La reforma religiosa fue un acaecimiento más trascendental en esta época que las revoluciones políticas. Lutero adquirió una celebridad e importancia que no merecía ni por sus talentos ni por sus virtudes, pues carecía de estas y no eran eminentes aquellos. Faltó prudencia a la corte de Roma, y la opinión de muchos pueblos y de muchos hombres no había necesitado sino de una voz atrevida que la formulara. De otro modo no hubiera podido el fraile de Witemberg conmover los estados alemanes, y él mismo debió asombrarse de haber llegado a asustar al mundo católico. Carlos V se propuso hacer frente al predicador y a sus doctrinas. Impulsábanle a ello sus ideas religiosas y le iba la conservación de sus dominios. El francés y el turco le distraían y embarazaban, y los papas no le ayudaron bien. Por otra parte, ni bastante condescendiente con los reformadores para atraerlos por la dulzura, ni bastante riguroso para dominarlos por la fuerza, hubo de entablar con ellos aquella serie de negociaciones pesadas que abarcan desde la dieta de Worms hasta el concilio de Trento. Al decreto de Spira contra la reforma respondía la protesta de los cinco grandes príncipes y de las catorce ciudades del imperio que los señaló con el nombre de protestantes. Al de la confesión de Augsburgo respondía la liga de Smalkalda; y con el famoso Interim de Ratisbona no satisfizo el emperador ni a protestantes ni a católicos. La reforma le gastó más fuerzas que las guerras, y la espada de un príncipe luterano fue la que le dio el más funesto golpe. La cuestión religiosa llenó la Europa de sangre y la dejó para mucho tiempo dividida en dos grandes fracciones, protestante y católica. España se preservó del contagio. Hízolo con las armas Carlos V, y con las hogueras los inquisidores. España se aisló del movimiento europeo.
No hay duda que la reforma imprimió una nueva fisonomía a la sociedad moderna que se creaba. Los protestantes la han mirado como una feliz insurrección de la inteligencia contra el poder absoluto en el orden espiritual, como una poderosa tentativa de emancipación del espíritu humano, y la hacen como la madre de las libertades políticas. Los católicos niegan que el protestantismo haya emancipado los pueblos, atribúyenle haber dividido los hombres sin mejorar la sociedad, y esperan que la doctrina de Lutero con todas las variaciones que descubrió Bossuet y que después se han añadido, sucumbirá como el error de Arrio y como el catecismo de Mahoma. Si no nos equivocamos, en nuestra misma edad se notan síntomas de ir marchando este problema hacia su resolución, El catolicismo gana prosélitos: los protestantes de hoy no son lo que antes fueron, y creemos que la unidad católica se realizará.
Contra el fraile alemán se levantó entonces un caballero español. Al enemigo audaz del pontificado se opuso un papista decidido y animoso. Presentóse Ignacio de Loyola a combatir a Martín Lutero, y contra la reforma del fraile de San Agustín estableció la compañía de Jesús, milicia destinada a pelear a favor de la Santa Sede, obligándose a ello con el voto de obediencia, lo cual valió a los jesuitas de parte de los protestantes el nombre de genízaros del papa. Comenzó la reacción religiosa, y la gran cuestión de concilio de Trento preocupó a los pontífices que se fueron sucediendo, y sobrevivió a Carlos V, el cual ofreció el fenómeno de ser más conciliador que los papas mismos.
Afortunadamente, y por la vez primera, no fue ahora España el campo en que se ventilaron las grandes cuestiones religiosas, políticas y militares que cubrieron de sangre y luto la Europa. Sufrieron mucho Francia, Alemania y Hungría, pero la víctima sacrificada a las ambiciones de todos fue la desgraciada Italia. Teatro nunca vacante de sangrientas lides, saqueábala el turco por la costa, mientras en el interior la devastaba la soldadesca cristiana, franceses, flamencos, alemanes y españoles, gentes de diversas religiones y distintas lenguas, que hormigueaban allí como nubes de langostas talándola a quien más podía, todos licenciosos, católicos y protestantes. No pensaría aquel bello país que había de tener que sufrir una invasión de pueblos civilizados que le recordara los horrores de la irrupción vándala.
Vengamos a los últimos momentos del gran Carlos V., el protagonista de aquel vastísimo drama de luchas, de batallas, de alianzas, de negociaciones y de tratados, en que no hubo estado grande ni pequeño que se librara de tomar parte, y que fue como la fermentación por que pasó la sociedad humana para entrar, en un nuevo período de su vida.
Aquel hombre infatigable, que en cuarenta años de imperio había estado nueve veces en Alemania, seis en España, cuatro en Francia, siete en Italia, diez en los Países-Bajos, dos en Inglaterra, otras dos en África, que había atravesado once veces los mares, y que, nuevo Atlante, sostenía sobre sus hombros el peso de dos mundos, sintiéndose debilitado de cuerpo y de espíritu, y no pudiendo ya inspeccionar personalmente sus inmensos dominios, determina retirarse a acabar tranquilamente sus días en el silencio y soledad de un claustro, en esta misma España, principio y fundamento de su colosal poder: trasfiere a su hijo Felipe las coronas de Flandes y de España con todos sus territorios del antiguo y del nuevo mundo, y el agitador de África y Europa, aquel a cuya presencia temblaban los reyes y se estremecían los reinos, se abisma espontáneamente, y pasa desde el solio más elevado de la tierra a sepultarse en la humilde celda de un solitario monasterio.
Seguirémosle en nuestra obra hasta sus últimos momentos, hasta su muerte ejemplarmente cristiana y religiosa; y guiados por la luz de auténticos e irrecusables documentos, rectificaremos los errores e inexactitudes que acerca de la vida de Carlos V en Yuste han consignado casi todos los historiadores que nos han precedido, y daremos a conocer con verdad los pensamientos que preocupaban al grande hombre en su retiro.
En 1556 era rey de España Felipe II.
XII
Aún desmembrada la corona imperial que heredó de Carlos V su hermano Fernando, quedada todavía Felipe II el soberano más poderoso de Europa, y su matrimonio con María de Inglaterra le daba además gran mano en aquel reino.
Entre el padre y el hijo absorben casi todo el siglo XVI, pero le imprimen distinta fisonomía, porque no se asemejan en índole y en carácter. Así, dotados ambos de talento claro y de perspicacia suma, abrigando en mucha parte los mismos designios, constituyéndose uno y otro en representantes del catolicismo y de la unidad religiosa, difieren grandemente en la política y en los medios. Flamenco y educado en Flandes el uno, había desagradado a los españoles porque no hablaba su idioma; español y criado en España el otro, había disgustado a los flamencos porque no conocía su lengua. Carlos flamenco, tenía la vivacidad española; Felipe español, tenía la fría calma de un flamenco. Parecía que habían equivocado la patria. Carlos era expansívo y cosmopolita; Felipe sombrío y político de gabinete. Aquel, infatigable en el ejercicio del cuerpo, había querido gobernar el mundo hallándose en todas partes; este, incansable en el manejo de la pluma, aspiró a regir la Europa desde el rincón de un monasterio. Aquel dictaba leyes a cada país en su propio territorio; este se las imponía desde su bufete. El padre hacía temblar un estado con su presencia; el hijo le intimidaba con un decreto. El padre paseaba las tierras y los mares personalmente; al hijo le bastaba tener un mapa sobre su mesa. Carlos asistía a todas las asambleas de Europa; Felipe daba instrucciones a sus embajadores, era el jefe de los diplomáticos, y sabía más que ellos.
¿Era Felipe II el demonio del Mediodía, como le nombraban entonces los extranjeros, o era el rey santo, el hombre religioso, el que libertó la iglesia de la herejía, y salvó de la anarquía los estados? ¿Fue el representante del fanatismo y de la tiranía, el hombre de las hogueras y el verdugo de los pueblos, o fue el gran político que comprendió su siglo, y dio a España engrandecimiento y gloria? Personaje tan ensalzado como deprimido, cada cual lo ha colmado de elogios o de invectivas, según sus ideas o sus pasiones. Observamos en ciertos escritores nacionales, empeño en unos, tendencia en otros a rehabilitar su memoria. Nosotros hemos procurado estudiar el genio del hombre y los designios del monarca, en el interior de su familia y palacio y en la dirección de los negocios públicos. Hemos visto sus decretos originales: ha pasado por nuestras manos su correspondencia diplomática, y hemos leído sus disposiciones en letra de su puño. Hemos tenido ocasión de examinar muchos de sus escritos, de sus propios borradores, allí donde al cabo de trescientos años parece verse todavía la cabeza que concebía, el corazón que dictaba, y la mano que se apoyó sobre aquel mismo papel; allí donde las líneas puestas a un margen para sustituir a otras que se tachaban, revelan el pensamiento primitivo y el pensamiento nuevo que le reemplazó. Después de todo esto podemos decir sin género alguno de apasionamiento que admiramos las grandes cualidades de aquel monarca y reconocemos y amamos algunas virtudes que le adornaron; pero sentimos no sernos posible amarle tanto como le admiramos.
Por nuestra parte hemos creído descubrir en Felipe II. las prendas de un gran político; pero también las cualidades de un gran déspota. Sombrío y pensativo, suspicaz y mañoso, dotado de gran penetración para el conocimiento de los hombres y de prodigiosa memoria para retener los nombres y no olvidar los hechos, incansable en el trabajo y expedito para el despacho de los negocios, tan atento a los asuntos de grave interés como cuidadoso de los más menudos accidentes, firme en sus convicciones, perseverante en sus propósitos y no escrupuloso en los medios de ejecución, indiferente a los placeres que disipan la atención y libre de las pasiones que distraen el ánimo, frío a la compasión, desdeñoso a la lisonja e inaccesible a la sorpresa, dueño siempre y señor de sí mismo para poder dominar a los demás, cauteloso como un jesuita, reservado como un confesor y taciturno como un cartujo, este hombre no podía ser dominado por nadie y tenía que dominar a todos; tenía que ser un rey absoluto.
El hombre por cuyas manos pasaban todos los negocios de Estado en una época en que sus relaciones se extendían por las regiones de ambos mundos; que lo leía todo y lo decretaba todo por su mano, o lo anotaba y corregía de su puño; el que sabía las intrigas y manejos de las cortes extranjeras antes que le informaran de ellas sus embajadores acreditados; el que cuando un embajador le designaba las influencias de un gabinete y el lado flaco de cada príncipe, recibía al propio tiempo informaciones confidenciales de la conducta y de las relaciones y tratos de este mismo embajador; el que sabía las circunstancias y los medios de cada uno de los jefes de la insurrección de Flandes, las propiedades de cada aspirante a la corona de Francia, la índole de cada pretendiente a la mano de la reina de Inglaterra, el carácter de cada cardenal y las opiniones de los que influían con el papa o habían de asistir al concilio; el que conocía de antemano el mérito y conducta de cada uno de los que se presentaban a pedir un empleo; el que sin asistir a los consejos sabía cuanto en ellos pasaba, y no asistía con el fin de que su presencia no impidiera a cada cual manifestar libremente sus pasiones; el que sabía dividir para reinar y fomentar los partidos para neutralizar mejor las influencias; este hombre no hubiera podido reinar sin gobernar solo, porque se sentía con genio, con propensión y con capacidad para ello.
Así las cortes que el padre había reducido a simple fórmula las redujo el hijo a peor condición que la nulidad, y las libertades que Carlos extinguió en Villalar con Padilla acabó de ahogarlas Felipe en Aragón con Lanuza.
Uniendo al ardor del religioso la frialdad del calculista, cuidando de no separar nunca el mejor servicio de Dios del mayor engrandecimiento de sus reinos, y de que el fanatismo no obstara al acrecimiento o conservación del poder, quiso extinguir la herejía que agitaba la Europa ayudando a los católicos contra los reformados y herejes, pero esperando vencer con los unos para reinar sobre todos; imponerles primero la creencia religiosa para someterlos después a la autoridad política, Hízose el defensor nato de la iglesia romana y empezó ganándose al papa con blandura; pero si el papa se oponía a sus planes políticos, tratábale con dureza y se gozaba de los atrevimientos que con el jefe de la Iglesia se tomaban sus embajadores. Perseguía a los enemigos de la plenitud de la potestad pontificia, pero no le asustaban las excomuniones. Veneraba a los frailes y se rodeaba de ellos, pero si atentaban a su poder los mandaba ahorcar.
Si no hubiera hallado la Inquisición, la hubiera inventado él: pero se le había anticipado en más de medio siglo. La halló establecida y la hizo su brazo derecho, mas nunca consintió en que se erigiese en cabeza. Gustábale servirse de los inquisidores, pero dominándolos.
No reparaba en reducir a prisión al mismo que había sido el más activo instrumento de su tiranía en Flandes, como tampoco dificultaba en sacarle del calabozo cuando le convenía para hacer la conquista de Portugal: entonces volvía a confiar el mando del ejército al duque de Alba. Llevaba a un hombre inteligente y laborioso a los altos puestos de presidente del consejo de Castilla y de Italia, de inquisidor mayor y cardenal, pero en el apogeo del favor le intimaba la caída de su gracia, aunque el pesar le acabara la vida. Así murió Espinosa. Y don Juan de Austria, el hijo ilegítimo de Carlos y el heredero legítimo de su grandeza y de sus glorias, la más noble, la más bella y la más elevada figura de su tiempo, el vencedor de los moriscos en las Alpujarras y de los turcos en Lepanto, gana victorias y países para su hermano, pero no puede ganar para sí un quilate de cariño en su corazón. Felipe II no consentía verse eclipsado por nadie, ni en poder, ni en gloria, ni en laboriosidad siquiera.
No era impasible, pero lo parecía en las ocasiones en que es más difícil reprimir los sentimientos y las afecciones humanas. Cuando el de Alba le participó la ejecución de los ilustres condes de Horn y de Egmont, contestóle diciendo: «puesto que ha sido indispensable el castigo, no hay sino encomendarlos a Dios». Y como implorase su piedad hacia la virtuosa viuda de Egmont y sus once hijos, que quedaban en la más espantosa miseria y desamparo, «sobre esto, le dijo, ya proveeré y os avisaré de ello». No le corría prisa hacer el bien que le pedía con urgencia el hombre que pasaba por el más duro de su tiempo, y el de Alba debió conocer que había otro en cuyo cotejo podía pasar por blando de corazón. La noticia del desastre de la Invencible armada no le demudó el rostro, y se limitó a decir que había enviado la escuadra a luchar con los hombres y no con los elementos. Y la del glorioso triunfo de Lepanto no hizo asomar a los reales labios una ligera sonrisa. La recibió rezando, calló y continuó su oración. Hasta que esta fue acabada no mandó entonar el Te Deum: nadie sabía por qué.
Todos sus actos llevaban el sello del misterio y de la tenebrosidad. Montigny, el príncipe de Orange, Escobedo, Antonio Pérez y el príncipe Carlos, son arcanos que se traslucen hoy, pero que no se revelan. ¿Serán perpetuamente enigmas algunos de ellos? ¿Lo será la prisión misteriosa del príncipe, objeto de tantas curiosas investigaciones, inclusas las nuestras? Poseemos la copia de un codicilo en que mandó fuesen quemados sin ser leídos los papeles tocantes a negocios terminados, y especialmente de difuntos. ¿Será improbable que se hallaran entre ellos los que han buscado con tanto afán biógrafos, críticos e historiadores? Sea lo que quiera, creemos que hubiera podido ser Felipe el mejor inquisidor y el mejor jesuíta, como el más diestro embajador y el más astuto ministro. Era rey, y lo reunía todo.
Mas donde ha quedado perpetuamente esculpido su genio es en esa colosal maravilla que se levanta majestuosa y severa al pie de una cadena de cenicientas montañas que parece hundirse como los despojos de un mundo calcinado. Todo en el Escorial respira grandeza, y todo en él inspira austeridad y devoción. Diríase que era la fortaleza en que había querido encastillarse una edad para pasar el invierno de las revoluciones que el viento norte presagiaba. «¿Cómo había de traspasar, dice un filósofo, una sola idea del mundo moderno aquellos muros de granito de aspecto egipcio, aquellos castillejos, aquellos claustros, aquellas bastillas y aquellos palacios circundados de celdas?». Dedicóle a San Lorenzo en conmemoración del día en que se ganó la famosa batalla de San Quintín, y quiso que el edificio representara la forma de las parrillas en que fue quemado el santo: singularidad que ha dado ocasión a algunos para buscar analogías entre aquella especie de martirio y las hogueras tantas veces encendidas en el reinado del fundador. Hízole a un tiempo para vivienda de monjes y para alcázar de reyes: y la cámara regia al lado de la celda prioral, la corona junto a la cogulla, y el trono de España bajo el mismo techo que la regla de San Jerónimo, representan el gusto del monarca y el espíritu de la época.
Pero el reinado de Felipe fue todo español. A diferencia del de Carlos V, ni en su consejo ni en su corte predominaban extranjeros. Si Carlos V hubiera subyugado la Europa, la hubiera hecho alemana: si la hubiera dominado Felipe II, la hubiera hecho española. Aún sin haberla vencido, la superioridad de su política y la superioridad de nuestra literatura, difundieron por Europa la lengua, las costumbres y las modas de España, y el gusto español preponderaba en los salones diplomáticos, en los teatros, en los libros y en los trajes. París mismo se asemejaba a Madrid, y tomaba de los españoles hasta las extravagancias que les había de devolver después; porque un siglo antes que Luis XIV pudiera llamar a Madrid la corte francesa de España, había llamado Felipe II a la corte de Francia mi bella ciudad de París.
Los españoles, avezados ya a las largas expediciones militares en que recogían gloriosos triunfos, sinceramente religiosos como su rey, y acostumbrados por más de siete siglos a mirar a los enemigos de su culto como enemigos también de su independencia, servían gustosamente de instrumentos a las empresas de su monarca, y fueron, como en tiempo del emperador, a pelear en Francia, en Inglaterra, en Flandes, en Italia, en Portugal y en los mares, contra moros, contra turcos, contra herejes y contra cristianos-católicos, y la política española intervino en todos los negocios de Europa. Ganáronse muchos laureles para recoger después muchas espinas.
La política de Felipe con los Países-Bajos produjo una lucha sangrienta que convirtió aquellas florecientes provincias en un vasto campo de carnicería, y consumió a España su dinero y sus hombres. Para. España fue una fatalidad, y para Flandes una providencial expiación. Medio siglo hacia que había venido aquí un príncipe flamenco, cuyos primeros pasos fueron extraer nuestras riquezas, dar a flamencos los más altos puestos del estado y ahogar nuestras libertades. Al cabo de cincuenta años un monarca español, hijo de aquel, trata a Flandes como a país de conquista, confiere los primeros cargos a españoles, y prueba a establecer allí la Inquisición española. Los flamencos se irritan y se levantan, como aquí se irritaron y levantaron los castellanos. Allí se firmó el Compromiso de Breda, como aquí se formó la Junta de Ávila. Allí perecieron en un patíbulo los condes de Horn y de Egmont, como aquí habían perecido Padilla y Bravo. En Castilla fue incendiada Medina, y allí fueron profanadas y saqueadas más de cuatrocientas iglesias en Flandes y Brabante. La expiación fue terrible, pero no nos regocijamos de ella. Porque después de infinitos desastres y de infinitos horrores ejecutados por españoles y por orangistas, y después de gastados generales y tesoros, el resultado fue constituirse la república libre de las Provincias Unidas allí donde Felipe quiso establecer un imprudente despotismo, y producir una guerra larga y desastrosa que había de terminar por la pérdida de aquellos ricos países.
El afán y los esfuerzos de treinta y ocho años por dominar en Francia y colocar en aquel trono a la infanta su hija, costó muchos millares de hombres y treinta millones de ducados, para venir a someterse al célebre tratado de Vervins en que reconoció a Enrique IV y se obligó a restituirle todas sus conquistas. Sacamos de allí los triunfos de San Quintín y de Gravelinas, y el placer de haber guarnecido algún tiempo a París tropas españolas.
Mientras Felipe suscitaba enemigos a Isabel de Inglaterra y protegía a María Estuardo de Escocia, el Drake depredaba las colonias españolas de América, y los piratas ingleses apresaban nuestros buques y se llevaban las flotas de oro. El desastre de la Invencible armada fue una pérdida irreparable para España, que dejó desde entonces de ser la señora de los mares. Subió de punto el poder marítimo de la Gran Bretaña, y una vez se atrevieron los ingleses a penetrar en Cádiz, y se llevaron hasta las campanas de las iglesias y las rejas de las casas. Juró Felipe vengar el ultraje, pero otra vez dispersó la armada española una tempestad. Data de aquel tiempo, la decadencia de nuestra marina.
No fue más feliz en el proyecto de enseñorear el Báltico y de extender su influencia a los estados escandinavos. Frustráronse sus costosos intentos por la repentina conversión de Juan de Suecia en sentido inverso a la de Enrique IV de Francia.
La mayor gloria militar que alcanzaron las armas españolas en aquel tiempo, fue la memorable victoria de Lepanto, que celebró con trasportes de júbilo toda la cristiandad, y el más rudo golpe que pudo darse al poder entonces inmenso de la media-luna. Pero dióse tiempo a los turcos para rehacerse, y al año siguiente pudo el sultán hacer salir del puerto de Constantinopla una nueva escuadra de doscientos cincuenta navíos. Al cabo vinieron a ajustarse treguas con el turco; mezquino resultado, que ni correspondió a los esfuerzos que costara a la nación, ni a los triunfos que había sabido alcanzar el ilustre bastardo de Carlos V.
Con la conquista de Portugal se realizó por primera vez la completa unidad de la Península ibérica; y así como Suintila fue el primer soberano godo que pudo llamarse sin contradicción rey de la España entera, así Felipe II fue el primer soberano de la edad moderna que pudo llamarse con verdad rey de toda España, pues no había ya una sola pulgada de territorio desde Gibraltar a los Pirineos que no fuese del dominio del monarca español, y por primera vez al cabo de cerca de nueve siglos recobró España los límites naturales que le señalaba su geografía. Agregáronsele las inmensas y riquísimas colonias que los portugueses poseían en África, en América y en las Indias. ¡Cuán poco habían de durar aquellas importantes adquisiciones! En vez de un gobierno prudente, conciliador y benéfico, que hiciera olvidar a los portugueses su humillación e identificarse gustosos a la gran familia española, la dura política de Felipe ofende su nacional orgullo, mantiene vivo el sentimiento de su independencia, y espiando la primera ocasión de sacudir el yugo español, España verá con dolor desprenderse otra vez ese rico florón de su corona antes de extinguirse la dinastía austríaca.
