Me he referido varias veces a la música de Leos Janácek. En Inglaterra, en Alemania, lo conocen bien. Pero ¿y en Francia? ¿Y en los demás países latinos? ¿Y qué puede saberse de él? Voy (el 15 de febrero de 1992) a una de las tiendas de discos y libros de la cadena francesa FNAC y miro qué puedo encontrar de su obra.

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Encuentro enseguida Taras Bulba (1918) y Sinfonietta (1926): las obras orquestales de su gran período; como son sus obras más populares (las más accesibles para un melómano medio) las ponen casi regularmente en el mismo disco.

Suite para orquesta de cuerda (1877), Idilio para orquesta de cuerda (1878), Danzas láquicas (1890). Piezas que pertenecen a la prehistoria de su creación y que, por su insignificancia, sorprenden a quienes buscan bajo la firma de Janácek una gran música.

Me detengo en las palabras «prehistoria» y «gran período».

Janácek nació en 1854. Toda la paradoja radica en eso. Este gran personaje de la música moderna es el mayor de los grandes románticos: tiene cuatro años más que Puccini, seis más que Mahler, diez más que Richard Strauss. Durante mucho tiempo escribe composiciones que, debido a su alergia por los excesos del romanticismo, no se distinguen más que por su acusado tradicionalismo. Siempre insatisfecho, siembra su vida de partituras inacabadas; sólo con el cambio de siglo llega a su propio estilo. En los años veinte, sus composiciones ocupan su lugar en los programas de conciertos de música moderna, al lado de Stravinski, Bartok, Hindemith; pero tiene treinta, cuarenta años más que ellos. De ser un conservador solitario en su juventud pasó a ser en su vejez un innovador. Pero sigue estando solo. Porque, aunque solidario con los grandes modernistas, es distinto a ellos. Llegó a su estilo sin ellos, su modernidad tiene otro carácter, otra génesis, otras raíces.

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Prosigo mi paseo entre los estantes de la FNAC: encuentro fácilmente los dos cuartetos (1924, 1928): es la cima de Janácek; todo su expresionismo está concentrado en ellos con total perfección. Cinco grabaciones, todas excelentes. Lamento, no obstante, no haber podido encontrar (hace tiempo que la busco sin resultado en disco compacto) la interpretación más auténtica de estos cuartetos (y que sigue siendo la mejor), la del Cuarteto Janácek (el antiguo disco Supraphon 50556; Premio de la Académie Charles-Cros, Premio de la Deutsche Schall-plattenkritik).

Me detengo en la palabra «expresionismo».

Aunque él mismo nunca se refiriera a ello, Janácek es de hecho el único gran compositor al que se le podría aplicar este término, por entero, y en su sentido literal: para él todo es expresión, y ninguna nota tiene derecho a la existencia si no es expresión. De ahí la total ausencia de lo que es simple «técnica»: transiciones, desarrollos, mecánica del relleno contrapuntístico, rutina de orquestación (por el contrario, atracción por conjuntos orquestales inéditos, formados por algunos instrumentos solistas), etc. De ello resulta para el ejecutante que, al ser expresión cada nota, cada nota (no sólo cada motivo, sino cada nota de un motivo) tiene que tener una máxima claridad expresiva. Una precisión más: el expresionismo alemán se caracteriza por una predilección por estados de ánimo excesivos, por el delirio, la locura. Lo que, en Janácek, llamo expresionismo no tiene nada que ver con tal unilateralidad: es un riquísimo abanico emocional, una confrontación sin transiciones, vertiginosamente apretada, entre la ternura y la brutalidad, el furor y la paz.

