I
La humanidad vive, la sociedad marcha, los pueblos sufren cambios y vicisitudes, los individuos obran. ¿Quién los impulsa? ¿Es la fatalidad? ¿Hemos de suponer la sociedad humana abandonada al acaso, o regida solo por leyes físicas y necesarias, por las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin guía, sin objeto, sin un fin noble y digno de tan gran creación? Esto, sobre arrancar al hombre toda idea consoladora, sobre secar la fuente de toda noble aspiración, sobre esterilizar hasta la virtud más fundamental de nuestra existencia, la esperanza, equivaldría a suprimir todo principio de moralidad y de justicia, de bien y de mal, de premio y de castigo, seria hacer de la sociedad una máquina movida por resortes materiales y ocultos. Referiríamos impasibles los hechos, y nos dispensaríamos del sentimiento y de la reflexión. Veríamos morir sin amor y sin lágrimas al inocente, y contaríamos sin indignación los crímenes del malvado: mejor dicho, no habría ni criminales ni inocentes; unos y otros habrían sido arrastrados por las leyes inexorables de su respectivo destino, no habrían tenido libertad. Desechemos el sombrío sistema del fatalismo; concedamos más dignidad al hombre, y más altos fines al gran pensamiento de la creación.
Por fortuna hay otro principio más alto, más noble, más consolador, a que recurrir para explicar la marcha general de las sociedades, la Providencia, que algunos no pudiendo comprenderla han confundido con el fatalismo. Aún suponiendo que los libros santos no nos hubieran revelado esa Providencia que guía al universo en su majestuosa marcha por las inmensidades del tiempo y del espacio, nada mejor que la historia pudiera hacerla adivinar, enseñándonos a reconocerla por ese encadenamiento de sucesos con que el género humano va marchando hacia el fin a que ha sido destinado por el que le dio el primer impulso y le conduce en su carrera. Dado que el orden providencial fuera tan inexplicable como el fatalismo, le preferiríamos siquiera fuese solamente por los consuelos que derrama en el corazón del hombre la santidad de sus fines. El que trazó sus órbitas a los planetas, no podía haber dejado a la humanidad entregada a un impulso ciego.
Creemos, pues, con Vico, en la dirección y el orden providencial, y admitimos además con Bossuet, según en el prólogo apuntamos, la progresiva tendencia de la humanidad hacia su perfeccionamiento; y que este compuesto admirable de pueblos y de naciones diferentes, de familias y de individuos, va haciendo su carrera por el espacio inmenso de los siglos, aunque a las veces parezca hacer alto, a las veces parezca retroceder, hasta cumplir el término de la vida: es una pirámide cuya base toca en la tierra, y cuya cúspide se remonta a los cielos.
He aquí los dos grandes y luminosos fanales que nos han guiado en nuestra historia. De esta escala de Jacob procuramos servirnos para subir de los hechos a la explicación del principio, y para descender alternativamente a la comprobación del gran principio por la aplicación de los sucesos.
En esta marcha majestuosa, los individuos mueren y se renuevan como las plantas; las familias desaparecen para renovarse también; las sociedades se trasforman, y de las ruinas de una sociedad que ha perecido nace y se levanta otra sociedad nueva. Pasan esos eslabones de la cadena del tiempo que llamamos siglos: y al través de estas desapariciones, de estas muertes, y de estas mudanzas, una sola cosa permanece en pie, que marchando por encima de todas las generaciones y de todas las edades, camina constantemente hacia su perfección. Esta es la gran familia humana. «Todos los hombres, dijo ya Pascal, durante el curso de tantos siglos pueden ser considerados como un mismo hombre que subsiste siempre, y que siempre está aprendiendo». Gigante inmortal que camina dejando tras sí las huellas de lo pasado, con un pie en lo presente, y levantando el otro hacia lo futuro. Esta es la humanidad, y la vida de la humanidad es su historia.
Como en todo compuesto, así en este gigantesco conjunto cada parte que le compone tiene una función propia que desempeñar. Cada individuo, cada familia, cada pueblo, cada nación, cada sociedad ha recibido su especial misión, como cada edad, cada siglo, cada generación tiene su índole, su carácter, su fisonomía, todo en relación a la vida universal de la humanidad. ¿Cómo concurre cada una de estas partes a la vida y a la perfección de la gran sociedad humana? No es fácil ciertamente penetrar todas las armonías secretas del universo. Entre muchas relaciones que se comprenden, escápanse otras infinitas a la sagacidad del entendimiento humano. A veces un acontecimiento grande, ruidoso, universal, revela a las naciones que a él han cooperado el objeto y fin de su marcha anterior, hasta entonces de ellas mismas desconocido. No extrañamos que esto fuese ignorado de los antiguos, porque faltaban los lecciones prácticas de los grandes ejemplos; pero hoy la humanidad ha vivido ya mucho, ha salido de su menor edad, ha visto y sufrido muchas trasformaciones, y ha podido apercibirse de su destino, y aprender en lo conocido las conexiones secretas de lo que le resta por conocer. Pongamos un ejemplo.
Una generación antigua, dividida en grupos de naciones, avanzaba hacia un fin que conocía solo el que guiaba secretamente el movimiento, al modo que las legiones de un gran ejército concurren a un punto dado por caminos y direcciones diferentes para encontrarse reunidas en un mismo día, sin que nadie penetre el objeto sino el general en jefe que ha dispuesto aquella combinación de evoluciones. Ocurrió la proclamación del cristianismo en las naciones del mundo y la gran catástrofe de la caída del imperio romano. Y entonces pudieron conocer los pueblos de la antigüedad que todos habían contribuido sin saberlo a aquella grande obra de la regeneración humana. Entonces pudo penetrar el filósofo que no en vano la Providencia había colocado la cabeza de aquel imperio en el centro del Mediterráneo, que no en vano había dotado al pueblo-rey de aquel espíritu incansable de conquista; porque era necesario un poder, que poniendo en comunicación todos los territorios, todas las naciones mediterráneas, conquistador primero y civilizador después, difundiera por todas aquellas regiones un mismo lenguaje, una misma religión, un mismo derecho. Necesario era que se desplomara aquel grande imperio al soplo del cristianismo; necesario era que la Italia, las Galias, la España, el África, la Grecia, el Asia Menor, la Siria, el Egipto, la Judea, que después de estar sometidos el judaísmo y el politeísmo a una sola voluntad, presenciaron aquella general trasformación, para que el mundo antiguo se convenciera de que llevaba en sí el secreto defecto de un principio insuficiente para sostener la vida, y de que si el género humano había de seguir marchando hacia su perfección necesitaba ya de otra religión, de otra civilización, de otra vida.
Tenemos, pues, fe en el dogma de la vida universal del mundo, que se alimenta de la vida de todos los pueblos, de todas las regiones, de todas las castas, y de todas las edades. Que cuando la vida humana ha gastado su alimento en unos climas, pasa a rejuvenecerse en otros donde halla savia abundante. Que cada edad que pasa, cada trasformación social que sucede, va dejando algo con que enriquecer la humanidad, que marcha adornada con los presentes de todas. Levántase a veces un genio exterminador, y el mundo presencia el espectáculo de un pueblo que sucumbe a sus golpes destructores; pero de esta catástrofe viene a resultar, o la libertad de otros pueblos, o el descubrimiento de una verdad fecundante, o la conquista de una idea que aprovecha a la masa común del género humano. A veces una creencia que parece contar con escaso número de seguidores, triunfa de grandes masas y de poderes formidables. Y es que cuando suena la hora de la oportunidad, la Providencia pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas. A veces pueblos, sociedades, formas, suelen desaparecer a los sentidos externos; y es que la vida social ha alcanzado bajo nuevas formas y en nuevas alianzas el siguiente período de su desarrollo, y nuevas generaciones van a funcionar con más robusta vida en el mismo teatro en que otras perecieron.
Creemos pues también en la progresiva perfectibilidad de la sociedad humana, y en el enlace y sucesión hereditaria de las edades y de las formas que engendran los acontecimientos, todos coherentes, ninguno aislado, aún en las ocasiones que parece ocultarse su conexión. Para nosotros es una gran verdad el célebre dicho de Leibnitz: «Lo presente, producto de lo pasado, engendra a su vez lo futuro».
Líbrenos Dios de acoger la desconsoladora idea del continuo deterioro de nuestra especie, que formuló Horacio diciendo: «La edad de nuestros padres, peor que la de nuestros abuelos, nos produjo a nosotros, peores que nuestros padres, y que daremos pronto el ser a una raza más depravada que nosotros».
Ætas parentum, pejor avis, tullit
Nos nequiores, mox daturos
Progeniem vitiosiorem.
Idea que descubre la imperfección de la filosofía pagana. Nosotros repetimos con un filósofo cristiano: «Es la misión de los siglos modernos adelantar y luchar, y si la palabra de Dios no es engañosa, irá desarrollándose y realizándose cada vez más la ley del amor y de la justicia; y como en ella consiste asimismo él perfeccionamiento del orden moral, será infalible el progreso, porque habrá venido a ser la ley natural de la humanidad».
Tan lejos estamos de creer en el empeoramiento sucesivo de la raza humana, que no veríamos con complacencia volver los tiempos del mismo Horacio. Con todos los males que sentimos, con todas las miserias que lamentamos, no cambiaríamos la edad presente por las que la precedieren, salvos cortos y parciales períodos de pasajera felicidad, que habrán sido el estado excepcional de un pueblo, no la condición normal del mundo. Aunque una historia universal lo probaría mejor, la de España lo acreditará cumplidamente.
Si no temiéramos hacer de este discurso una disertación filosófico-moral, expondríamos cómo entendemos nosotros la conciliación del libre albedrío con la presciencia, y cómo se conserva la libertad moral del hombre en medio de las leyes generales e inmutables que rigen el universo bajo la culta acción de la Providencia. Pero no es ocasión de probar; nos contentamos con exponer nuestros principios, nuestro dogma histórico. Y anticipadas estas ideas, que hemos creído oportuno indicar para que se conozca el punto de vista bajo el cual consideramos la historia, creemos llegado el caso de circunscribirnos a la particular de España, objeto de nuestros trabajos, y de echar una ojeada general sobre cada una de sus épocas, para ver cómo se fue formando en lo material y en lo político esto que hoy constituye la monarquía española.
II
Si la estructura de este compuesto sistemático de territorios que nombramos Europa revela el grandioso plan del Criador para la gran ley de la unidad en la variedad; si esas divisiones geográficas parecen hechas y concertadas para que dentro de cada una de ellas pueda encontrar cada sociedad las condiciones necesarias para una existencia propia; si aún suponiendo la Europa ocupada por un solo pueblo habríamos de ver tendencias irresistibles a la partición de esta gran república en grupos distintos, que aspiraran a formar cada cual una nacionalidad aparte; ¿quién no descubre en la situación geográfica de España la particular misión que está llamada a cumplir en el desarrollo del magnífico programa de la vida del mundo? Cuartel el más occidental de Europa, encerrado por la naturaleza entre los Pirineos y los mares, divididas sus comarcas por profundos ríos y montañas elevadísimas, como delineadas y colocadas por la mano misma del grande artífice, parece fabricado su territorio para encerrar en sí otras tantas sociedades, otros tantos pueblos, otras tantas pequeñas naciones, que sin embargo han de amalgamarse en una sola y común nacionalidad que corresponda a los grandes límites que geográficamente le separan del resto de las otras grandes localidades europeas. La historia confirmará los fines de esta física organización.
Así desde que los primeros pobladores se derraman por las varias zonas de su territorio, al paso que se van asentando en sus diferentes comarcas, la variedad del clima y de las producciones de cada suelo, la dificultad que el terreno presenta para mantener relaciones entre las familias que se segregan, los hace ir contrayendo hábitos y ocupaciones diferentes. Intereses locales diversos, muchas veces encontrados, aflojan los vínculos sociales entre la familia común, al tiempo que ligan y estrechan los de los moradores de cada localidad. Grupos primero, tribus después, pueblos y naciones más adelante, llegan a guerrear entre sí, o por la necesidad de ensancharse, o por incompatibilidad de intereses, o por rivalidades que siempre se suscitan entre vecinos pueblos, tratándose como extraños, y olvidándose al parecer de su común origen. Pero en medio de esta diversidad de tendencias y de genios, se conserva siempre un fondo de carácter común, que se mantiene inalterable al través de los siglos, que no bastan a extinguir ni guerras intestinas ni dominaciones extrañas, y que anuncia habrá de ser el lazo que unirá un día los habitantes del suelo español en una sola y gran familia, gobernada por un solo cetro, bajo una sola religión y un sola fe. Y cuando con el trascurso de los tiempos se cumple este destino providencial del pueblo español, entonces conservando la España su fisonomía especial, se desarrolla su vida en orden inverso. Antes, al través del fraccionamiento y de la variedad manteníase vivo un fondo de carácter que recordaba la identidad del antiguo origen y hacía presagiar la unidad futura; después, en medio de la unidad conservan los pueblos sus especiales y primitivos hábitos, y con el recuerdo de lo que fueron, las tendencias al aislamiento pasado. Antes la unidad en la variedad, después la variedad en la unidad. Pueblo siempre uno y múltiple, como su estructura geográfica, y cuya particular organización hace sobremanera complicada su historia, y no parecida a la de otra nación alguna.
Y a pesar de tener tan en relieve designados sus naturales límites, jamás pueblo alguno sufrió tantas invasiones. El Oriente, el Norte y el Mediodía, la Europa y el África, todos se conjuran sucesivamente contra él. Pero tampoco ninguno ha opuesto una resistencia tan perseverante y tenaz a la conquista. A fuerza de tenacidad y de paciencia acaba por gastarlos a todos, y por vivir más que ellos.
El valor, primera virtud de los españoles, la tendencia al aislamiento, el instinto conservador y el apego a lo pasado, la confianza en su Dios y el amor a su religión, la constancia en los desastres y el sufrimiento en los infortunios, la bravura, la indisciplina, hija del orgullo y de la alta estima de sí mismo, esa especie de soberbia, que sin dejar de aprovechar alguna vez a la independencia colectiva, le perjudica comúnmente por arrastrar demasiado a la independencia individual, germen fecundo de acciones heroicas y temerarias, que así produce abundancia de intrépidos guerreros, como ocasiona la escasez de hábiles y entendidos generales, la sobriedad y la templanza, que conducen al desapego del trabajo, todas estas cualidades que se conservan siempre, hacen de la España un pueblo singular que no puede ser juzgado por analogía. Escritores muy ilustrados han incurrido en errores graves y hecho de ella inexactos juicios, no imaginando que pudiera haber un pueblo cuyas condiciones de existencia fuesen casi siempre diferentes, muchas veces contrarias a las del resto de Europa.
¿Qué más? Como si la Providencia hubiera querido hacer resaltar del modo más visible el destino especial de esta península, colocó al lado del pueblo más vivo y más impaciente, el más bien hallado con sus antiguos hábitos; al lado del más descontentadizo y dado a las novedades, el menos agitado por los cuidados del porvenir; de la nación más activa y más voluble, la menos aficionada a crearse nuevas y facticias necesidades: como si estuviesen destinados los dos vecinos pueblos, Francia y España, a contrabalancear la impetuosa fogosidad del uno con la fría calma del otro, o a alentar el instinto estacionario de este con el afán innovador de aquel. ¡Cuántas veces ha influido en bien de la vida universal de la humanidad este carácter compensador de los dos pueblos más occidentales de Europa!
Y no obstante, cuando este país, habitualmente inactivo, rompe su natural moderación, y rebosando vida y robustez se desborda con un arranque de impetuosidad desusada, entonces domina y sujeta otros pueblos sin que baste nada a resistirle, descubre y conquista mundos, aterra, admira, civiliza a su vez, para volver a encerrarse en sus antiguos límites, como los ríos que vuelven a su cauce después de haber fecundado en su desbordamiento dilatadas campiñas.
Mas el apego a lo pasado no impide a la España seguir, aunque lentamente, su marcha hacia la perfectibilidad; y cumpliendo con esta ley impuesta por la Providencia, va recogiendo de cada dominación y de cada época una herencia provechosa, aunque individualmente imperfecta, que se conserva en su idioma, en su religión, en su legislación y en sus costumbres. Veremos a este pueblo hacerse semi-latino, semi-godo, semi-árabe, templándose su rústica y genial independencia primitiva con la lengua, las leyes y las libertades comunales de los romanos, con las tradiciones monárquicas y el derecho canónico de los godos, con las escuelas y la poesía de los árabes. Verémosle entrar en la lucha de los poderes sociales que en la edad media pugnan por dominar en la organización de los pueblos. Veremos combatir en él las simpatías de origen con las antipatías de localidad; las inmunidades democráticas con los derechos señoriales, la teocracia y la influencia religiosa con la feudalidad y la monarquía. Verémosle sacudir el yugo extranjero, y hacerse esclavo de un rey propio; conquistar la unidad material, y perder las libertades civiles; ondear triunfante el estandarte combatido de la fe, y dejar al fanatismo erigirse un trono. Verémosle más adelante aprender en sus propias calamidades y dar un paso avanzado en la carrera de la perfección social; amalgamar y fundir elementos y poderes que se habían creído incompatibles, la intervención popular con la monarquía, la unidad de la fe con la tolerancia religiosa, la pureza del cristianismo con las libertades políticas y civiles; darse, en fin, una organización en que entran a participar todas las pretensiones racionales y todos los derechos justos. Veremos refundirse en un símbolo político así los rasgos característicos de su fisonomía nativa como las adquisiciones heredadas de cada dominación, o ganadas con el progreso de cada edad. Organización ventajosa relativamente a lo pasado, pero imperfecta todavía respecto a lo futuro, y al destino que debe estar reservado a los grandes pueblos según las leyes infalibles del que los dirige y guía.
¿Cómo ha ido pasando la España por todas estas modificaciones? ¿Cómo ha ido llegando el pueblo español al estado en que hoy a nuestros ojos se presenta? ¿Cómo se ha ido desarrollando su vida propia y su vida relativa? Echemos una ojeada general por su historia: examinemos rápidamente cada una de sus épocas.
III
El Asia, cuna y semillero de la raza humana, surte de pobladores a Europa. Tribus viajeras, que a semejanza del sol caminan de Oriente a Occidente, vienen también a asentarse en este suelo que tomó después el nombre de España. Los primeros moradores de que las imperfectas y oscuras historias de los más apartados tiempos nos dan noticia, son los Íberos.
Pero otra raza de hombres viene a turbar a los Íberos en la pacífica posesión de la península. Los Celtas, hombres de los bosques, no tardan en chocar con los Íberos, hombres del río. Mas, o demasiado iguales en fuerzas para poderse arrojar los unos a los otros, o conocedores en medio de su estado incivil de sus comunes intereses, acaban por aliarse y formar un solo pueblo bajo el nombre de Celtíberos. Acaso prevalezca el carácter ibérico sobre el celta, y le imprima su civilización relativa. Y aunque las dos primitivas razas conserven algunos rasgos distintivos de su carácter, sus cualidades comunes, tales como nos las pinta Estrabón en el monumento que arroja más luz sobre aquellos tiempos ante-históricos, son el valor y la agilidad, el rudo desprecio de la vida, la sobriedad, el amor a la independencia, el odio al extranjero, la repugnancia a la unidad, el desdén por las alianzas, la tendencia al aislamiento y al individualismo, y a no confiar sino en sus propias fuerzas.
Los íberos y los celtas son los creadores del fondo del carácter español. ¿Quién no ve revelarse este mismo genio en todas las épocas, desde Sagunto hasta Zaragoza, desde Aníbal hasta Napoleón? ¡Pueblo singular! En cualquier tiempo que el historiador le estudie encuentra en él el carácter primitivo, creado allá en los tiempos que se escapan a su cronología histórica.
Menester era, no obstante, que la civilización de otros pueblos más adelantados viniera a suavizar algún tanto la ruda energía de aquellos primeros pobladores. La Biblia había elogiado el oro de Tharsis, y creíase que los Campos Elíseos de Homero eran las riberas del Betis. Alicientes eran estos que no podían dejar de excitar la codicia de los especuladores fenicios, los más acreditados navegantes de su tiempo, y pronto se vio a los bajeles tirios aportar a las playas meridionales de España. El litoral de la Bética se abre sin dificultad a aquellos mercaderes inofensivos, que parece no vienen a hostilizar el país, sino a erigir un templo a Hércules, y a cambiar artefactos desconocidos por un oro cuyo precio tampoco conocen los naturales. Ellos avanzan, establecen factorías de comercio, explotan minas, trasportan las riquezas a Tiro, y dejan a los íberos algunas mercancías y las primeras semillas de una civilización.
Resonaba ya en Grecia la fama de las riquezas de nuestra península, y a su vez los griegos de Rodas, los de Zante y los focenses, acuden a este suelo afortunado; fundan a Rosas, Sagunto, Denia y Ampurias, y enseñan a los españoles el culto de Diana y el alfabeto de Cadmo, aprendido de los fenicios y modificado por ellos. Tampoco oponen los naturales gran resistencia a los nuevos colonizadores, porque hasta ahora solo han experimentado los dos más suaves sistemas de civilización, el del comercio y el de las letras.
Pero no tardan los fenicios en inspirar recelos a los indígenas, que apercibidos de su credulidad, y viendo de mal ojo la arrogancia de aquellos, y el ascendiente que les permite tomar su excesiva opulencia, comienzan a dar las primeras muestras de su humor independiente y altivo, y no dejan gozar de reposo a los colonos de Cádiz, guerreándolos y hostigándolos sin piedad. Los gaditanos en su apuro acuden en demanda de auxilio a sus hermanos de Cartago, colonia también de Tiro e hija suya emancipada, que habiendo asesinado a su madre por heredarla, no es extraño que se propusiera matar también a su hermana de Cádiz fingiéndose su protectora.
El ataque de los españoles a los fenicios es la primera protesta seria de su independencia; la venida de los cartagineses, el primer anuncio de las rudas pruebas que los aguardan; y la expulsión de los fenicios por sus hermanos de Cartago, el primer ejemplo que en España se ofrece de cómo los auxiliadores invocados suelen trocarse en dominadores y enemigos. En nuestra historia veremos cuán fácilmente olvidan los hombres estos aleccionamientos.
En efecto, apenas sientan los cartagineses su planta en España, estos mercaderes y guerreros sin corazón, atacan igualmente a fenicios, a griegos y a indígenas. A beneficio de la antigüedad y superioridad de sus armas subyugan el litoral, brecha siempre abierta a la invasión; pero no penetran en el inmenso laberinto de la España central sin tener que sufrir serios choques y obstinada resistencia de parte de un pueblo rudo, pero libre. La lucha dura siglos enteros, y Cartago conquista pero no domina.
Difirióse la conquista de España mientras la república entretenía sus ejércitos en las guerras de Sicilia y de África. Pero el león de Numidia, que no ha cesado de atisbar su presa en España, no esperaba sino una ocasión oportuna para lanzarse sobre ella. Preséntase esta ocasión después de la primera guerra púnica, y Cartago, que medita resarcirse en España de sus pérdidas de Sicilia, desemboca en ella sus mayores ejércitos y sus mejores generales. El genio de la conquista se encontró con el genio de la resistencia, y a Aníbal, el mayor guerrero del siglo, respondió Sagunto, la ciudad más heroica del mundo. De las ruinas humeantes de Sagunto salió una voz que avisó a las generaciones futuras de cuánto era capaz el heroísmo español. Trascurridos millares de años, el eco de otra ciudad de España, y con ella todo el pueblo, respondió a la voz de Sagunto, mostrando que al cabo de veinte siglos no había sido olvidado su alto ejemplo.