Llegó, pues, la España en el reinado de Felipe II al apogeo de su material grandeza. Era un imperio que se derramaba por todo el globo. En medio de muchos reveses y de muchas empresas malogradas, se habían ganado glorias militares sin cuento. El nombre español era un nombre universal. ¿Podrían conservarse a tal altura el nombre y el imperio? Tales adquisiciones, tantas expediciones y guerras no se habían hecho sin imponer a la nación sacrificios inmensos, sacrificios insoportables. Habíanse consumido los tesoros del reino y los tesoros del Nuevo Mundo por el loco empeño de conservar países apartados, que sobre constituir un gravísimo y perpetuo censo para España, fuera demencia prometerse jamás de ellos una incorporación sincera y provechosa. El temerario afán de Felipe de someter la Europa a su conciencia y a su cetro, nos atrajo su enemistad sin lograr ningún fruto: y mientras en el interior el fatídico fuego de las hogueras del Santo Oficio ahogaba la vida política de la nación, y se malograban los muchos elementos de prosperidad que habían sembrado los reyes Católicos, en el exterior se gastaba su vitalidad material en el intento de sujetar pueblos que no nos habían de servir y que habíamos de perder. Dejó, pues, Felipe II a sus sucesores una España gigante, pero gigante extenuado y por muchos lados vulnerable, y aquel aparente engrandecimiento encerraba el germen de la decadencia que apuntaba, y preparó cerca de dos siglos de calamidades y humillaciones. Volvamos la vista a otro cuadro más halagüeño.
Felizmente este mismo siglo de batallas y de sacrificios humanos es el siglo de las artes, es el siglo de oro de la literatura española, de que había sido preludio el reinado de los reyes católicos. Las guerras de Carlos V han puesto a los ingenios españoles en relaciones íntimas y frecuente trato con los que ya brillaban en la culta Italia. Aquellos palacios que decoraban las obras maestras de Leonardo Vinci, de Miguel Ángel, de Rafael, de Ticiano y de Corregio, los estudios y talleres de aquellos insignes artistas, son otros tantos tesoros de que se aprovechan los pintores, arquitectos y escultores de España para formar su gusto, enriquecerse de conocimientos traerlos después a su patria, y fundar más adelante escuelas propias, que comienzan por serlo de imitación y acaban por producir una vigorosa originalidad. Dos veces en el trascurso de los tiempos ha prestado también esa bella Italia a los genios españoles modelos literarios que imitar y escuelas en que aprender: la Italia de Augusto, y la Italia de León X, el Augusto sagrado del siglo XVI. Y ambas veces la España se ha emancipado pronto de su maestra, creándose una literatura nacional, independiente y propia, que había de trasmitir luego a otros pueblos.
La poesía lírica y la dramática, la ligera sátira y la grave epopeya, la novela y la historia, el género didáctico, el místico y el festivo, todos los géneros, todos los estilos y todas las formas literarias tuvieron en el siglo XVI, dignos intérpretes que al cabo de trescientos años sirven todavía de modelos. Muchas lumbreras derramaron la luz de las letras por el horizonte español. Es el siglo de Garcilaso, de Rueda, de Ercilla, de Herrera, de los Luises de Granada y de León, de Mendoza, de Zurita, de Arias Montano, de Santa Teresa, de Lope de Vega, de Mariana y de Cervantes. Y tal impulso recibe la literatura española en los reinados de Carlos V y de Felipe II, que la veremos avanzar todavía majestuosa y rica por los reinados de los siguientes Felipes, conducida por Rioja y Calderón de la Barca, sirviendo de tipo a las demás naciones, hasta que comenzando a caer en manos del culteranismo con Góngora y Quevedo, degenerando de corrupción en corrupción, llegue a una anticipada decadencia y a una prematura decrepitud como la monarquía.
Incomprensible parece este desarrollo intelectual en un pueblo comprimido por la Inquisición y en medio del ruido de las armas y del estruendo de la pelea. Pero el Santo Oficio ejercía sus rigores sobre los libros de teología, de filosofía o de derecho, que pudieran atacar o lastimar las doctrinas del más puro catolicismo, tal como entonces los inquisidores y el monarca le entendían. Inexorable en estas materias, pocos hombres distinguidos por su saber pudieron librarse de las persecuciones de aquel terrible tribunal. En cambio la poesía, terreno neutral y ajeno por su índole a las cuestiones teológicas y filosóficas, podía tomar todo el vuelo que quisiera, y monarcas e inquisidores eran indulgentísimos para las licencias de la imaginación, excepto en lo que tocara a asuntos religiosos. Complacíales por el contrario que los poetas se entretuvieran en cantar los amores tiernos de los pastores y los dulce desdenes de las esquivas zagalas. No pudiendo España producir filósofos, se indemnizó en producir abundancia de poetas. El Parnaso era el campo más libre, y refugiándose a él las inteligencias independientes de los españoles, hicieron la poesía una especie de soberana de la literatura.
Ni es menos sorprendente que tantos ingenios cultivaran las letras en medio de la agitación de las batallas, enemigas al parecer de los sentimientos tiernos y de los estudios tranquilos. Parecía que del choque de las lanzas y de los escudos salían chispas de inspiración para aquellos ingenios guerreros. Es admirable el número de soldados escritores que en el siglo XVI y aún antes de él produjo la España. El cronista Pérez de Guzmán se encontró como soldado en el combate de la Higuera: Lope de Ayala es hecho prisionero en las batallas de Nájera y de Aljubarrota, y escribe los sucesos en que ha tomado parte: Jorge Manrique manda expediciones militares, combate en Calatrava y en el sitio de Vélez, y hace tiernas elegías: Bernal Díaz del Castillo acompaña a Cortés a Méjico, se encuentra en ciento diez y nueve batallas, y el soldado batallador escribe la Historia verdadera de la conquista de Nueva España: Boscán pelea por su país, y aclimata en la poesía castellana los endecasílabos italianos: Hurtado de Mendoza, general y embajador de Carlos V hace versos y novelas picarescas, y escribe con docta pluma la historia de la última guerra de Granada: Garcilaso acompaña como militar a Carlos V en sus principales expediciones, se encuentra en la defensa de Viena, en la toma de la Goleta y de Túnez, y el dulce cantor de Salicio y Nemoroso muere de una herida que recibe al asaltar una plaza: Lope de Vega lleva el arcabuz y sirve como soldado en la Invencible armada, y escribe tantas comedias que nadie las ha podido contar todavía: Ercilla combate a los indios bravos en Arauco, y combatiendo escribe La Araucana: Cervantes se distingue como guerrero en la batalla de Lepanto, y el mutilado en la guerra y el cautivo de Argel escribe comedias y novelas originales, y asombra el mundo con su Quijote. No se podía decir aquí aquello de: musœ silent inter arma; pues en este país singular las musas cantaban dulcemente entre el ronco estampido del cañón y el áspero crujir de las espadas y rodelas.
La historia literaria de España en aquellos siglos represéntanos los tres períodos de un largo día. El crepúsculo matinal que vimos apuntando en los siglos XI y XII va siempre derramando más luz hasta el XV, para alumbrar en pleno día en el XVI y entrar en el crepúsculo de declinación en el XVII. Diéranos mayor pena el ver llegar la tarde de este día, si no supiésemos que las letras como el sol vuelven después de haberse marchado a alumbrar otros hemisferios, y que si desaparecen de nuestro horizonte para ir a comunicar su luz a otras regiones de Europa, volverán a iluminarle a fines del siglo XVIII para bañarle en el XIX con un nuevo resplandor, de que sentimos no participar de lleno, pero que esperamos alcanzará el siglo, que ha de vivir más que nosotros. Así las naciones y las sociedades se comunican recíprocamente sus luces, y así es necesario para el progreso perfectivo de la vida universal de la humanidad, uno de nuestros principios históricos.
XIII
A la independiente actividad de Felipe II sucede la sumisa indolencia de Felipe III, y el hombre a quien no había podido dominar nadie es reemplazado por un hijo que ni piensa, ni obra, ni gobierna sino por la voluntad de un favorito, a cuya firma ha dado el rey igual autoridad que a la suya propia. El privado es el árbitro de los empleos públicos, el repartidor de las fortunas, y su fausto eclipsa, oscurece el del monarca. A ejemplo del duque de Lerma, la nobleza abatida en los anteriores reinados abandona sus antiguos castillos y acude a ostentar sus galas en la corte. Palacios suntuosos, gran tren de carrozas, muchedumbre de mayordomos, capellanes, palafreneros, pajes y entretenidos, todo boato les parecía poco a aquellos nuevos ricos-hombres, que hacían venir tapices de Bruselas, linos de Holanda, telas de Florencia, gorros de Lombardía, capas de Inglaterra y calzado de Alemania. Dejábanse arrastrar del mismo impulso las clases medias, y a todos alcanzaba el contagio. ¿Correspondía la prosperidad del Estado al brillo de la corte?
Abrumados de impuestos los labradores, dejaban el cultivo y emigraban a la aventura, allá donde creían poder proporcionarse algún medio de vivir; provincias enteras se convertían en áridos yermos, y el viajero andaba muchas leguas sin encontrar una casa habitada ni un campo labrado. «Si este mal continúa, le decían al rey las Cortes de Madrid, pronto faltarán paisanos que labren los campos, pilotos que dirijan las naves… es imposible que dure el reino un siglo si no se pone un remedio eficaz». «Las casas se desploman, le decía el Consejo a su vez, y nadie las reconstruye; las aldeas quedan abandonadas, los campos incultos…».
El Consejo proponía remedios. Que se moderen los tributos; que se revoquen las mercedes y donaciones; que los grandes se vuelvan a sus estados y empleen a los cultivadores y jornaleros; que se limite el número de religiosos de ambos sexos; que se refrene el lujo y se ponga tasa a los trajes; que comience el soberano dando ejemplo por el arreglo de su casa, «pues el número de criados, le decía, y las raciones que consumen son dos terceras partes más que en tiempo de vuestro augusto padre el Sr. Don Felipe II, cosa que merece que V. M. lo considere con reflexión y haga conciencia de ello». Los remedios quedaron escritos.
No había rentas, pero había lujo: los labradores perecían, pero los grandes comían en vajilla de oro: moría la industria, pero se erigían monasterios: las aldeas se despoblaban, pero los conventos rebosaban de habitadores.
Y no por eso se renunciaba al sistema de guerra exterior de los anteriores reinados. Nuestros ejércitos eran enviados como antes a pelear en todos los países de Europa, y nuestros marinos cruzaban todos los mares. Los arranques eran los mismos, pero las fuerzas no podían corresponder a los ánimos. Imponíanse al gigante enflaquecido los mismos esfuerzos que en los días de su virilidad y robustez. ¿Dónde estaban los recursos para alimentar a los soldados que batallaban? Las flotas de la India llegaban con dificultad, y dábase gracias de ver arribar algún galeón que no hubieran apresado los corsarios ingleses u holandeses. Las que llegaban estaban anticipadamente empeñadas, e invertíanse en sostener el fausto de la corte. Un general salia por fiador del gobierno, y empeñando sus alhajas particulares lograba que los comerciantes de Cádiz le prestaran algunas sumas para ir manteniendo sus tropas. Subíanse los impuestos, pero era pedir jugo a un tronco seco y aridecido. El cuerpo social perecía de extenuación, y le desangraban para darle vitalidad. Quísose convertir en moneda la plata de los templos, pero se opuso el clero, y faltóle fuerza al gobierno para hacerse obedecer. Se recurrió a la alteración de la moneda, y doblándose el valor del vellón se dobló el precio de las mercancías. Se inundó el reino de moneda de cobre adulterada, y desapareció la plata y el oro. Tal era la ciencia de gobierno del duque de Lerma.
La irreflexiva expedición a Irlanda costó una derrota y un bochorno. Y de la muerte de Isabel de Inglaterra, astuta y decidida protectora de los enemigos de la España y del catolicismo, no se sacó más partido que un tratado de paz, que algunos años antes hubiera parecido vergonzoso, y que entonces se celebró en Madrid con regocijo.
Flandes continuaba siendo cementerio de hombres y sima de tesoros. La toma de Ostende fue gloriosa, pero costó cerca de tres años de sitio y cincuenta mil soldados. Entretanto el de Nassau nos tomó otras plazas. La famosa tregua de doce años empezó a poner de manifiesto a los ojos de Europa la flaqueza y decadencia de España.
Pudo no obstante esta misma situación haber redundado en bien de la monarquía, si esta hubiera estado dirigida por más hábiles manos. En paz con Inglaterra y Holanda, garantida la de Francia por el doble matrimonio de los príncipes y princesas de ambas naciones, pudo el gobierno español, con un desahogo que no había disfrutado en cerca de un siglo, dedicarse a restañar las profundas heridas que en el corazón del país habían abierto las dilapidaciones de dentro y los dispendios de fuera. Pero estos fueron los momentos que escogió el monarca, aconsejado por dos arzobispos, para descargar sobre él un golpe fatal. Expidióse el edicto para la expulsión de los moriscos, y la población proscripta se llevó tras sí el comercio, la agricultura y las artes. El consejo del beato Juan de Ribera pudo ser muy piadoso y muy justo, pero despobló la nación y la dejó arruinada.
Contrastaba grandemente la guerra de armas en Italia con la guerra de intrigas en la corte. Allá se disputaba el ducado de Saboya; aquí el favoritismo del monarca. Allá Carlos Manuel despedía al embajador de España e invadía el Milanesado; aquí el de Uceda suplantaba a su mismo padre el de Lerma en el favor del débil príncipe. Allá mediaba Luis XIII para ajustar un tratado en Pavía; aquí intervenía el padre Aliaga, confesor del rey, en los manejos de las privanzas palaciegas. Allá se formaban alianzas de príncipes italianos contra España y conjuraciones de españoles contra Venecia; aquí se fraguaban planes y se empleaban artificios para dominar en palacio. Allá se ganaba para España la Valtelina que había de envolverla en nuevas complicaciones; aquí se ganaba el valimiento del monarca, que poseído por Don Rodrigo Calderón había de llevarle con el tiempo, como a otro Don Álvaro de Luna, de las gradas del trono a los escalones del cadalso. Habían vuelto los tiempos de Juan II y de Enrique IV.
Y prosiguieron todavía. Porque a la privanza infausta de Lerma y Uceda con Felipe III sustituyó la no menos funesta de Olivares con Felipe IV.
Más embaidor que político el Conde-Duque, alucinó al pueblo y fascinó al rey. El pueblo creyó en las ofertas de un bello programa, y se dejó engañar como un enfermo desesperado que acoge las palabras de un curandero. El rey era un niño, y se enamoró de un ministro que le hacia apellidar el Grande mucho antes de poder serlo. Cuando el pueblo reconoció su error, no pudiendo poner remedio se limitó a murmurar, que era lo único para que le habían dejado fuerzas los reinados anteriores: y el monarca que hubiera podido remediarlo no lo conocía.
Felipe IV y la política de su privado trajeron a España males que aún lamenta, y compromisos de que no ha acabado de salir al cabo de dos siglos. Empeñados en engrandecer la casa de Austria, arruinaron la España. En la famosa guerra del imperio, llamada de los treinta años, no cesó Felipe de prodigar hombres y tesoros al emperador. Iban nuestros soldados a vencer en Praga, para ser vencidos después en Estremoz y Villaviciosa. Triunfaban a quinientas leguas de distancia para dar a Fernando de Austria la corona de Bohemia, y cuando tuvieron que pelear dentro de España eran ya un ejército debilitado que dejaba perder el Portugal. Arrojaban del imperio al Elector Palatino y dominaban el Rhin, para no poder defender más adelante las fronteras de Francia y tener que ceder el Rosellón. Luchaban con su acostumbrada bravura allá en Alsacia, en la Suabia y la Baviera, contra el rhingrave Othón, contra el landgrave de Hesse y contra el terrible Gustavo de Suecia; eran degollados en Oppenheim, triunfaban en Lutzen, perecían helados en los Alpes y ganaban laureles en Norlinga: sufrían reveses y alcanzaban triunfos en lejanas tierras y por ajenas causas; y cuando hubo necesidad de defender el reino, invadido por los vecinos o alterado por los naturales, faltaron ya fuerzas para ello: habíase gastado la vida en climas y en empresas extrañas.
La guerra con Holanda, emprendida de nuevo al expirar la tregua de los doce años, hubiera podido justificarse si hubiera podido sostenerse. Pero a pesar del arrojo de nuestros soldados, que allí, como en todas partes, vencían y triunfaban, pero no dominaban; a pesar de los talentos militares de Espínola, de la protección del emperador, y de los refuerzos sacados de Alemania para atender a aquellos países, hubo de resignarse Felipe IV a reconocer definitivamente la independencia de la República, y a cederle las conquistas hechas en América y en la India. Triste resultado de ochenta años de lucha, tan dispendiosa en hombres como en dinero. La tregua de doce años había sido el indicio de nuestra debilidad; el tratado de Westfalia lo fue de nuestra impotencia.
Cierto que fue una fatalidad el que se hubiera levantado contra España un genio tan activo, tan político y tan sagaz como el ministro de Luis XIII. No pudiendo sufrir el cardenal de Richelieu ni el engrandecimiento amenazador de la casa de Austria ni la arrogancia del gobierno español, dedicado a alentar a los que ya eran enemigos y a suscitar otros nuevos a los gabinetes de Madrid y de Viena, la política y las armas francesas encendieron la guerra donde estaba apagada, y aviváronla donde estaba ya encendida, y en tan general conflagración no era posible que dejara de sufrir la España grandes catástrofes. La nación que tenía sus guerreros desparramados por toda Europa y por todos los mares vio su propio territorio invadido por ejércitos extraños. Los franceses se atrevieron a penetrar en Guipúzcoa y en Cataluña. No tenía Richelieu mejor auxiliar que la política del Conde-Duque. Parecía obrar de concierto.
Creciendo con los reveses del reino la altanería del valido, apuraba a un tiempo los recursos y la paciencia del pueblo. Estalló con explosión la mina del despecho en la provincia menos sufrida, en la más celosa de sus fueros, y también la más ofendida y hostigada. La insurrección de Cataluña con sus terribles bandas de segadores, con sus horribles matanzas y sus venganzas sangrientas, fue un feliz acontecimiento para Richelieu y los franceses, y la imprudente política de Olivares convirtió en guerra larga y formal lo que hubiera podido ser un arranque momentáneo de enojo. Reprodujéronse las escenas de los tiempos de Juan II de Aragón, y aún fueron más adelante, porque Luis XIII, nombrado conde de Barcelona, pudo llamarse algún tiempo rey de Francia y de Cataluña. Esta provincia volvió a ser española, pero el Rosellón y la Cerdaña allá se quedaron para no más volver.
Todo era desastres. Portugal oprimido y vejado, se levanta también, encuentra ocasión de sacudir la dependencia de Castilla, y la dominadora del orbe es impotente a evitar la desmembración de una provincia suya. ¿Qué importa que no se reconozca todavía de derecho su independencia? La monarquía portuguesa renace con Juan IV con todas las condiciones de estabilidad. Emancípanse también sus colonias, y entre portugueses y holandeses nos hicieron perder medio mundo. Todos lo sabían menos el monarca español. Cuando Olivares le dijo que el duque de Braganza había hecho la locura de coronarse rey de Portugal, lo cual era una fortuna, porque así sus bienes volverían al fisco, «pues disponerlo así,» le contestó Felipe; y continuó divirtiéndose.
Sicilia y Nápoles imitan también el ejemplo de Cataluña, y se sublevan contra la tiranía de los virreyes. En Palermo se erige un calderero en jefe del tumulto, y el gobernador se esconde en el sótano de un convento para evitar el furor de la muchedumbre amotinada que incendiaba las casas de los agentes del gobierno español. En Nápoles se proclamaba la república a la voz de un pescador; el duque de Arcos abraza primero a Masaniello en el balcón de su palacio para significar al pueblo que accede a todas sus peticiones; pero después el conde de Oñate hace degollar hasta a los hijos de los que habían tomado parte en la insurrección. Tampoco falta allí la intervención de la Francia. Las revueltas se sosiegan y se restablece el orden; pero los sucesos mostraban cuán impopular y cuán flaca era la dominación de los virreyes en aquellos países.
No cambió la suerte de España ni mejoró su fortuna con la muerte de Richelieu y con la de Luis XIII. A Richelieu sucede Mazzarini, cardenal como él y hechura suya, menos enérgico y violento, pero más disimulado y astuto. Continuador de su política, sostiene la monarquía durante la regencia de la reina madre. Luis XIV comienza a anunciarse fatal para España desde la cuna con la victoria de Rocroy. Las guerras de la Fronda en Francia infunden aliento a los españoles; Turena y Condé ayudan con sus venganzas de rivalidad el ascendiente que a favor de las revueltas iba recobrando la España, pero todo lo deshace la mañosa política de Mazzarini.
Cuando Felipe IV solicitó el auxilio del gran protector de Inglaterra, ya Mazzarini se le había anticipado, y prefiriendo Cromwell la amistad de la Francia, se declara Inglaterra contra España, y coopera activamente a su ruina. La derrota de Dunes pone a Felipe IV en el caso de suscribir a la paz. Estipúlase el célebre tratado de los Pirineos. Conciértase en él e| matrimonio de Luis XIV con la infanta María Teresa de España, y se ceden a Francia la Cerdaña y el Rosellón con muchas plazas fuertes de Flandes y de los Países Bajos. Triunfó la diestra política de Mazzarini sobre la del negociador por España. En una pequeña isla del Bidasoa se determinaron los destinos futuros de nuestra nación. El tratado de la isla de los Faisanes contenía el germen de un cambio de dinastía. Aquellas capitulaciones matrimoniales habían de hacer de una España austríaca una España borbónica; y sin embargo, tal era el estado de las cosas que se aplaudió como una fortuna el tratado de los Pirineos.
Richelieu y Olivares representan la elevación de Francia sobre el abatimiento de España. Aquel personifica la creación de la monarquía absoluta francesa sobre la muerte de la vieja monarquía aristocrática: este simboliza la decadencia de la monarquía conquistadora de España, que había reemplazado a la monarquía popular, y dado entrada a la monarquía de los grandes, de los favoritos, de los confesores y de las mujeres. Richelieu abrió el camino a Luis el Grande, y Olivares le preparó a Carlos el Imbécil. Felipe IV con toda su indolencia tenía todavía elementos para haber sido más que Luis XIII si en lugar de un Gaspar de Guzmán hubiera contado con un Richelieu: y Luis XIII no era ni tan grande ni tan intrépido que sin un Richelieu no se hubiera quedado en menos de lo que fue Felipe IV.
Tres grandes transiciones políticas se verifican en esta época. La Inglaterra pasa a la libertad después de sus guerras parlamentarias, últimas convulsiones de la arbitrariedad inglesa. La Francia corrió al despotismo de Luis XIV después de las guerras de la Fronda, últimos esfuerzos de la independencia francesa. España entra en una impotencia miserable después de la guerra universal del cuarto Felipe, últimos alientos de su antiguo colosal poder. Inglaterra libre y Francia absoluta se levantan sobre la España impotente que las dominó antes.
La adulación había aplicado el sobrenombre de Grande a un monarca que merecía solo el de piadoso y benigno. Cuando se vio que lo iba perdiendo todo, la lisonja halló un medio ingenioso de conservarle el dictado dándole por divisa un pozo con estas palabras: Cuanto más le quitan más grande es. Queriendo adularle, le hicieron un epigrama.
Apesadumbróle mucho la pérdida de Portugal y le aceleró la muerte. «Quiera Dios, le dijo al tiempo de morir a su hijo Carlos, que seas más afortunado que yo». Pero Dios no lo quiso así, y el hijo fue mucho más desdichado que el padre.