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Encuentro la hermosa Sonata para violín y piano (1921), el Cuento para violonchelo y piano (1910), Diario de un ausente, para piano, tenor y tres voces femeninas. Y también las composiciones de sus últimos años; es la explosión de su creatividad; jamás fue tan libre como cuando era ya septuagenario, rebosante de humor e invención; Misa glagolítica (1926): no se parece a ninguna otra: es más una orgía que una misa; y es fascinante. De la misma época. Sexteto para instrumentos de viento (1924), Las rimas infantiles (1927) y dos obras para piano y distintos instrumentos que me gustan particularmente pero cuya ejecución pocas veces me satisface: Capriccio (1926) y Concertino (1925).

Cuento cinco grabaciones de las composiciones para piano solo: la Sonata (1905) y dos ciclos: Por la senda cubierta de hierba (1902) y En la niebla (1912); estas hermosas composiciones van siempre juntas en un único disco y se les añade casi siempre (desgraciadamente) otros fragmentos, menores, que pertenecen a la «prehistoria». Son por otra parte los pianistas en particular los que se equivocan tanto acerca del espíritu como acerca de la estructura de la música de Janácek; sucumben, casi todos, a una romantización amanerada: suavizando el lado brutal de esta música, ignorando sus forte y entregándose al delirio del rubato casi sistemático. (Las composiciones para piano están particularmente desarmadas frente al rubato. Es en efecto difícil organizar con una orquesta una inexactitud rítmica. Pero el pianista está solo. Su alma temible puede fustigar sin control y sin freno.)

Me detengo en la palabra «romantización».

El expresionismo janacekiano no es una prolongación exacerbada del sentimentalismo romántico. Es, por el contrario, una de las posibilidades históricas para salir del romanticismo. Posibilidad opuesta a la que eligió Stravinski: contrariamente a éste, Janácek no reprocha a los románticos el haber hablado de los sentimientos; les reprocha haberlos falsificado; haber sustituido la verdad inmediata de las emociones por una gesticulación sentimental («una mentira romántica», diría Rene Girard[2]). Es un apasionado de las pasiones, pero aún más de la precisión con la que quiere expresarlas. Stendhal, no Víctor Hugo. Lo cual implica la ruptura con la música del romanticismo, con su espíritu, con su sonoridad hipertrofiada (la economía sonora de Janácek chocó a todo el mundo en su época), con su estructura.

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Me detengo en la palabra «estructura».

—mientras la música romántica intentaba imponer a un movimiento una unidad emocional, la estructura musical janacekiana radica en la alternancia desacostumbradamente frecuente de fragmentos emocionales distintos, incluso contradictorios, en la misma pieza, en el mismo movimiento.

—a la diversidad emocional corresponde la diversidad de tempi y de metros que alternan en la misma desacostumbrada frecuencia.

—la coexistencia de varias expresiones contradictorias en un espacio muy limitado crea una semántica original (la cercanía inesperada de las emociones sorprende y fascina). La coexistencia de emociones es horizontal (se siguen), pero también (lo cual es todavía más desacostumbrado) vertical (resuenan simultáneamente en cuanto polifonía de las emociones). Por ejemplo: se oye al mismo tiempo una melodía nostálgica, en los graves un furioso motivo ostinato y en los agudos otra melodía que recuerda unos gritos. Si el ejecutante no comprende que cada una de estas líneas tiene la misma importancia semántica y que, por lo tanto, ninguna de ellas debe convertirse en simple acompañamiento, en murmullo impresionista, estará soslayando la estructura propia de la música de Janácek.

La permanente coexistencia de las emociones contradictorias otorga a la música de Janácek un carácter dramático; dramático en el sentido más literal de la palabra; esta música no evoca un narrador que cuenta; evoca una escena en la que, simultáneamente, varios actores están presentes, hablan, se enfrentan; con frecuencia encontramos en germen este espacio dramático en un único motivo melódico. Como en estos primeros compases de la Sonata para piano.

El motivo que se toca con la mano izquierda en el cuarto compás todavía forma parte del motivo (está compuesto con los mismos intervalos), pero al mismo tiempo constituye —desde el punto de vista de la emoción— su opuesto. Algunos compases más adelante vemos hasta qué punto este motivo «escisionista» contradice por su brutalidad la melodía elegiaca de que proviene.

