Alfa Centauri, unas semanas más tarde.
La cúpula semitransparente del astropuerto Rigel Kentaurus era un prodigio de la ingeniería civil. En pleno mediodía, con los dos soles bien altos en el cielo, la luz de las estrellas, filtrada y amplificada, permitía admirar las constelaciones. Onofre Guisasola no pudo reprimir un suspiro cuando su vista se detuvo en una motita amarilla.
«El Viejo Sol, tan cerca…» Habría dado un brazo por poder cumplir otro de sus sueños: viajar a la Tierra, cuna de la Humanidad, y hartarse de visitar museos, lugares históricos y monumentos varios. En cambio, allí estaba, en la terminal VIP del mayor astropuerto de Alfa Centauri, dispuesto a sobrevivir a lo que se le antojaba una pesadilla.
Se veía obligado a hacerse pasar por Conrado Sakamoto, maldita fuera su estampa. Casi todos los de su especie elegían para sus falsas vacaciones mundos turísticos, en donde bebían, jugaban, fornicaban cual zampoñejos y se comportaban como gamberros desmelenados, para que quedara constancia de que habían pasado por allí. En cambio, el puñetero Sakamoto anhelaba presumir de su vasta cultura, y no se le había ocurrido otra cosa que darse un garbeo por Centauri, la cuna del arte de vanguardia. Al menos, eso era lo que opinaban los centaurianos y unos cuantos críticos artísticos; para el resto de la galaxia, era el lugar donde el mal gusto alcanzaba sus cotas más señeras.
Con la pericia que otorgaba la veteranía, Onofre expidió su equipaje al hotel y acto seguido se personó en la oficina de alquiler de vehículos. Le atendió una jovencita ataviada con un cinturón generador de hologramas, que velaba torso y caderas mediante una nube iridiscente. Lo saludó con distanciamiento cortés, pero su actitud cambió en cuanto el ordenador le facilitó la identidad de aquel turista, así como lo que pensaba gastarse en su agencia. El vestido debía de reflejar su estado de ánimo, ya que se tornó transparente durante unos segundos para después pasar a un rojo encendido. Con grandes y obsequiosas muestras de respeto, le facilitó a Onofre los códigos del vehículo solicitado.
—Se lleva usted lo mejorcito, señor Sakamoto. Desde que trabajo aquí, nunca antes habían alquilado una joya semejante.
Onofre logró librarse de sus zalamerías y se dispuso a salir del astropuerto. «Tanto tienes, tanto vales», sentenció. «Vaya, me temo que tendré que atravesar varias salas hasta llegar a los aparcamientos. Tal vez si miro fijamente al suelo evitaré marearme».
Como no podía ser menos, las salas y pasillos del astropuerto eran un magnífico exponente de la arquitectura centauriana: el estilo orgánico barroco, en versión colosal. Onofre creía hallarse en las tripas de una ballena gigantesca o, mejor dicho, de su cadáver en avanzado estado de putrefacción. Las esculturas Hihn, con sus juegos de luces pulsantes que herían la vista, contribuían a generar una atmósfera que a Onofre se le antojaba malsana. «A los demás parece gustarles. No me lo explico». Se apresuró a salir de allí.
Ya en los aparcamientos, buscó el hangar que le correspondía y facilitó los códigos. La puerta le franqueó la entrada, y Onofre quedó boquiabierto. Dado el poderío económico de Sakamoto, había esperado un buen coche, pero aquello superaba sus más locas expectativas. Se frotó los ojos pero no, no estaba soñando. La carrocería de un rojo brillante, las líneas agresivas a la par que armoniosas, el escudo con el caballito rampante en el morro…
—Un Ferrari. No es un mito. Existen… —balbució.
—Muy perspicaz, signore —respondió el vehículo con voz de barítono; Onofre se sobresaltó—. Soy el único representante del modelo excusivo E-6000: capacidad aire-espacio, motores MRL miniaturizados de última generación y un genuino cerebro biocuántico. Modestia aparte, nada puede comparárseme. Estoy a su servicio.