Roma aparece a su vez en nuestro suelo. Pero no viene a socorrer a Sagunto su aliada. Se le ha pasado el tiempo en meditarlo, y es tarde. Viene a distraer a sus rivales los cartagineses, que amenazaban acabar con el poder romano en el corazón mismo de la república, y desde entonces queda señalada, y como de mutuo y tácito acuerdo elegida esta región para teatro sangriento en que las dos más poderosas y eternamente enemigas repúblicas se han de disputar el imperio del mundo. Tratábase de decidir en esta lucha si la esclavitud del género humano saldría del senado de Cartago o del de Roma. Los españoles, en vez de aliarse entre sí para lanzar de su suelo a unos y a otros invasores, se hacen alternativamente auxiliares de los dos rivales contendientes, y se fabrican ellos mismos su propia esclavitud. Es el genio íbero, es la repugnancia a la unidad y la tendencia al aislamiento el que les hace forjarse sus cadenas. Hombres individualmente indomables, se harán esclavos por no unirse. Los veremos tenaces en conservar sus virtudes como sus defectos. Las mismas causas, los mismos vicios de carácter y de organización traerán en tiempos posteriores la ruina de España, o la pondrán al borde de su pérdida.
Decídese después de largas luchas en los campos españoles que el cetro del mundo pertenecerá a Roma. La cuestión no la resuelven ni la superioridad de las armas romanas sobre las cartaginesas, ni la de los talentos de Escipión sobre los de Aníbal. Resuélvenla los españoles mismos, que más simpáticos hacia los romanos, porque han tenido el artificio de presentarse más nobles y generosos hacia ellos, se identifican más con su causa, y les prestan mayor y más eficaz auxilio. Roma triunfa, y los cartagineses son expulsados de España. Quedaron aquí las cenizas de Amílcar y de Asdrúbal, y muchos testimonios de la fe púnica. Por lo demás, ni una institución política, ni un pensamiento filantrópico, ni una idea humanitaria. Pasó su fugitiva dominación como aquellos meteoros que destruyen sin fecundar.
Escipión victorioso, pasa a Roma a dar gracias a Júpiter Capitolino. Escipión se creyó dueño de España con la expulsión de los cartagineses, y no había hecho sino vencer a Cartago en España. Lisonjeábase de haber añadido una provincia más al imperio, y se equivocó en doscientos años. Ni Escipión ni el senado pudieron imaginarse entonces que habían de pasar dos siglos antes de poder llamar a España provincia de Roma.
Ciertamente si todos los romanos hubieran sido Escipiones, si todos se hubieran conducido como el generoso vencedor de Cartagena, nada más fácil a Roma amiga que haberse convertido en Roma señora. Mas cuando los españoles se vieron tratados, no como aliados o amigos, sino como pueblo conquistado; cuando se vieron sometidos a una serie de avaros procónsules y de pretores codiciosos, explotadores procaces de sus riquezas, con un sistema regularizado de exacciones y de rapiñas en más ancha escala que las habían ejercido los cartagineses, entonces se apercibieron de su decepción, resucitó el innato y fiero humor independiente de los indígenas, y dio principio la guerra de resistencia, cadena perpetua de sumisiones y de rebeliones siempre renacientes, que comenzó por los ilergetes y acabó dos siglos después por los cántabros y astures, y que costó arroyos de sangre a los españoles y ríos de sangre a los romanos.
¡Cosa singular! Aquellos españoles que enseñaron al mundo de cuánto era capaz el genio de la independencia, ayudado del valor y de la perseverancia, no pudieron aprender ellos mismos la más sencilla de todas las máximas, la fuerza que da la unión. O tan desconocido, o tan opuesto era a su genio este principio de que un estado moderno ha hecho su símbolo nacional.
Viriato, ese tipo de guerreros sin escuela de que tan fecundo ha sido siempre el suelo español, que de pastores o bandidos llegan a hacerse prácticos y consumados generales; Viriato derrota cuantos pretores o cónsules y cuantas legiones envía Roma contra él. Pero los españoles, en vez de agruparse en derredor de la bandera de tan intrépido jefe, permanecen divididos, y Viriato pelea aislado con sus bandas. Aún así desbarata ejércitos, y hace balancear el poder de la república, que en su altivez no se avergüenza de pedirle la paz; y no sabemos donde hubiera llegado, si la traición romana no hubiera clavado el puñal asesino en el corazón del generoso guerrero lusitano. ¿Qué fuera si le hubiera ayudado el resto de los españoles?
Numancia, la inmortal Numancia, que probó con su ejemplo lo que nadie hubiera creído, a saber, que cabía en lo posible exceder en heroísmo y en gloria a Sagunto; Numancia, terror y vergüenza de la república, vencedora de cuatro ejércitos con un puñado de valientes, Numancia, cuando se ve apurada, aunque no combatida, por el formidable ejército de Escipión, demanda socorro a sus vecinos; sus mandatarios le imploran de pueblo en pueblo, pero en vez de auxilio eficaz encuentran solo una compasión estéril, y Numancia se defiende sola y entregada a sus propias y escasas fuerzas. Así con todo, el mundo duda por algún tiempo cuál de las dos será la vencedora y cuál la vencida, si Roma o Numancia, si la señora del orbe o la pobre ciudad de la Celtiberia. ¿Qué hubiera sido pues de Roma y de los romanos, si los jamás confederados españoles hubieran unido sus fuerzas, aisladamente formidables, en torno del guerrero o de la ciudad, de Viriato o de Numancia?
Pero si los españoles, entonces medio inciviles, no aprendieron en dos siglos de costosa prueba a emplear el medio de la unión que hubiera podido darles el triunfo, aún es más de maravillar que la civilizada Roma no empleara a su vez otro medio de conquista más suave, más pronto y más seguro que el de las armas, y más económico de sangre y de esfuerzos, el de ganar los corazones de los españoles con la generosidad.
Aníbal había fingido amarlos, y fue la causa de que a pesar del sacrificio de Sagunto le siguieran aquellos españoles que le dieron los triunfos de Trasimeno y Cannas. Los Escipiones hallaron auxiliares donde quiera que supieron buscar amigos, y ganando primero los corazones de los españoles, ganaban después batallas a los cartagineses. Más tarde Sertorio, proscrito romano, busca un asilo en España, estudia el carácter de este pueblo, tan indomable por el rigor como fácil de ganar por la dulzura, le encuentra agriado por las injusticias de Roma, le acaricia, halaga el orgullo nacional, se muestra justo y benéfico, y captándose el afecto de los naturales, acuden estos en masa en derredor de un hombre, que en el hecho de ser generoso y justo ha dejado de ser para ellos extranjero. El proscrito de Sila se encuentra al poco tiempo en actitud de desafiarla república, y a punto de emancipar la España o de hacer de ella una segunda Roma. Y si no se completó su obra, fue porque Sertorio tuvo la virtud y el defecto de no acabar de hacerse español y no querer dejar de ser romano. A pesar de esto, Sertorio perece víctima de la negra traición de un general, romano como él, y los soldados españoles llevan su fidelidad al jefe extranjero hasta el punto de darse la muerte por no sobrevivirle.
Tal había sido constantemente su conducta. Y sin embargo de estos ejemplos, Roma siempre ciega, no aprendió nunca a ser generosa, como España, siempre crédula y siempre fraccionada, no aprendió nunca ni a desconfiar ni a unirse. Ni Roma ni España aprendieron lo que les convenía, y estuvieron 200 años destrozándose sin conocerse.
Venció por último el número al valor, y se decidió en los campos ibéricos que Roma quedaba señora de España y del mundo. Restaba saber a cuál de los jefes que representaban las parcialidades o bandos que dentro de la misma república se disputaban el cetro de la universal dominación, le quedaría esta adjudicada. También tuvo España el triste privilegio de ser el teatro escogido para el desenlace de este drama largo y sangriento. Los españoles, incorregiblemente sordos a la voz de la unidad, fáciles en apasionarse de los grandes genios, y fieles siempre a los que una vez juraban devoción o alianza, en vez de limitarse a presenciar con ojo pasivo e indiferente, o a celebrar en un caso con maliciosa y perdonable sonrisa cómo agotaban entre sí sus fuerzas los dos ambiciosos rivales, cometieron la última imprudencia, la de pelear, ya en favor de César, ya en el de los Pompeyos, acabando así de forjarse los hierros de su esclavitud, que esto y no otra cosa podían esperar cualquiera que fuese el que ciñera el laurel de la victoria.
En los campos de Munda se pronunció el fallo que declaró al vencedor de Farsalia dueño de España y del orbe. En aquel vasto cementerio de cadáveres romanos quedó sepultada la independencia española. César redondea su conquista apoderándose de unas pocas ciudades todavía rebeldes, y dando por terminado el papel de conquistador, comienza el de político, regularizando una administración en la Península, de cuya pureza, sin embargo, no dejó consignado el mejor ejemplo personal. Sin duda aquel mismo Hércules de Cádiz, que antes había visto a César obligar al ávido Varrón a devolver los tesoros que había robado de su templo, no debió ver con satisfacción a aquel mismo César despojarle de ellos a su vez. Pero hacíanle falta para ganar la venalidad del pueblo romano, y comprar a peso de oro los votos de los comicios.
Debieron lisonjear mucho al vencedor los nombres de Julia o de Cesárea con que se apresuraron a apellidarse muchas poblaciones españolas, engalanándolos con algunas de las virtudes del conquistador.
Antes de salir de España quiso César plantar con su mano en la elegante Córdoba el famoso plátano que inmortalizó la graciosa musa del español Marcial: plátano que había de simbolizar la civilización romana, hasta que sobre sus secas raíces creciera, tiempo andando, en los mismos jardines de Córdoba la esbelta palma de Oriente, plantada por el califa poeta Abderrahmán, emblema de otra civilización que reemplazaba a la romana; viniendo a ser aquella ciudad favorecida el centro de dos civilizaciones, representadas en dos árboles, plantados por las manos del genio del Mediodía y del genio del Oriente.
Parecía que no faltaba ya nada a Roma para ser señora absoluta de España; y así hubiera acontecido en todo otro país en que estuviera menos arraigado el amor a la independencia. Pero hablase este refugiado y conservábase en las montañas, último baluarte de las libertades de los pueblos, como las cuevas suelen ser el postrer asilo de la religión perseguida. Era ya Roma dueña del mundo, y solamente no lo era todavía de algunos rincones de España habitados por rudos montañeses, en cuyas humildes cabañas no había logrado penetrar ni el genio de la conquista ni el genio de la civilización. Los cántabros y los astures se atrevieron todavía a desafiar ellos solos, pocos, pobres e incivilizados, el poderío inmenso de la justamente enorgullecida Roma. Parece que la soberbia romana hubiera debido mirar con desdeñosa indiferencia la temeraria protesta de aquellas pobres gentes, como los últimos impotentes esfuerzos de un moribundo. Y sin embargo, fue menester que el mismo Augusto descendiera del solio que el mundo acababa de erigirle, para venir en persona a combatir a un puñado de montaraces. En esta desigual campaña pudo recoger un triunfo que no era posible disputarle, pero triunfo sin gloria; la gloria fue para los vencidos, que solo lo fueron o recibiendo la muerte o dándosela con propia mano.
Ya Augusto había cerrado solemnemente el templo de Jano, signo de dar por pacificado el mundo y todavía de los riscos de Asturias, de allí donde en siglos posteriores había de revivir el fuego de la independencia, salió el último reto de la libertad contra la opresión. Augusto pudo avergonzarse de haberse anticipado a cerrar el templo del dios de las dos caras. Otra lucha todavía más desigual, y por lo tanto menos gloriosa para las armas romanas, acaba de decidir el triunfo definitivo. Los cántabros y astures, oprimidos por el número de sus enemigos, o buscan una muerte desesperada en las lanzas romanas, o se la dan con sus propios aceros: en los valles y en los montes se reproducen las escenas de Sagunto y de Numancia: las madres degüellan a sus propios hijos para que no sobrevivan a la esclavitud, y solo así logran las águilas romanas penetrar en las montuosas regiones de la Península.
«La España (ha dicho el más importante de los historiadores romanos), la primera provincia del imperio en ser invadida, fue la última en ser subyugada». No somos nosotros, ha sido el primer historiador romano el que ha hecho la más cumplida apología del genio indomable de los hijos de nuestro suelo.
IV
Reducida España a simple provincia de Roma, con dioses, lengua, leyes y costumbres romanas, cesa o se interrumpe por siglos enteros la que podemos llamar su historia activa y propia, y comienza su historia política, si bien refundida en su mayor parte en la del antiguo mundo europeo.
Tocóle a Octavio Augusto llenar una de las más bellas misiones que pueden caber a un mortal, la de pacificar el mundo que César había conquistado; y España bajo la paz octaviana recibe la unidad y la civilización a cambio de la independencia perdida. Bajo su benéfica administración descansa España de sus largas guerras, y recibiendo un trato y unas mejoras a que no estaba acostumbrada, no es maravilla que levante templos y altares al primer señor del mundo a quien la lisonja humana había divinizado. Cierto que serian más hijas del cálculo que del sentimiento las virtudes que le merecieron la apoteosis, y que invocó a las musas para que cubrieran con laureles el cetro con que avasallaba al mundo. Pero los tiempos y los hombres vinieron a enseñar que le faltaba mucho a Augusto para ser el peor de los tiranos.
España vencida ganó en civilización lo que perdió en independencia. Recibió artes y letras, lenguaje, culto y leyes tutelares; vio su suelo cubierto de obras magníficas de utilidad y de belleza, de puentes, de acueductos, de grandes vías de comunicación abiertas por entre las barreras de sus montañas, y fue adquiriendo para sus naturales, ya derechos de ciudadanía, ya participación en las altas dignidades del imperio. Sufrió una catástrofe, y entró en el número de los pueblos civilizados. Trascurridos siglos, volverá a perder su unidad, y no volverá a recobrar su independencia y su integridad material sin el sacrificio de la libertad civil; hasta que con el tiempo logre amalgamar estos grandes bienes de los pueblos: que así lentamente y por extraños caminos van marchando las naciones en la larga carrera de su mejoramiento social.
En el cuadro siguiente veremos a España llorando a Augusto bajo Tiberio, y llegando a sentir a Tiberio bajo el perverso Calígula y los demás monstruos que deshonraron el trono imperial. Ella es la que liberta al mundo de la feroz tiranía de Nerón, siendo después mal correspondida por Galba. Vespasiano la dota de los derechos de ciudad latina. Tito la hace gozar de las dulzuras que derrama sobre el género humano, Trajano la enriquece de soberbios monumentos, es feliz bajo los Antoninos, agóbianla los Domicianos y los Decios, y participa de la común suerte de las provincias del imperio, según que en el trono imperial se sienta la virtud o el vicio, el lujo o la modestia, la magnificencia o la codicia, la dulzura filosófica o la tiranía brutal, o el desenfreno personificado y el desencadenamiento de todos los crímenes.
Aún en los siglos en que fue España una provincia del imperio tiene su historia propia y sus glorias especiales. Consultemos la misma historia romana, escrita por nuestros propios dominadores. «El primer cónsul extranjero que hubo en Roma (nos dice) fue un español. El primer extranjero que recibió los honores del triunfo, español también. El primer emperador extranjero, español igualmente». ¡Dichoso suelo, que tuvo el privilegio de recoger las primicias de la participación que la señora del orbe se vio obligada a dar en las altas dignidades del imperio a otros que no fuesen romanos!
Ni fue solo un emperador el que España suministró a Roma. Trajano el Magnífico, Adriano el Ilustre, Teodosio el Grande fueron españoles. Marco Aurelio el Filósofo, era un vástago de familia española. Diríase que España se había propuesto abochornar a Roma, dándole emperadores virtuosos e ilustres a cambio de los pretores rapaces y de los gobernadores avaros que ella durante la conquista le había regalado.
Con no menor generosidad le pagó su ilustración literaria. No creería Roma que la semilla de esta educación había de caer en un suelo tan agradecido, que antes de trascurrir cincuenta años le había de volver España una literatura, y que a los Virgilios y Horacios del tiempo de Augusto había de responderle con los Lucanos y los Sénecas del tiempo de Nerón, ni menos que la literatura española habría de imprimir a la romana el sello de su gusto nativo y de trasmitirle hasta sus defectos: influencia que no tuvo la dicha de ejercer otra provincia alguna del imperio.
Debió no obstante España a su dominadora una institución, con la cual parece haberla querido consolar de la libertad que le había arrancado; institución destinada a aclimatarse en este suelo, y a ser el germen y el principio restaurador, no ya de su libertad primitiva, sino de otra libertad más culta y más regularizada. Veremosla plantarse, desarrollarse, crecer, ocultarse a veces, resucitar después, y bajo una forma u otra, o vencer o protestar perpetuamente contra todo lo que tienda a destruirla. Aún conservan el nombre de municipios esas pequeñas repúblicas comunales que más adelante se crearon en España, aunque modificadas en su organización y en sus funciones.
Pero la civilización romana era demasiado imperfecta para que pudiera llenar los altos fines de la creación. Era la civilización de la guerra, de la conquista y de la servidumbre, y el mundo necesitaba ya otra civilización más pura, más suave y más humanitaria. Sus dioses eran tan depravados como sus señores, y la humanidad no podía consolarse con un Olimpo de divinidades inmorales, y con un gobierno de hombres que se decretaban a sí mismos la apoteosis, que divinizaban los crímenes, y hacían dar culto a las bestias. La antigua sociedad iba cumpliendo el plazo que le estaba marcado, porque su corazón estaba tan gangrenado como los ídolos, y tenía que morir. Era menester un grande acaecimiento que cambiara la faz del mundo y regenerara la gran familia humana. Esta obra estaba prevista: sonó la hora del cumplimiento de las profecías, y nació el cristianismo.
Y vino el cristianismo al tiempo que debía venir, como todas las grandes revoluciones preparadas por Dios. Vino a dar la unidad al mundo, cuando la unidad se iba a disolver. Vino a reformar por la caridad una sociedad que la espada había formado y que la espada destruía. Vino a predicar la abnegación cuando la doctrina sensual del epicureísmo amenazaba acabar de corromper a los hombres, si algo les faltaba. Vino a inculcar el sacrificio incruento del espíritu cuando los sangrientos holocaustos humanos servían de placentero espectáculo a los hombres y a las matronas, y de alegre y sabroso recreo a las delicadas doncellas. Vino a enseñar que los esclavos que se arrojaban a pelear con las fieras y a servirles de pasto eran iguales a los emperadores ante la presencia de Dios. ¡Doctrina sublime!
Humilde al nacer el cristianismo, y lento en propagarse, como todo lo que está destinado a una duración larga y segura, va poco a poco minando sordamente el viejo y carcomido edificio de la gentilidad; poco a poco va subiendo desde la choza hasta el trono; desde la red del pescador hasta la púrpura imperial. Pero todavía después de haber enarbolado Constantino sobre el trono de los Césares el lábaro de la fe, los cargos públicos se conservaban en manos paganas, el senado era pagano, y los decrépitos ídolos tenían la jactancia de estar en mayoría y de creerse inmortales. Todavía en las márgenes del Duero recibían Diana y Pasiphae la ofrenda de una vaca blanca inmolada en celebridad de la superstición cristiana extinguida. Hombres y dioses se pagaba o de estas ceremonias pueriles, mientras el cristianismo que daban por extinguido se iba infiltrando suavemente en los corazones y ganándolos al nuevo culto.
La nueva religión encomienda su triunfo a la tolerancia y a la caridad: la vieja religión apela para sostenerse a las fieras y a los patíbulos. Constantino, emperador cristiano, ordena que no se inquiete a nadie, que cada cual siga la religión que más guste, y que paganos e infieles sean igualmente considerados: los emperadores y procónsules paganos gritan: «Cristianos, a las hogueras; cristianos a los leones». ¡Qué contraste! Pero las llamas que consumen el cuerpo de una doncella inocente, encienden la fe en el corazón de sus compañeras, y ganan al cristianismo multitud de vírgenes. La cuchilla del verdugo cercena el cuello de una víctima, y los hombres de valor, al observar que la fe cristiana inspira el heroísmo, proclaman que ellos también quieren ser héroes, y antes se cansan los brazos de los sacrificadores que falte quien se ofrezca al sacrificio. Otros se refugian a las catacumbas: el cristianismo no se compone solo de mártires y de héroes; admite también en su seno a los pobres de espíritu.
El martirio no podía retraer de hacerse cristianos a los españoles, siendo los descendientes de aquellos antiguos celtíberos tan despreciadores de la vida. Así fue, que además de los campeones de la nueva fe que de cada ciudad fueron brotando aisladamente en esta lucha generosa, solo Zaragoza bajo la frenética tiranía de Daciano añadió tantos héroes al catálogo de los mártires, que por no poderse contar se llamaron los innumerables. Esta ciudad, que dio innumerables mártires a la religión, había de dar, siglos andando, innumerables mártires a la patria.
Acude luego la filosofía en apoyo del nuevo dogma, y la voz robusta y elocuente de los Ciprianos y las Tertulianos disipa las más brillantes utopías de los agudos ingenios del paganismo, los Sócrates y los Platones; y derraman la verdadera luz sobre el enigma de la vida, hasta entonces ni descifrado ni comprendido. El politeísmo recibe con esto un golpe mortal, de que ya no alcanzarán a levantarle las doctrinas de la vieja escuela. Juliano, emperador filósofo y apóstata astuto, se propuso eclipsar las glorias de Constantino, y tuvo que resignarse a ser ejemplo y testimonio de que la idolatría había acabado virtualmente. «¡Venciste, oh Galileo!», exclamó: emitió una blasfemia, y blasfemando proclamó una verdad.
Descuella en esta época sobre todas las figuras de su tiempo un personaje bello y colosal. Sabio, virtuoso, activo y elocuente, tan enemigo del paganismo como de la herejía (que la herejía vino luego a luchar con la fe ortodoxa para depurarla en el crisol de la controversia), difunde la luz de su ciencia en los concilios, preside con dignidad esas asambleas católicas, combate con vigor la herejía arriaría, escapa de la amenazante cuchilla de los verdugos de Diocleciano, expone con valor a Constancio la doctrina de la separación de los poderes temporales y espirituales, que el emperador oye con escándalo, y el mundo escucha por primera vez con sorpresa. A la edad de cien años cruza dos veces de una a otra extremidad el imperio, defendiendo siempre la causa del cristianismo. Este venerable y gigantesco personaje era un español, era Osio, obispo de Córdoba. La España suministrando emperadores ilustres a Roma: la España suministrando prelados insignes a la naciente iglesia.
Pero el politeísmo, minado ya por la doctrina de la unidad, no había de acabar de caer hasta que fuese derribado por la fuerza. El paganismo y el imperio, los desacreditados dioses y los corrompidos señores debían caer con estrépito y simultáneamente: engrandecidos por la fuerza, a la fuerza habían de sucumbir. ¿Mas dónde está, y de dónde ha de venir esa fuerza que ha de derrocar el coloso? La Providencia, hemos dicho en el principio de este discurso, cuando suena la hora de la oportunidad dispone los hechos para el triunfo de las ideas.