Faltan términos con que expresar el abatimiento a que vino la monarquía en el reinado de Carlos II. Todo se conjuraba contra ella. Un rey de cuatro años, flaco de espíritu y enfermizo de cuerpo, una madre regente caprichosa y terca, toda austriaca y nada española, entregada a la dirección de un confesor alemán y jesuita, inquisidor general y ministro orgulloso; con un reino extenuado y un enemigo tan poderoso y hábil como Luis XIV, ¿qué suerte podía esperar esta desventurada monarquía? Luis XIV apareció como el terrible vengador de Francisco I y vino en ocasión en que no hubiera necesitado ser un héroe para invadir nuestras apartadas posesiones de Italia y Flandes, cuando Portugal había tenido la audacia de venir a provocarnos dentro de nuestro propio territorio: y la nación que se vio forzada a reconocer formalmente la independencia de Portugal, no es maravilla que perdiera en tres meses la mayor parte de la Flandes, y que viera al monarca francés hacer en quince días la conquista del Franco Condado. Un ejército del vecino reino ocupaba parte de Cataluña; y Mesina se levantaba al grito de: ¡Viva la Francia! Los tratados de Aquisgrán y de Nimega iban sumiendo a España en el abismo de la nulidad.
Habían cambiado los papeles de Europa, y la dominación universal con que a principios del siglo XVI había amenazado Carlos V.y la España, venía a fines del XVII de parte de Luis XIV y la Francia. La Europa se llenó otra vez de pavor y asombro. Mas a pesar de la coalición de Augsburgo para atajar las invasiones incesantes de la Francia, encubiertas bajo el insidioso nombre de pacificación, y para conservar la integridad del imperio tal como la garantizaban los tratados de Wetsfalia, Nimega y Ratisbona, España no logró reconquistar las provincias perdidas en la guerra que se siguió, y hubo de sufrir nuevas invasiones, no obstante tener que luchar la Francia a un tiempo con Inglaterra, Holanda, Suecia, Saboya y el Imperio. Fuese rompiendo la liga, y a España alcanzaron sus más fatales consecuencias.
No acostumbrado Luis XIV a la idea de ver la Europa conjurada contra un hombre solo, procuraba mañosamente desarmarla con capciosas paces y con tratados artificiosos, cuya supuesta infracción le diera pretexto para nuevas declaraciones de guerra. El hombre que aparecía generoso, bombardeaba después de un tratado de paz a Oudenarde, Génova, Alicante, Barcelona y Bruselas. Si en la paz de Riswich se prestó a restituir a España las conquistas hechas después de la de Nimega, hízolo por contentar a los españoles para que se dejaran imponer un rey de su familia. Con la alegría de la paz olvidáronse las potencias del gran principio que las hiciera aliarse; olvido feliz para Luis XIV y que todos los esfuerzos del Austria no alcanzaron a subsanar después.
Mientras la monarquía se desmoronaba, la corte era un hervidero perenne de miserables intrigas palaciegas. El rey, la reina madre, Nithard, Valenzuela y don Juan de Austria, daban abundante pasto a la murmuración y a la maledicencia pública; y el pueblo que presenciaba las miserias de la corte en medio de la ruina de la monarquía, parecía encontrar un desahogo a sus males en las sátiras, libelos y pasquines con que diariamente se le entretenía, denunciándole flaquezas que no ignoraba, mas viéndolas representadas bajo formas picantes y festivas, mostraba alegrarse de que le hicieran reír, a trueque de no llorar.
Aborreciendo a los sucesivos favoritos de la reina viuda, fijaba su cariño en don Juan de Austria, que aparecía como el único capaz de dar vida al desfalleciente reino; y cuando se acercó a las puertas de Madrid, hubiérale tal vez aclamado rey sin reparar en que fuese hijo de una cómica, si él hubiera tenido más audacia y más altos pensamientos; pero contentóse con un destierro para el confesor y con un virreinato para sí. Cuando después fue primer ministro, no correspondió el acierto del gobernador a la fama del guerrero. Don Juan perdió su popularidad, y murió desopinado después de una administración tempestuosa. Como si los nombres hubiesen sido necesarios para hacer más palpable la decadencia de España de los primeros a los últimos príncipes austriacos, vino este don Juan de Austria, hijo bastardo de Felipe IV a recordar con dolor las glorias del otro don Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos I.
¡Cuánto había degenerado esta familia de reyes! El biznieto de Felipe II, de aquel monarca que había gobernado el mundo por sí solo, viose alternativamente dominado por una madre, por un hermano, por dos esposas, por confesores, por camareras intrigantes y por magnates codiciosos. El que de niño había tenido que ser llevado hasta los cinco años en brazos de una aya, no pudo de rey marchar nunca sin andadores.
A la desmembración que de sus posesiones sufría por fuera agregábase dentro la penuria de la hacienda, que nunca a tan desdichada estrechez llegara. Era un mal heredado, que había venido agravándose con las generaciones. Sucedíanse ministerios, discurríanse arbitrios, creábanse juntas magnas, imaginábanse expedientes, útiles algunos, injustos muchos, absurdos otros, ridículos y extravagantes los más, eficaz ninguno. Pusiéronse en venta los títulos de Castilla y las grandezas de España, y viose a un simple curial sin más categoría que la de paje, y al hijo de un maestro de obras y otros sujetos de la clase más ínfima del pueblo, a los unos grandes de España, a los otros títulos de Castilla. Concibióse la idea de entregar al clero la administración pública y de confiar la dirección de la hacienda, guerra y marina a los cabildos de Toledo. Sevilla y Málaga. El ejército de tierra apenas llegaría a veinte mil hombres mal disciplinados y casi desnudos, la marina a trece galeras de mal servicio, y la población del reino a menos de seis millones de habitantes. Veíase languidecer, extinguirse a un tiempo la nación y la dinastía reinante.
Sin esperanzas ni de sucesión ni de salud el monarca; litígase entre potencias extrañas la sucesión española, y por dos veces se reparten entre sí nuestro territorio como hacienda sin dueño. Mostróse Luis XIV en estos tratados de partición el negociador más activo y el político más astuto y mañero, pero también el menos fiel y el menos sincero aliado. En la misma corte de España bullían y se agitaban el partido francés y el partido austriaco, que prevalecían alternativamente según las influencias que accidentalmente dominaban. El desgraciado monarca, hipocondríaco y enfermo, asediado y hostigado por todos, tímido, vacilante, irresoluto y zozobroso entre instigaciones y consejos, opuestas pretensiones, personales afectos y escrúpulos de conciencia, estrechado por embajadores, grandes, inquisidores, confesores, consejeros y ministros, no acertaba a resolverse a nombrar sucesor. La Europa entera pendía de sus labios, y Carlos no pronunciaba. Representósele hechizado; muchos creyeron en el maleficio; él lo creyó también, y su confesor le exorcizaba con la fe más cándida y más pura. Consultábase a los teólogos, a los juristas, al pontífice; apelábase a las respuestas de las mujeres endemoniadas; y todos, hasta los malos espíritus intervenían en el negocio de la sucesión a la corona de Castilla, menos las Cortes del reino, con las cuales no se contaba.
Firmó por último Carlos en el lecho de muerte el documento que fijaba la disputada sucesión. Falleció a poco tiempo el atribulado monarca. Abrióse con toda solemnidad el codicilo. La política de Luis XIV había triunfado. El elegido era su nieto el duque de Anjou. Felipe V de Borbón era el rey de España. La dinastía austriaca había concluido.
Esta dinastía como la antigua de los Trastamaras, había pasado en dos siglos, como aquella, de la actividad más vigorosa a la nulidad más completa. Aún fue mayor la degeneración de Carlos I a Carlos II, que de Enrique II a Enrique IV. No carece ni de exactitud ni de genio la pintura que de esta degradación hace un ilustre escritor contempóraneo. «Carlos V (dice) había sido general y rey: Felipe II fue solo rey: Felipe III, y Felipe IV no supieron ser reyes; y Carlos II ni siquiera fue un hombre».
Obstinada la dinastía austriaca en dominar la Europa, despobló la España, sacrificó sus hijos, agotó sus tesoros y ahogó sus libertades políticas.
Quiso abatir la Francia e imponerle un rey de su dinastía, y sufrió la ley providencial de la expiación, siendo ella misma la que llamó a un príncipe francés a ocupar el trono de España. Y a tal extremo de desolación había venido nuestro pueblo, que hubieron los españoles de mirar como un bien el ser regidos por un príncipe extranjero, uno de los últimos recursos de los pueblos agobiados por los infortunios. Era el año 1700.
Si los reyes católicos hubieran resucitado, ¡cuántas lágrimas de amargura hubieran vertido sobre esta pobre España que dejaron tan floreciente y con tantos elementos de prosperidad! Si es que podían reconocer en la España de fines del siglo XVII la misma España que ellos legaron en principios del siglo XVI.
XIV
Desde este instante ya no hay Pirineos. La Europa alarmada recogió estas palabras fatídicas con que el gran Luis XIV apostrofó al nuevo monarca español al salir para España con el superior beneplácito de su abuelo. En siglo y medio no las ha olvidado, y en nuestros días ha tenido ocasiones de recordarlas.
El tratado de los Pirineos produjo el testamento de Carlos II. Había en aquel una cláusula que se procuró hacer desaparecer en este. ¿Se invalidaba la renuncia de María Teresa al trono de España estipulada en las capitulaciones matrimoniales de los Pirineos, con la condición de que no se reuniesen en una misma persona las coronas de Francia y España puesta en el testamento de Carlos? ¿Cuál de las dos dinastías alegaba mejor derecho a la sucesión española, la rama austriaca o la rama borbónica? ¿Cuál era más conveniente a España? La cuestión de derecho y la cuestión de conveniencia las resolvieron la voluntad del rey y la voluntad de los españoles. Había además para Europa la cuestión de forma. La política capciosa de Luis XIV había desabrido al Austria y burlado a las potencias signatarias de los tratados de partición. La guerra, pues, era inevitable. Pero tenemos la convicción de que cualquiera que hubiese sido el fallo de este gran litigio, se hubiera apelado de él al terrible tribunal de las campañas, que es donde por desgracia se fallan siempre en última instancia las querellas de los príncipes y los pleitos de las naciones.
Cuando estalló la guerra, halló a Luis XIV esperándola con arma al brazo, y cuando las primeras águilas imperiales penetraron en las posesiones españolas de Italia, encontraron al gallo francés despierto y vigilante y preparado a la pelea.
Francia y España luchan ahora solas contra la Europa confederada. Nuestra península se ve invadida por Oriente y Occidente. Las escuadras anglo-holandesas cruzan nuestros mares, cañonean nuestras plazas y destruyen nuestros escasos bajeles. Valencia, Aragón y Cataluña se levantaron contra Felipe V y proclaman al archiduque Carlos de Austria. Estamos en plena guerra de sucesión.
España y Austria se encuentran guerreando entre sí, en expiación de sus faltas respectivas. Austria, que causó la ruina de España envolviéndola en temerarias y costosas guerras exteriores, recoge ahora el fruto de su funesto sistema teniendo que lidiar con esos mismos españoles que han excluido su fatídica dinastía y defienden con las armas a un príncipe de la familia más enemiga del imperio. España paga el error de haberse enflaquecido por robustecer la casa de Austria, y de haber antepuesto a su felicidad doméstica el brillo de las conquistas exteriores. Un Carlos archiduque de Austria, rey de España, y emperador de Alemania después, fue el que movió aquel desbordamiento de la España. Otro Carlos archiduque de Austria, que también ha de ser emperador de Alemania, es el que trae ahora sus legiones a pelear dentro del territorio español en reclamación de un trono de que ha sido excluido. Al cabo de dos siglos (¡tan lentas son las grandes lecciones de la historia, porque tan lento es el desarrollo de la vida de los pueblos!). Carlos VI de Alemania se ve reducido al papel de pretendiente desairado al trono español, por consecuencia de la política iniciada por Carlos V de Alemania.
Parece imposible que en el estado de abandono, de desnudez y de miseria en que había dejado Carlos II el ejército, las plazas y el erario, pudieran los castellanos solos desenvolverse de tan cruda guerra, teniendo que combatir a un tiempo en Levante y en Poniente, contra ingleses, holandeses, portugueses y alemanes, y lo que es más, contra catalanes, aragoneses y valencianos, distraídas las fuerzas de su única aliada la Francia, en el Rhin, en Italia y en los Países-Bajos. Y sin embargo los triunfos de Almansa y de Villaviciosa hicieron ver a la Europa conjurada cómo sabían sostener los castellanos con las armas al monarca a quien una vez juraran fidelidad. Ayudáronlos Berwich y Vendome. Cien banderas cogidas a los aliados en Almansa fueron a adornar las bóvedas del templo de Nuestra Señora de Atocha. Felipe V y los castellanos vencían: peor estrella alumbraba a Luis XIV y la Francia. España se rejuvenecía con su joven rey: Francia declinaba con su viejo monarca, a quien faltaban a un tiempo el vigor y la fortuna. Era una casa fallida que se iba sosteniendo, aunque mal, con el antiguo crédito.
Los tratados de Utrech pusieron término a la sangrienta guerra de sucesión, y aseguraron en el trono de España la dinastía de los Borbones, renunciando Felipe V.sus derechos eventuales a la corona de Francia, y haciéndolo a su vez los príncipes franceses de los que pudieran tener al trono español, de modo que nunca pudieran unirse ambas coronas. Solo no se adhieren a los tratados Austria y Cataluña. Austria no cede un punto de sus pretensiones, y Cataluña prefiere erigirse en república a reconocer la autoridad de Felipe de Borbón: arranque de energía, que no fue sino un testimonio más del genio impetuoso de los naturales de aquel suelo, pero que costó a Cataluña la pérdida de sus amadas libertades, como ya le había costado a Valencia y Aragón.
No se compró la paz de Utrech sin costosos sacrificios. Inglaterra no quiso soltar sus presas de Gibraltar y Menorca; y cediendo España la Sicilia, Nápoles y Cerdeña, fue borrada del catálogo de las potencias de primer orden. La Gran Bretaña se propuso mantener el equilibrio europeo agrandando las naciones pequeñas, y dióse Sicilia a la casa de Saboya con derechos a la corona de España en el caso de extinguirse la línea de Felipe V. Hiciéronse otros repartimientos que alteraron la faz de Europa.
Con el advenimiento del nieto de Luis XIV al trono español supúsose desde luego que el gabinete de Madrid giraría dentro de la órbita que le designara el de Versalles. Mirábase al de España como un satélite del gran planeta, y entonces no era una calumnia, era una verdad y una consecuencia. El monarca francés surtía de confesores al rey de España, de camareras a la reina, y de administradores a la nación. Los embajadores franceses obraban como ministros españoles, y los ministros españoles eran como embajadores franceses. Felipe sin embargo se identificó pronto con su patria adoptiva; juró muchas veces vivir y morir con sus amados españoles, y lo cumplió. Cuando Luis XIV, acobardado por los reveses, le propuso firmar con las potencias aliadas un tratado ominoso a España y a sus derechos, dirigía a su abuelo estas enérgicas y sentidas palabras: «Ya que Dios ciñó mis sienes con la corona de España, la conservaré y defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre: es un deber que me imponen mi conciencia, mi honor, y el amor que a mis súbditos profeso… Con la vida solamente me separaré de España, y sin comparación preferiré morir disputando el terreno palmo a palmo al frente de mis tropas a tomar un partido que empañe el lustre de nuestra casa…».
Aquí Felipe no es ya el príncipe francés, sino el monarca español. No es ya el joven tímido e inexperto que inclina humilde la frente a los mandamientos de un abuelo preceptuoso, sino un rey celoso de la honra de su reino y de su trono, que da lecciones de enérgica entereza a un anciano a quien abandona el vigor asustado por los contratiempos. Felipe V se atrevió a decir: «Aún habrá Pirineos». Y los hubo. Por eso no le faltó nunca el cariño del pueblo castellano; y este admirable concierto entre el pueblo y el monarca fue el que produjo aquellos recíprocos esfuerzos que salvaron la monarquía, aunque con pérdidas dolorosas.
Y sin embargo este príncipe que tan español se había hecho y que tanto debía a los castellanos, se acuerda una vez de que es francés, y altera la antigua ley de sucesión a la corona de Castilla. El que debía su trono a una mujer, priva a las hembras del derecho de suceder en el trono, y establece a disgusto de la nación la ley Sálica poco modificada. Innovación fatal, que al cabo de ciento y veinte años había de ser invocada por un descendiente suyo para pretender suplantar a la reina legítima, y que aunque revocada por otro monarca y por las Cortes del reino no ha podido esta nación libertarse de sufrir las calamidades y estragos de una guerra civil.
La corte de Luis XIV emancipó al rey y al gobierno español de la tutela del de Versalles; y las segundas nupcias a que pasó Felipe V con la princesa de Parma trajeron en derredor del trono otras influencias que dieron diversa dirección a los negocios y distinto rumbo a la política.
Viva se mantenía la animadversión entre Austria y España, y aún las potencias signatarias de los tratados de Utrech habían quedado al pronto tranquilas, pero ninguna contenta. Pronto se ve la Europa hondamente agitada y de nuevo revuelta a impulsos de un genio turbulento, que enmaraña a todas las naciones, que halaga con la Sicilia al duque regente de Francia y fragua conspiraciones en París para desposeerle de la regencia; que promete a Inglaterra y le busca enemigos en Escocia; que entretiene y engaña a Holanda, que auxilia a Venecia contra el turco, que suscita en todas partes enemigos al imperio, que convida a Ragotzy a posesionarse de la Transilvania y a inquietar la Hungría, que proyecta con Rusia y Suecia una expedición contra la Gran Bretaña, que lucha con Francia en el país vasco y en Cataluña, con Inglaterra, Holanda y el imperio en el Mediterráneo, que promueve alianzas y tratados, que atreviéndose a rasgar las estipulaciones de Utrech, reclama para España las posesiones allí cedidas, que reconquista a Sicilia y Cerdeña, que levanta formidables ejércitos de tierra y hace respetar otra vez el pabellón español en los mares, que reanima el genio de España y le restituye un puesto importante en el sistema político de Europa.
Este gran revolvedor del mundo, que de tal suerte intimida a las potencias europeas con su asombroso talento y sus gigantescos planes, que las más poderosas se ven obligadas a conjurarse contra su persona y a exigir a Felipe V su separación como preliminar de la paz, es un clérigo italiano, es el hijo de un pobre hortelano de Plasencia, que ha sido él mismo campanero de una iglesia de aquella ciudad de Italia, que por su propio mérito se ha ido encumbrando hasta elevarse al alto puesto de primer ministro de Felipe V de España, y de consejero y confidente de la reina Isabel de Farnesio, que ha alcanzando el capelo de cardenal engañando al papa como engañaba a los demás soberanos: es el abate Julio Alberoni. Felipe V accede a hacer salir de España a Alberoni; se estipulan los tratados, y España y Europa parece quedar otra vez tranquilas.
Desde las segundas nupcias de Felipe, uno de los monarcas en cuyo ánimo han ejercido más dominio sus mujeres, un pensamiento invariable, una idea fija descuella en la marcha de su gobierno y constituye por más de treinta años el blanco de su política. Este pensamiento se revela en todas las negociaciones diplomáticas, se trasluce en las alianzas y en los rompimientos, se descubre en los tratados de Londres, de Viena, de Sevilla y de Fontainebleau, predomina en los congresos de Cambray y de Soissons, es el alma de la política traviesa del fecundo Alberoni, subsiste durante la larga privanza del buen Grimaldo, dicta los atrevidos proyectos del presuntuoso y fantasmagórico Riperdá, sirve de norte a los planes del hábil Patiño, guía al honradísimo Campillo en su prudente y corta administración; él es el que inspira a Felipe la renuncia de San Ildefonso, el que le decide a volver a empuñar el cetro abdicado, el que trasciende en los dictámenes del consejo de Castilla y de las juntas de teólogos, el que concierta y deshace enlaces de príncipes, el que promueve las guerras y los acomodamientos, el que alienta las arriesgadas empresas de los hijos de los reyes, las comprometidas operaciones militares del prudente Montemar y del intrépido Gages, el que absorbe los tesoros, el que preocupa los ánimos en los palacios y en las campañas, el que conmueve muchas veces la Europa y trae en constante inquietud y desasosiego a España. A este afán, que gasta toda la vitalidad de Isabel de Farnesio, y a cuyas sugestiones no puede resistir el débil e hipocondríaco Felipe, se encaminan todos los cuidados, todos los pactos, todas las empresas, y ante él se oscurecen y eclipsan todos los demás propósitos y fines. Este pensamiento de una madre solícita, incansable y ciega de amor a sus hijos, es el de recobrar las posesiones españolas de la península italiana para colocar en ellas como soberanos a los hijos del segundo tálamo de Felipe, y a impulsos de este anhelo se han perturbado muchas veces España y Europa, y el amor delirante de una madre ha influido grandemente en el cambio de condición de las naciones europeas.
Asombro universal causó cuando se supo que se había firmado la paz con el imperio. Montes de oro costó a España esta negociación, mas nada le importaba a la reina con tal que redundara en la mejor colocación de sus hijos. Manejóla secretamente el ministro Riperdá, famoso aventurero holandés (que siempre, y entonces más, ha parecido España la tierra de promisión de especuladores advenedizos), que de embajador de Holanda se trasformó en ministro español, que de protestante se hizo católico, y de católico se convirtió en musulmán: gran arbitrista, que después de haber hecho instrumentos de su ambición primeramente a Lutero y luego a Jesucristo, quiso por último servirse de Mahoma, y concluyó su carrera de aventuras en Tetuán, hecho bajá y apóstol de una nueva secta mahometana.
Isabel de Farnesio, a vueltas de mil negociaciones y dificultades, ve al fin a su hijo Carlos, el que algún día ha de ser rey de España, posesionarse de los ducados de Parma y de Plasencia. Tres años después, los vencedores de Almansa triunfan de los austriacos en Bitonto, la bandera de Castilla tremola otra vez en aquellas antiguas posesiones españolas, el príncipe Carlos es proclamado con entusiasmo rey de Nápoles y de Sicilia, y el orgullo español y el amor de madre se ven a un tiempo halagados. Las naciones se cansan de tan costosas lides, y se ajusta el tratado definitivo de la paz.
Poco tiempo se saborearon sus dulzuras. Vaca el trono imperial de Alemania, y a instigación de Isabel se presenta el rey católico entre los muchos competidores al imperio. Otra vez se desenvainan las espadas de todas las naciones al grito de guerra. La solícita madre ve una ocasión para que su segundo hijo Felipe pueda conquistarse también a favor de la turbación general alguna soberanía en su querido país de Italia, perpetuo tema de sus dorados sueños. Nuevas y sangrientas complicaciones. Guerras en Italia. Funesto comportamiento de Inglaterra para con los dos príncipes españoles. Fatal derrota de Campo Santo: terrible sorpresa de Velletri. Felipe en Lombardía; triunfal entrada en Milán. Paz entre el emperador y Francisco II. Desavenencias entre las dos ramas de la familia de Borbón, y torcida conducta del gabinete de Luis XV. Isabel de Farnesio se conforma con el pequeño patrimonio de Parma y Plasencia para su hijo Felipe.