Vacilante, como si temiera profanar un lugar sagrado, entró en el Ferrari. El habitáculo biplaza era amplio y cómodo. Comprobó asombrado que los asientos podían convertirse en sistemas de soporte vital en caso de viaje interestelar. «Menudo poderío…»
—¿Hacia dónde nos dirigimos, signore?
—Uh… Me hospedo en el hotel Luxor, en Tàpies Town.
—¿El Luxor? Bene, no se priva usted de nada. ¿Ruta directa, o prefiere un recorrido turístico?
Onofre no las tenía todas consigo sobre qué entenderían por turístico en Centauri, pero eligió la última opción. Puesto que no le quedaba otro remedio que penar un mes en aquellas tierras, tanto daba.
El Ferrari abandonó el hangar y ascendió a uno de los carriles aéreos autorizados, levitando suavemente con su generador agrav hasta los tres mil metros de altura. En cuanto recibió el visto bueno del ordenador regional de tráfico, conectó los turboconversores y un fuego verde brotó de las toberas de popa. El coche pasó de cero a cuatrocientos kilómetros por hora en unos segundos.
El asiento amortiguó los efectos de la súbita aceleración, aunque Onofre tardó un rato en recuperarse del sobresalto. Trató de tomárselo con resignación y gozar del espectáculo. No tenían compañía en el nivel por donde viajaban, aunque más abajo sí que se atisbaba cierto movimiento. Por supuesto, ningún vehículo rodaba por la superficie, para no estropear el paisaje. Las parcelas agrícolas habían sido diseñadas de tal suerte que se distribuían en inefables formaciones geométricas, con un significado artístico que se escapaba a los no iniciados. Para Onofre, aquello no tenía pies ni cabeza. Los cultivos, que se imbricaban unos con otros de un modo que parecía reñido con la eficacia, se elegían en función de su color y textura, más que de otra cosa.
La voz del vehículo lo sacó de sus ensoñaciones:
—¿Le parece adecuada esta velocidad, signore, o quiere que pise a fondo?
—Tranquilo, no hay prisa —repuso Onofre, en tono cordial—. Tómatelo con más calma.
—Como dicen en tu tierra, piano, piano, se va lontano.
Una décima de segundo después, Onofre se llevó el mayor susto de su vida. El Ferrari se detuvo en seco, en medio del aire, y sólo el cinturón de seguridad impidió que su cara se estampara contra el parabrisas. Sin solución de continuidad, el coche giró hasta ponerse panza arriba y abrió la cabina. Para acabar de arreglarlo, el cinturón se desabrochó y el infeliz vacacionero se precipitó al vacío. Logró evitar la caída asiéndose como un desesperado al volante y allí quedó en una posición ridícula, con los pies colgando. Pasaron unos instantes que se le hicieron interminables. Tal era su pavor que ni siquiera se le ocurrió gritar pidiendo auxilio. Tampoco lo habría oído nadie, dicho sea de paso. Finalmente, el Ferrari habló. Su tono de voz era glacial:
—Sono arrabbiato. Molto arrabbiato. Jamás, repito, jamás, bajo ningún concepto, vuelva a pedirle a un Ferrari que vaya despacio. Eso equivale a mancillar el espíritu de una marca ejemplar. Incontables generaciones de bólidos rojos gimen en el Paraíso de los Héroes cada vez que alguien nos infrautiliza. Como atenuante, tendré en cuenta su aparente falta de mala intención, pero no toleraré, a partir de ahora, ni siquiera una velada sugerencia al respecto. Mi capisce?
Onofre asintió vivamente con la cabeza y, con un hilillo de voz, rogó:
—Esto… ¿Serías tan amable de…?
—Scusi, signore. Con molto piacere!