Para eso han estado escalonadas siglos ha desde el Tanais hasta el Danubio, amenazando al imperio, ese enjambre de tribus y de poblaciones bárbaras, lanzadas y como escupidas por el Asia hacia el Norte de Europa. Las más inmediatas constituyen como una barrera entre la barbarie y la civilización. Son los godos, vanguardia de otras razas más salvajes todavía, que empujados por ellas se derraman como torrente devastador por las provincias romanas. Pelean, son rechazados, vuelven a guerrear y vencen. Cuando el emperador Valente quiso atreverse a combatirlos, expió su anterior debilidad siendo quemado por ellos dentro de una choza miserable. El imperio bambolea, y antes se desplomara, si el español Teodosio, último destello de las antiguas virtudes romanas, y glorioso paréntesis entre la corrupción pasada y la degradación futura, no detuviera con mano fuerte su ruina, que sin embargo no puede hacer sino aplazar. Porque los destinos de Roma se iban cumpliendo, y era llegado el período en que tenía que decidirse la lucha entre la sociedad antigua y la sociedad nueva. Llegan a encontrarse de frente Honorio y Alarico, un emperador débil y un rey bárbaro: el romano degenerado no tiene valor para soportar la mirada varonil del hijo del septentrión. El sucesor de los Césares huye cobardemente a Ravena, y deja abandonada la ciudad eterna a las hordas del desierto. Alarico humilla a la señora del mundo antes de destruirla, y Roma para pagar el precio en que un godo ha tasado las vidas de sus habitantes, despoja los templos de sus dioses y reduce a moneda la estatua de oro del Valor. Digna expiación de Roma pagana y de Roma afeminada. Ella misma saquea sus dioses, y el valor es inútil donde no ha quedado ya más que molicie.
No contento todavía el bárbaro, entra a saco la ciudad del Capitolio, y la depredadora del universo es entregada a su vez a un pillaje general.
La ciudad de los Césares ha sucumbido, se acabaron sus héroes, y sus divinidades han sido hechas pedazos. El genio de la barbarie se enseñorea de la que fue centro de una civilización de bacanales y de asiáticos deleites. ¿Quién ha guiado al instrumento de la destrucción? El mismo Alarico lo reveló sin saberlo. «Siento dentro de mí, decía el godo, una voz secreta que me grita: marcha y ve a destruir a Roma». Era la voz de la Providencia: Alarico la sentía, pero el bárbaro no sabía su nombre.
¿Y qué significa la conducta de Alarico con los cristianos de Roma? Él saquea, mata, derriba los ídolos, pero respeta los templos cristianos, perdona a los que buscan en ellos un asilo, e interrumpe el saqueo para llevar en procesión las reliquias de un mártir. Es que Alarico y sus hordas traen una misión más alta que la de destruir. Es el genio del cristianismo que se anuncia como el futuro dominador del mundo, y que ha de asentar su trono allí mismo donde le tuvo la proscripta dominación pagana. Por eso estuvieron los godos tantos años en contacto con el imperio; porque era menester que cuando destruyeran lo que estaban llamados a conquistar, vinieran ya ellos conquistados por la idea religiosa. Por eso la Providencia había dispuesto que los primeros invasores de la Europa meridional y occidental fueran los godos, los menos bárbaros de aquellas tribus salvajes, y los más dispuestos a recibir un principio civilizador. Ya se columbran las ideas que regirán al mundo en los tiempos venideros. Ellos traen además el sentimiento de la libertad individual, desconocido en las antiguas sociedades, y que será el elemento principal de progreso en las sociedades que van a nacer.
Pero antes tiene que pasar la humanidad por dolorosas calamidades. Es el período más terrible por que ha tenido que atravesar el género humano, porque también es la mudanza más grande que ha sufrido. El individuo padecerá mucho en estos días desgraciados, pero la humanidad progresará. Multitud de otras tribus bárbaras se lanzan como bandadas de buitres buscando presas que devorar, las unas por las regiones orientales, por las occidentales las otras del moribundo imperio romano. Suevos, alanos, vándalos, francos, borgoñones, hérulos, sarmatas, y tantas otras razas de larga y difícil nomenclatura, se desparraman desde el Vístula y el Danubio hasta el Tajo y el Betis, llevando delante de sí la devastación y el exterminio; y romanos, bárbaros y semibárbaros se revuelven en larga y confusa guerra, en la Alemania, la Italia, las Galias, la España y hasta el África. A pesar de lo que se había difundido ya el cristianismo, el mundo llegó a sospechar si Dios habría retirado de él la mano de su providencia. Entonces se dejó oír desde las regiones de África la elocuente y vigorosa voz de un padre de la iglesia, del obispo de Hipona, exhortando a la humanidad a que no desfalleciera en tanta angustia, y enseñando a los hombres que Dios había querido castigar el mundo antes de regenerarle, y que tendrían un término sus dolores.
Ciertamente si la cólera divina hubiera tenido decretada más venganza, ningún instrumento hubiera podido elegir mejor para acabar de afligir la humanidad que el fiero jefe de los hunos, Atila, la más ruda figura histórica que han conocido los siglos. Mas cuando el feroz Atila se desprendió de los sombríos bosques de la Germania para venir a inundar con sus innumerables y salvajes hordas la tierra ya harto ensangrentada por sus predecesores, entonces se oyó en Occidente una voz estruendosa, que proclamó: «no más bárbaros ya». Y aliándose como providencialmente romanos, godos, francos, los restos del mundo civilizado y las nuevas razas en que se había inoculado la fe, salen al encuentro al más formidable de todos los bárbaros, y en los campos de Chalons se traba la batalla más horrible y más famosa de que dan noticia los anales del mundo. Atila es derrotado, la sangre de los hunos hace salir de su cauce los ríos; el león del desierto se retira a su cueva, a cuya entrada desahoga en espantosos rugidos su rabia impotente: la barbarie ha sido rechazada; los bosques germánicos cesan de arrojar salvajes, y si algunos se desgajan todavía, son ya repelidos por los mismos pueblos asentados en territorio romano; y la humanidad recibió un consuelo vislumbrando que la civilización se había salvado en aquella tremenda lid.
Durante esta angustiosa lucha de pueblos y de generaciones, el decrépito imperio romano, mutilado, atacado en su corazón y herido de muerte en su cabeza, va arrastrando una agonía prolongada. Despréndese cada día algún jirón de la vieja y gastada púrpura imperial. En Oriente se conserva un fantasma de poder, y el Occidente se asemeja a un cadáver palpitante. Odoacro reina al fin en Italia, y Roma concluye su misión. El imperio que comenzó por un hombre a quien el mérito hizo apellidar con el nombre divino de Augusto, termina en Occidente con otro hombre a quien por irrisión y sarcasmo se aplicó el de Augústulo. Este miserable ni siquiera tuvo la triste gloria de ser llamado el último romano: este título se le había arrebatado Aecio, postrer destello del antiguo valor de Roma.
Con toda esta ignominia acabó el imperio más poderoso que ha conocido el orbe.
V
Casi al mismo tiempo que Alarico saqueaba a Roma, al principio del siglo V de la era cristiana, franqueaban los Pirineos tres razas de bárbaros, cuya planta salvaje llevaba tras sí la devastación, el incendio y la muerte. Eran los Suevos, los Vándalos y los Alanos. Viene a completar el cuadro desolador una hambre horrorosa y una peste mortífera. Faltan campos donde sepultar tantos cadáveres; el pueblo sabe con horror que una madre ha devorado uno tras otro sus cuatro hijos, y apedrea aquella mujer sin entrañas. La voz dolorosa de España resonó en toda Europa, y la iglesia consignó sus lamentos en sus melancólicas letanías.
¿Serán estos los pueblos destinados a heredar esta rica y fértil provincia? No: ni España lo merece, ni Dios lo permite. Unos y otros serán arrojados por otro pueblo menos indigno que ellos de ocupar este suelo privilegiado, los Visigodos.
Esta misión comienza a llenarla Ataúlfo, que por lo menos había tenido el mérito de no recoger para sí en el saqueo de Roma otro botín que a la bella Placidia, para convertirla de esclava en esposa. Prosíguela Walia con más fortuna, aunque a nombre todavía del imbécil emperador romano que se hacia la ilusión de dominar en España. Eurico es el que se atreve a emancipar abiertamente la España del expirante poder romano, y a conquistarla para sí. La España deja de ser romana y se hace goda, y Eurico aparece como un gigante que sentado sobre el Pirineo abarca con sus brazos la España entera y la Galia meridional. Es el mayor estado de Occidente que se ha formado sobre las ruinas del imperio.
Alarico II es víctima de la deslealtad de Clodoveo, rey de los Francos, que le sonríe y halaga en un festín para quitarle alevosamente la vida en el campo de batalla. Pierden los godos en los campos de Poitiers una gran parte de la Galia gótica, y aunque conservan la Septimania, el asiento de la monarquía goda se fijará ya en la península española. Aquí es donde ha de tener su centro, su fuerza, su porvenir, su declinación y su caída. En los tiempos de Alarico II, un siglo después de Alarico I, es cuando se ve formadas las tres grandes naciones neo-latinas, Italia, España y Francia, fundadas por las tres grandes razas septentrionales, Ostrogodos, Visigodos y Francos, que se arrogaron la más pingüe herencia del desmoronado imperio.
Pasa la monarquía godo-hispana después de Alarico II por alternativas y vicisitudes de decadencia y engrandecimiento; agítanla rebeliones intestinas, y la inquietan invasiones y guerras extrañas. Por dentro los indóciles vascos, cántabros y astures, de indomable genio, y los suevos de Galicia, reino injerto que aparece y desaparece, muere y resucita misteriosamente por periodos. Por el litoral, los griegos bizantinos, pegadizos huéspedes y vecinos incómodos, que servían para alentar banderías y conspiraciones y entretener las fuerzas del reino. Por el Pirineo oriental la raza franca, rival envidiosa de los visigodos, que hacia servir las diferencias religiosas para trabajarlos y enflaquecerlos, y les iba arrancando a pedazos las posesiones góticas de las Galias. Hasta Suintila ninguno pudo llamarse rey de toda España sin contradicción.
¿Cómo tan pronto se apoderaron los bárbaros del Norte de esta nación belicosa que por tantos siglos resistió a la más ilustrada y más poderosa república del mundo? ¿Es que había degenerado el genio indomable de los antiguos celtíberos? Algo había. Pueblo ya la España de artistas, de agricultores, de literatos y de clérigos, infectado de la inercia y la molicie de la corrompida civilización romana, no era fácil que resistiera al rudo empuje y a la salvaje energía del pueblo soldado, endurecido con el ejercicio de la guerra, y que contaba tantos guerreros como individuos. ¿Ni qué interés tenían ya los españoles en seguir viviendo bajo la coyunda de los gobernadores romanos? ¿No les sobraban motivos para mirar a los nuevos conquistadores como mensajeros de su libertad? Salviano lo dijo bien: «el común sentimiento de los españoles es que vale más la jurisdicción de los godos que la de los magistrados imperiales. ¡Ojalá (dicen) nos sea permitido vivir bajo las leyes de estos bárbaros!». Lección grande, que enseña a los pueblos dominadores hasta dónde puede llevar a los pueblos oprimidos la exasperación. Explícase esto aún por las causas naturales, y sin recurrir al espíritu superior que guiaba los acontecimientos por en medio de aquel caos de devastación y de sangre.
Pero la España bajo la dominación de los bárbaros no se hace bárbara. Al contrario, los bárbaros son los que se civilizan en ella. Demasiado incultos los godos para continuar la misión de Roma, pero los más aptos de todos los septentrionales para recibir la cultura, van cediendo al ascendiente de la civilización romano-hispana, y los conquistadores materiales del suelo español acaban por ser moral mente conquistados por los españoles.
La fusión se hace lenta y gradualmente. Al principio los dos pueblos, conquistado y conquistador, viven civilmente separados, aunque sometidos a un solo cetro. Una legislación rige para los godos, y otra para los romano-hispanos. Ni aún siquiera en el hogar doméstico pueden unirse las dos razas, porque la ley prohíbe los matrimonios entre godos y españoles. Pero el convencimiento va haciendo desaparecer paso a paso esta situación anómala. La fuerza de la unidad material va obligando a la legislación a marchar hacia la unidad política. El más severo de los monarcas godos Leovigildo, salta por encima de la prohibición legal, y se une en matrimonio con una española. El ejemplo práctico del trono protesta ya contra lo absurdo y lo irrealizable del derecho; y Chindasvinto y Recesvinto acaban de uniformar la legislación para los dos pueblos, y autorizan solemnemente los matrimonios mixtos. Desaparecen las razas, y la nación es ya una ante la ley, en la familia y en el foro.
Igual fusión se había obrado ya en el principio religioso. Porque la unidad ante la ley humana hubiera sido demasiado imperfecta sin la unidad ante la ley divina.
Precisamente el cristianismo había de ser la base de la regeneración de la nueva sociedad, y no era posible que esta prosperara sin la unidad en la fe. Arrianos los godos y católicos en su mayor parte los españoles, la herejía en el trono y la ortodoxia en el pueblo, no podía haber unión ni concordia mientras las creencias no se amalgamaran y fundieran.¿Y porqué eran arríanos los godos?
Ni ellos mismos lo sabían. Cuando se derramaron por las provincias imperiales y se pusieron en contacto con la sociedad romana, el emperador Valente, que era arriano, les envió misioneros que les predicaran el arrianismo. Dispuestos los godos en su rudeza semisalvaje a recibir una doctrina religiosa que aventajaba evidentemente a la suya (si tal nombre se puede dar al grosero culto que de sus bosques traían), incapaces de percibir esas divergencias al parecer impalpables que el espíritu de discusión establece o encuentra en los sistemas religiosos, queriendo hacerse cristianos adoptaron la fórmula arriana, y se hallaron herejes sin apercibirse deque lo eran. Con la misma docilidad se hubieran hecho católicos.
Y sin embargo esta diferencia en el dogma trajo a los godos consecuencias inmensas y males sin cuento. Eurico, arriano, persigue a los obispos católicos, y se enajena las simpatías del clero español. Conquistador glorioso y dominador terrible, no logra dominar en los espíritus. Su hijo Alarico pierde la Galia meridional por ser arriano. Porque Clodoveo, ese Moisés de los francos, en quien Roma presentía ya al fundador de aquella monarquía que se había de aplicar el título de hija mayor de la Iglesia, les dice a sus soldados: «No puedo tolerar en paciencia que esos herejes estén poseyendo la mayor parte de la Galia; vamos contra ellos con la ayuda de Dios y del glorioso San Martín, y sometamos su país a nuestro poder». Y los descontentos obispos de España ayudan al monarca extranjero y católico contra el monarca propio y arriano. Amalarico quiere obligar a su esposa Clotilde a que se haga arriana como él; ella lo resiste, el rey la maltrata, y la princesa católica envía a sus hermanos los reyes francos un lienzo ensangrentado para que vean cómo la trata el arriano, lo que trae a los godos una funesta guerra por parte del rey Childeberto de París. La herejía arriana les produce guerras exteriores, sublevaciones intestinas, y excisiones graves en el palacio y hasta en el lecho real. Y los obcecados godos no acaban de conocer que la herejía es la gangrena que corroe el reino y el solio.
Faltó poco para que el príncipe Hermenegildo hubiera hecho triunfar el estandarte de la fe ortodoxa en la nación godo-hispana. Pero la política del monarca ahogó los sentimientos del padre, y el severo Leovigildo cerró los oídos a la voz de la religión y el corazón a la voz de la piedad. El rigor paternal le despojó de las insignias reales, y la cuchilla del verdugo le dio la corona del martirio. La Iglesia ha santificado a Hermenegildo. Lástima que el príncipe católico hubiera tenido que levantar la espada del pueblo contra el monarca, y que el mártir se hubiera visto en el caso de ser un hijo rebelde. ¡Coincidencia singular! Siglos después, Hermenegildo es canonizado a instancias de otro monarca español, Felipe II, padre de un hijo rebelde también, y cuyo fin se pareció en lo desastroso al del príncipe godo. Pasan más siglos, y otro monarca español, Fernando VII, notado de impaciente por suceder a su padre, quiso perpetuar la memoria del príncipe godo, instituyendo una orden militar con la advocación de San Hermenegildo.
Pero decretado estaba que la enseña del catolicismo se había de plantar en el trono de los sucesores de Ataúlfo, y que el imperio gótico español había de tener su Constantino como el romano. Las gradas del solio se habían teñido con la sangre de un mártir ilustre, y de las mismas gradas había de bajar la reparación. La muerte de Leovigildo arrastra tras sí la de la secta arriana. Recaredo sube al trono. «Declaro, exclama ante una asamblea de obispos, declaro que quiero ser admitido en el seno de la Iglesia católica. Y exhorto a los prelados arríanos aquí presentes, así como a los grandes del reino que asisten a esta asamblea, a que sigan e imiten mi ejemplo». Todos se adhieren. La revolución religiosa se ha consumado. La España es católica. El imperio godo-hispano es uno en la religión, como lo había de ser en las leyes, ante Dios y ante los hombres. Si los monarcas españoles se decoran hoy con el título de Majestades Católicas, la historia nos enseña su origen, y nos lleva a buscarle en Recaredo.
También tuvo el arrianismo su Juliano como el politeísmo. También Viterico tuvo impulsos de querer volver a entronizar el desechado culto, y también alcanzó como Juliano un triste desengaño de su impopularidad y de su impotencia, Atrájose la reprobación unánime del pueblo, y se anticipó una muerte trágica. La fe ortodoxa había conquistado el trono español para no ser derrocada jamás.
Legislación y fe, espíritu legislativo y espíritu religioso; he aquí los dos principios, las dos bases de la nueva civilización. ¿Quién había de pensar que aquellos rústicos habitantes del Tanais y del Danubio, que tan agrestes y fieros se presentaban, habían de ser sabios legisladores? Y sin embargo, fueronlo casi todos los monarcas godos de España desde Eurico hasta Egica. Eurico aspira a borrar con la gloria de legislador la mancha de asesino con que había subido al trono. Alarico, desgraciado en la guerra, se hace inmortal con su Breviario. El grande y severo Leovigildo, Chindasvinto el cruel, Recesvinto el dulce, Wamba el glorioso, Ervigio el menguado, el pusilánime Egica, especie de obispo lego y coronado, todos ponen su piedra en el gran edificio de la legislación. Aunque el estado decayera, la ley civil se perfeccionaba, y no pocas veces el derecho caminaba por la vía opuesta del poder. Así se fue elaborando el famoso Código de los Visigodos, monumento perdurable de aquella nación, y la más preciosa página que en aquellos siglos adornó la historia del linaje humano. ¿Qué hay que añadir a estas palabras del Fuero Juzgo?: «Doncas faciendo derecho del rey, debe aver nomne de rey, et faciendo torto, pierde nomne de rey. Onde los antiguos dicen tal proverbio: Rey serás si fecieres derecho, et si non fecieres derecho, non serás rey. Rex eris si recte facis, si autem non facis non eris». Si los textos legislativos son medallas de las vidas de los pueblos, el código godo debe revelarnos el triunfo pacienzudo y seguro de un pueblo desarmado contra otro armado que le subyuga por la fuerza. En tal conflicto nada más natural que la apelación a la ley. Lex, dicen los oprimidos a los opresores, lex est æmula divinitatis, antistes religionis, etc. Y si los opresores preguntan: ¿quién puede vencer a los enemigos?, los oprimidos responden: ¿Quid triumphet de hostibus? Lex. Si vemos un día en Aragón colocar al Justicia como un interventor del rey; si vemos en Castilla el poder de los Jueces superior al de los Condes; si vemos la palabra Fuero suscitar tantas insurrecciones y protestas en la vida de España, si vemos al Feudalismo echar menos raíces en este suelo que en las demás regiones de Europa; acaso hallemos la semilla de todo esto en el código de los visigodos. Él atravesó con gloria la edad media, y si la dominación goda no hubiera hecho más legado a la posteridad que el Fuero Juzgo, este solo bastaría para probar la herencia de las edades y la sabia ley de la progresiva perfectibilidad social.
¡Cuán bella teoría de gobierno es la monarquía electiva! «Que los hombres elijan al más digno de entre ellos para que los dirija y gobierne». El principio es seductor, y parece el más natural y el más justo. Mas si las pasiones de los hombres hacen o no provechosa a las sociedades su aplicación práctica, viene a enseñarlo escrito con letras de sangre esa galería trágica de reyes godos que por el puñal escalaron las gradas del trono y por el puñal las descendieron. Estremece recorrer el catálogo de los regicidios. Corta es la nómina de los que alcanzaron por término de su carrera una muerte natural y tranquila. Y no sabemos si incluir en este número a los que acababan tristemente sus días bajo la bóveda de un claustro, forzados a vestir el tosco sayal del monje, precedido de la ignominiosa decalvación. Fuente de personales ambiciones la forma electiva, reproducíanse a la muerte de cada monarca, que ellas mismas solían precipitar los bandos, las alteraciones, la agitación, los crímenes; y la conspiración era la que no moría nunca. A la muerte de Atanagildo, cinco años trascurrieron antes que los nobles pudieran ponerse de acuerdo para la elección de sucesor. Tan inconciliables eran las aspiraciones.
Cierto que a este sistema fue debida la felicísima elección de Wamba, en que no sabemos que admirar más, si la unanimidad con que los electores se fijaron en el hombre virtuoso, o la abnegación y la virtud del elegido. ¿Pero cuántos de estos ejemplos cuenta la corona gótica? El mismo Wamba viene a ser víctima del sistema de electividad, arma terrible, que curaba alguna vez, pero que las más hería y mataba. Wamba se duerme rey y despierta monje. Un conde pérfido que ambicionaba el trono le propina un brebaje soporífero y aprovechando la insensibilidad del sueño le corta la larga caballera, símbolo de la majestad, y el tonsurado tiene que cambiar el manto regio por el hábito monacal, con arreglo a la ley. El concilio duodécimo de Toledo, después de un discurso humilde de Ervigio, reconoce al usurpador alevoso y pronuncia anatema contra todos los que no se sometan al nuevo monarca, y aún establece un canon contra la misma superchería que a él le había valido la corona, prohibiendo imponer el hábito de penitencia a persona alguna contra su voluntad. Otro tanto había practicado el séptimo concilio de Toledo con Chindasvinto, que había cortado el cabello al joven Tulga, y arrancádole el cetro. Los reyes castigaban de muerte el solo pensamiento de cometer el crimen que ellos habían perpetrado, y los concilios excomulgaban a los conspiradores contra aquellos mismos que debían el trono a una conspiración. ¡Extraña jurisprudencia civil y canónica! Condenar y anatematizar los delitos futuros, sancionando los mismos delitos ya consumados.
La forma electiva dela monarquía hacia humillarse la corona gótica ante el poder teocrático, ante el ascendiente que tomaba el sacerdocio a la sombra del formidable derecho de elección, y de la mayoría que representaba siempre en los concilios, asambleas semi-religiosas, semi-políticas, a que venían a subordinarse todos los poderes del estado. ¡Desgraciado el monarca que se enajenara el favor del clero, y afortunado el que contara con su influjo, siquiera le mendigara con humillación! Sucederíale al primero lo que a Suintila cuando tentó a destruir el principio electivo; el segundo podía estar seguro de su proclamación, aunque fuese un usurpador como Sisenando. Si se quiere tener un ejemplo de lo que era la majestad del solio ante el poder de la teocracia, no hay sino representarse a Sisenando ante el cuarto concilio de Toledo, con la rodilla doblada en tierra, inclinada la frente y corriendo las lágrimas por sus ojos; y a los obispos, pagándose de la actitud suplicante del monarca, fulminar anatema contra todos los que atentaran a la vida o a la corona del rey por ellos proclamado.