Hubo en el largo reinado del primer Borbón un brevísimo paréntesis, que pareció insignificante, y sin embargo encerraba profundos e importantes arcanos: el de su solemne abdicación en su hijo Luis, y el reinado de este joven príncipe que pasó como las flores que nacen y mueren en un día, y que apenas legó a la historia sino un nombre más que intercalar en la cronología de nuestros reyes. ¿Será cierto que nunca devoraron a Felipe V más ambiciosos proyectos que cuando rezaba como un monje desengañado del mundo en el coro de San Ildefonso, o cuando para distraer su misantropía cazaba en los bosques de Balsáin? ¿Lo será que pareciendo querer imitar en su retiro de la Granja a Carlos V de Alemania en Yuste, se semejó más a Alfonso IV de León en Sahagún? Lo que no tiene duda es que salió como este del solitario lugar tan luego como murió su hijo para volver a empuñar el abdicado cetro, y manejarle todavía por espacio de otros veinte y dos años.
Aquel palacio de San Ildefonso, con su colegiata, sus bellos jardines, sus elegantes y soberbias fuentes, cuyos surtidores de agua representan los arroyos de oro que en ellas se invirtieron, esa obra famosa de Felipe V, nuevo Versalles construido al pie de un escarpado monte, prueba la magnificencia de los primeros reyes de la dinastía de Borbón, si bien no muy compatible con los ahorros del erario. El adusto monasterio del Escorial revela la época severa de Felipe II: los amenos jardines de la Granja simbolizan la época fastuosa y elegante de Luis XIV. En siete leguas de distancia se recorren dos dinastías y cerca de dos siglos, y toda la travesía es ingrata y pobre como los reinados que los dividen.
Mas si se coteja el mísero estado en que el último monarca de la casa de Austria dejó la hacienda, el ejército, la marina, el comercio y la industria española, con el que se registra en el reinado del primer Borbón, España debió felicitarse por el cambio de dinastía. Aquellos veinte mil hombres desorganizados y medio desnudos de los últimos tiempos de Carlos II, aparecen multiplicados como por encanto, ostentando Felipe V a los ojos de la Europa admirada al terminar la guerra de sucesión un ejército de ciento veinte batallones y de ciento tres escuadrones disciplinados y aguerridos. Aquella docena de casi inservibles galeras que dejara el postrer monarca austriaco, preséntase en los mares bajo el primer Borbón trasformada en respetable escuadra de más de veinte navíos de guerra con trescientos cuarenta buques de trasporte y treinta mil hombres de desembarco. La industria y el comercio, casi exánimes en los últimos reinados, reciben el impulso que los escasos conocimientos de aquel tiempo en estos ramos permitían. Y aunque las medidas para su fomento solían ser menos acertadas que patrióticas, publicábanse ya escritos luminosos, y al través de los errores de la ciencia y delos obstáculos de las preocupaciones, vislumbrábase ya el sistema de las franquicias, y se levantaban muchas fábricas. El francés Orri hubiera necesitado más tiempo del que le permitieron las intrigas palaciegas para desenmarañar el caos de la hacienda: el creador de los intendentes no pudo hacer sino incoar algunas reformas, y no dejó de corresponder a la fama que traía de entendido rentista. Riperdá, a vueltas de sus jactanciosas utopías, suministró ideas económicas que fueron útiles después. Era un loco que no carecía de conocimientos. El honrado español Campillo dio un golpe oportuno para libertar al pueblo de la plaga de los arrendadores asentistas de que Orri había querido emanciparle ya. Trabajábase en regularizar la administración, pero faltó energía para alterar el funesto sistema de impuestos. Las guerras consumieron inmensos capitales, y la nación se encontró con una deuda de cerca de cincuenta millones de duros.
Educado Felipe V en los principios de la escuela política de Luis XIV, poco podía esperarse en favor de las antiguas instituciones populares de Castilla.
Las rebeliones de Valencia, Aragón y Cataluña sirviéronle para acabar de extinguir las de aquel antiguo reino. El pueblo castellano, avezado como estaba por espacio de largas dominaciones a la ilimitada autoridad de los príncipes, no se inquietaba por la idea de recobrar la libertad civil, y solo vivían sus recuerdos en ilustradas individualidades. El Santo Oficio continuaba fulminando sus sangrientos fallos con toda la actividad de los tiempos de su juventud. Algo no obstante se había adelantado. Felipe V no honraba con su real presencia los autos de fe, ni los tomaba por recreo como Carlos II.
Un hombre hubo ya en este tiempo, de vasta capacidad, de asombrosa erudición, de sólida virtud y de incontrastable fortaleza de ánimo, que quiso libertar la autoridad real del vasallaje de la Inquisición, volver al trono y a la potestad civil las atribuciones que el tribunal de la fe les tenía usurpadas, emancipar la corona de la dependencia de la tiara pontificia en los negocios temporales, y devolver sus antiguas libertades a la iglesia española. Hubiera tal vez aquel hombre insigne recabado de Felipe V tan grandes reformas, si con la venida a España de Isabel de Farnesio y la caída de la princesa de los Ursinos no se hubiera encumbrado en derredor del trono el partido italiano. Tomóle este por blanco de sus iras, y cúpole a Macanaz la suerte que por lo común está reservada al apostolado de las ideas, el martirio de la persecución. Amábale el rey, pero supeditado por inquisidores y jesuítas le desterrraba del reino: seguía queriéndole en el extranjero, y le mantenía proscripto; le nombraba representante en el congreso de Cambray, y no se atrevía a abrirle las puertas de la patria. Entretanto encomendados a otras manos los asuntos de Roma, negociábase la púrpura cardenalicia, y se admitía al nuncio a trueque de conseguir el capelo, y le prometía el capelo a condición de que se admitiera al nuncio: contrato entre partes en que la doctrina canónica no hallaba ocasión de intervenir. Así se hizo el ajuste de 1717, y a parecido precio se obtuvo el concordato de 1737, si bien en este comenzaron ya a triunfar las ideas de Macanaz: hasta que en el de 1753 sancionó ya la Santa Sede el patronato universal de la corona de España.
En el autor del Memorial de los cincuenta y cinco párrafos, y de los Auxilios para gobernar bien una monarquía católica, vemos el representante del primer albor con que se anunciaba la regeneración política de España. El entendimiento de Macanaz marchaba delante de su siglo. Muchas de sus máximas religiosas y políticas hablan de ser puestas en ejecución por los sabios ministros del gran Carlos III, y algunas eran tan avanzadas que muchos pueblos de los que más progreso han alcanzado en la carrera de la civilización aún no han podido verlas planteadas en el siglo XIX. En las desapasionadas páginas de nuestra obra hallará por lo menos la justicia que le fue denegada en su tiempo: diminuta compensación que por nuestra parta podemos dar al magistrado incorruptible, al sabio publicista, al hombre de la expatriación y de los calabozos.
Suelen no caminar al mismo paso el desarrollo de la ciencia política y el de otros ramos de los conocimientos humanos. Felipe II, que dejaba cantar a los poetas tan libremente como quisieran, no permitía la circulación de una sola idea que tendiese a menoscabar la plenitud de la potestad real. Luis XIV empuñaba con una mano el cetro del absolutismo, y con otra erigía academias científicas de que plagaba el suelo de la Francia: con una levantaba el catafalco de las libertades francesas, y con otra encendía mil lumbreras de gloria. Así mientras su nieto en España permitía a un inquisidor que prohibiera los escritos políticos de Macanaz, creaba por otra parte bibliotecas, academias y universidades a ejemplo de su abuelo. Nacieron entonces la de la Lengua y la de la Historia, la Biblioteca Real, el Seminario de Nobles y el colegio de San Telmo. La revolución literaria iba preparando sin que él mismo lo sintiese la revolución política. Feijóo abrió una herida mortal a las preocupaciones populares, citándolas ante el tribunal del espíritu analítico, de la razón y de la filosofía. A pesar de la cautela con que se vedó a sí mismo el examen de las materias políticas y religiosas, todavía fue delatado al Santo Oficio. Pero el sabio benedictino tuvo la suerte de alcanzar el reinado de Fernando VI, cuyos ministros le pusieron a cubierto de toda persecución. El proceso del P. Froilán Díaz había marcado la transición del reinado de Carlos II al de Felipe V: el proceso del P. Feijóo divide y marca perfectamente el tránsito del reinado de Felipe V al de Fernando VI.
Por primera vez después de tantos siglos de eternas luchas subió al trono español un príncipe, que mirando las guerras como el más cruel azote de la humanidad proclamó el sistema de paz a toda costa. La de Aquisgrán vino en 1749 a colmar los deseos del bondadoso Fernando VI. Desde este momento se encastilla en una prudente y estricta neutralidad, y deja que peleen cuanto quieran las demás naciones. Francia e Inglaterra, rivales antipáticas que se acechan para abatirse, rompen de nuevo las hostilidades, y cada cual solicita para sí con ahinco la amistad y el apoyo de España. Fatíganse en vano ministros y embajadores por inclinar el fiel de aquella balanza a un lado o a otro. Ayuda a Francia el imperio, pónese la Prusia de parte de Inglaterra, España permanece neutral. Brindan los franceses a Fernando con Menorca, los ingleses le hacen la ofrenda de Gibraltar; tentadores eran los ofrecimientos, pero se estrellan contra la imperturbable impasibilidad del rey, lo mismo que la actividad diplomática. Igual lucha sustentaban dos ilustres miembros del gabinete español, predilecto del rey el uno, preferido de la reina el otro, queriendo el uno inclinarle a la alianza francesa, el otro a la amistad británica. Pero deshaciendo Carvajal la trama que Ensenada urdía, especie de tela penelópica tejida y destejida en el taller de la diplomacia, iba manteniendo Fernando la nave de la neutralidad entre contrarios vientos sin dejarla irse a fondo, y la paz era más honrosa cuanto la nación se veía por dos estados poderosos acariciada. Situación nueva para España, y seria difícil encontrar otra análoga retrocediendo siglos.
Así mientras las vecinas naciones sufrían los estragos horribles de la guerra, aquí a la sombra saludable del árbol de la paz, plantado por un monarca benéfico, prosperaban la industria, el comercio y la agricultura, desarrollábanse las letras y las artes, tomaba nuevo vuelo nuestra marina, y ¡cosa desoída en largos siglos!, se encontraban sumas considerables en las arcas del tesoro.
El próspero y pacífico reinado de Fernando VI, acusación elocuente de los seis reinados tumultuosos que le precedieron, nos ratificaría, si de ello necesitáramos, en que no es la gloria de las conquistas ni los triunfos estruendosos de las armas lo que labra el edificio de la felicidad de los pueblos.
Tras larga y penosa agonía, y cerniéndose en torno al lecho mortuorio del misántropo monarca intrigas sin cuento, fallece el virtuoso Fernando, dejando su esterilidad abierto el camino del trono, su prudencia el camino de la prosperidad a su hermano Carlos, el rey de las Dos Sicilias, que arreglada la sucesión de aquellos reinos viene a tomar posesión de su nueva herencia. Nápoles llora su despedida y España entona cantos de júbilo a su arribo. Sus gloriosos antecedentes auguran días de bonanza para su país natal.
XV
No puede pronunciarse sin un sentimiento de amor respetuoso el nombre de Carlos III. A él viene asociada la idea de la regeneración española.
Si el talento de Carlos no rayó en el más alto punto de la escala de las inteligencias, tuvo por lo menos razón clara, sano juicio, intención recta, desinterés loable, ciego amor a la justicia, solicitud paternal, religiosidad indestructible, firmeza y perseverancia en las resoluciones. Si le hubiera faltado grandeza propia, diérasela y no pequeña el tacto con que supo rodearse de hombres eminentes, y el tino de haber encomendado a los varones más esclarecidos y a las más altas capacidades de su tiempo, y puesto en las más hábiles manos, la administración y el gobierno de la monarquía.
Inaugura su entrada en España restituyendo fueros y condonando deudas. Reconocióse luego al genio benéfico de Nápoles que venía a fecundar su suelo patrio.
Duélenos por lo tanto verle abandonar en la política exterior desde los primeros tiempos de su reinado el prudente sistema de neutralidad en que su hermano había sabido parapetarse. Los afectos de la sangre conducen a Carlos a ajustar con la Francia el famoso Pacto de familia, con que quedó ligada la suerte de España a la del vecino reino. Soberbio y atrevido reto que hizo una sola familia de príncipes a todos los poderes de la tierra en circunstancias las más comprometidas.
La política de Choiseul, el negociador de la Francia, especie de ministro universal de Luis XV, envuelve a Grimaldi, negociador por España, en el Pacto de familia, como Mazzarini había sabido atraer a don Luis de Haro al ajuste de la Paz de los Pirineos, los dos tratados que han ligado más las dos ramas de los Borbones. Carlos IV y Luis XVI, Fernando VII y Luis XVIII, nos recordarán a Carlos III y Luis XV, como estos hacen remontar nuestra memoria a Felipe IV, y Luis XIV.
Pronto comenzó España a probar las aguas amargas que brotaron de aquella fuente de discordias secretamente abierta en París. La guerra con la Gran Bretaña era consecuencia natural del Pacto de familia. Las dos preciosas joyas de nuestras colonias de Oriente y Occidente, Manila y la Habana, caen en poder de los ingleses, y no sin sacrificio se logra recobrarlas dos años después por la paz de París.
Si pudiéramos establecer una línea divisoria entre el hombre y el monarca, aplaudiríamos los sentimientos que dictaron aquel concierto de familia como negocio del corazón. Pero en las potestades que rigen los pueblos, antes son los deberes de la soberanía que los afectos de deudo: y aquellos mismos sentimientos que merecían una bella página en la biografía de un príncipe pueden formar una de las hojas más tristes de su historia política. Creemos no obstante que hubo de parte de Carlos III algo más que los vínculos de cognación. No tenía olvidado este monarca que la Inglaterra había sido la que años antes, siendo rey de Nápoles, le impuso con aire de ruda y despótica amenaza aquella neutralidad mortificante que le forzó a reprimir los naturales afectos de la fraternidad prohibiéndole acudir en ayuda de su hermano Felipe. Veía Carlos además con amargura y enojo ondear el pabellón británico en territorio español, y Gibraltar y Menorca en poder de los ingleses eran dos espinas que le punzaban como español y como rey. Concedamos, pues, algo al justo resentimiento, algo también al honor nacional lastimado, y el Pacto de familia aparecerá, sin eximirle de lo impolítico, un tanto excusable al menos, y no por un solo motivo dictado.
Insurrecciónanse las colonias inglesas de América contra la metrópoli, y Carlos, como vengador de agravios recibidos de Inglaterra y como cumplidor del Pacto de familia, fomenta en unión con Francia una insurrección que si al pronto enflaquecía a su rival había de ser con el tiempo funesta a España. La emancipación de los anglo-americanos, tan útil a la especie humana en general, no podía serlo a la nación que tenía en aquella parte del mundo inmensas posesiones que perder. Hubo un español que vaticinó con maravillosa exactitud todo lo que después había de sobrevenir, y lo que es más, lo expuso a su monarca con desembarazo y lealtad. «Llegará un día, decía el insigne conde de Aranda en su Memoria, en que esta república federal que ha nacido Pigmea crezca y se torne gigante, y aún coloso terrible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y solo pensará en su engrandecimiento… El primer paso de esta potencia, cuando haya logrado engrandecerse, será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de Méjico… Estos temores son muy fundados, señor, y deben realizarse dentro de breves años, si no presenciamos antes otras conmociones más funestas en nuestras Américas…». Proponíale seguidamente un plan de emancipación, con condiciones igualmente ventajosas a la metrópoli y a las colonias.
Por desgracia el monarca, casi siempre deferente a los consejos de los hombres ilustrados, no escuchó esta vez el patriótico pensamiento del antiguo presidente de Castilla, y los resultados justificaron por desdicha la sagaz previsión del embajador. El mismo Carlos III alcanzó algunos chispazos del fuego de la independencia que había comenzado a prender en nuestras colonias. Cuarenta años después lloraba España la pérdida de sus ricas Indias. Hoy nos parece un acontecimiento feliz cada vez que los representantes de alguno de aquellos nuevos estados, antes posesiones nuestras, vienen a convidársenos por amigos. Tal vez alguna de aquellas recientes repúblicas, no muy afortunadas en la obra laboriosa de su organización, amenazadas por el gigante del Nuevo Mundo, tal vez la España misma también haya vuelto en alguna ocasión sus ojos hacia algo semejante al pensamiento salvador del gran conde de Aranda. Pero los tiempos pasan y no tornan.
Las guerras sostenidas con la Gran Bretaña en los mares de ambos mundos, proporcionaron a España hacer alarde de una fuerza naval imponente que le daba consideración en América y Europa. Triunfos gloriosos alcanzaron nuestras escuadras, señaladamente en las Indias Occidentales. Aún en el antiguo continente, donde fueron menos afortunadas, hicieron muchas veces vacilar el poder marítimo de la que blasonaba de ser la soberana y la señora absoluta de los mares. Pero sufrimos también lamentables reveses. El desastre del cabo de San Vicente fue un golpe mortal para la marina española. El pabellón nacional fue sin embargo digna y maravillosamente sostenido, y los ingleses hicieron justicia al heroísmo de nuestros soldados. Todavía el contratiempo del cabo de San Vicente fue vengado en lo alto de las Azores, y Cádiz vio entrar en triunfo una de las más ricas presas de que hacen mención las historias.
Una expedición feliz devuelve a la corona de España la isla de Menorca, desmembrada de ella por espacio de setenta y cuatro años. No hubo igual suerte con Gibraltar, cuya recuperación era el afán del pundonoroso monarca, el objeto a que consagraba esfuerzos, sacrificios y gastos sin cuento, el bello ideal de sus esperanzas y de sus ilusiones. «Gibraltar es un objeto, decía Floridablanca, por el cual el rey mi amo rompería el Pacto de familia, o cualquier otro compromiso que tuviese con Francia». Pero a su vez decía lord Stormont, «que si España le ponía ante los ojos el mapa de sus estados para que buscase un equivalente a Gibraltar, fijando tres semanas para la decisión, no podría en tan largo plazo hallar entre todas las posesiones del rey de España nada que bastase a compensar la cesión de aquella plaza». Así los manejos diplomáticos fueron tan inútiles como los bloqueos, y las diestras maniobras navales de Crillón tan ineficaces como las famosas baterías flotantes con que Mr. D’Arsón entretuvo las esperanzas de los españoles y la curiosidad de Europa. Los ingleses defendieron su presa contra los disparos de los cañones con la misma tenacidad que contra las proposiciones y tratos de los gabinetes, y Carlos III hubo de resignarse a firmar la paz de 1783 con el desconsuelo de dejar en poder de la Gran Bretaña aquella fortaleza formidable. Sinceramente desearíamos no ver en esa enorme y disputada roca sino un castillo inglés enclavado en suelo español, y que no nos inspirara ideas y recuerdos de la fe británica.
La política exterior de Carlos y de su primer ministro lleva en los últimos años un sello de circunspección, de firmeza y de aplomo que sorprenden y admiran a Europa. Valióle esto una de las honras más distinguidas que pueden caber a un soberano, la de haber sido elegido por las naciones para árbitro mediador en las graves contiendas que las traían desasosegadas y envueltas en funestas lides.
El ánimo fatigado con la perspectiva de tantos cuadros sombríos como hemos tenido que bosquejar hasta ahora, siente un gustoso descanso al volver la vista al que presenta el gobierno interior de este gran príncipe. Vese a la España cobrar una animada existencia después de un largo marasmo, y entrar en el movimiento progresivo de la humanidad que parecía paralizado en ella. Se ve a los entendimientos ir sacudiendo las trabas de su esclavitud, y las doctrinas humanitarias erigirse en principio de gobierno. Era la preparación más conveniente para los cambios políticos y sociales que hubieran de sobrevenir. Era el anuncio de una época de regeneración, o más bien el principio de ella, iniciado con prudente mesura, como si el espíritu reformador que se desarrollaba se propusiera realizar su obra sin las violentas conmociones que habían señalado este tránsito en Inglaterra, y sin los terribles sacudimientos que amenazaban ya a Francia.
No se proclamó la libre emisión del pensamiento, pero se le libertó del poder censorio de la corte de Roma y de la Inquisición, que se le habían exclusivamente arrogado. Prohibióse la censura de las obras sin escuchar previamente al autor y oír la interpretación que daba a sus palabras. Los breves de Roma en que se condenara algún libro no eran admitidos ya sin el consentimiento de la potestad civil. Estableciéronse garantías contra las arbitrariedades de la Inquisición, y muchas disposiciones emanadas de la autoridad real anunciaban a aquel tribunal terrible que no tardaría en caducar su omnipotente imperio. Hubiera caído derrumbado aquel baluarte del fanatismo al cumplirse los tres siglos de su existencia, si el prudente Carlos no hubiera creído más conveniente y más político irle demoliendo por grados que desplomarle con súbita y estrepitosa explosión. Cuando el ministro Roda le aconsejaba la supresión del Santo Oficio, «no me atrevo, le contestó el juicioso monarca, a arrostrar la resistencia de una parte del clero y del pueblo, que todavía no está bastante ilustrada para consentir en esta supresión». Palabras que descubren la posición respectiva del monarca y del pueblo; y que revelan que no era Carlos III un ejecutor obsecuente de los dictámenes de sus ministros, sino que tomaba resoluciones y tenía ideas propias. Contentóse con allanar obstáculos y dejar al tiempo y a circunstancias más favorables la total destrucción del sangriento tribunal. No hizo poco en hacerle perder su ferocidad primitiva, en cercenar su poder y poner coto a sus vejaciones. Escasísimos fueron ya los autos de fe, y sin el antiguo formidable aparato: cesaron de encenderse las hogueras y la humanidad le quedó agradecida.
Las doctrinas sobre, las regalías de la corona en la gran cuestión sobre los límites de las dos potestades, el sacerdocio y el imperio, defendidas en el reinado de Felipe IV por los ilustrados Chumacero y Pimentel, difundidas en el de Felipe V por Macanaz, el grande apóstol de los regalistas, ya más desarrolladas en el de Fernando VI, se desenvuelven completamente y fructifican en el de Carlos III. La corte romana ceja en sus antiguas pretensiones ante la enérgica actitud del monarca español y de sus hombres de estado, y la autoridad real recobra el ensanche, y la potestad civil recupera gran parte del terreno que había venido perdiendo desde la edad media. El proceso contra el obispo de Cuenca acreditó que el soberano en este punto no toleraba oposición.
Había estado apegado el jesuitismo al confesonario y a la cámara regia, representado en tiempo de Fernando VI por el P. Rábago, celoso procurador del engrandecimiento de su orden en ambos mundos. Pero la existencia de una milicia papal era casi incompatible con el reinado de los regalistas; y creemos que sin la carta del P. Ricci, y aunque en el motín contra Esquilache no se hubiera gritado: ¡vivan los jesuítas!, los jesuítas hubieran sido del mismo modo expulsados, como lo habían sido ya en Portugal y en Francia. Lo que hizo el motín fue aglomerar causas y acelerar el golpe. La expulsión se ejecutó de un modo análogo a las máximas jesuíticas, con misterioso sigilo como obraban ellos. Los defensores del poder absoluto de la tiara cayeron a impulsos de un rasgo de poder absoluto de la corona. Fue pues la expulsión de los jesuítas un gran golpe de Estado. No tuvieron mejor suerte los hijos de Loyola en Nápoles y Parma. Todos los Borbones se pusieron de acuerdo para la abolición de la orden, y no descansó Carlos III hasta conseguir la bula de extinción, que otorgó Clemente XIV. No olvidemos que Carlos III era un monarca profundamente religioso.