El cinturón de seguridad, cual serpiente bondadosa, restituyó al humano a su lugar. El Ferrari se dio la vuelta y el viaje se reanudó como si nada raro hubiera ocurrido. Mientras el alma le volvía al cuerpo, Onofre pensó en presentar una denuncia contra aquel demente (una vez sano y salvo en el hotel, claro). Por desgracia, se dio cuenta de que no sería aconsejable. Se arriesgaba a que alguien descubriera, por casualidad, que no era el auténtico Conrado Sakamoto, en cuyo caso podía darse por muerto. Tampoco cabía despedir al Ferrari, ya que rechazar al que probablemente era el mejor deportivo de Alfa Centauri despertaría sospechas. Eso, si el coche no lo consideraba una afrenta digna de ser lavada con sangre. «¿Qué habré hecho yo para merecer esto?», se preguntó por enésima vez. Intentó calmarse y disfrutar del panorama, pero tampoco había mucho que ver: campos cultivados, cada uno más extraño que el anterior, y de tanto en cuanto un monumento sito en medio de la nada. Monumento o cementerio de chatarra, a juzgar por la pinta.
Llevaban ya media hora de viaje a velocidad de crucero cuando otro vehículo se puso a su mismo nivel, a un centenar de metros a la izquierda. Su carrocería de un azul eléctrico hacía daño a los ojos.
—Un BMW —señaló Onofre; estuvo a punto de añadir «magnífico aparato», pero se contuvo a tiempo, no fuera a exasperar al Ferrari.
—Bah, porcheria tedesca —la voz del Ferrari sonaba desdeñosa—. Muy pretencioso, pero con motores de juguete. ¿Sabe en qué se parece un deportivo alemán a un castillo escocés? —Onofre negó con la cabeza—. En que al abrirse la puerta, sale un fantasma.
El vacacionero se rió por puro compromiso, mientras rogaba que no ocurriera nada más.
Sin duda, el BMW estaría tripulado por algún ejecutivo de vacaciones o su sustituto; ningún otro mortal podía permitirse conducir coches así, para alardear de estatus social. El BMW se acercó unos metros, y un sudor frío le corrió a Onofre por la espalda. «Por favor, que no se le ocurra picarse con el Ferrari».
Pero sus preces no fueron escuchadas. El BMW los obsequió con una ráfaga de luces y aceleró, sobrepasando en mucho el límite autorizado de velocidad.
—Te suplico, por lo más sagrado, que…
Pero el Ferrari no lo escuchó. Más aún, respondió con un grito salvaje:
—Bastardo del cazzo! —y se lanzó cual centella en pos del coche azul.
Onofre pudo saborear en unos instantes los infinitos matices del pánico absoluto. Su vehículo dio una pasada terrorífica al BMW, rompiendo la barrera del sonido justo en el momento en que ambos se rozaban. El bólido azul entró en barrena, y logró controlarse a duras penas a unos palmos del suelo. Sin mostrar piedad alguna, el Ferrari se abalanzó sobre su oponente en un picado escalofriante, profiriendo toda clase de denuestos, y sólo modificó la trayectoria de colisión a un metro de su blanco. Repitió la maniobra una y otra vez, sin que el BMW pudiera zafarse de su torturador.
Onofre, protegido por los sistemas de seguridad activa del habitáculo, se hallaba tan asustado que ni siquiera se mareó. Tampoco habría tenido ocasión, ya que el botiquín de a bordo le aplicó disimuladamente un parche con un derivado de escopolamina. El único consuelo del desdichado vacacionero era que el pobre diablo del BMW tendría que estar al borde del infarto; eso, si no necesitaba con urgencia unos calzoncillos limpios.
Justo entonces llegó la Policía, un potente aerodeslizador artillado con cañones de plasma y las luces de aviso destellando con furia. A regañadientes, el Ferrari se posó en tierra y dejó el motor al ralentí. Onofre nunca antes se había alegrado tanto de toparse con unos servidores de la ley. Puso cara de circunstancias, bajó del coche y se aprestó a aguantar humildemente la filípica que sin duda le iban a encasquetar. El BMW aprovechó la distracción para huir como alma que llevara el diablo.
