(Domingo 19 de enero, 2:45 de la tarde)
Vance dio unos pasos por la estancia. Su atención fue atraída por unos ojos que miraban por la ventana, detrás de Richard Rexon. Era el Ermitaño Verde. No se movió, mientras Vance se dirigía a la ventana y levantaba el cristal.
—Puede entrar, Jed —indicó—. Lo verá todo mucho mejor, ¿no le parece? Y además oirá lo que decimos.
Cerró la ventana y el viejo se alejó. Luego, Vance volvió a sentarse, cruzando las piernas.
Higgins abrió la puerta con expresión de profunda sorpresa, murmurando:
—Es el viejo Jed, señor.
—Sí, sí. Hágale pasar.
Fue Vance quien respondió.
El viejo entró en la habitación, mirando a un lado y a otro, cual buscando un rincón donde esconderse. Por fin, descubrió una silla bastante apartada, cerca de Vance, y, sin decir palabra, se sentó en ella.
—¿Dónde estábamos? —empezó de nuevo Vance—. ¡Ah, sí! Aún nos queda por decidir la identidad de las personas envueltas en este dramático episodio de crimen y robo.
Se levantó, quedando apoyado en la silla.
—Míster Rexon me ha dicho, doctor Quayne, que usted piensa marcharse de Winewood.
El doctor pareció desconcertado.
—Sí, francamente —replicó—. Aunque no recuerdo haber mencionado tales intenciones. Además, no veo qué relación pueden tener mis futuros planes con este asunto.
—Lo verá dentro de un momento, doctor —Vance sacó una tarjeta de visita y un lápiz. Escribió rápidamente algunas palabras, jugueteó un momento con la cartulina y luego levantó la cabeza—. Nuestro problema se está aclarando rápidamente —anunció—. Dije que Bassett no pudo robar las joyas. Pero pudo muy bien, y seguramente lo hizo, atacar a mister Rexon y apoderarse de la llave del cuarto de las esmeraldas. Sí, para eso hubiera tenido el tiempo justo… Esta suposición le asigna la mitad del papel. Pero nuestro drama está aún muy incompleto. Permítame una pregunta más, doctor Quayne. ¿Por qué deseaba usted tanto indicarme que ayer se marchó después del mediodía?
—Me disgusta su insinuación, señor. Tenía prisa, simplemente.
—Cierto, tenía usted prisa para ir al cuarto de las esmeraldas y escapar en seguida, ¿no, doctor?
Quayne no replicó. Se limitó a sonreír, como si hablase con un niño precoz.
La puerta se abrió súbitamente, Marcia Bruce entró como una exhalación en el despacho. Estaba roja de indignación y sus manos arrancaban furiosamente el papel de un pequeño paquete. Dirigió una mirada de disgusto al hombre sentado en el diván.
En la momentánea confusión, Vance entregó la tarjeta al teniente O’Leary. Este salió en seguida del aposento, regresando un minuto después y yendo a sentarse al lado de Quayne.
Marcia Bruce había roto al fin todo el papel y ahora sostenía, entre las temblorosas manos, una bolsita de gamuza. Volvióse y miró furiosa a Quayne.
—¡Charlatán! ¡Ladrón! ¿Creíste que me ibas a engañar tan fácilmente? ¿Pensaste que tus melosas palabras harían que te escudase en tu hora de necesidad? ¡Tu hora de necesidad! —repitió, desdeñosa—. ¡Hora de vergüenza! ¡Hora de perfidia!
Le volvió la espalda y tendió la bolsa a Vance. Este la aceptó y, a su vez, la entregó a Rexon, quien, con temblorosos dedos, la abrió, vaciando su contenido sobre la mesa. Las brillantes gemas formaron una hermosa mancha verde sobre el secante. Su hijo estaba de nuevo a su lado. Juntos examinaron las esmeraldas.
—Creo que están todas aquí, Vance.
El mayor de los Rexon sacó un pañuelo y colocó en él, una a una, las piedras…
En el diván, Quayne permanecía mortalmente pálido. En unos minutos parecía haber envejecido varios años. O’Leary se acercó más a él.
Vance volvióse hacia el ama de llaves.
—¿Me permite preguntarle cómo llegó a su poder esa bolsa?
—El me la trajo. Ayer noche. Para guardarla. Debía ser una sorpresa que yo compartiría con él cuando nos casáramos, y…
Se interrumpió bruscamente.
Vance la saludó con una inclinación.
—Muchas gracias, era la prueba tangible que necesitaba. Por fortuna para mister Rexon, ayer los bancos estaban ya cerrados, ¿no, doctor?
