LIBRO TERCERO

ESPAÑA BAJO EL IMPERIO ROMANO

CAPÍTULO PRIMERO

DESDE AUGUSTO HASTA TRAJANO

Desde el año 19 antes de J. C. hasta el 98 después de J. C.

Cambio feliz en la situación de España.—Mejoras que debió a Augusto.—Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.—Muerte de Augusto.—Tiberio.—Comienza a reinar dulcemente y se convierte en horrible tirano.—Casos de bárbara ferocidad.—Acaba de arrebatar sus derechos al pueblo romano.—Excesos de sus gobernadores en España.— Son procesados.—Enemiga de Tiberio hacia los españoles. Sus venganzas.—Pasión y muerte del Salvador del Mundo bajo el reinado de Tiberio.—Calígula.—Instintos sanguinarios, crueldades, locuras y delirios de este emperador.—Claudio.—Su imbecilidad.—Suplicios y ejecuciones.—Españoles de este tiempo distinguidos en ciencias y letras.—Nerón.—Sus monstruosidades.—Incendio de Roma.—Conducta de Séneca.—Galba emperador.—Su ingratitud con España.— Otón.—Agrega a España una nueva provincia.—Vitelio.—Su repugnante glotonería.—Su muerte desastrosa.—Dulces reinados de Vespasiano y Tito.—Beneficios que hacen a España y amor que los profesan los españoles.—Destrucción del templo de Jerusalén.—Domiciano.—Su crueldad.—Persecución contra los cristianos.—Breve y benéfico reinado de Nerva.

Fuese que ejerciera Augusto la autoridad suprema en Roma bajo el nombre de emperador que conservaron sus sucesores, fuese el fundamento principal de su poder el tribunado perpetuo, fuese la reunión de las más altas magistraturas en su persona la que le hiciera árbitro y soberano del Estado; que el gobierno de Roma fuese una monarquía con formas republicanas, o que fuese una prolongada dictadura; que Augusto disfrazara con más o menos astucia y disimulo su poder ilimitado y absoluto conservando antiguos nombres, y que el pueblo y el senado comprendieran toda la mudanza que bajo cierta apariencia de respeto a los poderes existentes se había efectuado en el gobierno de la ciudad y de las provincias, y que se sometieran a él, los unos por seducción, los otros por creer el cambio provechoso, los otros por impotencia de resistir, es lo cierto que los vastos dominios romanos se sujetaron desde Augusto a la autoridad omnipotente de un solo hombre. Nueva era para Roma, que ya se rigió siempre con gobierno imperial.

Subyugada España y sujeta al imperio romano, acostumbrados como estaban los españoles a ver y sufrir el azote y la opresión de aquellos gobernadores rapaces y crueles, tuvieron a dicha el ser gobernados por un hombre, que si bien había dado el último golpe a su independencia y a su libertad material, mostrábase con ellos no solo dominador clemente, sino hasta protector generoso. Veíanle amparar a los pueblos contra las vejaciones y rapiñas de los pretores, declarar algunas ciudades exentas de tributos, fundar nuevas colonias, abrir vías de comunicación, establecer escuelas, y honrar los indígenas elevando a muchos de ellos a las más altas dignidades, y no es extraño que ellos, que eran duros y tenaces en vengar ultrajes y agravios, y extremados y ardientes en amar a los que les dispensaban favores, se apasionaran de Augusto hasta el punto de erigirle templos y altares. O no conocían, o importábales poco, aunque lo conocieran, que el proceder de Augusto no fuese hijo de la virtud sino de cálculo; que tuviera todas las flaquezas de la humanidad como hombre, si era generoso y humanitario como político; que fuera un usurpador de autoridad en Roma, si era reparador de injurias en España. Nunca los españoles fueron escasos ni en sentir ofensas ni en agradecer beneficios.

Levantaron los sevillanos un monumento a la emperatriz Livia, a quien se llamó generatrix orbis, madre de todos los pueblos. Los de Tarragona erigieron más adelante un templo y un altar a Augusto[140]. Sin aprobar la parte de adulación que entraba en la apoteosis, disculpamos el entusiasmo. Mucho más había hecho Roma con César vencedor, y eso que se constituía en árbitro de la república. Al fin los españoles lo hacían en obsequio de quien los redimía de mayor servidumbre.

