5

Onofre se vistió con el mismo ánimo que si se preparara para acudir a la guerra o al cadalso. Para su infortunio, era prisionero del plan de vacaciones que Sakamoto había pergeñado desde su oficina.

Según dedujo, aquel tipo debía de ser el único directivo de gemepé con ínfulas de intelectual. Había comprado por anticipado entradas para los actos culturales más prestigiosos de la élite centauriana. Dado que la Sempai Biocorp era una de las principales mecenas del planeta (por lo de desgravar al fisco), alguien como él tenía todas las puertas abiertas. Qué se le iba a hacer.

Bastante sufría ya al tener que apañarse con el vestuario alquilado por Sakamoto, obra de los más afamados modistos centaurianos. Todo le parecía extravagante, subido de tono o de pésimo gusto. Al final se quedó con lo menos estridente, un traje de dos piezas burdeos y fucsia. A pesar de la insistencia del ordenador valet, se negó a ceñirse la banda generadora de boinas holográficas. Sintiéndose poco menos que un semáforo andante, aguardó en la puerta a que llegara su coche.

El Ferrari fue puntual. Abrió la puerta y lo saludó ceremoniosamente.

Buongiorno, signore. Qué elegante va usted hoy…

—Basta de zalamerías —repuso, mientras se acomodaba en el asiento—. Al Centro Cultural Flordeundía, y circula despac… —se mordió la lengua—. Quiero decir, no des motivo a los policías para que nos sancionen.

—Confíe en mí. Si vamos al Centro Cultural, quiere decir que deberé codearme con los autos más esnobs del planeta. No fomentaré las habladurías.

Pese a la aprensión de Onofre, el viaje transcurrió suave como la seda. Al llegar al Centro Cultural, el Ferrari se condujo con irreprochable circunspección. Era como una llama roja que destacaba entre sus congéneres. Se sabía superior a todos ellos y los fustigaba con el látigo de su indiferencia. Cuando se lo dejó al guardacoches para que lo aparcara, todos lo miraron con envidia mal disimulada. Y al entregar su invitación personalizada, el portero lo obsequió con una reverencia tan exagerada que a poco se descoyunta.

«Aúpa, Onofre; piensa que no hay mal que cien años dure». Respiró hondo y entró en el edificio.

La sala de exposiciones de Flordeundía constituía un ejemplo palmario del estilo hiperbarroco abstracto. No obstante, merced a sus enormes dimensiones el techo quedaba muy alto y uno podía mirar alrededor sin toparse con un muestrario de casquería arquitectónica. Eso sí, no había modo de arreglar lo de la luz: pulsante, enfermiza, agravada por la siniestra fluorescencia de las esculturas Hihn. Onofre simuló admirar unas cuantas y, resignado a digerir aquel mal trago con el mínimo sufrimiento posible, inició una sutil retirada hacia el buffet libre.

Desgraciadamente, la elaboración de alimentos, al igual que las demás facetas de la vida cotidiana en Centauri, se ajustaba a estrictos cánones estéticos. Onofre contempló con desconsuelo aquella batería de viandas, una suerte de museo de arte abstracto en miniatura. Trató de identificar alguna cosa, pero hasta las albóndigas exhibían sarpullidos azules. Un camarero acudió en su ayuda.

Llevaba una boina de color marrón, señal de que aún no había alcanzado la excelencia requerida para entrar en el Círculo de Elegidos. El resto de su atavío consistía en un holotraje virtual, cuyo patrón de rayas verticales danzaba frenéticamente.

—¿Me permite aconsejarle, señor? Sugiero empezar por los entremeses gnósticos del Maestro Repostero Holfwür, a menos que usted rinda pleitesía a la Bursación Afelénquida. En tal caso, vendría bien un ragú de sofismas esofágicos, o tal vez un parapneuma a las finas hierbas.

—Yo… uh… Tengo el estómago un tanto delicado últimamente. ¿Hay algo de cocina internacional?

El camarero lo miró con pena, como si se tratara de un pobre tullido.

—En la mesa del fondo a la derecha, señor.