Quayne encogióse de hombros.
—Su teoría no estaba del todo equivocada, doctor. Ahora, si asignamos al doctor Quayne el papel de obtener las piedras preciosas, como las pruebas que poseemos tan claramente indican, el problema ya no es un problema.
—Pero ¿cómo es posible, Vance…?
Carrington Rexon no supo encontrar las palabras que necesitaba.
—Espero que el doctor me ayudará a aclarar los puntos que queden algo oscuros… La aparición de Bassett, ayer en la galería, era la señal de que había realizado ya su parte en el plan. ¿Tengo razón, doctor?
Quayne no demostró haber oído nada.
—Y habiendo establecido para usted una coartada a toda prueba, mediante el toque de la sirena, usted sólo tenía que entrar en la casa, coger la llave del sitio donde usted sabía que él la había dejado y el resto era la sencillez materializada. Su presencia en cualquier punto de la planta baja no despertaría ninguna sospecha… Pero ¿puede decirnos, doctor, qué clase de chantaje empleó Bassett para obligarle a entrar en este plan?
Quayne no rompió el silencio.
—Entonces tendré que seguir recurriendo a mis limitados recursos —siguió Vance—. Hace un poco se mostraba usted más auxiliador. Sin duda creyó usted que se ayudaba a sí mismo. Sugirió un testigo del crimen de Wallen. ¿A quién podríamos colocar en este papel, mejor que a mister Bassett? Claro que todo esto no son más que suposiciones, pero no me parecen nada descabelladas…
Hubo una inesperada interrupción por parte del Ermitaño Verde.
—No se equivoca usted, señor, si se refiere a la noche en que Lief Wallen murió. Yo estaba allí. Fui porque cuidaba de miss Ella. No debió salir de su casa tan tarde… Vi al doctor pasear con Lief Wallen. Y vi a mister Bassett que los seguía. Como todos iban tranquilos, no creí que se fueran a hacer ningún daño…
Vance se volvió, de pronto, hacia O’Leary, con una mirada interrogadora. El teniente se levantó y con un movimiento de la mano, como el ilusionista que va a hacer un juego de manos, lentamente cayó de la manga una larga y pesada llave inglesa, que entregó a Vance.
—¡Caramba! —exclamó mi amigo—. Una llave inglesa es algo que se encuentra entre las herramientas de un automóvil, ¿no?
Quayne se estremeció, con la mirada fija en la herramienta que Vance le mostraba.
—Lástima que su primer intento de entrar en el cuarto donde se guardan las esmeraldas no tuviera más éxito, doctor —Vance miró fríamente al hombre del diván—. Conque Bassett fue el testigo presencial, ¿no? Debió de pedir una participación muy elevada.
Quayne habló por primera vez. Su voz era tensa y amarga:
—La mitad de lo que obtuviera. Y él corría sólo el riesgo mínimo.
—Y usted se tomó la precaución adicional de dejar el collar en el pabellón, con la esperanza de comprometer a Gunthar, sobre quien usted sabía que pesaban ya sospechas.
El doctor abrió las manos en un gesto de desesperación.
—Al fin comprendió que no podía fiarse de su compañero. Creyó más seguro y provechoso apartarlo permanentemente de su camino, ¿verdad?
Quayne se inclinó hacia delante.
—Tanto da que se lo diga todo —murmuró, con acento cansado—. Hace dos años, cuando marché al extranjero, Richard me presentó a Bassett. Fue para mí un desgraciado conocimiento. Desde el primer instante el hombre aquel me fue antipático, aunque procuré no demostrarlo. Por breve que fue nuestro trato, sentí su perjudicial influencia. En un momento de debilidad me dejé convencer para introducir de contrabando un paquete de piedras preciosas en el país. Tuve éxito. Aunque durante algún tiempo pesaron sospechas sobre mí, al fin la investigación federal fue abandonada. Cuando envié al canalla la parte que le correspondía de nuestra transacción, creí que me había librado de él para siempre… Pero luego, al volver a casa, Richard lo trajo con él. El ver que su amistad había continuado me produjo un gran abatimiento. Pero no podía decir nada… Como ya he sugerido, el viaje de Bassett tenía por único fin apoderarse de las esmeraldas de Rexon. No perdió un instante en reanudar su trato conmigo. Me indicó claramente que consideraba una suerte haber encontrado un aliado que por fuerza estaba en sus manos. Me puso en la disyuntiva de hacer lo que él quería, o verme complicado en lo del contrabando. Para convencerme me lo pintó todo muy fácil, si seguía sus indicaciones… Desde hacía años deseaba casarme con Marcia Bruce…
Dirigió una suplicante mirada al ama de llaves, que le miró fríamente.