En el siguiente compás, las dos melodías, la original y la «escisionista», se reúnen; no en una armonía emocional, sino en una contradicción polifónica de emociones, como pueden unirse un llanto nostálgico y una rebelión.

Los pianistas cuyas ejecuciones pude conseguir en la FNAC, al querer imprimir a esos compases una uniformidad emocional, descuidan todos el forte prescrito por Janácek en el cuarto compás; privan así al compás «escisionista» de su carácter brutal y a la música de Janácek de toda su inimitable tensión, gracias a la cual se la reconoce (si ha sido bien comprendida) inmediatamente, desde las primerísimas notas.

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Las óperas: no encuentro Excursiones del señor Brucek y no lo lamento, pues esta obra me parece fallida; todas las demás están ahí, dirigidas por Sir Charles Mackerras: Fatum (escrita en 1904, esta ópera, cuyo libreto está en verso y es catastróficamente ingenua, representa, incluso musicalmente, dos años después de Jenufa, una clara regresión); luego, cinco obras maestras que admiro sin reservas: Katia Kabanova, La zorra astuta; El caso Macropulos; y Jenufa: Sir Charles Mackerras tiene el inestimable mérito de haberla librado por fin (en 1982, ¡después de setenta años!) del arreglo que le habían impuesto en Praga en 1916. Su logro me parece aún más brillante en su revisión de la partitura de De la casa de lo muertos. Gracias a él, nos damos cuenta (en 1980, ¡después de cincuenta y dos años!) de hasta qué punto los arreglos de los adaptadores debilitaron esta ópera. En su restituida originalidad, en la que reencuentra toda su sonoridad ahorrativa e insólita (en las antípodas del sintonismo romántico), De la casa de los muertos aparece, al lado de Wozzeck de Berg, como la ópera más verdadera, más grande de nuestro sombrío siglo.

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Dificultad práctica insoluble: en las óperas de Janácek, lo que embelesa del canto no radica tan sólo en la belleza melódica, sino también en el sentido psicológico (sentido siempre inesperado) que la melodía confiere no globalmente a una escena, sino a cada frase, a cada palabra cantada. Pero ¿cómo cantar en Berlín o en París? Si es en checo (solución de Mackerras), el oyente no escucha más que sílabas sin sentido y no entiende las finezas psicológicas presentes en cada giro melódico. Por lo tanto, ¿traducirlas, como era el caso al principio de la carrera internacional de estas óperas? También es problemático: el francés, por ejemplo, no toleraría el acento tónico en la primera sílaba de las palabras checas, y la misma entonación adquiriría en francés un sentido psicológico muy distinto.

(Hay algo desgarrador, cuando no trágico, en el hecho de que Janácek concentrase la mayor parte de sus fuerzas innovadoras precisamente en la ópera, poniéndose así a merced del público burgués más conservador que pueda imaginarse. Además: su innovación radica en una revalorización jamás vista de la palabra cantada, lo cual quiere decir in concreto de la palabra checa, incomprensible en el noventa y nueve por ciento de los teatros del mundo. Es difícil imaginar mayor acumulación voluntaria de obstáculos. Sus óperas son el más hermoso homenaje que jamás se haya rendido a la lengua checa. ¿Homenaje? Sí. En forma de sacrificio. Inmoló su música universal a una lengua casi desconocida.)

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Pregunta: si la música es un idioma supranacional, ¿tiene también un carácter supranacional la semántica de las entonaciones del lenguaje hablado? ¿O no, en absoluto? ¿O, pese a todo, en cierta medida? Problemas todos ellos que fascinaban a Janácek. Hasta tal punto que legó en su testamento casi todo su dinero a la universidad de Brno para subvencionar las investigaciones sobre el lenguaje hablado (sus ritmos, sus entonaciones, su semántica). Pero a la gente poco le importan los testamentos, es cosa sabida.