Onofre habría jurado que pronunció la última palabra con retintín, pero le daba igual. Con una copa de cerveza en una mano y un emparedado de jamón dulce en la otra, tornó a sentirse más humano. Se limpió dedos y labios con una servilleta de papel, la arrugó hasta convertirla en una bola y buscó una papelera donde arrojarla. Haciéndose el despistado, dio una vuelta por ahí a ver si se topaba con alguna o, en su defecto, con un hueco más o menos disimulado. Su exploración le permitió hallar una especie de cesta cochambrosa, rodeada de inmundicias varias. Onofre se indignó. «Mucha fiesta de alto copete y prosopopeya, pero en el fondo son unos guarros».

Arrojó la servilleta al cesto y, acto seguido, una estruendosa fanfarria a sus espaldas lo sobresaltó.

Un acólito de boina amarilla guardó el instrumento responsable de aquel horrísono sonido y declamó, en voz alta y bien modulada:

—¡Escuchad, escuchad todos! El eximio crítico artístico de sombrero negro quinto dan, Furibundo Dantesco (¡bendito sea su nombre!) nos concede la gracia de honrarnos con sus palabras. ¡Recogimiento y respeto!

Onofre, sonriendo forzadamente, trató de no perder la compostura. Sin darse cuenta, había quedado arrinconado por una comitiva asaz curiosa presidida por un individuo imponente, a pesar de sus escasas estatura y masa corporal. Los sucintos conocimientos de arte centauriano que el vacacionero había tenido la precaución de absorber por vía subliminal le servían ahora de gran ayuda. «Caray, quinto dan; ésas son palabras mayores. ¿Qué tripa se le habrá roto?»

El cinturón generador de hologramas envolvía a Furibundo Dantesco en una vaporosa nube que cambiaba aleatoriamente de color. La expresión de aquel tipo era beatífica, como si su Reino no fuera de este mundo. A su alrededor, cual electrones en torno al núcleo, pululaba toda una pléyade de críticos menores, tratando de captar la sabiduría que rezumaba del Maestro, aunque fuera por ósmosis. Sus boinas iban desde el blanco de los novicios hasta el marrón de los más aventajados, pero ninguna de ellas se adornaba con plumas sobaqueras de pájaro Whakkamole. En la de Furibundo Dantesco contábanse cincuenta y siete; cada una de ellas correspondía a un artista al que sus críticas habían arruinado la vida, o inducido al suicidio.

—¡Excelente, señor Sakamoto! —dijo por fin Dantesco—. Compruebo con alborozo que ha decidido aportar su modesta aunque valiosa contribución a la última obra de nuestro protegido, el talentoso joven Rosendo Bermellón…

A la diestra del crítico, el escultor en cuestión miraba a su entorno con languidez, como si todo aquello no fuera con él. A diferencia de los demás, y como muestra de excentricidad, llevaba ropa auténtica: una chilaba de un malva purpurescente, sombrero cordobés amarillo y botas de alpinista con crampones musicales.

Onofre se devanó los sesos pensando en alguna ingeniosidad con la que salir del paso.

«¿Eso, una escultura? ¡Bermellón se le tendría que poner el rostro de vergüenza!» Por suerte para él, Dantesco siguió hablando, lo que le dio tiempo para reorganizar sus ideas.

—Convendrá conmigo, señor Sakamoto, que siempre se captan nuevos e interesantes matices cuando se analiza esta genialidad de mi admirado Rosendo: Al albur del calambur —Onofre puso cara de póquer—. Probablemente, tan sólo sea superada por La niña sinóptica, su obra maestra. ¡Ay, cuán trágica resulta su pérdida!

—¡Cuán trágica pérdida, oh, sí! —corearon los críticos de menor rango, haciendo ademán de rasgarse las vestiduras (tarea harto complicada, ya que se trataba de composiciones holográficas).

Onofre recordó algo que emitieron al respecto en la holo de su habitación del hotel. No se hablaba de otra cosa en las cadenas locales. Unos ladrones habían robado una valiosa obra de arte, tasada en un montón de millones. El vacacionero miró de reojo a lo que había tomado por una destartalada papelera. «Si la tal Niña sinóptica se parece a esto, igual la arrojaron al vertedero por error». Por prudencia y cortesía se abstuvo de formular en voz alta sus reflexiones.

