El miércoles volvió de Bar-sur-Aube la farmacéutica. La llamé por teléfono y me dijo que podíamos quedar por la noche. Me propuso que me reuniera con ella en su barrio, pero de nuevo tenía miedo de coger el metro y desplazarme sola por todo París. Entonces la invité a cenar al café de la place Blanche.
Me preguntaba en qué podía pasar el rato hasta la noche. No me sentía con ánimos de volver a Neuilly para encargarme de la cría. Lo que más aprensión me daba era bordear el bosque, cerca del jardín de Acclimatation, en esa zona donde se había perdido el perro. Yo me paseaba casi a diario con el perro por la porte Maillot. Por aquella época, allí estaba todavía el Luna Park. Una tarde me preguntó mi madre si me gustaría ir a Luna Park. Yo creía que tenía la intención de acompañarme. Pero no. Cuando hoy lo pienso, creo que sencillamente quería que la dejara sola aquella tarde. A lo mejor había quedado con el tipo del que nunca se supo el nombre y gracias al cual vivíamos en el piso. Abrió la puerta empotrada en la pared del salón, me tendió un billete grande y me dijo: «Vete a divertirte a Luna Park». Yo no entendía por qué me daba todo aquel dinero. Parecía tan preocupada que no se me ocurrió llevarle la contraria. Una vez afuera, se me pasó por la cabeza no ir a Luna Park. Pero lo mismo a la vuelta me preguntaba, me pedía que le enseñase la entrada o los tickets de los tiovivos, y es que solían darle obcecaciones y no era cosa de intentar mentirle. Y yo en aquella época no sabía mentir.
Cuando compré la entrada, al señor de la taquilla pareció chocarle que le pagara con un billete tan gordo. Me dio el cambio y me dejó pasar. Un día de invierno. Daba la impresión de que fuera de noche. En medio de aquella feria tuve la sensación de estar en un mal sueño. Lo que me impactaba, sobre todo, era el silencio. La mayoría de las barracas estaban cerradas. Los tiovivos daban vueltas en aquel silencio y no había nadie en los caballitos. Ni en los paseos. Llegué a los pies de la montaña rusa. Unos trineos se deslizaban arriba y abajo a toda velocidad, pero estaban vacíos. A la entrada de la montaña rusa me fijé en tres chavales mayores que yo. Llevaban unos zapatos viejos y agujereados, y no era el mismo zapato en cada pie. Y unos babis grises raídos y demasiado cortos. Debían de haberse colado en Luna Park, porque miraban a izquierda y derecha como si los siguieran. Pero parecía que tenían ganas de subirse a la montaña rusa. Avancé hacia ellos. Di al mayor los billetes que me quedaban. Y eché a correr con la esperanza de que me dejaran salir.
No, hoy no pensaba ir donde los Valadier, pero tenía que avisarlos. Salí de mi habitación y caminé hasta el despacho de correos de la place des Abbesses, después de comprar un sobre y un folio en el café-estanco Des Moulins. Me instalé en una de las ventanillas de correos y escribí:
Querida Véra Valadier, no voy a poder pasarme hoy a cuidar a su hija porque estoy indispuesta. Prefiero quedarme reposando hasta el sábado y estaré en su casa como siempre a las cuatro de la tarde. Discúlpeme. Saludos al señor Michel Valadier.
THÉRÈSE
Para que le llegara a tiempo la carta la envié por el continental. Luego me di un paseo por el barrio. Hacía sol y, a medida que iba andando, me sentía mejor. Respiraba bien. Llegué al borde de los jardines del Sacré-Coeur y no podía dejar de seguir con la mirada las idas y venidas del funicular. Regresé a mi habitación de la rue Coustou, me tumbé en la cama e intenté leer el libro que me había prestado Moreau-Badmaev. No era la primera vez. Me ponía, procuraba luchar contra mi distracción, volvía una y otra vez a la frase del comienzo como a un trampolín desde el que lanzarme y me quedaba con esa primera frase en la cabeza: «Las afueras de la vida generalmente no ofrecen a sus habitantes ese confort al que están acostumbrados quienes permanecen en el centro de las grandes ciudades».
*
Había quedado con ella a las ocho de la tarde en el café de la place Blanche. Es el que se parece a una casita. Hay una sala en el primer piso, pero yo le había dicho que estaría en una de las mesas de la planta baja.
Llegué con media hora de adelanto y escogí una mesa cerca del ventanal que da a la rue Blanche. El camarero me preguntó si deseaba tomar algo y estuve tentada de pedir un whisky sin hielo. Pero era una estupidez, no lo necesitaba. No sentía ese peso que solía oprimirme. Le dije que estaba esperando, y pronunciar esas dos sencillas palabras me hizo tanto bien como cualquier alcohol.