La desamortización eclesiástica y civil, ese gran principio que en la cartilla económica moderna goza los honores de axioma, tuvo muchos propagadores, pero no encontró ejecutores todavía. El Consejo de Castilla quiso aún conservar la mano muerta, pero era una mano que quedaba herida y manca. Desde que apareció el tratado de Regalía de Amortización de Campomanes, y desde las peticiones fiscales de los Consejos de Castilla y Hacienda, que tanto esforzó después en sus luminosos escritos el ilustrado autor del Informe sobre la Ley Agraria, el clero y los mayorazguistas pudieron comprender que si la cuestión no se había resuelto en la práctica quedaba resuelta en los entendimientos, como pudieron comprender las clases privilegiadas la brecha que se les abría con la introducción del elemento popular en las municipalidades, representado por los diputados y personeros del común en contraposición a las regidurías perpetuas, y con el golpe dado al monopolio de la enseñanza, de la magistratura y de las dignidades eclesiásticas, con la reforma de los colegios mayores. Los hombres de Carlos III, entregando al espíritu de examen materias y cuestiones de interés público que se habían mirado como intangibles, o al menos como invulnerables, hicieron una revolución en las ideas, y dejaron por lo menos indicadas las reformas que no pudieron realizar, alumbrando a los gobiernos futuros y enseñándoles el camino que habían de seguir.
Bastaría la feliz creación de las Sociedades económicas de Amigos del país para hacer la apología de un reinado. Aquellas asambleas nos parecían un fenómeno en un gobierno absoluto, si en pos de ellas no vinieran las Escuelas patrióticas gratuitas a advertirnos que aquel gobierno absoluto era al propio tiempo un gobierno paternal. Clero, grandeza, propiedad, comercio, capacidad, todo se apresuró a concurrir al sostenimiento y brillo de aquellas asociaciones humanitarias, pacíficas, inofensivas, laboratorios continuos de mejoras saludables y de adelantos provechosos para la agricultura, la industria, el comercio y las artes, para la educación pública, para el establecimiento y organización de asilos de beneficencia, y donde se esclarecían hasta cuestiones científicas y puntos importantes de derecho público. Hasta las damas, que jamás se hablan reunido sino en los claustros o en las cofradías, fueron llamadas a formar parte de estas benéficas corporaciones. Allí eran enseñadas por distinguidas maestras las delicadas labores de la aguja, al propio tiempo que hombres laboriosos y entendidos daban lecciones sobre los rudos trabajos del arado, y mientras las unas enseñaban a bordar, los otros enseñaban a roturar terrenos. La real orden comunicada por Floridablanca para la admisión de señoras en la Sociedad de Madrid es de un género tiernamente sublime.
No alcanzaron todos los esfuerzos de los hombres de Carlos III, aunque lo intentaron con ahínco, a reformar la enseñanza universitaria. Apegadas las universidades al rancio escolasticismo y a las sutilezas de la filosofía peripatética y de una metafísica ininteligible, regidas por frailes, que constituían la mayoría de los claustros de doctores, resistieron tenazmente las reformas que se trataba de introducir. El informe de la de Salamanca, la primera en categoría y en crédito, escandalizó al fiscal del Consejo de Castilla. ¿Qué podía esperarse cuando ejercía en ella una especie de dictadura el P. Rivera, que llamaba enciclopedistas a Heineccio y a Muratori? Y sin embargo, infatigable el monarca en procurar el fomento y propagación de las luces como los intereses materiales, halló medios de lograrlo promoviendo fuera del recinto de las universidades el estudio de las ciencias naturales y exactas: y el creador del Banco de san Carlos creó también los colegios de Artillería y de Marina; el colonizador de Sierra Morena estableció el Jardín Botánico y el gabinete de Historia Natural; y el fundador de la Compañía de Filipinas fundó escuelas especiales de física y de matemáticas hasta en las colonias de América, donde se formaron aquellos hombres insignes que después admiró el sabio Humboldt.
Era llegado el caso de que Francia nos devolviera también el fulgor literario que España en otros tiempos le había prestado, y regresó a su turno con e| nuevo brillo que había debido comunicarle otra civilización más avanzada. La intimidad con el vecino reino que bajo el aspecto político había hecho tan funesta el Pacto de la familia fue de gran provecho bajo el punto de vista literario. Resucitaba el siglo XVI sin la tétrica fisonomía que le imprimió el genio sombrío de Felipe II, y humanizado y ataviado con las conquistas de la razón.
Ciencias, administración, legislación, educación pública, todo recibe mejoras importantes. Las investigaciones históricas a que se habían dedicado ya con fruto en el reinado de Fernando VI los PP. Burriel y Sarmiento, el infatigable Flórez, y los eruditos Mayáns y Bayer, continúan siendo objeto de los desvelos de los Mohedano, de los Lampillas, de los Capmani, de los Masdeu, de los Risco y los Casiri, y de otros esclarecidos talentos en el reinado del tercer Borbón. Y si en muchas de sus obras no resplandece gran luz filosófica ni refleja el más exquisito juicio crítico, menester es no olvidar que aquellos ilustres sabios escribían a la vista de la recelosa y asustadiza Inquisición, que aunque amansada ya, todavía condenaba a Olavide, y acusaba de herejes a los que habían aconsejado la expulsión de los jesuitas. La poesía y la elocuencia subyugadas de largo tiempo a la tiranía de una insulsa hinchazón y de un depravado culteranismo, cuando no se abandonaban a una vulgaridad rastrera, resucitaban con las galas de una decorosa libertad y de una sencillez elegante. Moratín reformaba el teatro español, y Meléndez restauraba la poesía castellana, mientras los sabios prelados Climent y Tavira restituían a la oratoria del púlpito la conveniente dignidad.
Siguiendo las artes el movimiento de las letras, la Europa entera admiraba el fecundo pincel de Mengs, el restaurador de la moderna pintura, y el pintor filósofo que decía el erudito Azara. Maella honraba a su digno maestro, y Goya se hacia célebre por aquella graciosa originalidad que no ha podido ser imitada después. El buril de Selma embellecía la magnífica edición del Quijote de Ibarra, honra del arte tipográfico. Y de los adelantos de la arquitectura y escultura certifican los magníficos y elegantes monumentos que en prodigioso número por todo el ámbito de la península a nuestra vista se ofrecen, y que si el gusto y estilo no los revelara bastante como obras de aquel feliz reinado, avisáraselo al menos entendido el Carolo III, regnante, que en casi todos se lee.
Hubiera sido Carlos III el Luis XIV de España, si los días de su reinado hubieran sido tan largos como los del monarca francés: pero faltóle tiempo para hacer tanto como al soberano de la Francia le permitió su longevidad prodigiosa. En cambio fue mucho menos déspota. Luis XIV erigió el absolutismo: Carlos III le encontró establecido y le humanizó. Semejósele mucho como rey, y lo aventajó en virtudes como hombre. Carlos III no introdujo en la corte el fausto oriental como Luis XIV ni menos permitió los desórdenes y escándalos de Luis XV. No se vieron aquí ni las Lavalliere ni las Maintenón del primero, ni las Pompadour y las Dubarry del segundo. Isabel la Católica y Carlos III hubieran hecho una de las mejores parejas de reyes de la tierra. Pero los separaron tres siglos, para que los tiempos se repartieran la benéfica influencia de sus genios. Aquella dejó establecida una institución que creyó necesaria para la unidad religiosa: este halló la unidad religiosa asegurada, y quebrantó un poder que dañaba a la tolerancia y al desarrollo de las luces, que era ya la necesidad de las naciones católicas modernas. Así va marchando la sociedad humana hacia su perfección.
Muéstranse como apenados algunos políticos impacientes, por que en medio de la revolución de ideas y del espíritu reformador que se desenvolvió en el reinado que nos ocupa, no hubieran ni el monarca ni sus ilustrados ministros tentado restablecer las antiguas libertades españolas bajo una forma acomodada a las necesidades y adelantos de la moderna civilización. Mas tal vez en nada mostraron tanta cordura aquellos hombres de estado como en no haber anticipado esta novedad. No era culpa suya que el pueblo avezado de largos siglos al despotismo y a la Inquisición, hubiera ido perdiendo el amor a la libertad civil. ¿Podemos estar ciertos de que no hubiera sido arriesgado otorgar instituciones políticas a quien ni mostraba desearlas, ni las hubiera recibido con gusto, ni menos con agradecimiento? ¿No se podrá decir del monarca y de los reformadores de su época aquello de: sui eos non cognoverunt? No olvidemos tampoco que no eran ni la religiosidad ni el respeto al principio monárquico los síntomas con que se anunciaba la revolución francesa, y que la religión y el trono eran los dos dogmas venerados, los dos ídolos de los españoles. Bastaron las reformas que ejecutaron y las que intentaron para que el clero y las clases privilegiadas, muy poderosas en España y muy influyentes todavía, tildaran y acusaran a los consejeros de Carlos de enciclopedistas y afectos a la filosofía francesa del siglo XVIII que amenazaba invadir y trastornar el mundo. Y a fe que de no serlo procuraron dar pruebas en los últimos años de aquel monarca, cuando asustados por el estruendo de la tempestad política que rugía ya en el vecino reino, cejaron ante los peligros de la crisis, que el clero y la Inquisición no se descuidaban tampoco en encarecer y abultar. El mismo Floridablanca se convirtió en desconfiado, y retiró la mano franca y liberal con que hasta entonces alentara al espíritu de reforma; hizo más, intentó reprimirle.
No sabemos sin embargo cómo se hubiera desenvuelto Carlos III de los compromisos en que habría tenido que verse si le hubiera alcanzado la explosión que muy luego estalló del otro lado del Pirineo. Fortuna fue para aquel monarca, y fatalidad para España, el haber muerto en vísperas de aquel grande incendio.
Sucedióle su hijo Carlos IV a fines de 1788.
XVI
El año siguiente al advenimiento de Carlos IV, al trono español estalla en Francia el volcán revolucionario, cuyo sacudimiento conmovió toda la Europa e hizo estremecer todos los solios. La rapidez de los primeros pasos de la revolución anunciaba que en breve se iban a ensayar todas las formas, a recorrerse toda la escala de las trasformaciones sociales. Y así fue.
Jamás en tan corto espacio de tiempo anduvo una sociedad tan largo camino. La impaciencia de marchar exigía a cada año el desarrollo y la vitalidad de un siglo, y parecía que los tiempos se compendiaban a la voz de los hombres. Hallóse medio de acortar la distancia de tiempos antes que la distancia de lugar, y la revolución francesa precedió a la invención del vapor. La Europa armada gritaba ¡atrás!, y la Francia, armada también, contestaba ¡adelante! Las ideas sin embargo avanzaban más dentro de la Francia que los ejércitos fuera. Estados generales, asamblea constituyente, asamblea legislativa, convención, república, directorio, consulado, imperio… monarquía, democracia, despotismo militar… A los pocos años de un regicidio nacional, se entronizaba a un déspota: habíase hecho perecer en un cadalso a un rey virtuoso y débil, y se aclamaba a un tirano heroico. Cuando Napoleón establecía repúblicas en Europa, en Francia iban retrocediendo las ideas republicanas. Las ideas y las conquistas marchaban al revés. Del suplicio del rey a la proclamación del emperador mediaron once años. Al cabo de otros once años la Francia vuelve a gritar ¡viva el rey! El nuevo rey era otro Borbón. Gran retroceso. Pero el movimiento galvánico no ha cesado. Pasan otros quince años, y las ideas que habían retrocedido vuelven a avanzar. La antigua dinastía es de nuevo expulsada, y se proclama a un Orleans rey constitucional. Antes de otros diez y ocho años la monarquía constitucional va a acompañar en la proscripción a la vieja monarquía y al imperio. La Francia es otra vez republicana. ¿Volverá otro imperio y otra monarquía? ¿Se acabarán de fijar las ideas sobre el mejor gobierno de los pueblos? ¿Estará la humanidad condenada a girar perpetuamente en derredor de un círculo?
Gira, si; pero es describiendo círculos concéntricos, cuya circunferencia se va agrandando sin cesar, y de cada círculo que describe va recogiendo la humanidad algún principio provechoso que queda siempre. Así con las alianzas de lo antiguo que vive y de lo nuevo que nace va modificando su existencia. Costosas, son las trasformaciones. Si los pueblos y las generaciones que las promueven meditaran los estragos que acompañan a las grandes revoluciones, retrocederían espantados. Mas por una disposición providencial la embriaguez del entusiasmo no deja lugar al frío razonamiento y predispone a recibir con gusto el martirio: también el furor de la venganza perturba la razón: son las dos fuentes de las grandes virtudes y de los grandes crímenes que en ella se desarrollan. Fecunda en unos y en otras fue la de 1789. Acaso ninguna ha producido tantos héroes y tantos monstruos. La lección fue dura. ¿Supieron aprovecharla los reyes y los pueblos? Ha sido menester otra revolución a mediados de este siglo para enseñarles más. ¿Han aprendido los hombres de ahora más que los de entonces? ¿Ha ganado algo la humanidad? Comparemos. La revolución de 1789 fue agresora y conquistadora; la de 1848 proclamó el respeto a la independencia de los pueblos. Entonces la Europa opuso muros de acero a las ideas democráticas; ahora la Europa siguió el impulso de la nación iniciadora. En la revolución del siglo pasado eran llevados los hombres a carretadas a la guillotina; la cuchilla era el primer poder del estado: en la del presente siglo se aclamó el principio de la abolición de la pena de muerte por delitos políticos. En 1793 manchó la frente de la Francia la sangre con que tiñó el cadalso uno de los monarcas que menos lo merecía: en 1848 hubo muchas revoluciones y la sangre de varios príncipes corrió en los campos de batalla, ni una gota de sangre real en el afrentoso patíbulo. La Francia del siglo pasado abolió el culto católico, y divinizó la razón humana: se quitó a Dios de los altares y se dio incienso a una prostituta: en la Francia del presente siglo los más extremados reformadores se han visto precisados a invocar el cristianismo, y el sacerdocio católico ha sido buscado para rociar con el agua santa el árbol de la libertad. Entonces un soldado arrancó violentamente de su silla al jefe visible de la Iglesia, y el gran guerrero puso su mano profana sobre el gran sacerdote; aquel hombre se llamaba Napoleón: ahora otro Napoleón, deudo de aquel, y como él jefe de la Francia, envió las legiones republicanas a reponer en su silla a otro pontífice, Pío también como el abofeteado en Fontainebleau, y cometiendo una injusticia política y una inconsecuencia, ha hecho una reparación religiosa. La Europa lo ha murmurado; ha parecido un contrasentido. Tal vez la Francia misma lo hizo de mal grado. No murmure la Europa; no era la voluntad de la Francia la que obraba; era el impulso secreto de la Providencia que le había impuesto una expiación, y al cual ella obedecía de mal humor sin saberlo. También Alarico iba de mala gana a Roma y obedecía a la voz secreta que se lo mandaba. Distinto era entonces el fin; La Providencia la misma.
Excesos abominables se han cometido en aquella y en esta revolución. Lamentamos unos y otros. ¿Cuando dejará de intervenir el mortífero acero en las cuestiones de política fundamental? ¿Cuándo serán los cambios sociales resultado solo de la discusión pacífica y razonada? Los pocos síntomas que de ello vemos nos indican que aún tiene que vivir mucho la humanidad hasta tocar este estado de perfección. ¿Por qué entretanto ha de estar condenada a comprar su mejoramiento a precio de tan costosas pruebas? Lo sentimos, pero no nos atrevemos ni a acusar a la Providencia ni a responder a Dios. Solo sabemos que es así, por que nos lo enseña la historia de todos los siglos. Consuélanos en parte observar que la humanidad no deja de ir progresando siempre, aunque a veces parece retroceder.
Insensiblemente hemos ido abarcando en estas reflexiones sucesos que no son todavía de nuestro dominio histórico. Séanos dispensado, siquiera por si nos faltase después tiempo y ocasión de hacerlas. Reanudemos el hilo de nuestro bosquejo historial.
Cuando estalló la revolución de 1789, alarmáronse todas las potencias europeas, y se formaron aquellas coaliciones y comenzaron aquellas guerras que tantos triunfos proporcionaron a las armas de Francia, y tantos progresos dieron al movimiento revolucionario. Por que los hombres de la revolución, exigentes y descontentadizos de suyo, exacerbados con la oposición de dentro y con la resistencia de fuera, pasaban del entusiasmo al delirio, y del vigor y la energía al arrebato y al frenesí, y no había ni concesiones que los contentaran ni fuerza que los contuviera. España se hallaba en una posición excepcional. Era Carlos IV pariente de Luis XVI, vivía el Pacto de familia, y no estaba entonces el pueblo español ni en sazón ni en deseo de adoptar los principios que se proclamaban en el vecino reino. El mismo Floridablanca, ministro que Carlos III había dejado como en herencia a su hijo, temía que invadieran la Península las máximas que del otro lado del Pirineo se ostentaban triunfantes. Y sin embargo todo lo que el monarca y el gobierno español se atrevieron a hacer en favor del atribulado Luis XVI, fueron ardientes votos, tímidas reclamaciones y gestiones ineficaces, alguna de las cuales les valió una repulsa bochornosa de parte de la Convención.
Solo después del suplicio de aquel infortunado monarca se resolvió el gabinete de Madrid a declarar la guerra a la república contra el dictamen del viejo y experimentado conde de Aranda, a quien costó ceder el puesto ministerial a un joven que había opinado por la guerra. Este joven, que pasó del cuartel de Guardias de Corps, casi con botas y espuelas, al primer ministerio de España en una de las más difíciles situaciones en que pudiera verse nación alguna, obtenía ya un favor ilimitado del rey y de la reina. Opinó don Manuel de Godoy por la guerra, y la guerra se hizo. Alegróse la Europa, por que se añadía un guarismo más al número de las potencias enemigas de la Francia. España dio el primer paso en la carrera azarosa de los compromisos.
Felices al principio nuestras armas, les vuelve su espalda la fortuna en Tolón, donde por primera vez se da a conocer el genio de aquel Bonaparte que muy poco después había de asombrar al mundo. Los ejércitos republicanos nos toman nuestras plazas fronterizas, y amenazan abrirse camino hasta Madrid. Asustado Godoy de su obra, ajusta la paz de Basilea, que nos costó la cesión de la parte española de Santo Domingo. El provocador de la guerra es condecorado con el título de Príncipe de la Paz. Sigue el famoso tratado de San Ildefonso. Alianza ofensiva y defensiva entre la monarquía española y la república francesa. Guerra con la Gran Bretaña que nos cuesta la derrota de nuestra escuadra en el fatal Cabo de San Vicente, y la cesión de la Trinidad en la paz de Amiens. La guerra y la paz con Francia, y la guerra y la paz con Inglaterra, nos iban saliendo igualmente caras.
La paz de Amiens fue un pasajero respiro. Encendida de nuevo la lucha entre Francia e Inglaterra, España sigue atándose al carro de la república, y otro tratado de San Ildefonso nos empeña en otra nueva carrera de desastres y de compromisos. Francia aliada, nos costaba un subsidio de seis millones mensuales: Inglaterra enemiga, destrozaba la marina española, que más por culpa de Francia que de España, dio su postrer aliento en el desventurado combate de Trafalgar, sin que le valiera ni la inteligencia ni el heroico comportamiento de nuestros marinos. Perdimos quince navíos de línea; y como quien busca un consuelo, recordamos siempre que allí pereció el famoso almirante inglés Nelson. Pero la Francia no por eso renunció a seguir cobrando los millones estipulados. Era una acreedora sin entrañas. La catástrofe de 1805 fue una consecuencia del primer error de 1793.
En este tiempo la situación de la Francia había cambiado. Aquella nación que no había podido soportar el cetro de un monarca se sometió a la espada de un soldado. La libertad la había anegado en sangre, y buscó un hombre que atajara la sangre, aunque ahogara la libertad. Desde el 18 brumario no se vio brillar en el horizonte de la república sino el fulgor delas bayonetas. Enmudeció la tribuna, y solo se escuchó ya la voz del guerrero, a cuya voz se formó un cuerpo de treinta millones de hombres, que obedecían a un redoble de tambores. Aunque nombrado solamente Bonaparte primer cónsul, nadie dejaba de entrever por debajo del manto consular la corona imperial con que había de ceñir sus sienes. Contenta la Francia con ver al cónsul obrar como emperador, no tardó en darle el título y la investidura. De otro modo se la hubiera dado él mismo y la Francia hubiera callado. Napoleón emperador, sin dejar de ser general, se pone al frente de los ejércitos franceses, la Francia militar le sigue entusiasmada, y marchando de victoria en victoria, derrota ejércitos, deshace coaliciones, humilla monarcas, derriba solios, crea nuevos reinos, como antes había creado repúblicas, y distribuyo los tronos que su omnipotente voluntad va declarando vacantes. En el de Nápoles, donde se sentaba un Borbón, coloca a su hermano José. ¿Pensará en darle un ascenso? ¿Respetará el trono español este repartidor de coronas?
España no obstante continúa aliada del imperio, como lo fue de la convención, del directorio y del consulado. Pero el príncipe de la Paz, a cuyas manos se hallaban confiados los destinos de nuestra patria, recela del emperador, medita cooperar a la destrucción del coloso aliándose con las potencias que guerreaban ya contra él, y publica una proclama apellidando a las armas a los españoles, sin nombrar en ella ningún enemigo. En hora fatal apareció el documento. Napoleón triunfaba en Jena de la cuarta coalición, y Berlín le abría sus puertas. Napoleón y el príncipe de la Paz conocen a un tiempo la imprudencia dé la declaración. Godoy procura enmendar el yerro felicitando a Bonaparte por sus triunfos: Bonaparte se sonríe, decreta en su ánimo la ocupación de España, y sigue fingiéndose aliado. Y para fingirlo mejor, pide un auxilio de tropas españolas. ¿Quién se atrevía a negárselas? Una escogida división española fue trasportada a Dinamarca a las órdenes del emperador.
Triunfan las águilas francesas de las águilas rusas en Friedland, y se firma la famosa paz de Tilsit. Es el punto culminante de la fortuna de Napoleón. Ya queda desembarazado en el Norte para atender al Mediodía. A Inglaterra piensa destruirla con el bloqueo continental, monstruosa concepción, que se tuviera por delirio pueril, si no hubiera sido el pensamiento de un grande hombre, con el cual, sin embargo, acabó de aturdir la Europa, y puso en conflicto la tierra y los mares. A España, ¿quién podría pensarlo?, no se atrevió el vencedor universal a acometerla de frente. Medita la empresa de Portugal, y hace a España tomar parte en ella como aliada del imperio. Ajustase el célebre tratado de Fontenebleau, por el que se partía el Portugal en tres trozos, como tantas veces se ha partido la Polonia, de los cuales uno se adjudicaba a Godoy con el título de príncipe soberano de los Algarbes. El Pacto de familia parecía apretado con estrechos nudos, no ya entre dos Borbones, sino entre un Borbón y un Bonaparte. Con gusto lo hacia Carlos IV. ¿No se destinaba un nuevo principado para su querido príncipe, y no le daba Napoleón a él mismo el título pomposo de Emperador de las Américas? En su virtud las armas imperiales penetran en Castilla, las de Castilla en Portugal, allí unas y otras. Jamás bajó tan engañosa capa embozó un gran conquistador sus pensamientos. Eran los nuevos cartagineses que se fingían hermanos para salir señores. Por lo menos tuvo España el privilegio que no había tenido nación alguna, el de que el gran Napoleón creyera necesario engañarla para sorprenderla.