Viose, pues, a la sombra del gobierno protector inaugurado por Augusto, desarrollarse en España la agricultura, la industria y el comercio. De las costas del Mediterráneo partían continuamente bajeles españoles para llevar a Roma las producciones de este suelo, así naturales como manufacturadas. España surtía a la gran ciudad de aceites, de cereales, de carnes, de telas, y de aquellas exquisitas lanas, que en tanta estimación tenían y a tan subido precio pagaban los romanos, al decir de Estrabón[141]. Este mismo insigne geógrafo nos habla de los medios de comunicación que Augusto había hecho construir en España para facilitar los trasportes de los productos del interior a las embocaduras de los ríos.

Cuando Augusto se vio señor del mundo, queriendo saber cuantos hombres tenía sometidos a su autoridad, mandó hacer un empadronamiento general en todo el imperio. Hacíase esta operación en la Palestina como provincia tributaria de Roma. Entonces fue cuando al ir María, esposa de José, artesano de Galilea, a inscribir su nombre en Belén, nació en un humilde establo el que había de redimir al género humano, el salvador de los hombres. Jesucristo, hijo de Dios. Cumpliéronse, pues, en el reinado de Augusto César los tiempos anunciados por los profetas, y vino al mundo el gran regenerador de la humanidad, el que la había de colocar en el verdadero camino de la civilización, el que había de darle la verdadera libertad. Sin embargo, este acontecimiento, el mayor que han presenciado los siglos, pasaba en un apartado rincón de la Judea, sin que apenas se apercibieran por entonces los hombres de un suceso que había de cambiar la condición moral de universo. Augusto, que entre otros medios de inmortalizarse había discurrido el de dejar consignado su nombre en la cuenta de los tiempos, poniéndole a uno de los meses del calendario romano[142], ni siquiera imaginaba que existía en los dominios de su imperio el hombre cuyo nacimiento había de servir de base a una nueva cronología a que se habían de ajustar todos los cómputos en lo sucesivo[143].

Aunque no faltaron en los postreros años del reinado de Augusto alteraciones y guerras en diversas provincias del imperio, mantúvose España sosegada y en paz hasta su muerte, acaecida en Nola, ciudad de la Campania, a los setenta y tres años de su edad, y a los catorce de J. C. Díjose de él que nunca hubiera debido nacer, o que nunca hubiera debido morir. Creemos sin embargo que el mundo ganó algo con su vida, y perdió mucho con su muerte.

Sus sucesores parecían como escogidos para acreditar que si Augusto había sido usurpador y tirano era el menos perverso de los tiranos y usurpadores. Si es cierto que al designar por sucesor a Tiberio, tuvo el pensamiento de que la tiranía de este hiciera resaltar la moderación suya, logrólo cumplidamente, pero la posteridad no le perdonaría el haber sacrificado la humanidad a un goce de criminal egoísmo.

Tiberio, el primero de los monstruos que deshonraron el trono imperial, tuvo la habilidad de engañar los primeros años al mundo que acababa de heredar. Afectando una modestia loable, fingió rehusar el imperio como una carga superior a las fuerzas de un hombre solo, y aunque concluyó por admitirle, fue aparentando hacerlo como con repugnancia y de mal grado. Mostraba gran deferencia y respeto a los cónsules y senadores; erigióse en reformador de las costumbres públicas; manifestábase enemigo de las delaciones, y negábase a castigar las sátiras que contra él se publicaban, diciendo que en un estado libre debían serlo también el pensamiento y la palabra. Creyéronse sinceras su moderación y su dulzura. Pero luego arrojó la máscara, y el hombre moderado y dulce apareció en toda su desnudez el déspota y el malvado. Horroriza leer en Tácito y en Suetonio el catálogo de asesinatos y de crímenes que en este doble concepto ejecutó, bien por sí, bien sirviéndose del senado como de un fácil instrumento, bien con ayuda de su privado y consejero, el infame Sejano. Su misma madre Libia, a quien debía el trono, no se eximió de probar su ingratitud; y su esposa Julia, la hija de Augusto, viose reducida a morir de hambre. Extraños y deudos, a todos alcanzaba su crueldad calculada y fría.