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La admirable fidelidad de Sir Charles Mackerras a la obra de Janácek significa: captar y defender lo esencial. Ir a lo esencial es por otra parte la moral artística de Janácek; la norma: sólo una nota absolutamente necesaria (semánticamente necesaria) tiene derecho a existir; de ahí la máxima economía en la orquestación. Al quitar de las partituras los añadidos que les habían impuesto, Mackerras restituyó esta economía e hizo así más inteligible la estética janacekiana.

Pero también hay otra fidelidad, en el polo opuesto, que se manifiesta en la pasión de recoger todo lo que pueda descubrirse detrás de un autor. Mientras en vida cualquier autor intenta hacer público todo lo que es esencial, los hurgadores de cubos de basura son apasionados de lo inesencial.

El espíritu hurgador se manifiesta de un modo ejemplar en la grabación de las piezas para piano, violín y violonchelo (ADDA 581136/37). En ella, los fragmentos menores o nulos (transcripciones folclóricas, variantes abandonadas, obritas de juventud, esbozos) ocupan aproximadamente cincuenta minutos, una tercera parte de la duración, y están dispersos entre las composiciones de gran estilo. Se oye, por ejemplo, durante seis minutos y treinta segundos, una música de acompañamiento para ejercicios de gimnasia. ¡Oh, compositores, contrólense cuando bellas señoras de un club deportivo vayan a solicitarles un pequeño encargo! Tomada a broma, ¡su cortesía les sobrevivirá!

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Sigo examinando los estantes. Busco en vano algunas hermosas composiciones orquestales de su madurez (El hijo del violinista, 1912, La balada de Blanik, 1920), sus cantatas (sobre todo: Amarus, 1898), y algunas composiciones de la época de la formación de su estilo, que se distinguen por una conmovedora e inigualable simplicidad: Pater noster (1901), Ave María (1904). Lo que falta ante todo, y es grave, son los coros; porque nada en nuestro siglo iguala en este terreno al Janácek de su gran período, sus cuatro obras maestras: Marycka Magdonova (1906), KantorHalfar (1906), Setenta mil (1909), El loco errante (1922): diabólicamente difíciles en cuanto a la técnica, habían sido motivo de excelentes ejecuciones en Checoslovaquia; estas grabaciones no existen, sin duda, más que en antiguos discos de la marca checa Supraphon, pero, desde hace años, son inencontrables.

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El balance no es, pues, del todo malo, pero tampoco es bueno. Con Janácek fue así desde el principio. Jenufa sube a los escenarios del mundo veinte años después de su creación. Demasiado tarde. Porque, después de veinte años, se pierde el carácter polémico de una estética y entonces ya no es perceptible su novedad. Por eso la música de Janácek es tantas veces mal comprendida, y tan mal ejecutada; su sentido histórico se ha esfumado; parece inclasificable; como un hermoso jardín situado al margen de la Historia; ni se plantea la cuestión de su lugar en la evolución (mejor aún: en la génesis) de la música moderna.

Si en el caso de Broch, Musil, Gombrowicz, y en cierto sentido el de Bartok, lo tardío del reconocimiento se debe a catástrofes históricas (nazismo, guerra), en el caso de Janácek es su pequeña nación la que se encargó de asumir del todo el papel de las catástrofes.

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Las pequeñas naciones. Este concepto no es cuantitativo; designa una situación; un destino: las pequeñas naciones no conocen la feliz sensación de estar ahí desde siempre y para siempre; todas pasaron, en algún momento de su historia, por la antecámara de la muerte; siempre enfrentadas a la arrogante ignorancia de los grandes, ven su existencia perpetuamente amenazada o cuestionada; porque su existencia es cuestión.