Mientras, Dantesco se puso a glosar las profundas enseñanzas artísticas y los 347 significados ocultos que subyacían en Al albur del calambur. Onofre asentía educadamente, deseando de todo corazón poder escaparse a por otra cervecita. El soliloquio del crítico se le antojaba soporífero, aunque sus acólitos, arrobados, no perdían detalle, mientras Rosendo Bermellón seguía cultivando su pose lánguida y remota. Dantesco no paraba de dejar caer alusiones a la robada Niña sinóptica.

—A su lado, incluso este portento —señaló a la papelera— resulta huero, insustancial. No te ofendas, mi gentil Rosendo —el aludido enarcó una ceja con desgana—, pero con aquella obra alcanzaste el cenit de la escultura universal —los acompañantes volvieron a deplorar su pérdida, arrojándose ceniza (que llevaban en unas bolsitas al efecto) en la cabeza.

Sin poder zafarse de ella, la plañidera comitiva arrastró a Onofre hasta otra escultura.

Consistía en un palo de madera del cual pendía una bayeta astrosa.

—Aquí, señor Sakamoto, tiene usted otra obra de arte minimalista: Naturaleza muerta con zarigüeya sofista. Son tantos sus significados y los matices que evoca, las marcescentes metáforas que destila cual hidromiel, que no sabría por dónde empezar a glosar sus virtudes.

«Ostras, Pedrín». Onofre luchó para que no se le quedara cara de tonto.

—Alcanzo a comprender lo de naturaleza muerta, pero ¿y la zarigüeya? —se le escapó, sin poderlo evitar.

Se hizo un silencio sepulcral. Los acólitos se quedaron estupefactos. ¡Alguien se atrevía a replicar al Maestro! Éste, en cambio, sonrió cual beatífico Buda.

—Comprendo la dificultad que experimentan los no iniciados para aprehender ciertos conceptos —el ambiente se distendió—. La carencia de zarigüeyas, conocida técnicamente como zarigüeyapenia o azarigüeyasis, refleja la evanescencia de lo material, lo tosco, lo proteico, así como la fragilidad de la existencia. Le aconsejo que lea sin pérdida de tiempo mi último artículo sobre el tema en la revista Soles Nacientes, Cenitales y Ponientes. Mi buen Rosendo es el escultor que mejor ha plasmado las implicaciones de la azarigüeyasis en sus obras. Sin ir más lejos, en La niña sinóptica

Onofre seguía viendo una bayeta sucia en lo alto de un palo, pero no tenía ganas de complicarse la existencia. Decidió contemporizar.

—Me temo que mi cultura no es tan vasta. Yo me quedé anclado en los clásicos de la Vieja Tierra.

—Hum… —Dantesco frunció el ceño—. La Vieja Tierra fue un desierto artístico hasta que surgió Tàpies, el primero entre los genios y la fuente de inspiración de nuestra cultura. Sus obras son prodigiosas, lo reconozco, pero le aconsejo vivamente que se actualice. Mi libro Guía para perplejos, o la única vía de redención puede ser una forma adecuada de iniciarse —sus acólitos asintieron con entusiasmo—. Mi querido señor Sakamoto, no es bueno centrarse en el único artista terráqueo válido, por simpar que éste sea.

—Hombre, tanto como el único… Piense en la cantidad de turistas que peregrinan a la Vieja Tierra para admirar las obras de Rodin, Miguel Ángel…

Un murmullo acongojado surgió de entre los críticos. ¡El extranjero formulaba una objeción!