Había cierto legatario suyo usado la chanza de decir a un muerto: Ve a decir a Augusto que aún no se ha ejecutado su última voluntad. Súpolo Tiberio y mandó degollarle, diciéndole con impasibilidad horrible: Así podrás llevar tú mismo a Augusto noticias más recientes y exactas. Tal fue la ferocidad que desplegó, y tal lo que gozaba con los suplicios, que si alguno por sustraerse a ellos se daba a sí mismo la muerte, exclamaba: ese se me ha escapado; así sucedió con Carnudo. El sistema de delaciones que al principio había fingido aborrecer, fue después objeto de premios y recompensas, y le convirtió en medio ordinario de gobierno. Premiados los delatores, pululaban los espías; llovían cada día acusaciones; esclavos, ciudadanos, senadores, todos se daban prisa a denunciar a otros, como único medio de libertarse a si propios. Nadie se atrevía a hablar, pero el silencio mismo se representaba como sospechoso; no era lícito ni alegrarse ni entristecerse, porque la alegría era tomada como la esperanza de alteraciones que se fraguaban en el estado; la tristeza se traducía por descontento del emperador. Se suprimió hasta la libertad de pensar, se condenaba por supuestas intenciones, y se prohibía lamentar la suerte de las víctimas. ¡Desgraciado el que dijera una palabra en elogio de Augusto! Elogiar a Augusto era despreciar a Tiberio, y se castigaba como crimen de estado. Una expresión, un gesto, un signo bastaba para condenar a muerte un hombre.

Con pretexto de lamentar que el pueblo abandonara sus ocupaciones para asistir a los comicios, le arrancó el derecho de elegir sus magistrados y de sancionar las leyes, y trasmitió estas prerrogativas al senado, de quien disponía a su antojo, hasta el punto de disgustarle ya tanta humillación y tanta bajeza como veía en los senadores. Así acabó la intervención del pueblo en los negocios de la república, o por mejor decir, la república dejó de existir definitivamente. Había hecho Augusto una ley estableciendo penas contra los que ofendieran la majestad del pueblo romano. Tiberio aplicó esta ley a los que le ofendían a él, como representante del pueblo, y tomó de ella ocasión para consumar mil asesinatos legales. En verdad el pueblo moralmente no existía, y Tiberio fue el primero que se atrevió a decir sin rebozo: el estado soy yo: expresión que reproducida siglos adelante en boca de un esclarecido monarca, adquirió una celebridad histórica que aún dura en nuestros días. ¡Y sin embargo, humeaba el incienso en los altares de la corrompida y degenerada Roma en honor de Tiberio!

Natural era que los prefectos y delegados de las provincias fueran dignos mandatarios de tal emperador. Condujéronse como tales en la Península, Vivio Sereno y Lucio Pisón, el primero en la Bética, en la Tarraconense el segundo. España demostró todavía, que aunque oprimida y sujeta, no toleraba ni las depredaciones ni el despotismo, y se insurreccionó en gran parte contra los dos prefectos. Los españoles, con más dignidad que los romanos, no depusieron las armas hasta que el senado decretó la separación de Vivio, y prometió hacerles justicia. Puede juzgarse cuáles y cuántas serian las demasías y excesos de aquel pretor, cuando el senado, tal como era ya entonces, oídas las querellas y acusaciones que le elevaron los de la Bética, no pudo dejar de desterrar a Vivio a una de las islas del mar Egeo. No era menos culpable Lucio Pisón, pero siendo provincia imperial la Tarraconense, no quiso Tiberio castigar al prevaricador, antes bien le mantuvo en su empleo. Semejante impunidad irritó de tal manera a un labrador de Termes, que haciéndose intérprete de la indignación de sus compatricios, acometió un día al prefecto, y le dio muerte por su mano. Preso aquel español, y puesto a tormento para que declarara sus cómplices, respondió con admirable firmeza que su único cómplice era la abominable conducta de Pisón. Cuando le llevaban al suplicio, se desasió de repente de sus conductores y se estrelló de propósito la cabeza contra una piedra[144].