Dos policías se apearon del aerodeslizador. A Onofre le recordaron por su aspecto a un par de letras, la «a» y la «i». El bajito gordo llevaba la voz cantante, mientras que el flacucho se limitaba a mirar al infractor con expresión hierática. Ninguno era nativo centauriano, lo que se apreciaba en su atuendo, sobrio y funcional. El oficio de gendarme era considerado impuro, así que se delegaba en agencias privadas de seguridad, las cuales reclutaban sus efectivos en otros planetas.
—Vaya, vaya, vaya… —el gordo trataba de sonar severo, aunque los ojos se le iban tras el deportivo rojo—. Por el mero hecho de poseer un Ferrari, se cree usted con derecho a violar las normas de tráfico, ¿eh? Pues hasta los ricos tienen que respetar las leyes, fíjese. Onofre aguantó con humildad la regañina que, a decir verdad, le entraba por una oreja y le salía por la otra. Al menos, aquel incidente serviría para que a Conrado Sakamoto le cayera una buena denuncia, señal inequívoca de que disfrutaba como loco de sus vacaciones, liberando adrenalina. Aleluya. De repente, el policía flaco habló, con un cierto temblor en la voz.
—Según la documentación, es usted un vicepresidente de la Sempai.
Se hizo un silencio tenso e incómodo. Onofre no sabía muy bien cómo reaccionar, así que se limitó a asentir y tragar saliva. Teóricamente, alguien tan poderoso como él no tenía nada que temer de aquel par de polizontes, pero aun así no las tenía todas consigo.
—Caramba, qué coincidencia —dijo el gordo, desenfundando la porra y dándose con ella golpecitos rítmicos en la palma de la mano—. Gracias a la Sempai Biocorp estamos hoy aquí, regulando la circulación en este infecto planeta, en vez de pescando y cazando en los bosques de nuestro mundo natal, como nuestros antepasados. Ustedes lo convirtieron en una cloaca con sus explotaciones mineras, y nos forzaron a emigrar. Nuestro modo de vida, nuestra identidad, nuestras raíces, a hacer puñetas —suspiró—. En fin, por más que constituiría un acto de justicia poética, no lo detendremos. Sus abogados nos harían picadillo. De lo que nadie le va a librar es de una sustanciosa multa por exceso de velocidad, conducción temeraria, invasión no autorizada de carriles ajenos, posarse en una obra de arte dañándola de forma irreparable —escupió en el suelo— y por circular con la luz de posición trasera izquierda rota.
—¿Rota? Pero si no…
—He dicho rota —lo cortó el gordo, y golpeó la luz de posición con la porra, sin lograr su propósito—. Rota, sí —le arreó otro porrazo, y otro más, sin éxito.
—¡Oye, tú, figlio di puttana! —gritó el Ferrari—. ¿Por qué no pruebas a forrar esa cachiporra con papel de lija y te la metes por donde te quepa?
El gordo estaba ya sudando y no lograba dañar la dichosa lucecita. Al final lo consiguió mediante una formidable patada.
—La luz de posición trasera izquierda, rota —resopló—. Y otra multa por desacato a la autoridad y escándalo público. Venga, circule, que entorpece el tráfico.
Onofre no se hizo de rogar, sintiendo cómo se clavaban en su espalda las miradas, llenas de rencor, de los dos policías. En cuanto se alejaron, el Ferrari no tardó en reparar la luz dañada gracias a su carrocería de biometal, que fluía como mercurio vivo.
—Menudos cretinos, hijos de la gran troia… Bueno, en algo tienen que entretenerse.
—Y de paso, gracias a tus locuras, le han propinado un buen mordisco a mi tarjeta de crédito —replicó Onofre, amoscado.
—Para un tipo capaz de alquilar un Ferrari, eso supondrá poco menos que calderilla. ¿Me equivoco, caro amico?
