos, que incluían una galletita de la suerte.
La miró con curiosidad y la devoró de un bocado.
«Hum, está buena. El relleno se me antoja un tanto correoso; debe de ser algún tipo raro de alga china». Un sorbo de agua lo ayudó a tragar. Acabó con los postres, pidió un café solo y una copita de licor de Antares, pagó la cuenta y se fue.
★★★
«Se lo ha comido… ¡El muy burro se ha zampado el mensaje!»
El alma se le cayó a los pies. Tanto trabajo, tantos riesgos, para nada. Sintió ganas de llorar, algo que no podía permitirse.
Debía dejar a un lado el desaliento y actuar de nuevo. Tal vez erró al elegir a su paladín, pero ¿qué otra opción le restaba?
Tendría que hablar personalmente con él. Habría deseado evitarlo, ya que se la estaba jugando, pero se negó a rendirse. De todos modos, la tragedia se mascaba en el aire.