Aunque aislado el hecho de este vengador rústico, fue bastante para que deduciendo el emperador la antipatía con que se miraba en España a sus prefectos, hiciera sentir su tiranía y descargara el peso de su ira sobre las cabezas de los españoles más ilustres. Entre ellos fue víctima de su saña Sexto Mario, avecindado en Roma, hombre de gran fortuna, y en cuya hija, notable por su hermosura, había puesto Tiberio sus torpes y lascivos ojos, como quería poner su avara mano en la caja de las riquezas del padre. No viendo medio de lograr ni lo uno ni lo otro, hizo que se acusara al padre del delito de incesto con su hija. Nada más fácil al emperador que probar todo lo que se proponía. Ambos fueron arrojados de lo alto de la roca Tarpeya, y Tiberio se apoderó seguidamente de todo el oro de aquel desgraciado[145].

Era menester que bajo el imperio de este tirano se cometiera el mayor desafuero, y la más negra ingratitud que ha manchado las páginas de la historia de la humanidad. Era menester que el que había venido a salvar a los hombres y a predicar una religión de caridad, fuera sacrificado por el que ejercía la autoridad en nombre de Tiberio en el pueblo escogido por Dios. En el año 19 del reinado de Tiberio se verificó el gran suceso de la muerte y pasión de nuestro redentor Jesucristo (33). «Del pie de la cruz en que fue clavado por la ingratitud y ceguedad de los hombres partieron doce nuevos legisladores, pobres, humildes y desnudos, a predicar por el mundo la doctrina de la salud, y a derramar por las naciones las semillas de la verdadera civilización que había de cambiar la faz del universo[146]».

Cuatro años más tarde (37) acabó Tiberio la vida de desórdenes con que había escandalizado al mundo.

«¡Pluguiera a los dioses que el pueblo romano tuviera una sola cabeza para derribarla de un solo tajo!». Esto decía en una ocasión el sucesor de Tiberio, Cayo Calígula, llamado así de cierto calzado militar (caliga) que usaba. Bastaría esta brutal expresión para calcular la bárbara ferocidad del nuevo emperador romano. Propio era esto de quien cerraba los graneros públicos por el placer de ver al pueblo morir de hambre; de quien decía a la mujer que amaba: Me parece muy hermosa tu cabeza, y sobre todo cuando pienso que a la más leve indicación mía la podría hacer rodar a mis pies. Instintos tan sanguinarios y feroces solo pueden explicarse por el estado de desarreglo y de delirio en que debía encontrarse su cerebro; y si de estar desjuiciado no hubiera dado mil pruebas, con todo género de extravagancias, sobrara la ridícula insensatez de hacer para su caballo cuadras de mármol, pesebres de marfil, ronzales de perlas y mantas de púrpura; de darle a comer avena dorada, de ponerle a su mesa, de incorporarle en el colegio de sus sacerdotes, y de designarle para cónsul. ¡Y los envilecidos romanos obedecían a este loco! Un español llamado Emilio Régulo quiso librar la tierra de este monstruo imperial, pero descubierta la conspiración, fue Régulo condenado a muerte. Al fin la espada de Casio Chereas, tribuno de los pretorianos, ejecutó lo que aquel no había podido conseguir (41).