Ella entró en el restaurante a las ocho en punto. Llevaba el mismo abrigo de pieles que la última vez, y unos zapatos planos. Me vio enseguida. Cuando echó a andar hacia la mesa le encontré andares de bailarina, pero para mí era mucho más tranquilizador que fuera farmacéutica. Me dio un beso en la frente y se sentó en el banco junto a mí.
—¿Estamos mejor que la otra noche?
Me sonreía. Había algo protector en aquella sonrisa y aquella mirada. No me había fijado de verdad en que tenía ojos verdes. Estaba demasiado desorientada aquel domingo en el sillón de la farmacia y, más tarde, en mi habitación, la luz no era tan viva como en el restaurante.
—Le he traído esto para que se reponga.
Y se sacó de uno de los bolsillos del abrigo, que había estirado en el banco, dos cajas de medicinas.
—Esto es un jarabe para la tos… Hay que tomarlo cuatro veces al día… Esto son unos comprimidos para dormir… Se toma uno por la noche, y cada vez que se sienta un poco rara…
Me puso las cajas delante, en la mesa.
—Y creo que estaría bien que le pusieran unas inyecciones de vitamina B12.
Le dije simplemente gracias. Me hubiera gustado decirle algo más, pero ya no estaba acostumbrada a que me cuidaran desde que las monjitas, el día en que me atropelló la camioneta, tuvieron la amabilidad de darme a respirar un tapón de éter.
Nos quedamos un instante sin decir nada. Pese a que notaba en ella cierta autoridad, me daba la impresión de que era tan tímida como yo.
—¿No habrá sido usted bailarina?
Pareció sorprendida por mi pregunta, y luego se echó a reír:
—¿Por qué?
—Hace un momento se me ha ocurrido que tenía andares de bailarina.
Me dijo que dio clases de ballet hasta los doce años, como la mayoría de las niñas. Pero nada más. Pensé en otra foto, en el fondo de la caja de galletas. Dos niñas de doce años, vestidas de bailarina. Y detrás de la foto ponía, con letra infantil y en violeta: «Josette Dagory y Suzanne» —era el auténtico nombre de mi madre—. Jean Bori tenía la misma foto colgada en la pared de su despacho, en el garaje. Aún iba todo bien en la época de esa foto. Pero ¿en qué momento se produjo el accidente de los tobillos, o el accidente sin más? ¿Qué edad tenía ella? Ahora era demasiado tarde para saberlo. Ya no podía decírmelo nadie.
Cuando vino a nuestra mesa el camarero, ella se extrañó de que yo no pidiera nada.
—Tiene que coger fuerzas, con la carita que tiene…
Moreau-Badmaev había dicho lo mismo, pero ella tenía más autoridad que él.
—No tengo mucha hambre.
—Entonces nos lo tomamos a medias.
No me atreví a contradecirla. Me sirvió la mitad de su plato y me esforcé en tragar, cerrando los ojos y contando los bocados.
—¿Suele venir a este sitio?
Yo iba sobre todo por las mañanas, muy temprano, cuando abrían el café, el momento del día en que me sentía mejor. Qué alivio al dejar atrás el sueño de plomo y las pesadillas.
—Hacía mucho que no había vuelto por este barrio —me explicó.
Y me indicaba, detrás del ventanal, la farmacia, al otro lado de la rue Blanche.
—Trabajé ahí cuando empecé a ejercer la profesión… Era menos tranquilo que el sitio donde estoy ahora.
A lo mejor había conocido a mi madre, después de su «accidente», cuando era bailarina por aquí y todavía vivía en una habitación de hotel. Se me liaban los años en la cabeza.
—Creo que había muchas bailarinas por estos pagos en aquellos tiempos —le dije—. ¿Conoció a alguna?
Frunció el ceño.
—Oh, sabe usted, había un poco de todo en el barrio…
—¿Trabajaba de noche?
—Sí. Con frecuencia.
Seguía frunciendo el ceño.
—No me gusta mucho hablar del pasado… No está usted comiendo casi nada… Es poco sensato.
Me metí un último bocado por darle gusto.
—¿Tiene pensado quedarse todavía mucho tiempo por el barrio? ¿No podría encontrarse una habitación más cerca de la Escuela de Lenguas Orientales?
Claro, si el otro día le había dicho que estaba matriculada en la Escuela de Lenguas Orientales… Se me había olvidado que, para ella, yo era estudiante.
—Sí tengo pensado cambiarme de barrio en cuanto pueda…
Me daban ganas de confiarle que el banco donde estaba sentada yo, en la place Blanche, seguramente lo ocupaba mi madre hace veinte años. Y que en el momento de mi nacimiento ella vivía, como yo ahora, en una habitación en el número 11 de la rue Coustou, quién sabe si la mía.