En su mayoría, las pequeñas naciones europeas se emanciparon y alcanzaron su independencia en los siglos XIX y XX. Su ritmo de evolución es por lo tanto específico. Para el arte, esta asincronía histórica fue muchas veces fértil al permitir el extraño acercamiento de distintas épocas: así, Janácek y Bartok participaron con ardor en la lucha nacional de sus pueblos; es su vertiente siglo XIX: un extraordinario sentido de lo real, un apego a las clases populares, al arte popular, una relación más espontánea con el público; estas cualidades, que habían desaparecido de los países grandes, se unieron a la estética de lo moderno en un sorprendente, inimitable, feliz maridaje.

Las pequeñas naciones forman «otra Europa» cuya evolución está en contrapunto con la de las grandes. Un observador puede quedar fascinado por la intensidad a menudo asombrosa de su vida cultural. Ahí, se manifiesta la ventaja de lo pequeño: la riqueza de acontecimientos culturales está hecha a la «medida humana»; todo el mundo es capaz de abarcar esta riqueza, de participar en la totalidad de la vida cultural; por eso, en sus momentos mejores, una pequeña nación puede evocar la vida de una ciudad de la Grecia antigua.

Esta posible participación de todos en todo puede evocar otra cosa: la familia; una pequeña nación se parece a una gran familia y le gusta llamarse así. En la lengua del país europeo más pequeño, en islandés, familia se dice: fjölskylda; la etimología es elocuente: skylda quiere decir: obligación; fjöl quiere decir: múltiple. La familia es, pues, una obligación múltiple. Los islandeses tienen una sola palabra para decir lazos familiares: fjölskyldubönd: los lazos (bönd) de las obligaciones múltiples. En una gran familia de una pequeña nación, el artista está atado, pues, de múltiples maneras, por múltiples lazos. Cuando Nietzsche zarandea alborotadamente el carácter alemán, cuando Stendhal proclama que prefiere Italia a su patria, ningún alemán, ningún francés se ofende; si un griego o un checo se atreviera a decir lo mismo, su familia lo anatematizaría como a un detestable traidor.

Disimuladas detrás de sus lenguas inaccesibles, las pequeñas naciones europeas (su vida, su historia, su cultura) son muy mal conocidas; se cree, muy naturalmente, que en ello radica el principal impedimento para el reconocimiento internacional de su arte. Ahora bien, es todo lo contrario: este arte está impedido porque todo el mundo (la crítica, la historiografía, tanto los compatriotas como los extranjeros) lo pega a la gran foto de familia nacional y no lo deja salir de ahí. Gombrowicz: sin ninguna utilidad (tampoco sin ninguna competencia), sus comentaristas extranjeros se empeñan en explicar su obra discurriendo sobre la nobleza polaca, el barroco polaco, etc. Como dice Proguidis[3], lo «polonizan», lo «repolonizan», lo reducen al pequeño contexto nacional. Sin embargo, no es el conocimiento de la nobleza polaca, sino el conocimiento de la novela mundial moderna (o sea el conocimiento del gran contexto) el que nos ayudará a comprender la novedad y, por lo tanto, el valor de la novela gombrowicziana.

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Oh, pequeñas naciones. En la cálida intimidad, cada uno envidia a cada uno, todo el mundo vigila a todo el mundo. «¡Familia, os odio!» Y aún otras palabras de Gide: «Nada es más peligroso para ti que tu familia, que tu habitación, que tu pasado […]. Debes dejarlos». Ibsen, Strindberg, Joyce, Seferis lo supieron. Transcurrieron gran parte de su vida en el extranjero, lejos del poder familiar. Para Janácek, patriota cándido, esto era inconcebible. Por tanto, lo pagó.