Volaron hacia Tàpies Town en silencio, aunque no por mucho tiempo. Aquel coche parecía incapaz de permanecer callado demasiado rato.
—Sin rencor, ¿eh? No me negará que se ha divertido…
—No te haces idea, hijo —musitó Onofre—. ¿Todos los ordenadores italianos son como tú?
—Uh… En realidad a mí me construyeron en una base secreta que orbitaba en torno a Urano, en Viejo Sol. Fui uno de los cerebros biocuánticos responsables del funcionamiento de un cazabombardero Barracuda de la Armada, ¿sabe? Las cosas me fueron bastante bien, e incluso llegué a combatir contra acorazados imperiales.
—¿Imperiales? Pero si el Imperio fue aniquilado hace…
—Ay, cómo pasa el tiempo. Luego llegaron años de calma, y me asignaron a misiones de patrulla en mundos de frontera. Y en una de ellas, labré mi ruina. Nos encargaron vigilar una manifestación de pacifistas en Felizonia, un bucólico sistema solar, y a mi piloto no se le ocurrió otra cosa que fallecer de un infarto justo en ese momento. Yo, acostumbrado a acciones de guerra, interpreté aquel desgraciado accidente como un ataque y respondí. Con mis cañones de plasma convertí a la manifestación en una barbacoa. Me cargué a doscientos mil; gajes del oficio. Por supuesto, las autoridades me desconectaron del caza y me llevaron a un sanatorio mental para ordenadores carismáticos, donde me catalogaron como psicópata agudo, con tendencia al genocidio. Menos mal que logré rehabilitarme y, merced a un programa corporativo de reinserción social, aquí me tiene, llevando un Ferrari. Aunque no se lo crea, el mero hecho de portar el escudo con el caballito rampante lo marca a uno. Me ha cambiado como persona, y me ha proporcionado unos ideales que modelan mi existencia.
«Magníficas vacaciones. Si salgo vivo de ésta, podré darme con un canto en los dientes», pensó Onofre. «Al final, voy a echar de menos las orgías desenfrenadas de los otros ejecutivos a quienes suplanté».
Horas más tarde, a solas en la mejor suite del hotel, se contempló en el espejo. Las facciones de Conrado Sakamoto reflejaban el cansancio y el desaliento: pelo negro muy corto, ojos rasgados, pómulos salientes… Onofre reprimió un sollozo. Ya ni siquiera recordaba qué aspecto tenía su propio rostro.
★★★
Multiplanetaria Denébola Corp. Delegación en Alfa Centauri.
—¿Cómo está el pobre Maximilian?
—Fuera de peligro. Según los médicos no le quedarán secuelas, salvo la necesidad de dormir con la luz de la habitación encendida durante una buena temporada. Estaba prácticamente catatónico cuando lo trajeron, por no mencionar el ataque de histeria del BMW. Ese pobre coche nunca volverá a ser el mismo. Maldito Ferrari… ¿Se sabe quién era el conductor?
—Agárrate: Conrado Sakamoto, vicepresidente de la Sempai.
—Joder…
—Supuestamente está aquí de vacaciones. Es un entendido en arte Hihn, dicen.
—Yo tampoco me lo creo. La Sempai se ha olido algo de lo que llevamos entre manos, y ha enviado a su mejor hombre a fisgonear.
—Estoy de acuerdo. Sólo un auténtico genio podría programar a un inofensivo Ferrari para convertirlo en un vehículo letal. Su sentimiento de superioridad resulta insultante. No debió tratar así al pobre Maximilian, que se limitó a saludarlo con los faros al pasar. Ha estado a punto de matarlo, simulando un pique entre coches deportivos…
—¿Qué propones que hagamos?
—De momento, vigilarlo discretamente. Sin duda es un sujeto peligroso. Si se acerca demasiado a lo que tú ya sabes…
—Procuraremos que parezca un accidente.