Cuando Napoleón discurría con Talleyrand cómo apropiarse el trono de los Borbones de España de manera que no diese el mayor de los escándalos a Europa, vienen las lastimosas escenas del Escorial en ayuda de sus designios. En el mismo palacio en que se representó el drama de Felipe II y el príncipe Carlos, se reproduce en la ocasión más crítica otro parecido entre Carlos IV y el príncipe Fernando; con la diferencia que si hubo ahora más benignidad, hubo también menos misterio, y reveláronse a la nación flaquezas que deploraba, y a Napoleón discordias que servían grandemente a sus desleales proyectos. ¿Es cierto que se había inspirado a Fernando el pensamiento de representar el papel de San Hermenegildo cerca de su padre? ¿O era solo su objeto y el de sus instigadores derribar al favorito? Lo cierto es que se vio un monarca denunciando a la faz de España y de Europa al príncipe heredero, al padre y a la madre echando públicamente la ignominia del crimen sobre la frente del hijo, y al hijo implorando humildemente el perdón de sus padres: al soberano de España haciendo el emperador francés confidente de sus amarguras y como pidiéndole alivio y consejo, y al príncipe heredero solicitando de Napoleón a espaldas de su padre la protección imperial y la mano de una princesa de su familia, las dos cosas que necesitaba para ser feliz. Tampoco necesitaba más el emperador para acelerar sus planes, aprovechando las debilidades del padre y del hijo.
Hallábanse a principios de 1808 en poder de los franceses y por traición ocupadas las principales plazas de guerra, y Murat sobre Madrid. Y todavía ¡admirable candidez!, el rey, el príncipe, el privado, la corte, el pueblo, todos ignoraban el objeto de aquel formidable aparato de fuerza. Doce millones de hombres fluctuaban entre el temor y la esperanza. No cabía en el corazón de la hidalga nación española sospechar de un hombre tan grande como Napoleón una grande alevosía. A dos cosas estaba dispuesta; a imputar al valido Godoy los males que sobrevinieran y las miserias que presenciaba; a esperar del príncipe Fernando los remedios que deseaba y las reparaciones que apetecía. Aborrecía a aquel tanto como amaba a este. Así en el motín de Aranjuez Godoy fue el blanco de las iras del pueblo, Fernando el de sus aclamaciones. Cayó el valido, y abdicó Carlos IV por salvarle; que Carlos IV y María Luisa amaban más al amigo que al trono. Fernando es proclamado rey de España.
Dos palabras de ese personaje en cuyas manos estuvieron los destinos de la patria durante todo el reinado de Carlos IV.
Nadie ignoraba el origen del rápido encumbramiento de Godoy y de su valimiento ilimitado. La reina no había cuidado de acreditarse de circunspecta. Movía a lástima la bondad del rey.
Cuando Godoy firmó el segundo tratado de San Ildefonso en 1796, titulábase ya en él príncipe de la Paz, duque de la Alcudia, señor del soto de Roma y del estado de Albalá, grande de España de primera clase… caballero de la insigne orden del Toisón de oro, gran cruz de Carlos III (la que este monarca había creado para premiar la virtud y el mérito…) primer secretario de Estado y del despacho, secretario de la Reina, superintendente general de correos y caminos, protector de la Real Academia de Nobles Artes… capitán general de los reales ejércitos, inspector y sargento mayor del real cuerpo de guardias de Corps… y otros muchos títulos menos importantes que hemos omitido. A poco tiempo se casó con una sobrina del rey. Después fue generalísimo y gran almirante con tratamiento de Alteza. Faltábale una corona, y no anduvo lejos de ceñírsela, que a tal equivalía la partija que se le adjudicaba en la distribución de Portugal. Fue el valimiento más monstruoso de los tiempos modernos, y acaso en duración no tenga ejemplar en los antiguos. Por lo menos tuvo la singularidad de ser indisoluble el afecto entre los reyes y el privado, de avivarse en la desgracia cuando se veían destronados los unos y perseguido el otro, y de deshacer solo la muerte el vínculo de toda la vida.
Al paso que el favorito acumulaba riquezas inmensas y honores desusados, crecía el odio del pueblo hacia él, que siempre la odiosidad popular carga más sobre la flaqueza del que acepta y recibe inmerecidos dones que sobre la fragilidad de quien los dispensa y otorga, acaso por la costumbre de considerar al dispensador abroquelado en la inviolabilidad de la ley, y al aceptante escudado solo con el favor, y por consecuencia más vulnerable. Ello es que marchaban a la par el amor de los monarcas y el enojo del pueblo. Era Godoy como una medalla que representaba el bien y el mal, y a la cual los reyes miraban siempre por el anverso, el pueblo por el reverso siempre.
Pero aparte de lo odioso del encumbramiento, de la opulencia y de la privanza, ¿era el príncipe de la Paz el causador de todas las calamidades públicas? ¿Era como hombre de Estado tan de corazón avieso, tan de intención torcida, de tan profunda ignorancia como le pregonaba entonces el pueblo y le ha dibujado después la historia? ¿Se ha considerado para calificar sus transacciones diplomáticas la índole y calidad de los negociadores con quienes las había? ¿Pudieron el clero, la Inquisición y las órdenes religiosas, cuya reformación había comenzado y amenazaba llevar a más lejano término, contribuir a acrecentar el desabrimiento hacia el privado haciéndole extensivo al ministro? ¿Será cierto que soñó en un cambio de dinastía? Este hombre, a quien la fortuna se mostró locamente risueña por espacio de veinte años para darle después cuarenta de ostracismo, en quien las plumas de los historiadores se han clavado como dardos que se arrojan a un cuerpo que se asaetea sin pecar, ha hablado a su vez en propia vindicación. Y aunque para nosotros las oraciones pro domo sua no justifiquen ni los desvanecimientos del hombre ni las faltas del gobernante, no dejan sus Memorias de derramar luz sobre muchos de los dramas de aquel tiempo, o con tupido velo cubiertos, o solo por un lado hasta ahora presentados. Los juzgaremos en nuestra obra con el desapasionamiento de quien los mira solo por el prisma de la severidad histórica.
Pocos monarcas habrán sido saludados por sus pueblos con más entusiasmo que lo fue Fernando VII. El día de su entrada en Madrid después de la abdicación de Aranjuez, el regocijo público no tenía límites. Era la embriaguez del gozo. Aquellas lágrimas de júbilo iban a convertirse pronto en lágrimas de sangre.
Comienza una larga cadena de reales miserias y de traiciones imperiales. Ruboriza leer las cartas de Carlos, de María Luisa y de la reina de Etruria al gran duque de Berg, intercediendo por el pobre Príncipe de la Paz. Lastiman el alma las de Carlos y Fernando a Napoleón. Son dos litigantes que le buscan humildes por árbitro de su pleito. El árbitro no pronuncia. La España angustiada y congojosa después de los primeros trasportes de alegría espera que salga una palabra de los labios del emperador para saber a quién piensa dar el derecho de reinar, si al padre o al hijo. Napoleón en Bayona se asemejaba a esas serpientes que atraen con su hálito a los inocentes pajaritos para devorarlos. Reyes, príncipes, favorito, todos van donde el emperador los llama. Allí los dioses menores de España se prosternan ante el Júpiter del Olimpo europeo. A una palabra suya el hijo devuelve humildemente al padre lo que antes el padre había cedido con poca voluntad al hijo, y ambos se desprenden del cetro de dos mundos para ponerle a los pies del señor de los reyes. Pero Napoleón es tan generoso que renuncia para sí el trono de España, y en uso de su omnipotencia le trasfiere a su hermano José, el rey de las Dos Sicilias. Le da el ascenso que había meditado en la carrera de los tronos de su invención. Abochornan las escenas de Bayona, y cuesta trabajo concebir tanta perfidia en uno, tanta debilidad y tanta degradación en otros.
Por fortuna el pueblo tuvo más firmeza y más dignidad que sus príncipes. Y esta nación, sin reyes, sin hacienda, sin marina, casi sin ejército, pues toda la herencia de Carlos III se había ido disipando, se levanta imponente a proveerse a sí misma, a sacudir la coyunda que alevosamente se intentaba ponerle. Apuróse su paciencia; y resucitó el antiguo genio íbero con sus impetuosos arranques. Dióse el primer grito en Madrid el 2 de mayo, uno de los días más infaustos y más felices que cuentan los fastos españoles. Al ruido de aquel primer sacudimiento despertó el viejo león de Castilla, de muchos años aletargado, y su rugido resonó en todo el ámbito de la Península, y a su eco fueron respondiendo una tras otra todas las provincias de la monarquía.
Dios permite a los hombres obcecarse para perderse, cuando traspasan su misión sobre la tierra, y no había trazado su dedo la geografía del continente europeo para que todas sus regiones obedecieran a un hombre solo.
Vínole bien al pueblo español el ser acometido con felonía, porque solo así pudo revivir con todo su rudo desenfado su independiente altivez. Si la empresa hubiera sido conducida con más cordura por parte de Napoleón, tal vez hubiera sido coronada con otro éxito. Pero fue conveniente recibir un grande ultraje para que fuese terrible el escarmiento, y que el gran político cometiera el mayor de sus yerros al tratar de sojuzgar la España, para que se estrellara en esta tierra excepcional, de antiguo destinada a gastar la vitalidad de los grandes conquistadores.
Jamás pueblo alguno se alzó en su propia defensa ni más unánime ni más imponente. Si alguna vez ha sido exacta la frase de que una nación se levanta como un solo hombre, lo fue en esta insurrección gloriosa. Un solo sentimiento movía como agente eléctrico todos los corazones. El movimiento, anárquico al nacer, se regulariza luego. Juntas locales de gobierno; junta central. Es la nación que se gobierna a sí misma; es el reinado de la nación. Se improvisan ejércitos; se organizan. Es la nación que se defiende; es la nación que se sacude. La lucha está abierta. Inglaterra, esa adversaria antigua de la España, cuya enemistad nos había sido tan funesta en los mares, se convierte en aliada íntima, y viene a luchar también en nuestro suelo, porque le conviene tomar parte en toda pelea que tenga por objeto derrocar al coloso de la Francia. Portugal se alienta, y se levanta también. En cambio Napoleón hace trasportar a la Península el grande ejército de Alemania, desguarneciendo aquellos países. Vienen gentes de todas regiones. Hasta a los valientes polacos los trae a sellar con su sangre su renombrado ardor bélico bajo el cielo puro de Castilla. Extraño trasiego de naciones. Los ejércitos de las tres cuartas partes de la Europa concurren a combatir a un pueblo pobre, pero heroico.
No se descorazonan los españoles en lid tan desigual. De las grandes ciudades, de las aldeas, de las cabañas, de los campos, de las escuelas y de los talleres, sale espontáneamente la juventud a engrosar las filas de los defensores de la patria: y cambiando el arado, el escoplo o el libro de texto, por la carabina, el fusil o la espada, corren voluntarios a la pelea, o individualmente, o en grupos, o en cuerpos ya regimentados. Los sacerdotes predicaban la guerra en el púlpito, y empuñaban después el acero con propia mano; se desnudan de la estola, y embridan el caballo de batalla, y acaudillan cuerpos armados, como en los siglos de la guerra con los musulmanes. Hasta las piedras parecía convertirse en combatientes, como de otros tiempos fingió la fábula.
La Europa atenta supo con admiración que los triunfadores de Jena habían rendido sus espadas en Bailén, y que las legiones del vencedor habían dejado de ser invencibles en batalla campal. Los sitios de Zaragoza y Gerona anunciaron a los nuevos romanos que se hallaban en la tierra de Sagunto y de Numancia. Los nombres de aquellas dos heroicas poblaciones, tiempos y años andando, han sido invocados como tipos de heroísmo en cualquier región del globo en que se ha querido excitar el ardor bélico y el entusiasmo patrio con memorias de alto ejemplo. Mientras tales lecciones daban las tropas regladas y los moradores de las ciudades, plagábanse los campos de guerrilleros, de esos soldados sin escuela, modernos Viriatos, de que tan fecundo dijimos ya en otra parte que ha sido siempre el suelo español: los cuales con rápidas y atrevidas maniobras, ingeniosas revueltas e inesperados ataques, diezmaban pequeños cuerpos enemigos, o embarazaban el paso a gruesas columnas, o sorprendían convoyes, y con mil géneros de menudas hostilidades desesperaban a los famosos generales del imperio, que no hallaban medio de librarse de tan importunos acometedores, ni de evitar los descalabros y desperfectos que con tan singular estrategia les ocasionaban. ¡Desgraciado y sin ventura entretanto el francés que por cualquier incidente se encontrara, en poblado o en desierto, aislado y separado de su columna! ¡Cuántos sacrificó así el furor popular! El paisanaje, que en su ruda lógica no veía en el soldado francés sino al guerrero de la nación enemiga, lejos de inquietarle la idea de que perpetrarse un acto de bárbara inhumanidad, persuadíase de que ejecutaba una acción meritoria a los ojos de la patria, y aún a los ojos de Dios. Era el fanatismo religioso unido al sentimiento de la nacionalidad; y a un pueblo que obra a impulso de estas dos ideas no hay armas que le venzan ni ejércitos que basten a domeñarle.
Viose Napoleón precisado a venir en persona a reanimar la guerra y a dar aliento a los suyos; y sin dificultad grande, que no podían oponerla unas débiles tapias, se posesiona de la capital, donde queda su hermano José haciendo funciones de rey de España. No importa. También el archiduque Carlos de Austria en los tiempos del primer Felipe de Borbón se hizo aclamar rey de España en Madrid. Pero Madrid deja de ser la capital de la monarquía española desde el momento que la ocupa un usurpador, y no es sino un pueblo más de que se ha apoderado el enemigo. La capital de los españoles está allí donde se encuentra su legítimo gobierno. Fuerza es no obstante confesar que la presencia y los triunfos del emperador llegaron a poner a España en situación harto apurada y angustiosa. De repente esta situación se trueca y cambia. El emperador retrocede de improviso del corazón de la Vieja Castilla, donde se había internado. Corre, avanza, vuela, quiere devorar las distancias, desaparece. Sigue en pos de él el grande ejército. ¿Dónde va? ¿Quién le llama? ¿Qué le impulsa? A los pocos días de hallarse en Astorga penetraba dentro de los muros de Viena. Con razón había escogido por empresa e l águila quien la igualaba en rapidez.
Era que la voz de la Junta Central de España había resonado en apartadas regiones, y el Austria oyendo su llamamiento había vuelto a declarar la guerra a Napoleón. Otra vez vence allí. Cada jornada suya señala un triunfo. Pero España ha enseñado al mundo a resistir; su ejemplo ha sido contagioso; y Napoleón, que derrota ejércitos, encuentra por primera vez una resistencia fatigosa en las masas del pueblo alemán que han aprendido de los españoles a insurreccionarse, y las condiciones de la paz de Viena fueron ya menos duras que las de los tratados anteriores. Napoleón se desvanecía allá con sus nuevas glorias, mientras acá las iban marchitando sus ejércitos enflaquecidos y menguados.
En medio del incesante afán de la pelea y del ruido y estruendo de los combates, España ofrecía a los ojos del mundo otro espectáculo no menos grandioso y sublime, de distinta índole y naturaleza. Los hombres ilustrados del país, aprovechando el gran movimiento popular para regenerar políticamente la España, habían acordado dotarla de instituciones análogas a los progresos de la civilización y a las ideas del siglo. Y cuando en Francia habían pasado los sangrientos ensayos de la revolución, entonces se erigió en este extremo de Europa y en su punta más occidental una tribuna, la única en todo el continente, en que hombres esclarecidos y vigorosos levantaban arrogantes su voz, y labraban el edificio de la libertad española. Era un cuadro magnífico y grandioso el de las Cortes de Cádiz, deliberando impávidas bajo el estruendo del cañón y al fulgor de las bombas enemigas. Allí, encerrados los representantes de dos mundos en una isla azotada por las olas de dos mares y circundada de mortíferas baterías, libertaban de sus trabas el pensamiento, proclamaban la libertad de la imprenta, abolían la Inquisición, y elaboraban el código político que había de ser la ley fundamental de la monarquía: aquella Constitución que tantas vicisitudes estaba destinada a sufrir en el corto espacio de un cuarto de siglo, y que refundida después había de dar nacimiento a la que recientemente ha regido y a la que de presente rige el estado. Obra de legislación no exenta ni de imperfecciones ni de dificultades de aplicación, pero libro venerable como símbolo glorioso de desinteresado y heroico patriotismo, como la primera bandera de libertad que se enarboló en la España moderna.
Durante esta guerra nacional, Fernando continuaba siendo objeto de amor idolátrico para los españoles. Por él no había ni padecimientos que arredraran, ni sacrificios que dolieran, ni tesoros ni sangre que se economizara. A pesar de sus renuncias bochornosas, la Central, la regencia, las Cortes, todos obraban a nombre del rey, todos deliberaban como poderes delegados del rey. El pueblo le conservaba la majestad de que él se había desposeído; la nación le guardaba la corona de que él se había desnudado. Disculpábale débil en Bayona, y absolvíale cautivo en Valencey. Era un rey que se desprendía de su reino, y un reino que no quería desprenderse de su rey. Fernando VII era rey de España y de las Indias a pesar suyo. Él felicitaba a Napoleón por sus triunfos, y el pueblo se ofrecía en holocausto por él. Él importunaba al emperador con el tema perpetuo de que le otorgara una princesa de su imperial familia para esposa, y la nación se afanaba por entregarle al regreso de su cautividad un reino grande, íntegro, regido por leyes más justas, y por instituciones más sabias que las que él había dejado.
Ni todas fueron derrotas para el enemigo en estos seis años de porfiada lucha, ni todos fueron triunfos para las armas españolas. Viose, por el contrario, más de una vez la España a punto de ser ahogada bajo el peso de aquellas infinitas masas de guerreros de casi todas las naciones europeas, de aquellas cohortes innumerables, conducida por los más expertos generales del imperio, que del otro lado del Pirineo de tiempo en tiempo desembocaban, en reemplazo de las que iban quedando sepultadas en este suelo, y que parecía brotar de un fondo inagotable como las olas del grande Océano. Pero jamás desmayó el denuedo español. Ni el número de los enemigos le imponía, ni le desalentaban los reveses, ni los peligros le arredraban, ni nada en ningún momento le hizo desfallecer. Crecía con los infortunios el esfuerzo, con los contratiempos la audacia, con los conflictos la fortaleza, la intrepidez con los apuros, con las contrariedades el valor. «No importa», decía a todo. Y se entregaba a arranques impetuosos, se multiplicaban las acciones heroicas, menudeaban las hazañas, y la victoria se iba declarando por la causa de la justicia y por los animosos de corazón. Era el genio indomable de la resistencia, que venía heredado de los antiguos celtíberos; era aquella perseverancia infatigable, que desesperó a los romanos, que acabó con los sarracenos, y de la cual no sufría la altivez española que triunfaran los franceses. Hallóse pues Napoleón con los descendientes de los que habían peleado con Aníbal, con César y con Almanzor; y el vencedor de las Pirámides, de Marengo, de Austerlitz, de Jena y de Friedland, se encontró con los hijos de los que habían vencido en Covadonga, en Calatañazor, en las Navas de Tolosa y ante los muros de Granada.
De caída iba ya en España el poder de Napoleón, cuando a la extremidad opuesta en Europa se oyó resonar otro grito de guerra. Era el eco de España que respondía también en Rusia. Allá acude el mayor capitán que han producido los siglos modernos, al frente del más formidable ejército que han visto los siglos modernos también. Austria, Prusia, Dinamarca, Nápoles, la Italia entera, le han suministrado contingentes, y ha hecho una siega en la juventud de la Francia. Allá van las viejas bandas del imperio, que ha hecho salir otra vez de Castilla para trasplantarlas desde el abrasado clima del mediodía a las heladas regiones del septentrión. Cuatro veces en tres años han atravesado la Francia esos veteranos imperiales, cruzando los Alpes o franqueando los Pirineos, teniendo que acudir alternativamente del Tajo al Rhin y del Rhin al Tajo, allí donde una necesidad más imperiosa los llamaba. En su lugar tiernos reclutas, arrancados prematuramente a los brazos de sus madres, vienen a entretener a los cañones y bayonetas de España y a servirles de cebo, mientras él da cima a la gigantesca empresa que le llama al otro extremo del continente.
La Europa central avanza armada hacia el Norte a la voz de un hombre solo. Napoleón penetra con asombro del mundo hasta el corazón del imperio moscovita Dios permitió que el gigante que se lisonjeaba de abarcar a un tiempo con sus brazos las dos más opuestas naciones del continente europeo, cometiera al querer conquistarlas los dos más graves yerros de su vida… Medio millón de hombres quedó sepultado bajo las nieves de Rusia; medio millón de hombres halló su sepulcro bajo la luciente bóveda del cielo español. Allí lo hicieron los elementos; aquí lo hicieron los hombres. Allí el hielo del clima; aquí el ardor de los corazones. Los rusos buscaron por aliado el invierno, y esperaron a que el cielo se declarara contra el hombre de la tierra; los españoles pelearon cuerpo a cuerpo con los soldados de Bonaparte, y los vencieron en buena lid.
En la mañana en que se dio la famosa batalla de Mojaisk, en que jugaron ochocientas piezas de artillería, recibió Napoleón noticias de España, y la dio por perdida. Y cuando después del desastre de Moscú se coligó contra él toda la Europa; cuando los ejércitos de la confederación amenazaban a su vez invadir la Francia; cuando todavía los restos de las columnas imperiales disputaban a los aliados el paso del Rhin, ya las tropas anglo-españolas habían franqueado el Bidasoa y perseguían a los franceses dentro de su propio territorio. Salvóse pues la España antes que la Europa. Cúpole la gloria de la iniciativa en la caída del gran coloso. Fue la primera en vencer a Napoleón.
Faltábale rescatar al real prisionero de Valencey, a su amado, a su idolatrado Fernando. Napoleón al eclipsarse su estrella se decide a reconocer a Fernando rey de España. Celebra primeramente con él un tratado de paz y amistad, y declara luego rey libre al que hacia seis años era príncipe cautivo. Fernando el Deseado pisa al fin el territorio español.
