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UN PARAÍSO FLOWER-POWER

En la sede central de Google, situada en la localidad californiana de Mountain View, la vida transcurre como en un mundo de fantasía con todos los gastos pagados. Google es una empresa muy carismática (de puertas afuera). Pocos consorcios mundiales están tan de moda y llegan a los mismos niveles de seducción, modernidad, motivación y visión de futuro. Una verdadera atmósfera flower-power invade al visitante que entra en el cuartel general de Mountain View, también llamado Google Campus o Googleplex. Al pasear por sus instalaciones, lo primero que llama la atención son los numerosos restaurantes y la gran cantidad de empleados, siempre de buen humor y altamente motivados. Los trabajadores no sólo ocupan las oficinas al uso que todos conocemos, sino que también los podemos ver acurrucados en sofás con sus portátiles, retozando por suelos enmoquetados o tomando el sol en grandes terrazas, pero siempre trabajando. Google es una empresa peligrosamente divertida, joven, llena de color y con mucha libertad. Lo más parecido a una guardería de Ikea para adultos o a un patio de recreo, como la propia Google se autodenomina oficialmente en labs.google.com; Google’s technology playground.

La planta ejecutiva, donde trabajan Larry Page, Sergey Brin, Eric Schmidt y Marissa Mayer, tampoco es un recinto aislado con la típica recepcionista en la entrada. Marissa Mayer, la primera mujer empleada en Google y actual vicepresidenta, comparte un despacho de 20 metros cuadrados con otras tres compañeras. La oficina de los googlers supremos se encuentra en un altillo y es como una zona de juegos para adultos.

Ésta es una filosofía empresarial desconocida en Europa, pero cada vez más popular y todo un ejemplo para muchas de las compañías más importantes de Estados Unidos. El éxito de Google se basa en el juego: dos niños prodigio de la informática (Page y Brin) juegan a las empresas y un experto en finanzas (Schmidt) vela por que los chicos no despilfarren mucho dinero y la compañía obtenga beneficios.

Un mundo maravilloso

Alrededor de 17 000 empleados procedentes de todo el mundo viven en una especie de país multicolor con todos los gastos pagados. La comida y la bebida se reparten gratuitamente en los distintos restaurantes (desde asiáticos hasta italianos). También abundan las cafeterías, porque «una buena idea también puede surgir charlando a la hora del café». En las «encuestas sobre el índice de alegría» que Page y Brin mandan realizar continuamente, la comida ocupa el primer puesto. Por todos los rincones hay neveras repletas de bebidas gratuitas, sillas de masaje, mesas de billar y patinetes eléctricos para desplazarse por el recinto. Si un empleado se compra un coche con motor híbrido o eléctrico, la empresa le subvenciona con 5000 dólares. En el campus hay hasta servicio de lavandería: la gente deposita en una caja la ropa sucia marcada con una etiqueta y después se la devuelven lavada y planchada en su escritorio.

En Google hay dos cargos que, probablemente, ninguna otra empresa del mundo tiene. Uno es el chief culture officer, una especie de jefe cultural de la empresa, que ostenta Stacy Savides Sullivan. La misión de esta empleada es cuidar de que la atmósfera encaje bien y se note la cultura Google. Pero como además es la jefa de personal, tampoco le será muy difícil encontrar a gente adecuada que se ajuste al modelo Google.

El otro cargo es el corporate concierge, que trabaja en Nueva York y es algo así como un «realizador de deseos» de la empresa. Cuando un empleado quiere entradas para un concierto o un partido de los Yankees, o desea comprar a su hijo una consola que nadie más podría conseguir, entra en acción el concierge. Su obligación es remover cielo y tierra para cumplir con el pedido y hacerlo llegar a los empleados, quienes, eso sí, deberán pagar por el servicio.

En Mountain View también hay un enorme gimnasio con 14 cintas de correr, 17 cross trainers y 14 bicicletas estáticas, de uso igualmente gratuito, como el de las dos minipiscinas con sistema de contracorriente. Cualquiera puede hacer deporte cuando lo desee, incluso con un entrenador personal propio (en ese caso, al precio de 20 dólares la hora). En el recinto del campus, donde también hay una cancha de vólei-playa, es habitual ver a empleados sudando a la vista de todo el mundo. Bienvenidos a la empresa donde todos son buenos y amables. En un lugar así, las bajas por enfermedad probablemente sean mucho menos frecuentes que en cualquier otra empresa de dimensiones parecidas.

El Google Campus es un hervidero de creatividad. Para celebrar una reunión, los empleados se retiran a pequeñas salas transparentes o utilizan una de las construcciones en forma de carpa, donde también se llevan a cabo conferencias. Quien quiera, puede incluso llevar a su perro al trabajo.