Así la vieja espada gótica iba a ocultarse bajo los capisayos episcopales, y el antiguo instinto guerrero de la raza indo-germánica desapareció bajo la influencia sacerdotal. De algunos monarcas pudo dudarse si eran reyes u obispos coronados. La conversión de Recaredo hizo un bien inmenso a la religión, pero decidió sin intentarlo la lucha entre la mitra y la corona. Llevando a los concilios los negocios temporales, vino a ponerse el cetro bajo la tutela del cayado. No previó aquel monarca que ni todos sus sucesores habían de tener una autoridad tan legítima a incontestable como la suya, ni todos los prelados habían de ser tan circunspectos como los del tercer concilio de Toledo. Pudo entonces aconsejarlo así la política, porque ciertamente la virtud y el saber se habían refugiado en aquellos tiempos a la iglesia, sin la cual no se hubiera acaso salvado la monarquía; y los Leandros e Isidoros de Sevilla, los Ildefonsos y Julianes de Toledo, y los Braulios de Zaragoza eran astros que hubieran brillado bien aún en épocas más adelantadas en civilización. Pero era difícil que la influencia sacerdotal no fuera convirtiendo el elemento político en fuente inagotable de inmunidades, y hasta de usurpaciones. La inmunidad había de resentir también con el tiempo la pureza de la disciplina.
¿Se ha definido bien la naturaleza y carácter de aquellas asambleas que dieron tan singular fisonomía al gobierno de la nación gótica? Algunos escritores ilustrados han visto en los concilios de Toledo unas verdaderas asambleas nacionales. Nosotros creemos que no era la iglesia la que entraba a hacer parte de la nación, sino que la nación era absorbida en la asamblea de la iglesia. Eranlo casi todo el clero y el rey, poco los nobles, el pueblo nada: y la fórmula omni populo assentiente podría significar aquiescencia o beneplácito; no aprobación deliberativa. Ellas, no obstante, encerraban el germen de otras asambleas más populares que con el tiempo les habían de suceder.
Revelábase ya también bajo el imperio de los godos el genio naciente de la Inquisición, cuyo férreo brazo había de pesar tan duramente sobre España. Contaba ya siglos de existencia el cristianismo; y la religión, tan pura y tan suave en los primeros tiempos, habíala ido convirtiendo el fanatismo de príncipes y clérigos en intolerante y dura. Iglesia y trono, concilios y reyes, se mostraban perseguidores inexorables de esa raza desventurada, marcada con el sello de la venganza divina, siempre engañada, pero creyente siempre, inflexible y tenaz, propia para fatigar con su ciega inquebrantable constancia los gobiernos de los pueblos en que toman asiento. Solo un celo fanático puede explicar la conducta de un Sisebuto, llorando la sangre de los enemigos que se veía obligado a derramar en la guerra, rescatando con su propio dinero los cautivos que hacían sus soldados, y decretando al propio tiempo el exterminio de la raza judaica. «Porque, gracias a la ardiente fe del monarca, decían los padres del sexto concilio de Toledo, que no deja vivir en su reino un solo hombre que no sea católico, nadie podrá subir al trono sin pronunciar el juramento de no tolerar el judaísmo, y el que falte a él será maldito, y servirán de alimento al fuego eterno él y todos sus cómplices». Así la desesperación convirtió en vengadores terribles a los que el fanatismo se empeñaba en hacer víctimas. Si más adelante vemos a los judíos de España concertarse con los sarrracenos de África para vengar la opresión de los godos, no lo extrañemos: lo propio habían hecho antes los españoles, acogiendo a los godos por no sufrir la tiranía de los romanos. Lo hemos dicho otra vez: los pueblos rigurosamente vejados, están siempre dispuestos a cambiar de señores. Harto lo lamentaban ya los más ilustres y sabios prelados católicos.
Es un error atribuir la caída del reino godo a los vicios y demasías de Witiza y a los excesos y debilidad de Rodrigo. Hartas causas venían preparadas de atrás para ir llevando la monarquía goda a una declinación prematura. Y no era acaso la menor entre ellas la de no poder subir al trono el que no descendiera de la noble sangre goda: condición que impedía unirse en los corazones godos e indígenas, vencedores y vencidos.
Tal vez no fue Witiza ni tan irreligioso, ni tan tirano, ni tan libertino como nos le pintó la historia de su tiempo, ni tan ilustre y tan gran reformador político y moral de las leyes y las costumbres como algunos sabios críticos posteriormente nos le han dibujado. Es lo cierto, que bajo este personaje de cuestionada reputación se desarrollaron con más violencia las parcialidades, y que él bajó del trono lanzado por un partido ofendido e irritado, que aclamó y ensalzó a Rodrigo, destinado a desplomarse con la monarquía, que de años atrás venía arrastrando una existencia vacilante.
Porque los bandos intestinos capitaneados por la facción y la familia de un monarca destronado conspiraban contra los parciales y sostenedores del monarca reinante, que había sido conspirador a su vez; porque las costumbres andaban relajadas y sueltas, y la molicie tenía enervados los brazos que hubieran necesitado esgrimir con vigor las armas; porque los hijos del Dnieper y del Danubio habían perdido la energía y los instintos severos que los habían hecho conquistadores y vencedores; porque el trono se hallaba desprestigiado con las humillaciones, vivas y exacerbadas las rivalidades, y el descontento y la discordia despedazaban el estado; en tal situación no era posible que el pueblo godo pudiera resistir la impetuosa invasión de otro pueblo vigoroso y fuerte. Y este pueblo y esta invasión no habían de faltar, porque nunca falta la intervención providencial, cuando una sociedad exige ser disuelta o regenerada. Así el robusto imperio de Occidente, iniciado por el aventurero Alarico, comenzado en España por Ataúlfo, proseguido por Walia, convertido en estado bajo Teodoredo, redondeado en la Península por Eurico, esplendente bajo Leovigildo, hecho católico por Recaredo, completado por Suintila, conservado enérgicamente por Chindasvinto, restaurado por Wamba, degenerado y flaco bajo Egica y Witiza, vino a desmoronarse en un día bajo el desventurado Rodrigo.
VI
Tocó ser instrumentos de esta misión a los hijos del Profeta.
Esta vez es el Oriente el que viene a intimar al Norte que su dominación ha concluido, como antes el Norte había sido llamado a derrocar el imperio del Mediodía. Es la raza semítica que aspira a reemplazar a la raza jafética y a la raza indo-germánica. Entonces como ahora todo estaba providencialmente preparado para una gran revolución. Entonces Roma degenerada y muelle pudo oír el confuso murmullo de aquel enjambre de bárbaros, que apostados a los confines septentrionales de su imperio no esperaban sino la voz de «avancen», para lanzarse sobre él. Ahora los godos pudieron oír el sordo ruido de las formidables masas de guerreros árabes que desde las playas africanas esperaban la voz de «adelante» para cruzar el piélago y arrojarse sobre España. Un río había tenido a los godos separados del imperio romano; un estrecho de mar tenía ahora a los árabes separados del reino godo. Detenidos por las olas, pero aguijados del deseo de plantar el estandarte del Profeta en el mundo de Occidente; el miserable estado de la monarquía gótica les brindaba ocasión oportuna; la venganza y la traición les tendieron su mano, y guiados por ella surcaron el estrecho los hijos de la Arabia y los del Magreb en la primavera del año 11 del octavo siglo de la era cristiana. El sol del 30 de abril alumbró el desembarco de los nuevos huéspedes en Algeciras y al pie de la gran roca de Gibraltar, que todavía conservan poco variados los nombres que los invasores les pusieron, como si su primer paso quisiera anunciar ya la intrusión de su lengua en la del país que venían a conquistar.
No vienen estos, como los septentrionales, ganados al cristianismo. Al contrario, vienen a imponer otra religión, otro culto y otra moral. No traen por símbolo la cruz, sino la cimitarra. Su culto es el de Mahoma, su dogma el fatalismo, su moral la del deleite, su principio político y religioso el despotismo temporal y espiritual, su pensamiento acabar con toda la civilización que no sea la del Corán.
Pronto se encuentran cristianos y musulmanes; porque Rodrigo ha acudido a defender su reino de aquellas gentes extrañas, que al decir de Teodomiro no se sabe si son venidas del cielo o de la tierra. Pronto se cruzan las armas, y se empeña un terrible y desesperado combate… ¿Qué significa ese quejido de dolor que ha resonado en toda España? Es que el monarca y la monarquía goda han quedado a un tiempo ahogados en las ensangrentadas aguas del Guadalete. No la España sola, el mundo entero oyó absorto que los guerreros del Corán habían vencido a los soldados del Evangelio. Pereció el grande imperio gótico de Occidente bajo los golpes de la cimitarra de Tarik, siglo y medio después de haber muerto el de Italia al filo de la espada de Belisario. Porque apenas merece ya el nombre de resistencia la que algunas ciudades oponen a los vencedores, los cuales pasean orgullosos los estandartes del Profeta por todo el ámbito de la Península, y no tardan en ondear sobre la cúpula de la gran basílica de Toledo.
Ya no se vuelve a hablar de reino gótico; ya no hay godo-hispanos, ni hispano-romanos; la conquista ha borrado estas distinciones, que una fusión nunca completa había conservado por más de dos siglos.
Árabes y moros se derraman por todas las comarcas de la Península y la inundan como un río sin cauce. La nación ha desaparecido: ella resucitará.
Habíase detenido la inundación ante una cordillera de escarpadas rocas, a cuya espalda se escondía un pobre rincón de España, que los invasores, o no conocieron, o acaso al aspecto de su pobreza le menospreciaron. No había sin duda entre los sarracenos uno solo que supiera ni la geografía de lo presente, ni la historia de lo pasado. No hubo quien les dijera: «Mirad que detrás de esas breñas, y dentro de las estrechas gargantas y hondos valles que a vuestros ojos encubren, se esconde un pequeño pueblo que se atrevió a desafiar el poder de Roma cuando Roma era ya la señora del mundo: mirad que ese pequeño pueblo de montañeses no ha cesado de protestar por cerca de tres siglos contra la dominación de unos extranjeros que profesaban su misma fe, y que protestarán con más energía contra otros extranjeros que vienen a quitarles su patria y a imponerles una nueva fe y una nueva religión».
«Dios había querido, dice la crónica, conservar aquellos pocos fieles, para que la antorcha del cristianismo no se apagara de todo punto en España». Y así fue. Mantuviéronse allí sin ser hostilizados los bravos astures y los que de otras provincias acudieron a refugiarse al abrigo de sus riscos, el tiempo suficiente para recobrarse del primer aturdimiento, y concebir el temerario plan de resistir a las huestes agarenas en ninguna parte vencidas, y de fundar allí una nacionalidad. Ofrécese a guiarlos en tan arrojada empresa un hombre de acción y de consejo, jefe atrevido y prudente, que nunca desesperó de la causa de su religión y de su patria. Poco importa que Pelayo fuese un noble godo, hijo de un duque de Cantabria y deudo de los monarcas destronados, como afirman las crónicas cristianas, o que fuese Pelayo el Romano, Belay el Rumi, como le apellidan las historias árabes; puesto que ya no había diferencia entre godos y romano-hispanos, y todos eran cristianos y españoles, porque la patria y la fe los habían congregado allí.
Cuando el rumor de la reunión de aquellas pobres gentes llegó a oídos del walí El-Horr, y cuando Alkhaman de orden suya penetró con una hueste sarracena por entre las quebradas y desfiladeros de Asturias, Pelayo y su pequeño pueblo se recogen a hacerse fuertes en la concavidad de una roca, en la cueva de Covadonga, ignorada del mundo entonces, y conocida y célebre en el mundo después. ¿Quién podía creer que aquella cueva encerrara una religión, un sacerdocio, un trono, un rey, un pueblo y una monarquía? ¿Quién podía creer que el pueblo cobijado en aquella cueva como un niño desvalido, habría un día de abarcar dos mundos como un gigante fabuloso? ¿Ni que aquella monarquía que se albergaba tan humilde con Pelayo en Covadonga se había de levantar tan soberbia con Isabel en Granada?
Los árabes dan principio al ataque contra aquella rústica ciudadela, y se realiza el combate más maravilloso que se lee en las páginas de la humanidad. Que si los dardos agarenos no se volvían de rebote contra los mismos que los lanzaban, si las montañas y las rocas no se desplomaban contra ellos, y el terreno no se hundía bajo sus pies, si no se realizaron todos estos milagros que los escritores cristianos consignan, realizóse un prodigio que los musulmanes no han podido desmentir, el de haber aniquilado un puñado de rústicos y mal disciplinados montañeses al numeroso, organizado y nunca vencido ejército musulmán. O el favor de Dios y la protección providencial no se manifiestan nunca visiblemente en favor de una causa y de un pueblo, o no pudo ser más evidente su intervención en favor de aquella pequeña grey de fervorosos cristianos, resto dela monarquía católica pasada, y principio de la monarquía católica futura.
En efecto, la fe es la que ha alentado a esos pocos españoles a emprender esa generosa cruzada contra los sectarios del Islam, que se inicia en Covadonga. Ella es la que va a enlazar la sociedad destruida con la sociedad que comienza a nacer. Así se enlazan las edades y los principios. La conversión de Constantino a la fe cristiana fue el eslabón que unió la vieja sociedad romana con las nuevas sociedades formadas de las razas septentrionales. La conversión de Recaredo al catolicismo fue el lazo que había de unir la España gótica con la España independiente. El espíritu religioso será el que la guíe en la lucha tenaz y sangrienta que ha inaugurado. La religión y las leyes fueron, ya lo dijimos, las dos herencias que la dominación goda legó a la posteridad, y estos dos legados son los que van a sostener los españoles en esta nueva regeneración social. Tan pronto como tengan donde celebrar asambleas religiosas, pedirán que se gobierne su iglesia juxta Gothorum antiqua concilia; y tan luego como recobren un principio de patria, clamarán por regirse secundum legem Ghotorum. Así la España irá recogiendo de cada dominación y de cada edad los principios que han de ir perfeccionando su organización; y no parece sino que la Providencia estuvo deteniendo la invasión de los árabes, hasta que estuviera acabado el Fuero de los Jueces, y permitió que la invadieran a poco de haberse concluido, como sino hubiera querido privarla de su existencia pasada hasta dotarla del principio de su vitalidad futura.
Importa poco que a Pelayo le dieran o no el título de Rey antes o después de su famosa victoria. La posteridad se le ha adjudicado, y el mundo se le ha reconocido, puesto que ya no se interrumpió la sucesión de los que después de él fueron siendo reyes de Asturias, de León, de Castilla, de España y de los dos mundos.
Aquella congregación de militares, labradores, pastores, sacerdotes y artesanos, fue atreviéndose a descender de las empinadas sierras, y a ocupar poco a poco los valles y los llanos, donde se ejercitan en las armas, apacientan ganados, desmontan terrenos, cortan maderas de los bosques, y edifican primero templos y después casas; porque para aquellos piadosos montañeses primero es construir moradas para Dios que viviendas para los hombres. De todas partes confluyen cristianos a aquel asilo de la independencia, y llevando cada cual una industria, un oficio o una espada, aumentan y fortalecen la población, fundan una pequeña capital correspondiente a la pequeñez del reino, y se preparan a mayores empresas.
No era mediado aún el octavo siglo, cuando sintiéndose estrechos en tan reducidos límites, y considerándose bastante fuertes para no necesitar de sus rústicos atrincheramientos, salieron a desafiar a los árabes en los campos y pueblos por ellos dominados. El hacha de Carlos Martel hace cejar a los musulmanes por la parte de la Aquitania Gótica que habían invadido, amenazando al corazón de la Francia, y difundiendo el espanto por toda Europa, y Alfonso el Católico de Asturias emprende una serie de gloriosas excursiones, llevando el terror y la devastación delante de su espada, a tal punto que los mismos sarracenos le nombraban Alfonso el Temido y el Matador de gentes. Las armas cristianas recorren la Galicia y la Lusitania, los campos Góticos, la Cantabria y la Vasconia hasta los Pirineos occidentales. Sin embargo, estas conquistas no pueden tener el carácter de permanentes. Harto hace Alfonso I en enseñar a los infieles que no es solo al amparo de los riscos donde saben vencer los cristianos, en poner en contacto a los fieles de uno y otro extremo del norte de la Península, y en señalar a sus sucesores el camino de la restauración.
La destrucción ha sido grande, y la nacionalidad tiene que irse reconstruyendo lentamente: el árbol que retoña al pie de la centenaria encina arrancada por el furioso vendaval en un día de borrasca, no puede crecer de repente. Pasa, pues, medio siglo y cinco reinados oscuros desde las brillantes y pasajeras correrías de Alfonso el Católico, hasta las adquisiciones permanentes de Alfonso el Casto, el cual llega a medirse con Carlomagno, la figura más gigantesca de aquellos tiempos, y pacta ya formales treguas con el emir de Córdoba, como de poder a poder.
Llega el siglo nono, y otro tercer Alfonso, llamado con justicia el Grande, lleva sus huestes hasta más allá del Guadiana, y hace brillar las armas cristianas ante los muros de Toledo. El jefe del imperio musulmán se humilla a solicitar de él una paz solemne, y el tercer Alfonso designa ya a sus hijos la ciudad de León como residencia futura de los monarcas cristianos.
A la voz de Asturias respondió pronto el eco de Navarra, y el pendón de la fe que se enarboló en las cumbres de los Pirineos occidentales no tardó en tremolar también en el Pirineo Oriental. Pero faltaba al pueblo cristiano un centro de unidad de acción. Cada comarca gustaba de pelear aisladamente y de cuenta propia; sujetábanse tal cual vez unos a otros de mal grado, y los reyes de Asturias no podían recabar de los cántabros y vascos sino una dependencia o nominal o forzada. Era el genio ibero que había revivido con las mismas virtudes y con los mismos vicios, con el mismo amor a la independencia, y con las mismas rivalidades de localidad.
Por fortuna no andaban los conquistadores más acordes y avenidos. A la unidad momentánea de impulsión, que los hizo irresistibles como invasores, sucedieron luego las antipatías de raza y los odios de tribu que ya dejaron implantados los primeros jefes de la conquista. Además de las diferencias entre árabes, sirios y egipcios, los mismos árabes, especie de aristócratas privilegiados, se dividían en varias categorías, según que sus razas se aproximaban más en origen a la del Profeta, o que conservaban más puras las tradiciones del Islam. Y todos tenían contra sí a los africanos berberiscos, conquistados antes por ellos, sus aliados forzosos después, más groseros y menos creyentes, que no desaprovechaban ocasión de vengar con ruda animosidad su mal tolerada dependencia. La distancia que separaba la Península del gobierno central favorecía el desarrollo de sus discordias, pues tenían tiempo para devorarse entre sí los musulmanes de España, antes que la acción del gobierno superior, debilitada con la larga escala que tenía que recorrer, pudiese aplicar el oportuno remedio.
La angustia misma de su situación les sugirió el pensamiento de fundar en España un imperio independiente del de Damasco. Pronto las playas de Andalucía resuenan con un grito de regocijo y con una aclamación de entusiasmo. Era que saludaban al joven Abderrahmán ben Merwan ben Moawiah, de la ilustre estirpe de los Beny-Omeyas de la Arabia, único vástago de su esclarecida familia que había librado milagrosamente su garganta de la tajante cuchilla de los Abbasidas. Este tierno prófugo, cuya juventud era un tejido de azares dramáticos y de episodios novelescos, fue el escogido por las tribus árabes y sirias para ocupar el trono del futuro califato español, y venía desde el fondo del desierto a tomar posesión del solio.
Funda, pues, Abderrahmán el imperio de los Ommiadas, la dinastía más brillante que ocupó jamás los tronos del mundo: y la raza árabe, noble, ardiente y generosa como sus corceles, se sobrepone a la raza berberisca, inquieta, turbulenta y pérfida como los númidas sus antepasados.
Realiéntase y se vigoriza con esto el imperio muslímico español, pero no por eso desmaya el denuedo ni se entibia la fe de los cristianos. Antes bien principia más propiamente ahora esa grande epopeya de dos pueblos caballerescos, que se odian por religión y que rivalizan en arrojo en la pelea. Lucha sublime, en que se ve el ardor y la sangre de la Arabia en pugna incesante como el estoicismo cristiano de los hijos de Occidente: escenas africanas mezcladas con las tiernas emociones del cristianismo: mahometanos que se arrojan a la muerte con la confianza de alcanzar el paraíso, y cristianos que pelean alentados con la esperanza de ganar el cielo: ejércitos que se contemplan protegidos por la sombra del pendón de Ismael, y combatientes a quienes amparan los brazos de una cruz: la superstición mezclada en unos y otros con la fe, y unos y otros apellidándose infieles y descreídos: la Europa y el mundo, el cielo y la tierra esperando el desenlace de esta grande Iliada, que aguarda todavía un Homero cristiano que la cante dignamente. El tiempo dirá quién mostró ser más poderoso, si el Alá de los islamitas o el Dios de los cristianos, si Mahoma o Jesucristo, si el Corán o el Evangelio, si la cimitarra o la cruz.
Verdaderamente al contemplar el gran desarrollo, el engrandecimiento y poderío que alcanzó el imperio mahometano de España bajo la dominación de los Ommiadas, de aquellos esclarecidos Califas que ocuparon el trono de Córdoba desde mitad del octavo hasta entrado el undécimo siglo; de aquellos príncipes filósofos y guerreros, estirpe privilegiada, de que apenas salió algún vástago que no mereciera un lugar distinguido en la galería de los grandes jefes de los imperios: al ver las huestes agarenas franquear los Pirineos, invadir la Aquitania franca, tomar a Narbona, incendiar los arrabales de Marsella, hacer al África una dependencia de España y dominar a uno y a otro lado del Mediterráneo: al ver a los Césares de Bizancio y a los emperadores de Alemania, los Teófilos y los Otones, enviar embajadas solemnes, con demandas de auxilio o proposiciones de alianza y amistad, a los Abderrahmanes de Córdoba: al ver aquellas masa innumerable de guerreros que a la voz del alghied o guerra santa se congregaban, reunidos los estandartes de España con los de África (gran depósito de reserva y retaguardia invulnerable del imperio), para atacar a los pobres cristianos que ocupaban unos retazos de esta península, allende el Ebro o del otro lado del Duero, parece inverosímil, ya que no imposible, que los soldados del cristianismo se atrevieran a medir sus fuerzas con tan gigantesco y formidable poder.
Y sin embargo hiciéronlo así. Y el éxito fue mostrando que no hay triunfo imposible cuando la causa es justa, ni empresa temeraria cuando se acomete con arrojo, se sostiene con perseverancia y se prosigue con fe. A los Abderrahmán, a los Alhakem y a los Hixem, oponían los cristianos los Ramiros, los Ordoños y los Alfonsos; Almudhafar se encontraba con un Fernán González; y si los sarracenos contaban con un Almanzor, el Victorioso, no les faltaba a los cristianos un Rodrigo el Campeador.
En todos los extremos de la Península resonaba un mismo grito de independencia: en cada territorio se organizaba un pequeño estado que servia de antemural al torrente de la dominación. Los reyes de León sostienen como buenos el honor de las armas cristianas. En Castilla se constituye un condado, que después ha de ser reino, destinado a soportar el peso de la contienda. Las fronteras de Castilla y de León, mil veces ganadas y perdidas por árabes y españoles, sirven por cerca de dos siglos de baluarte a la cristiandad. En Navarra los Garcías y los Sanchos dilatan prodigiosamente los límites de aquel pequeño reino, de origen oscuro y cuestionado. En los Pirineos orientales, sobre el cimiento de la Marca Gótica, fundada por Carlomagno y Luis el Pío, se erige el condado de Barcelona, que franco primero, español después, y cristiano siempre, ocupado sucesivamente por los Wifredos, los Borreles, los Berengueres y los Ramones, forma otro dique en que va a romperse el oleaje de las algaradas muslímicas: dique que se ensancha hasta incorporarse con Aragón, cuyo estado ven nacer los Ommiadas antes de la disolución de su imperio.