Pero al desjuiciado Calígula sucedió el imbécil Claudio su tío, el digno esposo de la célebre prostituta Mesalina, cuyas obscenidades y desarreglos no abochornaban a Roma que las presenciaba y ruborizan a la posteridad que las recuerda. Comprenderíamos que Roma hubiera sufrido la imbecilidad de Claudio, si hubiese sido una imbecilidad inofensiva; que hubiera tolerado el destierro de Séneca de parte de quien tenía pretensiones de pasar por sabio, cuando su misma madre para calificar a un hombre de necio solía decir: Es bestia como mi hijo Claudio; que se burlaran de él los tribunales a que tenía la manía de asistir; pero no se comprende que se sufriera a un imbécil que llevaba al suplicio a treinta y cinco senadores, a trescientos caballeros romanos, y a gran número de mujeres de las principales familias, y que por no tomarse el trabajo de pronunciar una sentencia indicaba con un gesto su voluntad de que un hombre fuera degollado. Y sin embargo a este hombre no solo le obedecía la ciudad del Capitolio, sino que se denunciaba y castigaba a los que ofendieran su majestad, habiendo llegado a ser en su tiempo el oficio de denunciador uno de los más lucrativos. Y lo que es más, seducidos los españoles por una ley de Claudio, en que se mandaba que los gobernadores de provincias hubieran de pasar un año en Roma antes de poder ser reelegidos, a fin de que los pueblos tuvieran tiempo para exponer las quejas a que hubieran dado lugar, por más que esta ley quedara sin ejecución como tantas otras, tuvieron la debilidad de levantarle estatuas; que así iba contagiando a España el espíritu servil y adulador de los romanos.

Por fortuna no era esto solo lo que tomaban de sus dominadores. Las semillas literarias que Augusto había sembrado en España no habían caído en tierra estéril, y producían ya sus frutos. Florecían unos y comenzaban a distinguirse otros españoles como oradores, como filósofos, como poetas y como hombres científicos. Séneca, Sextilio Ena, Marco Porcio Latrón, Moderato Columela, Pomponio Mela, Turanio Gracil, y otros españoles, de cuyos escritos nos ocuparemos más adelante, brillaban en Roma precisamente cuando las ciencias y la literatura latina habían venido a precipitada decadencia como las costumbres. Aunque algunos de ellos no dejaron de participar de la baja adulación que entonces parecía estar en boga, no por eso se libraron de la persecución de unos emperadores que tenían la insensata presunción de pasar por sabios, y no sufrían a los que lo eran más que ellos.

Murió Claudio (54), envenenado, a lo que se cree, por su segunda mujer Agripina, y le sucedió Nerón, cuyo nombre parece haber alcanzado el privilegio de servir para designar a los hombres tiranos y feroces. Comenzó no obstante a gobernar con dulzura como Tiberio, declarando que se proponía seguir las huellas del divino Augusto. Y las siguió en un principio. Al oírle decir cuando tuvo que firmar la primera sentencia de muerte: Quisiera no saber escribir, ¿quién no le tendría por clemente? Cuando al decretarle el senado estatuas de oro y plata dijo: Que aguarden a que las merezca, ¿quién no elogiaba su modestia? Eran entonces sus maestros Afranio Burro, jefe del pretorio, y el español Anneo Séneca, el filósofo, aquel en lo relativo al arte militar, y este en la moral y elocuencia. Había querido Agripina, madre de Nerón, aprovechándose de la corta edad de su hijo, gobernar a su arbitrio el imperio; Séneca cortó el pernicioso influjo de aquella mujer ambiciosa, de que murmuraba ya y se quejaba el pueblo[147]. ¿Por qué no empleó la misma energía con su augusto discípulo cuando le veía después despeñarse por la senda de los crímenes? Pero el moralista que encontró medio de evitar un incesto entre el imperial alumno y su impúdica madre, no le halló para impedir que el emperador expidiera sicarios para que matasen a aquella misma madre, y que les dijera: Abrid aquel vientre que ha llevado a Nerón, y que se recreara después en examinar su cadáver y en analizar sus formas: antes escribió al senado justificando en lo posible el bárbaro parricidio.

Había alcanzado a Séneca el contagio de la corrupción, y sus obras no iban en consonancia con sus escritos. Escribía contra la lisonja, y adulaba al hombre más perverso: declamaba contra la avaricia, y ejercía la usura; acriminaba el lujo, y poseía quinientas mesas de limonero con pies de marfil que valían una fortuna. Si no pudo apartar a Nerón del camino del crimen, fue por lo menos débil en no abandonarle cuando le vio encenagado en los vicios. Triste recompensa recibió el filósofo estoico del hombre a quien había lisonjeado. Cansado de él el emperador, le condenó a muerte, suponiéndole cómplice en la conjuración de Pisón; dióle a escoger el género de muerte que más gustase: Séneca se abrió las venas, y acabó con la entereza del estoicismo una vida sobre la que pesaban flaquezas indisculpables. Aconteció otro tanto con el poeta Lucano, su sobrino, y con Junio Gallión, su hermano. Familia española tan desgraciada como ilustre.