Por supuesto, todos los artistas modernos conocieron la incomprensión y el odio; pero estaban al mismo tiempo rodeados de discípulos, teóricos, ejecutantes que los defendían y, desde el principio, imponían la auténtica concepción de su arte. En Brno, en una provincia en la que pasó toda su vida, Janácek también tenía a sus fieles, ejecutantes con frecuencia admirables (el Cuarteto Janácek fue uno de los últimos herederos de esta tradición), pero su influencia era demasiado débil. Desde los primeros años del siglo, la musicología oficial checa arrojó sobre él su desdén. A los ideólogos nacionales, que no conocían en música a otros dioses que Smetana, otras leyes que las smetanescas, les imtaba su alteridad. El papa de la musicología praguense, el profesor Nejedly, que pasó a ser al final de su vida, en 1948, ministro y omnipotente amo de la cultura en la Checoslovaquia estalinizada, no conservaba, en su belicosa senilidad, más que dos grandes pasiones: venerar a Smetana, execrar a Janácek. El único apoyo que Janácek obtuvo en toda su vida fue el de Max Brod; al traducir éste, entre 1918 y 1928, todas sus óperas al alemán, les abrió las fronteras y las liberó del poder ejecutivo de la celosa familia. En 1924, Brod escribió su monografía, la primera que se le dedicó; pero Brod no era checo, de modo que la primera monografía janacekiana es alemana. La segunda es francesa, publicada en París en 1930. Sólo treinta y nueve años después de la de Brod vio la luz su primera monografía completa en checo[4]. Franz Kafka comparó la lucha de Brod a favor de Janácek a la anteriormente librada en favor de Dreyfus. Sorprendente comparación que revela el grado de hostilidad que se abatió sobre Janácek en su país. Obstinadamente, el Teatro Nacional de Praga se negó, entre 1903 y 1916, a montar su primera ópera, Jenufa. En Dublín, en la misma época, entre 1905 y 1914, sus compatriotas rechazan el primer libro en prosa de Joyce, Dublineses, e incluso queman las pruebas de imprenta en 1912. La historia de Janácek se distingue de la de Joyce por la perversidad del desenlace: fue obligado a ver el estreno de Jenufa dirigido por el director de orquesta que durante catorce años lo había rechazado, que durante catorce años no había manifestado más que desprecio por su música. Se vio obligado a mostrarse agradecido. A partir de esta humillante victoria (la partitura, recordémoslo, quedó embadurnada de correcciones en rojo, de tachaduras, de añadidos), terminó, en Bohemia, por ser tolerado. Digo: tolerado. Si una familia no consigue aniquilar al hijo malquerido, lo rebaja mediante una indulgencia maternal. El discurso corriente en Bohemia, y que dice estar a su favor, le arranca del contexto de la música moderna y lo amuralla en la problemática localista: pasión por el folclore, patriotismo moravo, admiración por la Mujer, la Naturaleza, Rusia, lo eslavo y otras jerigonzas. Familia, os odio. Ninguno de sus compatriotas ha escrito hasta hoy ningún importante estudio musicológico analizando la novedad estética de su obra. Ninguna escuela influyente de la interpretación janacekiana ha podido hacer inteligible al mundo su extraña estética. Ninguna estrategia para dar a conocer su música. Ninguna edición completa en discos de su obra. Ninguna edición completa de sus escritos teóricos y críticos.

Y, sin embargo, esa pequeña nación jamás ha tenido un artista más grande que él.

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Dejémoslo. Pienso en la última década de su vida: su país independiente, su música finalmente aplaudida, él mismo amado por una mujer; sus obras pasan a ser cada vez más audaces, libres, alegres. Vejez picassiana. En el verano de 1928, su amada, acompañada de sus dos hijos, va a verle a su pequeña casa de campo. Los niños se pierden en el bosque, él parte en su busca, corre por todas partes, se enfría, cae víctima de una neumonía, es llevado al hospital y, pocos días después, muere. Ella está allí, a su lado. Desde los catorce años, oigo murmurar que murió haciendo el amor en su cama de hospital. Poco verosímil, pero, como solía decir Hemingway, más verdadero que la verdad. ¿Qué otra culminación para esta desencadenada euforia que fue su edad tardía?

Esta es también la prueba de que en su familia nacional había, pese a todo, quienes lo querían. Porque semejante leyenda es un ramo de flores depositado encima de su tumba.