(Sábado 18 de enero, 9 de la noche)
La tarde transcurrió sin que ocurriese ningún suceso notable. Después de comer, Carlota Naesmith y Stanley Sydes invitaron a Vance a que fuera con los demás y presenciara sus ensayos sobre el hielo. Mi amigo declinó cortésmente. Richard Rexon, que también se quedó en casa, cambió unas breves palabras con él respecto a las esmeraldas robadas, y pasó el resto de la tarde pensando en el asunto. Miss Joan se retiró a sus habitaciones para descansar. La casa estaba inusitadamente tranquila.
Durante la cena se charló con mucha animación acerca de la fiesta. Sobre todo se hacían misteriosas insinuaciones respecto a un famoso patinador que había sido invitado por mister Rexon. No obstante, nadie parecía saber nada preciso.
Terminada la cena, los invitados de más edad se reunieron en la galería, agrupándose a ambos lados de la chaise-longue de Joan. La noche era clara y no demasiado fría.
Poco después de las nueve, Marcia Bruce condujo a miss Rexon a su puesto.
—Haga el favor de colocar a mi lado la silla de Ella —pidió la joven—. No tardará en llegar.
Bruce obedeció.
Llegó el doctor Quayne. Después de unas palabras de ánimo a Joan y un saludo a Richard, sentóse junto a Carrington Rexon, detrás de los jóvenes.
Jacques Bassett estaba en pie contra las cerradas puertas, en el fondo. El teniente O’Leary acomodóse en sitio adecuado.
Un enorme y anticuado gramófono fue conducido junto a la pista por Higgins y otro criado. También se llevó una caja de discos.
Vance, con patines y con un inmaculado traje de etiqueta, con una blanca bufanda al cuello, apareció en la pista. Nuevas luces se encendieron a su llegada.
—Señoras y caballeros —empezó con burlona ceremonia. Su voz era clara y resonante—: He sido honrado con el privilegio de hacer de introductor de este memorable acontecimiento. Con toda confianza les prometo una noche de inusitada distracción.
Unánimes aplausos saludaron esta afirmación.
—Tenemos entre nosotros patinadores de fama mundial —prosiguió con exagerado ceremonial—. Estoy seguro de que la mayoría de ustedes reconocerán cada nombre a medida que sean anunciados…
Otra salva de aplausos ahogó sus últimas palabras.
—La primera de nuestras estrellas del patín es miss Sally Alexander, que va a admirarlos con su incomparable estilo.
Miss Alexander salió del pabellón. Resultaba una juvenil y grácil figura con su corto y elegante trajecito. Deslizóse graciosamente iluminada por el haz de un reflector colocado en una de las ventanas del primer piso. Cantó una alegre tonada parisiense de dudoso sentido y fue acogida con risas y aplausos. Su siguiente número fue un monólogo que pintaba a una engreída celebridad tratando de abrirse paso entre una turba de admiradores. Los patines hacían la escena más difícil y el reducido auditorio se mostró verdaderamente complacido.
Vance ayudó a la joven a regresar al pabellón y volvió con Dahlia Dunham y Chuck Throme. Vestían pantaloncitos cortos y jerseys. Patinaron hasta el centro de la pista y se inclinaron ante el público. Vance levantó la mano derecha de la joven.
—A mi lado, y con pantaloncito rojo, tenemos a miss Dahlia Dunham, linda luchadora que ha ganado más de un combate. A mi izquierda, y con pantalón blanco, está «Jockey» Throme, cuya lista de victorias es casi tan impresionante. Ambos van a reñir tres rounds por el campeonato de box sobre patines.
Les fueron calzados los guantes y los cuidadores se retiraron; el árbitro se adelantó y comenzó el primer asalto. Durante unos segundos ambos contendientes lucharon a distancia, sin llegar siquiera a tocarse. Al fin se unieron en un cuerpo a cuerpo y fueron separados por el árbitro. El resbaladizo hielo impedía que se acertaran, y si alguna vez un golpe llegaba a la carne hacía poco daño. Cuando Vance hizo sonar el pito al final del tercer round, miss Dunham fue declarada vencedora por aclamación general. Chuck Throme, aceptando galantemente su derrota, ensayó otra reverencia. Como en una ocasión anterior, exageró demasiado, los patines huyeron bajo sus pies y cayó de bruces sobre el hielo. Vance y miss Dunham le ayudaron a salir de la pista.
Joan Rexon se incorporó, mirando a su alrededor.
—Quisiera que Ella estuviese aquí —le oí decir—. Se está perdiendo lo mejor. ¿La has visto, Dick?