Por estragadas que estuvieran las costumbres en la corrompida Roma, podría, si se quiere, mirarse sin indignación el desenfreno de las pasiones personales de los emperadores, en que sus mismos súbditos se apresuraban a imitarlos, así como ciertos caprichos pueriles, hijos, o de la estupidez o de la presunción. Pero el placer feroz que Nerón quiso darse de pegar fuego a la ciudad eterna, de ver cómo se abrasaban sus cuarteles, de gozar en el incendio, y de cantar al son de la citara la destrucción de Troya a la luz de las llamas, no era posible que dejara de indignar a los romanos por prostituidos que estuviesen. De España partió el golpe que había de libertar al mundo de aquel odioso incendiario.

Hallábase de pretor en la Tarraconense Servio Sulpicio Galba, donde se había hecho querer de los naturales por la severidad con que castigaba a los que empleaban malos medios para enriquecerse: había mandado crucificar a un tutor que envenenó a su pupilo para apoderarse de su hacienda: a un administrador a quien se probó falta de pureza en el manejo de los caudales mandó cortarle las manos y clavarlas en la mesa: terrible rigidez, pero acaso necesaria en el estado a que había llegado la desmoralización. Antiguo consular, y anciano de más de setenta años, ni siquiera soñaba Galba en reemplazar a Nerón, cuando le fue propuesto por Julio Vindex, simple propretor de la Galia. Irresoluto se mostró Galba a pesar de verse proclamado por la tropa y el pueblo, y de habérsele adherido Othón que gobernaba la Lusitania.Un acontecimiento inesperado vino a alentar su timidez. Hallábase retirado en Clunia (Coruña del Conde), cuando supo que Nerón, objeto ya de la execración pública, insultado y maldecido por todos, perseguido por los soldados de la guardia pretoriana, había puesto término por su misma mano a su abominable existencia en una casa de recreo cerca de Roma[148]. Galba entonces partió a tomar posesión del imperio (68). La proclamación de Galba, dice Tácito, descubrió el peligroso secreto de que podía elegirse emperador fuera de Roma[149].

Galba hubiera pasado por el mejor emperador posible, si no hubiera llegado a serlo. Pero el emperador romano estuvo lejos de ser el gobernador de la Tarraconense. Rodeado de tres oscuros aduladores que el pueblo llamaba sus pedagogos, ejecutó crueldades que debieron el no parecer mayores a estar tan reciente la memoria de las de Nerón. España que tanto había contribuido a su elevación, fue tratada con ingratitud, gravada con exorbitantes impuestos, y condenados a muerte muchos de los que le habían servido de escala para subir al poder. Condújose lo mismo con los pretorianos que le allanaron el camino del trono. Cuando se le presentaron a reclamar la recompensa ofrecida, les contestó: Yo elijo mis soldados, no los compro. Palabras dignas de un emperador, si este emperador no fuese el mismo que había querido comprarlos. No faltó quien lo hiciera, ya que él les había enseñado que podían venderse. Creyéndose también Othón mal correspondido, aquel mismo Othón que siendo gobernador de la Lusitania puso a disposición de Galba sus tropas, y aún le regaló su rica vajilla para que la convirtiera en moneda, sedujo aquellos mismos soldados, y con ellos asesinó a Galba en la plaza pública. El septuagenario emperador alargó el cuello a los asesinos, diciéndoles: Herid, si mi muerte es útil al pueblo romano. No desarmaron estas palabras a los soldados, que se cuidaban poco de que su muerte fuese o no útil al pueblo. Imperó Galba siete meses.

Proclamado Othón emperador, pueblo y soldados, caballeros y senadores, fueron con humilde bajeza a besarle la mano, y a prodigarle títulos y honores. Othón tuvo presente que en España había comenzado su engrandecimiento y quiso engrandecerla también, agregando a la Bética las costas de África bajo el nombre de Hispania Tingitana.