Gran regocijo para España, que vuelve a ver su ídolo, que tiene ya en su seno al objeto de sus sacrificios y de sus votos. Resuenan por todas partes cantos de júbilo. Las Cortes acuerdan erigir a orillas del Fluviá un monumento que señale a la posteridad el día fausto en que volvió Fernando a los brazos de sus leales españoles. Una comisión de diputados sale a felicitarle al camino a nombre de la representación nacional. El rey esquiva recibirla. ¿Qué significa este desdeñoso desaire? Nótase irse formando un negro nublado en el horizonte de esta nación ebria de gozo. ¿De qué proceden y qué auguran estos síntomas fatídicos en la ocasión en que todos los corazones debieran rebosar de entusiasmo?
Pronto se aclara el misterio. Numerosas prisiones se están ejecutando en la capital de la monarquía. Llénanse las cárceles públicas: muchos desgraciados van a poblar hediondos y fétidos calabozos. ¿Quiénes son estos desventurados? ¿Son criminales a quienes no puede alcanzar la real clemencia ni aún en días de expansión y de olvido? ¿Son por ventura los que hayan tenido la desgracia de ser traidores a la causa nacional? No: son ilustres miembros de la regencia, son los ministros constitucionales, son los más esclarecidos diputados de las Cortes, son los más distinguidos hombres de letras, son la flor y la gloria de España. ¿Quién ha ordenado la prisión de estos varones eminentes, que tanto se han afanado por entregar a su rey una nación grande, respetada, independiente y libre? Es Fernando VII rey absoluto de España, que tal se ha declarado a sí mismo. Publícase el famoso y tristemente célebre Manifiesto de 4 de mayo. Aquellas Cortes y aquella Constitución que los soberanos de Rusia, Suecia y Prusia, habían reconocido solemnemente por legítimas, las declara el rey de España nulas y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo.
EN 3 de mayo de 1814 hace Fernando su entrada pública en Madrid por en medio de arcos de triunfo. La parte fanática del pueblo le victorea con frenesí; sollozos y lágrimas vertían las familias de hombres ilustres que gemían en calabozos.
«Aborrezco y detesto el despotismo, había dicho Fernando en aquel Manifiesto célebre: ni las luces y cultura de las naciones de Europa lo sufre ya, ni en España fueron déspotas jamás sus reyes, ni sus buenas leyes y constitución lo han autorizado». Tras estas bellas palabras empeñaba la suya de gobernar con Cortes legítimamente congregadas, conforme a los antiguos y buenos usos del reino. Pero añadió a la ingratitud el engaño: y el que aborrecía y detestaba el despotismo, hizo enarbolar de nuevo el negro pendón inquisitorial abatido en Cádiz, y lanzó a los más ilustrados españoles a los presidios y a las áridas rocas de África. Tal fue el fruto que recogió la España de su gigantesco esfuerzo.
XVII
Triunfante la monarquía absoluta, pero difundidas las ideas de libertad; perseguidos, pero no desalentados los constitucionales; empeñada y no cumplida una real palabra; llorando unos la destrucción de lo pasado, y satisfechos otros con lo presente; empobrecida la nación con las profusiones antiguas y con los recientes dispendios de una guerra de seis años; apurado el público tesoro, y encomendada la administración a manos inhábiles; insurreccionadas las colonias de América, y privada de sus recursos la Metrópoli; disgustados muchos, exasperados algunos, contentos pocos, pásanse otros seis años del reinado de Fernando en sofocar conspiraciones y reprimir tentativas de los adictos al régimen constitucional.
Apeteciendo estos un cambio en la organización del estado, volvían naturalmente sus ojos al código de 1812, única bandera de su libertad que entonces se conocía. No se pensaba en sus imperfecciones, ni en si era el más acomodado y aplicable a la situación de España; y dado que se pensara en ello, olvidáronlo todo en gracia de simbolizar una época de glorias y de patriotismo mal correspondido. Este código era el que se invocaba siempre. Contestaba el monarca con cadalsos y con calabozos. Allí fueron a terminar una tras otra todas las tentativas.
Una insurrección militar proclamó otra vez aquella misma constitución, allá cerca de Cádiz, donde había nacido. Esta vez no pudo reprimirse el movimiento. Las ideas habían cundido, y las grandes poblaciones se levantaron en apoyo de la revolución militar. La capital de la monarquía siguió el mismo impulso, y Fernando juró aquella misma constitución que seis años antes había tan rudamente anatematizado. Hasta qué punto marcharan acordes en este juramento el corazón y los labios, la letra y el espíritu, la real conciencia y la real palabra, el juicio público lo caló pronto, y los sucesos lo mostraron después más claro.
Breve y efímero, agitado y proceloso fue este segundo período de gobierno constitucional. Todo conspiraba contra su afianzamiento. Las Cortes agriaron al clero y la nobleza, lastimando sus intereses y añejos privilegios con la ley sobre vinculaciones y la venta de los bienes monacales. El partido vencedor, embriagado con el gozo de haber pasado de los calabozos a las sillas del poder, de la roca Tarpeya al Capitolio, no supo contener el entusiasmo dentro de sus justos límites, y muchos se entregaron a ruidosas demostraciones y alharacas, y se propasaban a desacatos y desmanes que provocaban las iras de los vencidos, ofendían altos poderes, y predisponían a la venganza. Por su parte los realistas, o llevados del fanatismo, o instigados por las clases privilegiadas, comenzaron pronto a inquietar las provincias promoviendo la guerra civil, primero en pequeñas partidas armadas, en gruesas masas después, y conspirando siempre daban ocasión a medidas violentas por parte del gobierno y de las autoridades, o a demostraciones más violentas aún por la del partido dominante. Las exageraciones de las sociedades patrióticas alarmaban a los tímidos y desabrían más a los descontentos. Las sociedades secretas introducían el cisma entre los mismos amigos de la libertad. El gobierno estaba muchas veces en desacuerdo con las Cortes, a veces lo estaba con el trono mismo, y faltaba un poder moderador entre la corona y el elemento popular. Todo conspiraba; y acaso no era el menor de los conspiradores el rey mismo, que si no lo fue desde el instante de jurar la Constitución, por lo menos no le cogían de sorpresa ni las maquinaciones de dentro ni los designios de fuera.
No podía la Santa Alianza, en su vivísimo celo por el principio de la omnipotencia monárquica, consentir en España el triunfo de una revolución que se habían apresurado a imitar Nápoles, el Piamonte y Portugal; y aunque la anarquía interior no hubiera dado tanto pretexto a la intervención de las grandes potencias, creemos que de todos modos se hubiera resuelto en el congreso de Verona apagar un fuego que miraban como peligroso. ¿Se habría desarrugado el ceño de aquellos soberanos si el gobierno constitucional de España se hubiese prestado a las modificaciones que le proponían? ¿Se hubiera parado el rudo golpe si la contestación del gabinete español a las notas de los aliados hubiera sido menos altiva o menos adusta? La fogosidad de los ministros españoles no consintió esta prueba, y cien mil bayonetas vinieron a responder al arrogante reto.
Sucumbió, pues, por segunda vez la libertad en España en los mismos sitios que las dos veces le sirvieran de cuna. Pero en 1814 había bastado a ahogarla un simple decreto del rey: en 1823, fue necesario el auxilio de los cien mil nietos de San Luis. ¡Destino poco feliz, y misión nada envidiable la de la Francia! Las armas de Napoleón habían venido a arrebatar a España su independencia; las armas de Luis XVIII vinieron a arrancarle su libertad. Conducíanse del mismo modo con ella el poder de la revolución y el poder de la legitimidad. Las águilas y las lises le eran igualmente funestas.
No aplaudiremos nosotros los descomedimientos e irreverencias que en la fogosidad de las pasiones se permitieron algunos para con la majestad; pero tampoco hallamos modo de justificar o la inconsecuencia o la doblez del monarca en los últimos episodios de este drama de tres años. El prisionero de Cádiz no desmintió al prisionero de Valencey. Su proclama de 1.º de agosto en la ciudad española rebosaba el más encendido liberalismo, como los escritos de su pluma en la ciudad francesa le revelaban el bonapartista más apasionado. El 30 de setiembre ofrecía a los constitucionales todas las garantías apetecibles: el 1.º de octubre se proclamó otra vez rey absoluto, y anuló de una plumada todos los actos del gobierno que expiraba y todas las promesas reales. El decreto del Puerto de Santa María anunció que Fernando VII era el mismo hombre del decreto de Valencia, y el 4 de mayo de 1814 se reprodujo el 1.º de octubre de 1823 con augurios aún más siniestros.
Porque la reacción se ostentó implacable y espantosa. Había más resentimientos que vengar, y la gente fanática se mostró tan brutalmente rabiosa en sus venganzas, que Angulema y su ejército hubieron de avergonzarse de haber sido los instrumentos de una contrarrevolución tan bárbaramente desbordada. El mismo príncipe generalísimo quiso templar aquel furor salvaje dando por sí algunas garantías contra la arbitrariedad y los atropellos; pero clamaron contra tan humano pensamiento las nuevas autoridades españolas, y so pretexto de que usurpaba la soberanía del rey ahogaron la única voz de compasión y de filantropía que se atrevía a levantarse en favor de los oprimidos. El iracundo fanatismo del 23 se sublevaba hasta contra la caridad extraña. Atestáronse los calabozos de presos ilustres, y se dio abundante tarea a los verdugos. Declaróse una guerra de exterminio contra la raza liberal, como contra una raza maldita. La expiación alcanzaba a lodo lo más espigado de la sociedad. El más feliz era el que lograba ganar una frontera o entregarse a la aventura a los mares. Parecía que la humanidad había retrocedido veinte siglos.
Faltó al complemento de tan negro cuadro el restablecimiento de la Inquisición, por última vez abolida en el gobierno de los tres años. Solicitábalo con instancia el partido apostólico: pedíanlo con ardiente fanatismo autoridades y corporaciones, pero merced a la Santa Alianza misma, merced principalmente a la Francia que declaró explícitamente no consentirlo, nunca el monarca se prestó a ello. Hubo no obstante dos prelados tan locamente fanáticos que tuvieron la audacia de restablecer el Santo Oficio en sus diócesis por propia autoridad. En Valencia llegó a ejecutarse un auto de fe. El gobierno no le había autorizado, pero no lo castigó. A falta de inquisición religiosa se discurrió una inquisición política, y se inventó el sistema de las purificaciones, y se crearon comisiones militares, especie de inquisidores con galones y entorchados. Sometióse a purificación hasta a las mujeres que tenían opción a pensiones; los cómicos necesitaban purificarse para poder ejercer su profesión, y los lidiadores de toros tenían que acreditar plenamente no estar infectados de la lepra del liberalismo si habían de ser habilitados para el ejercicio público del arte. En los registros secretos de la policía se hallaba anotada una miserable mujer septuagenaria, hija y esposa de labradores, que no sabía leer ni escribir y que había sido calificada con la nota de: «mujer de mucha influencia por su fortuna; adicta al sistema constitucional; masona, y patriota exaltada sin comparación». No ha muchos años se conservaba archivado este singular proceso. Y en la Gaceta de Madrid de 30 de octubre de 1824 se publicaba la sentencia siguiente:
«Francisco de la Torre, de estado casado, de edad de cincuenta y cinco años, natural de Córdoba y vecino de esta corte, de oficio zapatero, Justo Damián, Joaquín del Canto, María de la Soledad Mancera, Dolores de la Torre, Ramón Fernández, Antonio Fernández, Francisco Susanuga, Roque Mirar (prófugo), Juan de la Torre y María del Carmen de la Torre: resultando estos procesados hallarse confesos y convictos del delito de tener en su casa colgado a la vista el retrato del rebelde Riego, y conservado el nefando folleto de la Constitución: vista la causa en 24 de setiembre último, ha sido condenado el Francisco a llevar pendiente del cuello el retrato hasta la plazuela de la Cebada de esta corte, para que presencie la quema pública del mismo retrato por mano del verdugo, y que además sufra la pena de diez años de presidio con retención: que la María Soledad Mancera, su mujer, en consideración a su sexo y a la culpa que resulta contra ella en la conservación del retrato del mismo Riego, y a la irreligiosidad que usó con una estampa de la Virgen nuestra Señora, sufra asimismo la de diez años de galera…». ¿Qué falta hacia la inquisición religiosa dónde la inquisición política se encargaba de resucitar los autos de fe, con sus procesiones, sus quemas en estampa y sus sambenitos?
Ocurrían por este tiempo del otro lado de los mares sucesos de alta importancia, no más prósperos, aunque de índole bien diferente. Nuestras colonias de América llevaban a cabo su emancipación de la metrópoli, y España perdía un mundo entero al mismo tiempo que su libertad: esta para volver un día a recobrarla; aquel para no volver a poseerle.
Aún no contentaba el despotismo reaccionario que siguió a la restauración del 23 al partido llamado apostólico, que no perdonaba a Fernando el crimen de no haber restablecido la Inquisición; desazonábale el que hubiera intentado modificar la organización de los voluntarios realistas, y no pudo sufrir una sombra de amnistía que el monarca se vio obligado a dar a los liberales. Comenzó, pues, el partido ultra-absolutista a conspirar contra el rey absoluto, encubiertamente primero, y a las claras después. A su vez los emigrados liberales, con más patriotismo que elementos, y con más ardor que prudencia, se lanzaban a tentativas temerarias y a arrojadas empresas para restablecer el gobierno constitucional. Prematuros planes, y como tales malogrados, que no producían otro fruto que dejar manchadas las playas y fronteras del reino con la sangre de aquellos acalorados patriotas, empeorar la suerte, ya harto desventurada, de sus amigos políticos, y hacer más osado y frenético al partido realista exagerado.
Con más elementos contaba este cuando promovió la insurrección de Cataluña, que se presentó imponente, terrible y audaz, como que la dirigía el Ángel exterminador, advocación la más adecuada al sistema de exterminio que constituía la base de la sociedad secreta que se engalanaba con aquel título. El clero predicaba en público de real orden contra la insurrección con patente tibieza; de secreto, aunque no con gran rebozo, atizaba fogosamente el furor de las bandas de la fe. Invocábanse ya abiertamente dos nombres que no eran ni Fernando ni absolutismo. Estos nombres eran Inquisición y Carlos. En aquel tribunal y en este príncipe veían ellos la encarnación viva de su partido.
La presencia del monarca en el teatro de la rebelión desconcertó a los rebeldes, y apagó un fuego que amenazaba devorar el trono. Los jefes de los insurrectos, después de admitidos a besar la real mano, eran llevados al patíbulo cuando menos lo esperaban. Los proclamadores de la Inquisición sucumbían inquisitorialmente. Solo se sabía el número de víctimas por el número de cañonazos y por las veces que se veía ondear un pendón negro sobre el torreón de una ciudadela. Lo demás lo sabía el conde de España, especie de Torquemada militar del siglo XIX.
Tampoco desistían de sus tentativas los emigrados liberales. Todos eran tenaces, y todos pagaban cara su impaciencia. Las playas de Málaga y las crestas del Pirineo volvieron a enrojecerse con la sangre de ilustres víctimas. Torrijos fue el más compadecido de los mártires porque fue el más impíamente engañado. Poco menos lo fue Mina, y poco le faltó para que las simpatías francesas de la revolución de julio le llevaran a un fin tan trágico como el de su generoso compañero.
Así procuraba Fernando, como observa un escritor contemporáneo, sostener entre opuestos partidos una balanza sangrienta, en cuyos platos echaba cabezas para equilibrarla el conde de España. Conspiradores de ambos bandos eran ejecutados con una impasibilidad igualmente fría. En el hecho de atentar contra su poder dábale lo mismo que vistieran el gorro frigio o el bonete teocrático; y lo mismo eran sacrificados Riego, el Empecinado, Manzanares y Torrijos, que Bessieres, Busols, Ballester, y el Padre Puñal. Propia conducta de quien tenía en el ministerio a Zea y Calomarde para que mutuamente se espiaran, de quien oponía a los Erro, los Eguía y los Aymerich, furiosos atizadores del despotismo, los Ofalia, los Ballesteros y los Zambrano, o moderados o tolerantes con los reformadores, que encargaba a Ugarte y Larrazabal que los vigilaran a todos cuidadosamente, y que sonriendo alternativamente a unos y a otros, se escudaba con todos y no obedecía a ninguno.
Es un período horrible de nuestra historia el de estos veinte años. Pero el movimiento progresivo de la razón humana tenía que salir victorioso de esta lucha sangrienta, y la Providencia lo dispuso así por una serie de combinaciones inesperadas, de aquellas que suele poner en juego cuando determina cambiar la condición de un pueblo.
La obra de la regeneración española que los hombres habían por tantos años contrariado y detenido, encomendósela a la belleza de una mujer y a la inocencia de una niña. El monarca a quien no habían conmovido las terribles escenas de tantas revoluciones, y a quien los sacrificios de tantos millares de hombres no habían ablandado, no pudo resistir a los encantos de una esposa cariñosa y tierna, que vino a reanimar su existencia achacosa, y a halagar con la esperanza de la paternidad a quien en los días de su robustez y juventud no había podido lograr fruto de sucesión de otras tres princesas con quienes sucesivamente había compartido el tálamo y el trono. Gran inquietud y zozobra causó este cuarto consorcio al partido apostólico, que contaba con la seguridad de ver pronto colocada la coronado Castilla en el hermano mayor del rey por falta de sucesión directa: gran manantial de esperanzas para el partido liberal, que instintivamente las cifraba todas en la joven princesa de Nápoles, y que se aumentaron y avivaron al saber que ofrecía síntomas de próxima maternidad.
El doble amor de esposo y de padre hizo a Fernando prever el caso del nacimiento de una princesa, y queriendo dejarle allanado el camino del trono, dio fuerza y sanción de ley a la pragmática-sanción de Carlos IV, que entonces era todavía un secreto, y al acuerdo de las Cortes de 1789, que derogaba el auto acordado de Felipe V, relativo a la sucesión de la corona. Cuando nació la princesa Isabel, encontró ya garantidos por la ley sus derechos al trono. El nacimiento de otra princesa a poco más de un año, acabó de aumentar el desconcierto y la desesperación del partido que ya se denominaba carlista, y que a pesar de todo ni reconocía el derecho ni cejaba en sus designios. Agraváronse los males del rey. La enfermedad tomó un carácter alarmante que hacía desesperar de su vida. Estos fueron los momentos que escogieron los hombres que blasonaban de religiosos para arrancar al moribundo monarca la resolución que apetecían.
En una alcoba del palacio de la Granja se iban a resolver los destinos futuros de una gran nación. Iba a decidirse la lucha entre el progreso de la razón humana y el retroceso de las ideas, entre la civilización y el fanatismo, entre la legitimidad y la usurpación, entre la inocencia y la hipocresía. Ciérnense y se agitan en torno al lecho del dolor en que yacía Fernando intrigas y amaños semejantes a los que rodearon el lecho mortuorio de Carlos II. Desigual era la lucha, interesante y patético el drama, tierna y horrible a un tiempo la escena. De una parte hombres osados, avezados a los manejos, ayudados de un extranjero audaz y de los directores de la conciencia de un monarca moribundo, cuyas facultades mentales turbaban ya las sombras de la muerte; de otra una esposa atribulada, fatigada por las vigilias, madre afligida y tierna, traspasado su corazón con el doble dardo de un esposo que va a fallecer y de dos inocentes hijas amenazadas de orfandad. Aquellos aterrando al augusto enfermo con las penas de otra vida, intimidando a la desolada madre con siniestras predicciones sobre ella y sobre sus hijas, si no se apresuraban a revocar el acta que las llamaba al trono: el rey no pensando sino en morir con conciencia tranquila, la reina no queriendo acibarar los últimos momentos de su esposo… ¿qué habían de hacer? Cristina consiente, Fernando traza con mano incierta y temblorosa sobre el documento que le presentan unos caracteres casi ilegibles que significan su asentimiento El triunfo del bando carlista parece consumado. Sobreviene al monarca un letargo profundo y parece haber dejado de existir, y Carlos recibe las felicitaciones y plácemes de los palaciegos.
Pero la Providencia da un nuevo y sorprendente giro al interesante drama que parecía terminado. El rey vivía… el que tantas veces había burlado a los partidos políticos en vida, los engañó con la muerte. Aún da lugar a que otra princesa de ánimo varonil y resuelto acuda de larga distancia con la velocidad del rayo a realentar los abatidos espíritus de los regios esposos. A la aparición de este personaje, que parece revestido de un poder mágico e irresistible, tiemblan los más atrevidos conspiradores; las palabras enérgicas que salen de su boca los humillan y anonadan. El testamento arrancado por sorpresa al moribundo monarca es rasgado en menudas piezas por las manos de una mujer. Un tanto repuesto el soberano de sus dolencias y de su asombro, trasmite el cetro de la monarquía a su tierna esposa para que la rija hasta el total restablecimiento de su salud. Desde este momento la escena cambia. Cristina abre con una mano las puertas de la patria a los liberales proscriptos, y con otro rompe los cerrojos con que los enemigos de las luces tenían cerrados los templos del saber.
Fernando recobrado de su enfermedad lo bastante para poder manejar el cetro, vuelve a empuñarle otra vez, y ratifica el acta de 1830. La tierna Isabel es jurada solemnemente princesa de Asturias y heredera del trono por las Cortes de la nación. Carlos protesta. Muere Fernando VII en 1833… Isabel es aclamada y reconocida como reina legítima de España. Comienza aquí una nueva era para la nación.
XVIII
Cuando al leve soplo de una brisa suave se ve caer derrumbado el árbol añoso y robusto, que parecía desafiar las tormentas y los huracanes, preciso es reconocer la intervención de un poder superior que da a los agentes secundarios una fuerza de acción desusada y que de las leyes naturales no se pudiera esperar. «Dios, hemos dicho en el principio de este discurso, cuando suena la hora de la oportunidad, pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas».
Todo lo había ido preparando por caminos en que tal vez los hombres de entonces no repararon bastante. Él fue sin duda el que cuando la existencia del monarca parecía más marchita le dotó de una sucesión que le había negado en los días de su mayor virilidad. Él quien permitió que el que tantas veces se había retractado en vida, en contra siempre de los hombres de unos principios, se retractara una vez en favor de ellos in articulo mortis, subsanando así en la muerte, si posible fuera, las contradicciones de la vida. No es esto solo.
Hallábanse de un lado todos los elementos de fuerza, del otro solo debilidad. De un lado la influencia y el poder, de muchos años ejercidos por hombres prácticos y sagaces, que contaban con un príncipe en edad sobradamente madura para poder manejar el cetro con propia mano, y dispuesto a realizar su reaccionario sistema: del otro dos princesas hermanas, y dos niñas inocentes; la flaqueza de la edad, y la flaqueza del sexo. De un lado el apoyo de medio millón de bayonetas; del otro el arrimo presunto de un partido debilitado por los infortunios, diezmado por los patíbulos, no muy numeroso entonces de suyo, y diseminado por extraños climas. Y con todo esto dejáronse arrebatar al poder de entre las manos los poderosos y armados de los desarmados y débiles. Y el árbol añoso y robusto, que parecía desafiar las tormentas y los huracanes, cayó derrumbado al suave soplo de una brisa ligera.