¡Aquello era el acabóse! Pero su Maestro no tardó en tranquilizarlos, poniendo las cosas en su sitio:

—Ah, la mal llamada cultura de masas… ¿O debería decir culturilla? Ya conoce el viejo dicho: billones de moscas no pueden equivocarse, así que ¡comamos mierda! Ay, mi estimado Sakamoto, si algo es apreciado por las masas, entonces carece de valor intrínseco. Sólo los críticos, tras una vida de estudios y sacrificios personales, soportando el desdén del vulgo —los acólitos asintieron, arrobados—, estamos capacitados para discernir lo sublime de la morralla. Piense que el verdadero arte se oculta con facilidad ante los obtusos ojos del profano. ¡Esto sí que es ARTE, con mayúsculas! —señaló a la bayeta—. Hay que llevar boina negra segundo dan, por lo menos, para empezar a intuir su grandeza, su complejidad. Rodin, Miguel Ángel… Patéticos paletos. ¿Cómo puede alguien mínimamente culto admirar un bodrio como la Pietà? Una mujer con un fiambre yerto en sus brazos —se escucharon risas—. ¡Es asquerosamente explícita! ¡Hasta el más patán lo puede entender! ¿Cómo puede compararse eso con la excelsa azarigüeyasis de Rosendo?

«Acabas de insultar a la Pietà de Miguel Ángel, cacho cabrón».

Onofre Guisasola era persona tranquila y odiaba meterse en líos. Eso le había permitido gozar de una larga vida como vacacionero, pero aquello había sido la gota que colmaba el vaso de su paciencia. Admiraba muy pocas cosas en el cosmos, y Furibundo Dantesco había mancillado una de ellas. Probó a contar mentalmente hasta veinte, pero el cabreo no se le iba. «Dicen de este planeta que es el único lugar del cosmos donde alguien se acuerda de los críticos después de muertos. Bien cierto: ahora mismo me estoy acordando de todos tus difuntos».

De repente, cayó en la cuenta de una serie de circunstancias. Primera, se suponía que era vicepresidente de una de las gemepés más poderosas, mecenas de muchos artistas centaurianos. Segunda, y consecuencia de la anterior, a ver quién tenía huevos de llevarle la contraria. Tercera, debía quedar constancia de que Conrado Sakamoto gozaba de unas felices vacaciones. Cuarta, iba a quedar constancia, pensó con malévola delectación. Como mucho, se ganaría una reprimenda del jefe, aunque quizás lo felicitara. Las excentricidades entre los ejecutivos estaban muy bien consideradas. «Al ataque, pues». Exhibió su mejor sonrisa y habló con tono amable, jovial incluso:

—Pues a mí me encanta la Pietà, que le vamos a hacer. Tengo una reproducción a tamaño natural en mi despacho de la Sempai, en Hlanith.

Se habría podido escuchar el zumbido de una mosca en la sala, si no fuera por la asepsia del lugar. Se hizo un silencio denso, como de sepulcro. Nadie sabía muy bien cómo reaccionar, y Onofre tampoco dio oportunidad. Se estaba envalentonando.

—Reconozco que soy un inculto. Para mí, la calidad de una obra es inversamente proporcional al discurso que alguien se ve obligado a escribir sobre ella para convencerme de que debe gustarme. Ante una escultura de Miguel Ángel, o un cuadro de Velázquez, uno no necesita explicaciones. Simplemente se extasía o se emociona. Como las moscas, supongo —miró a los ojos a Dantesco el cual, por una vez en la vida, se veía incapaz de replicar. Aquel Sakamoto era un pez muy gordo, y no deseaba ofenderlo. Pero aún no había acabado.

—Por supuesto, no seré yo quien niegue la valía de esto —señaló a la bayeta—, aunque debemos tener cuidado. Puede haber malas gentes que se aprovechen de nosotros, los incultos —las palabras le brotaban del alma—. Por alguna razón psicológica que se me escapa, cuando el ser humano se encuentra ante algo que no comprende sufre una especie de complejo de inferioridad. En vez de suponer que el objeto contemplado sea una chorrada o una afrenta al buen gusto, tiende a pensar que es demasiado complicado para su intelecto. Por tanto, si un artista desea que lo tomen por sabio, no le hace falta ser profundo; basta con que sea confuso o tenga una buena empanada mental. Ya conoce el dicho, mi apreciado Dantesco: si no puedes deslumbrarlos con tu sabiduría, desconciértalos con gilipolleces.