Entretanto, habiendo aprendido los soldados que ellos eran los que hacían emperadores, quisieron los de Germania, a ejemplo de los de España, tener también su emperador, y nombraron a Vitelio. Othón se suicidó. Una noche se acostó diciendo: Añadamos esta noche más a nuestra vida. Colocó dos puñales debajo de la almohada, y a la mañana siguiente hallóse solo un cadáver en su lecho.

Vitelio solamente se hizo notable por su glotonería. Hasta repugnantes son las descripciones que se hacen de sus comidas y banquetes, y de los medios que empleaba para excitar su estragado apetito. Poco le duró también aquella vida de brutales deleites. A ejemplo de los ejércitos de España, de las Galias y de Germania, las legiones de Oriente habían proclamado a Vespasiano. Los parciales de uno y otro llegaron a pelear dentro de la misma Roma. Vitelio se escondió en un lugar inmundo de su propio palacio, acompañado de su cocinero y su panadero, dignos secuaces de tal emperador. Sacáronle de allí los soldados, y entretuviéronse en pasearle todo lo largo de la Vía Sacra, con una soga al cuello, las manos atadas a la espalda, y desgarrados los vestidos, entre la gritería de la muchedumbre, que ya le arrojaba inmundicias, ya le llamaba a voces ebrio y glotón, a cuyos ultrajes respondía él: A pesar de todo he sido emperador vuestro. Quitáronle luego la vida, y después de pasear su cabeza clavada en una pica, arrojaron su cuerpo al Tíber (69). A tal degradación había venido en poco tiempo la dignidad imperial. Iban ya ocho emperadores, y los seis habían muerto desastrosamente: ¡Desgraciada Roma, y desgraciada España, que seguía su suerte!

Afortunadamente, tras de tantos vicios, tras de tanta corrupción y desorden, vino un período de reposo y de consuelo al mundo. Trájolo Flavio Vespasiano, el único que al revés de todos los que le habían precedido, se hizo mejor desde que ascendió al trono. Indiferente, y aún desafecto a los títulos pomposos, modesto y sencillo en sus costumbres, él mismo hablaba muchas veces de su humilde nacimiento; enemigo de derramar sangre humana, lloraba cada vez que se veía en la necesidad de pronunciar una sentencia de muerte. España se había pronunciado por su partido, y más agradecido que Galba, la remuneró concediendo a los españoles los derechos latinos. Reconocidas a esta honra muchas ciudades, tomaron el nombre de Flavias, como en otro tiempo habían tomado el de Julias o Augustas. De este número fueron Flaviobriga, Aquæ Flaviæ, Iria Flavia, Flavium Brigantinum, y otras muchas que pueden verse en nuestro catálogo. Debióle también España la construcción de varios caminos, puentes y monumentos públicos. Y no falta quien suponga obra suya una de las más maravillosas que en España se conservan, y que por la grandiosidad de sus proporciones y por las dificultades vencidas para su ejecución, excita el asombro de cuantos la visitan: hablamos del famoso acueducto de Segovia, que los más, aunque sin fundamento seguro en que apoyarse, atribuyen a Trajano[150].

Uno de los más bellos presentes que Vespasiano hizo a España, fue haber enviado en calidad de cuestor a esta provincia a Plinio el Mayor, que no solo desempeñó con celo sus funciones como procurador de la hacienda imperial, sino que hizo grandes mejoras en la Bética, visitó una gran parte de España, y estudiando a fondo sus diferentes climas y países, recogió en ellos abundantes materiales para su historia natural. Hizo además relaciones de amistad con los españoles más distinguidos, con los cuales siguió después correspondencia desde Roma, no perdiendo nunca su afición a España.