Al fallecimiento de Fernando, declaráronse abiertamente los partidarios del príncipe Carlos contra los derechos de la hija del monarca, y estalló la guerra civil. La de 1833 venía a ser una continuación de la de 1827. Aquellos innumerables voluntarios realistas, que cuando eran todopoderosos se habían dejado desarmar, en unas partes con escasa resistencia, en otras como flacas mujeres, fueron a engrosar las filas de la rebelión. Lo que no hicieron cuando eran cuerpos organizados, intentáronlo cuando eran solo individuos. Necesarios eran estos errores inconcebibles para que los que entonces eran todavía pocos triunfaran tiempo andando de los muchos. Agrupáronse a su vez los liberales en torno a la cuna de la hija de Fernando y en derredor de la bandera enarbolada ya por la viuda del rey. Cristina reclamó su auxilio y no podían negársele. Necesitábanse mutuamente, y hablaban en favor de esta unión la gratitud, el deber, la hidalguía y la conveniencia. Era la causa de dos reinas, inocente y tierna la una, bella y joven la otra. Era además la causa de las luces, de la civilización y de la libertad. Los enemigos de ellas habían abierto el combate, y la lucha fue aceptada.
Comprimido por dos sangrientas reacciones el gran principio de libertad que desde 1810 había ido sobreviviendo a las persecuciones y los infortunios, pugnaba por dilatarse. La resistencia se anunciaba terrible. Era por lo tanto insostenible en tal situación el sistema de inmovilidad y de statu quo que intentó plantear un ministro poco conocedor de la ley natural del movimiento y de la resistencia. Quiso por medio de un Manifiesto célebre tranquilizar a los dos partidos, y descontentó y desazonó a todos. Procuró disfrazar el absolutismo bajo formas menos odiosas, y dándole un nombre más bello que exacto; pero aún así se le reconoció, y fueron repudiados el autor y el sistema.
Reemplazóle otro ministro con el Estatuto Real, término medio entre la libertad y el absolutismo, concepción indefinible entre la ficción y la realidad, y que pareció un parto raquítico a los amigos de las reformas, y una nueva quimera en el estado en que ya los ánimos se encontraban. Proponiéndose su autor huir de las reminiscencias de la Constitución francesa de 1791 que se advertían en el código de Cádiz, cayó en el extremo opuesto, como si hubiera tomado por modelo la carta otorgada de la restauración, rasgada en las jornadas de julio. Sin cesar combatido el Estatuto desde su nacimiento, arrastró dos años de procelosa existencia, y cayó a impulsos de una revolución movida por los más fogosos liberales. Por tercera vez se aclamó la Constitución de 1812.
Brusca y desacatada fue la manera como se obtuvo el asentimiento de la reina regente: deplorables los excesos que en aquellos días de agitación se cometieron: digna de toda alabanza la sensatez con que se procedió a la revisión y modificación de aquel código político en cumplimiento de una condición impuesta. Desempeñaron esta delicada misión las Cortes constituyentes con más aplomo del que pudiera esperarse en época tan revuelta y enmarañada. Alzóse la Constitución de 1837 como una bandera de concordia en derredor de la cual habían de agruparse las diferentes fracciones de los amigos del gobierno representativo. Mucho menos monárquica que el Estatuto, pero mucho menos democrática que la del año 12, consignábase en ella el principio de las dos cámaras, y dejando regular ensanche al elemento popular, se robustecía al mismo tiempo el poder de la corona. Fue entonces saludada con demostraciones de universal beneplácito, y nadie en aquellos momentos, por suspicaz que fuese, calculaba ni presumía, ni sospechaba siquiera, que hubiera de alcanzar tan solo ocho años de vida, al cabo de los cuales había de elaborarse otra Constitución que reemplazara aquella, variando unos y conservando otros de sus principios fundamentales. La guerra civil había ido tomando colosales proporciones, y mientras la revolución política gastaba con rapidez constituciones y ministerios, la rebelión carlista con no menor rapidez consumía los recursos del estado y gastaba los generales de más reputación y prestigio. Un militar de inteligencia y de genio, que por un desabrimiento personal había pasado de las filas de la reina a las del príncipe pretendiente, había organizado y reducido a pie de ejército las que en un principio habían sido masas irregulares y bandas indisciplinadas. La muerte de este genio extraordinario fue una gran pérdida para los insurrectos. Pero el impulso estaba dado, y era ya tal su pujanza que en más de una ocasión obtuvieron ventajas sobre gruesos cuerpos del ejército nacional mandados por generales que pasaban por expertos y bravos. Mas no solía marchar en armonía la bravura y el acierto en los planes de campaña.
El tratado de la cuádruple alianza fue más aparatoso que eficaz. La diplomacia pudo fácilmente eludir compromisos, interpretando del modo que más le convenía las palabras de un texto que se prestaba maravillosamente a todas las versiones. Contentáronse las potencias signatarias con permitir que viniesen unas cortas legiones auxiliares a sueldo de España. Cuando se invocó su intervención, no se creyeron obligadas a tanto, y se recibió un desaire. Se pedía socorro, y contestaban con simpatías. En la asamblea de una de las naciones aliadas se pronunció un jamás que apesadumbró a muchos, pero que se convirtió en honra de España cuando se vio la lucha llevada a feliz remate sin extrañas intervenciones. Cargos de deslealtad o por lo menos de doblez, hacía a algunas de ellas la prensa diaria, y no sabemos hasta qué punto las podrá absolver de ellos la historia.
Algo humanizó el tratado Eliot una guerra que había comenzado con ruda ferocidad, no dándose cuartel los contendientes. Pero duró poco la templanza. Encrudeciéronse otra vez los partidos, y hombres de instintos dañinos, dueños accidentalmente de la fuerza, prevaliéndose de la turbación de los tiempos, se abandonaban a actos de bárbara fiereza al abrigo de la impunidad. Estremecen todavía los recuerdos de tantos sacrificios horrorosos, y parécenos resonar aún en nuestros oídos los ayes de tantas víctimas inmoladas por aquellos modernos vándalos, afrenta de la humanidad y del siglo, y deshonor de la causa que los contaba por defensores. Ni por eso disculpamos las demasías y crueldades, y las represalias imprudentes ejercidas a su vez por algunos de los que peleaban por la causa de la libertad y del trono legítimo. La civilización condena y la humanidad repugna tales monstruosidades, cualquiera que sea el que las ejecute u ordene. Y si algo puede, a fuer de españoles, ya que no consolarnos, atenuar por lo menos la pena de tan ingratos recuerdos, es la consideración de que en el corto período de convulsión política que posteriormente ha agitado la Europa, hemos visto a las naciones más civilizadas ser teatro de más execrables y repugnantes crímenes y en mayor número de los que mancharon el suelo español en siete años de mortífera y encarnizada pelea.
Naturalmente habían de abundar más los desmanes y excesos de parte de los rebeldes, en cuyas filas si bien militaban muchos hombres probos a fuer de generosos defensores de una causa que sus ideas y sus convicciones les representaban como la más justa, se alistaba además y se recogía, como en un receptáculo siempre abierto, toda la gente aviesa, que o mal hallada con la sujeción inherente al ejercicio de un arte mecánico o de una profesión lentamente lucrativa, o temerosa de los fallos de los tribunales, o viciada con la vagancia, o desesperada por la miseria, buscaba rápidos medros a favor del desorden y de la vida aventurera (tendencia que por desgracia ha distinguido siempre y parece innata a los hijos de nuestro suelo), y se arrimaba a una causa a cuya sombra tan fácil era cometer a mansalva despojos a que antes se daba otro nombre, y cuyos perpetradores se disfrazaban con dictados políticos, menos mal sonantes que los que en otro caso hubieran merecido.
Daba también a veces ocasión al descontento y alas a la insurrección, ya la falta de un buen orden administrativo, llaga que parece incurable en España, ya algunas medidas o impremeditadas o incompetentes de gobierno, que sin crear nuevos intereses lastimaban derechos antiguos, y sin captarse adictos engendraban desafectos. Repetíanse las sublevaciones militares y las conmociones populares, provocadas unas, sin apariencia de justificación otras. A veces una insubordinación militar inutilizaba o contrariaba una providencia saludable del gobierno; a veces por el contrario, la conducta de los gobernantes excitaba, o por lo menos suministraba pretexto al levantamiento de una o más ciudades, y se distraía la fuerza pública destinada a las operaciones de la guerra para emplearla en sofocar la sublevación desguarneciendo una línea de defensa. A veces mientras un general ganaba un importante triunfo sobre el enemigo, otro general se ponía a la cabeza de un motín; o mientras los milicianos nacionales defendían heroicamente sus hogares y sus vidas y daban ejemplos sublimes de bizarría y resolución en las poblaciones y en los campos, los jefes de los ejércitos se entretenían en promover un cambio de gabinete, o empleábanse los representantes del pueblo en debatir personales y fútiles altercados.
Alentaban igualmente a los enemigos de la libertad las escisiones y desacuerdos que muy pronto comenzaron a dividir a los hombres de la comunión liberal, que empezando por desconvenirse en cuestiones abstractas de política o en los medios de realizar las reformas, concluían por hostilizarse con encono, y parecía emplearse más en destruirse a sí mismos que en inutilizar los esfuerzos del enemigo común. Época de pasiones, como todas aquellas en que para regenerarse una sociedad pasa por un período de fermentación.
Por fortuna para los liberales, bullían iguales o parecidas discordias en el campo y en la corte carlista. La presencia del príncipe pretendiente en las provincias del Norte, núcleo y foco principal de la rebelión, si bien había alentado al pronto las masas, fáciles de fanatizar, sobre haberlas servido de no poco embarazo y estorbo, teniendo que distraer fuerzas y recursos para atender a los gastos y a la protección de una corte ambulante y nómada, había llevado tras sí un manantial perenne de rivalidades y de intrigas entre sus adeptos, sirviendo además para poner en evidencia su nulidad a los ojos de los más ilustrados de los suyos. Veían estos de mal ojo a su rey circundado siempre y supeditado por hombres fanáticos y por influencias monacales, y murmurábanle de ser él mismo más cortado para monje que para monarca. Así se fueron formando en aquella pequeña corte dos partidos que se miraban primero con desconfianza y desapego, después con ojeriza, y que trabajaban mutuamente por desconceptuarse, suplantarse y destruirse. A la cabeza del primero estaba el mismo príncipe, y componíanle los ultra-realistas, inquisitoriales y antiguos apostólicos: formaban el segundo los realistas más templados y menos fanáticos, los que hasta cierto punto transigían con las nuevas ideas, los más propensos a la tolerancia.
A pesar de todo, la insurrección llegó a tomar un vuelo imponente; cundió por todas las provincias de la monarquía; dominaba en algunas; amenazó una vez y puso en alarma a la misma capital del reino; y no fueron pocos los que en más de una ocasión concibieron serios temores y pusieron en tela de duda el éxito final de la contienda.
Pero la causa de la inocencia y de la civilización que milagrosamente se había salvado en el alcázar de los reyes, no estaba destinada a sucumbir en los campos de batalla. Las ideas habían derramado ya demasiada luz para que la ilustración pudiera ser vencida por las sombras del fanatismo.
Viose declinar la causa carlista desde que se frustró la temeraria tentativa sobre Madrid. La superioridad que iban tomando las armas constitucionales hizo desarrollarse mas los gérmenes de división que pululaban en los campamentos y en derredor de la diminuta corte de Oñate. Conocieron los menos obcecados la inutilidad de sus esfuerzos por sostener una lucha, larga en duración, costosa en sacrificios, estéril en resultados, y de cuyo término no tenían motivos para augurar favorablemente, y se formó un partido de jefes con tendencia a la paz y con disposiciones de aceptar una transacción. Penetraban estas ideas en las masas y cundían en los pueblos. Participaba de ellas el que mandaba en jefe el ejército realista.
Las discordias crecen, los partidos se enconan, la escisión estalla. Las sangrientas ejecuciones de Estella abren un abismo entre el desacordado príncipe y el osado caudillo de sus tropas, y entre los parciales de uno y otro. La pobreza de espíritu y las debilidades y contradicciones del príncipe con el audaz ejecutor de aquella tragedia terrible, acaban de desconsiderarle con los suyos. Triunfa el caudillo del ejército realista, y desde este momento le es fácil entenderse con el general en jefe de los ejércitos constitucionales. Las negociaciones se activan; la idea de paz gana prosélitos en las filas de uno y otro campo; celébranse pláticas; entáblanse tratos; ventílanse condiciones; se repiten las entrevistas; se ajusta el convenio; y el patético drama de la guerra civil termina con un desenlace tierno, noble y sublime en los campos de Vergara. Eran solo españoles los que se encontraban allí, españoles que se habían combatido enemigos y se abrazaban hermanos. Aquel abrazo afirmaba a una reina inocente y tierna en el trono de sus mayores que por espacio de seis años le había sido encarnizadamente disputado, y decidía el triunfo de la civilización y de la libertad. Voces de júbilo y cantos de regocijo resonaron en todo el ámbito de la monarquía.
A poco tiempo cruzaba el Pretendiente la frontera del vecino reino, a devorar su amargura en el lugar que al gobierno de la Francia le plugo señalarle.
Inútil fue la pertinacia con que los más tenaces defensores del carlismo intentaron prolongar todavía la guerra en algunas comarcas de la Península. El más feroz de sus caudillos viose igualmente forzado a buscar su salvación con el resto de sus terribles bandas del otro lado de la frontera española. En 1840 no quedaba en el territorio de la Península un solo carlista armado.
Ni han sido más felices las tentativas posteriormente ensayadas por algunos genios incorregibles para resucitar la causa que había muerto en los campos de Vergara.
Terminada la guerra civil, avivóse más la guerra política y de opiniones entre las diversas fracciones del partido vencedor. Que en las épocas de regeneración parece que el espíritu humano no acierta a vivir en el reposo, y busca, si no los tiene, incentivos que le agiten, y nuevas luchas en que gastar el exceso y sobreexcitación de su vitalidad.
Una cuestión de la ley municipal llevó la desavenencia del campo tranquilo de la discusión al terreno peligroso de la fuerza. En 1840 un movimiento popular imponente se proporcionó en favor de los hombres de más avanzadas ideas en materia de reformas, y en contra de los que en aquella sazón tenían el poder. Mantúvose del lado de estos últimos la Gobernadora del reino; declaróse por aquellos el general Espartero que mandaba los ejércitos, y echando su espada en la balanza acabó por darles el triunfo. Creyóse la reina madre en el deber de renunciar la regencia antes que ceder a la general sublevación, y dejando la guarda de sus augustas hijas confiada al patriotismo de los españoles, abandonó las playas de la Península y se ausentó del reino.
Las Cortes encomendaron la regencia vacante al afortunado general que había tenido la suerte de terminar la guerra civil, y a quien rodeaba entonces ancha aureola de prestigio. Confióse la tutela de las augustas huérfanas a un ilustre veterano de la libertad.
Lejos estuvo de ser tranquila la regencia del duque de la Victoria. Una conjuración militar se fraguó para derrocar al regente. Estalló, fue vencida y corrió en los cadalsos sangre ilustre. Adversarios y amigos lloraron la de un general bizarro cuya lanza había sido el terror de las huestes carlistas. La revolución devora sus propios hijos. Dos años más adelante se formó contra el gobierno del regente una coalición en que entraron hombres de diferentes y aún opuestos partidos, de buena fe unos, con ulteriores y encubiertos designios otros. Fuéseles adhiriendo el ejército, que en su mayor parte abandonó al regente Espartero, como tres años antes había abandonado a la Gobernadora Cristina, y Espartero a su vez tuvo que ausentarse de España como la madre de la reina. Los sacudimientos políticos no perdonan ni a los hombres eminentes salidos del pueblo ni a los vástagos y padres de reyes.
Vencedora la coalición, menor de edad la reina, la regencia de nuevo vacante, y no sosegada todavía la España, el gobierno provisional y las Cortes por él convocadas acordaron anticipar la mayoría dela reina, remedio muchas veces ya usado por la nación, para obviar conflictos en los casos de minoridades turbulentas.
Aunque el ministerio aclamado por la coalición antes y después del triunfo había salido de las filas de los hombres del progreso, desavenidos que fueron los coalicionistas pasó el poder a manos de los que se nombraban conservadores, ya por arte y maña de los unos, ya por incomprensible inercia y flojedad de los otros. Obra suya fue la reforma del código de 1837, o más bien la nueva Constitución de 1845. Resolvióse también el importantísimo punto del matrimonio de S. M. realizándose en un día la doble boda de la reina doña Isabel II y de la princesa su augusta hermana, no sin protesta y disgustos del gabinete de la Gran Bretaña, causa y raíz de algunas malas inteligencias que después entre los gobiernos de ambas naciones sobrevinieron.
Ha sido el alma de la situación creada en 1843, con breves intervalos, el general Narváez, duque de Valencia, hombre de nervio y de acción, y uno de los que contribuyeron más al triunfo del movimiento coalicionista de aquel año. Deben en gran parte los que desde entonces han regido los destinos de España a su actividad y su fortuna el haber sofocado o vencido los sacudimientos y perturbaciones de diversas índoles y tendencias que desde aquella época han acontecido en varios períodos y puntos de la Península, no sin que haya vuelto a correr sangre española en los campos, en las calles y en los patíbulos: deplorable fatalidad de las revueltas y agitaciones políticas.
XIX
Hemos apuntado con cuanta rapidez nos ha sido posible los hechos principales que han ido trayendo la España a la situación en que hoy se encuentra, cuidando de citar en lo perteneciente a las últimas épocas tan solamente aquellos sucesos consumados que ningún partido político puede negar, que nadie puede borrar ya de las tablas de los fastos españoles. En el tiempo en que estos sucesos se verificaban, nosotros, cumpliendo con un deber que a fuer de españoles amantes de nuestra patria nos habíamos impuesto, emitíamos diariamente nuestro juicio y los calificábamos según nuestro leal y humilde saber en escritos de bien diversa índole que el presente. Por espacio de más de diez años levantamos nuestra débil voz en defensa y vindicación de la ley, de la moralidad y de la justicia, no siempre acaso sin fruto, siempre animados de la mejor fe, jamás faltando a nuestra conciencia, aún en aquello en que tal vez pudiéramos como hombres equivocarnos más.
Hoy como historiadores tenemos deberes muy distintos que cumplir. Actos y sucesos que entraban bien en el dominio del periódico no pueden entrar todavía en el de la historia, si ha de presidir a esta la crítica desapasionada y la más estricta imparcialidad. Las consecuencias y resultados de los grandes acontecimientos políticos tardan en desarrollarse y en dar sus frutos saludables o nocivos, y no son las primeras impresiones las que deben servir de norma al fallo severo del historiador. ¡Cuántos acaecimientos de la historia antigua debieron parecer calamidades a los que entonces los presenciaban, y solo más tarde se vio que no habían sido sino en provecho de la humanidad!
Hay verdades y principios que tenemos por fundamentales y eternos. Pero las modificaciones de las formas no pueden ser históricamente juzgadas sin riesgo de equivocarse en su apreciación, hasta que sufren la prueba decisiva del tiempo. Por eso, así como ni debemos ni podemos juzgar del espíritu de un siglo o de una época remota por las ideas que dominan en el presente, seria igualmente aventurado calificar lo de hoy como lo más conveniente para mañana, cuando el tiempo y las combinaciones políticas han hecho tantas veces fallidos los cálculos humanos.
Por eso en nuestra obra, donde tenemos que ser más extensos y más explícitos como narradores y como analizadores, llegaremos hasta donde prudentemente creamos que puede extenderse la jurisdicción, el deber y la libertad del historiador, sin que consideraciones humanas, ni antojos propios, ni halagos ajenos, ni tentaciones de ningún linaje nos muevan a traspasar ni una línea los límites que nos habremos de prescribir.
Podemos, sí, anticipar sin inconveniente que en este último período de regeneración política, único que nos ha cogido en edad de poder aplicar nuestro humilde criterio a los hechos que hemos presenciado, hemos visto sucederse alternativamente en el poder hombres eminentes e ilustres, y también hombres oscuros de todos los partidos. Todos en nuestro entender, a vueltas de algunas reformas útiles y de algunas providencias beneficiosas, han cometido errores más o menos excusables, que han hecho más laboriosa y más imperfecta la obra de la regeneración. Nos contentáramos con que hubieran sido solo errores de entendimiento. Hemos visto nacer ambiciones, desarrollarse pasiones bastardas; hemos presenciado faltas de justicia, inobservancias e infracciones de ley. Gobernantes, legisladores, pueblos, clases, individuos, ¿quién podrá decir que no tiene algo de que acusarse? No nos toca fallar quiénes hayan pecado más. Deploramos los males, pero no nos han sorprendido. Habíamos leído ya bastante en la historia de la humanidad, sabíamos demasiado lo que en todos los pueblos y en todas las edades ha acontecido en períodos de agitación y de turbulencias políticas, para que pretendiéramos que los hombres de nuestra época, que nosotros mismos pudiéramos tener el privilegio de obrar ni pensar libres y exentos de las pasiones que en circunstancias análogas se desenvuelven siempre y son el patrimonio triste de la humanidad.
Estamos por lo tanto muy lejos de halagarnos con la idea lisonjera de que la sociedad y la época en que vivimos hayan alcanzado una condición tan ventajosa como la que nuestro natural deseo nos hace apetecer. Muchos y graves males tenemos que lamentar todavía. Lentos y penosos son los mejoramientos sociales, porque es larga también la vida de los pueblos. Mucho le falta todavía a la gran familia humana para llegará ese posible perfeccionamiento a que debe tenerla destinada el que la dirige y guía; mucho también a España, como parte de este todo social. Pero aliéntenos la confianza de que mejorará su condición. Cabalmente vivimos en un siglo en que la razón ha hecho grandes conquistas, y la razón humana no retrocede. Sufrirá combates y oscilaciones, contrariedades y vicisitudes: este es su destino; pero seguirá su marcha progresiva; este es su destino también. Si creemos que no hemos adelantado, volvamos la vista atrás, ojeemos la historia, meditemos las grandes catástrofes por que ha pasado la humanidad, y nos consolaremos.
Natural es que nos afecte mucho más la impresión de los males que vemos, que palpamos y que sentimos, que los recuerdos de otros mayores que les tocó sufrir a las generaciones que nos precedieron. Nos asusta el más ligero temblor de la casa en que nos albergamos, y leemos sin perturbación y sin susto los estragos de los terremotos en lejanas edades, y las devastaciones de apartados pueblos. Nos estremeceríamos con que retemblara ligeramente el pavimento de nuestro gabinete, y si pisáramos la tierra que cubre las ruinas de Pompeya, recordaríamos con una emoción melancólica cómo fue sumida una gran ciudad, pero no nos perturbaría el recuerdo.
Miremos, pues, a lo pasado para no afligimos tanto por lo presente, y por la contemplación de lo pasado y de lo presente aprendamos a esperar en lo futuro, sin dejar por eso de aplicar nuestros esfuerzos individuales para mejorar lo que existe. Ni juzguemos tampoco por un breve período de cortos años de la fisonomía social y de la índole de una época o de un siglo.
A los que demasiado impresionados por los males presentes juzguen que la razón no ha hecho adquisiciones en este mismo siglo, les contestaremos solamente, que siendo nosotros profundamente religiosos, siendo también tolerantes en política, por convicción, por temperamento y por moralidad, estando basada nuestra obra sobre los principios eternos de religión, de moral y de justicia, hace veinte años no hubiéramos podido publicar esta historia.