A la segunda mitad del siglo X, bajo Abderrahmán III y Alhakem II, llega el Califato a un grado asombroso de grandeza y de esplendor. El primero es el reinado de la conquista y de la magnificencia; el segundo es el imperio de las letras y de la cultura. Abderrahmán III, el Magnífico, el primero que toma el título de Califa a imitación de los de Damasco, el Imán, el Emir Almumenín, acaba con todas las sediciones intestinas, gana a Toledo, último atrincheramiento de los rebeldes, destruye en África los califatos de Fez y de Cairwán, y teniendo con una mano sujeta el África, y ejerciendo con otra un protectorado discrecional sobre todos los estados cristianos de España, ve desde el fantástico palacio de Zahara, mansión de maravillas, de voluptuosidad y de deleites, postrarse a sus pies embajadores de los Césares de Oriente y de los emperadores del norte de Europa, venir a solicitar su amistad los representantes de los soberanos de Francia, de Borgoña y de Hungría, acogerse a su patronato y apoyo el conde de Barcelona y el rey García de Navarra, a Sancho el Gordo de León ir a buscar a Córdoba los recursos de la medicina y la tutela del califa, a Ordoño IV el Malo pedir un rincón del vasto imperio musulmán en que acabar triste y oscuramente sus días: aliados, en fin, cuya flaqueza le garantiza su fidelidad o protegidos que le debían su corona y le retribuían una dependencia y sumisión moral. Alhakem II, amparador de las letras y protector de los doctos, sustituye las bibliotecas a los campos de batalla, los cantos poéticos al ruido de los atabales, los certámenes literarios a los combates sangrientos, y las academias a los triunfos del alfanje; lleva a las musas a habitar a su alcázar, y sus graciosas esclavas Rhedya, Aischa y Maryem, recuerdan las Safos, las Aspasias y las Corinas de los bellos tiempos de Grecia. Era el uno el César, y el otro el Augusto del imperio musulmán. Desgraciada estrella tenía que lucir a los cristianos.
Eclípsase esta casi totalmente con Almanzor, el grande, el guerrero, el victorioso; genio privilegiado y conjunto admirable de tacto político, de talentos literarios y de intrepidez bélica; que en veinte y cinco años gana cincuenta batallas a los cristianos, cayendo sobre ellos como un meteoro abrasador de incierto rumbo, y reduciendo su reino casia los estrechos confines del tiempo de Pelayo. Las campanas de la catedral de Compostela son trasportadas a Córdoba en hombros de cautivos cristianos para servir de lámparas en las naves de la grande aljama, y hasta las reliquias de los santos y los huesos de los mártires, conducidos por monarcas fugitivos, van a buscar un altar seguro en las cuevas y rocas inaccesibles de Asturias.
No hay al parecer medio humano que pueda salvar la causa de la independencia y la causa del cristianismo. Pero le habrá: porque no es la civilización de Mahoma la que está llamada a alumbrar la humanidad, ni el astro que ha de guiarla en su carrera. Caerá el coloso, porque la Providencia vendrá otra vez en ayuda de este pobre pueblo, que por lo menos ha tenido el mérito de no desconfiar nunca de la justicia y de no desmayar jamás en la fe.
La común necesidad y peligro inspira a los príncipes cristianos el pensamiento, aunque harto tardío, de la unión; y deponiendo rivalidades y discordias, se determinan a arriesgar en una batalla y a jugar en un día sus comunes destinos, los destinos de ambos pueblos, los destinos de la cristiandad. Los ejércitos se avistan, se encuentran en los campos de Calat-Añazor (la cuesta de las Águilas), y se traba la terrible pelea… O las ataqueviras de los soldados de Mahoma no han llegado a Alá, o Alá ha sido impotente ante el Dios de los cristianos, y Almanzor el Victorioso ha dejado de ser el Invencible. Almanzor deja de existir y es enterrado en Medinaceli, en la caja de polvo que había ido recogiendo del que sacaba en sus vestidos en cada batalla. Aquel polvo cubría veinte y cinco años de gloria suya y un día de gloria para los cristianos. El desastre de Guadalete ha sido vengado en Calat-Añazor. Ahora como entonces se oye un quejido de dolor en toda España; pero ahora es la España musulmana la que se lamenta. La España cristiana hace resonar las bóvedas de sus templos con el himno sagrado que la iglesia destina a dar gracias a Dios por las prosperidades de la cristiandad.
Con razón se vistió de luto el pueblo musulmán, porque la muerte de Almanzor era la muerte del imperio. Su desprestigiado califa Hixem, soberano sin autoridad y niño de por vida, esclavo en su alcázar y rodeado de muchachos y de jóvenes y mujerzuelas, sirve ya solo de miserable juguete a los que se disputan la herencia de un trono, ni vacante en realidad, ni en realidad ocupado; pregónanle muerto o le proclaman vivo o resucitado, le enseñan o le esconden al pueblo a manera de maniquí, según conviene a las miras de un pretendiente astuto o de un eunuco de palacio. El trono de Córdoba se hace presa del más atrevido usurpador, como el de Roma en tiempo del Bajo Imperio. Se desencadena el odio de tribus, y se devoran entre sí disputándose con horroroso encarnizamiento los despojos del Califato que se desmorona. Desaparece la noble raza de los Beny-Omeyas, y sobre las ruinas del poco ha tan soberbio imperio, se levantan tantos reyezuelos como son los valíes y las ciudades musulmanas.
Entretanto los monarcas cristianos se contentan con ser solicitados por los competidores al trono musulmán, con inclinar la balanza al lado donde arrojan su espada, y con hacer reyes a los mismos que pudieran hacer vasallos. Sin embargo se restaura la basílica de Compostela; León se reconstruye; los desmantelados muros de Zamora se reedifican. Alfonso V de León puede celebrar ya un concilio en la resucitada ciudad. Los Berengueres de Cataluña dominan desde Rosas hasta la embocadura del Ebro. Aragón se constituye. Sancho el Mayor de Navarra dilata prodigiosamente su diminuto estado. Padre de reyes y repartidor de reinos, hace a Fernando primer rey de Castilla. Fernando se ciñe las dos coronas de Castilla y de León, y somete a tributo a los emires independientes de Toledo, Zaragoza, Badajoz y Sevilla. Por último, Alfonso VI., rey de Castilla, de León y de Galicia, se apodera del primero y más inexpugnable baluarte de la España sarracena, de la inmortal Toledo. La antigua corte de la España gótica vuelve a ser la capital de la España cristiana. Es el 25 de mayo de 1085.
VII
El imperio ommiada ha caído. Se ha desplomado desde la cumbre del poder, casi sin declinación, casi sin gradación intermedia entre su mayor grandeza y su total ruina. ¿Cómo descendió desde la cúspide al abismo? El prodigio de su engrandecimiento explica el de su caída. Las relevantes cualidades y especiales talentos de sus califas lo habían hecho todo. La grandeza moral del pueblo no existía; estaba toda en el jefe del estado. El peso del edificio cargaba sobre la cabeza. Faltó el jefe, y con él se desplomó el imperio como una estatua sin pedestal.
No era esto solo. Vivían inextinguibles las antipatías de casta y de tribu, de origen, de costumbres, de inclinaciones y de creencias. Las eternas rebeliones de los Hafsún y de los Caleb; trasmitidas de generación en generación, probaban que la raza feroz de los hijos del Atlas ni transigía ni perdonaba jamás a la raza más culta de los hijos del Yemen. El África había enviado hombres a los soberanos de Córdoba, mientras meditaba cómo enviarles señores. Y tan pronto como halló ocasión, esa raza indómita, que tuvo el privilegio de conservar los instintos salvajes en medio de un pueblo civilizado, destruyó con su propia mano los brillantes mármoles de los palacios de Córdoba, holló con su ruda planta los elegantes jardines de Zahara, e hizo hogueras de la biblioteca de Merwan, adquirida a precio de oro. Vándalos del Mediodía, hicieron con Córdoba lo que con Roma ejecutaron los bárbaros del Norte. Acababan los árabes y comenzaban los moros.
Mahoma cometió un olvido imperdonable al fabricar la constitución del imperio. No hizo una ley de sucesión al trono. Y los califas, abrogándose la facultad de elegir sucesor de entre sus hijos o deudos, sin atender ni a la primogenitura ni aún a la estricta legitimidad, prefiriendo a veces un nieto a los hijos, o un postrer nacido a los hermanos primogénitos, pocas veces dejaron de ver ensangrentadas las gradas del trono por los miembros postergados de aquellas familias que la poligamia hacia tan numerosas, y las guerras comenzaban por domésticas y concluían por civiles. Los godos y los cristianos de los primeros tiempos de la restauración sufrieron por la misma falta iguales inquietudes. ¡Cuánto tardaron los hombres en conocer las ventajas de esa institución, menos bella pero menos fatal, de la sucesión hereditaria!
¿Qué representaba el pueblo musulmán al lado del pueblo cristiano? El uno el triple despotismo de un hombre, a la vez monarca, pontífice y jefe superior de los ejércitos. La nación no existía; era una congregación de esclavos, en que todos lo eran menos el señor de todos. Aparte del fanatismo religioso, ¿qué aliciente tenían para ellos las fatigas de una eterna campaña?
Sabían que desde Mahoma hasta la consumación del imperio, su condición, inmutable como la ley, no había de variar nunca; esclavos siempre; ni una franquicia que adquirir, ni una institución que ganar. ¡Ay de ellos si se atrevían a quejarse de que el botín de sus triunfos sirviera para las prodigalidades de un califa, que desde el artesonado salón de su suntuoso alcázar le repartía entre las poetisas que le adormecían con el arrullo de sus versos o de sus cantos, o de que distribuyera la sustancia del pueblo entre las esclavas que le enloquecían con estudiados placeres, o de que las rentas anuales de una provincia fueran el precio del collar que destinaba a la garganta de una odalisca de ojos negros! Las cabezas de los que tal murmuraran rodarían por el suelo, cualquiera que fuese su número, y no faltarían poetas que ensalzaran a las nubes las virtudes y aún la piedad del soberano.
Los cristianos representaban el triple entusiasmo de la religión, de la patria y de la libertad civil. Pues al paso que peleaban por la fe, luchaban por rescatar su nacionalidad, y ganando la sociedad ganaba también el individuo y conquistaba franquicias y derechos. Este triple entusiasmo, en oposición a la triple esclavitud de los musulmanes, necesariamente había de infundir más vigor en aquellos. Los viejos cronistas han hecho mal en recurrir al milagro para explicar cada triunfo de los cristianos.
Si disuelto el imperio ommiada no acabaron de expulsar las razas mahometanas, culpa fue del heredado espíritu de individualismo y de sus incorregibles rivalidades de localidad. Las envidias se recrudecieron después del triunfo de Calat-Añazor, y los reinados de Sancho y García de Navarra, de Ramiro de Aragón, de Fernando, Sancho, Alonso y García de Castilla, León y Galicia, todos parientes o hermanos, presentan un triste cuadro de enconos y rencores fraternales, en que parece haberse desatado completamente los vínculos de patria y borrado del todo los afectos de la sangre. Los hermanos se arrojan mutuamente de sus tronos, y los hijos de un mismo padre se clavan las lanzas en los campos de batalla. Ni a las hermanas escudaba la flaqueza de su sexo, y viose a Urraca y Elvira inquietadas por un hermano en los dos rincones que su padre les adjudicara para que les sirviesen de pacífico retiro. Y como si fuese necesario poner el cebo más cerca de la ambición y de la envidia, los padres, al morir, partían el reino en tantos pequeños estados como eran sus hijos. Fernando de Castilla no escarmentó en los desastres del error de su padre: cayó en el mismo y a igual falta correspondieron iguales calamidades. Merced a estas funestas particiones, se encontró la España cristiana, reducida y pobre como era todavía, dividida en seis estados independientes. Por fortuna era harto mayor el fraccionamiento de la España mahometana y el mayor desconcierto de la una era la salvación de la otra.
Aunque supongamos hija de la necesidad y obra de la política aquella desdeñosa tolerancia que en los dos primeros siglos de lucha usaron los conquistadores con los conquistados, permitiendo a los cristianos el libre ejercicio de su religión y de su culto los mismos que venían a imponerles otro culto y otra religión, no por eso deja de ser admirable aquel prudente contenimiento tan desusado de los pueblos conquistadores. Y seria un espectáculo singular ver en las grandes poblaciones alternar el escapulario del monje cristiano con el turbante del musulmán, y al tiempo que el sonido de la campana convocaba a los fieles al sacrificio de la misa o a oír la predicación del sacerdote de Cristo, la voz de los muecines estar llamando a los hijos del Profeta desde lo alto de un alminar a rezar su azala en la mezquita o a oír el sermón a su alchatib.
Mas tan extraña tolerancia cambió al fin en cruda persecución. San Eulogio, el campeón impertérrito de la fe, nos ha dejado consignadas en sus preciosas páginas las glorias de los mártires de Córdoba. ¿Sería acaso que él mismo, y otros celosos apologistas, como Álvaro, Cipriano, y Sansón, provocaran al martirio como el único medio de atajar la propensión que en los mozárabes de aquel tiempo se notaba a dejarse arrastrar del ascendiente de la civilización de los árabes, y a fundirse en la población musulmana por el idioma, por las costumbres, por los trajes, por la literatura, y hasta por los matrimonios? Si tal fue su intento, lográronle cumplidamente, porque la sangre de los mártires abrió de nuevo un abismo entre los dos cultos y entre los dos pueblos, que por otra parte rivalizaban en espíritu y en celo religioso.
Si en Córdoba se levantaba una soberbia aljama o mezquita, más grandiosa que todas las de Occidente y rival en suntuosidad con la gran Zekia de Damasco, lugar santo de peregrinación para los musulmanes como la Meca, en Compostela se erigía una gran basílica, se descubría el sepulcro del santo apóstol Santiago, y los piadosos cristianos acudían allí en peregrinación como a Jerusalén o a Roma. Si cada emir y cada califa enriquecía o agrandaba el gran templo, o construía nuevas mezquitas y las dotaba con gruesas sumas de dinares de oro, cada obispo y cada monarca cristiano dotaba con esplendidez una iglesia, o levantaba una catedral o fundaba un monasterio. Si el alghied publicado desde el almimbar o púlpito alentaba a los soldados del Profeta a emprender con vigor una campaña, los soldados de Cristo entraban con ardor en el combate invocando al santo patrono Santiago, a quien veían en los aires caballero en un soberbio corcel y armado de reluciente espada, bajar a ayudarlos en la pelea y a derribar millares de infieles bajo los pies de su caballo; o bien era San Millán, que se aparecía entre-nubes con vistoso traje y armado de todas armas, o bien San Jorge en caballo blanco y con cruz roja; visiones saludables que les valieron más de un triunfo. Y si la verdad histórica no admite el milagro de Clavijo bajo el primer Ramiro, solo aquella fe les pudo proporcionar otra victoria en el mismo lugar bajo el primer Ordoño.
Encontrábanse en las batallas los alfaquíes y alchatibes musulmanes con los sacerdotes y obispos cristianos, unos y otros llevando sobre la vestidura sagrada el armamento del guerrero. En Valdejunquera dieron muerte los cristianos a dos doctores del Islam, y los muslimes hicieron prisioneros a dos obispos cristianos. Cuando el conde Armengol de Urgel llegó con sus catalanes cerca de Córdoba, para auxiliar al árabe Muhammad contra el berberisco Suleimán, tres prelados le acompañaban en esta singular cruzada, y todos tres sucumbieron con su jefe peleando como soldados. Si el pueblo ve después sin sorpresa en el siglo XV al arzobispo de Toledo capitanear los escuadrones rebeldes del príncipe Alfonso contra las huestes de Enrique IV de Castilla; si en el siglo XVI el más eminente cardenal de España no tuvo por ajeno de su estado ordenar el asalto de Orán con la espada del guerrero ceñida sobre el sayal del franciscano; si más adelante se vio sin maravilla una legión de clérigos comandados por un obispo defender las libertades de Castilla en los campos de batalla contra los ejércitos imperiales del gran Carlos V; si en el siglo XIX hemos visto a los ministros del altar blandir la lanza y acaudillar guerreros contra las legiones de un invasor extraño, y hasta en nuestras contiendas civiles cambiar la vestidura sacerdotal por la armadura bélica, fuerza es reconocer lo que encarnó en esta clase la costumbre adquirida en aquellos tiempos de celo religioso.
Los pueblos que así competían en devoción no podían competir lo mismo en civilización y en cultura. Los árabes con su natural viveza se habían lanzado a la conquista de las letras con el mismo ardor que a la conquista de las armas, y el pueblo muslímico español era un hijo emancipado de aquella Arabia que heredó las riquezas literarias de Egipto, de Grecia, de Roma y de la India. Los califas de Occidente se propusieron que la corte de Córdoba no cediera en brillo intelectual a la de Bagdad, la ciudad de los ochocientos médicos, y dela universidad de los seis mil alumnos. Abderrahmán III supo fomentar los diversos ramos del saber humano tanto como Alraschid, y Alhakem II no sería acaso inferior a Almamum, el más espléndido y el más sabio de los Abbasidas. Los cuatrocientos mil volúmenes de la biblioteca Merwan son un testimonio del asombroso impulso que dieron a la literatura los soberanos Ommiadas. Llevaban tras sí aquellos califas aún en las expediciones militares gran séquito de médicos, astrónomos, filósofos, historiógrafos y poetas, y do quiera que el jefe del imperio se moviese era como un planeta que se divisaba de lejos por el brillo que le rodeaba o por el rastro de luz que iba dejando. Examinaremos no obstante en nuestra obra aquella cultura intelectual, y veremos si tenía tanta parte de gusto, de raciocinio y de solidez, como de artificio, de atrevimiento y de imaginación. Y veremos también el influjo que ejerciera aquella literatura y aquel idioma en la literatura y en el idioma español.
De todos modos no podía el pueblo cristiano-español nivelarse en este punto al hispano-arábigo, reducido como quedó aquel con la invasión a la infancia social. Y antes era para él ganar comarcas que crear colegios, primero era existir que filosofar, y la espada era más necesaria que la pluma. Así con todo, desde Alfonso el Casto que señaló ya en el siglo IX el cimiento de que había de arrancar la nueva organización del pueblo hispano-cristiano, hasta el XI que marcó una era de mejoramiento material y moral, no dejó de hacer los adelantos relativos que su condición y la vida activa de la campaña le permitían.
¿Y qué fue de aquella exquisita y refinada cultura oriental que tanto lustre dio al imperio Ommiada? Sostenida como él por los califas, se desplomó con su material grandeza. Oscurecerán su brillo póstumo las dominaciones pasajeras de los Almorávides y de los Almohades. En Granada se dejará ver un resplandor que desaparecerá al aproximarse la radiante cruz de los cristianos, y el África volverá a recoger los restos fugitivos de un pueblo que fue culto, y que no hará ya sino vegetar en la barbarie allá en los desiertos de donde había salido. Así se cumplirá aquella profecía que la indignación arrancó a un cierto Takeddin cuando dijo: «Dios castigará en la segunda vida a Almamum, porque ha convertido hacia las ciencias profanas la piedad de los musulmanes». No sabía este celoso ismaelita que no era la piedad del Corán y la civilización de la esclavitud la llamada a alumbrar el género humano.
En cambio conquistaba él pueblo cristiano preciosas adquisiciones políticas y ganaba inapreciables derechos civiles. Gloria eterna será de España el haber precedido a las grandes naciones de Europa en la posesión de esos pequeños códigos populares que dieron a las corporaciones comunales, a los vecinos, artesanos y cultivadores, un influjo y un poder que no habían tenido en la antigua sociedad germánica, ni le tenían aún en los estados europeos de ella nacidos. Aparecen pues los Fueros de León y de Castilla, los Usages de Cataluña, y las cartas municipales: la iglesia restablece sus concilios, y el elemento popular entra a hacer parte de los poderes del Estado, merecida recompensa que los príncipes otorgan a los pobladores de una ciudad fronteriza de continuo combatida por el enemigo y defendida siempre con vigor, o mercedes hechas por servicios heroicos prestados por los pueblos al trono y al país. A la libertad individual de los godos suceden las libertades comunales y las franquicias civiles, y la España al paso que reconquista va marchando también hacia su reorganización.
A pesar del fervor religioso que daba impulso y vida al movimiento de la restauración, la corte romana no había extendido a la española el influjo y la omnipotencia que ejercía en los estados cristianos de allende el Pirineo. La nación proveía a su gobierno y sus necesidades, y la iglesia celebraba sus concilios convocados por el monarca, de la misma manera que lo había hecho la iglesia gótica. Por primera vez después de diez siglos, se pone un reino de España bajo la dependencia inmediata de la corte pontificia. Un rey de Aragón hace su reino tributario de Roma, y otro monarca aragonés, amenazado con los rayos espirituales del Vaticano, se ve obligado a hacer penitencia pública, y a restituir a la iglesia los bienes que llevado de un celo religioso había tomado para subvenir a los gastos de la cruzada contra los sarracenos. Más tarde deja penetrar Alfonso VI en la iglesia y reino de Castilla la doctrina de la soberanía universal de los papas, tan arrogantemente sostenida por Gregorio VII, el gran invasor de los poderes temporales. El campo escogido para esta primera tentativa fue el reemplazo del breviario gótico o mozárabe, tan querido de los españoles, por la liturgia romana. En vano clamó el pueblo porque se le conservara un ritual, que miraba como el símbolo de sus glorias. El clamor popular, el juicio de Dios, y la prueba del fuego, que se pronuncian en favor del rito Toledano, se estrellaron contra la obstinación del monarca, que resuelto a complacer al pontífice, decretó la abolición del breviario mozárabe y la adopción del romano. El pueblo, entre indignado y lloroso, exclamó: Allá van leyes de quieren reyes. Y la frase adquirió desde entonces en España una celebridad proverbial. Las vicisitudes que desde esta primera victoria del poder papal sobre los reyes y las libertades de la iglesia de Castilla experimentó en lo de adelante, según las ideas de cada siglo y el humor de cada monarca, forman una parte muy esencial de la historia de nuestro pueblo.
Bajo la influencia de una reina francesa y a la sombra de un primado de Toledo, también francés, y monje de Cluny como Gregorio VII, hace al propio tiempo su irrupción en Castilla la milicia Cluniacense, que al poco tiempo invade las mejores sillas episcopales de la iglesia española. Y bajo el mismo influjo dos condes franceses, soldados aventureros que vienen a buscar fortuna a España, obtienen la mano de dos princesas españolas, y se hacen troncos de dos familias de reyes, de Portugal y de Castilla.
VIII
Era destino de España tener que luchar y combatir siglos y siglos; con extrañas gentes antes de alcanzar su independencia, con sus propios hijos antes de lograr la unidad.
Cuando derrocado el imperio Ommiada y conquistada Toledo, parecía no restar a las armas cristianas sino volar de triunfo en triunfo, viene otra irrupción de bárbaros mahometanos, los africanos Almorávides, numerosos como las arenas del mar que han atravesado. Terribles fueron sus primeros ímpetus. En Zalaca hacen rodar las cabezas de cien mil guerreros cristianos, y en Uclés perece la flor de la nobleza castellana, y pierde Alfonso su tierno hijo Sancho, único heredero varón del trono de Castilla, luz de sus ojos y solaz de su vejez, como él le llamaba. No sucumbió, pero alejóse por indefinidos tiempos el triunfo de la independencia española.