—Pero nunca gané lo suficiente para mantener un hogar —siguió Quayne—. Puede decirse que vivía exclusivamente de lo que me pagaba Rexon. En todo el tiempo que llevaba vinculado a esta casa, nunca se me había ocurrido robar las esmeraldas. Fue Bassett quien ideó el plan. Fui una presa fácil para él. Wallen interrumpió nuestro primer intento, y se hizo necesario librarnos de él. Llevaba encima la llave inglesa y con ella le rompí la cabeza. Luego lo arrastramos hasta el río y lo tiramos al fondo. Pareció que no corríamos ningún riesgo, y quise separarme de Bassett, pero él me amenazó con descubrir mi segundo delito, y no me quedó otro remedio que seguir adelante.
Hizo una breve pausa, y continuó:
—Ha acertado muy bien, mister Vance, en cómo me proporcionó Bassett la llave… Luego, ayer noche, nos encontramos fuera de la finca para repartirnos las piedras. Como desconfiaba de él, me llevé, como precaución, la llave inglesa. Hubo una violenta discusión. Me amenazó y volví a emplear la llave inglesa… El resto ya lo conocen…
De pronto, Quayne se levantó. O’Leary hizo lo mismo, con un par de esposas en la mano. Vance movió negativamente la cabeza. El médico miró a su alrededor. Tenía los ojos empañados. Una mano fue del bolsillo a la boca…
Al instante cayó hacia atrás, sobre el sillón, presa de horribles convulsiones. Unos segundos después estaba inmóvil.
—Olor a almendras amargas —comentó Vance—. Cianuro… Me pareció que era lo más práctico. Nos deja libres de todo problema. Elimina al segundo actor en este drama.
Durante tres minutos reinó en la estancia el mayor silencio. Al fin, O’Leary comentó:
—¿Y si no hubiera estado usted en la galería cuando sonó la sirena, mister Vance? Quayne no podía contar con su presencia en el momento oportuno.
—Es indudable que no. El confiaba en miss Joan y en miss Ella. Le hubieran servido perfectamente para sus propósitos. Tal vez, incluso, mejor.
—Y ¿cómo logró entrar aquí Bassett sin que yo le viese? —preguntó Rexon.
—¿No estuvo usted fuera del despacho varias veces? —Vance aspiró el humo de su Régie—. El hombre era paciente. Estaban en juego grandes intereses.
Carlota Naesmith entró en la estancia.
—¡La pobre chiquilla no puede ya tenerse derecha! —anunció—. Dice que usted le ordenó que siguiera patinando.
Vance se colocó en seguida ante la inmóvil figura de Quayne.
—Muchas gracias, miss Naesmith. Dentro de un instante le diré que ya puede descansar. Todo está arreglado.
—Se lo diré yo misma.
Y antes que Vance pudiera replicar, miss Naesmith salió del despacho.
* * *
A la mañana siguiente los invitados abandonaron la casa. Richard Rexon debía regresar a Nueva York con nosotros. Carlotta Naesmith y Stanley Sydes fueron los últimos en marcharse. Nos reunimos con ellos en la galería, mientras Higgins conducía su equipaje al coche.
—¿Me enviarás tu nueva dirección, Dick? —preguntó Carlotta, deteniéndose en la terraza—. Te enviaré postales desde la isla de Cocos. Espero que te gusten.
Una sonrisa se cambió entre los dos, mientras Rexon fruncía el ceño.
Sydes, aún en la galería, preguntó:
—¿Hablas de veras, diosa?
—¡Claro! —replicó la joven, corriendo hacia el coche—. ¿Cuándo nos vamos?
—Tan pronto como podamos llegar al yate.
Y Sydes corrió tras ella.
Poco después, Vance estaba en el despacho de Rexon, despidiéndose de él.
—¡Qué ingrata es la juventud! —se lamentó el dueño de la casa—. No sé adonde va a parar el mundo.
—Es una pena —dijo Vance—. Pero ¿no fue usted, Rexon, quien dijo algo acerca de que el corazón humano desea la felicidad para los otros?
Richard entró en el despacho.
—¿Dirás a Higgins que me envíe el equipaje, papá?
—Desde luego, muchacho… Cuídate bien… Y antes de marcharte…, ¿quieres decirle, a Ella que entre a verme?
Con una sonrisa en los labios, Vance salió del despacho, dejando solos a los dos hombres.
Fin de «El caso Rexon»