Los despachos no son nada tradicionales. Se trata de escritorios-ludotecas multicolor con ordenadores. Las puertas casi nunca están cerradas y en las placas figuran únicamente los nombres de los empleados, nunca el puesto que ocupan. Los cuadros que cuelgan de las paredes son obra de los propios googlers y las flechas indicadoras son enormes punteros de ratón. En los lavabos hay estanterías con neceseres y vasos para cepillos dentales de aquellos empleados cuya jornada laboral se prolonga un poco más (hay muchos cepillos en esas estanterías).

La empresa de las «élites»

Cada viernes es TGIF, es decir, «Thank God It’s Friday». Es una especie de velada para celebrar la llegada del viernes y el fin de semana. Una regular TGIF es una reunión donde los jefes de Google (Larry Page, Sergey Brin y/o Eric Schmidt) se ponen a disposición de sus empleados. Además, cada dos semanas tiene lugar una social TGIF, consistente en una fiesta con comida y música.

En las TGIF se habla de ideas o temas de actualidad de la misma manera que en las cafeterías se charla de marcas de agua mineral. A ellas acuden, sin exagerar, más de 1000 personas, y sirven también para presentar a los nuevos trabajadores. Los que no participan en las TGIF pueden seguir la velada a través de la televisión del campus en cualquiera de las oficinas que Google tiene en todo el mundo. Sin embargo, las fiestas de los viernes tienen un inconveniente: los verdaderos googlers no saben lo que es tener un fin de semana libre. Su vida es Internet, 24 horas al día, 7 días a la semana.

Los autobuses negros de Google realizan 130 viajes diarios al cuartel general para trasladar a los empleados (gratis, por supuesto). Los trayectos llegan hasta la localidad de San José, a 100 kilómetros de distancia, pero ello no impide que la gente no pueda seguir trabajando mientras viaja, porque los vehículos, que son alquilados, disponen de conexión inalámbrica a Internet (WLAN).

Estos autobuses «sin hilos» nacieron de la mente de un empleado que urdió la idea en horas de trabajo. Todo aquel que tenga una buena idea puede destinar un 20% de su horario laboral a proyectos directa o indirectamente relacionados con la empresa. Blogs, servicios en la Red, innovaciones, cualquier cosa vale si contribuye al bienestar de todos los trabajadores. Supongamos que, de 10 000 empleados, uno de cada 1000 tiene una idea muy buena o excelente. El resultado son 10 servicios que pueden llegar a ser extraordinariamente lucrativos.

En cualquier caso, la falta de personal no es motivo de queja en la empresa de Mountain View. Google es cool, y como ya hemos dicho, uno de los mejores lugares para trabajar. Así lo demuestra la cifra de solicitudes de empleo: cada año reciben una media de 1,4 millones de peticiones. Pero para ser un googler, el candidato tiene que encajar en un perfil determinado y cumplir algunos requisitos. Los básicos son un perfecto dominio del inglés y un título universitario, a poder ser de una buena universidad. Además, el aspirante debe ser capaz de presentar al menos un proyecto que tenga salida (económica), aunque se trate de una página web para gatos. El candidato debe poseer aptitudes de liderazgo y, como describió acertadamente el semanario alemán Der Spiegel, tiene que ser una persona sociable: «los machos alfa están excluidos» (Spiegel Specialy 3/2007). Es decir, alguien con quien «también podrías ir a tomar una cerveza», tal como describe oficialmente Google. Para evitar la competitividad interna y las peleas en el propio bando, no se buscan ni arribistas ni trepas. Si el candidato encaja con el perfil, queda un último obstáculo: un sinfín de entrevistas con gente con la que tendrá que relacionarse en su futura actividad en Google. Además, estas entrevistas suelen durar meses. Cada media hora se realiza un promedio de ocho entrevistas de presentación. Sólo pasan los «mejores cerebros».

Como Google nada literalmente en la abundancia, puede servirse de un pequeño truco de motivación: todo aquel que trabaje para ellos (así se subraya en su página web y en las entrevistas de contratación) pasará a formar parte de la élite. Pero en la empresa de Mountain View este sustantivo se intensifica todavía más y hablan incluso de more elite y most elite. La élite a secas la forman los «pequeños» trabajadores de Google. En la primera división de la élite están los aproximadamente 7000 programadores e ingenieros. Finalmente, la liga de campeones la juegan los inventores de las patentes, y se puede decir que son multimillonarios. A este grupo pertenecen, por ejemplo, Jeffrey Dean, Georges Harik (actualmente fuera de la empresa), Jeffrey Korn, Peter Norvig o Monika Henzinger. Cada uno de ellos dirige un área: almacenamiento de datos (Dean), desarrollo de Gmail (Harik), buscadores (Korn), investigación (Norvig) y algoritmos (Henzinger). Aproximadamente 170 googlers pertenecen a esta categoría, que es donde a la mayoría de los 17 000 restantes les gustaría llegar, porque allí se ganan cantidades descomunales de dinero.