Y cuando parecía que el enlace de Urraca de Castilla con Alfonso de Aragón habría de ser el lazo que uniera ambas coronas y el preludio de una próxima unidad nacional, frústranse todas las esperanzas y fallan todos los cálculos de la prudencia humana. El genio impetuoso y áspero del aragonés, y las facilidades y distracciones poco disimuladas de la reina de Castilla, convierten el consorcio en manantial inagotable de discordias y agitaciones, de guerras y disturbios, de tragedias y calamidades sin cuento, en Castilla y Aragón, en Galicia y Portugal, entre esposo y esposa, entre madre e hijo, entre princesas hermanas, entre prelados y nobles, entre vasallos y soldados, de todos los reinos, de todos los bandos y parcialidades: laberinto intrincado de bastardas pasiones, y episodio funesto que borraríamos de buen grado de las páginas históricas de nuestra patria. Matrimonio fatal, que difirió por más de otros trescientos años la obra apetecida de la unidad española; hasta que otra reina de Castilla y otro rey de Aragón, más virtuosos y más simpáticos, y unidos en más feliz consorcio, enlazaran indisolublemente las dos diademas. ¡Pero han de trascurrir trescientos años todavía!
Por ventura ese mismo monarca aragonés, grande agitador de la Castilla, revuelve luego sus armas contra los infieles, y dase tal prisa a batallar que con razón se le aplica el sobrenombre de Batallador. Conquista a Zaragoza de los Almorávides, la hace capital del reino, y ensancha el Aragón hasta los términos que hoy tiene. Veníanle estrechos al hazañoso aragonés los límites de la Península, y con igual arrogancia salva las Alpujarras y saluda las costas del otro continente, que franquea los Pirineos y toma a Bayona. La batalla de Fraga privó a España de este robusto brazo.
Una solemne fiesta religiosa se celebraba en la catedral de León poco antes de mediar el siglo XII. Un personaje, que llevaba en sus hombros una rica vestidura primorosamente trabajada, era conducido al altar mayor entre el rey de Navarra y el prelado de la diócesis. Colocábase en sus manos un cetro; en su cabeza una corona imperial de oro puro guarnecida de piedras preciosas. Entonábase el Te Deum, y las bóvedas del soberbio santuario resonaron al grito de: ¡Viva el emperador Alfonso! España tenía ya un emperador y este emperador era el hijo de Urraca, Alfonso VII, que sin ser más que rey de Castilla se encontraba una especie de rey de reyes y jefe de príncipes y soberanos. Rendíanle vasallaje los emires de las principales ciudades musulmanas: el rey monje de Aragón se había puesto bajo su dependencia: el de Navarra le daba por su mano la investidura imperial: reconocíanle su primacía los condes de Barcelona, de Portugal, de Tolosa, de Provenza y de Gascuña, y el imperio castellano se extendía desde el Tajo hasta el Ródano, y desde Lisboa hasta Burdeos. ¡Admirable engrandecimiento, que no era de esperar tras el turbulento y aciago reinado de Urraca! «¡Por Dios vivo, exclamó el rey Luis el Joven de Francia, cuando vino a visitar a Toledo, que no he visto jamas una corte tan brillante, y que sin duda no existe igual en el universo!». Aún rebajando la parte hiperbólica con que acaso el esposo de Constanza quisiera lisonjear a su suegro Alfonso, dedúcese todavía la brillantez que había alcanzado la corte de Castilla, tan modesta no hacía muchos años.
Verifícanse a poco importantes cambios en la España cristiana. La unión de Aragón y Cataluña bajo un solo cetro hecha en sazón oportuna por medio de un acertado matrimonio, convierte los dos estados en un vasto y poderoso reino, que veremos irse saliendo fuera de sí mismo, difundirse por Europa, dominar en el Mediterráneo, dar reyes a Nápoles y Sicilia, agregar coronas a coronas, y traer a España la mitad de Italia.
En cambio Portugal se emancipa de Castilla y se erige en reino independiente. Desde entonces aquel reino, especie de jirón violentamente rasgado del manto real de España, florón arrancado de la corona de Castilla, enmienda hecha por los hombres a las leyes naturales de la geografía, o sirve de embarazo para la grande obra de la unidad, o de manzana de discordia disputada con éxito vario hasta los tiempos de los Felipes de Austria, acá ya en los siglos XVI y XVII.
Aún sufre mayores trasformaciones la España sarracena. El África era en aquellos siglos para España lo que en otros tiempos había sido la Germania para el imperio romano: semillero inagotable de razas, de tribus y de pueblos, dispuestos a invadirla sucesivamente, siendo aquí como allí los que venían detrás los más agrestes y feroces. Allí eran godos, suevos, vándalos, francos y hunos: aquí eran árabes, sirios, egipcios, Ommiadas, Almorávides y Almohades. Todos habían venido ya menos estos últimos, los discípulos y sectarios de El Mahedy, nuevo profeta que se anunciaba como apóstol y gran reformador de los musulmanes degenerados y corrompidos. Los Almorávides atacaron aquellos cismáticos del dogma muslímico, pero más afortunados o más fogosos los unitarios o Almohades, les toman sucesivamente a Tremecén, Fez, Salé, Tánger, Ceuta y Marruecos, que hacen la capital del imperio. La consecuencia inmediata de cada nueva dominación que se levantaba en la Mauritania era la invasión de la península española; y Abdelmumen, jefe de los Almohades, sigue en el siglo XII el ejemplo y el camino de Yusuf, jefe de los Almorávides en el XI. Los Almohades arrojan de España a los Almorávides, como estos habían arrojado a los Beni-Omeyas, y Abdelmumen se posesiona del vasto imperio de Yusuf, aunque cercenado por los cristianos. Estos no tienen ya que pelear con árabes, sino con moros de pura raza africana.
Mientras Almorávides y Almohades se revolvían en mortíferas guerras, los Castros y los Laras, los Alfonsos de Castilla, León y Portugal se destrozaban en sangrientas discordias. Ni cristianos ni moros acometían empresa de importancia. Ocupábanse los correligionarios en devorarse entre sí.
Un rey de Castilla emprende una atrevida incursión por tierras musulmanas. Llega a Algeciras, y desde allí envía un arrogante reto al emperador almohade de Marruecos. «Puesto que no puedes venir contra mí, le dice, ni enviar tus gentes, enviame barcos, que yo pasaré con mis cristianos donde tú estás y pelearé contigo en tu misma tierra». Reto imprudente y fatal, que costó a los españoles la memorable derrota de Alarcos, solo comparable al desastre que ciento doce años antes habían sufrido en Zalaca.
Afortunadamente un largo armisticio siguió a la catástrofe de Alarcos, y no fue menor suerte que los monarcas cristianos aprovecharan esta tregua feliz para arreglar sus querellas y prepararse a una guerra nacional.
La voz del pontífice se hace oír en toda la cristiandad a principios del siglo XIII exhortando a los príncipes y a los pueblos a que ayuden a la gran cruzada, no ya contra los turcos de la Palestina, sino contra los moros de España. Procesiones, rogativas y ayunos públicos anuncian en Roma que el mundo se halla en vísperas de presenciar un gran suceso, que habrá de interesar a todo el orbe cristiano. Este suceso había de acontecer en España, donde se ventilaba la causa de la cristiandad más que en la Tierra Santa. En Roma se paseaba el Lignum Crucis, y en Toledo se congregaban cinco reyes españoles, mientras el nieto de Abdelmumen cruzaba el estrecho de Gibraltar con cuatrocientos cincuenta mil guerreros mahometanos, el más formidable ejército que jamás el África había lanzado contra Europa. Avanzan los infieles, y los cristianos avanzan también. Se avistan unos y otros, y se da el famoso combate de las Navas de Tolosa, la más grandiosa lid que desde Atila habían visto los hombres. Cuatro días doraron los rayos del sol abrasador de julio las altas cumbres de Sierra Morena, antes que el mundo pudiera saber quién había salido vencedor, si el estandarte de Cristo o el pendón del Islam. El resultado glorioso le pregona y canta la iglesia española en la fiesta religiosa y nacional que en conmemoración de aquel día feliz celebra todavía bajo la advocación de el Triunfo de la Santa Cruz.
Como en los campos de Chalons se había decidido la causa de la civilización contra la barbarie, así en las Navas de Tolosa se decidió virtualmente la causa del cristianismo contra el Corán. Doscientos mil combatientes del septentrión quedaron en los campos Cataláunicos; doscientos mil guerreros del Mediodía sucumbieron en los campos de las Navas. El soberbio jefe de los unos había sido rechazado a los bosques de la Germania; el altivo jefe de los Almohades se retiró a devorar su desesperación en el serrallo de Marruecos. Ambas causas triunfaron con la misma sangrienta solemnidad.
Desde la terrible rota de la Navas quedó el imperio almohade en el mismo desconcierto, en la misma anarquía y flaqueza que había quedado el imperio ommiada desde el revés de Calatañazor. Los cristianos avanzarán ya siempre, y nunca retrocederán Ya no hay equilibrio; la balanza se ha inclinado.
A poco tiempo se sientan casi simultáneamente en los tronos de Aragón y de Castilla, en el uno un conquistador, en el otro un conquistador y un santo: si dramático ha sido el nacimiento del aragonés, también ha sido dramático el ensalzamiento del castellano. Jaime I ciñe las dos coronas de Aragón y Cataluña; Fernando III vuelve a unir en sus sienes las de Castilla y León para no separarse ya jamás. El esforzado aragonés aventa los moros por Oriente, el brioso castellano los estrecha y acorrala por Mediodía. El Conquistador se apodera de las Baleares, último refugio de los Almorávides, y toma a Valencia, la ciudad del Cid. El rey Santo, se posesiona de Córdoba la corte de los Califas, y planta el pendón castellano en la Giralda de Sevilla, la ciudad que había reemplazado y excedía ya a Córdoba en población y en opulencia. Trescientos mil mahometanos de todas edades y sexos salieron, llevando consigo sus riquezas mobiliarias, a buscar un triste asilo en África, o en los Algarbes o en Granada. Millares de moros eran también arrancados de sus hogares, y huían de Valencia lanzados por un edicto del Conquistador, a refugiarse entre sus hermanos de Granada, cuyos muros apenas bastan a contener los dispersos que de las provincias limítrofes se apiñan en su recinto como en un postrer lugar de refugio. Mediaba entonces el siglo XIII.
El reino granadino, especie de retoño que brota del destruido tronco del imperio árabe-africano, es el último residuo y la última forma de la dominación mahometana en nuestro suelo.
Aún queda Granada rebosando de habitadores, que bien necesita ser prodigiosamente feraz su campiña para proveer al mantenimiento de tanta muchedumbre Aún queda su soberbia Alhambra, deliciosa mansión de reyes, donde tremola todavía y se ostenta con orgullo la enseña del Profeta. Y se ostentará por espacio de más de dos siglos. ¿Cómo tan largo tiempo se sostiene ese pequeño reino, reducido al estrecho recinto de una sola provincia de España, contra príncipes tan poderosos como eran ya los de Aragón y de Castilla?
Mucho hace la benéfica y sabia administración de Ben-Alamar, y la paz en que le deja vivir San Fernando hasta su muerte, como aliado suyo que había sido y auxiliador en sus empresas. Es que también mientras la población muslímica se concentraba y se fortalecía en Granada, los sucesores de Jaime y de Fernando, como si se olvidaran de que aún había moros en territorio español, se gastan en empresas exteriores, mezclados y enredados en los negocios generales de Europa. Halagan al de Aragón las adquisiciones de Sicilia, que le traen largas luchas con Roma y con la Francia. Preocupaban al castellano sus pretensiones a la corona imperial de Alemania, y faltó poco para que España pagara a caro precio las distracciones de sus príncipes, cuando ausentes de sus estados se ligó el rey moro de Granada con los Beni-Merines que reinaban en Magreb. Castilla después de San Fernando hubiera necesitado otro rey conquistador, y tuvo un rey sabio. Pensó en hacer leyes más que en acabar de expulsar a los moros, y se difirió por dos siglos la reconquista.
Vuelven también las discordias intestinas a retrasar más esta obra laboriosa y lenta. Desde Alfonso el Sabio hasta el Justiciero, no hay más que eternas conjuras o minoridades turbulentas, gran calamidad de los estados y desolación de los imperios, plaga fatal con que más que otra nación alguna ha sido castigada la España. Ya era un hijo que se alzaba en armas para arrancar la corona de las sienes de su padre, y que a su vez probaba la pena del talión sufriendo las propias amarguras de sus deudos, tíos o hermanos. Ya eran los envalentonados nobles de Castilla, los Haros, los Laras o los infantes de la Cerda, los que traían en agitación dolorosa el estado, pasándose así años y reinados en sangrientas turbaciones, sin que entretanto la guerra contra los moros suministrara a la historia hechos gloriosos que recordar, si por muchos no valiera el rasgo insigne de patriotismo heroico, de abnegación sublime y de noble grandeza castellana, con que inmortalizó el sitio de Tarifa Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno.
Así trascurre un siglo, hasta que al mediar el XIV vuelve a resucitar delante de Algeciras el antiguo brío castellano con el undécimo Alfonso, el último de esos Alfonsos, nombre de glorias para España, donde dejaron perdurable memoria de preclaros hechos, y que fueron como los Césares y los Abderrahmanes de la restauración. Unido va al nombre de Alfonso XI el glorioso recuerdo de la memorable victoria de el Salado, donde como en las Navas parece deber reconocerse una protección superior, pues no pudiera de otro modo haber llegado el número de cadáveres musulmanes a la prodigiosa cifra a que le hacen subir todas las crónicas. Reservada estaba al undécimo Alfonso de Castilla una honra póstuma que dudamos haya alcanzado otro príncipe alguno de la tierra. Sus mismos enemigos vistieron luto al saber su muerte; y cuando el ejército cristiano conducía sus restos mortales a Sevilla, las tropas del rey moro de Granada que le habían combatido en el campamento abrieron respetuosamente sus filas para hacer paso al fúnebre convoy.
Pero Granada entretanto se mantiene, y aquel resto de dominación musulmana se niega a desprenderse del suelo español, a semejanza de aquellos mariscos que viven y crecen encerrados en la estrechez de una concha, en tal manera a la roca adheridos, que ni el furor de los vientos, ni el azote de las olas son poderosos a despegarlos. Su fortuna le depara otro soberano tan sabio y prudente como Ben-Alamar, y a su benéfica sombra florece el diminuto y exiguo reino. La ciudad de las manufacturas y de los bellos jardines se hace el emporio del comercio y el centro de la cultura y del placer. El tráfico mercantil atrae a los negociantes de lejanas regiones; las fiestas y los torneos la hacen el punto de reunión de los más apuestos caballeros de las vecinas naciones, musulmanes y cristianos. Pero no tardará la ciudad poética en experimentar también los estragos de la discordia civil, y las lanzas que ahora en alegres justas se ejercitan se clavarán luego en los pechos fraternales con desapiadado y bárbaro furor.
En Castilla sucede ya esto otra vez. La sangre riega sus campos y colorea sus ciudades. Apenas hay familia noble o persona ilustre que no la vierta peleando en favor del monarca legítimo o del hermano bastardo. La que no se derrama en los combates la hace saltar el puñal, o asestado por la mano de un príncipe que le maneja en lugar de cetro, o por la de sus terribles maceros, o por la de sus consejeros más íntimos y allegados: y la que el puñal perdona va a salpicar las tablas del patíbulo, erigido y aparejado a todas horas por un soberano irascible, impetuoso y arrebatado, a las veces justiciero, cruel y sanguinario siempre. La suya propia tiñe las manos fraternales, y el hermano que le arranca la vida se ciñe su corona.
Los pueblos, fatigados de tanta tragedia, se felicitan al pronto de haber cambiado las crueldades del monarca legítimo por las larguezas del bastardo dadivoso. Pronto conocieron cuán poco habían ganado con el ensalzamiento de la nueva dinastía. En poco más de un siglo que ocupó el trono de Castilla la línea varonil de la familia de los Trastamaras, viose a aquellos príncipes ir degenerando desde la energía hasta el apocamiento, y desde la audacia hasta la pusilanimidad. El prestigio de la majestad desciende hasta el menosprecio y el vilipendio, y la arrogancia de la nobleza sube hasta la insolencia y el desacato. La licencia invade el hogar doméstico, la corte se convierte en lupanar, y el regio tálamo se mancillaba de impureza, o por lo menos se cuestionaba de público la legitimidad de la sucesión. La justicia y la fe pública gemían bajo la violación y el escarnio. La opulencia de los grandes o el boato de un valido insultaban la miseria del pueblo y escarnecían las escaseces del que aún conservaba el nombre de soberano. Mientras los nobles devoraban tesoros en opíparos banquetes, Enrique III, encontraba exhausto su palacio y sus arcas, y su despensero no hallaba quien quisiera fiarle. Juan II procuraba olvidar entre los placeres de las musas las calamidades del reino, y se entretenía con la Querella de amor, o con los versos del Laberinto, teniendo siempre sobre la mesa las poesías de sus cortesanos al lado del libro de las oraciones. Este príncipe tuvo la candidez de confesar en el lecho mortuorio, que hubiera valido más para fraile del Abrojo que para rey de Castilla. Los bienes de la corona se disipaban en personales placeres, o se dispendiaban en mercedes prodigadas para granjearse la adhesión de un partido que sostuviera el vacilante trono.
No había sido mucho más feliz Aragón con la dinastía de Trastamara, que también fue llamada a ocupar el trono de aquel reino. Allí otro Juan II, monarca duro y padre desamorado, traía desasosegada y en combustión la monarquía. Desheredaba a un hijo, digno por sus prendas de más amor y de mejor fortuna, y los catalanes irritados contra el desnaturalizado monarca, llamaban a su suelo extranjeras tropas y brindaban con la corona de Cataluña a cualquier príncipe extraño que quisiera aceptarla, antes que obedecer al monarca aragonés. En Navarra la misma fermentación de partidos, la misma hoguera de discordias, el encarnizamiento no menor.
¿Qué servia que aquejaran ya al pequeño reino granadino iguales o parecidas turbaciones que a los estados cristianos? Si allí se derribaban alternativamente los Al-Hyzari, los Al-Zaqui, los Ben-Ismail y los Abul-Hacen, aquí se destrozaban entre sí los Enriques, los Juanes, los Alfonsos y los Carlos. Si un caudillo moro invocaba el apoyo de un monarca cristiano para derrocar a un rey de Granada, otro pariente de aquel se aprovechaba del desconcierto y las miserias del reino castellano para destronar a su vez al usurpador y negar el tributo al monarca de Castilla. Así el reducido reino de Granada se mantenía en medio de las convulsiones por la impotencia de los reyes y del pueblo cristiano para arrojar a los infieles de aquel estrecho rincón, afrenta ya y escándalo de España.
La degradación del trono, la impureza de la privanza, la insolencia de los grandes, la relajación del clero, el estrago de la moral pública, el encono de los bandos y el desbordamiento de las pasiones, llegan al más alto punto en el reinado del cuarto Enrique de Castilla. Los castillos de los grandes se convierten en cuevas de ladrones; los indefensos pasajeros son robados en los caminos, y el fruto de las rapiñas se vende impunemente en las plazas públicas de las ciudades; un arzobispo es arrojado de su silla en un tumulto popular por atentar contra el honor de una recién desposada, y otro arzobispo capitanea una tropa de rebeldes para derribar al monarca y sentar a su hermano en el solio. En el campo de Ávila se hace un burlesco y extravagante simulacro de destronamiento: ignominioso espectáculo y ceremonia cómica, en que un prelado turbulento y altivo, a la cabeza de unos nobles ambiciosos y soberbios se entretienen en despojar de las insignias reales la estatua de su soberano, y en arrojar al suelo, entre los gritos de la multitud, cetro, diadema, manto y espada, y en poner el pie sobre la imagen misma del que había tenido la imprudente debilidad de colmarlos de mercedes.
Había llegado, pues, esta nación a uno de los casos y situaciones extremas, en que no queda a los imperios sino la alternativa entre una nueva dominación extraña, o la disolución interior del cuerpo social. A no ser que se levante uno de aquellos genios privilegiados que tienen la fuerza y el don de resucitar un estado cadavérico, y de1 infundirle nueva vitalidad y sensatez: uno de esos genios extraordinarios que contadas veces en el trascurso de los tiempos son enviados de lo alto a la humanidad. Vendrá este genio vivificador, porque lo merece una perseverancia de cerca de ochocientos años puesta a tan rudas y dolorosas pruebas.
IX
A medida que el territorio se ensancha, que la asociación crece, que el estado se forma, tiene más necesidad de constituirse en el orden moral; los derechos, los deberes, las relaciones mutuas entre las diferentes clases del cuerpo social necesitan fijarse. Esto es lo que ha ido haciendo la España en los cuatro siglos que hemos bosquejado.
El orden de suceder en la corona, electivo primero, semi-electivo después, se hace hereditario. Gran paso dado en los elementos constitutivos de las sociedades civiles.
Aquellos primeros albores de libertad política que dejamos apuntados en el décimo siglo, se difunden en el undécimo. Las franquicias comunales se multiplican y ensanchan, el conquistador de Toledo dilata las cartas y los derechos de los municipios.
La nobleza, creada y adquirida por la conquista, aquella orgullosa y potente aristocracia que formaba ya una parte integrante de la monarquía, reclamaba leyes que aquietaran entre sí a los turbulentos señores, y consignaran su respectiva condición para con el soberano y para con los vasallos. Establécese con este objeto en el siglo XII el fuero de los Fijos-dalgo y Ricos-homes. De este modo se ve Castilla constituida bajo una organización especial; semi-monárquica, semi-feudal, semi-democrática: dividida en municipalidades, repúblicas parciales y aisladas con fueros y magistrados propios; en señoríos, especie de pequeñas monarquías, con su código, su jurisdicción y sus vasallos; y al frente de todas estas repúblicas y monarquías un jefe común detestado, cuya autoridad mengua con las concesiones que para el sostenimiento del poder real necesita hacer a los otros dos grandes poderes, por mucho que discurra para dominarlos y para neutralizar, ya las aspiraciones de la altiva nobleza, ya las pretensiones de la invasora democracia.
Corre con los tiempos la lucha de influencia entre los comunes y los nobles, entre la grandeza y el trono, entre la corona y el brazo popular. La historia de la legislación revela esta incesante lucha política. A principios del siglo XIII un monarca se propone revisar y corregir los fueros y privilegios de los fijos-dalgo para confirmar lo que fuere bueno a pro del pueblo; pero por las muchas priesas que ovo fincó el pleito en este estado. Los conocedores de los tiempos no han podido dejar de entrever en aquellas priesas la índole de las dificultades con que hubo de tropezar el soberano. Cuando más adelante su nieto el rey Sabio, queriendo uniformar la legislación castellana, publicó el Fuero Real, no pudieron sufrir los fieros hidalgos de Castilla la lesión que se hacía a sus antiguos privilegios. Se conjuran y amotinan contra la majestad, se arman, se acuartelan, se pertrechan, tratan y ventilan su causa con el soberano como de poder a poder, y al cabo de diez y siete años de pugna, el débil monarca accede a la abolición del Fuero Real, y manda que los nobles sean otra vez juzgados por el Fuero Viejo, ansi como solien.
Condenado parecía estar aquel buen rey a gastar su sabiduría y su vida en hacer leyes que no había de ver planteadas. Forma el célebre código de las Partidas, y apercibidos los pueblos de que en él se quiere borrar la memoria de los fueros de población y de conquista, resisten su admisión, y no obtiene subsistencia ni valimiento hasta cerca de un siglo después bajo Alfonso el onceno, y eso dando un lugar preferente a los fueros municipales. Tan celosos eran los castellanos, y tan apegados a su antigua y privilegiada jurisprudencia.