—Para ir a la Escuela esto me resulta bastante práctico —le aseguré—. Cojo el metro en Blanche y es directo hasta Sèvres-Babylone.
Ella esbozaba de nuevo una sonrisa irónica, como si no se tragara esa mentira. Yo había hablado al tuntún. Ni siquiera sabía dónde se encontraba la Escuela de Lenguas Orientales.
—La veo muy inquieta —me dijo—. Me gustaría saber qué la preocupa tanto…
Había aproximado su cara a la mía. Siempre aquellos ojos verdes clavados en mí. Quería leerme el pensamiento, yo iba a caer en un dulce torpor, y a hablar sin parar, confesárselo todo. Y ella no necesitaría apuntar nada como Moreau-Badmaev.
—Todavía voy a quedarme cierto tiempo en el barrio y luego se acabó.
Cuanto más me clavaba sus ojos verdes, más claro veía yo en mi interior. Hasta tenía la impresión de despegarme de mí misma. Era muy simple, había una chica con pelo castaño, de diecinueve años escasos, sentada aquella tarde noche en un banco del café de la place Blanche. Mides un metro sesenta y llevas un jersey de lana crudo, de ochos. Todavía vas a quedarte ahí cierto tiempo y, luego, se acabó. Estás ahí porque has querido por última vez remontar el curso de los años, para intentar entender. Ahí, a la luz eléctrica, en la place Blanche, empezó todo. Por última vez has vuelto a tu Tierra Natal, al punto de partida, para saber si había un camino distinto que coger y las cosas podrían haber sido de otro modo.
—¿Qué es eso de se acabó? —me preguntó.
—Nada.
Y me metí otro bocado para darle gusto.
—Debería tomarse un postre.
—No, gracias. Pero podríamos quizá tomarnos algo.
—No creo que el alcohol sea lo más indicado para usted.
Me agradaba su sonrisa irónica y su manera precisa de hablar.
—¿Hace mucho que no ha salido de París?
Le expliqué que no había salido de París desde los dieciséis años. Salvo dos o tres veces, cuando aquel tipo que conocí, Wurlitzer, me llevaba a la orilla del mar del Norte.
—Tiene que tomar el aire de vez en cuando. ¿No le apetece venirse conmigo el sábado? Tengo que volver otros tres días a Bar-sur-Aube… Le sentaría bien… Tengo una casa fuera de la ciudad.
Bar-sur-Aube. Me imaginaba el primer rayo de sol, el rocío en la hierba, un paseo por el río… Los nombres más simples me hacían soñar.
Volvió a preguntarme si me apetecía acompañarla el sábado a Bar-sur-Aube.
—Desgraciadamente, tengo que trabajar por la tarde —le dije.
—Pero yo me marcho sobre las seis de la tarde…
—Entonces sí sería posible. Es muy amable por su parte.
Pediría permiso a Véra Valadier para irme un poco antes que de costumbre. ¿Y la cría? Seguramente no pondrían la menor objeción a que me la llevara por dos días a Bar-sur-Aube.
*
Caminamos por el paseo central del bulevar. No me atrevía a proponerle que se quedara conmigo otra vez esa noche. Siempre podría llamar a Moreau-Badmaev. Pero ¿y si resulta que no estaba en casa, sino ocupado fuera hasta mañana?
Debió de notarme la ansiedad. Me cogió por el brazo y me dijo:
—Si lo desea, puedo acompañarla a su casa.
Nos metimos por la rue Coustou. Y allí, en la acera de la derecha, al pasar ante la fachada de madera oscura de Le Néant, vi el tablón de la entrada: CINQ VERNE, SUS CHICAS Y SU TREN FANTASMA, y se me vinieron a la cabeza las palabras de Frédérique cuando hablaba de mi madre y del «accidente» que le había hecho abandonar el ballet clásico para trabajar en sitios como aquél: «Un caballo de carreras que se llevan al matadero».
—¿No será que quiere subir al tren fantasma? —me preguntó la farmacéutica. Su sonrisa me tranquilizó. Ya en la habitación, se sacó de uno de los bolsillos del abrigo las cajas de medicinas y las puso en la mesilla de noche.
—¿No se olvidará? He apuntado en las cajas las indicaciones…
Luego se inclinó hacia mí:
—Está usted muy pálida… Creo que le vendrá muy bien pasar tres días fuera de París. Hay un bosque cerca de la casa donde se pueden dar paseos estupendos.
Me pasó una mano por la frente.
—Estírese…
Me tumbé y me dijo que me quitara el abrigo.
—Tengo la impresión de que en este momento hay que vigilarla de cerca…
Entonces se quitó también ella el abrigo de pieles y me lo echó por encima.
—Sigue sin calefacción… Debería venirse a pasar el invierno a mi piso.
Permanecía sentada a la orilla de la cama y de nuevo me clavaba sus ojos verdes.