Realizóse en el reinado de Vespasiano una de las grandes profecías de los divinos libros, la destrucción del templo de Jerusalén y la dispersión de los judíos por todas las naciones de la tierra: terrible expiación impuesta a un crimen sin ejemplo. Su mismo hijo Tito, tan celebrado después por su piedad y dulzura, fue el que recibió la triste misión de destruir el templo y la ciudad y no dejar piedra sobre piedra. Fue este uno de aquellos grandes y terribles acaecimientos que forman época en los siglos, y que se imprimen indeleblemente en la historia del linaje humano. Millón y medio de israelitas perecieron en aquella célebre guerra; noventa y siete mil fueron hechos cautivos[151]. Tito no pudo reprimir el llanto, al contemplar el miserable estado de Jerusalén, atestada de cadáveres y convertida en ruinas. Los que quedaron con vida se diseminaron sobre toda la haz de la tierra, en cumplimiento de la terrible profecía. La Judea dejó de existir como nación, y España recogió en su seno una parte de aquellos fugitivos, que aunque perseguidos y anatematizados, habían no obstante de constituir una gran parte de su población por muchos siglos. Créese que se les señaló por primer asiento la ciudad de Mérida.

España conservó por mucho tiempo gratos recuerdos de Vespasiano[152]. Murió este emperador el año 79, dejando por sucesor a su hijo Tito, que aún aventajó a su padre en virtudes, y a quien los españoles llamaron las delicias del género humano[153]. Éralo realmente el hombre que profesaba la máxima de que nadie debía salir apesadumbrado de la presencia del príncipe; el que si se acordaba de noche de no haber dispensado algún beneficio desde la mañana, exclamaba pesaroso: He perdido el día; el que al aceptar el pontificado declaró que desde aquel momento se conservaría puro de toda efusión de sangre; el que no permitía que se denunciara a nadie por haber hablado mal de su persona; el que fulminó nota de infamia contra los jueces venales y contra los gobernadores concusionarios; el que prohibió a los caballeros hacer el papel de histriones y degradó a un senador por haber bailado; el que reprimió la licencia pública, e hizo todo lo posible por restablecer la decencia de las costumbres.

La corta duración de su reinado no dejó tiempo ni a España ni a la humanidad de probar todos los efectos de la justicia y de la bondad de este príncipe. Pero la paz que gozaba le permitía entregarse a la cultura de las letras y delas artes, y a las dulzuras de la vida social. Poco más de dos años disfrutó el mundo de la felicidad con que comenzaba a regalarle este benéfico príncipe (81).

Parece que la Providencia quiso mostrar a la especie humana que aún no merecía príncipes tan buenos, y la castigó enviándole un Domiciano, que más que de la familia Flavia y hermano de Tito, parecía de la raza de los Claudios y hermano de Nerón. Jamás hubo hermanos más desemejantes que Tito y Domiciano. No cedió Domiciano ni en crueldad, ni en desenfreno, ni en tiranía a ninguno de sus predecesores. Mataba por complacencia, y derramaba sangre por deleite. España volvió a sufrir las vejaciones y despojos de los gobernadores romanos: pero también tenía defensores celosos. Acusado un procónsul por sus rapiñas ante los tribunales, y llevada la causa a Roma, abogaron en favor de los españoles Plinio el joven y Herennio Seneccion, natural de la Bética, e hiciéronlo con tanto ardor y tales eran los excesos del acusado, que aún imperando un Domiciano, sufrió por sentencia del tribunal el secuestro de todos sus bienes.

Nerón había dado el primer edicto de persecución contra los cristianos; Domiciano dio el segundo. Confundía con los cristianos a los matemáticos y filósofos, y los desterró a todos de Roma. Domiciano murió como morían los tiranos, y su muerte fue mirada como una felicidad para los pueblos (96). El senado decretó que su nombre fuera borrado de todos los monumentos públicos. Fue el último de los emperadores designados con el nombre de los doce Césares.

Sucedióle el anciano Nerva. ¡Lástima que su edad no le permitiera dar al mundo más años de felicidad y de justicia! Nerva abolió el crimen de lesa majestad aplicado a los emperadores por Tiberio, castigó a los delatores, dotó a España de magistrados sabios, embelleció a Córdoba con soberbios edificios, e hizo al morir el mayor beneficio que pudiera hacer a España, el de darle por emperador a un español, al insigne Trajano (98).