Uno de los acólitos cayó redondo al suelo, incapaz de soportar la impresión. Rosendo Bermellón también iba empalideciendo por momentos, pero aquel ejecutivo parecía no tener piedad, ni dar cuartel:

—¿Conocen el cuento del traje nuevo del emperador? Sí, ése en que unos avispados timadores afirman que están tejiendo un atavío maravilloso, que sólo pueden ver los listos, cuando realmente no están haciendo nada. Al final, el emperador va desnudo, aunque nadie se atreve a decírselo para que no lo tachen de idiota. Tan sólo se descubre el pastel cuando un niño (un ser inculto, supongo) grita a pleno pulmón que el emperador va en pelotas. No es éste el caso, por supuesto, aunque supongo que entre ustedes, los críticos, también habrá ovejas negras capaces de afirmar que un objeto sin valor es una obra de arte. Un comportamiento execrable, debido a la malicia, el deseo de encumbrar a un amiguete… El resto de conciudadanos, por vergüenza y para que los demás no los tilden de ignorantes, les darán la razón. Por supuesto, nadie de los presentes, que conste, duda de la grandeza de Naturaleza muerta con zarigüeya sofista.

El impacto de aquellas palabras había resultado devastador. Para salir del paso, Furibundo Dantesco compuso unas frases amables y se despidió de Onofre, quien por fin pudo acudir a la mesa de los bocadillos a reponer fuerzas, feliz y satisfecho de sí mismo por primera vez en muchos meses. Así, el vacacionero no se percató de que la palidez del escultor se había intensificado, y que un rictus de supremo pavor se dibujaba en su cara. Miraba angustiado a Dantesco, mientras murmuraba:

—Lo sabe…

Dantesco, con una mirada severa, lo conminó a que recobrara la compostura. Después se interesó por el estado de salud de sus acólitos. Aparte del que yacía en el suelo, la mente de algunos no había podido soportar tamaña sarta de herejías. Los pobres desdichados miraban a su alrededor como alelados, en busca de un asidero para salvar su cordura. Pero aunque trataba de infundir aplomo entre los suyos, Dantesco tenía miedo, mucho miedo. Todo amenazaba con irse al traste.

Tenía que avisar a los demás.

★★★

De vuelta al hotel, el Ferrari felicitó efusivamente a Onofre.

—Un ordenador de protocolo me ha relatado su encendida defensa de la Pietà de Michelangelo. Reciba usted mi más sincera enhorabuena, así como mi solidaridad. Aparte de su buen gusto, hay que tener un par de coglioni para chistarle a un crítico alfacentauriano en sus propias barbas. Ay, cómo me gustaría disponer de ruedas para derrapar en su honor…

—Olvídalo. Carece de importancia.

No obstante, aquellas palabras del Ferrari tuvieron la virtud de mantenerlo de buen humor durante las horas siguientes.

★★★

Multiplanetaria Plecostomus Biocorp. Delegación en Alfa Centauri.

—Así que lo sabe, ¿eh?

—Ese payaso de Dantesco estaba al borde del colapso nervioso cuando me lo contó. No me preguntes cómo, pero la Sempai ha averiguado lo nuestro. Es más, el tal Sakamoto alardea públicamente de ello.

—Quiere darnos a entender que nos tiene cogidos…

—Y eso no es lo más perturbador. En aquella exposición había dos gorilas de la Denébola Corp que no quitaban ojo de encima a Sakamoto.

—¿La Sempai y la Denébola juntas? Malas noticias son ésas. ¿Qué medidas adoptaremos?

—Defendernos.

★★★

Alguien más había sido testigo del incidente en Flordeundía.

Resultó inesperado. Por primera vez, un individuo era capaz de llamar a las cosas por su nombre en Centauri. Además del valor, tenía la perspicacia de ver por encima de las apariencias.

Era su única esperanza.

Si no actuaba pronto, un inocente pagaría por crímenes que no había cometido. Maldijo su suerte. No podía manifestarse, ni desvelar su identidad. Eso supondría su fin. Pero debía hacer algo, y ya mismo. Sería terriblemente arriesgado, mas no le quedaba otro remedio. Tenía la obligación de luchar por lo que consideraba justo.