Richard Rexon movió, sombrío, la cabeza.
—Tal vez está fuera —dijo, y salió a averiguarlo.
A continuación, miss Maddox y Pat McOrsay hicieron una demostración con un pequeño avión provisto de patines. A esto siguió el anuncio del número de miss Naesmith con Stanley Sydes. Vestidos ambos a la española, presentaron bastante bien una serie de danzas acompañados por los discos que Vance iba colocando en el gramófono. Los demás patinadores se unieron a ellos para interpretar todos juntos el tango final. Richard Rexon había regresado ya junto a la desconsolada Joan.
—Y ahora —anunció Vance— les tenemos reservada una sorpresa. No puedo revelarles el nombre de la persona que va a salir a continuación, porque es desconocido para ustedes. La llamaremos la Maravilla Enmascarada… Pero, un momento, debo susurrar al oído del director de orquesta la melodía que debe interpretar.
Hizo una cómica pantomima al gramófono mientras colocaba sobre el plato un nuevo disco. Las encantadoras notas del Geschichten aus de Wiener Wald flotaron en el silencio de la noche. Y entonces…
Una pequeña figura se presentó caminando a saltitos con una increíble facilidad y ritmo. Su traje de terciopelo y piel brillaba alegremente a la luz del reflector. Un antifaz de seda le cubría la mayor parte del rostro. Combinó con exquisita gracia las más difíciles figuras clásicas, espirales, saltos y pasos de atrevida originalidad.
Todos la observaban complacidos. Hubo alguien que dijo que debía de ser Linda Hoffler, la nueva sensación. Algunos de los invitados interrogaron a Joan y a Rexon, que afirmaron no saber nada. Carrington Rexon tampoco, quiso dar ningún informe.
Cada vez que la muchacha iba a abandonar la pista, los aplausos eran tan unánimes y prolongados, que Vance se veía obligado a hacerla volver.
Por fin una voz pidió: «Que se quite la máscara.» La petición fue tan coreada que Vance habló en voz baja a la joven. Esta consintió en que le fuera retirado el antifaz. Sonriendo, muy feliz, Ella Gunthar apareció ante nosotros.
Joan Rexon se incorporó en triunfante alegría.
—¡Ya sabía que era Ella! —exclamó, casi con lágrimas en los ojos—. Sólo ella era capaz de hacer semejante cosa. ¡Es maravilloso! ¿Verdad, Richard?
Pero su hermano estaba ya en la terraza, abriéndose paso hacia la pista. Carrington Rexon y el médico se acercaron a Joan.
—¡Oh papá! —exclamó la muchacha—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—He sido tan sorprendido como tú, hija. Míster Vance sólo me dijo que había preparado algo para ti. No creí que se tratara de una sorpresa semejante.
—Bien, bien —intervino Quayne—. Creo que ya basta por esta noche, Joan.
Los dos hombres condujeron a la enferma al interior de la casa.
Un ruidoso círculo rodeaba a Ella Gunthar. Los trabajadores, a quienes se había permitido asistir a la fiesta, se fueron retirando. Los huéspedes regresaron al salón. Los que tomaron parte en el festival acudieron con los trajes que llevaron en la pista. Vance, abrumado a felicitaciones, rechazó todo mérito.
—Les aseguro que todo ha sido preparado y organizado por miss Naesmith.
Ella Gunthar entró acompañada de Richard Rexon. Por doquier fue acogida con gran entusiasmo. Parecía avergonzada y nerviosa. Sólo permaneció allí el tiempo necesario para abrazar a Joan y decirle unas palabras. Los ofrecimientos de Richard y Vance de acompañarla hasta su casa fueron rechazados con cortés insistencia.
El fonógrafo fue traído al salón. Alguien colocó un disco en él y en seguida comenzó el baile. Quayne llamó al ama de llaves y le ordenó que llevara a la cama a Joan. La mujer tenía una nueva expresión de orgullo y estaba casi alegre mientras se hacía cargo de la joven y la sacaba del salón.
La alegría de todos fue en aumento. Sólo Jacques Bassett permanecía solo y muy serio. Quayne iba a aproximarse a él, pero fue interrumpido por miss Naesmith, que le interrogó acerca del mejor remedio contra el mareo. Richard Rexon se reunió con Bassett.
Vance tenía ya bastante. Dio las buenas noches a todos. O’Leary se acercó con interrogadora expresión. Pero mi amigo le interrumpió.
—Durmamos antes de hacer nada, teniente —dijo—. Vuelva antes de mediodía. Hermosa fiesta, ¿no?
O’Leary siguió con sombría expresión a Vance, que se alejaba por la escalera.