Un trabajador de Google no tiene que preocuparse por nada. Aparte de ganar un sueldo respetable, cada empleado recibe opciones sobre acciones que puede vender en cualquier momento o subastar internamente a través de la red de empresas de Google. Están bien pagados, pero también trabajan mucho. Las leyes sobre horarios laborales no se aplican en Google, porque se trabaja prácticamente todo el día.

El analista estadounidense Stephen Arnold, de quien hablaremos a menudo en este libro, resumió esta situación con dos párrafos en su estudio Google Versión 2.0: «Los programadores de Google son productivos. Se cuenta la anécdota de que un programador de Google es el doble de productivo que el de cualquier otra empresa. […] Partiendo de esta premisa, supongamos que 10 000 ingenieros de Google hacen el trabajo de 20.000. Si a ello añadimos que un googler gana una media de 120 000 dólares anuales, más el seguro médico y las opciones sobre acciones, los gastos de programación de Google ascienden a unos 1400 millones de dólares anuales, que en realidad serían 2400. Si además incluimos los días que los trabajadores emplean en sus proyectos especiales, resultan otros 480 millones de dólares que Google se ahorra en desarrollo e investigación».

Sin embargo, los googlers venden su alma tecnológica, porque en sus contratos se estipula que todo lo que inventen mientras trabajen para Google es propiedad de la empresa. Aunque esto ya es así en la mayoría de las compañías.

¿Qué es malo?

Ya hace tiempo que la trinidad Google (Page-Brin-Schmidt) tiró por la borda el idealismo encarnado en su lema «Don’t be evil». David Vise, en su apenas crítico libro La historia Google, cita al profesor de Stanford Terry Winograd recordando unas palabras del presidente ejecutivo, Eric Schmidt. Según Winograd, al preguntar a Schmidt sobre el significado de la máxima «no seas malo», le respondió que «malo es lo que Sergey considera que es malo».

También es cierto que los Google-boys ya se han acostumbrado a la riqueza y el lujo y tienen todo el derecho, porque Google es una de las mejores, si no la mejor, idea de tecnologías de la información (TI) de la última década.

Oficialmente, los miembros del triunvirato Google perciben una paga simbólica de un dólar y el resto de su sueldo lo cubren con facturas de gastos. El presidente ejecutivo, Eric Schmidt, por ejemplo, cobra anualmente unas compensaciones de más de 500,000 dólares y necesita aproximadamente la misma cantidad para su seguridad personal Sin embargo, los paquetes de acciones que poseen entre los tres bastarían para alimentar a docenas de generaciones. Sólo las participaciones de Schmidt ascienden a casi 10 000 millones de dólares, míentras que las de los dos fundadores rondan los 20 000 millones. Así se puede vivir tranquilo. Y también alardear.

A los que en su día fueron los chicos buenos de las TI les gusta más el dinero y el lujo de lo que confiesan. Así lo demuestra el litigio por el avión privado de la empresa, un Boeing 767-200, que estuvo aparcado algunos años en el desierto de Arizona y fue comprado en 2006 a la aerolínea australiana Qantas por 15 millones de dólares. Oficialmente, el avión estaba destinado a la fundación Google.org, la organización benéfica de Google. Querían tener un jet para desplazar con urgencia a grupos numerosos (apenas cuenta con 50 plazas) a zonas de crisis humanitarias. Sin embargo, a la máquina se la conoce oficiosamente como «el avión de las fiestas». Un detalle al margen: el jet también fue objeto de disputa por el tamaño de los aposentos privados a bordo. El motivo de la pelea fue, concretamente, quién se quedaba con la «habitación» más grande. Por lo visto, no bastaba con una cama de matrimonio kingsize.

Posteriormente, a principios de octubre de 2007, se supo que después del avión transatlántico Google había comprado un segundo jet, un Boeing 757. Los aviones de Google son un reflejo de la buena colaboración que existe entre la empresa y las autoridades. Las dos naves tienen permiso para utilizar el campo de aviación de la NASA de Moffet Field, cerca de Mountain View, cosa que no puede hacer ningún otro avión privado del mundo. De algo sirvieron los buenos contactos que se establecieron con las autoridades norteamericanas durante los proyectos Google Earth, Google Mars, etc.

Otro detalle más: oficialmente, la empresa Google no posee ningún avión. Los propietarios de las máquinas son, probablemente por motivos fiscales, Larry Page y Sergey Brin. Si la compañía necesita uno, simplemente lo alquila a una empresa mediante leasing, una práctica muy común en la aviación. La tarifa de aparcamiento de los dos Boeing de Google, así como de otros dos Gulfstream V, asciende a entre 1,3 y 2,3 millones de dólares al año. Pero en Mountain View se pueden permitir estos lujos.