Tuvieron los últimos Alfonsos el mérito de haber sido casi todos legisladores y guerreros insignes; y no sabemos cómo las complicadas guerras en que anduvo de continuo envuelto y enredado Pedro de Castilla le dejaron vagar para hacer su famosa recopilación, con que ganó no pequeño título de gloria para todos los hombres, y más para los que quisieran apellidarle solo el Justiciero, y borrar el sobrenombre tradicional de Cruel.
La historia política de la edad media de España se encuentra como compendiada y simbolizada en sus códigos. El Fuero Juzgo, el primero en antigüedad, representa la monarquía teocrática, fundada por los godos, y es como el anillo que une la sociedad antigua que pereció con la sociedad nueva que de ella ha renacido. Los Fueros municipales son la carta democrática de la España que conquista su libertad, y el emblema de las franquicias ganadas por un pueblo que recobra su independencia a costa de esfuerzos y sacrificios. En el Fuero Viejo de Castilla se consignan los privilegios señoriales de la nobleza castellana, y es la sanción legal de sus derechos. Las Partidas son el trasunto de la monarquía que se reorganiza, que toma del derecho romano y del derecho canónico sus tradiciones monárquicas, y en que las libertades comunales entran solo como aliadas forzosas, y los privilegios nobiliarios como una inevitable transacción. El clero recobra sus inmunidades con las Partidas, y Roma ve legalmente sancionado en un código de leyes el principio de una supremacía que por muchos siglos no había podido hacer prevalecer en España.
Honra es de esta nación que en una época en que la Europa gemía aún bajo el poder absoluto de los reyes, tuviera ella ya un sistema de gobierno con condiciones que hoy mismo agradecerían pueblos muy avanzados en la carrera de la civilización. En aquel estado de fermentación social aparecen las Cortes españolas. Allí también luchan esos cuatro poderes. Desde que entra en ellas el elemento popular, fuerte con la independencia que le dan sus inmunidades, prepondera muchas veces en las asambleas nacionales de Castilla. Pierde en ocasiones de su influencia, y cede ante las sistemáticas usurpaciones de la corona, o ante las invasiones de las clases privilegiadas. Sufre modificaciones la elección, y se altera el número de las ciudades con voto. Pero siempre el brazo popular se presenta como un adalid firme y como un sostenedor intrépido de las libertades públicas. Interviene y vigila en la manera de recaudar e invertir las rentas y subsidios, y a las veces se abroga hasta las atribuciones ejecutivas de la administración, a las veces se extiende hasta el arreglo de los gastos de la casa real. En 1258 se atreve a decir al rey que disminuya los de su mesa y trajes, y que reduzca a más regulares términos su apetito. El indispensable reconocimiento de las Cortes para la validez del derecho a la corona; los nombramientos de las regencias y la determinación de sus facultades; la concesión o denegación de los impuestos; la libertad en la elección de diputados; la exclusión de los empleados a sueldo del rey; las instrucciones que se daban a los representantes; las garantías y restricciones con que se los ligaba para que no pudieran abusar de su misión; la arrogancia del lenguaje que estos usaban; las concesiones que arrancaban a los soberanos, prueban la extensión que hasta la última mitad del siglo XV había adquirido su poder, y lo sostenida que estaba en aquellos tiempos la representación nacional por la pública opinión.
Cataluña, Aragón y Valencia, esas tres hermanas que viviendo bajo una misma corona constituían como tres estados hanseáticos regidos por leyes e instituciones propias, se organizan también sobre la base de la libertad, y cada cual tiene su representación y celebra sus Cortes, parecidas en parte a las de Castilla, pero harto diferentes para dar a ese triple reino la fisonomía especial que le distingue, y cuyos rasgos no ha alcanzado a borrar la uniformidad de legislación de los tiempos posteriores.
Especie de república marítima, Cataluña ostenta al frente del poder real sus municipalidades democráticas, su consejo de Ciento y sus poderosos consellers. El humor vidrioso y levantisco de aquellos naturales no sufre con paciencia ni aún el amago de opresión, antes bien traduce a imperdonable ofensa la menor contradicción de parte de la majestad. Este carácter marcial, independiente y fiero, sobrevivió a la edad media, y los cambios y novedades de los tiempos y el trascurso de los siglos han podido modificarle, pero no extinguirle.
Valencia desde la conquista entra a participar de las libertades de Aragón, cuya constitución es todavía la admiración de los hombres políticos. Ningún soberano de Europa estuvo reducido a más limitada autoridad que lo estuvieron por mucho tiempo los monarcas aragoneses. Estrechábanla las universidades o comunes, y desafiábanla frecuentemente los ricos-hombres de natura, a pesar del atrevido ensanche que le diera el segundo Pedro, y del equilibrio diestramente intentado por Jaime el Conquistador. Menor en número su nobleza que la de Castilla, pero por lo mismo más unida y compacta, a ambas las calificó donosamente Fernando el Católico cuando dijo, que era tan difícil unir la nobleza castellana como desunir la aragonesa. Asombrosa conquista fue la del Privilegio de la Unión, a cuya voz nobles y ciudadanos se levantaban osados e imponentes a vengar la más leve ofensa del monarca o la más ligera violación que se intentara contra sus fueros. La memorable batalla de Épila, en que fue derrotado el ejército de la Unión, señaló «el último caso en que fue lícito a los súbditos tomar las armas contra el soberano por causa de libertad». El puñal del monarca victorioso al rasgar el Privilegio le hirió su propia mano, y la sangre del rey manchó el famoso pergamino. Hale quedado el sobrenombre de el del Puñal. Y a pesar de tan rudo golpe las libertades de Aragón no perecieron, el mismo soberano ratificó los antiguos fueros del reino, acompañando la confirmación con saludables concesiones, y las Cortes aragonesas continuaron legislando con admirable independencia y celo por el mantenimiento de la libertad.
La pluma de un escritor de aquel reino y de nuestros días se ha empleado en rectificar la tradición de muchos siglos acerca de la famosa fórmula de juramento de los antiguos reyes de Aragón. Auténtica o adulterada la fórmula, ningún príncipe se sentó en el trono aragonés que no jurara guardar los fueros y libertades del reino. Y la original institución del Justicia, magistrado interpuesto entre el trono y el pueblo, y como el guardián y protector del último contra las invasiones o las arbitrariedades de los reyes, testifica hasta qué punto quiso perfeccionar la máquina de su organización política aquel pueblo arrogante y desconfiado.
Y a vueltas de tan extremada solicitud y celo, jamás pueblo alguno mostró una moderación, una sensatez y una cordura comparables a la de aquel reino cuando vacó sin sucesión cierta la corona. Los pretendientes se agitan, las parcialidades se revuelven, el mejor derecho de cada uno arroja ambigüedad e incertidumbre, la elección se somete al gran jurado nacional, el parlamento pronuncia, el triple reino acata y venera su fallo, y la nación entera trasmite respetuosa la herencia de los Berengueres, de los Jaimes y de los Pedros a un infante de Castilla. El compromiso de Caspe es una de las páginas más honrosas de la historia de aquel magnánimo pueblo.
El feudalismo que domina en Europa en la edad media penetra en Cataluña y Aragón. El origen del primero de estos estados y la proximidad y contacto de ambos con la Francia, feudalmente organizada, los hace partícipes de esa institución de los pueblos germánicos. En León y Castilla hay más señoríos y menos feudo, y a pesar de las behetrías es la región de Europa en que arraiga menos esta planta septentrional.
Si Aragón protesta contra las concesiones humillantes hechas por sus primitivos monarcas al poder pontificio, no por eso se liberta de sufrir los rayos del Vaticano, y la excomunión y el entredicho afligen más de una vez en este tiempo a los soberanos y al reino, como a los de Portugal y Castilla. En unos y otros países crecen y se desarrollan multitud de pequeñas repúblicas eclesiásticas que viven al lado de las repúblicas civiles. Los papas se sirven de las órdenes religiosas como de una milicia espiritual, obediente, dócil y disciplinada, para acrecentar su influjo, mientras ellas a su sombra alcanzan inmunidades y franquicias personales y colectivas, con independencia del episcopado, cuya jurisdicción absorbe la tiara. Con las exenciones y con las riquezas que acumula se hace el clero un poder formidable en el estado. Allí confluyen las dádivas de los príncipes, las liberalidades de los devotos, las herencias de los finados, y hasta los territorios conquistados a los infieles se adjudican a los institutos religiosos a titulo de donación. Una mitra poseía más rentas y más vasallos que algunos monarcas, y la abadesa de un monasterio ejercía señorío y jurisdicción en catorce villas principales y en más de cincuenta pueblos. La opulencia y la inmunidad engendran el estrago y la relajación, y cuando después los monarcas menudean las pragmáticas y cédulas contra el concubinato público de los clérigos, e intentan la reforma de las degeneradas órdenes religiosas, se estrella su celo contra el inveterado desorden, y tropiezan con dificultades insuperables.
Toda Europa fue más o menos caballeresca durante la edad media. Ningún país, sin embargo, tuvo tantos motivos para serlo como España. Juntóse aquí la galantería innata de los hijos de este suelo con el respeto a la mujer y el sentimiento de la dignidad personal heredada de los godos. La afición de los germanos a dirimir las querellas por medio del reto, y a apelar a la jurisprudencia brutal de la espada, asocióse con la pasión de los españoles al combate personal y a las empresas hazañosas de que tantas pruebas dieron ya en la guerra con los romanos. El genio de estos dos pueblos se encontró de frente con la exaltación oriental de los árabes; y el sentimiento religioso sostenido por una lucha tenaz, y las frecuentes ocasiones que la vecindad misma proporcionaba a los contendientes para los encuentros personales, y el palenque siempre abierto para los ejercicios bélicos, ya se cruzaran en ellos las lanzas por odio, ya se mezclaran por recreo, todo cooperaba a desarrollar el espíritu caballeresco en un pueblo para quien eran tres virtudes el valor, la cortesía y la generosidad, que si había de recobrar su independencia necesitaba de muchos caballeros como Pelayo y el Cid. Sí el enlace de la devoción con la guerra hizo desplegar en Europa la caballería con las Cruzadas, España que sostenía dentro de sí misma una cruzada perpetua, y que ya antes de aquel gran movimiento religioso veneraba como al mejor caballero al santo apóstol Santiago, hubiera tenido de todos modos su caballería individual y su caballería colectiva. Los árabes mismos le habían enseñado la conveniencia de esa institución semi-sagrada, semi-guerrera, que con el nombre de órdenes militares se estableció para defender las fronteras cristianas de los ataques de los infieles.
Pasó, pues, la caballería en España por sus tres períodos y fases, de heroica y guerrera, de devota y galante, y de extravagante y quijotesca, que este nombre le quedó desde que llevada a la exageración y al ridículo hubo de ser contenida por la cáustica sátira de Cervantes. El Paso honroso de Suero de Quiñones, con sus setecientos encuentros y sus ciento setenta lanzas rotas antes de declararse la empresa por bien hecha y acabada, es un buen tipo de caballería amorosa, y Suero y Mendo dos excelentes paladines. Confesamos no obstante hallar yo mucho de extravagante y pueril en este mismo paso de armas. Ni hay que confundir la caballería de la realidad con la caballería ideal y fantástica de las leyendas y de los romances, ni siempre resaltaba la virtud y la generosidad en los combates; y la lucha que sostuvieron aquellos dos nobles aragoneses que se obligaron con juramento a no desistir de ella en toda su vida y a no oír los que quisieran reconciliarlos aunque fuese el mismo rey, nos prueba cuanta parte solía tener en ellos la ira y el encono.
Vese también en este tiempo formarse una lengua y una literatura nacional. Desde el sencillo y vigoroso poema del Cid hasta las limadas y flexibles estrofas de Juan de Mena y la artificiosa composición de la Celestina, se va pasando gradualmente como del crepúsculo al día claro. Las Partidas y las Crónicas manifiestan los adelantos de la prosa y el progreso y fijación de la lengua, y el tránsito de los romances populares y las aventuras cantadas al lenguaje serio de la política y de la historia. Algunos monarcas protegieron decididamente las letras y las cultivaban ellos mismos. Alfonso el Sabio dividía el tiempo entre los cantares, la astronomía, las leyes y la guerra. Y la afición y protección de Juan II a la culta literatura hizo su reinado, tan desdichado y funesto bajo el aspecto político, recomendable y glorioso bajo el intelectual.
Ni el espíritu mercantil de los catalanes ni el genio marcial de los aragoneses, impidió que se asentaran en su suelo las alegres musas, y que se cultivara con esmero la gaya ciencia, no cediendo en mérito y en dulzura sus trovadores a los celebrados cantores provenzales. Barcelona poseía grandes almacenes de comercio como Génova y Pisa, y academias florales como Tolosa. La actividad y el movimiento de sus talleres contrastaban con sus justas literarias y sus certámenes poéticos: extraña simultaneidad, que nos pareciera inverosímil si no vivieran los armoniosos versos de Ausias March, el Petrarca de los provenzales, y las novelas caballerescas de Martorell, el Boccacio lemosín, y si no lo certificaran las producciones en prosa y verso que nos legaron los mismos monarcas y príncipes, los Alfonsos, los Pedros, los Jaimes y los Carlos de Viana. Es consolador mirar a Oriente y ver el consistorio literario de Barcelona dotado de fondos por sus reyes, que presidian sus justas y distribuían por su mano los premios poéticos, y mirar luego a mediodía y ver la municipalidad de Sevilla recompensar con cien doblas de oro al poeta que había cantado las glorias de su ciudad natal, y ofrecer igual suma cada año para otra composición de la misma especie.
Hemos apuntado estas ligeras observaciones para indicar cómo iba España en estos siglos viviendo su vida política, religiosa e intelectual. Volvamos a la historia.
X
A pesar de todo este progreso legislativo y literario, a pesar también de las instituciones y de las libertades políticas, y del espíritu caballeresco, hallábase España en los últimos tiempo del reinado de Enrique IV de Castilla en uno de aquellos períodos de abatimiento, de pobreza, de inmoralidad, de desquiciamiento y de anarquía, que inspiran melancólicos presagios sobre la suerte futura de una nación e infunde recelos de que se repita una de aquellas grandes catástrofes que en circunstancias análogas suelen sobrevenir a los estados. ¿Había de permitir la Providencia que por premio de más de siete siglos de terrible lucha y de esfuerzos heroicos por conquistar su independencia y defender su fe, hubiera de caer de nuevo esta nación tan maravillosamente trabajada y sufrida en poder de extrañas gentes?
No: bastaba ya de calamidades y de pruebas; bastaba ya de infortunios. Cuando más inminente parecía su disolución, por una extraña combinación de eventualidades viene a ocupar el trono de Castilla una tierna princesa, hija de un rey débil, y hermana del más impotente y apocado monarca. Esta tierna princesa es la magnánima Isabel.
La escena cambia: la decoración se trasforma: y vamos a asistir al magnífico espectáculo de un pueblo que resucita, que nace a nueva vida, que se levanta, que se organiza, que crece, que adquiere proporciones colosales, que deja pequeños a todos los pueblos del mundo, todo bajo el genio benéfico y tutelar de una mujer.
Inspiración o talento, inclinación o cálculo político, entre la multitud de príncipes y personajes que aspiran con empeño a obtener su mano, Isabel se fija irrevocablemente en el infante de Aragón, en quien por un concurso de no menos extrañas combinaciones recae la herencia de aquel reino. Enlázanse los príncipes y las coronas; la concordia conyugal trae la concordia política; es un doble consorcio de monarcas y de monarquías; y aunque todavía sean Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el que les suceda no será ya rey de Aragón ni rey de Castilla, sino rey de España: palabra apetecida, que no habíamos podido pronunciar en tantos centenares de años como hemos históricamente recorrido. Comienza la unidad.
Gran príncipe el monarca aragonés, sin dejar de serlo lo parece menos al lado de la reina de Castilla. Asociados en la gobernación de los reinos como en la vida doméstica, sus firmas van unidas como sus voluntades; «Tanto monta» es la empresa de sus banderas. Son dos planetas que iluminan a un tiempo el horizonte español, pero el mayor brillo del uno modera sin eclipsarle la luz del otro. La magnanimidad y la virtud, la devoción y el espíritu caballeresco de la reina descuellan sobre la política fría y calculada, reservada y astuta del rey. Los altos pensamientos, las inspiraciones elevadas vienen de la reina. El rey es grande, la reina eminente. Tendrá España príncipes que igualen o excedan a Fernando; vendrá su nieto rodeado de gloria y asombrando al mundo: pasarán generaciones, dinastías y siglos, antes que aparezca otra Isabel.
La anarquía social, la licencia y el estrago de costumbres, triste herencia de una sucesión de reinados o corrompidos o flojos, desaparecen como por encanto. Isabel se consagra a esta nueva tarea, primera necesidad en un reino, con la energía de un reformador resuelto y alentado, con la prudencia de un consumado político. Sin consideración a clases ni alcurnias enfrena y castiga a los bandoleros humildes y a los bandidos aristócratas; y los baluartes de la expoliación y de la tiranía, y las guaridas de los altos criminales son arrasadas por los cimientos. A poco tiempo la seguridad pública se afianza, se marcha sin temor por los caminos, los ciudadanos de las poblaciones se entregan sin temor a sus ocupaciones tranquilas, el orden público se restablece, los tribunales administran justicia. Es la reina la que los preside, la que oye las quejas de sus súbditos, la que repara los agravios. Los antiguos tuvieron necesidad de fingir una Astrea y una Temis que bajaran del cielo a hacer justicia a los hombres, e inventaron la edad de oro. España tuvo una reina que hizo realidad la fábula.
Isabel encuentra una nobleza valiente, pero licenciosa; guerrera, pero relajada; poderosa, pero turbulenta y díscola. Primero la humilla para robustecer la majestad; después la moralizará instruyéndola.
Ya no se levantan nuevos castillos: ya no se ponen las armas reales en los escudos de los grandes: las mercedes inmerecidas, otorgadas por príncipes débiles y pródigos, son revocadas, y sus pingües rentas vuelven a acrecer las rentas de la corona, que se aumentan en tres cuartas partes. La arrogante grandeza enmudece ante la imponente energía de la majestad, y el trono de Castilla recobra su perdido poder y su empañado brillo, porque se he sentado sobre él la mujer fuerte.
Honrando los talentos, las letras y la magistratura, y elevando a los cargos públicos a los hombres de mérito aunque sean del pueblo, enseña a los magnates que hay profesiones nobles que no son la milicia, virtudes sociales que no son el valor militar, y que la cuna dorada ha dejado de ser un título de monopolio para los honores, las influencias y la participación del poder. Los grandes comprenden que necesitan ya saber para influir, y que el prestigio se les escapa si no descienden de los artesonados salones de los viejos castillos góticos a las modestas aulas de los colegios a disputar los laureles literarios a los que antes miraban con superioridad desdeñosa. Aquellos orgullosos magnates que enamorados de la espada habían menospreciado las letras, van después a enseñarlas con gloria en las universidades, y obligan a decir a Jovio en el Elogio de Lebrija, «que no era tenido por noble el que mostraba aversión a las letras y a los estudios». Ha hecho pues Isabel de una nobleza feroz una nobleza culta; ha ennoblecido la nobleza.
Esos opulentos y altivos grandes-maestres, señores de castillos y de pueblos, de encomiendas y de beneficios, de lanzas y de vasallos, que tantas veces han desafiado y puesto en conflicto la autoridad real con su caballería sagrada, ya no conmoverán más el solio, ni se turbará más la paz del reino en cada vacante de estas altas dignidades, porque ya no hay más grandes-maestres de las órdenes militares que los monarcas mismos.
Hay revoluciones sociales que nos inducen a creer que no siempre las épocas producen los reformadores, ni siempre los cambios de condición que sufre un pueblo han venido preparados por las leyes, las costumbres y las ideas. Por lo menos nos es fuerza reconocer que a las veces, siquiera sean muy contadas, un genio extraordinario puede bastar con escasos elementos a trasformar una sociedad en el sentido que menos parece determinar las ideas y las costumbres que encuentra dominando en el estado. Y esto es lo que aconteció en España.
Cuando más avocado se podía creer el país a una disolución social, aparece un genio, que sin deber a su primera educación sino la formación de su espíritu a una piedad acendrada, y a la escuela del mundo la reflexión sobre los infortunios que nacen del desorden y de la inmoralidad, acomete la empresa de hacer de un cuerpo cadavérico un cuerpo robusto y brioso, de una nación desconcertada una nación compacta y vigorosa, de un pueblo corrompido un pueblo moralizado, y lleva su obra a próspero término y feliz remate. Este personaje, con una actividad prodigiosa, con una perseverancia que causa maravilla, y con una universalidad que hace cierto lo inverosímil, purga el suelo de malhechores, organiza tribunales y los preside, administra justicia y manda hacer cuerpos de leyes, derriba las fortalezas de los poderosos y va a buscar los talentos a los retiros, da ejemplos diarios de virtud y expide cédulas y provisiones para la reforma de las costumbres, enseña con actos propios de piedad y manda con severas pragmáticas, asiste a los templos y recorre los campos de batalla, ora de rodillas ante el altar y revista los campamentos sobre un soberbio corcel, socorre a las vírgenes del claustro y provisiona los ejércitos, erige santuarios y toma plazas de guerra a los enemigos, fomenta las escuelas y organiza la milicia, contiene la relajación del clero y hace cejar la corte pontificia en su sistema de invasión y de usurpaciones, restablece la buena disciplina en la iglesia española y hace respetar a la tiara los derechos de la corona y las regalías del trono, celebra y preside cortes y también celebra y preside torneos, vigila la educación del pueblo, y cuida de la educación de los príncipes, se ejercita en labores de manos bajo el techo doméstico, y atiende al gobierno de dos mundos, y a diferencia del rey de las tablas astronómicas, no desatiende a la tierra por mirar al cielo, sino que atiende simultáneamente al negocio del cielo y a los negocios de la tierra.
Así brillaban bajo su benéfica protección jurisconsultos como Montalvo, prelados como Mendoza, Talavera y Cisneros, capitanes como Aguilar, Gonzalo y el marqués de Cádiz, literatos como Oliva, Pulgar y Vergara.
Las letras humanas adquieren un prodigioso desarrollo en este reinado feliz. Llega su fama a remotos climas, y desde el fondo de la Holanda deja oír el sabio Erasmo los acentos de admiración y de elogio que le arranca el vuelo y progreso de la literatura española. La ilustración se hace extensiva al bello sexo: una dama va a explicar los clásicos en Salamanca, y otra dama sustituye a su padre en la cátedra de retórica de Alcalá. El movimiento literario se extiende desde el romance morisco y la leyenda caballeresca hasta los estudios graves de las aulas universitarias. Echanse los primeros cimientos del teatro español, que habrá de servir de modelo al mundo en los siglos que van a entrar. Fortuna es también de los esclarecidos reyes católicos que venga la invención de la imprenta en su siglo en ayuda de sus esfuerzos, a dar una vida permanente a los progresos de la razón y a centuplicar los medios de propagación de los conocimientos humanos. Merced al prodigioso invento, en el mismo año que se conquista el último baluarte de los moros, se da a la luz pública la primera gramática de la lengua castellana. A poco tiempo asombra la España al mundo con la edición de la Poliglota, la empresa tipográfica más gigantesca del siglo.
Todo renace bajo el influjo tutelar de los reyes católicos: letras, artes, comercio, leyes, virtud, religiosidad, gobierno. Es el siglo de oro de España.
Una negra nube aparece no obstante en el horizonte español, que viene a sombrear este halagüeño cuadro. En el reinado de la piedad se levanta un tribunal de sangre. ¡Triste condición humana! Un príncipe ilustre, y una princesa la más esclarecida y la más bondadosa que ha ocupado el trono de Castilla, son los que legan a la posteridad la institución más funesta, la más tenebrosa, la más opresiva de la dignidad y del pensamiento del hombre, y la más contraria al espíritu y al genio del cristianismo. Se establece la Inquisición, y comienzan los horribles autos de fe. Los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios, son abrasados, derretidos en hogueras, porque no creen lo que creen otros hombres. Es la creación humana de que se ha hecho más pronto, más duradero y más espantoso abuso. Los monarcas españoles que se sucedan, se servirán grandemente de este instrumento de tiranía que encontrarán erigido, y el fanatismo retrasará la civilización por largas edades. Apresurémonos a hacer la Inquisición obra del siglo, producto de las ideas que había dejado una lucha religiosa de ochocientos años, hechura de las inspiraciones y consejos de los directores espirituales de la conciencia de Isabel, a quienes ella miraba como varones los más prudentes y santos, de la piedad misma y del celo religioso de la reina. El siglo dominó en esto a aquel genio, que en lo demás había logrado dominar al siglo. Quiso, sin duda, hacer una institución benéfica bajo el conveniente pensamiento de establecer la unidad religiosa, y levantó contra su intención un tribunal de exterminio. Es imposible armonizar los sentimientos piadosos de la magnánima Isabel con las monstruosidades de Torquemada. ¿Era que reconocido el error le faltarían ya o fortaleza o medios para contener los brazos de aquellos freidores de carne humana?
Pero apartemos la vista de tan sombrío cuadro, y llevémosla a la pintoresca y magnífica vega de Granada. Frente a esta ciudad, abrigo formidable de los últimos restos del viejo imperio mahometano, se ostenta otra ciudad moderna, obra maravillosa de rapidez, para cuya construcción se han convertido los guerreros cristianos en artesanos y fabricadores. Esta ciudad-campamento es Santa Fe. Allí están Isabel y Fernando al frente de su ejército. Un día aparecen cortesanos y soldados vestidos de gala. General alborozo se nota en los reales de los cristianos. Despléganse los pendones. Retumba en la vega el estampido de tres cañonazos disparados desde la Alhambra. Se levanta el campamento, y se encamina hacia los muros de la soberbia ciudad. ¿Es que sonó la última hora para el pueblo infiel?
Un personaje moro, seguido de cincuenta caballeros musulmanes, se dirige con semblante mustio hacia el Geníl. Al llegar a la presencia de otro personaje cristiano, hace ademán de apearse de su palafrén, e inclinando su abatido rostro: «Tuyos somos, le dice, rey poderoso y ensalzado: estas son, señor, las llaves de este paraíso; recibe esta ciudad, que tal es la voluntad de Dios». Era el desgraciado Boabdil, el último rey moro de Granada, que entregaba las llaves de la Alhambra al victorioso Fernando con arreglo a la capitulación. Pronto reflejaron los rayos del sol en la luciente cruz de plata que los reyes católicos llevaban consigo a los campamentos, símbolo del cristianismo victorioso del Corán, y el pendón de Castilla ondeó luego en una de las torres de aquel alcázar donde tantos siglos tremolara el estandarte del Profeta. Era el 2 de enero de 1492.
Llegó a su desenlace el drama heroico de ochocientos años, la Ilíada de ocho siglos. La soberbia Ilión de los musulmanes está en poder de los cristianos. Consumóse el doble triunfo de la fe y de la independencia de España. Los orgullosos hijos de Mahoma, vencedores en Guadalete, se han retirado llorosos, vencidos para siempre en el Genil. Las dos pobres monarquías que nacieron en los riscos de Asturias y en las rocas de Jaca son ya un solo y poderoso imperio que se extiende desde el Pirineo hasta los dos mares: y a esta grande obra de religión, de independencia y de unidad, han cooperado Dios, la naturaleza y los hombres.
Aún esperaba otra mayor remuneración a la perseverancia española. El premio ha sido tardío, pero será abundoso.
Había un mundo que nadie conocía, y un hombre que si no le había adivinado tal como era, llevaba en su cabeza el proyecto y en su corazón la esperanza de descubrir nuevas regiones del otro lado del Atlántico. Era el más grande pensamiento que jamás había concebido ingenio humano. Por lo mismo los príncipes y soberanos de Europa le habían desechado como una bella quimera, y tratado al atrevido proyectista como un visionario merecedor solo de compasión. Solo hay una potestad en la tierra que se atreva a prohijar el proyecto de Colón. Es la reina Isabel de Castilla. Colón merecía descubrir un mundo, y encontró una Isabel que le protegiera: Isabel merecía el mundo que se iba a descubrir, y vino un Colón a brindarla con él. Merecíanse mutuamente la grandeza del pensador y la grandeza de la majestad, y el cielo puso en contacto estas dos grandezas de la tierra.
Atónito se quedó el mundo antiguo cuando supo que aquel temerario navegante que desde un pequeño puerto de España había tenido la audacia de lanzarse en una miserable flotilla a desconocidos mares, en busca de continentes desconocidos también; que aquel visionario despreciado de las coronas, convertido ya en cosmógrafo insigne, había regresado a España y ofrecido a los pies de su real protectora testimonios irrecusables de un nuevo mundo descubierto. Ya no quedó duda de que el Nuevo Mundo existía, y la fama de Colón voló por el Mundo Antiguo, que admiró y envidió la gloria del descubridor, y admiró y envidió la gloria de España, a quien aquel mundo pertenecía, y admiró y envidió la gloria de Isabel, a quien se debía la realización del maravilloso proyecto.
Encontróse, pues, España la mayor potencia del orbe, a pesar de la famosa línea de división que un papa hizo tirar de polo a polo por la plenitud de la potestad apostólica, para señalar a los españoles la parte que les correspondía poseer en aquellos remotos climas.
El globo se ha agrandado; el comercio y la marina se extenderán por la inmensidad de un Océano sin riberas; los metales del Nuevo Mundo harán una revolución en la hacienda, en la propiedad, en las manufacturas, en el espíritu mercantil de las naciones, y las cruzadas para la conversión de idólatras reemplazarán a las cruzadas contra los mahometanos.
No se cansaba la fortuna de halagar en este tiempo a los españoles: y como si fuese poco haberlos libertado del yugo musulmán y haberles dado un nuevo mundo, les abre otro vasto campo de glorias en el centro de la Europa civilizada. Después de haber peleado ochocientos años dentro de su propio territorio, salen a gastar sus instintos guerreros en tierras extrañas. Los unos van a llevar su civilización a pueblos incultos del otro lado del Océano, los otros van a recibir otra civilización más culta del otro lado del Mediterráneo, venciendo y conquistando en ambos hemisferios. Porque mientras el sol de Occidente alumbra sus conquistas en la India, el sol de Oriente ilumina sus triunfos en Italia. Allá se agregan imperios inmensos a la corona de Castilla; acá las pretensiones de Carlos VIII y de Luis XII de Francia sobre la posesión de las Sicilias son atajadas por la espada de Fernando el Católico, que asegura para sí la dominación de aquellos países, que tan fértiles como son, no producen tantos laureles como ganan los tercios y los capitanes españoles. Sandricourt, Lafayette, Bayardo, la flor de los caballeros de Francia, son eclipsados por Antonio de Leyva, Pedro Navarro y García de Paredes. El duque de Nemours, el último descendiente de Clodoveo, recibe la muerte en Ceriñola por mano de Gonzalo de Córdoba, el solo entre tantos guerreros como han producido los siglos que goza el privilegio de ser conocido en todo el mundo con el renombre de el Gran Capitán; merecida distinción, y digna honra del vencedor de Garillano. Si más adelante otros capitanes pasean la bandera victoriosa de Castilla por los dominios de África y de Europa al frente de la invencible infantería española, esos capitanes se habrán formado bajo los pendones y en la escuela del Gran Gonzalo.
Mucho, y con sobrada justicia, lloraron los españoles la muerte de su adorada reina la magnánima y virtuosa Isabel, que vino a enlutar sus corazones en estos momentos de interior prosperidad y de exterior grandeza. Pero fue Isabel un astro, que a semejanza del sol siguió todavía difundiendo las emanaciones de su luz después de haberse ocultado.
La protectora de Cristóbal Colón y de Gonzalo de Córdoba había sabido sacar de la soledad y del retiro y colocado en alto puesto a otro varón eminente, dechado de virtud y prodigio de talento, que no era ni navegante ni soldado, sino un religioso que vestía el tosco sayal de San Francisco. Este esclarecido genio, que llegó a gobernar la monarquía desde la silla primada de España, concibe la osada empresa de plantar el pendón del cristianismo en las ciudades musulmanas de la costa berberisca e incorporarlas a los dominios españoles. Y lo que es más, lo ejecuta a sus expensas y dirige por sí mismo la atrevida expedición. Sucumbe la opulenta Orán. Brilla la cruz en sus adarves, y ondea en sus almenas el estandarte de Castilla. Y las victoriosas tropas españolas presencian el extraño espectáculo de un franciscano, que rodeado de guerreros y de frailes, con la espada ceñida sobre la humilde túnica, se adelanta a recibir las llaves de la poco ha orgullosa y ahora rendida ciudad morisca. Era el insigne cardenal Cisneros, honor de la religión, lustre de las letras, gloria de las armas y sostén de la monarquía.
Continúa su obra el brioso Pedro Navarro, el compañero de Gonzalo en Italia, y el que ha dirigido el ataque de Orán, y hace ciudades españolas a Bujía, Argel, Túnez, Tremecén y Trípoli. Solo se detiene ante la catástrofe de los Gelves.
Navarra, único fragmento del territorio español que había permanecido independiente y segregado, pasa a formar parte de la gran monarquía. Fernando el Católico la ha conquistado. Importante adquisición para un imperio, que abarca ya posesiones inmensas en las tres partes del globo.
Pero estaba decretado que esta pingüe herencia había de ser patrimonio de una familia extraña. La Providencia lo quiso así, y lo preparó por medios que nos será permitido sentir, ya que no nos sea permitido objetar. Adoradores respetuosos de sus altos juicios y de sus decretos inescrutables, encaminados siempre al magnífico plan de la armonía del universo, lícito nos será lamentar como hombres que en las combinaciones de esta universal armonía tocara a la España en el periodo de su mayor grandeza ser regida por un príncipe nacido y educado en extrañas y apartadas tierras.
Contra todos los cálculos probables de sucesión habían subido Isabel y Fernando a sus respectivos tronos; contra todos los cálculos probables de sucesión bajan prematuramente sus hijos al sepulcro, y solo les sobrevive para heredarlos una princesa casada con un extranjero, desjuiciada además, y cuyas enajenaciones mentales la incapacitan para la gobernación del reino. Desciende también su esposo a la tumba apenas gusta las dulces amarguras del reinar; y cuando la trabajosa restauración de ocho siglos se ha consumado, cuando España ha recobrado su ansiada independencia, cuando el fraccionamiento ha desaparecido ante la obra de la unidad, cuando una administración sabia, prudente y económica ha curado los dolores y dilapidaciones de calamitosos tiempos, cuando ha extendido su poderío del otro lado de ambos mares, cuando posee imperios por provincias en ambos hemisferios, entonces la herencia a costa de años y de heroísmo ganada y acumulada por los Alfonsos, los Ramiros, los Garcías, los Fernandos, los Berengueres y los Jaimes, todos españoles desde Pelayo de Asturias hasta Fernando de Aragón, pasa íntegra a manos de Carlos V de Austria. Nueva era social.
XI
El reinado de los reyes católicos, todo español y el más glorioso que ha tenido España, es la transición de la edad media que se disuelve a la edad moderna que se inaugura.
Carlos V encuentra ya iniciado el nuevo poder militar de los ejércitos permanentes, y el nuevo poder político de la diplomacia.
Confesamos que el reinado de Carlos V nos admira pero no nos entusiasma. Porque nos admiran los grandes hombres y los grandes hechos, nos entusiasman solo los que hacen grandes bienes al género humano. Apreciamos demasiado la felicidad verdadera de los hombres para que nos dejemos fascinar por el ostentoso aparato de las magníficas expediciones y por el brillo aparente de las conquistas. Querríamos más gobernadores prudentes que revolvedores del mundo. Las empresas gigantescas llevan siempre algo maravilloso que seduce. Es muy fácil dejarse deslumbrar por las grandes maniobras.
Pudieron justificar las circunstancias en que entonces la nación se encontraba el afán del Cardenal regente por abrir y desembarazar a Carlos el camino del trono, y por hacerle proclamar. El pueblo le miraba más receloso, y no se apresuraba tanto. ¿Quién fue más previsor, el instinto popular, o el talento del gran político? El regente arzobispo con el fin de abatir una nobleza soberbia, quiso entregar a Carlos una autoridad real robusta, y deseando hacer un monarca respetado, preparó sin quererlo un señor absoluto. «Estos son mis poderes», les dijo a los nobles mostrándoles los cañones y arcabuces que preparados tenía; y Carlos fue proclamado. La expresión fue conceptuosa y enérgica; pero el príncipe en cuyo obsequio se pronunció había de saber aprovecharse bien de aquella especie de sanción del última ratio regum. El mismo Cardenal Cisneros fue el primero que recibió por premio de su celo monárquico y de su adhesión personal aquella fría y desdeñosa carta de Carlos, que o le ocasionó o le aceleró la muerte. Desengaño amargo, y ejemplo insigne de ingratitud. Poco tiempo después reemplazaba al venerable y sabio prelado español en la silla primada un extranjero ignorante e imberbe: escándalo grande para un pueblo religioso.
Disgustaba además a los españoles un príncipe que ni había nacido en su suelo, ni hablaba su lengua, ni menos conocía sus costumbres, y que tanta impaciencia había mostrado por titularse rey de España viviendo todavía su madre, la legítima reina de Castilla, a quien no obstante el lamentable estado de su juicio conservaban grande afición y cariño los castellanos. Veíanle venir rodeado de flamencos, y el recuerdo de los tesoros devorados por la comitiva parásita que ya con su padre había invadido la España, y de la audacia y la rapacidad que aquellos habían desplegado, no era en verdad para que auguraran bien ni se mostraran devotos del príncipe flamenco.
No tarda el disgusto en trocarse en exasperación, y el descontento en convertirse en rebelión formal. Elegido Carlos emperador de Alemania, dispónese a salir de España para tomar posesión de la corona de Carlomagno. Pide un subsidio exorbitante, y convoca las Cortes de Castilla para un punto desusado y extremo de la Península. La demanda, el objeto, la forma, todo desazona a los castellanos, y apenas el sucesor de Maximiliano abandona las playas españolas, se agitan las ciudades, se ensaña el furor popular contra los procuradores que votaron el impuesto, y se alzan en armas las comunidades de Castilla, no contra Carlos sino contra la violación de sus fueros y en vindicación de sus antiguas libertades. El levantamiento, más en justicia fundado y con más valor sostenido, que dirigido con circunspección y ordenado con acierto, sucumbe ante las armas imperiales auxiliadas de la nobleza, a quien los comuneros no han sabido atraer. Perecen, pues, las libertades públicas de Castilla en los campos de Villalar, y Padilla y los principales caudillos de las comunidades expían su ardor patriótico en un cadalso. Inútil, aunque heroicamente, intenta sostenerlas en Toledo una mujer animosa, enamorada a un tiempo de un esposo que acababa de perder y de una libertad que acababa de sucumbir. Fue la última protesta armada de la libertad contra la opresión. Desde entonces las Cortes quedan reducidas a una mera fórmula, y no serán ya llamadas sino a votar los impuestos. El emperador publicó un edicto perdonando a los insurgentes, pero pasaban de doscientos los exceptuados. No era fácil castigar de muerte a casi todos los habitantes de la Castilla entera. Con tales auspicios se inauguró en España el primer soberano de la casa de Austria.
Desde que Carlos se aleja de la Península, la historia del emperador oscurece y eclipsa la historia del rey. En vano es que declare en una carta patente que el anteponer en los despachos el título de Emperador de Alemania al de rey de España no parará perjuicio a esta corona. Los actos pregonan casi siempre al emperador; y el nombre de Carlos V con que entonces y ahora ha sido universalmente apellidado, siendo el I de España, está revelando todavía que no era lo español lo que predominaba en la majestad imperial.
No tardó en demostrar el nieto de Isabel y de Maximiliano, que si por la herencia de la primera era el mayor potentado del orbe, y por la del segundo se encontraba el mayor monarca de Europa, la grandeza de sus pensamientos correspondía a la magnitud de sus dominios. La idea de tener un rey, en cuyos estados no se ponía jamás el sol, era demasiado brillante para que dejara de ir halagando a los españoles. Veíanle desplegar talentos militares y políticos; veíanle acometer empresas gigantescas y rematarlas con felicidad; veíanle representar el primer papel en el mundo; veíanle triunfar casi a un tiempo en Méjico y en Italia, vencer a Moctezuma y hacer prisionero a Francisco I; y que los capitanes y soldados españoles recogían a su sombra larga cosecha de lauros. Y ofuscados por el brillo de las adquisiciones y de las hazañas, iban olvidando poco a poco la pérdida de sus libertades; la emigración de sus tesoros y de sus hijos, con cuya sangre se compraban aquellos lauros. Llegaba a España el ruido de las victorias, pero no llegaban los lamentos de las víctimas. No se reparaba que los brazos que iban a manejar la espada en remotas tierras se robaban a la agricultura y a las artes: que allá iban a ganar reinos que no habían de poder conservarse, o a imponer la esclavitud a otros pueblos, o a decidir cuestiones de amor propio entre príncipes rivales, mientras aquí se paralizaba la industria interior y se agotaba la sangre de los hombres y la sangre del pueblo. Las Cortes permanecían mudas, y solo hablaban los partes de las batallas. Así España se acostumbraba a entregarse a un hombre. Al fin este le daba glorias. Cuando pasada una generación le falten las glorias, continuará atada a la voluntad de un hombre por más de una generación.
Imposible es por lo demás dejar de reconocer la grandeza de quien supo elevarse y descollar sobre los eminentes príncipes que encontró ya al frente de los demás estados de Europa; un Francisco I de Francia, un Enrique VIII de Inglaterra, un Solimán II de Turquía, un pontífice como León X, cada uno de los cuales hubiera bastado por sí solo para dar nombre a un siglo. Época de soberanos insignes y de capitanes que merecían ser soberanos; y sin embargo nunca se oscurece ni anubla el nombre del rey emperador.
Carlos V y Francisco I; he aquí las dos figuras de más bulto en esta galería de personajes famosos. Rivales de por vida, sus codiciosas pretensiones trajeron desasosegado el mundo, y costaron muchas miserias a la humanidad. «Si Dios hubiera querido, dice un elocuente escritor, que estos dos monarcas se uniesen, la tierra hubiera temblado bajo sus pies». Nosotros creemos que tembló de todos modos. Lo que hizo su mutua envidia fue que ninguno de los dos pudiera encadenarla. Carlos con más vastos dominios, pero más desparramados y no bien sujetos; Francisco con estados más cortos, pero más concentrados, venciéronse alternativamente sin poder destruirse. Pero el emperador humilló más veces al rey, y el vencedor de Marignan cayó prisionero en Pavía, y viose más de una vez forzado en los campos de batalla a jurar el cumplimiento de tratados ominosos impuestos en la prisión.
Francisco apenas tuvo que sostener sino las guerras con el emperador, y pudo muchas veces descansar. Carlos guerreaba en Francia, en Italia, en Alemania, en Flandes, en África y en Turquía, y no descansó nunca. Viajero infatigable, no había para él distancias de estado a estado, y se hallaba en todas partes. El emperador alemán del siglo XVI anticipóse en el sistema de actividad al emperador francés del siglo XIX; y pareciéndosele en la magnitud de las empresas y en la energía de las resoluciones, aunque con más desigual fortuna en los azares de la guerra, excedióle en la espontaneidad del retiro cuando conoció que su estrella se eclipsaba.
Necesitando ambos de alianzas, era en esto Carlos más político y más mañoso que Francisco: escrupuloso ninguno. Francisco quiso ser un caballero de la edad media, y el siglo le enseñó que aquellos tiempos hablan pasado. Carlos representaba ya al monarca de los tiempos modernos, y poseía la política de gabinete. Descubríase en las miras del emperador, justas o injustas, otra grandeza, otra elevación que en las del monarca francés. Francisco hubiera podido contentarse con dominar en los estados cuyos derechos reclamaba: Carlos, si no abrigó el pensamiento de la monarquía universal, aspiró por lo menos a la unidad religiosa. El emperador sin la oposición del monarca francés hubiera podido dominar la Europa, y aún así lo hubiera hecho acaso, si la casa de Austria no se hubiera dividido en dos ramas: el monarca francés aún sin la oposición del emperador probablemente no hubiera tenido la audacia de intentarlo. Cuando Francisco escribió las memorables palabras: «Todo se ha perdido menos el honor», parece que añadió, aunque entonces no se dijo: «y la vida que se ha salvado». Y cuando libre de la prisión de Madrid pisó de nuevo el territorio francés, saltó y corrió como un muchacho exclamando: «ya soy otra vez rey de Francia». Carlos recibió por lo menos con apariencias de fría serenidad y circunspección la noticia de la victoria de Pavía, como aquel a quien ni sorprenden ni alteran los triunfos.
El caballero francés, galante y guerrero, llamó a su corte a las mujeres, y entregándose a favoritas y cortesanas descontentaba a sus generales, que pasaban al servicio de su cauteloso rival, que sabía atraerse el afecto de propios y extraños. Así abandonó a Francisco el condestable de Borbón, único traidor, dicen, que han tenido los Borbones en su dinastía: así el almirante Doria, aquel famoso genovés que ayudando a establecer el despotismo en otras naciones supo dar la libertad a su patria. Ambos hicieron servicios eminentes al emperador, a quien permanecieron fieles ¡cosa extraña!, hasta los tránsfugas que se le habían adherido haciendo traición a su patria y a su rey.
Las guerras entre Carlos V, Francisco I y Enrique VIII vinieron, a vueltas de sus muchas calamidades, a hacer un bien a la Europa, porque multiplicaron y difundieran las ideas confundiendo los pueblos, y produjeron la necesidad del sistema de equilibrio entre los grandes estados, que tanto influjo había de ejercer en el derecho de gentes de las naciones modernas.
Pero faltó poco para que estas luchas entre príncipes cristianos proporcionaran al turco apoderarse de Italia. Carlos V combatiendo a Solimán y a Barbarroja, impidió a la media luna enseñorearse de Nápoles, y a las hordas de un pirata acabar de despojar el Vaticano. Oprimiendo la Italia, tuvo por lo menos el mérito de salvar la Europa, aunque a costa de los tesoros de sus reinos y de la sangre de sus súbditos.
En este período brillante y sombrío de la historia de la humanidad viéronse muchos héroes y muchos malvados, grandes proezas y grandes perfidias, alianzas anómalas, rompimientos injustificables, y deslealtades diarias, y Maquiavelo pudo quedar satisfecho de ver los progresos de su política. A pesar de la repetición de escándalos, todavía el mundo no pudo dejar de escandalizarse en ocasiones solemnes. El gran protector del catolicismo retenía prisionero al jefe de la iglesia, y mandaba hacer rogativas públicas por la libertad del pontífice. El rey cristianísimo se confederaba con los reformistas y se aliaba con los mahometanos contra el jefe de la cristiandad y contra el campeón de la unidad católica. Roma era saqueada por un ejército católico mandado por un traidor político, cuyos soldados llevaron la rapiña y la profanación hasta un punto que hizo tener por moderados y prudentes a los bárbaros de Alarico. Y un rey de Inglaterra, el primero que escribió un libro de denuestos contra Lutero y la reforma, se apartaba él y apartaba a su reino de la obediencia al romano pontífice, y traía un nuevo cisma a la cristiandad por los amores impúdicos de una mujer.